Poul Anderson

El pesar de Odín el Godo

Y entonces oí una voz en el mundo: «¡Oh, llorad por la fe rota,
Y el pesado infortunio de los Nibelungos, y el pesar de Odín el Godo!»

WILLIAM MORRIS, Sigur el Volsungo

372

El viento penetró desde las tinieblas al abrirse la puerta. Los fuegos que ardían a todo lo largo de la estancia se agitaron en sus canales; las llamas saltaban y fluían de las lámparas de piedra; el humo regresaba amargo de la abertura en el techo que debería haberlo dejado salir. El súbito brillo se reflejó en lanzas, hachas, espadas y escudos, allí donde las armas reposaban cerca de la entrada. Los hombres que llenaban el gran salón se volvieron cautelosos y atentos, así como las mujeres que en ese momento les traían cuernos de cerveza. Eran los dioses tallados en las columnas los que parecían moverse por entre sombras inquietas, el Padre Tiwaz de una sola mano, Donar del Hacha, los jinetes Gemelos… ellos, y las bestias, héroes y ramas entrelazadas grabados sobre el revestimiento de madera. «¡Buuuu», decía el viento, un sonido tan frío como él mismo.

Entraron Hathawulf y Solbern. Su madre Ulrica se situó entre ellos, y la mirada en su rostro no fue menos terrible que la mirada de ellos. Los tres permanecieron inmóviles durante un latido o dos, mucho tiempo para aquellos que esperaban sus palabras. Luego Solbern cerró la puerta mientras Hathawulf se adelantaba y levantaba el brazo derecho. El silencio cayó sobre la estancia, roto sólo por el crepitar del fuego y la respiración de los presentes.

Pero fue Alawin quien habló primero. Levantándose del banco, con su cuerpo estremeciéndose de anticipación, gritó:

—¡Entonces nos vengaremos! —rugió su voz; no tenía sino quince inviernos.

El guerrero que estaba a su lado le tiró de la manga y gruñó:

—Siéntate. Debe decírnoslo el señor. —Alawin tragó, miró a su alrededor, obedeció.

Una especie de sonrisa dejó ver los dientes entre la barba amarilla de Hathawulf. Llevaba en el mundo nueve años más que aquel medio hermano, cuatro años más que su hermano Solbern, pero parecía mayor aún, y no sólo por su altura, anchos hombros y paso seguro; el liderazgo había sido suyo durante los últimos cinco de esos años, después de la muerte de su padre Tharasmund, y eso había acelerado el crecimiento de su alma. Algunos murmuraban que Ulrica tenía demasiado control sobre Hathawulf, pero quien pusiese en duda su hombría tendría que enfrentarse a él en una lucha y era poco probable que saliese caminando de ella.

—Sí—dijo, sin esfuerzo, pero sin embargo se le oyó de un extremo al otro del edificio—. Sacad el vino, mozas; bebed bien hombres, haced el amor a vuestras mujeres, disponed el material de guerra; amigos que habéis venido a ofrecernos ayuda, mi más profundo agradecimiento: mañana al amanecer cabalgaremos para matar al asesino de mi hermana.

—Ermanarico —dijo Solbern. Era más bajo y oscuro que Hathawulf, más dado a atender su granja y dar forma a las cosas con sus manos que a perseguir y hacer la guerra; pero escupió el nombre como si hubiese sido un veneno en la boca.

Un suspiro de alivio, más que de sorpresa, recorrió el salón, aunque algunas de las mujeres se retiraron, o se acercaron a sus maridos, hermanos, padres, jóvenes con los que algún día podrían casarse. Unos pocos terratenientes rugieron, casi con alegría, desde lo más profundo de la garganta. Otros se volvieron sombríos.

Entre estos últimos se encontraba Liuderis, el que había retenido a Alawin. Se puso en pie sobre el banco, por lo que se encontraba por encima de todos. Era un hombre fornido, de pelo gris y lleno de cicatrices, antiguo hombre de confianza de Tharasmund. Preguntó:

—¿Lucharías contra el rey al que diste tu palabra?

—Ese juramento dejó de tener sentido cuando hizo que Swanhild fuese pisoteada por los cascos de los caballos.

—Pero él dice que Randwar planeaba su muerte.

—¡Él lo dice! —gritó Ulrica. Se adelantó para situarse allí donde quedaba más iluminada: un mujer grande, las trenzas recogidas medio grises y medio todavía rojizas alrededor de un rostro cuyas líneas se habían congelado en la seriedad de la mismísima Weard. Costosas pieles adornaban la capa de Ulrica; el vestido que llevaba era de seda del este; el ámbar de las tierras del norte relucía en su cuello: porque era hija de un rey que se había emparentado con la casa de Tharasmund, que descendía de los dioses.

Se detuvo con los puños apretados, y los agitó frente a Liuderis y el resto:

—Bien podía Randwar el Rojo haber buscado la destitución de Ermanarico. Durante demasiado tiempo han tenido que sufrir los godos a ese perro. Sí, le llamo perro, a Ermanarico, que no es digno de vivir. No me digáis que nos hizo poderosos y que sus dominios se extienden desde el mar Báltico al mar Negro. Son sus dominios, no los nuestros, y no le sobrevivirán. Hablad, mejor, de contribuciones casi ruinosas, de esposas y doncellas deshonradas, de tierras tomadas sin derecho y de gente arrojada de sus casas, de hombres derribados o quemados en sus moradas simplemente por haberse atrevido a hablar en su contra. Recordad cómo mató a sus sobrinos y a las familias de éstos cuando no consiguió su tesoro. Pensad en cómo hizo colgar a Randwar, simplemente por la palabra de Sibicho Mannfrithsson… Sibicho, la víbora siempre silbando a oídos del rey. Y preguntaos esto. Incluso si Randwar se hubiese convertido realmente en el enemigo de Ermanarico, traicionado antes de poder vengar un ataque contra su gente… incluso si fuese así, ¿por qué debía morir también Swanhild? Sólo era su esposa. —Ulrica tomó aliento—. También era la hija de Tharasmund y mía, la hermana de vuestro jefe Hathawulf y de su hermano Solbern. Ellos, que nacieron de Wodan, enviarán a Ermanarico al mundo subterráneo para que se convierta en su esclavo.

—Hablasteis con vuestros hijos durante medio día, mi dama —dijo Liuderis—. ¿Cuánto de esto es vuestra voluntad y no la de ellos?

Hathawulf se llevó la mano a la espada.

—Habláis demasiado —contestó.

—No pretendía ofender… —empezó a decir el guerrero.

—La tierra llora por la sangre de la dulce Swanhild —dijo Ulrica—. ¿Nos volverá a dar frutos si no la lavamos con la sangre de su asesino?

Solbern estaba más calmado.

—Vosotros, tervingos, sabéis bien que los problemas se han estado fraguando durante años entre el rey y nuestra tribu. ¿Por qué si no vinisteis aquí cuando oísteis lo que había pasado? ¿No pensáis todos que quizá esto se hizo para probar nuestro temple? Si nos quedamos en nuestros hogares, si Heorot acepta cualquier compensación que pueda ofrecer, sabrá que tiene libertad para aplastamos por completo.

Liuderis asintió, cruzó los brazos sobre el pecho, y contestó con firmeza:

—Bien, no entraréis en batalla sin mis hijos y sin mí, mientras esta vieja cabeza se encuentre sobre la tierra. Pero ciertamente me pregunto si tú y Hathawulf no estáis siendo temerarios. Ermanarico es fuerte. ¿No sería mejor tomarnos nuestro tiempo, prepararnos, reunir hombres de tribus vecinas antes de atacar?

Hathawulf volvió a sonreír, con algo más de calor que antes.

—Ya hemos pensado en eso —dijo con tono firme—. Si nos concedemos tiempo a nosotros mismos, también damos tiempo al rey. No creo que pudiésemos levantar muchas lanzas contra él. No mientras los hunos merodeen por los caminos, los pueblos vasallos se muestren reacios al pago de tributos y los romanos puedan ver, en una guerra entre godos, una oportunidad de entrar y conquistarlo todo. Además, Ermanarico no permanecerá ocioso antes de moverse para humillar a los tervingos. No, debemos atacar ahora, cuando no lo espera, cogerlo por sorpresa, superar a sus guardias, que no son muchos más de los que estamos aquí, matar a Ermanarico con un golpe rápido y limpio, y después convocar una asamblea para elegir un nuevo rey justo.

Liuderis volvió a asentir.

—He dicho lo que pienso, tú has dicho lo que piensas. Ahora dejemos de hablar. Mañana cabalgaremos. —Se sentó.

—Es un riesgo —dijo Ulrica—. Éstos son mis últimos hijos vivos, y quizá vayan a su muerte. Eso será como desee Weard, que decide por igual el destino de hombres y dioses. Pero preferiría que mis hijos muriesen con valor antes de que se arrodillasen frente al asesino de su hermana. Eso no traería suerte.

El joven Alawin volvió a ponerse en pie de un salto. Sacó el cuchillo.

—¡Nosotros no moriremos! —gritó—. ¡Ermanarico morirá, y Hathawulf será rey de los ostrogodos!

De los hombres se elevó un rugido lento, como una ola que se aproximase.

Solbern el Sobrio recorrió la estancia. La multitud lo dejó pasar. El junco trenzado y el suelo de barro resonaron bajo sus botas.

—¿Te he oído decir «nosotros»? —preguntó por entre los retumbos—. No, eres un muchacho. Te quedarás en casa.

Las aterciopeladas mejillas se sonrojaron.

—¡Soy suficiente hombre para luchar por mi casa! —gritó Alawin.

Ulrica se envaró allí donde estaba. De ella saltó la crueldad.

—¿Tu casa, bastardo?

El alboroto creciente murió. Los hombres se miraron incómodos. No Presagiaba nada bueno que en una hora aciaga como aquélla se liberase un odio antiguo como ése. La madre de Alawin, Erelieva, no sólo había sido una amante para Tharasmund, se había convertido en la única mujer que le importaba, y Ulrica se había regocijado casi abiertamente cuando cada hijo que paría Erelieva, excepto el primero, moría joven. Después de que el jefe guerrero hubiese tomado el camino del infierno, los amigos de Erelieva se habían apresurado a casarla con un terrateniente que vivía lejos de la casa comunal. Alawin se había quedado, lo adecuado para el hijo de un señor, pero Ulrica siempre lo aguijoneaba.

Los ojos se encontraron entre el humo y la luz del fuego llena de sombras.

—Sí, mi casa —gritó Alawin—, y Swanhild también era m—m—m—mi hermana. —El tartamudeo le hizo morderse el labio inferior con vergüenza.

—Calma, calma. —Hathawulf volvió a levantar el brazo—. Tienes derecho, muchacho, y haces bien en reclamarlo. Sí, cabalga con nosotros cuando llegue la aurora. —Su mirada desafió a Ulrica. Ella torció la boca pero no dijo nada. Todos supieron que deseaba que el joven muriese.

Hathawulf caminó hacia la silla alta situada en medio del salón. Resonaron sus palabras:

—¡No más peleas! Esta noche seremos felices. Pero primero, Anslaug —a su esposa— ven a sentarte a mi lado y juntos beberemos de la copa de Wodan.

Resonaron los pies, los puños golpearon la madera, los cuchillos se encendieron como antorchas. Las mujeres empezaron a rugir con los hombres.

Hail!Hail!Hail!

La puerta se abrió.

La noche llegaba rápido en otoño, por lo que el recién llegado permanecía de pie en la oscuridad. El viento agitaba los bordes de su manto, levantaba hojas muertas, silbaba y enfriaba la habitación. Todos se volvieron para ver quién había llegado, tomaron aliento, e incluso aquellos que habían estado sentados se pusieron en pie. Era el Errante.

Era más alto que ellos y sostenía la lanza más como un bastón que como un arma, como si no tuviese necesidad del hierro. Un sombrero de ala ancha le cubría el rostro, pero no el pelo gris como el de un lobo ni la barba, no el brillo de sus ojos. Pocos de ellos le habían visto alguna vez, pocos habían estado presentes cuando hacía sus apariciones; pero todos reconocían al antepasado de los jefes tervingos.

Ulrica fue la primera en recuperarse.

—Saludos, Errante, y bienvenido —dijo—. Honráis nuestro techo. Venid, ocupad la silla alta y os traeremos un cuerno de vino.

—No, una copa, una copa romana, la mejor que tenemos —dijo Solbern.

Hathawulf fue a la puerta, cuadró los hombros y permaneció frente al Anciano.

—Sabéis lo que pasa —dijo—. ¿Qué tenéis para nosotros?

—Esto —contestó el Errante. Tenía la voz profunda, con un acento distinto del de los godos del sur o de cualquiera de los que conocían. Los hombres suponían que su lengua natal era la lengua de los dioses. Esa noche sonaba pesada, como si la empujase la pena—. Estáis dispuestos a la venganza, Hathawulf y Solbern, y eso no puede cambiarse; es la voluntad de Weard. Pero Alawin no irá con vosotros.

El joven se hundió, poniéndose blanco. De su garganta salió un débil gemido.

La mirada del Errante recorrió el salón para mirarlo.

—Es necesario. —Siguió hablando, lenta palabra tras lenta palabra—. No te insulto cuando digo que sólo eres medio adulto y que morirás con valor pero sin necesidad. Todos los hombres que están aquí fueron antes muchachos. No, en lugar de eso te digo que tu tarea ha de ser otra, más dura y extraña que la venganza, para bien de esa gente que surgió de la madre del padre de tu padre, Jorith … —¿había temblado ligeramente el tono?— y yo mismo. Aguanta, Alawin. Tu hora llegará pronto.

—Se… se hará… como deseáis, señor —dijo Hathawulf con la garganta agarrotada—. Pero ¿qué significa eso… para los que cabalgaremos mañana?

El Errante lo miró durante un rato en que se hizo el silencio antes de contestar.

—No deseas saberlo. Sean buenas o malas palabras, no deseas conocerlas.

Alawin se derrumbó sobre su banco, puso la cabeza entre las manos y se estremeció.

—Adiós —dijo el Errante. La capa se arremolinó, la lanza se agitó, la puerta se cerró y se fue.

1935

No me cambié de ropa hasta que mi vehículo me llevó por el espacio-tiempo. Entonces, en la base de la Patrulla camuflada como almacén, me quité la ropa del valle del Dniéper, finales del siglo XX, y me puse la de Estados Unidos, mediados del siglo XX.

La forma básica, camisas y pantalones para los hombres, vestidos para las mujeres, era la misma. Las diferencias en los detalles eran incontables. A pesar de la tela basta, el traje godo era más cómodo que una chaqueta y corbata. Lo guardé en la caja de mi saltador, junto con dispositivos especiales como el pequeño aparato que usé para escuchar, desde el exterior, lo que sucedía en el salón del pez gordo tervingo. Como la lanza no cabía, la dejé atada a un lateral de la máquina. No iba a ir a ninguno sitio más que al entorno al que pertenecía aquel arma.

El agente de guardia de ese día rondaba los veinte años —joven para los tiempos modernos; en la mayor parte de las épocas ya hubiese sido un hombre situado y con familia— y yo lo desconcertaba un tanto. Cierto, mi situación como miembro de la Patrulla del Tiempo era un tecnicismo, como en su caso. Yo no participaba en la vigilancia de los senderos espaciotemporales, en el rescate de viajeros en apuros o un algo tan glamoroso como eso. No era más que un científico; «estudioso» sería probablemente más adecuado. Sin embargo, yo realizaba viajes solo, algo para lo que él no estaba cualificado.

Me miró mientras salía del hangar de la anónima oficina, supuestamente una empresa de construcción, que era nuestra fachada en aquella ciudad y en esa época.

—Bienvenido a casa, señor Farness —dijo—. Eh, tuvo un viaje agitado, ¿no?

—¿Qué te hace pensarlo? —contesté automáticamente.

—Su expresión, señor. La forma en que anda.

—No corrí peligro —dije. No quería hablar de ellos más que con Laurie, y quizá ni siquiera con ella durante un tiempo, así que lo dejé atrás y salí a la calle.

Aquí también era otoño, uno de esos días serenos y brillantes de los que a menudo disfrutaba Nueva York antes de volverse inhabitable; ese año resultaba ser el anterior al de mi nacimiento. El cemento y el vidrio relucían más altos que el cielo, hasta el azul donde unas cuantas nubes fragmentadas corrían empujadas por una brisa que me daba su beso frío. Los coches eran pocos y no hacían sino añadir al aire cierto aroma, superado por el olor de los carritos de castañas que empezaban a surgir del letargo. Fui por la Quinta Avenida y dejé atrás tiendas llenas de encanto, algunas de las mujeres más hermosas del mundo y gente de toda la rica diversidad de nuestro planeta.

Mi esperanza era que yendo a casa a pie pudiese quemar parte de la tensión y la tristeza que me embargaban. La ciudad no sólo podía estimular, también podía curar, ¿no? Allí es donde Laurie y yo habíamos decidido vivir, cuando nos podíamos haber establecido en cualquier lugar del pasado o el futuro.

No, no era del todo correcto. Como la mayoría de las parejas, queríamos un nido en un lugar razonablemente familiar, donde no tuviésemos que aprenderlo todo desde el principio y mantenernos siempre en guardia. Los años treinta eran un entorno maravilloso si eras un americano blanco, con buena salud y dinero. Las comodidades que faltaban, como el aire acondicionado, podían instalarse sin llamar la atención y sino las usabas nunca cuando había visitas que no debían saber que los viajeros en el tiempo existían. Cierto, la banda de los Roosevelt estaba al mando, y la conversión de la República en el Estado Corporativo todavía no había progresado mucho y todavía no afectaba a nuestras vidas privadas; la evidente desintegración de la sociedad no se convertiría en un proceso rápido y evidente (en mi opinión) hasta después de las elecciones de 1964.

En el Medio Oeste, donde ahora me llevaba mi madre, hubiésemos tenido que ser prudentes hasta la incomodidad. Pero la mayoría de los neoyorquinos eran tolerantes, o al menos no eran curiosos. Una barba hasta el pecho y el pelo largo hasta los hombros, que me había atado en una coleta mientras estaba en la base, no atraían demasiadas miradas, no más que unos gritos de «¡Castor!» por parte de los niños. Para nuestro casero, vecinos y otros contemporáneos, éramos un profesor retirado de filología germánica y su esposa, y nuestras rarezas algo previsible. Como estaban las cosas, tampoco era una mentira.

Por tanto, el paseo debía haberme calmado hasta cierto punto, devolviéndome la perspectiva que deben tener los agentes de la Patrulla para evitar que las cosas que ven los vuelvan locos. Debemos comprender que lo que Pascal dijo es cierto de todos los seres humanos en todo el espacio-tiempo, nosotros incluidos —«El último acto es trágico, sin que importe lo agradable que fuese la comedia de los actos anteriores. Un poco de tierra sobre la cabeza y se ha acabado para siempre»—; comprenderlo en profundidad para vivir con calma aunque quizá sin serenidad. A esos godos míos les iba mejor que, digamos, a millones de judíos y gitanos europeos, a menos de diez años en el futuro, o a millones de rusos en este mismo momento.

No servía. Eran mis godos. Sus fantasmas se reunían a mi alrededor hasta que la calle, edificios, carne y sangre se convertían en irreales, en sueños mal recordados.

A ciegas, aceleré el paso hacia el santuario que Laurie pudiese ofrecerme.

Ocupábamos un inmenso piso con vistas a Central Park, donde nos gustaba pasear en las noches agradables. El portero del apartamento no tenía además que ejercer de guardia armado. Hoy le he hecho daño por la brusquedad con la que le he devuelto el saludo, y lo he comprendido cuando ya estaba en el ascensor y era demasiado tarde. Ir hacia atrás en el tiempo para cambiar ese incidente hubiese violado la Directiva Primera de la Patrulla. No es que nada tan trivial pudiese afectar al continuo; es flexible dentro de ciertos límites, y los efectos de las alteraciones normalmente se atenúan con rapidez. En realidad, hay una interesante duda metafísica sobre en qué medida el viajero del tiempo descubre el pasado y en qué medida lo crea. El gato de Schrödinger mira desde la historia así como desde la caja. Pero la Patrulla existe para asegurar que el tráfico temporal no aborte la serie de sucesos que producen al final a los superhumanos danelianos quienes fundaron la Patrulla cuando, en su propio remoto pasado, los hombres normales descubrieron cómo viajar cronológicamente.

Mis pensamientos habían huido a ese territorio conocido mientras permanecía atrapado en el ascensor. Hacía que los fantasmas fuesen más distantes, menos vociferantes. Sin embargo, cuando entré en casa, me siguieron.

Un olor a aguarrás flotaba entre los libros que empapelaban el salón. Laurie estaba consiguiendo cierto reconocimiento como pintora, aquí, en los años treinta, cuando ya no era la preocupada esposa de un miembro de la facultad que había sido a finales de siglo. Le habían ofrecido un trabajo en la Patrulla, pero lo rechazó: carecía de la fuerza física que requería un agente de campo —masculino o, especialmente, femenino— en ciertas ocasiones, y los trabajos de rutina o referencia no le interesaban. Eso sí, habíamos pasado vacaciones en algunos entornos exóticos.

Me oyó entrar y salió corriendo de su estudio para saludarme. Verla me alegró un poco el espíritu. Con la bata manchada, el pelo rojo metido bajo un pañuelo, seguía siendo esbelta, ágil y hermosa. Las arrugas alrededor de sus ojos verdes eran demasiado finas para ser apreciables hasta que se acercó lo suficiente para abrazarme.

Nuestros conocidos locales tendían a envidiarme una mujer que, además de ser encantadora, era mucho más joven que yo. De hecho, la diferencia en fechas de nacimiento no era más que de seis años. Yo andaba por los cuarenta y tantos, y ya tenía el pelo gris, prematuramente, cuando la Patrulla me reclutó, mientras que ella había conservado gran parte de su aspecto juvenil. El tratamiento antitanático que ofrece nuestra organización puede detener el proceso de envejecimiento, pero no invertir sus efectos.

Además, ella pasaba la mayor parte de su vida en el tiempo normal, a sesenta segundos por minuto. Pasaban días, semanas, meses entre el momento en que yo, como agente de campo, me despedía por la mañana y volvía a cenar… un interludio durante el que podía dedicarse a su carrera sin mi interrupción. Mi edad acumulada se acercaba ya a los cien años.

A veces parecían mil. Y se notaba.

—¡Hola, Carl, querido! —Pegó los labios a los míos. La abracé. Si la pintura me manchaba el traje, ¿qué importaba? Luego ella se echó atrás, me cogió ambas manos, y envió su mirada a mi interior.

Habló en voz baja:

—Este viaje te ha hecho daño.

—Sabía que así sería —le contesté cansado.

—Pero no sabías cuánto… ¿Estuviste fuera mucho tiempo?

—No. En un momento te contaré los detalles. Pero tuve suerte. Encontré un punto clave, hice lo que tenía que hacer y salí de allí. Unas pocas horas de observación oculta, unos minutos de acción y fini.

—Supongo que podrías decir que es suerte. ¿Debes volver pronto?

—A esa era, sí, bastante pronto. Pero quiero pasar un tiempo aquí, para descansar, meditar sobre lo que vi que iba a suceder… ¿Podrás soportarme, mirándote, durante una semana o dos?

—Cariño. —Volvió a mí.

—De todas formas, tengo que trabajar con mis notas —le dije al oído—, pero por las tardes podemos salir a cenar, al teatro, divertirnos.

—Oh, espero que puedas divertirte. No lo finjas por mí.

—Más adelante las cosas serán más fáciles —le aseguré—. Simplemente estaré realizando mi misión original, grabando las canciones e historias que crearán sobre esto. Es sólo… primero tengo que tener algo de realidad.

—¿Debes?

—Sí. No por propósitos de estudio, no, supongo que no. Pero son mi gente. Lo son.

Me abrazó con más fuerza. Ella lo sabía.

Lo que no sabía, pensé en un ataque de dolor —lo que le pedía a Dios que no supiese— era por qué me preocupaban tanto aquellos descendientes míos. Laurie no era celosa. Nunca había desaprobado el tiempo que Jorith y yo habíamos pasado juntos. Riendo, me dijo que no la privaba de nada y que a mí me daba una posición en la comunidad que estudiaba, lo que bien podría ser único en los anales de mi profesión. Después había hecho todo lo posible para consolarme.

Lo que no me atrevía a decirle era que Jorith no era simplemente una amiga íntima que resultaba ser mujer. No podía decirle que había amado a una que era polvo desde hacía mil seiscientos años como la había amado a ella, la seguía amando, y quizá siempre lo haría.

300

El hogar de Winnithar el Mata Bisontes se encontraba en un acantilado sobre el río Vístula. Era un asentamiento: media docena de casas acumuladas alrededor de un patio, con granero, cobertizo, cocina, herrería, fábrica de cerveza y otros lugares cercanos de trabajo; porque su familia llevaba mucho tiempo viviendo allí y habían prosperado entre los tervingos. Al oeste había praderas y tierras de cultivo. Al este, sobre el agua, páramos, aunque los asentamientos los ocupaban continuamente a medida que la tribu crecía.

Podían haber talado por completo el bosque, de no haber sido porque un número cada vez mayor se iba. Era una época agitada. No sólo había bandas guerreras; muchos sacaban sus lanzas y se peleaban allí donde estaban. De lejos llegaban noticias de que los romanos a menudo se mataban entre sí mientras se desmoronaba el reino que habían creado sus antepasados. Y, sin embargo, pocos habitantes del norte habían hecho algo más atrevido que atacar las fronteras imperiales. Pero las tierras del sur, justo fuera de esas fronteras, cálidas, ricas, apenas defendidas por sus ocupantes, atraían a muchos godos que deseaban crearse un hogar propio.

Winnithar se quedó donde estaba. Sin embargo, eso lo obligaba a pasar tanto tiempo luchando —especialmente contra los vándalos, pero en ocasiones contra tribus godas, greutungos y taifales— como en el campo. A medida que sus hijos se acercaban a la madurez, empezaban a desear otro lugar.

Así estaban las cosas cuando llegó Carl.

Apareció en invierno, cuando apenas nadie viajaba. Por esa razón, los extraños eran doblemente bienvenidos, porque rompían la monotonía de sus vidas. Al principio, espiándolo a una milla de distancia, lo tomaron por un simple vagabundo, porque viajaba solo y a pie. Sin embargo, sabía que su jefe querría conocerlo.

Se acercaba, caminando con facilidad sobre el camino helado, usando la lanza como bastón. La capa azul era la única nota de color en los campos cubiertos de nieve, con árboles desolados y cielos apagados. Los perros le aullaban y ladraban; no demostraba miedo, y después los hombres comprendieron que hubiese podido matar a aquellos que le hubiesen atacado. Hoy llamaron a las bestias y se encontraron con el extraño con todo respeto… porque estaba claro que su ropa era de la mejor calidad y no estaba manchada, mientras que su persona era imponente. Era más alto que el más alto entre ellos, delgado pero fibroso, un hombre de barba gris tan ágil como un joven. ¿Qué contemplaban esos ojos pálidos?

Un guerrero se acercó para saludarlo.

—Me llamo Carl —dijo cuando le preguntaron, nada más—. Deseoso estaría de permanecer con vosotros. —Las palabras godas le salían con facilidad, pero el sonido, y en ocasiones el orden, no pertenecían a ningún dialecto que conociesen los tervingos.

Winnithar se había quedado en el salón. Hubiese sido impropio de él mirar boquiabierto como un hombre común. Cuando entró Carl, Winnithar le dijo desde su silla alta:

—Bienvenido si vienes en paz y honradez. Que el Padre Tiwaz te proteja y que la Madre Frija te bendiga. —Como era la antigua costumbre de la casa.

—Muchas gracias —contestó Carl—. Habéis sido muy amable diciendo eso a una persona que bien podríais considerar un mendigo. No lo soy, y espero que este regalo os agrade. —Metió la mano en la bolsa colgada al cinto y sacó un anillo de brazo que le pasó a Winnithar. Aquellos que se acercaron para mirar no pudieron sino jadear, porque el anillo era pesado, de oro puro y estaba hábilmente engarzado con gemas.

El anfitrión apenas pudo conservar la calma.

—Es un regalo que podría haber hecho un rey. Comparte mi asiento, Carl. —Se trataba del sitio de honor—. Quédate todo el tiempo que quieras. —Batió palmas—. ¡Eh! —gritó—, traed hidromiel para nuestro invitado, ¡y para mí para poder beber a su salud! —A los zagales, mozas y niños que se arremolinaban en el salón—: Volved al trabajo. Después de la cena oiremos todo lo que tenga que decirnos. Sin duda ahora está cansado.

Obedecieron rezongando.

—¿Por qué lo decís? —le preguntó Carl.

—La villa más cercana donde puedes haber pasado la noche se encuentra a una buena distancia de aquí —contestó Winnithar.

—No estuve allí —dijo Carl.

—¿Qué?

—Acabaríais descubriéndolo. No quiero que creáis que os miento.

—Pero… —Winnithar lo miró, se tiró del bigote y dijo lentamente—: No eres de por aquí; debes de haber viajado desde lejos. Pero tu ropa está limpia, aunque no llevas otras prendas para cambiarte, ni comida o cualquier otra cosa que requiera un viajero. ¿Quién eres, de dónde vienes, y… cómo?

El tono de Carl era amable, pero los que lo escucharon supieron que en el fondo había acero.

—Hay cosas de las que no puedo hablar. Te doy mi palabra, que el trueno de Donar me golpee si es falsa, de que no soy un bandido, ni un enemigo de tu gente, ni alguien que te avergonzaría bajo tu techo.

—Si el honor te exige mantener ciertas cosas en secreto, nadie te forzará a revelarlas —dijo Winnithar—. Pero debes comprender que no puedo evitar sentir curiosidad… —Agradable de ver fue el alivio con el que dejó de hablar y exclamó: Ah, aquí viene el hidromiel. Ésa que te entrega el cuerno es mi esposa Salvalindis, como corresponde a un invitado de tu rango.

Carl la saludó con cortesía, aunque su miraba se desviada a la doncella que estaba a su lado, que le había traído a Winnithar la bebida. Tenía dulces formas y se movía como un cervatillo; el pelo suelto relucía dorado más allá de una cara con huesos delicados, labios que sonreían con timidez, y ojos grandes con el color del cielo de verano.

Salvalindis se dio cuenta.

—Has conocido a nuestra hija mayor —le dijo a Carl—, Jorith.

1980

Después del entrenamiento básico en la Academia de la Patrulla, volví con Laurie el mismo día en que la dejé. Necesitaba un tiempo para descansar y readaptarme; causaba impresión trasladarse desde el periodo Oligoceno hasta una ciudad universitaria de Pensilvania Además, teníamos que dejar los asuntos mundanos en orden. Por mi parte, debería terminar el año académico antes de renunciar «para aceptar un trabajo mejor pagado en el extranjero». Laurie se ocupó de la venta de nuestra casa y del traspaso de las cosas que no queríamos conservar… donde fuese y cuando fuese que estableciésemos nuestra residencia.

Fue duro decirle adiós a amigos de muchos años. Prometimos visitas de vez en cuando, pero sabíamos que serían pocas y muy espaciadas, hasta cesar por completo. Las mentiras exigidas para conservar esas amistades serían demasiado grandes. En todo caso, dejamos la impresión de que mi puesto vagamente descrito era una tapadera para un cargo en la CIA.

Bien, ya me habían advertido desde el Principio que la vida de un agente de la Patrulla del Tiempo se convertía en una serie de despedidas. Todavía tenía que descubrir lo que eso implicaba de verdad.

Todavía nos encontrábamos en el proceso de desarraigo cuando recibí una llamada.

—¿Profesor Farness? Soy Manse Everard, agente No asignado. Me preguntaba si podríamos vernos para hablar, quizá este fin de semana.

Me dio un vuelco el corazón. No asignado es todo lo alto que puedes llegar en la organización; en el millón de años, más o menos, que la organización protege, ese personal es raro. Normalmente un miembro, aunque sea un agente de policía, trabaja en un entorno determinado, para que pueda conocerlo por completo, y como parte de un equipo bien coordinado. Los No asignados pueden ir a cualquier lugar que elijan y hacer virtualmente todo lo que les parezca conveniente, respondiendo sólo ante su conciencia, sus iguales y los danelianos.

—Eh, claro, por supuesto, señor —solté—. El sábado estaría bien. ¿Quiere venir aquí? Le garantizo una buena cena.

—Gracias, pero preferiría que fuese aquí… en todo caso la primera vez. Tengo los archivos, el terminal de ordenador y otras cosas útiles. Sólo nosotros dos, por favor. No se preocupe por los horarios de las líneas aéreas. Busque un lugar, podría ser el sótano, donde nadie pueda verlo. Le han dado un localizador, ¿no?… Vale, lea las coordenadas y vuelva a llamarme. Lo recogeré con el saltador.

Descubrí después que eso era normal en él. Enorme, de aspecto duro, manejando más poder del que soñaron César o Gengis, era tan agradable como un zapato viejo.

Conmigo sentado en la montura detrás de él, saltamos por el espacio, en lugar del tiempo, hasta la base actual de la Patrulla en Nueva York. Desde allí fuimos caminando hasta el apartamento que tenía. Le gustaban la suciedad, el desorden y el peligro tan poco como a mí. Sin embargo, creía que necesitaba un pied—á—terre en el siglo XX, y se había acostumbrado a aquel lugar antes de que la decadencia hubiese llegado tan lejos.

—Nací en su estado en 1924 —me explicó—. Entré en la Patrulla a los treinta años. Por eso decidí que yo era el que debía entrevistarlo. Tenemos muchas cosas en común; deberíamos entendernos.

Tomé un buen trago del whisky con soda que me había servido y dije con cautela:

—Yo no estoy tan seguro, señor. En la Academia oí cosas sobre usted. Parece haber llevado una vida bastante aventurera antes de incorporarse. Y después… Yo, en cambio, he sido un tipo bastante sedentario.

—En realidad, no. —Everard miró las notas que sostenía en la mano. Mantenía la izquierda alrededor de una gastada pipa de brezo. De vez en cuando la chupaba o tomaba un trago—. Vamos a refrescar mi memoria, ¿eh? No entró en combate durante su periodo en el Ejército, pero eso fue porque sirvió dos años en lo que ridículamente llamamos tiempos de paz. Eso sí, consiguió la puntuación más alta en las prácticas de tiro. Siempre le ha gustado la vida al aire libre: el montañismo, el esquí, navegar, nadar. Y en la universidad, jugó al fútbol y ganó la letra a pesar de esa constitución larguirucha. En la universidad sus aficiones incluían tiro con arco y esgrima. Ha viajado mucho, no siempre a lugares normales y seguros. Sí, yo diría que es lo suficientemente aventurero para lo que queremos. Es posible que ligeramente demasiado aventurero. Eso es lo que intento descubrir.

Incómodo, miré la habitación. Situada en un piso alto, era un oasis de tranquilidad y orden. Las paredes estaban cubiertas de estanterías, excepto por tres cuadros excelentes y un par de lanzas de la Edad de Bronce. Por lo demás, el único recuerdo evidente era una alfombra de piel de oso polar que me comentó venía de la Groenlandia del siglo X.

—Ha estado casado durante veintitrés años con la misma mujer —comentó Everard—. En estos días, eso indica un carácter estable.

No había ningún toque femenino. Pero podría tener mujer, o mujeres, en algún otro momento del tiempo.

—No tienen hijos —siguió diciendo Everard—. Bueno, no es asunto mío, pero sabe, ¿no?, que si lo desean nuestros médicos pueden reparar todas las causas de la infertilidad a este lado de la menopausia. También pueden compensar un embarazo tardío.

—Gracias —dije—. Trompas de Falopio… Sí, Laurie y yo hemos hablado de ello. Puede que algún día aprovechemos la oportunidad. Pero no creemos que fuese adecuado comenzar una nueva carrera y la paternidad todo junto —esbocé una sonrisa—. Si simultaneidad significa algo para un patrullero.

—Una actitud responsable. Me gusta —asintió Everard.

—¿Por qué esta entrevista, señor? —me aventuré a decir—. No se me invitó a alistarme simplemente por la recomendación de Herbert Ganz. Su gente me hizo pasar por una batería de pruebas psicológicas del lejano futuro antes de explicarme nada.

Habían dicho que eran un conjunto de experimentos científicos. Yo había cooperado porque Ganz me lo había pedido, como favor para un amigo suyo. No era su campo; él se encontraba en lengua germana y literatura, igual que yo. Nos habíamos conocido en una reunión profesional, nos habíamos hecho amigos y nos escribíamos a menudo. Él había elogiado mis artículos sobre Deor y Widsitb, yo el suyo sobre la Biblia gótica.

Naturalmente, entonces no sabía que era suya. Fue publicada en Berlín en 1853. Más tarde lo reclutó la Patrulla y, finalmente, vino al futuro bajo un nombre supuesto, en busca de talentos para su empresa.

Everard se recostó. Me miró fijamente por encima de la pipa.

—Bien —dijo—, las máquinas nos dijeron que usted y su esposa eran de fiar, y que a los dos les encantaría la verdad. Lo que no podían medir era su competencia para el trabajo que se le propuso. Perdóneme, no quiero insultarlo. Nadie es bueno en todo, y estas misiones serán duras, solitarias y delicadas. —Hizo una pausa—. Sí, delicadas. Puede que los godos sean bárbaros, pero eso no quiere decir que sean estúpidos, o que no puedan sufrir como usted o como yo.

—Lo comprendo —dije—. Pero mire, todo lo que tiene que hacer es leer los informes que presentaré en mi futuro personal. Si los primeros informes revelan que soy un chapucero, entonces dígame que me quede en casa y que me convierta en un investigador de biblioteca. La Patrulla también los necesita, ¿no?

Everard suspiró.

—He preguntado, y me han dicho que sus intervenciones fueron… serán… habrán sido… satisfactorias. No es suficiente. No comprende, porque no lo ha experimentado, lo sobrecargada que está la Patrulla, hasta qué punto estamos dispersos por la historia. No podemos examinar cada detalle de lo que hace un agente de campo. Eso es especialmente cierto cuando él o ella no es un policía como yo, sino un científico como usted, explorando un entorno poco, o completamente desconocido. —Se permitió un buen trago de bebida Por eso tiene la Patrulla una rama científica. Para hacerse una idea ligeramente mejor de qué sucesos se supone que deben evitar alterarlos viajeros temporales.

—¿Representaría una diferencia significativa en una situación tan oscura como ésa?

—Podría. A su debido tiempo, los godos interpretan un papel importante, ¿no? ¿Quién sabe lo que sucede al principio? Una victoria o una derrota, un rescate o una muerte, un cierto individuo que nace o no nace. ¿Quién sabe qué efectos podría tener eso a medida que sus resultados se propagan por el tiempo?

—Pero yo no me ocuparé de acontecimientos reales más que indirectamente —argüí—. Mi objetivo es ayudar a recuperar varias historias y poemas perdidos, y descubrir cómo se gestaron y cómo influyeron en obras posteriores.

Everard sonrió con tristeza.

—Sí, lo sé. El gran proyecto de Ganz. La Patrulla lo apoya porque es la única cuña de entrada, la única que hemos encontrado, para registrar la historia de ese entorno.

Se terminó la copa y se puso en pie.

—¿Le apetece otra? —propuso—. Y luego almorzaremos. Mientras tanto, me gustaría que me contase exactamente en qué consiste su proyecto.

—Pero debe de haber hablado con Herbert… con el profesor Ganz —dije sorprendido—. Eh, gracias, me gustaría tomar otra, sí.

—Claro —dijo Everard, sirviendo—. Recuperar literatura germánica de la Edad Oscura. Si «literatura» es la palabra correcta para algo que fue originalmente oral en sociedades analfabetas. Sobre el papel sólo han sobrevivido meros fragmentos, y los estudiosos no se ponen de acuerdo en el grado de corrupción de esas copias. Ganz trabajaba sobre la épíca de, humm… los nibelungos. Lo que no entiendo del todo es dónde encaja usted. Se trata de una historia del valle del Rin. Usted quiere ir a corretear en solitario por la Europa del Este en el siglo IV.

Sus modales me ayudaron a tranquilizarme más que el whisky.

—Espero poder seguir la parte de Ermanarico —le dije—. No está del todo completa, pero tiene relación y, además, es interesante en sí misma.

—¿Ermanarico ? ¿Quién es ése? —Everard me pasó el vaso y se sentó a escuchar.

—Quizá sea mejor que retroceda un poco —dije—. ¿Está familiarizado con la obra nibelungo—volsunga?

—Bien, he visto la trilogía de Wagner, El anillo del nibelungo. Y en una ocasión que estuve de misión en Escandinavia, cerca del final del periodo vikingo, oí una historia sobre Sigurd, que mató un dragón y despertó a la valquiria y luego lo jorobó todo.

—Eso es una pequeña parte de la historia, señor.

—Bastará con «Manse», Carl.

—Oh, eh, gracias. Es un honor. —Para no parecer servil, me apresuré a hablar con mi mejor estílo académico:

—La Saga volsunga de Islandia se puso por escrito después que el Cantar de los nibelungos alemán, pero contiene una versión de la historia más antigua, primitiva y larga. La Edda mayor y la Edda menor también contienen algo de ella. Ésas fueron las fuentes de las que Wagner bebió principalmente.

»Sigurd el volsungo fue engañado para que se casase con Gudrun la gjuking en lugar de con Brynhild la valquiria, y eso despertó los celos entre las mujeres y condujo al final a la muerte de Sigurd. En Alemania, a esas personas se las conoce como Siegfried, Kriemhild de Burgundy y Brunhild de Isenstein, y los dioses paganos no aparecen; pero eso no importa ahora. Según las dos historias, Gudrun, o Kriemhild, se casó después con un rey llamado Atli, o Etzel, que no es más que Atila el huno.

»En ese punto las dos versiones divergen. En el Cantar de los nibelungos, Kriemhild atrae a sus hermanos a la corte de Etzel y hace que lo destruyan, como venganza por el asesinato de Siegfried. Teodorico el Grande, el ostrogodo que conquistó Italia, entra en el episodio con el nombre de Dictrich de Berna, aunque históricamente pertenece a una generación posterior a la de Atila. Uno de sus seguidores, Hildebrand, se siente tan horrorizado por la crueldad y la traición de Kriemhild que la mata. Hildebrand, por su parte, tiene leyenda propia: en una balada que Herb Ganz quiere recuperar en su totalidad, así como en obras derivadas. Ya puedes apreciar que es una confusión de anacronismos.

—Atila el huno, ¿eh? —rnurmuró Everard—. No era un hombre muy agradable, pero actuaba en pleno siglo v, cuando los chicos duros ya cabalgaban por Europa. Tú vas al siglo IV.

—Exacto. Deja que te cuente la historia islandesa. Atli engatusó a los hermanos de Gudrun porque quería el oro del Rin. Ella intentó advertírselo, pero ellos llegaron utilizando salvoconductos. Cuando se negaron a entregar el tesoro escondido o decirle dónde estaba, Atli los hizo matar. Gudrun se vengó. Descuartizó a los hijos que le había dado y se los sirvió como comida. Luego lo apuñaló mientras dormía, incendió su casa y abandonó la tierra de los hunos. Con ella se llevó a Svanhild, su hija con Sigurd.

Everard fruncía el ceño, concentrándose. No era fácil seguir a todos esos personajes.

—Gudrun llegó al país de los godos —dije—. Allí volvió a casarse y tuvo dos hijos, Hamther y Sorli. El rey de los godos se llama Jormunrek en la Saga y las Eddas, pero no hay duda de que era Ermanarico, que fue una oscura figura real entre mediados y finales del siglo IV. Los relatos difieren sobre si se casó con Svanhild y ella fue falsamente acusada de infidelidad, o si ella se casó con alguien que el rey descubrió que conspiraba contra él y a quien colgó. En cualquier caso, hizo que la pobre Svarihild fuese pisoteada por caballos hasta morir.

»Para entonces, los hijos de Gudrun, Hamther y Sorli, eran hombres. Ella los incitó a matar a Jormunrek para vengar a Svanhild. Por el camino se encontraron a su medio hermano Erp, que se ofreció a acompañarlos. Ellos lo mataron. Los manuscritos son vagos sobre la razón. Mi suposición es que Erp era el hijo de su padre con una concubina y había problemas de sangre entre ellos.

»Los otros dos continuaron hasta el cuartel general de Jormunrek y atacaron. Sólo eran ellos dos, pero invulnerables al acero, así que mataron hombres a diestro y siniestro, llegaron hasta el rey y lo hirieron de gravedad. Pero antes de poder terminar el trabajo, Hamther dejó escapar el secreto de que con piedras podían herirlos. O, según la saga, Odín apareció de pronto, bajo el aspecto de un anciano con un solo ojo, y comunicó esa información. Jormunrek ordenó a los guerreros que le quedaban que lapidasen a los hermanos, y así murieron. Ahí termina la historia.

—Lúgubre, ¿eh? —dijo Everard. Pensó durante un minuto—. Pero me parece que todo ese último episodio de Gudrun en la tierra de los godos, debe haberse incorporado en una fecha muy posterior. Los anacronismos son exagerados.

—Claro —admití—. Es muy común en el folclore. Una historia importante atrae otras menores, incluso insignificantes. Por ejemplo, no fue W C. Fields quien dijo que no puede ser del todo malo un hombre que odia a los niños y los perros. Fue otra persona, he olvidado quién, al presentar a Fields durante un banquete.

Everard rió.

—¡No me digas que la Patrulla debería controlar la historia de Hollywood! —Volvió a ponerse serio—. Si esa sanguinaria historia no pertenece realmente al Cantar de los nibelungos, ¿por que quieres estudiarla? ¿Por qué quiere Ganz que lo hagas?

—Bien, llegó hasta Escandinavia, donde inspiró un par de buenos poemas (eso si no eran reelaboraciones de algo anterior), y pasó a formar parte de la Saga volsunga. Las conexiones, la evolución global, nos interesan. Además, a Ermanarico se le cita en otros lugares… por ejemplo, en ciertos romances en inglés antiguo. Así que debe de haber aparecido en muchas leyendas y obras de bardos que se han perdido. En su época era poderoso, aunque por lo visto no resultaba un hombre muy agradable. El ciclo perdido de Ermanarico podría ser tan importante y brillante como cualquier otra cosa que nos haya llegado desde el oeste y el norte. Podría haber influido en la literatura germánica de muchas formas diferentes.

—¿Pretendes ir directamente a la corte? No te lo recomendaría, Carl. Muchos agentes de campo mueren porque se vuelven confiados.

—Oh, no. Sucedió algo terrible, de donde surgieron las historias que se desplazaron hasta tan lejos, hasta llegar incluso a las crónicas históricas. Creo que puedo acotar el momento en un periodo de unos diez años. Pero pretendo familiarizarme por completo con todo el entorno antes de aventurarme a ese episodio.

—Bien. ¿Cuál es tu plan?

—Tomaré una lección electrónica de lengua gótica. Ya puedo leerla, pero quiero hablarla con fluidez, aunque sin duda tendré un acento extraño. También me meteré en la cabeza lo poco que se sabe de sus costumbres, creencias y demás. Será poco. Los ostrogodos, si no los visigodos, estaban en el límite mismo del campo intelectual de los romanos. Sin duda cambiaron considerablemente antes de desplazarse al oeste.

»Así que empezaré bien en el pasado de mi época de destino; de forma algo arbitraria estoy pensado en el 300 d.C. Conoceré a la gente. Después reapareceré a intervalos y descubriré lo que ha ido pasando en mi ausencia. Brevemente, seguiré los acontecimientos a medida que se acercan al «acontecimiento». Después, apareceré aquí y allá, escuchando a poetas y narradores, y grabaré sus palabras.

Everard frunció el ceño.

—Humm, ese procedimiento… Bien, podemos discutir las posibles complicaciones. También te moverás mucho geográficamente, ¿no?

—Sí. Según las pocas tradiciones de los godos que se pusieron por escrito en el Imperio romano, los godos tuvieron su origen en lo que es ahora el centro de Suecia. Yo no creo que un pueblo tan numeroso pudiese venir de una zona tan limitada, incluso teniendo en cuenta el incremento natural, pero puede haber dado líderes y organización, de la misma forma que hicieron los escandinavos con los nacientes estados rusos en el siglo IX.

—Yo diría que gran parte de los godos comenzaron siendo moradores del litoral sur del Báltico. Estaban al este de los germanos. Aunque no es que fuesen una única nación. Para cuando llegaron a la Europa del oeste, se habían dividido en ostrogodos, que ocuparon Italia, y visigodos, que ocuparon Iberia. Lo que por cierto, dio a esas regiones los mejores gobiernos que habían tenido en mucho tiempo. Con el tiempo, los invasores fueron a su vez invadidos y se disgregaron en el conjunto de la población.

—¿Pero antes?

—Los historiadores hablan de forma vaga sobre tribus. Para el 300 d.C. estaban bien establecidas a los largo del Vístula, en el centro de la actual Polonia. Antes del final de ese siglo, los ostrogodos se encontraban en Ucrania y los visigodos justo al norte del Danubio, en la frontera romana. Aparentemente, una gran migración a lo largo de generaciones, porque parece que habían abandonado el norte por completo, ocupado a su vez por tribus eslavas. Ermanarico era un ostrogodo, así que voy a seguir a esa rama.

—Ambicioso —dijo Everard dubitativo—. Y eres nuevo.

—Ganaré experiencia sobre la marcha, Manse. Tú mismo lo admitiste, a la Patrulla le falta personal. Más aún, conseguiré mucha historia que tú deseas.

Everard sonrió.

—Eso sí. —Se puso en pie—: Vamos, termínate la copa y vayamos a comer. Tendremos que cambiarnos de ropa, pero valdrá la pena. Conozco un salón local, a finales del xix, que ofrece unos magníficos almuerzos gratis.

300–302

Llegó el invierno y luego, poco a poco, con arrebatos de viento, nieve y lluvia helada, se retiró. Para aquellos que vivían en el caserío junto al río, ese año los rigores de la estación fueron menores. Carl se alojó entre ellos.

Al principio muchos sintieron temor por el misterio que lo rodeaba; pero llegaron a comprender que no traía malas intenciones ni mala suerte. Pero el sobrecogimiento que les producía no menguó. Es más, fue en aumento. Desde el principio Winnithar declaró que no era adecuado que un invitado de su categoría durmiese sobre un banco como si se tratase de un vulgar propietario, y le ofreció una cama. Le ofreció a Carl que eligiese a una esclava para que se la calentase, pero el extraño rechazó la oferta con amabilidad y juicio. Aceptó comida y bebida, y tomó un baño y salió al retrete. Sin embargo, corrió el rumor de que esas actividades no le eran necesarias, excepto para demostrar que era mortal.

Carl hablaba con suavidad y con amabilidad, de forma algo digna. Podía reír, contar un chiste o relatar una historia divertida. Salía a pie o a caballo, en compañía, a cazar o a visitar al terrateniente más cercano o a hacer ofrendas a los Anses y participar en el festín posterior. Participó en pruebas de tiro y lucha, hasta que quedó claro que ningún hombre podía derrotarle. Cuando jugaba a tabas o juegos de tablero, no siempre ganaba, aunque se extendió la idea de que era para evitar que los demás temiesen brujería. Hablaba con cualquiera, desde Winnithar hasta el sirviente más bajo o el más pequeño de los niños, y escuchaba con atención; ciertamente, les resultaba agradable, y era igualmente amable con subalternos y animales.

Pero en lo que se refería a su propio yo, permanecía oculto.

Eso no significa que permaneciese sentado con seriedad. No, hacía fluir las palabras y la música como nadie. Deseoso de oír historias, poemas y canciones, dichos, todo lo que pudiese, él lo devolvía con creces. Porque parecía conocer todo el mundo, como si lo hubiese recorrido en persona durante más de una vida.

Habló de Roma, la poderosa e inquieta, de su señor Diocleciano, sus guerras y leyes severas. Contestaba preguntas sobre el nuevo dios, el de la Cruz, del que los godos habían oído hablar a comerciantes y esclavos venidos tan al norte. Les habló de los grandes enemigos de Roma, de los persas, y de las maravillas que habían creado. Sus palabras avanzaban, noche tras noche… hacia el sur, hasta tierras donde siempre hacía calor y la gente tenía la piel negra, y donde moraban bestias parecidas a los linces pero del tamaño de osos. Les mostró otras bestias, dibujándolas con carbón sobre trozos de madera, y ellos gritaron de asombro; ¡comparados con un elefante, un toro e incluso un trol no eran nada! Cerca del final del oriente, les dijo, había un reino más ancho, antiguo y maravilloso que Roma o Persia. Sus habitantes tenían la piel del tono del ámbar pálido y ojos que parecían líneas. Puesto que estaba plagado de tribus salvajes al norte, habían construido una muralla tan larga como una cordillera montañosa, y desde entonces atacaban desde ese reducto. Por eso los hunos habían ido al oeste. Ellos, que habían derrotado a los Aslan y atacaban a los godos, sólo eran escoria bajo la mirada rasgada de Khitai. Y toda esa inmensidad no era todo lo que había. Si viajabas al oeste atravesando el dominio romano conocido como Galia, llegarías al Mundo Mar del que habías oído historias fabulosas, y si tomabas un barco —pero las embarcaciones que navegaban por los ríos no eran lo suficientemente grandes— y navegabas durante mucho tiempo, encontrarías el hogar de los sabios y ricos mayas…

Carl también tenía historias de hombres, mujeres y sus hechos: Sansón el fuerte, Deirdre la hermosa y desdichada, Crockett el cazador…

Jorith, hija de Winnithar, olvidaba que tenía edad de casarse. Se sentaba en el suelo entre los niños, a los pies de Carl, y escuchaba con atención mientras sus ojos reflejaban la luz del fuego y se convertían en soles.

No siempre estaba disponible. A menudo decía que debía estar solo y se alejaba. En una ocasión, un muchacho, temerario pero hábil en el arte de seguir el rastro, lo siguió sin ser visto, a menos que Carl se dignase a no prestarle atención. El muchacho regresó blanco y anonadado, para contar a trompicones que el barba gris había ido al bosquecillo de Tiwaz. Nadie penetraba entre esos oscuros pinos más que la víspera del solsticio de invierno, cuando se ofrecían tres sacrificios de sangre —caballo, perro y esclavo— para que el Controlador del Lobo ordenase a la oscuridad y al frío que se alejasen. El padre del muchacho lo azotó, y después nadie habló abiertamente de ello. Si los dioses permitían que sucediese, mejor era no preguntar las razones.

Carl regresaba al cabo de unos días, con ropa limpia y regalos. Eran cosas pequeñas, pero no tenían precio, ya fuese un cuchillo de hoja desusadamente larga, un pañuelo de lujosa tela extranjera, un espejo que superaba el cobre pulido o un estanque en calma —los tesoros llegaban y llegaban, hasta que cada uno sin importar su posición, hombre o mujer, tuvo al menos uno. Sobre ellos se limitaba a decir:

—Conozco a los fabricantes.

La primavera llegó al norte, la nieve se fundió, las yemas se transformaron en hojas y flores, el río fluía crecido. Los pájaros llenaron el cielo de alas y gritos. Corderos, becerros y potros trotaban por los potreros. La gente salía, parpadeando por el súbito brillo; aireaban sus casas, ropas y almas. La Reina de la Primavera llevó la imagen de Frija de granja en granja para bendecir la siembra y la cosecha, "entras jóvenes y doncellas adornados bailaban alrededor de su carruaje. Los anhelos despertaban.

Carl seguía yéndose, pero ahora volvía la misma noche. Jorith y él pasaban más tiempo juntos. Incluso se internaban en el bosque, por caminos en flor, sobre los prados, más allá de la vista de todos. Ella caminaba como en sueños. Salvalindis, su madre, la reprendió por indecorosa —¿no le importaba nada su buen nombre?— hasta que Winnithar hizo callar a su mujer. El jefe era un astuto calculador. Y los hermanos de Jorith se alegraban.

Finalmente Salvalindis habló aparte con su hija. Buscaron un edificio en el que las mujeres se reunían para tejer y coser cuando no tenían otra cosa que hacer. Ahora sí había trabajo, por lo que estaban a solas en la oscuridad. Salvalindis puso a Jorith entre ella y el ancho y pesado telar, como si quisiese atraparla, y preguntó directamente:

—¿Has estado menos ociosa con el hombre Carl de lo que has estado en casa? ¿Te ha poseído?

La doncella enrojeció, entrecruzó los dedos y bajó la vista.

—No —dijo—. Puede hacerlo, cuando quiera. Cómo me gustaría que lo hiciese. Pero sólo nos hemos cogido de la mano, besado un poco, y …

—¿Y qué?

—Hemos hablado. Cantado canciones. Reído. Hemos estado serios. Oh, madre, no es distante. Conmigo es más amable y dulce que… de lo que sé que podría serlo un hombre. Me habla como hablaría a alguien que puede pensar, no como a una esposa.

Salvalindis apretó los labios.

—Yo nunca dejé de pensar cuando me casé. Tu padre puede que vea un poderoso aliado en Carl. Pero yo lo veo como un hombre sin tierra ni familia, más como un hechicero, pero sin raíces, sin raíces.

¿Qué podría ganar nuestra casa uniéndose a él? Bueno, sí; conocimiento; pero ¿de qué vale cuando ataca el enemigo? ¿Qué le dejaría a sus hijos? ¿Qué le uniría a ti pasada la novedad? Muchacha, estás siendo una tonta.

Jorith apretó los puños, pateó el suelo y gritó por entre lágrimas que eran más de furia que de pesar:

—¡Contén la lengua, vieja! —Inmediatamente se calló, tan asombrada como Salvalindis.

—¿Así le hablas a tu madre? —dijo—. Sí, hechicero es si te ha encantado. Tira al río el broche que te dio, ¿me oyes? —Se dio la vuelta y abandonó la habitación. Sus faldas se arrastraron furiosas sobre el suelo.

Jorith lloró, pero no obedeció.

Y pronto todo cambió.

Un día, cuando la lluvia caía como lanzas, mientras el carro de Donar corría en el cielo y el resplandor de su hacha cegaba, un jinete llegó galopando al asentamiento. Estaba apoyado en la silla y el caballo casi se caía del cansancio. Sin embargo, agitó una flecha en alto y les gritó a quienes habían desafiado al barro para acercarse:

—¡Guerra! ¡Los vándalos se acercan!

Llevado al salón, dijo frente a Winnithar:

—Mis palabras son de mi padre, Aefli de Staghorn Dale. Las recibió de un hombre de Dagalaif Nevittasson, que huyó de la masacre en Elkford para llevar el aviso. Pero ya Aefli ha visto una línea en el cielo, donde las granjas deben arder.

—Entonces son dos bandas —murmuró Winnithar—. Al menos. Puede que más. Este año vienen pronto, y con fuerza.

—¿Cómo pueden abandonar sus terrenos durante la siembra? —preguntó uno de sus hijos.

Winnithar suspiró.

—Tienen más hijos de los que necesitan para trabajar. Además, he oído hablar de un rey, Hildarico, que ha traído a varios clanes bajo el suyo. Así disponen de más efectivos, que se mueven con mayor rapidez y siguiendo un plan mejor que el nuestro. Sí, podría ser la forma de Hildarico de apropiarse de nuestras tierras, por el bien de su propio reino en expansión.

—¿Qué haremos? —quiso saber un viejo guerrero, firme como el hierro.

—Reunir a los hombres vecinos e ir por otros mientras tengamos tiempo, como ha hecho Aefli, si no han sido ya destruidos. En la Roca de los jinetes Gemelos como antaño, ¿eh? Puede que juntos no nos encontremos con una banda vándala demasiado grande para nosotros.

Carl se agitó allí donde estaba sentado.

—Pero ¿qué hay de vuestros hogares? —preguntó—. Los saqueadores podría venir por el flanco, ocultos, y caer sobre granjas como las vuestras. —No dijo nada más: saqueo, fuego, mujeres en sus mejores años violadas, todos los demás muertos.

—Debemos arriesgarnos. En caso contrario nos destruirán poco a poco. —Winnithar guardó silencio. El fuego saltaba y se agitaba. Fuera, el viento aullaba y la lluvia golpeaba los muros. Buscó a Carl con la mirada—. No tenemos ni casco ni malla de tu medida. Quizá puedas conseguirlas allí de donde sacas las cosas.

El extranjero se sentó envarado. En su rostro las arrugas se profundizaron.

Winnithar dejó caer los hombros.

—Bien, ésta no es tu batalla, ¿no? —Suspiró—. No eres un tervingo.

—¡Carl, oh, Carl! —Jorith salió de entre las mujeres.

Durante un largo momento, ella y el hombre gris se miraron. Luego él se agitó, se volvió hacia Winnithar y dijo:

—No temas. Ayudaré a mis amigos. Pero debe ser a mi modo, y debes seguir mis consejos, los entiendas o no. ¿Estás dispuesto a hacerlo?

Nadie vitoreó. Un sonido como el viento recorrió la tenebrosa longitud del salón.

Winnithar hizo acopio de valor.

—Sí —dijo—. Ahora enviaremos a los jinetes para llevar flechas de guerra. El resto comeremos.

Lo que sucedió en las siguientes semanas nunca se supo en realidad. Los hombres partieron, plantaron su campamento, lucharon, y después volvieron a casa o no volvieron. Hablaron de un lancero de manto azul que recorría el cielo en una montura que no era un caballo. Hablaron de monstruos terribles que atacaban las filas vándalas, y de extrañas luces en la oscuridad, y del temor ciego que atenazaba al enemigo hasta que él liberaba sus armas y ellos huían corriendo. Se dijo que, de alguna forma, siempre encontraban una banda vándala antes de que hubiese llegado a un asentamiento godo y hacían que huyese, debido a la falta de botín, clan tras clan se retiraba y alejaba. Hablaron de victoria.

Sus jefes apenas podían contar nada más. Era el Errante el que les indicaba adónde ir, qué esperar, cómo disponerse mejor para la batalla.

Era él quien iba más rápido que el vendaval mientras traía avisos y ordenes, él quien obtuvo la ayuda de greutungos, taifales y amalingos, él quien asombró a los poderosos hasta que trabajaron lado a lado como había ordenado.

Esas historias se desvanecieron en un par de generaciones. Eran demasiado extrañas. En lugar de eso, volvieron a las historias de su pueblo. Anses, Wanes, trols, magos, fantasmas, ¿no se habían unido una y otra vez a las disputas de los hombres? Lo que importaba es que durante una década, los godos en el Vístula superior conocieron la paz. Sigamos con la cosecha, dijeron: o lo que quisiesen hacer con sus vidas.

Pero Carl regresó a Jorith como un rescatador.

Realmente no podía casarse con ella. No tenía parientes conocidos. Pero los hombres que podían permitírselo siempre habían tomado una compañera; los godos no lo consideraban una vergüenza, si el hombre cuidaba bien de la mujer y los niños. Además, Carl no era un simple mozo, terrateniente o rey. La mismísima Salvalindis le llevó a Jorith a la habitación alta cubierta de flores donde él la esperaba después de un festín en el que se intercambiaron espléndidos regalos.

Winnithar hizo que cortaran madera y la trajesen de más allá del río, y levantó una buena casa para los dos. Carl quería algunas cosas extrañas en el edificio, como un dormitorio independiente. Había además otra habitación, siempre cerrada menos cuando él entraba solo. Nunca estaba allí demasiado tiempo, y ya no fue más al bosquecillo de Tiwaz.

Los hombres decían que él tenía en demasiada consideración a Jorith. Habitualmente intercambiaban miradas, o se alejaban de los otros, como un muchacho y una muchacha esclava. Sin embargo… ella administraba bien la casa y, en todo caso, ¿quién iba a atreverse a reírse de él?

Él mismo dejaba la mayor parte de las tareas del marido a un ayudante. Traía las cosas que la casa necesitaba, o los medios para comprarlas. Y se convirtió en un gran comerciante. Aquellos años de paz no fueron años aburridos. No, llegaban más vendedores ambulantes que antes, que traían ámbar, pieles, miel, sebo del norte, vino, vidrio, metales, telas, cerámica fina del sur y el oeste. Siempre dispuesto a conocer a gente nueva, Carl recibía con esplendor a las personas de paso, e iba a las ferias y a las asambleas populares.

En esas asambleas él, que no pertenecía a la tribu, sólo observaba; pero después de las charlas del día, las cosas se animaban alrededor de su puesto.

Sin embargo, los hombres se hacían preguntas, y las mujeres también. Llegaban noticias de que un hombre, gris pero sano, que nadie conocía formalmente de antes, aparecía a menudo entre otras tribus godas …

Podía ser que sus ausencias fuesen la razón de que Jorith no se quedase inmediatamente encinta; o podría ser que ella era joven, apenas dieciséis inviernos, cuando fue a su cama. Pasó un año antes de que las señales fuesen inconfundibles.

Aunque sus náuseas iban en aumento, rebosaba de alegría. Nuevamente el comportamiento de Carl era extraño, porque parecía preocuparse menos de] niño que ella esperaba que de la salud de Jorith. Incluso vigilaba lo que comía, dándole frutas de tierras lejanas sin que importase la estación, aunque le prohibía tomar tanta sal como ella deseaba. Jorith obedecía con alegría, diciendo que eso demostraba que él la amaba.

Mientras tanto, la vida seguía en el vecindario, y la muerte. En los entierros y funerales nadie se atrevía a hablar con Carl; estaba demasiado cerca de lo desconocido. Por otra parte, los jefes de las casas que le habían elegido se sorprendieron cuando rechazó el honor de ser el hombre que mantendría relaciones con la próxima Reina de la Primavera.

Recordando lo que había hecho y lo que tenía de su parte, lo dejaron en paz.

Calor; cosecha; desolación; renacimiento; de nuevo verano, y Jorith llegó a su lecho de parturienta.

Sufrió durante mucho tiempo. Soportó con valor los dolores, pero las mujeres que la asistían se ponían más serias con el paso del tiempo. A los elfos no les hubiese gustado que un hombre estuviese presente en ese momento. Ya era bastante malo que Carl hubiese exigido una limpieza exagerada. Esperaban que supiese lo que hacía.

Carl esperaba en la sala principal de su casa. Cuando llegaron las visitas, tenía hidromiel y bebida dispuestos como debía ser, pero habló poco. Cuando se fueron a medianoche, no durmió sino que permaneció sentado a solas hasta el amanecer. De vez en cuando una comadrona o una asistenta venía a decirle cómo iba el parto. A la luz de la lámpara veían la mirada de Carl centrada en la puerta que siempre mantenía cerrada.

A finales del segundo día, la comadrona lo encontró con amigos. Entre ellos se hizo el silencio. Entonces, lo que llevaba entre los brazos dejó escapar un quejido… y Winnithar un grito. Carl se puso en pie, con el rostro pálido.

La mujer se arrodilló frente a él, abrió la manta y sobre el suelo, a los pies de su padre, se encontraba un niño hombre, todavía cubierto de sangre pero agitando los brazos y llorando. Si Carl no ponía al niño sobre su rodillas, ella lo llevaría al bosque y lo abandonaría a los lobos. Él ni se molestó en ver si tenía algún defecto. Cogió la forma lloriqueante mientras decía:

—¿Jorith, cómo está Jorith ?

—Débil —dijo la comadrona—. Ve ahora con ella si así lo deseas.

Carl le devolvió a su hijo y se apresuró al dormitorio. Las mujeres que allí se encontraban se hicieron a un lado. Se inclinó sobre Jorith. Ella estaba pálida, cubierta de sudor, vacía. Pero cuando vio a su hombre alargó la mano e intentó sonreír.

—Dagoberto —susurró. Ése era el nombre, antiguo en su familia, que había deseado, si era niño.

—Dagoberto, sí —dijo Carl en voz baja. Aunque era indecoroso hacerlo frente a otros, se inclinó para besarla.

Ella cerró los párpados y se hundió sobre la paja.

—Gracias —salió de su garganta, apenas audible—. El hijo de un dios.

—No …

De pronto Jorith se estremeció. Por un momento se agarró la frente. Volvió a abrir los ojos. Tenía las pupilas dilatadas y fijas. Perdió las fuerzas. Respiraba con dificultad.

Carl se enderezó, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación. Frente a la puerta cerrada, sacó las llaves y entró. Cerró de un portazo tras él.

Salvalindis se acercó a su hija.

—Se muere —dijo con calma—. ¿Podrán salvarla sus brujerías? ¿Deberían?

La puerta prohibida volvió a abrirse. Carl salió, con otra persona. Se olvidó de cerrarla.

Los hombres miraron una cosa de metal. A algunos les recordaba lo que había volado sobre los campos de batalla. Se apiñaron más, agarraron amuletos o dibujaron signos en el aire.

El acompañante de Carl era una mujer, aunque vestida con pantalones de muchos colores y una túnica. Su rostro no era como ninguno que hubiesen visto: —ancho y de mejillas altas como las de los hunos, pero de nariz corta, de tono cobrizo dorado, bajo un pelo negro recto. Llevaba una caja.

Los dos corrieron al dormitorio.

—¡Fuera, fuera! —rugió Carl, y expulsó a las mujeres godas como hojas en una tormenta.

Él las siguió, y entonces recordó cerrar la puerta de su montura. Al darse la vuelta vio que todos lo miraban y retrocedían.

—No temáis —dijo con rapidez—. No hay peligro. He traído una mujer sabia para ayudar a Jorith.

Durante un rato todos permanecieron en silencio en la oscuridad.

La extraña salió y llamó a Carl. Algo en ella le arrancó un gemido. Se tambaleó hasta ella y ella lo agarró por el hombro y lo condujo a la habitación. De allí sólo salía silencio.

Después de un rato la gente oyó voces, la de él llena de furia y angustia, la de ella calmada y precisa. Nadie entendía la lengua.

Volvieron. Carl parecía haber envejecido.

—Está muerta —le dijo a los otros—. He cerrado sus ojos. Prepara el entierro y el banquete, Winnithar. Estaré de vuelta para entonces.

Él y la mujer sabia entraron en la habitación secreta. Dagoberto lloró en brazos de la comadrona.

2319

Salté a Nueva York en los años treinta del siglo XIX porque conocía la base y a su personal. El joven de guardia insistió en las reglas, pero a él podía dominarlo. Realizó una llamada de emergencia pidiendo un médico de alto nivel. Resultó ser Kwei—fei Mendoza la que tuvo la oportunidad de responder, aunque nunca nos habíamos visto. No hizo más preguntas de las necesarias antes de unirse a mí en mi saltador y partir para el país de los godos. Más tarde, sin embargo, quiso que fuésemos los dos a su hospital, en la luna del siglo XXIV. No estaba en condiciones de protestar.

Me hizo tomar un baño caliente e irme a la cama. Una casco electrónico me ofreció muchas horas de sueño.

A su momento recibí ropa limpia, algo que comer (no vi qué), e instrucciones para llegar a su oficina. Tras una enorme mesa, me indicó que me sentase. Durante un par de minutos no hablamos.

Huyendo de la suya, mi mirada se movía por todas partes. La gravedad artificial que mantenía mi peso normal no hacía nada para que me sintiese en casa. No es que, a su modo, no fuese hermoso. El aire tenía un ligero olor a rosas y heno recién cortado. La alfombra era de un violeta intenso en la que brillaban puntos como estrellas. En la paredes fluían sutiles colores. Un ventanal, si era un ventanal, mostraba la grandeza de montañas, de un paisaje de cráteres en la distancia, del negro celeste pero presidido en lo alto por una Tierra casi llena. Me perdí en la visión de ese glorioso disco azul cubierto de retazos blancos. Jorith se había perdido allí, haría dos mil años.

—Bien, agente Farness —dijo al fin Mendoza en temporal, el lenguaje de la Patrulla—, ¿cómo se siente?

—Aturdido pero con la cabeza despejada —murmuré—. No. Como un asesino.

—Ciertamente debía haber dejado a esa niña en paz.

Forcé mi atención en su dirección y contesté:

—No era una niña. No en su sociedad, o en la mayor parte de la historia. La relación me ayudó mucho a conseguir la confianza de la comunidad, y por tanto en el avance de mi misión. No es que lo considerase con sangre fría, créame por favor. Estábamos enamorados.

—¿Qué opina su mujer de este asunto? ¿O nunca se lo ha dicho?

Mi defensa me había dejado demasiado cansado para que me ofendiese lo que por otra parte hubiese podido considerarse un atrevimiento.

—Sí, lo hice. Yo… le pregunté si le importaría. Ella lo consideró y decidió que no. Recuerde que habíamos pasado nuestros años de juventud en los sesenta y los setenta… No, claro, apenas habrá oído hablar de ello, pero fue un periodo de revolución en las costumbres sexuales.

Mendoza sonrió con tristeza.

—Las modas vienen y van.

—Mi mujer y yo hemos sido monógamos, pero más por preferencia que por principios. Y mire, siempre la visitaba. La amo de verdad.

—Y sin duda ella consideró que era mejor dejarle tener su aventura de mediana edad —respondió Mendoza.

Eso lo hirió.

—¡No era una aventura! Se lo he dicho, amaba a Jorith, la chica goda, y también la amaba a ella. —La tristeza le cerró la garganta—. ¿No había absolutamente nada que pudiese hacer?

Mendoza movió la cabeza. Tenía las manos sobre la mesa. Suavizó el tono:

—Ya se lo he dicho. Le contaré los detalles si lo desea. Los instrumentos, su funcionamiento no importa, mostraban un aneurisma de la arteria cerebral anterior. No era lo suficientemente grave para producir síntomas, pero el esfuerzo de un largo parto hizo que estallase. No hubiese sido adecuado revivirla después de sufrir un daño cerebral tan amplio.

—¿No podía repararlo?

—Bien, hubiésemos podido traer el cuerpo al futuro, volver a poner en marcha el corazón y los pulmones, y emplear técnicas de clonación neuronal para producir una persona que se pareciese a ella, pero hubiese tenido que aprenderlo casi todo desde el principio. Mi cuerpo no realiza ese tipo de operaciones, agente Farness. No es que no tengamos compasión, es simplemente que ya tenemos suficientes obligaciones ayudando a los agentes de la Patrulla y a sus… verdaderas familias. Si alguna vez empezamos a hacer excepciones no daríamos abasto. Y comprenda que tampoco hubiese recuperado a su amor. No la hubiese recuperado a ella.

Reuní la fuerza de voluntad que me quedaba.

—Supongamos que vamos al pasado de su embarazo —dije—. Podríamos traerla aquí, arreglar la arteria, borrar el viaje de su memoria, y devolverla para que viva una vida feliz.

—Eso son fantasías. La Patrulla no cambia lo que ha sido. Lo preserva.

Me hundí aún más en la silla. Los contornos variables pretendían en vano consolarme.

Mendoza volvió a hablar.

—Pero no sienta demasiada pena —dijo—. No podía saberlo. Si la chica se hubiese casado con otro, como así habría hecho, el final hubiese sido el mismo. Tengo la impresión de que la hizo más feliz que a la mayoría de las mujeres de esa época.

Su tono ganó fuerza:

—Pero usted, usted se ha causado una herida que tardará en cicatrizar. Nunca lo hará a menos que resista la suprema tentación de volver continuamente a la vida de ella, para verla, para estar con ella. Eso está prohibido, bajo penas muy duras, y no sólo por los riesgos que pudiese traer al flujo temporal. Rompería su espíritu, incluso su mente. Y le necesitamos. Su esposa lo necesita.

—Sí —conseguí decir.

—Ya será muy duro observar cómo sus descendientes sufren lo que deben sufrir. Me pregunto si no debería dejar por completo su proyecto.

—No. Por favor.

—¿Por qué no? —me preguntó.

—Porque… porque no puedo abandonarlos, como si Jorith hubiese muerto en vano.

—Eso lo tendrán que decidir sus superiores. Como mínimo recibirá una dura reprimenda, porque ha estado muy cerca del agujero negro. Nunca más vuelva a interferir como lo ha hecho. —Mendoza hizo una pausa, me miró, se frotó la barbilla, y murmuró—: A menos que ciertas acciones resulten necesarias para restaurar el equilibrio… Pero ése no es mi terreno.

Su mirada me devolvió la tristeza. De pronto se inclinó sobre la mesa, hizo un gesto y dijo:

—Escúchame, Carl Farness. Me van a preguntar mi opinión sobre tu caso. Por eso te he traído aquí, y porque quiero que estés aquí una semana o dos… para tener una mejor idea. Pero ya, ¡y no eres único, amigo mío, en millones de años de operaciones de la Patrulla!, ya he empezado a verte como un tipo decente, que puede haber cometido errores pero en su mayoría por inexperiencia.

»Sucede, ha sucedido, sucederá, una y otra vez. El aislamiento, a pesar de viajes a casa y relaciones con compañeros como yo. Confusión, a pesar de los cuidadosos preparativos; choque cultural; impacto humano. Presenciaste lo que para ti eran crueldad, pobreza, maldad, ignorancia, tragedia innecesaria, peor aún, insensibilidad, brutalidad, injusticia, masacres. No podías enfrentarte a ello sin que te hiciese daño. Tenías que asegurarte de que los godos no eran peores que tú, sólo diferentes; y tenías que ver más allá de esa diferencia hasta la identidad subyacente; y luego debías intentar ayudar, y durante el proceso encontraste de pronto una puerta abierta a algo hermoso y maravilloso…

»Sí, es inevitable que muchos viajeros temporales, incluidos los patrulleros, formen lazos. Realizan acciones y en ocasiones son íntimas. Normalmente no es una amenaza. ¿Qué importa la precisa, oscura y remota ascendencia de una figura clave? El continuo cede pero se recupera. Si no se superan los límites de tensión, la pregunta de si esas pequeñas acciones cambian el pasado o han sido «siempre» parte del pasado deja de tener sentido y no se puede responder.

»No te sientas culpable, Famess —terminó diciendo—. También me gustaría empezar tu recuperación en ese aspecto, así como la de tu pena. Eres un agente de campo de la Patrulla del Tiempo; no será ésta la última vez que tengas que llorar.

302–330

Carl mantuvo su palabra. Callado como una piedra, se apoyó en su lanza y observó mientras su pueblo dejaba a Jorith sobre la tierra y amontonaba un túmulo. Después, él y su padre recordaron su memoria con un festín al que invitaron a todos los vecinos, y que duró tres días. Hablaba sólo cuando le hablaban, aunque en esas ocasiones era amable a su modo señorial. Aunque no intentó apagar la alegría de nadie, esa fiesta fue más tranquila de lo habitual.

Una vez que su hubieron ido los invitados, y Carl se encontraba sentado a solas con Winnithar, le dijo al jefe guerrero:

—Mañana yo también me iré. No me verás a menudo.

—¿Has hecho lo que habías venido a hacer?

—No, todavía no.

Winnithar no preguntó de qué se trataba. Carl suspiró y añadió:

—En la medida en que lo permita Weard, tengo la intención de cuidar de tu casa. Pero quizá no sea suficiente.

Con la aurora se despidió y se alejó. La niebla era pesada y fría, y pronto lo ocultó a ojos de los hombres.

En los años siguientes crecieron las historias. Algunos creían haber entrevisto la alta forma en el crepúsculo, entrando en la tumba como si tuviese una puerta. Otros decían que no; él se la había llevado de la mano. Los recuerdos que tenían de él pronto perdieron humanidad.

Los abuelos de Dagoberto se ocuparon del bebé, encontraron una mujer que le diese de mamar y lo criaron como si fuese suyo. A pesar de su extraña concepción, no se le apartó ni se dejó que creciese solo. En lugar de eso, la gente consideraba que valía la pena tener su amistad, porque podría estar destinado a grandes obras… por lo que debería aprender honor y modales adecuados, así como las habilidades de un guerrero, cazador y marido. Los hijos de dioses no eran desconocidos.

Se convertían en héroes, o en mujeres sabias y hermosas, pero sin embargo eran mortales.

Después de tres años, Carl vino de visita. Mientras miraba a su hijo, murmuró:

—Cómo se parece a su madre.

—Sí, en el rostro —admitió Winnithar—, pero no le falta masculinidad; eso ya está claro, Carl.

Ya nadie más se atrevía a hablarle al Errante por ese nombre… ni tampoco por el nombre que suponían era el correcto. Cuando bebían, hacían lo que él deseaba, contando historias y versos que habían oído hacía poco. Él preguntaba de dónde venían, y ellos podían indicarle un bardo o dos, a los que él decía que visitaría. Lo hacía, después, y los hacedores se consideraban afortunados por haber llamado su atención. Por su parte, contaba cosas asombrosas de lugares lejanos. Pero ahora se iba pronto, para no dejarse ver en años.

Mientras tanto Dagoberto creció de prisa, un muchacho rápido, alegre y guapo, y querido por todos. Tenía doce años cuando acompañó a sus medio hermanos, los dos hijos mayores de Winnithar, en un viaje al sur con una tripulación de comerciantes. Allí pasaron el invierno, y regresaron en primavera llenos de maravillas. Sí, más allá había tierras que conquistar, ricas, amplias, bañadas por el río Dniéper que hacía que el Vístula pareciese un arroyuelo. En los valles del norte había espesos bosques, pero más al sur se abría el campo, pastos para ganado y bandadas, esperando como una novia el arado del granjero. Quien las poseyese también se sentaría en medio de un flujo de bienes de los puertos del mar Negro.

Y sin embargo, no muchos godos se habían trasladado hasta allí. Eran las tribus del oeste las que habían realizado el viaje realmente grande, al Danubio. Allí se encontraban en la frontera de Roma, lo que implicaba algo de trueque. Por lo negativo, si hubiese una guerra, los romanos seguían siendo formidables… especialmente si podían dar fin a sus luchas civiles.

El Dniéper fluía saliendo del Imperio. Cierto, los hérulos habían venido del norte y se habían establecido entre las costas del Azov: hombres salvajes que sin duda causarían problemas. Pero por ser seres tan brutales, que se negaban a llevar cotas o luchar en formación, eran menos terribles que los vándalos. Igualmente cierto era que al norte y al este se encontraban los hunos, jinetes, criadores de ganado, similares a los trols en su fealdad, suciedad y sed de sangre. Se decía que eran los más terribles guerreros de todo el mundo. Pero más gloria tenía derrotarlos si atacaban; y una liga goda podía derrotarlos, porque estaban divididos en clanes y tribus, tan dispuestos a luchar entre sí como a atacar granjas y ciudades.

Dagoberto estaba dispuesto a partir, y sus hermanos ansiosos. Winnithar aconsejó prudencia. Mejor aprender más antes de realizar un movimiento que no pudiese deshacerse. Además, llegada la hora, no deberían ir unas cuantas familias, fáciles de atacar, sino juntos, con toda su fuerza. Parecía sin embargo que pronto sería posible.

Porque ésos eran los días en que Geberico de la tribu greutunga estaba reuniendo a los godos del este. Algunos habían luchado y habían sido derrotados, otros habían sido ganados con palabras, ya fuesen amenazas o promesas. Entre estos últimos se encontraban los tervingos, que en el decimoquinto año de Dagoberto saludaron a Geberico como su rey.

Eso significaba que le pagaban tributo, lo que no era mucho; enviaban hombres a luchar con él cuando quería, a menos que fuese la estación de la siembra o la cosecha, y obedecían las leyes que la Gran Asamblea declaraba para todo el reino. A cambio, ya no tenían que temer a los godos que se habían unido a él, sino que tenían su ayuda contra los enemigos comunes; el comercio floreció, y ellos mismos enviaban cada año hombres a la Gran Asamblea para hablar y votar.

Dagoberto se portó bien en las guerras del rey. En las pausas, viajaba al sur como capitán de las guardias de las bandas de comerciantes ambulantes. Allí veía todo lo posible y aprendía mucho.

De alguna forma, las raras visitas de su padre siempre tenían lugar cuando estaba en casa. El Errante le daba bonitos regalos y sabios consejos, pero la charla entre ellos era incómoda, porque ¿qué podía decir un joven a alguien como él?

Dagoberto hacía sacrificios en el altar que Winnithar había construido donde antes se alzaba la casa en la que había nacido el muchacho. Winnithar había quemado la casa, para que ella tuviese paredes en las que apoyarse. De forma extraña, era en ese lugar sagrado donde el Errante prohibía el derramamiento de sangre. Sólo podían ofrecerse los primeros frutos de la tierra. Creció la leyenda de que las manzanas arrojadas al fuego frente a la piedra se convertían en las Manzanas de la Vida.

Cuando Dagoberto era ya todo un hombre, Winnithar le buscó una esposa. Era Waluburga, una doncella fuerte y atractiva, hija de Optaris de Staghom Dale, que era el segundo hombre más poderoso entre los tervingos. El Errante bendijo la unión con su presencia.

También estaba allí cuando Waluburga tuvo su primer hijo, un muchacho al que llamaron Tharasmund. En el mismo año nació el primer hijo del rey Geberico que vivió hasta hacerse un hombre, Ermanarico.

Waluburga fue fértil y le dio a su hombre hijos sanos. Pero Dagoberto seguía inquieto; la gente decía que tenía la sangre de su padre, y que oía continuamente la llamada del viento en el borde del mundo. Cuando volvió de su viaje al sur, trajo noticias de que un señor romano llamado Constantino había finalmente derrotado a sus rivales y se había convertido en amo de todo el Imperio.

Puede que eso enardeciese a Geberico, aunque el rey ya había avanzado mucho. Pasó algunos años más reuniendo a los godos del este; luego los convocó para seguirle y acabar de una vez con la peste vándala.

Dagoberto ya había decidido que se trasladaría al sur. El Errante le había dicho que no estaría del todo mal; era el destino de los godos, y bien podía ir primero para reservar un buen trozo. Lo habló con terratenientes grandes y pequeños, porque sabía que su abuelo tenía razón en lo referente a la fuerza. Pero cuando llegó la flecha de guerra, su honor le obligaba a obedecer. Cabalgó a la cabeza de un centenar de hombres.

Fue una lucha terrible, que terminó en una batalla que engordó a lobos y cuervos. Allí cayó el rey vándalo Visimar. Allí también murió el hijo mayor de Winnithar, que había esperado irse con Dagoberto. Él sobrevivió, sin ni siquiera recibir una herida seria, y ganó fama por su valor. Algunos dijeron que el Errante había cuidado de él en el campo de batalla, matando a sus enemigos, pero eso lo negó.

—Mi padre estaba allí, sí, para acompañarme en la noche antes de la última batalla… nada más. Hablamos de muchas cosas extrañas. Le pedí que no me rebajase luchando por mí, y él dijo que no era ése el deseo de Weard.

El resultado fue que los vándalos fueron derrotados, superados y obligados a dejar sus tierras. Después de vagar de un lado a otro durante varios años, más allá del Danubio, peligrosos pero destrozados, buscaron el permiso del emperador Constantino para asentarse en su territorio. Deseoso de tener buenos guerreros cuidando sus fronteras, los dejó cruzar a Panonia.

Mientras tanto, Dagoberto se encontró como líder de los tervingos, por su matrimonio, su herencia, y el nombre que se había ganado. Pasó un tiempo preparándolos y luego los llevó al sur.

Pocos se quedaron atrás, así de reluciente era la esperanza. Entre los que se quedaron estaban Winnithar y Salvalindis. Cuando los carromatos se hubieron alejado, el Errante buscó a esos dos, una última vez, y fue amable con ellos, en honor a lo que habían sido y por el honor de la que dormía junto al río Vístula.

1980

Manse Everard no fue el oficial que me pasó por el fuego, y apenas aceptó dejarme continuar con la misión… aceptó a regañadientes, a petición sobre todo de Herbert Ganz, porque no había nadie que pudiese reemplazarme. Everard tenía sus razones para hacerlo. Con el tiempo se hicieron evidentes, así como el hecho de que había estado estudiando mis informes.

Entre el siglo IV y el XX, habían pasado unos dos años de mi tiempo vital personal desde la muerte de Jorith. Mi pena se había convertido en melancolía —¡si ella hubiese podido tener algo más de la vida que tanto amaba y que hacía adorable!— excepto de vez en cuando, cuando se levantaba con toda su fuerza y golpeaba de nuevo. Con su actitud tranquila, Laurie me había ayudado a aceptarlo. Nunca antes había comprendido la maravillosa persona que era.

Estaba en casa de permiso, en Nueva York, 1932, cuando Everard me llamó y me pidió otra entrevista.

—Sólo unas preguntas, un par de horas de interrogatorio —dijo—, y después podemos salir. Tu esposa también, por supuesto. ¿Habéis visto a Lola Montez? Tengo entradas, París, 1843.

En el futuro era invierno. La nieve caía al otro lado de la ventana de su apartamento, creando para nosotros una caverna de quietud blanca. Me dio un combinado y me preguntó qué música me gustaba. Nos pusimos de acuerdo en una interpretación de koto por un artista del Japón medieval cuyo nombre los cronistas habían olvidado pero que era el mejor que hubiese vivido nunca. El viaje en el tiempo tiene sus recompensas además de sus pesares.

Everard se enfrascó en preparar y encender su pipa.

—Nunca presentaste un informe sobre tu relación con Jorith —dijo en un tono casi casual—. Sólo salió en el curso de la investigación, después de que fueses a buscar a Mendoza. ¿Por qué?

—Era… personal —contesté—. No me parecía que fuese asunto de nadie más. Oh, en la Academia nos advirtieron sobre ese tipo de cosas, pero las regulaciones realmente no lo prohíben.

Mirando su cabeza oscura e inclinada, supe extrañamente que debía haber leído todo lo que yo llegaría a escribir. Conocía mi futuro personal como yo sólo lo conocería cuando lo hubiese vivido. Rara vez se renuncia a la regla que impide a un agente conocer su destino; un bucle casual sería el resultado menos desagradable que podría surgir de ese acto.

—Bien, no tengo intención de repetir la reprimenda que te han dado —dijo Everard—. De hecho, entre nosotros dos, creo que el coordinador Abdullab se pasó de riguroso. Los agentes deben poder actuar a su propia discreción, o nunca harían su trabajo, y muchos de ellos se han acercado más a los límites que tú.

Pasó un minuto avivando el tabaco antes de continuar, por entre la neblina azul:

—Sin embargo, me gustaría preguntarte un par de detalles. Más para conocer tu reacción que por una firme convicción filosófica… aunque admito sentir curiosidad. Comprende que así quizá pueda darte algunos consejos de procedimiento. Yo no soy un científico, pero he andado mucho por la historia, la prehistoria e incluso la posthistoria.

—Eso está claro —admití con gran respeto.

—Bien, vale, para empezar, lo más evidente. Al principio, interviniste en una guerra entre godos y vándalos. ¿Cómo lo justificas?

—Contesté a esa pregunta en la investigación, señor… Manse. Sabía que no podía matar a nadie, ya que mi vida nunca corrió peligro. Ayudé en la organización, recogí información e inspiré temor en el enemigo: volando en antigravedad, arrojando ilusiones y proyectando rayos subsónicos. En todo caso, produciendo el pánico, salvé vidas en ambos bandos. Pero mi razón esencial era que había invertido mucho esfuerzo, esfuerzo de la Patrulla, estableciendo una base en la sociedad que se suponía debía estudiar, y los vándalos amenazaban con destruir esa base.

—¿No temías provocar un cambio en el futuro?

—No. Oh, quizá debía haberlo considerado con mayor cuidado, y haber buscado la opinión de expertos antes de actuar. Pero parecía un caso sacado de un libro de texto. Los vándalos estaban montando una escaramuza a gran escala. La historia no la registra. El resultado era insignificante… excepto para los individuos, varios de los cuales eran importantes para la misión y para mí. Y en cuanto a la vida de esos individuos, y la línea de descendencia que comencé en ese punto, no son más que pequeñas fluctuaciones estadísticas en el acervo genético. Pronto desaparecerán.

Everard frunció el ceño.

—Me estás dando el argumento habitual, Carl, igual que hiciste con el comité investigador. Por ahí te escapaste. Pero hoy no te molestes. Lo que quiero que sepas, no en tu cerebro sino en el fondo de tu alma, es que la realidad nunca se ajusta a los libros de texto, y en ocasiones es muy diferente.

—Creo que empiezo a entenderlo. —Mi humildad era real—. En la vida que he estado siguiendo en el pasado. No tenemos derecho a ocupar sus vidas, ¿no?

Everard sonrió, y yo me sentí con libertad para saborear un largo trago de mi copa.

—Bien. Dejemos los aspectos generales y pasemos a los detalles de lo que buscas. Por ejemplo, les diste a los godos cosas que no tendrían sin ti. Los regalos físicos no son preocupantes; se corroerán, pudrirán o se perderán con rapidez. Pero los relatos del mundo y las historias de culturas extranjeras…

—Tenía que ser interesante, ¿no? ¿Por qué si no iban a recitarme viejas historias ya conocidas?

—Humm, claro. Pero mira, ¿lo que les contaste no pasaría a su folclore, alterando eso que fuiste a investigar?

Me permití reír.

—No. En ese aspecto hice que realizasen algunos cálculos psicosociales, y los empleé como guía. Resulta que las sociedades de ese tipo tienen una memoria colectiva muy selectiva. Recuerda, son analfabetos, y viven en un mundo mental en el que las maravillas son comunes. Lo que dije, por ejemplo, sobre los romanos, simplemente añadía detalles a la información que ya tenían por los viajeros; y esos detalles pronto se perderán en el ruido general de su concepto sobre Roma. Y en cuanto al material más exótico, bien, ¿qué era alguien como Cuchulainn sino un héroe predestinado más, de los que ya habían oído multitud de historias? ¿Qué era el Imperio Han sino un reino fabuloso más allá del horizonte como otros? Mis oyentes inmediatos se quedaban impresionados; pero luego se lo pasaban a otros, que lo mezclaban todo con las sagas ya existentes.

Everard asintió.

—Humm. —Fumó un poco. De pronto—: ¿Y tú? No eres un montón de palabras; eres una persona concreta y enigmática que sigue apareciendo entre ellos. Te propones hacerlo durante generaciones. ¿Vas a montar un negocio de dios?

Aquélla era una pregunta difícil para la que me había preparado durante mucho tiempo. Dejé que otro trago me recorriese la garganta y calentase mi estómago antes de contestar, lentamente:

—Sí, eso me temo. No es que lo pretendiese o quisiese, pero parece haber sucedido.

Everard apenas se agitó. Con la morosidad de un león, habló:

—¿Y sostienes que eso no representa ninguna diferencia histórica?

—Sí. Escúchame por favor. Nunca dije ser un dios, o exigí prerrogativas divinas, o algo similar. Ni me propongo hacerlo. Simplemente ha pasado. En la naturaleza del caso, llegué solo, vestido como un viajero pero no como un mendigo. Llevaba una lanza porque ésa era el arma normal para un hombre a pie. Al ser del siglo XX, soy más alto que la media del siglo IV, incluso entre los nórdicos. Tengo el pelo y la barba grises. Contaba historias, describía lugares lejanos, y, sí, volé por los aires y metí el miedo en el corazón del enemigo… no podía evitarlo. Pero no, repito, no establecí una nueva deidad. Simplemente encajaba en una imagen que llevaban mucho tiempo adorando, y en el curso del tiempo, en una generación o dos, llegaron a asumir que se trataba de mí.

—¿Cuál es su nombre?

—Wodan, entre los godos. Relacionado con el Wotan de los germanos, el Woden inglés, el Wons frisio, etcétera. La versión escandinava tardía es la más conocida: Odín.

Me sorprendí de ver a Everard sorprendido. Bien, evidentemente los informes que había presentado al brazo guardián de la Patrulla eran mucho menos detallados que las notas que reunía para Ganz.

—¿Humm? ¿Odín? Pero tenía un solo ojo, y era el dios jefe, lo que supongo que no eres… ¿O lo eres?

—No. —Qué agradable era recuperar los hábitos de profesor—. Piensas en las Eddas, el Odín vikingo. Pero él pertenece a una era diferente, siglos después y cientos de millas al noroeste.

»Para mis godos, el dios jefe, como tú dices, es Tlwaz. Se remonta directamente al viejo panteón indoeuropeo, junto con los Anses, en oposición a las deidades telúricas aborígenes como los Wanes. Los romanos identificaron a Tiwaz con Marte, porque era el dios de la guerra, pero era también mucho más.

»Los romanos pensaban que Donar, que los escandinavos llamaban Thor, debía ser Júpiter, porque controlaba la meteorología; pero para los godos, era un hijo de Tiwaz. Igual con Wodan, a quien los romanos identificaban con Mercurio.

—Así que la mitología evoluciona con el paso del tiempo, ¿no? —comentó Everard.

—Exacto —dije—. Tiwaz quedó reducido a Tyr de Asgard. De él quedó poco recuerdo, excepto que había perdido una mano atando al Lobo que destruirá el mundo. Sin embargo, tyr como nombre común es sinónimo de «dios» en nórdico antiguo.

»Mientras, Wodan, u Odín, cobró importancia hasta convertirse en el padre del resto. Creo, aunque esto es algo que algún día tendremos que investigar, que se debió a que los escandinavos se volvieron muy guerreros. Un guía de los muertos, que también había adquirido rasgos chamánicos por la influencia finesa, era el culto natural para guerreros aristocráticos; él los llevaba al Valhala. En eso, Odín era más popular en Dinamarca y quizá Suecia. En Noruega y la colonia de Islandia, Thor era más importante.

—Fascinante. —Everard suspiró—. Queda más por saber de lo que cualquiera de nosotros vivirá para aprender… Bien, pero háblame más de la figura de Wodan en la Europa oriental del siglo IV.

—Todavía tiene dos ojos —le expliqué—, pero ya tiene el sombrero, la capa y la lanza, que realmente es un cayado. Es el Errante. Por eso los romanos pensaron que debía ser Mercurio con un nombre diferente, de igual forma que consideraron al griego Hermes. Todo se remonta a las primeras tradiciones indoeuropeas. Se encuentran rastros en la India, Persia y los mitos celtas y eslavos… pero estos últimos son los que tienen registros más pobres. Con el tiempo, mi servicio será…

»Es igual. Wodan—Mercurio—Hermes es el Errante porque es el dios del viento. Eso le lleva a convertirse en el patrón de viajeros y comerciantes. Viajando tanto, debe de haber aprendido mucho, así que también se le asocia con la sabiduría, la poesía… y la magia. Esos atributos se unen a la idea de los muertos cabalgando el viento nocturno… se combinan para convertirlo en el que guía a los muertos hasta el otro mundo.

Everard sopló un anillo de humo. Lo siguió con la mirada, como si encontrase algún símbolo en su agitación.

—Parece que te has asociado con una imagen muy fuerte —dijo en voz baja.

—Sí —admití—. Te repito que no era mi intención. En todo caso, complica exageradamente mi misión. Y claro que tendré cuidado. Pero… es un mito que ya existía. Había incontables historias sobre la aparición de Wodan entre los hombres. Que la mayoría fuesen fábulas, mientras que unas pocas relataban acontecimientos que sucedieron realmente… ¿qué importancia tiene?

Everard chupó con fuerza la pipa.

—No lo sé. A pesar de mi examen de este episodio, en toda su extensión, no lo sé. Quizá nada, ninguna importancia. Y sin embargo he aprendido a tener cuidado con los arquetipos. Tienen más poder del que haya medido ninguna ciencia en la historia. Por eso te he estado preguntado sobre cosas que deberían ser evidentes para mí. En el fondo, no lo son.

Realmente agitó los hombros más que encogerlos.

—Bien—gruñó—, no importa la metafísica. Fijemos un par de detalles y vayamos a buscar a tu mujer y a mi cita para divertirnos.

337

Durante todo ese día, ardió la batalla. Una y otra vez los hunos se lanzaron contra las defensas godas, como olas tormentosas que golpeasen un acantilado. Las flechas oscurecían el cielo donde se alzaban las lanzas, se agitaban los estandartes, la tierra se agitaba por el estruendo de los cascos, y los jinetes cargaban. Guerreros a pie, los godos se mantenían firmes en sus formaciones. Las picas se apresuraban al frente, las espadas, hachas y picos relucían, los arcos se tensaban y las hondas volaban, los cuernos rugían. Cuando llegaba el momento, los gritos profundos contestaban a los agudos gritos de guerra de los hunos. Después fueron puñaladas, jadeos, sudor, matanza y muerte. Cuando los hombres caían, pies y cascos destrozaban los torsos y convertían la carne en una ruina roja. El hierro alborotaba en los cascos, vibraba en las mallas, golpeaba la madera de los escudos y el cuero endurecido de las corazas. Los caballos se revolcaban y gritaban, con las gargantas atravesadas o los jarretes paralizados. Los hombres heridos gruñían e intentaban atacar o luchar. Rara vez alguien estaba seguro de a quién había golpeado o quién le había atacado. La locura te llenaba, te dominaba, oscurecía el mundo.

En una ocasión los hunos rompieron una línea enemiga. Rugieron de alegría mientras dirigían las monturas para atacar desde atrás. Pero como venida de ninguna parte, una nueva tropa goda cayó sobre ellos, y fueron ellos los atrapados. Pocos escaparon. Normalmente, los capitanes hunos que veían fallar una carga hacían sonar inmediatamente la retirada. Los jinetes estaban bien entrenados; se situaban lejos del alcance de los arcos, y durante un rato la multitud tomaba aliento, apaciguaba la sed, cuidaba de los heridos, y se miraba a lo ancho del campo de batalla.

El sol se hundió en el oeste, de color rojo sangre sobre el cielo verdoso. Su luz se reflejaba en el río y en las alas de los carroñeros que daban vueltas en lo alto. Las sombras sobre la hierba argentina eran largas, trepaban por los valles convirtiendo los árboles en montones negros y sin forma. Una ligera brisa fría recorría la tierra manchada de sangre, agitando el pelo de los cadáveres entre el trigo, silbando como si desease llamarlos.

Resonaron los tambores. Los hunos formaron escuadrones. Sonó una última trompeta y realizaron su último asalto.

Aunque estaban mortalmente cansados, los godos resistieron, y cosecharon hombres por centenares. Ciertamente Dagoberto había montado bien su trampa. Cuando tuvo las primeras noticias del ejercito invasor —que asesinaba, violaba, saqueaba y quemaba— convocó a su gente para unirse bajo un estandarte común. No sólo los tervingos, también los colonos vecinos prestaron atención. Atrajo a los hunos hasta esa hondonada que llevaba al Dniéper, donde la caballería tenía poco espacio, antes de que sus fuerzas principales cayesen sobre las crestas a cada lado y bloqueasen la retirada.

Su pequeño escudo redondo estaba hecho añicos. Tenía el casco abollado, la malla rota, la espada mellada, el cuerpo convertido en una única contusión. Pero aun así estaba de pie al frente del centro godo, y sobre él volaba su estandarte. Cuando llegó el ataque, se movió como un gato montés.

El caballo era enorme. Vio al hombre que lo montaba: bajo pero ancho, cubierto con pieles apestosas bajo la escasa armadura que llevaba, la cabeza afeitada exceptuando una cola, la fina barba en trenzas, una cara de gran nariz que era odiosa por el dibujo de las cicatrices. El huno portaba una única hacha de mano. Dagoberto se apartó mientras los cascos golpeaban el suelo. Atacó, y en el camino se encontró con la otra arma. Resonó el acero. Las chispas saltaron en el crepúsculo. Dagoberto deslizó la hoja a un lado y golpeó la cadera del jinete. Hubiese sido un corte mortal si la hoja hubiese estado afilada. Como estaba, salió sangre. El huno se quejó y atacó de nuevo. Dio de lleno al casco godo. Dagoberto se tambaleó. Recuperó el equilibrio… y su enemigo había desaparecido, atrapado en el remolino de la batalla.

Desde otro caballo, de pronto frente a él, saltó una lanza. Dagoberto, medio atontado, la recogió entre cuello y hombro. El huno lo vio hundirse, y presionó sobre el agujero abierto en las líneas godas. Desde el suelo, Dagoberto lanzó su espada. Golpeó al huno en el brazo y le hizo soltarla lanza. El compañero de Dagoberto más cercano lo golpeó con una pica. El huno cayó. El cuerpo salió arrastrado por el estribo.

De pronto ya no hubo lucha. Desorganizados, aterrados, los enemigos que quedaban con vida huían. No como un grupo, sino cada uno por sí mismo, salieron en estampida.

—A por ellos —pudo decir Dagoberto desde donde estaba—. Que no quede ni uno libre… vengad nuestros muertos, haced que nuestra tierra sea segura… —Débil, golpeó el talón del que portaba su estandarte. El hombre llevó el estandarte por delante, y los godos lo siguieron, matando, matando. Ciertamente pocos fueron los hunos que regresaron a casa.

Dagoberto se agarraba el cuello. La punta había penetrado por la derecha. La sangre salía a borbotones. El estruendo de la guerra se desplazó. Más cerca se oían los gritos de los tullidos, hombres y caballos, y de los cuervos que volaban bajo. Ésos también se fueron apagando. Buscó con los ojos la última luz del sol.

El aire se estremeció y resplandeció. El Errante había llegado.

Desmontó de su extraña cabalgadura, se arrodilló sobre el barro, puso la manos sobre la herida de su hijo.

—Padre —susurró Dagoberto, un gorjeo entre la sangre que le llenaba la boca.

La angustia cubrió el rostro que recordaba como serio y remoto.

—No puedo salvarte… no podría… ellos no lo harían… —farfulló el Errante.

—¿Hemos… ganado?

—Sí. Os libraréis de los hunos durante muchos años. Obra tuya.

El godo sonrió.

—Bien. Ahora llévame lejos, padre…

Carl sostuvo a Dagoberto entre sus brazos hasta que le llegó la muerte, y mucho tiempo después.

1933

—¡Oh, Laurie!

—Calla, querido. Tenía que ser.

—¡Mi hijo, mi hijo!

—Acércate. No temas llorar.

—Pero era tan joven, Laurie.

—De todas formas un hombre adulto. No abandonarás a sus hijos, a tus nietos. ¿Verdad?

—No, nunca. Pero ¿qué puedo hacer? Dime qué puedo hacer por ellos. Están condenados, los descendientes de Jorith morirán, no puedo cambiar eso, ¿cómo puedo ayudarlos?

—Más tarde pensaremos en eso, querido. Primero, por favor, descansa, tranquilízate, duerme.

337–344

Tharasmund había cumplido su decimotercer invierno cuando su padre Dagoberto cayó en batalla. Sin embargo, después de enterrar a su líder en un túmulo en lo alto de una colina, los tervingos vitorearon al muchacho como su jefe guerrero. Era poco más que un mozalbete, aunque prometedor, pero no aceptarían el mando de ninguna otra casa más que la suya.

Además, después de la batalla del Dniéper, no esperaban ningún peligro en el mañana. Habían derrotado a la alianza de varias tribus hunas. El resto no tendría prisa en atacar a los godos, ni los hérulos. Cualquier guerra que se luchase sería probablemente lejos, y no en defensa sino en nombre del rey Geberico. Tharasmund tendría tiempo para crecer y aprender. Más aún, ¿no dispondría del favor y el consejo de Wodan?

Waluburga, su madre, volvió a casarse, con un hombre llamado Ansgar. Ocupaba una posición por debajo de la de ella, pero tenía dinero y no estaba deseoso de poder. Juntos gobernaron bien sus tierras y fueron buenos líderes de su gente hasta la mayoría de edad de Tharasmund. Si siguieron haciéndolo después de esa fecha, antes de retirarse a vivir con tranquilidad, fue por expreso deseo del muchacho. La inquietud de sus antepasados también estaba en él, y quería libertad para viajar.

Eso estaba bien, porque en esos días se producían muchos cambios en el mundo. Un jefe guerrero debía conocerlos antes de tener esperanzas de tratar con ellos.

Roma se encontraba una vez más en paz consigo misma, aunque antes de morir Constantino había dividido el Imperio entre Occidente y Oriente. Para el trono oriental había elegido Bizancio, cambiándole el nombre por el suyo propio. Creció con rapidez en tamano y riqueza. Después de una derrota, los visigodos firmaron un tratado con Roma y el tráfico por el Danubio se incrementó.

Constantino habla declarado que Cristo era el único dios del estado. Los representantes de la fe llegaban hasta muy lejos. Más y más godos del oeste se convertían. Lo que disgustaba mucho a los que permanecieron con Tiwaz y Frija. No sólo podían enfurecerse los antiguos dioses y traer desgracias sobre los desagradecidos; aceptar al nuevo dios abría las puertas al dominio de Constantinopla, lentamente pero sin tener que levantar más espadas. Los cristianos argumentaban que eso contaba menos que la salvación; además, desde un punto de vista global, era mejor formar parte del Imperio que quedarse fuera. Año tras año creció la amargura entre facciones.

Al estar tan lejos, los ostrogodos tardaron en saber de esos asuntos. Los cristianos que había entre ellos eran en su mayoría esclavos traídos de zonas orientales. Había una iglesia en Olbia, pero era para el uso de los comerciantes romanos; de madera, pequeña y pobre cuando se la comparaba con los antiguos templos de mármol, aunque éstos ahora estaban vacíos. Sin embargo, al incrementarse el comercio, los habitantes del interior empezaron a encontrarse con los cristianos, algunos de ellos sacerdotes. Aquí y allá, las mujeres libres recibían el bautismo, y algunos hombres.

Los tervingos no estaban dispuestos a aceptarlo. Les iba bien con sus dioses, así como a todos los godos del este. Los extensos acres producían riquezas, así como el truque entre norte y sur, y también su parte de¡ tributo pagado por la gente que el rey había conquistado.

Waluburga y Ansgar construyeron una nueva residencia digna del hijo de Dagoberto. Se levantó en la orilla derecha del Dniéper, sobre una elevación que miraba los reflejos del río, entre el viento que agitaba la hierba y los cultivos, soportes de madera en los que anidaban los pájaros para cubrir el cielo. Sobre sus aguilones se alzaban dragones tallados; sobre, las puertas se entrecruzaban cuernos de alce y toro; las columnas interiores sostenían las imágenes de los dioses; excepto la de Wodan, que cerca tenía un lugar sagrado ricamente engalanado. Otros edificios aparecieron a su alrededor: hasta que el asentamiento casi pudo considerarse una villa. La vida estallaba a su alrededor, hombres, mujeres, niños, caballos, sabuesos, carromatos, armas, sonidos de charla, risas, canciones, pisadas sobre el empedrado, martillos, sierras, ruedas, fuegos, juramentos y, de vez en cuando, el sollozo de alguien. Un cobertizo cerca de] agua guardaba una nave, cuando no estaba viajando lejos, y el muelle a menudo daba la bienvenida a naves que recorrían la corriente con sus maravillosas cargas.

A la residencia la llamaron Heorot, porque el Errante, con triste sonrisa, había dicho que ése era el nombre de un famoso lugar al norte, Venía cada pocos años, unos cuantos días cada vez, para escuchar lo que hubiese que escuchar.

Tharasmund creció mas oscuro que su padre, de pelo castaño, de huesos, rasgos y alma más pesados. Los tervingos no opinaban que eso fuese malo. Que queme pronto sus ansias de aventuras, y que aprenda como lo hizo su padre; luego se quedaría en casa y los dirigiría con sabiduría. Creían que iban a necesitar a un hombre firme como líder. Les llegaban historias de un rey que estaba reuniendo a los hunos como Geberico había hecho con los ostrogodos. Las noticias de la región natal al norte decían que el hijo de Geberico, y su probable sucesor, Ermanarico, era cruel y autoritario. Además, lo más seguro era que pronto la familia real se trasladase al sur fuera de los pantanos y la humedad, en dirección a aquellas tierras soleadas donde ahora se encontraba la mayoría de la nación. Los tervingos querían un líder capaz de defender sus derechos.

El último viaje de Tharasmund cornenzó cuando tenía diecisiete inviernos, y duró tres años. Le llevó por el mar Negro hasta la mismísima Constantinopla. De allí regresó su nave; ésa fue la única noticia que tuvieron de él. Pero no tenían miedo; porque el Errante se había ofrecido para acompañar a su nieto.

Después, Tharasrnund y sus hombres tuvieron historias para alegrarse las noches durante el resto de sus vidas. Después de su estancia en Nueva Roma —maravilla sobre maravilla, acontecimiento sobre acontecimiento— fueron por tierra, atravesando la provincia de Mesia y, por tanto, el Danubio. En su extremo más alejado se asentaron durante un año entre los visigodos. El Errante había insistido, diciendo que Tharasmund debía forjar amistad con ellos.

Y ciertamente pasó que el joven conoció a Ulrica, una hija del rey Atanarico. El poderoso líder todavía ofrecía sus ofrendas a los antiguos dioses; y el Errante en ocasiones también había aparecido en su reino. Se alegraba de formar una alianza con una casa guerrera del este. Y en cuanto a los jóvenes, se entendían. Ulrica ya era arrogante y dura, pero aceptó viajar para dirigir bien su casa, tener hijos sanos y apoyar a su hombre en sus decisiones. Se llegó a un acuerdo: Tharasmund volvería a casa, se enviarían regalos y peticiones, al cabo de un año, más o menos, su prometida se reuniría con él.

El Errante no estuvo más que una noche en Heorot antes de decir adiós. De él, Tharasmund y el resto no relataron más que los había dirigido con sabiduría, aunque a menudo desaparecía por un tiempo. Para ellos era demasiado extraño como tema de conversación.

Pero en una ocasión, años más tarde, cuando Erelieva yacía a su lado, Tharasmund le dijo:

—Le abrí mi corazón. Él lo deseaba, y me escuchó, y de alguna forma fue como si el amor y el dolor se agitasen tras sus ojos.

1858

Al contrario que muchos agentes de la Patrulla que no pertenecían al rango más bajo, Herbert Ganz no había abandonado su entorno natal. Cuando lo reclutaron era ya un hombre de mediana edad, y un soltero empedernido. Le gustaba ser Herr Professor en la Universidad Friedrich Wilhelm de Berlín. Por norma, regresaba de sus viajes en el tiempo a los cinco minutos de su partida, para recuperar una existencia académica ordenada y ligeramente pomposa. Y en ese aspecto, sus saltos rara vez eran a algún otro destino aparte de una oficina maravillosamente equipada a siglos en el futuro, y casi encima a los primeros entornos germánicos que constituían su campo de investigación.

—No son adecuados para un estudioso pacífico —me había dicho cuando se lo pregunté—. Y al contrario. Me avergonzaría delante de ellos, me ganaría su desprecio, provocaría sospechas, e incluso podría morir. No, soy útil para el estudio, la organización, el análisis y las hipótesis. Déjame disfrutar de mi vida en las décadas que me son adecuadas. Pronto terminarán. Sí claro, antes de que la civilización occidental comience con dedicación su proceso de autodestrucción tendré que tener un aspecto más viejo, hasta que simule mi muerte… ¿Después qué? ¿Quién sabe? Preguntaré. Quizá simplemente comience de nuevo en algún otro sitio: exempli gratia, el Bonn o la Heidelberg posnapoleónicos.

Se sentía obligado a ser hospitalario con los agentes de campo que lo informaban en persona. Por quinta vez en mi línea vital hasta entonces, él y yo tomamos un pantagruélico almuerzo al que siguieron una siesta y un paseo por Unter den Linden. Regresamos a su casa en el crepúsculo del estío. De los árboles emanaban fragancias, los vehículos tirados por caballos traqueteaban al pasar, los caballeros se levantaban el sombrero al cruzarse con damas conocidas, un ruiseñor cantaba en un jardín de rosas. Ocasionalmente pasaba un oficial prusiano de uniforme, pero era evidente que sus hombros no soportaban la carga del futuro.

La casa era espaciosa, aunque los libros y los cachivaches tendían a ocultar ese hecho. Ganz me llevó hasta la biblioteca y llamó a una doncella, que entró rápidamente con un vestido negro y una cofia y un delantal blancos.

—Tomaremos café y pastel —indicó—. Y, sí, pon en la bandeja una botella de coñac, con vasos. Después no queremos ser molestados.

Cuando se fue, él dejó caer su rechoncha figura sobre el sofá.

—Emma es una buena chica —comentó mientras se limpiaba los anteojos. Los médicos de la Patrulla podrían haberle arreglado con facilidad la vista, pero hubiese tenido problemas para explicar por qué ya no necesitaba gafas, y decía que tampoco importaba mucho—. De una pobre familia campesina … ach, crían con rapidez, pero la naturaleza de la vida es que se desborda, ¿no es cierto? Estoy interesado en ella. De forma exclusivamente paternal, se lo aseguro. Dentro de tres años dejará el servicio porque se casa con un agradable joven. Yo entregaré una modesta dote con regalo de bodas, y seré el padrino de su primogénito. —La inquietud atravesó el rostro sonrosado y feliz—. Emma muere de tuberculosis a los cuarenta y uno. —Se pasó una mano por la cabeza calva—. No se me permitió hacer nada más que darle algunas medicinas para que le fuese más cómodo. En la Patrulla no nos atrevemos a llorar: ciertamente no por adelantado. Debería guardarme la pena, la culpabilidad, para mis pobres amigos y colegas inconscientes, los hermanos Grimm. La vida de Emma es mejor que la que conocerá la mayoría de la humanidad.

No contesté. Asegurada la intimidad, me concentré más de lo necesario en montar el aparato que había traído en el equipaje. (Allí pasaba por un estudioso británico de visita. Había practicado el acento. Un americano hubiese sufrido demasiadas molestias con preguntas sobre los pieles rojas y la esclavitud.) Mientras Tharasmund y yo nos encontrábamos entre los visigodos, conocimos a Ulfilas. Había grabado el suceso, como hacía con todo lo que tuviese un interés especial. Seguro que Ganz querría ver al misionero jefe de Constantinopla, el Apóstol de los Godos, cuya traducción de la Biblia era virtualmente la única fuente de información sobre su lengua que habría sobrevivido hasta la aparición del viaje en el tiempo.

El holograma se formó. De pronto la habitación —candelabros, estanterías, mobiliario a la moda que sabía que era estilo imperio, bustos, pinturas y grabados enmarcados, loza, papel pintado con dibujos chinos, cortinas marrones— se convirtió en oscuridad alrededor de un fuego de campamento. Pero yo no estaba allí, en mi propio cráneo: porque era a mí a quien miraba, y él era el Errante.

(Las grabadoras son diminutas, operan a nivel molecular, autodirigidas, mientras recogen todas las entradas sensoriales. La mía, una de la muchas que llevaba, estaba oculta en la lanza que había apoyado en un árbol. Deseoso de conocer informalmente a Ulfilas, establecí la ruta de rni grupo de forma que interceptase la suya mientras ambos viajábamos por la región que los romanos, antes de retirarse, había conocido como Dacia y que en mis días era Rumania. Después de asegurarnos mutuamente de nuestras pacíficas intenciones, mis ostrogodos y sus bizantinos montaron las tiendas y compartieron la comida.)

Los árboles formaban en la oscuridad una muralla alrededor del claro. El humo iluminado por las llamas se elevaba para ocultar las estrellas. Ululaba un búho, una y otra vez. La noche todavía era agradable, pero el rocío ya había empezado a enfriar la hierba. Los hombres estaban sentados con los pies cruzados cerca del fuego, excepto Ulfilas y yo. Él se había puesto en pie en su celo, y yo no podía permitirme ser dominado en presencia de los otros. Ellos miraban, escuchaban y furtivamente trazaban el gesto del hacha o la cruz.

A pesar de su nombre —originalmente había sido Wulfila— era bajo, recio y de nariz ancha, porque provenía de abuelos de Capadocia, que habían huido de los ataques godos en el 264. De acuerdo con el tratado del 332, había ido a Constantinopla como embajador y rehén. Con el tiempo volvió con los visigodos como misionero. El credo que predicaba no era el del Concilio de Nicea, sino la austera doctrina de Arrio, que había sido rechazada como herética. Sin embargo, se movía en la vanguardia de la cristiandad, en el mañana.

—No, no deberíamos limitarnos a intercambiar historias de nuestros viajes —dijo—. ¿Como podrían separarse de nuestras creencias? —Su tono era tranquilo y razonable, pero la mirada era aguda—. No sois un hombre normal, Carl. Eso lo veo claramente en vos y en los ojos de vuestros seguidores. Que nadie se ofenda si me pregunto si sois por completo humano.

—No soy un demonio malvado —dije.

¿Realmente le sacaba tanta altura, era yo gris, cubierto por una capa, conocedor ya del destino, una figura surgida de la oscuridad y el viento? Hasta hoy, mil quinientos años después de esa noche, me sentía como si fuese otra persona, el mismo Wodan, el siempre errante.

En Ulfilas ardía el fervor:

—Entonces no temeréis el debate.

—¿Qué sentido tendría, sacerdote? Sabéis bien que los godos no son gente de¡ Libro. En sus tierras harían ofrendas a Cristo, a menudo lo hacen. Pero en las de ellos, vos nunca hacéis ofrendas a Tiwaz.

—No, porque Dios nos ha prohibido que nos inclinemos ante ningún otro. Sólo se puede adorar a Dios Padre. Al Hijo, que los hombres presten debida reverencia, sí, pero la naturaleza de Cristo… —Y Ulfilas se lanzó a un sermón.

No era una diatriba. Sabía que no era lo mejor. Habló con calma y razón, incluso con buen humor. No vaciló en emplear imágenes paganas, ni intentó más que sentar las bases de las ideas antes de permitir que la conversación se desviase por otros derroteros. Vi que algunos de mis hombres asentían pensativos. El arrianismo encajaba mejor con sus tradiciones y temperamento que el catolicismo, del que, de todos modos, no sabían nada. Sería la forma de cristiandad que finalmente adoptarían todos los godos; y de ahí surgirían siglos de problemas.

La verdad es que no estuve especialmente bien. Pero claro, ¿cómo podría sinceramente haber defendido un paganismo en el que realmente no creía y que sabía que iba a desaparecer? Igualmente, ¿cómo podría sinceramente haber defendido a Cristo?

Mi ojos, en 1858, buscaron a Tharasmund. Mucho quedaba en su joven rostro de los adorables rasgos de Jorith …

—¿Y cómo va la investigación literaria? —preguntó Ganz al terminar la escena.

—Bastante bien. —Huí hacia los hechos—. Nuevos poemas; con versos que definitivamente parecen anteriores a los versos de Widsith y Walthere. Específicamente, desde la batalla junto al Dniéper… —Eso dolía, pero saqué las notas y grabaciones, y seguí hablando.

344–347

El mismo año que Tharasmund regresó a Heorot y ocupó la jefatura de los tervingos, murió Geberico en el salón de sus padres, en el pico del Alto Tatra. Su hijo Ermanarico se convirtió en rey de los ostrogodos.

Posteriormente, ese mismo año, Ulrica, hija del visigodo Atanarico, vino a su prometido Tharasmund, a la cabeza de un gran y rico séquito. Su matrimonio fue una fiesta recordada durante mucho tiempo, una semana durante la que la comida, la bebida, los regalos, los juegos, la alegría y la fanfarria no se escatimaron para cientos de invitados. Como su propio nieto se lo había pedido, el Errante bendijo a la pareja, y bajo la luz de las antorchas guió a la novia hasta la habitación donde la aguardaba el novio.

Hubo algunos, no de la tribu tervinga, que murmuraron que Tharasmund parecía demasiado arrogante, como si se creyese mejor que los hombres de su rey.

Poco después de la boda tuvo que apresurarse. Los hérulos habían salido y las llamas estaban encendidas. Derrotarlos y destruir parte de su región se convirtió en labor de invierno. Apenas había terminado cuando Ermanarico envió el mensaje de que quería que todas las cabezas de tribu se reuniesen con él en la tierra materna.

Resultó provechoso. Se trazaron planes para conquistas y otras cosas que era preciso hacer. Ermanarico desplazó su corte al sur, donde se encontraba la mayoría de su gente. Además de muchos greutungos, también acudieron los jefes tribales y muchos guerreros. Fue un viaje espléndido, sobre el que los bardos tejieron palabras que el Errante pronto oyó cantar.

Por tanto, Ulrica tardó en dar a luz. Sin embargo, después de que Tharasmund se encontrase nuevamente con ella, pronto llenó su vientre, y muy bien. Ella dijo a sus mujeres que claro que sería un niño, y que viviría para ser tan recordado como sus antepasados.

Dio a luz una noche de invierno; algunos dijeron que sin problemas, otros dijeron que despreciando cualquier dolor. Toda Heorot se alegró. El padre envió la noticia de quedaría una fiesta para conceder el nombre.

Aquélla era una agradable pausa en el trabajo de la estación, añadido al encuentro de invierno. La gente llegó en torrentes. Entre ellos se encontraban hombres que lo tomaban como una oportunidad para intercambiar unas palabras en privado con Tharasmund. Sentían rencor por el rey Ermanarico.

El salón estaba adornado con ramas de hojas perenne, tejidos, metal pulido, vidrio romano. Aunque el día reinaba sobre el manto de nieve, las lámparas iluminaban la larga estancia. Vestidos con sus mejores ropas, los terratenientes más importantes de los tervingos y sus esposas rodeaban el alto asiento donde se encontraban la cuna y el bebé. Gente inferior, niños, perros, se congregaron alrededor de los muros. La dulzura del pino y del prado llenaba el aire y las cabezas.

Tharasmund dio un paso al frente. En su mano llevaba el hacha sagrada, para sostenerla sobre su hijo mientras recitaba la bendición de Donar. A su lado Ulrica sacó agua del pozo de Frija. Nadie allí había visto algo similar, más que para el primogénito de una casa real.

—Nos hemos reunido… —Tharasmund se detuvo. Todos los ojos se dirigieron hacia la puerta, y la respiración se detuvo—. ¡Oh, tenía esperanzas! ¡Bienvenido!

Con la lanza golpeando ligeramente el suelo, el Errante se acercó. Inclinó su figura gris sobre el niño.

—¿Le concederéis, señor, su nombre? —preguntó Tharasmund.

—¿Cuál ha de ser?

—De la gente de su madre, para unirnos más a los godos del oeste, Hathawulf.

El Errante permaneció inmóvil un momento que se hizo eterno. Finalmente levantó la cabeza. El ala del sombrero le ensombrecía la cara.

—Hathawulf —dijo en voz baja, como para sí—. Oh, sí, ahora lo entiendo. —Un poco más alto añadió—: Weard así lo desea. Bien, que así sea. Le daré su nombre.

1934

Salí de la base de Nueva York a la fría y temprana oscuridad de diciembre y me alejé a pie. Las luces y los escaparates me arrojaban la Navidad, pero no había muchos compradores. En las esquinas bajo el viento, los músicos del Ejército de Salvación tocaban o los Santa Claus hacían sonar campanas sobre sus calderos de caridad, mientras tristes vendedores ofrecían esto y aquello. Los godos no sufren la depresión, pensé. Pero los godos tenían menos que perder. Materialmente, en todo caso. Espiritualmente… ¿quién lo sabía? Yo no, por mucha historia que hubiese visto o llegase a ver.

Laurie oyó mis pasos en la entrada y abrió la puerta del apartamento.

Habíamos fijado la fecha de antemano, después de que ella volviese de Chicago donde tenía una exposición. Me abrazó con fuerza.

Al entrar, su alegría se apagó. Nos detuvimos en medio del salón. Me cogió ambas manos, me miró en silencio y me preguntó:

—¿Qué te ha hecho daño… en este viaje?

—Nada que no debiese haber previsto —contesté, oyendo mi voz tan aburrida como mi alma—. Eh, ¿cómo fue la exposición?

—Bien —respondió con eficacia—. De hecho, se han vendido dos cuadros por una buena suma. —Volvió a mostrar preocupación—. Bueno, dicho esto, siéntate. Deja que te sirva algo de beber. Dios, pareces apaleado.

—Estoy bien. No tienes que ocuparte de mí.

—Quizá me haga falta. ¿Lo has pensado alguna vez? —Laurie me arrojó sobre mi sillón habitual. Me senté en él y miré por la ventana. Las luces lejanas producían una agitado resplandor en el alféizar, a los pies de la noche. La radio sintonizaba un programa de villancicos. «Oh pueblecito de Belén … »

—Quítate los zapatos —me aconsejó Laurie desde la cocina. Lo hice, y fue como realizar un verdadero gesto de vuelta a casa, como un godo soltándose el cinturón de la espada.

Ella trajo un par de whiskis con hielo, y me rozó con los labios la frente antes de sentarse en un sillón, frente al mío.

—Bienvenido —dijo—. Siempre eres bienvenido. —Levantamos los vasos y bebimos.

Ella esperó tranquilamente a que estuviese listo.

Lo solté de improviso.

—Ha nacido Hamther.

—¿Quién?

—Hamther. Él y su hermano Sorli murieron intentado vengar a su hermana.

—Lo sé —murmuró—. Oh, Carl, querido.

—Primer hijo de Tharasmund y Ulrica. El nombre es realmente Hathawulf, pero es fácil ver cómo se convirtió en Hamther a medida que la historia viajaba al norte durante siglos. Y quieren llamar Solbern a su siguiente hijo. Las fechas también encajan. Serán jóvenes, lo habrán sido, cuando… —No podía continuar.

Se inclinó hacia mí lo suficiente para registrar el toque de su mano en mi conciencia.

Después, desolada, dijo:

—No tienes que seguir con esto. ¿Verdad, Carl?

—¿Qué? —Durante un momento el asombro apagó el dolor Claro que tengo que hacerlo. Es mi trabajo, es mi deber.

—Tu trabajo es descubrir lo que la gente pone en versos e historias. No lo que realmente hicieron. Salta al futuro, querido. Deja que… Hathawulf esté muerto cuando vuelvas a regresar.

—¡No!

Comprendí que había gritado, tomé un largo y cálido trago, y me obligué a encararme con ella y decir con voz llana:

—Ya lo he pensado. Créeme, lo he hecho. Y no puedo. No puedo abandonarlos.

—Tampoco puedes ayudarlos. Todo está predestinado.

—No sabemos exactamente lo que sucederá… lo que sucedió. O cómo podría… No, Laurie, por favor, no digas nada más.

Ella suspiró.

—Bien, puedo entenderlo. Has estado con varias generaciones, mientras crecían, vivían, sufrían y morían; pero para ti no ha sido tanto tiempo. —No dijo: «para ti Jorith es un recuerdo muy cercano»—. Sí, haz lo que debas, Carl, mientras debas hacerlo.

Yo no tenía palabras, porque podía sentir su propio dolor.

Sonrió con inquietud.

—Pero ahora estás de permiso —dijo—. Deja el trabajo a un lado. Hoy he salido y he comprado un pequeño árbol de Navidad. ¿Qué te parece si lo decoramos esta noche, después de preparar una cena de gourmet?

Paz en la tierra, a los hombres de buena voluntad,
Desde el cielo y su benévolo Rey…

348–366

Atanarico, rey de los godos del oeste, odiaba a Cristo. Además de entregar ofrendas a los dioses de sus padres, temía a la Iglesia como taimada agente del Imperio. Dejadla roer lo suficiente, decía, y la gente se encontrará doblando las rodillas ante los amos romanos. Por tanto, enviaba hombres contra ella, frustraba a los familiares de los cristianos asesinados cuando pretendían conseguir una compensación y, finalmente, dictó leyes para la Gran Asamblea que dejaban la posibilidad de matanzas tan pronto como un acontecimiento calentase los ánimos. O eso pensaba. Por su parte, los godos bautizados, que para entonces ya no eran pocos, se reunieron y hablaron sobre dejar que el Señor Dios de las Huestes decidiese el resultado.

El obispo Ulfilas dijo que no era muy inteligente. Admitía que los mártires se convertían en santos, pero era el conjunto de los creyentes lo que mantenía la Palabra viva sobre la Tierra. Buscó y consiguió el permiso de Constantino para que su rebaño se trasladase a Mesia. Guiándolos al otro lado del Danubio, se aseguró de que se asentaban bajo las montañas Haemus. Allí se convirtieron en un grupo pacífico de pastores y granjeros.

Cuando esa noticia llegó a Heorot, Ulrica rió en voz alta.

—¡Así que mi padre se ha librado de ellos!

Su júbilo era prematuro. Durante los siguientes treinta años, Ulfilas trabajó en sus viñedos. No todos los visigodos cristianos lo habían seguido al sur. Quedaban algunos, entre ellos algunos jefes guerreros con el poder suficiente para protegerse a sí mismos y a sus súbditos. Recibían a los misioneros, cuya labor producía frutos. Las persecuciones de Atanarico hicieron que los cristianos buscasen un líder propio. Lo encontraron en Fritigemo, también de la casa real. Aunque nunca se produjo una guerra abierta entre las facciones, hubo muchos enfrentamientos. Más joven, y pronto más rico que su rival al recibir el favor de los mercaderes del Imperio, Fritigerno hizo que muchos godos del oeste se uniesen a la Iglesia con el paso de los años, simplemente porque parecía un acto muy prometedor.

A los ostrogodos los afectó poco. El número de cristianos entre ellos creció, pero lentamente y sin causar problemas. Al rey Ermanarico no le preocupaba ningún dios ni el otro mundo. Estaba demasiado ocupado conquistando todo lo que podía de este mundo.

Sus guerras rugían por toda la Europa orienta¡. En varias temporadas de feroz campaña derrotó a los hérulos. Aquellos que no se sometieron se trasladaron para unirse a tribus occidentales del mismo nombre. Aestios y vendios fueron presas fáciles para Ermanarico. Insaciable, llevó sus ejércitos al norte, más allá de las tierra que su padre había controlado. Al final, toda la franja desde el río Elba hasta el Dniéper le reconocía como señor.

En esos enfrentamientos Tharasmund se ganó un nombre y obtuvo un gran botín. Pero no le gustaban las crueldades de] rey. En ocasiones, en las asambleas, se ponía en pie no sólo para hablar por su tribu sino por otros, en nombre de sus antiguos derechos. Entonces Ermanarico debía ceder, aunque a regañadientes. Los tervingos eran todavía demasiado peligrosos, o él no lo suficientemente poderoso, para convertirlos en enemigos. Eso era aún más cierto porque muchos godos hubiesen temido levantar sus armas contra una casa que todavía recibía de vez en cuando a su extraño antepasado.

El Errante estaba allí cuando dieron nombre al tercer hijo de Tharasmund y Ulrica, Solbern. El segundo había muerto en la cuna, pero Solbern, como su hermano, creció fuerte y hermoso. El cuarto hijo fue una niña, a la que llamaron Swanhild. Para ella también apareció el Errante, pero brevemente, y después no se le vio durante años. Swanhild se convirtió en hermosa a la rnirada, y era tan dulce y alegre como la naturaleza.

Ulrica dio a luz a tres hijos más. Todos muy distanciados y ninguno vivió mucho. Tharasmund estaba generalmente lejos de casa, luchando, comerciando, consultando a hombres de valía, guiando a sus tervingos en los asuntos comunes. A su regreso solía dormir con Erelieva, la amante que había tomado poco después del nacimiento de Swanhild.

No era ni una esclava ni de baja cuna, sino la hija de un acomodado terrateniente. Es más, por la rama femenina descendía de Winnithar y Salvalindis. Tharasmund la había conocido mientras cabalgaba entre las tribus, como era su costumbre anual cuando estaba fuera, para escuchar lo que tuviesen en mente. Prolongó su estancia en esa casa, y pasaban mucho tiempo juntos. Más tarde envió mensajeros preguntando si vendría a él. Llevaron ricos regalos para sus padres, así como promesas de honor para ella y lazos entre familias. No era una oferta para rechazar a la ligera, y la muchacha estaba impaciente, así que finalmente partió con los hombres de Tharasmund.

Mantuvo su palabra y la trató con cariño. Cuando le dio un hijo, Alawin, dio una fiesta tan lujosa como había hecho con Hathawulf y Solbern. En el futuro tuvo pocos hijos, y la enfermedad se los llevó pronto, pero eso no hizo disminuir su amor por ella.

Ulrica estaba amargada. No porque Tharasmund tuviese otra mujer. Eso era algo que hacían la mayoría de los hombres que podían permitírselo, y él ya había tenido sus escarceos. Lo que molestaba a Ulrica era la posición que daba a Erelieva; segunda sólo por detrás de Ulrica en la casa, y por encima de ella en su corazón. Era demasiado orgullosa para iniciar una pelea que iba a perder, pero sus sentimientos eran evidentes. Con Tharasmund se volvió fría, incluso cuando él buscaba su cama. Eso hizo que él se distanciase más, y sólo se acercaba con la esperanza de más hijos.

Durante sus largas ausencias, Ulrica hacía todo lo posible por despreciar a Erelieva y decir palabras duras contra ella. La joven enrojecía pero lo soportaba en silencio. Se había ganado a sus amigos. Era Ulrica la autoritaria la que estuvo cada vez más sola. Por tanto, prestaba mucha atención a sus hijos; éstos crecieron muy unidos a ella.

Con todo, eran jóvenes valientes, rápidos en aprender todo lo que correspondía a un hombre, queridos allí adonde iban. Eran muy diferentes, Hathawulf el más colérico, Solbern el más pensativo, pero los unía el cariño. Y en cuanto a su hermana Swanhild, todos los tervingos —incluidos Erelieva y Alawin— la adoraban.

Durante ese tiempo, pasaban años entre visita y visita del Errante, y eran breves. Eso hizo que la gente se sintiese todavía más sobrecogida ante él. Cuando su característica silueta aparecía sobre las colinas, los hombres hacían sonar los cuernos y desde Heorot salían galopando los jinetes para recibirlo y escoltarlo. Permanecía más en silencio que antes. Era como si una pena secreta hubiese depositado su peso sobre él, aunque nadie se atrevía a preguntarle. Eso resultaba más evidente cuando Swanhild pasaba a su lado con su belleza, o se acercaba llena de orgullo y estremeciéndose si su madre le había permitido servir el vino al invitado, o se sentaba a su pies entre los otros jóvenes cuando contaba historias y daba sabios consejos. En una ocasión él le dijo a su padre:

—Es como su bisabuela.

El duro guerrero se estremeció un poco en su cota. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta la mujer?

En una ocasión el Errante se mostró sorprendido. Desde su última aparición, Erelieva había llegado a Heorot y había tenido a su hijo. Con timidez, enseñó el bebé al Anciano. Él permaneció sentado durante muchos latidos antes de preguntar:

—¿Cómo se llama?

—Alawin, señor —contestó.

—¡Alawin! —El Errante se llevó la mano a la frente—. ¿Alawin? —Al cabo de un rato dijo casi susurrando—: Pero tú eres Erelieva. Erelieva, Erp, sí, quizá sea así como te recuerden, querida. —Nadie comprendió el significado de sus palabras.

Pasaron los años. Durante ese periodo el rey Ermanarico creció. Y también lo hicieron su crueldad y su avaricia.

Cuando tanto él como Tharasmund habían cumplido el cuadragésimo invierno, el Errante apareció de nuevo. Los que salieron a su encuentro tenían el rostro triste y hablaban poco. Heorot estaba llena de hombres armados. Tharasmund saludó al invitado con desolada alegría.

—Abuelo y señor, ¿habéis venido en nuestra ayuda, como la vez en que expulsasteis a los vándalos de la vieja Gotland?

El Errante permaneció quieto, como si estuviese tallado en Piedra.

—Será mejor que me lo cuentes desde el principio —dijo por fin. —¿Para que lo tengamos claro en nuestras cabezas? Pero lo está. Bien… se hará vuestra voluntad. —Tharasmund meditó—. Dejadme llamar a dos más.

Esos dos resultaron ser un extraño par. Liuderis, corpulento y fuerte, era el hombre de confianza del jefe guerrero. Servía como administrador de las tierras de Tharasmund y como capitán de guerreros cuando Tharasrnund estaba ausente. El segundo era un joven de pelo rojo de quince años, sin barba pero fuerte, con una furia en los ojos verdes que superaba sus años. Tharasmund lo llamó Randwar, hijo de Gutrico, no un tervingo, sino un greutungo.

Los cuatro se retiraron a un cuarto alto donde podían hablar sin ser escuchados. Un corto día de invierno se terminaba. Las lámparas daban luz para ver y un brasero algo de calor, aunque los hombres estaban sentados envueltos en pieles y el aliento salía blanco por entre las tinieblas. Se trataba de una habitación ricamente decorada, con sillas romanas y una mesa con incrustaciones de madreperla. De las paredes colgaban tapices y las contraventanas tenían tallas.

Los sirvientes habían traído una jarra de vino y copas de cristal para beber. A través del suelo de roble llegaban los sonidos de la vida. Bien les había ido al hijo y al nieto del Errante.

Pero Tharasmund frunció el ceño, se agitó en su silla y se pasó los dedos por entre los rizos castaños y la barba bien cortada, antes de volverse hacia el visitante y decir:

—Cabalgamos hacia el rey, quinientos hombres fuertes. Su última atrocidad es más de lo que cualquiera puede aguantar. Tendremos justicia para los muertos, o si no el gallo rojo cantará sobre su tejado.

Quería decir fuego… un levantamiento, guerra de godos contra godos, derrocamiento y muerte.

Nadie supo si el Errante había mudado el gesto. Las sombras se agitaron en los surcos de su cara mientras las lámparas parpadeaban y la oscuridad merodeaba.

—Dime qué ha hecho —dijo.

Tharasmund hizo un gesto envarado en dirección a Randwar.

—Cuéntalo, muchacho, como nos lo contaste a nosotros.

El joven tragó saliva. La furia emergió por entre la timidez que había sentido en su presencia. Con un puño se golpeó la rodilla, una y otra vez, mientras relataba con brusquedad:

—Sabed, señor, aunque creo que ya lo sabéis, que el rey Ermanarico tenía dos sobrinos, Embrica y Fritla. Eran hijos de un hermano suyo, Aiulf, que cayó en la guerra contra los anglos del norte. Embrica y Fritla siempre lucharon bien. Aquí en el sur, hace dos años, dirigieron una tropa al este contra los aliados alanos de los hunos. Trajeron a casa un gran botín, porque habían atacado un lugar donde los hunos guardaban tributos traídos de muchas regiones. Ermanarico lo supo y declaró que le pertenecía. Sus sobrinos dijeron que no, que el ataque había sido exclusivamente de ellos. Él les pidió que viniesen a discutir la cuestión. Lo hicieron, pero primero escondieron el tesoro. Aunque les había prometido seguridad, Ermanarico los hizo detener. Cuando no le dijeron dónde estaba el tesoro, primero los hizo torturar y luego ejecutar. Después envió hombres a registrar sus tierras. Fracasaron; pero causaron grandes destrozos, quemaron las casas de los hijos de Aiulf, mataron a sus familias… para imponer obediencia, dijeron. Mi señor —Randwar gritó—, ¿estuvo eso bien?

—Suele ser el comportamiento de los reyes. —El tono del Errante era como si el hierro hubiese adquirido la capacidad de hablar—. ¿Cuál es tu relación en este asunto?

—Mi… mi padre también era hijo de Aiulf, pero murió joven. Mi tío Embrica y su esposa me criaron. Estaba en un largo viaje de caza. Cuando regresé, la casa era un montón de cenizas. La gente me contó que los hombres de Ermanarico se habían aprovechado de mi madre adoptiva antes de cortarle la garganta. Ella… era pariente de esta casa. Aquí vine.

Volvió a desplomarse sobre la silla, luchó por no llorar, y tomó un trago de su copa de vino.

—Sí —dijo Tharasmund—, ella, Mathaswentha, era mi prima. Ya sabéis que las familias importantes a menudo se casan entre ramas tribales. Ranward es un pariente más lejano; sin embargo, compartimos algo de una sangre que ha sido derramada. Además, sabe dónde está el tesoro, hundido bajo el Dniéper. Está bien que Weard lo hiciese alejarse en ese momento y evitase su muerte. Ese oro le compraría al rey demasiado poder.

Liuderis movió la cabeza.

—No lo entiendo —murmuró—. Después de todo lo que he oído, sigo sin entender. ¿Por qué se comporta Ermanarico de esa forma? ¿Está poseído? ¿O sólo está loco?

—Creo que ninguna de las dos cosas —dijo Tharasmund—. Creo que en alguna medida, su consejero Sibicho, ni siquiera un godo sino un vándalo a su servicio, le ha susurrado maldades. Pero Ermanarico siempre esta dispuesto a escuchar, sí. —Al Errante—: Durante años ha estado incrementando los tributos que debemos pagar, y ha llevado a mujeres libres a su cama tanto si querían como si no, y en general ha tratado con crudeza a la gente. Creo que tiene la intención de romper la voluntad de aquellos jefes guerreros que se le han opuesto. Si aceptamos esto último, estaremos aún más dispuestos a aceptar lo siguiente.

El Errante asintió.

—Sí, tienes toda la razón. Yo diría, además, que Ermanarico envidia el poder del emperador de Roma, y quiere lo mismo para sí sobre los ostrogodos. Además, oye como Fritigerno se levanta para oponerse a Atanarico entre los visigodos, y tiene la intención de aplastar a cualquier rival en su reino.

—Cabalgamos para exigir justicia —dijo Tharasmund—. Debe pagar doble compensación por la muerte de sus sobrinos y, en la Gran Asamblea, jurar sobre la Piedra de Tiwaz para seguir desde ese momento las antiguas leyes y derechos. En caso contrario, levantaré a todo el país contra él.

—Tiene muchos de su parte —le advirtió el Errante—: algunos por las promesas que les han hecho, algunos por avaricia y miedo, otro porque creen que hay que tener un rey fuerte para mantener las fronteras ahora que los hunos vuelven a reunirse como una serpiente lista para atacar.

—¡Sí, pero ese rey no tiene por qué ser Ermanarico! —gritó Randwan.

En Tharasmund se encendió la esperanza.

—Señor —le dijo al Errante—, vos que derrotasteis a los vándalos, ¿volveréis a estar al lado de vuestro pueblo?

La respuesta fue inquieta.

—Yo… no puedo luchar en vuestras batallas. Weard no lo permitiría.

Tharasmund permaneció en silencio un momento. Al fin preguntó:

—¿Vendréis al menos con nosotros? Seguro que el rey os prestará atención.

El Errante continuó un tiempo sin hablar, hasta que por fin dijo lo siguiente:

—Sí, veré qué puedo hacer. Pero no prometo nada. ¿Me oís? No prometo nada.

Y así partió con los otros, como cabeza del grupo.

Ermanarico tenía residencias por todo el reino. Él, sus guardias, sabios y sirvientes viajaban de una a otra. Las noticias eran que, tras los asesinatos, se había atrevido a acercarse a tres días a caballo de Heorot.

Ésos fueron tres días de escasas alegrías. La nieve helada cubría la tierra como una costra. Se rompía bajo los cascos. El cielo era bajo y de un gris uniforme, el aire estático y crudo. Las casas estaban cubiertas de paja. Los árboles se alzaban desnudos, excepto los grupos de abetos. Nadie dijo mucho o cantó demasiado, ni siquiera alrededor del fuego de campamento antes de irse a dormir.

Pero cuando vieron su destino, Tharasmund hizo soplar el cuerno y llegaron a pleno galope.

El empedrado resonaba, los caballos relinchaban mientras los tervingos entraban en el patio real. Un número igual de guardias permanecía apostado frente al salón, las cabezas de lanza relucientes entre pendones caídos.

—¡Queremos hablar con vuestro amo! —rugió Tharasmund.

Era un insulto bien escogido, como si lo hombres que allí se encontraban no fuesen libres sino esclavos, como perros o romanos. El capitán enrojeció antes de responder:

—Algunos podréis entrar, pero el resto tendrá que retirarse.

—Sí, hacedlo —le murmuró Tharasmund a Liuderis.

El viejo guerrero gruñó:

—Bien, lo haremos, ya que ponemos nerviosas a tus tropas… pero no nos alejaremos mucho, ni esperaremos mucho a saber si nuestros líderes están a salvo de traiciones.

—Hemos venido a hablar —se apresuró a decir el Errante.

Él, Tharasmund y Randwar desmontaron. Los guardias se apartaron a su paso. Había más en los bancos del interior. En contra de la costumbre, iban armados. En el centro de la pared oriental, flanqueado por sus cortesanos, estaba Ermanarico.

Era un hombre grande de porte inflexible. Rizos negros y una barba rodeaban un rostro marcado y serio. Iba lujosamente vestido, con pesadas bandas doradas sobre frente y muñecas; la luz de las llamas se reflejaba en el metal. Sus ropas eran de telas extranjeras teñidas, ribeteadas de marta y armiño. En la mano sostenía una copa de vino, no de vidrio sino de cristal, y en sus dedos relucían rubíes.

Ordenó silencio hasta que los tres cansados y sucios viajeros llegaron hasta el trono. Los miró un buen rato antes de decir:

—Bien, Tharasmund, vienes con compañeros poco usuales.

—Debes saber quiénes son —contestó el jefe tervingo— y cuál es nuestro propósito.

Un hombre delgado y de rostro ceniciento situado a la derecha del rey, Sibicho el vándalo, le susurró algo al oído. Ermanarico asintió.

—Entonces sentaos —dijo—. Beberemos y comeremos.

—No —se negó Tharasmund—. No tomaremos ni tu sal ni de tu jarra hasta que no estés en paz con nosotros.

—Eres muy atrevido.

El Errante levantó en alto su lanza. Se hizo el silencio, por lo que el crepitar de los grandes fuegos se oyó más fuerte.

—Si sois sabio, rey, oiréis a este hombre —dijo—. Vuestra tierra sangra. Lavad las herida y aplicad las hierbas antes de que se hinche y enferme.

Ermanarico lo miró a los ojos y contestó.

—No soporto los insultos, anciano. Le escucharé si controla la lengua. Dime en pocas palabras lo que quieres, Tharasmund.

Aquello fue como una bofetada en la mejilla. El tervingo tuvo que tragar tres veces antes de exponer sus exigencias.

—Pensé que querrías eso —dijo Ermanarico—. Sabed que Embriea y Fritla cayeron por sus propios actos. Le negaron a su rey lo que le pertenecía por derecho. Los ladrones y perjuros son bandidos. Sin embargo, soy compasivo. Estoy dispuesto a pagar compensación por sus familias y posesiones… en cuanto me sea entregado el tesoro.

—¿Qué? —gritó Ranward—. ¿Cómo te atreves a hablar así, asesino?

Los guardias se agitaron. Tharasmund puso una mano de advertencia sobre el hombro del muchacho. A Ermanarico le dijo:

—Pedimos doble compensación y reconocimiento del mal que has hecho. No podemos tomar menos sin perder nuestro honor. Pero en cuanto a la propiedad del tesoro, que decida la Gran Asamblea; y, decida lo que decida, que haya paz.

—No regateo —contestó Ermanarico con voz glacial—. Aceptad mi oferta e ¡dos… o rechazadla e ¡dos, antes de que decida que lamentéis vuestra insolencia.

El Errante se adelantó. Una vez más levantó la lanza para pedir silencio. El sombrero le ocultaba el rostro, haciendo que su aspecto fuese doblemente extraño; la capa azul caía sobre sus hombros como un par de alas.

—Escuchadme —dijo—. Los dioses son justos. Traerán destrucción a los que se mofan de la ley y aplastan a los débiles. Ermanarico, escucha antes de que sea demasiado tarde. Escucha antes de que tu reino sea destruido.

Un murmullo de agitación recorrió el salón. Los hombres se movían, hacían gestos, agarraban las empuñaduras para confortarse. Los ojos se movían blancos entre el humo y la oscuridad. Había hablado el Errante.

Sibicho tiró de la manga del rey y le susurró algo más. Ermanarico asintió. Se inclinó hacia delante, con el índice recto como un cuchillo, y habló fuerte para que su voz resonase en la madera.

—Has sido recibido en casas de mi reino, anciano. Malo es que me amenaces. Y eres poco inteligente, por mucho que digan de ti los niños, viejas e idiotas, si crees que te temo. Sí, dicen que eres el mismísimo Wodan. ¿Qué me importa? No confió en dioses etéreos, sino en la fuerza que me pertenece.

Se puso en pie. Sacó la espada reluciente.

—¿Quieres enfrentarte a mí, viejo mendigo? —gritó—. Podemos levantar una empalizada ahora mismo. ¡Encuéntrate conmigo allí, de hombre a hombre, y romperé esa lanza tuya en dos y te expulsaré aullando!

El Errante no se movió; su arma se agito un poco.

—Weard no lo permite —prácticamente susurró—. Pero te lo advierto con toda seriedad, por cada uno de los godos, haz la paz con estos hombres que has dañado.

—Haré paz si ellos lo desean —dijo Ermanarico, sonriendo—. Ya has oído mi oferta, Tharasmund, ¿la aceptas?

El tervingo cruzó los brazos, mientras Randwar rugía como un lobo, el Errante permanecía de pie como un ídolo y Sibicho miraba desde el banco.

—No —dijo—. No puedo.

—Entonces vete, idos todos vosotros, antes de que os haga azotar.

Ante eso, Randwar sacó una hoja. Tharasmund y Liuderis buscaron las suyas; por todas partes relució el hierro. El Errante dijo en voz alta:

—Nos iremos, pero sólo por la suerte de los godos. Medita, rey, mientras sigas siendo rey.

Instó a sus compañeros a irse. Ermanarico empezó a reír. Sus risas los persiguieron por todo el corredor.

1935

Laurie y yo nos fuimos a pasear a Central Park. A nuestro alrededor marzo se mostraba exuberante. Quedaban algunas pequeñas zonas de nieve, pero por lo demás la hierba ya estaba verde. Los arbustos y árboles tenían capullos. Más allá de las ramas, las torres de la ciudad relucían recién lavadas por el clima, y en el cielo azul algunas nubes hacían una regata. El frío era el justo para activar la circulación.

Perdido en mi invierno personal, apenas. percibía nada.

Me cogió la mano.

—No deberías haberlo hecho, Carl. —Sentí que compartía mi dolor, en la medida en que podía.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —le contesté desde la oscuridad—. Tharasmund me pidió que fuese con ellos. Ya te lo he dicho. ¿Cómo podría negarme y volver a dormir en paz?

—¿Duermes bien ahora? —Hizo la pregunta con rapidez—. Vale, quizá estuvo bien, dentro de lo permisible, prestar cualquier consuelo que pudiese haber en tu presencia, pero hablaste, intentaste descabezar el conflicto.

—Benditos los que buscan la paz, me enseñaron en la escuela dominical.

—Ese enfrentamiento es inevitable. ¿No? Está en los mismos poemas e historias que fuiste a investigar.

Me encogí de hombros.

—Historias. Poemas. ¿Cuánto contienen de verdad? Oh, sí, la historia sabe qué pasó al final con Ermanarico. Pero ¿murieron Swanhild, Hathawulf y Solbern como dice la saga? ¿Si algo así sucedió, si no es más que una imagen romántica, siglos posterior, que un cronista se tomó en serio, les sucedió necesariamente a ellos? —Me aclaré la garganta agarrotada—. Mi trabajo en la Patrulla es descubrir cuáles son los acontecimientos que realmente sucedieron para protegerlos.

—Cariño, cariño —suspiró—, te hace tanto daño. Te distorsiona el juicio. Piensa. Yo he pensado, vaya si he pensado, y claro está que no he estado allí en persona, pero quizá eso me de una perspectiva que tú… que tú has decidido no tener. Todo lo que has informado, durante este asunto, todo muestra los acontecimientos dirigiéndose a un único final. Si tú, como un dios, hubieses podido obligar al rey a reconciliarse, lo hubiese hecho, seguro. Pero no, ésa no es la forma del continuo.

—¡Pero es flexible! ¿Qué diferencia puede representar la vida de unos cuantos bárbaros?

—Estás alucinando, Carl, y lo sabes. Yo… yo misma paso mucho tiempo despierta pensando en lo que podrías estropear. Vuelves a estar demasiado cerca de lo prohibido. Quizá ya hayas cruzado el límite.

—Las líneas del tiempo se ajustarán. Siempre lo hacen.

—Si eso fuese cierto, no necesitaríamos la Patrulla. Debes comprender los riesgos a los que te enfrentas.

Lo hacía. Me obligaba a enfrentarme a ellos. Los puntos de nexo se producen, allí donde importa hacia dónde cae el dado. Y tampoco solían ser los lugares más evidentes.

Un ejemplo me vino a la mente, como un cadáver que sube a la superficie. Un instructor de la Academia lo había presentado como adecuado para cadetes fuera de mi entorno.

De la Segunda Guerra Mundial fluían enormes consecuencias. La principal era que dejaba a los soviéticos con el control de media Europa (las armas nucleares eran indirectas; hubiesen aparecido igualmente alrededor de esa época, porque los principios ya se conocían). Al final, la situación político—militar llevó a acontecimientos que afectaron al destino de la humanidad durante cientos de años… por siempre, porque esos siglos tenían sus propios nexos.

Y sin embargo, Winston Churchill tenía razón cuando llamó al conflicto de 1939—1945 «la Guerra Innecesaria». Cierto, las debilidades de las democracias fueron importantes en su origen. Sin embargo, no hubiese habido ninguna amenaza para acobardarlas si el nazismo no hubiese tomado el control en Alemania. Y ese movimiento, originalmente pequeño y del que todos se burlaban, más tarde castigado (aunque con bastante suavidad) por las autoridades de Weimar… ese movimiento no hubiese tomado el poder, no hubiese podido, en el país de Bach y Goethe, sino a través del genio único de Adolf Hitler. Y el padre de Hitler había nacido corno Alois Schicklgruber, un ¡legítimo, el resultado accidental de un lío entre un burgués austriaco y una de sus criadas…

Pero si evitabas esa relación, lo que podía hacerse con facilidad sin perjudicar a nadie, abortabas toda la historia posterior. En 1935, digamos, el mundo podía ser diferente. Quizá fuese mejor que el original (en algunos aspectos, por un tiempo) o quizá peor. Podía imaginar, por ejemplo, que los humanos nunca se hubiesen aventurado a salir al espacio. Seguro que no lo hubiesen hecho tan pronto; y podría haber sucedido demasiado tarde para rescatar una Tierra moribunda. No puedo imaginar que se hubiese establecido ninguna utopía pacífica.

No importaba. Si por mi intervención la situación en tiempos de Roma cambiaba de forma importante, yo todavía estaría allí; pero cuando regresase a este año, toda mi civilización no habría existido nunca. Laurie nunca hubiese sido.

—No… no estoy de acuerdo en que me esté arriesgando —dije—. Mis superiores leyeron mis informes, informes sinceros. Me lo harían saber si me estuviera saliendo de los límites.

¿Sinceros?, me pregunté. Bien, sí, relataban lo que observaba y hacía, sin mentiras ni ocultaciones, aunque con un estilo parco, Pero la Patrulla no quería golpes de pecho emocionales, ¿no? Y no se esperaba que contase cada detalle trivial, ¿no? En todo caso, sería imposible.

Tomé aliento.

—Mira—dije—. Conozco mi lugar. Sólo soy un simple investigador lingüístico y literario. Pero si puedo ayudar, con toda la seguridad posible, tengo que hacerlo. ¿No?

—Sí, Carl.

Seguimos andando. Al rato dijo:

—Eh, hombre, estás de permiso, de vacaciones, ¿lo recuerdas? Se supone que debernos relajarnos y disfrutar de la vida. He estado haciendo planes para los dos. Escucha.

Vi lágrimas en sus ojos, e hice lo posible por devolverle la alegría con la que ella las cubría.

366–372

Tbarasmund llevó a sus hombres de vuelta a Beorot. Se separaron y cada uno buscó su propia casa. El Errante se despidió.

—No te apresures a actuar —fue su consejo—. Tórnate tu tiempo. ¿Quién sabe lo que podría suceder?

—Creo que vos lo sabéis —dijo Tharasmund.

—No soy un dios.

—Me lo habéis dicho muchas veces, pero nada más. Entonces, ¿qué sois?

—No puedo revelarlo. Pero si esta casa me debe algo por lo que h e hecho a lo largo de los años, reclamo ahora mi deuda, y te conmino a que actúes despacio y con precaución.

Tharasmund asintió:

—Lo haría en cualquier caso. Llevará tiempo y habilidad reunir a suficientes hombres en una hermandad a la que Ermanarico no pueda enfrentarse. Después de todo, la mayoría preferiría quedarse sentado en su casa esperando a que los problemas pasen de largo, aunque golpeen a otros. Mientras tanto, es probable que el rey no se atreva a una violación abierta antes de creerse preparado. Debo mantenerme por delante de él, pero sé muy bien que un hombre puede recorrer más distancia caminando que corriendo.

El Errante le cogió la mano, iba a hablar, pero parpadeó, se dio la vuelta y se alejó. Lo último que Tharasmund vio de él fue su sombrero, la capa y la lanza, alejándose por el camino del invierno.

Randwar se estableció en Heorot, un recuerdo vivo del agravio. Pero era demasiado joven y estaba demasiado lleno de vida para esperar mucho. Pronto él, Hathawulf y Solbern se hicieron amigos, cazaban juntos, hacían deporte, participaban en juegos y todo tipo de diversiones. A su vez se acercó mucho a su hermana Swanhild.

El equinoccio trajo hielo fundido, brotes, flores y hojas, Durante la estación fría Tharasniund había viajado mucho por entre los tervingos y más allá, para hablar en privado con hombres importantes. Durante la primavera permaneció en casa y se ocupó de trabajar sus tierras; y, cada noche, él y Erelieva disfrutaban juntos.

Llegó el día en que gritó con alegría:

—Hemos plantado y recogido, limpiado y reconstruido, ayudado a parir al ganado y lo hemos enviado a los pastos. ¡Tengamos libertad por un tiempo! Mañana nos vamos de caza.

Esa mañana besó a Erelieva frente a todos los hombres que iban a ir con él, antes de saltar a la silla y alejarse. Los perros ladraban, los caballos relinchaban, los cascos golpeaban y los cuernos gemían. Allí donde la carretera bordeaba un bosquecillo y se perdía de vista, se dio la vuelta para saludarla con la mano.

Lo volvió a ver esa tarde, pero era un cuerpo enrojecido.

Los hombres que lo trajeron a la casa, sobre una litera improvisada con una capa atada entre dos lanzas, contaron con voz apagada lo sucedido. Al entrar al bosque que comenzaba a unas millas, encontraron el rastro de un jabalí salvaje y lo siguieron. Larga fue la persecución antes de llegar hasta la bestia. Era grande, de cerdas brillantes y dientes como las hojas de una daga. Tharasmund gritó de alegría. Pero el corazón del jabalí era tan grande corno su cuerpo. No permaneció quieto mientras algunos cazadores descendían y otros lo incitaban a cargar. Atacó inmediatamente. El caballo de Tharasmund gritó, derribado y con el vientre abierto. El jefe cayó con fuerza. El jabalí lo vio y saltó sobre él. Los colmillos rasgaron el cuerpo entre monstruosos gruñidos. La sangre saltaba por todas partes.

Aunque los hombres se apresuraron a matar a la bestia, murmuraron algo de que bien podría haber sido un demonio, o estar poseído… ¿un enviado de Ermanarico o su intrigante consejero Sibicho? Fuese como fuese, las heridas de Tharasrnund eran demasiado profundas para restañar. Apenas tuvo tiempo de levantar la mano para agarrar las de sus hijos.

Las mujeres lloraron en el salón y las casas menores… excepto Ulrica, que permaneció pétrea, y Erelieva, que fue a llorar sola.

Mientras la primera lavaba y preparaba el cadáver, como era su derecho de esposa, los amigos de la segunda se la llevaron a otra parte. No mucho después la casaron con un terrateniente, un viudo cuyos hijos necesitaban una madrastra y que vivía bien lejos de Heorot. Aunque sólo tenía diez años, su hijo Alawin hizo lo que debía hacer un hombre y se quedó. Hathawulf, Solbern y Swanhild le defendieron de la mayor parte del desprecio de su madre, ganándose así el amor eterno de Alawin.

Mientras tanto, la noticia de la muerte de su padre se extendió por todas partes. La gente llenó el salón, donde Ulrica se honró y honró a su hombre. El cuerpo fue traído desde una casa de hielo, donde había descansado ricamente vestido. Liuderis guiaba a los guerreros que lo depositaron en una tumba de troncos a la que llevaron espada, lanza, yelmo, cota, tesoros de oro, plata, ámbar y vidrio y monedas romanas. Hathawulf, hijo de la casa, mató el caballo y el perro que seguirían a Tharasmund por el camino hacia el otro mundo. Un fuego rugía en el santuario de Wodan mientras los hombres acumulaban tierra sobre la tumba hasta que la depresión quedó cubierta y formó una elevación. Después cabalgaron alrededor una y otra vez, golpeando los escudos con las hojas y aullando como el lobo.

Siguió una celebración que duró tres días. El último día apareció el Errante.

Hathawulf le ofreció la silla alta. Ulrica le sirvió vino. En el silencio que había caído sobre toda la reluciente oscuridad, bebió en honor de] fantasma, la Madre Frija y el bienestar de la casa. Después dijo poco. Al cabo de un rato le indicó a Ulrica que se acercase y hablaron en susurros. Los dos abandonaron el salón y buscaron la casa de las mujeres.

La noche caía, de un gris azulado a través de las ventanas abiertas, oscura en la habitación. El frío traía el aroma de las hojas y la tierra, el trino de los ruiseñores, pero a Ulrica le parecían distantes, no de¡ todo reales. La mujer miro durante un rato la tela a medio terminar en el telar.

—¿Qué tejerá Weard a continuación? —preguntó en voz baja.

—Una mortaja —dijo el Errante—, a menos que desvíes la lanzadera por un nuevo camino.

Ella se volvió para mirarlo y contestó, casi en torno de burla:

—¿Yo? Sólo soy una mujer. Es mi hijo Hathawulf el que ahora dirige a los tervingos.

—Tu hijo. Es joven, y ha visto menos mundo que su padre a su edad. Tú, Ulrica, hija de Atanarico, esposa de Tharasmund, tienes conocimiento y fuerza, así como la paciencia que deben adquirir las mujeres. Si lo decides, puedes dar a Hathawulf sabios consejos. Y… está acostumbrado a escucharte.

—¿Y si me caso de nuevo? Su orgullo levantará un muro entre nosotros.

—De alguna forma tengo la sensación de que no lo harás.

Ulrica miró el crepúsculo.

—No, no es mi deseo. Ya he tenido suficiente. —Se volvió hacia el rostro ensombrecido—. Me pedís que permanezca aquí y conserve el poder que pueda tener sobre él y su hermano. Bien, ¿qué debo decirles, Errante?

—Habla con sabiduría. Te será duro tragarte tu orgullo y no buscar vengarte de Ermanarico. Más duro aún será para Hathawulf. Pero seguro que comprendes, Ulrica, que sin el liderazgo de Tharasmund, la enemistad sólo puede terminar de una forma. Haz que tus hijos comprendan que a menos que lleguen a un acuerdo con el rey, esta familia está condenada.

Ulrica guardó silencio mucho tiempo. Al final dijo:

—Tenéis razón y lo haré. —Una vez más sus ojos buscaron los de Carl entre la oscuridad—. Pero será por necesidad, no por deseo. Porque si alguna vez tenemos la oportunidad de hacer daño a Ermanarico, seré la primera en exigirlo. Y nunca nos inclinaremos ante ese trol, ni sufriremos con mansedumbre nuevas desgracias de su mano. —Sus palabras le golpearon como un halcón—. Lo sabéis bien. Vuestra sangre está en mis hijos.

—He dicho lo que debía decir. —Suspiró el Errante. Ahora haz lo que puedas.

Volvieron a la fiesta. Por la mañana se fue.

Ulrica siguió bien el consejo, aunque con amargura. No era fácil la tarea, hacer que Hathawulf y Solbern lo aceptasen. Ellos gritaron palabras referidas al honor y al buen nombre. Ella les dijo que el valor no era lo mismo que la estupidez. Jóvenes, sin preparar, sin las habilidades del liderazgo, simplemente no tenían ninguna esperanza de convencer a suficientes godos para que se rebelasen. Liuderis, al que ella había llamado, la apoyó a disgusto. Ulrica les dijo a sus hijos que no tenían derecho a causar la destrucción de la casa de su padre.

Mejor sería que negociasen, que llevaran el caso ante la Gran Asamblea y aceptaran la decisión si el rey también lo hacía. Los que habían sufrido el daño no eran familiares muy cercanos; sus herederos podrían mejor aprovechar la compensación que les habían ofrecido que la venganza de otros; muchos jefes y terratenientes se alegrarían de que los hijos de Tharasmund hubiesen evitado la división del reino, y en los años posteriores los tratarían con respeto.

—Pero recuerda lo que temía padre —dijo Hathawulf—. Si cedemos ante Ermanarico, hará más presión.

Ulrica apretó los labios.

—No he dicho que debáis permitir tal cosa—contestó—. No, si lo intenta, ¡entonces por el Lobo de Tiwaz, sabrá lo que es pelear! Pero mi esperanza es que sea demasiado sagaz. Se contendrá.

—Hasta tener el poder para destruirnos.

—Oh, eso llevará tiempo, y mientras tanto, claro está, nosotros buscaremos con calma nuestra propia fuerza. Recordad, sois jóvenes. Si no sucede nada más, le sobreviviréis. Pero podría ser que no necesitaseis esperar tanto tiempo. A medida que envejezca.

De esa forma, día a día, semana a semana, Ulrica calmó a sus hijos hasta que se sometieron a sus deseos.

Randwar los llamó cuervos traicioneros. Casi hubo golpes. Swanhild se arrojó entre 61 y sus hermanos.

—¡Sois amigos! —gritó.

No podían hacer más que recorrer el camino hacia una especie de calma.

Más tarde Swanhild consoló a Randwar. Ella y él paseaban juntos por un camino en el que crecían moras, los árboles buscaban y atrapaban la luz del sol y los pájaros cantaban. Ella tenía el pelo largo y dorado, sus ojos eran grandes y azules como el cielo engarzados sobre un rostro delicado y se movía como un cervatillo.

—¿Siempre tienes que estar triste? —preguntó—. Este día es demasiado hermoso para eso.

—Pero ellos, los que me criaron —dijo Randwar con voz entrecortada—, yacen sin ser vengados.

—Estoy segura de que saben que te encargarás de eso en cuanto puedas, y serán pacientes. Tienen hasta el fin del mundo, ¿no? Vas a ganarte un nombre que hará que ellos también sean recordados; espera y verás… ¡Mira, mira! ¡Mariposas! ¡La puesta de sol está viva!

Aunque Randwar ya nunca más reveló a Hathawulf y Solbern lo que le pasaba por el corazón, volvió a llevarse bien con ellos. Después de todo, eran los hermanos de Swanhild.

Hombres que sabían hablar diplomáticamente recorrieron el camino entre Heorot y el rey. Ermanarico los sorprendió aceptando más que antes. Era como si sintiese, después de que su oponente Tharasmund hubiese desaparecido, que podía permitirse algo más de generosidad. No estaba dispuesto a pagar doble compensación, porque sería admitir que había hecho algo mal. Sin embargo, dijo, si aquellos que sabían dónde estaba escondido el tesoro lo llevaban a la siguiente Gran Asamblea, él dejaría que los representantes decidiesen quién era su dueño.

Ése fue el acuerdo. Pero mientras se realizaba el regateo, Hathawulf, guiado por Ulrica, hizo que otros hombres hiciesen una ronda, y el mismo habló con muchos propietarios, Así fue hasta la reunión posterior al equinoccio de otoño.

En ella el rey defendió su derecho al tesoro. Era una costumbre antigua, dijo, que cualquier cosa de valor que un hombre fiel pudiese ganar mientras luchaba al servicio de su señor fuese para ese señor, que repartiría el botín entre aquellos que se lo mereciesen o cuyo favor necesitase. En caso contrario, la guerra se convertiría en una lucha de cada soldado para sí mismo; la fuerza del grupo se reduciría, ya que la avaricia podía más que la gloria; las tropas se dedicarían a luchar por el botín. Embrica y Fritla lo sabían bien, pero prefirieron no obedecer la ley.

Después, tomaron la palabra representantes que Ulrica había escogido, para asombro del rey. No había esperado que fuesen tantos.

En formas diferentes, defendieron la misma idea. Sí, los hunos y sus vasallos alanos eran enemigos de los godos. Pero ese año Ermanarico no había luchado contra ellos. El ataque fue un acto que Embrica y Fritla habían realizado por sí solos, como si de una empresa comercial se tratara. Habían ganado con justicia el tesoro y era suyo.

La discusión fue larga y acalorada, tanto en la sala del consejo como en las casetas levantadas fuera, en el campo. Aquello era más que una cuestión de ley; se trataba de decidir qué voluntad debía prevalecer. Las palabras de Ulrica, en boca de sus hijos y sus mensajeros, habían convencido a muchos hombres de que, aunque Tharasmvlnd se hubiese ido —sí, porque Tharasinund se había ido—, sería mejor reprender al rey.

No todos estaban de acuerdo o no se atrevían a decir que lo estaban. Por tanto, al final los godos votaron por dividir el tesoro en tres partes iguales, una para Ermanarico, y una para cada hijo de Embrica y Fritla. Como los hombres del rey habían matado a esos hijos, los dos tercios serían para Randwar el adoptado. De la noche a la mañana, se hizo rico.

Ermanarico se fue lívido y mudo de la reunión. Pasó mucho tiempo antes de que alguien reuniese el coraje para hablar con él. Sibicho fue el primero. Se lo llevó a un lado y hablaron durante horas. Lo que dijeron nadie lo oyó; pero después Ermanarico se manifestó de mejor humor.

Cuando llegaron las noticias a Heorot, Randwar murmuró que si la comadreja se sentía feliz eso era malo para los pájaros. Pero el resto del año transcurrió en paz.

Al verano siguiente, que también había sido tranquilo, sucedió algo extraño. El Errante apareció en el camino del oeste, corno hacía siempre. Liuderis guió a los hombres para recibirlo y escoltarlo.

—¿Cómo está Tharasmund y su pueblo? —dijo el recién llegado.

—¿Qué? —contestó Liuderis asombrado—. Tharasmund está muerto, señor. ¿Lo habéis olvidado? Vos mismo estuvisteis en su funeral.

El Gris se detuvo apoyándose en su lanza como un hombre aturdido. De pronto, para los otros, el día parecía menos cálido y soleado.

—Cierto —dijo al fin, casi demasiado bajo—. Me he confundido. —Agitó los hombros, miró a los jinetes y dijo con voz más alta—. He tenido muchas cosas en la cabeza. Disculpadme, pero me parece que en esta ocasión no podré estar con vosotros. Dadles mis saludos. Os veré más tarde. —Se dio la vuelta y se alejó por el mismo camino por el que había venido.

Los hombres lo miraron fijamente, asombrados, e hicieron gestos para alejar los malos augurios. Un poco después, un vaquero vino a la casa y contó que el Errante se había encontrado con él en un prado y le había interrogado durante mucho tiempo sobre la muerte de Tharasmund. Nadie sabía lo que aquello podía indicar, pero una sirviente cristiana dijo que el hecho demostraba que los antiguos dioses tenían cada vez menos fuerza y se desvanecían.

En cualquier caso, los hijos de Tharasmund recibieron al Errante con deferencia cuando regresó en otoño. No se atrevieron a preguntar cual había sido el problema en la ocasión anterior. Por su parte, se manifestaba más abierto que antes y, en lugar de un día o dos, se quedó un par de semanas. La gente comentó la atención que prestaba a los jóvenes hermanos, Swanhild y Alawin.

Claro está, era con Hathawulf y Solbern con los que hablaba en serio. Los animó a que uno de ellos o los dos fuesen al oeste al año siguiente, como su padre había hecho en su juventud.

—Os servirá bien conocer los países romanos y cultivar la amistad de los visigodos —dijo—. Yo mismo puedo acompañaros para guiaros, daros consejo y hacer de intérprete.

—Me temo que no podemos —contestó Hathawulf—. Todavía no. Los hunos son cada vez más fuertes y atrevidos. Han empezado a atacar otra vez nuestras granjas. Por poco que nos guste, debemos admitir que el rey Ermanarico tiene razón cuando anuncia guerra para la llegada del verano; y Solbern y yo no nos quedaremos atrás.

—No —dijo su hermano—, y no sólo por el honor. Hasta ahora el rey ha contenido su ruano, pero no es ningún secreto que no nos tiene aprecio. Si nos ganamos fama de cobardes y reticentes, y luego se produce una amenaza, ¿quien se atrevería o querría luchar de nuestro lado?

El Errante pareció más triste por eso que por lo que aparentemente esperaba. Al fin dijo:

—Bien, Alawin cumplirá doce años… demasiado joven para ir con vosotros, pero lo suficientemente mayor para venir conmigo. Dejadle.

Eso lo consintieron, y Alawin enloqueció de alegría. Viéndole dar volteretas por el suelo, el Errante agitó la cabeza y murmuró:

—Cómo se parece a Jorith. Pero claro, desciende de ella por ambas partes. —Con brusquedad, le dijo a Hathawulf—: ¿Cómo os lleváis, él, Solbern y tú?

—Muy bien —dijo el jefe guerrero, tomado por sorpresa—. Es un buen chico.

—¿Nunca os peleáis con él?

—Oh, no más de lo que de vez en cuando obliga su imprudencia. —Hathawulf se acarició su joven barba sedosa—. Sí, nuestra madre no le aprecia. Siempre ha sido muy rencorosa. Pero a pesar de lo que digan algunos tontos, no domina a sus hijos. Si su consejo nos parece sabio, lo seguirnos. Si no, pues no.

—Aferraos al amor que sentís entre vosotros —pareció pedir el Errante, más que aconsejar u ordenar—. Algo muy raro en este mundo.

Cumpliendo su promesa, volvió en primavera. Hathawulf le había preparado vestimenta adecuada a Alawin, caballos, un séquito y oro y pieles para comerciar. El Errante mostró los preciosos regalos que llevaba, que les ayudarían a ganar una buena posesión durante el viaje. Recogiéndose las mangas, abrazó a los dos hermanos y a la hermana.

Durante mucho tiempo miraron cómo se alejaba la caravana. Alawin parecía tan pequeño y su pelo agitado tan brillante, en comparación con la silueta gris y azul que cabalgaba a su lado. No manifestaron lo que pensaban. cómo una visión tan lejana recordaba que Wodan era el dios que guiaba las almas de los muertos.

Pero al cabo de un año todos volvieron con buena salud. Los miembros de Alawin se habían alargado, su voz era más profunda y estaba lleno de lo que había visto, oído y hecho.

Hathawulf y Solbern tenían noticias menos agradables. La guerra contra los hunos del verano anterior no había ido muy bien. Unos jinetes siempre terribles por su destreza y estribos, los hunos habían aprendido a moverse bajo el estricto control de un líder astuto. No habían derrotado a los godos en ninguna de la batallas que libraros, pero habían ocasionado grandes pérdidas, y no podía decirse que hubiesen sido derrotados. Reducidas por los ataques sorpresa, el hambre y la falta de botín, las tropas de Ermanarico al final tuvieron que retirarse por los interminables prados. No lo intentaría de nuevo este año; no podía.

Por tanto, era un alivio escuchar a Alawin noche tras noche mientras la gente se reunía para beber. Las fabulosas regiones de Roma despertaban los sueños. Sin embargo, parte de lo que contó hizo que Hathawulf y Solbern fruncieran el ceño, causó perplejidad en Randwar y Swanhild y despertó las miradas furiosas de Ulrica. ¿Por qué el Errante había viajado como lo había hecho?

No había llevado primero al grupo a Constantinopla por mar, como hiciera con Tharasmund. En lugar de eso, habían viajado por tierra hasta territorio visigodo, donde se quedaron durante meses. Habían presentado sus respetos al pagano Atanarico, pero permanecieron mas tiempo en la corte de] cristiano Fritigerno. Cierto, no sólo este último era mas joven sino que tenía mayor número de hombres bajo su mando, aunque Atanarico seguía hostigando a los cristianos que vivían en las zonas que él controlaba.

Cuando al final el Errante consiguió permiso para pasar al Imperio y cruzó el Danubio para entrar en Mesia, una vez más pasó el tiempo entre los godos cristianos, en el asentamiento de Ulfilas, y animó a Alawin a hacer amigos también allí. Más tarde el grupo visitó Constantinopla, pero no durante mucho tiempo. El Errante pasó gran parte de ese periodo explicando al joven las costumbres romanas. A finales del otoño volvieron al norte y pasaron el invierno en la corte de Fritigerno. El vísigodo pretendía que se bautizara, y Alawin lo hubiese hecho después de ver las iglesias y otros edificios majestuosos en el viaje. Al final se negó, pero con amabilidad, explicando que no podía enfrentarse a sus hermanos. Fritigerno lo aceptó bien, y se limitó a decir:

—Que pronto llegue el día en que las cosas cambien para ti.

Llegada la primavera, habiéndose secado el lodo en los caminos, el Errante llevó a casa al joven y a los hombres. No se quedó allí.

Ese verano Hathawulf se casó con Anslaug, hija del jefe Taifal. Ermanarico había intentado evitar esa unión.

Poco después, Randwar buscó a Hathawulf y le preguntó si podían hablar a solas. Ensillaron un par de caballos y cabalgaron hasta los pastos. Era un día de viento y floración a lo largo de millas de hierba leonada. Las nubes se apresuraban blancas por la inmensidad; sus sombras corrían por el mundo. El ganado pastaba en grupos dispersos. Los pájaros saltaban del suelo y en lo alto se agitaba un halcón. La frialdad del aire estaba veteada de tierra cocida por el sol y aroma de flores.

—Creo saber lo que quieres —dijo Hathawulf con sagacidad.

Randwar se pasó una mano por el pelo rojo.

—Sí. A Swanhild como esposa.

—Humm. Parece gustarle tenerte cerca.

—¡Nos tendremos mutuamente! —gritó Randwar. Recuperó la compostura—. Te iría bien a ti. Soy rico; y anchos campos en barbecho me esperan, en la tierra de los greutungos.

Hathawulf frunció el ceño.

—Eso está muy lejos, Aquí podemos defendernos juntos.

—Allí me recibirán con alegría muchos terratenientes. No perderás un compañero, ganarás un aliado.

Aun así Hathawulf se resistió, hasta que Randwar dijo:

—Sucederá de todas formas. Nuestros corazones lo han decidido. Mejor que sigas los deseos de Weard.

—Siempre has sido imprudente —dijo el jefe guerrero, no sin amabilidad, aunque la inquietud se distinguía en su tono—. Tu creencia de que los meros sentimientos entre un hombre y una mujer son suficientes para construir un buen matrimonio no dice mucho de tu juicio. Dejado a tu propia voluntad, ¿qué cosas poco sabias podrías hacer?

Randwar abrió la boca. Antes de que tuviera tiempo de enfadarse, Hathawulf le puso una mano en el hombro y siguió hablando, mientras sonreía con algo de tristeza:

—No pretendía insultarte. Sólo quiero que lo pienses dos veces. No está en tu naturaleza, lo sé, pero te pido que lo intentes. Por Swanhild.

Randwar demostró que podía contener su lengua.

Cuando regresaron, Swanhild corrió al patio. Agarró la rodilla de su hermano. Soltó en torrente su impaciencia:

—Oh, Hathawulf, está bien, ¿no? Dijiste que sí, sé que lo hiciste. Nunca me has hecho tan feliz.

El resultado fue una gran fiesta de bodas que agitó y estremeció Heorot aquel otoño. Para Swanhild sólo había una sombra, que el Errante se encontrase en otro lugar. Ella había dado por hecho que él la bendeciría a ella y a su hombre. ¿No era él el Guardián de su familia?

Mientras tanto, Randwar envió hombres al este a sus posesiones. Levantaron una nueva casa donde había estado la de Embrica y la acondicionaron bien. La joven pareja viajó hasta allí en espléndida compañía. Swanhild atravesó el umbral con aquellas ramas de hoja perenne que traían la bendición de Frija; Randwar dio una fiesta para los vecinos, y allí se establecieron.

Pero pronto, a pesar de lo mucho que amaba a su esposa, partía a menudo durante días. Recorría el país de los greutungos para conocer a sus habitantes. Cuando un hombre le parecía del temperamento adecuado, Randwar se lo llevaba aparte y hablaban de otras cosas además del ganado, el comercio y los hunos.

En un día oscuro antes del solsticio, cuando unos pocos copos de nieve caían sobre la tierra congelada, los perros ladraron fuera del salón. Randwar cogió una lanza de la puerta y salió a ver qué sucedía. Dos fuertes granjeros lo siguieron, igualmente armados. Pero cuando reconoció la alta silueta que caminaba por su patio, Randwar clavó el arma y gritó:

Hail! ¡Bienvenido!

Al oír que no había peligro, Swanhild salió corriendo. Sus ojos y pelo, bajo un pañuelo de esposa, y el vestido blanco que acariciaba su agilidad eran lo único brillante alrededor. Habló con alegría:

—¡Oh, Errante, querido Errante, bienvenido!

Él se acercó hasta que ella pudo ver bajo el sombrero y se llevó la mano a los labios.

—Pero estáis lleno de congoja —dijo alterada—. ¿No es así? ¿Qué pasa?

—Lo siento —contestó con palabras pesadas como piedras—. Algunas cosas deben permanecer en secreto. Me mantuve apartado de vuestra boda porque no podía llevar la tristeza. Ahora… Bien, Randwar, he recorrido un camino agitado. Déjame tornar algo caliente y recordar viejos tiempos.

Algo de su viejo interés se manifestó esa noche cuando un hombre cantó un poema sobre la última campaña en tierra de los hunos. A cambio él contó nuevas historias, aunque con menos ánimo que antaño, como si tuviese que obligarse a hacerlo. Swanhild suspiraba de felicidad.

—No puedo esperar a que mis hijos puedan oíros —dijo, aunque todavía no esperaba a ninguno. Se asustó un poco al ver que él se estremecía.

Al día siguiente se alejó con Randwar. Pasaron horas a solas. Más tarde el greutungo le dijo a su mujer:

—Me advirtió una y otra vez de¡ odio que Ermanarico siente por nosotros. Aquí estamos, en medio de la región tribal del rey sin fuerza firme mientras nuestra fortuna siga atrayéndolo con su brillo. Quería que retirásemos las empalizadas y nos trasladásemos pronto, muy lejos, hasta el oeste de la tierra de los godos. Claro está, no puedo. Ya he estado sondeando a los hombres sobre la posibilidad de unirnos contra el rey para resistir su autoritarismo y, si es necesario, luchar. El Errante dijo que no podía esperar mantenerlo en secreto y que era una locura.

—¿Qué contestaste a eso? —preguntó ella un tanto asustada.

—Dije que los godos libres tienen el derecho a abrir sus mentes unos a otros. Y dije que mis padres adoptivos nunca habían sido vengados. Si los dioses no hacen justicia, deben hacerla los hombres.

—Deberías escucharlo. Sabe más de lo que llegaremos a saber nosotros.

—Bien, no voy a ser imprudente. Esperaré mi oportunidad. Puede que no se necesite más. Los hombres a menudo mueren antes de su tiempo; si lo hacen hombres buenos como Tharasmund, ¿por qué no los malvados como Ermanarico? No, querida, nunca huiremos de éstas nuestras tierras, que pertenecen a nuestros hijos por nacer. Por tanto, debemos prepararnos para defenderlas, ¿no? —Randwar se abrazó a Swanhild—. Vamos —rió—, empecemos por encargarnos de esos hijos.

El Errante no podía cambiar su decisión y, al cabo de unos días, dijo adiós.

—Creo… —vaciló—. No puedo… ¡Oh, niña, te pareces tanto a Jorith! —La abrazó, la besó, la soltó y se alejó. Con asombro, la gente lo oyó llorar.

Pero entre los tervingos se presentó férreo. Mucho tiempo pasó allí en los meses siguientes, tanto en Heorot como entre los terratenientes, hombres libres o campesinos, trabajadores y marineros.

Incluso viniendo de él, lo que les conminaba a hacer era algo que no podían aceptar con rapidez. Quería que tuviesen lazos más estrechos con el oeste. No sólo iban a ganar por el incremento del comercio. Si les atacaba algún enemigo —digamos, por ejemplo, los hunos entonces tendrían un lugar al que ir. Al verano siguiente, debían enviar hombres y bienes a Fritigerno, que los protegería; y que conservasen barcos, carruajes, herramientas y comida a la espera; y que muchos de ellos aprendiesen sobre las tierras intermedias y cómo atravesarlas con seguridad.

Los ostrogodos estaban sorprendidos y murmuraban entre sí. Dudaban de un crecimiento rápido del comercio con tales distancias, y por tanto no tenían demasiados deseos de arriesgar trabajo y dinero. Y en cuanto a abandonar sus hogares, eso era impensable. ¿Decía la verdad el Errante? Y de todas formas, ¿quién era? En ocasiones lo trataban como un dios, y parecía llevar allí mucho tiempo; pero él mismo no se definía como tal. Podía ser un trol, un hechicero, o —decían los cristianos— un demonio enviado para tentar a los hombres. O simplemente la edad podría estar volviéndolo tonto.

El Errante siguió con su plan. Algunos de los que lo escucharon encontraron sus palabras dignas de mayor consideración; y a algunos jóvenes los enardeció. Entre estos últimos se encontraba Alawin de Heorot… aunque Hathawulf se volvió pensativo y Solbern se apartó.

El Errante recorrió de un lado a otro la tierra, hablando, planeando, ordenando. Para el equinoccio de otoño ya tenía una base de lo que quería. Oro, bienes y hombres para cuidarlos se encontraban ya en el trono de Fritigerno al oeste; Alawin iría allí al año siguiente, para conseguir mas comercio, sin que importase su juventud; en Heorot y otras muchas casas los ocupantes partirían inmediatamente en caso necesario.

—Os habéis agotado por nosotros —le dijo Hathawulf al final de su último día en el salón—. Si sois uno de los Anses, entonces no son infatigables.

—No —susurró el Errante—. Ellos también perecerán en la destrucción del mundo.

—Pero seguro que eso queda muy lejos en el tiempo.

—Un mundo tras otro han caído en ruinas desde siempre, hijo milo, y lo seguirán haciendo en los años y miles de años por venir. He hecho por ti lo que he podido.

Anslaug, la mujer de Hathawulf, entró para despedirse. De su pecho mamaba su primer nacido. La mirada del Errante se dirigió al pequeño.

—Aquí está el mañana —susurró.

Nadie comprendió lo quería decir. Pronto se alejaba, él y su lanza bastón, por un camino en el que las últimas hojas caídas volaban empujadas por un viento frío.

Y poco después de eso llegó la terrible noticia a Heorot.

Ermanarico el rey había dicho que tenía la intención de hacer una incursión en tierras de los hunos. No sería una guerra formal, como las que habían fracasado hasta entonces. Por tanto no pidió tropas, sino sólo su guardia, varios cientos de guerreros que conocía bien y sabía fieles. Con un golpe rápido y ágil podrían matar gran parte de su ganado. Con suerte, podrían pillar por sorpresa dos o tres de sus campamentos. Los godos asintieron cuando la noticia llegó a sus casas. Con cuervos más gordos en el este y la sucia escoria de la estepa reducida quizá podrían retirarse al lugar donde habían nacido.

Pero cuando hubo reunido a sus tropas, Ermanarico no partió inmediatamente. De pronto, allí estaba, en el salón de Randwar, mientras que los hogares de los amigos de Randwar ardían en llamas de horizonte a horizonte.

La lucha fue breve, tal era la fuerza que el rey había hecho caer sin avisar sobre un joven. Empujado, con las manos atadas a la espalda, Randwar salió a su patio. La sangre le corría por el cráneo. Había matado a tres de los que habían venido por él, pero las órdenes eran capturarlo con vida, y ellos le dieron con palos y mangos hasta que cayó.

Era una tarde triste, en la que el viento gemía. El humo se mezclaba con el sonido de la destrucción. La puesta de sol se consumía. Unos pocos defensores muertos yacían sobre las piedras. Swanhild se encontraba entumecida en manos de dos guerreros, cerca de Ermanarico que no había desmontado. Era como si ella no entendiese lo sucedido, como si nada fuese real excepto el niño que llevaba en el vientre.

Los hombres del rey llevaron a Randwar a su presencia. Miró al prisionero.

—Bien —dijo—, ¿qué tienes que decir en tu defensa?

Randwar habló con dificultad, aunque mantenía la cabeza erguida.

—Que no ataqué por sorpresa a alguien que no me había hecho nada.

—Bien, veamos. —Los dedos de Ermanarico peinaron una barba que se estaba volviendo blanca—. Bien, veamos. ¿Está bien conspirar contra tu señor? ¿Está bien moverse con sigilo para atacar?

—Yo… no he hecho nada de eso… no haría sino preservar el honor y la libertad… de los godos… —La garganta seca de Randwar no podía sacar más.

—¡Traidor! —gritó Ermanarico, y lanzó una larga invectiva. Randwar permaneció caído, como si no oyese nada.

Cuando Ermanarico se dio cuenta, se detuvo.

—Basta —dijo—. Colgadlo del cuello y abandonadlo a los cuervos, como a un ladrón.

Swanhild gimió y se resistió. Randwar le dirigió una mirada empañada antes de enfrentarse al rey y decir:

—Si me cuelgas, tengo a Wodan por antepasado. Él… me vengará…

Ermanarico lanzó una patada y golpeó a Randwar en la boca.

—¡Colgadlo!

De un cobertizo salía una viga en voladizo. Los hombres ya habían pasado una cuerda por ella.

Pusieron el lazo alrededor del cuello de Randwar, lo colgaron en lo alto y ataron la cuerda con rapidez. Se resistió mucho en el aire antes de colgar libre al viento.

—¡Sí, el Errante te matará, Ermanarico! —rugió Swanhilcl—. ¡Te maldigo como viuda, asesino, y lanzo a Wodan contra ti! ¡Errante, llevadlo a la caverna más oscura del infierno!

Los greutungos se estremecieron, hicieron gestos y sacaron talismanes. El propio Ermanarico mostró inquietud. Sibicho, subido a un caballo a su lado, dijo:

—¿Llama a sus antepasados brujos? ¡No permitáis que viva! ¡Que la tierra se purifique de la sangre que lleva!

—Sí —dijo Ermanarico recuperando la voluntad. Dictó sus órdenes.

El miedo más que otra cosa hizo correr a los hombres. Los que sostenían a Swanhild la abofetearon hasta que se tambaleó y la patearon en medio de¡ patio. Ella yacía aturdida sobre las piedras. Los jinetes se reunieron a su alrededor, forzando a los caballos, que relinchaban y se resistían.

Cuando se retiraron, no quedaba más que una masa roja y trozos blancos.

Cayó la noche. Ermanarico festejó con sus tropas la victoria en el salón de Randwar. Por la mañana encontraron el tesoro y se lo llevaron. La cuerda gemía allí donde Randwar colgaba sobre lo que había sido Swarihild.

Ésas fueron las noticias que los hombres llevaron a Heorot. Se habían apresurado a enterrar a los muertos. La mayoría no se atrevió a hacer más, pero unos cuantos greutungos sentían deseos de venganza, como todos los tervingos.

La furia y la pena dominaron a los hermanos de Swanhild. Ulrica se portaba con mayor frialdad, encerrada en sí misma. Pero cuando preguntaron qué podían hacer, incluso aunque otras tribus habían llegado desde lejos… ella se los llevó a un lado y hablaron hasta que cayó la impaciente noche.

Los tres entraron en el salón. Dijeron lo que habían decidido. Mejor atacar inmediatamente. Cierto, el rey lo esperaría, y mantendría la guardia cerca durante un tiempo. Sin embargo, por lo que habían dicho los testigos que la habían visto pasar, no era mucho mayor que la que ahora ocupaba el salón. Un ataque sorpresa de hombres valientes podría derrotarla. Esperar daría a Ermanarico tiempo y sin duda, contaba con el tiempo necesario para aplastar a todos los godos del este que eran libres.

Los hombres rugieron su disposición. El joven Alawin se unió a ellos. Pero de pronto la puerta se abrió, y allí estaba el Errante. Severamente ordenó al último hijo de Tharasmund que esperase allí, antes de volver a la noche y al viento.

Firmes, Hathawulf, Solbern y sus hombres cabalgaron al amanecer.

1935

Fui a casa para estar con Laurie. Pero, al día siguiente, cuando regresé después de un largo paseo, no me estaba esperando. En su lugar, Manse Everard se levantó de mi sillón. Su pipa había vuelto acre y neblinoso el aire.

—¿Eh? —fue cuanto pude decir.

Se acercó. Sentí sus pisadas. Tan alto como yo y con más peso, parecía elevarse por encima de mí. Su expresión era neutra. La ventana que tenía a la espalda lo enmarcaba contra el cielo.

—Laurie está bien —dijo maquinalmente—. Le pedí que saliese. Esto ya será problemático sin que ella esté presente para sentirse herida y afectada.

Me cogió por el hombro.

—Siéntate, Carl. Ha sido duro, eso está claro. Pretendías tomarte unas vacaciones, ¿no?

Me arrojé sobre el asiento y miré la alfombra.

—Tengo que hacerlo —murmuró. Oh, ataré los cabos sueltos, pero primero… Dios, ha sido terrible…

—No.

—¿Qué? —Levanté la vista. Me miraba desde arriba, con los pies separados, los puños en la cintura, haciéndome sombra—. Ya te lo he dicho, no puedo seguir.

—Puedes y lo harás —gruñó—. Volverás conmigo a la base. Inmediatamente. Has tenido una noche de sueño. Bien, eso es todo lo que tendrás hasta que esto acabe, Ni tampoco tranquilizantes. Tendrás que sentirlo todo intensamente mientras sucede. Tendrás que estar completamente alerta. Además, no hay nada como el dolor para enseñar de forma permanente una lección. Y quizá más importante: si no dejas que el dolor salga, de la forma en que la naturaleza lo pretendía, nunca te librarás de él. Serás un hombre perseguido. La Patrulla merece algo mejor. Y también Laurie. E incluso tú mismo.

—¿De qué hablas? —pregunté mientras el horror se levantaba a mi alrededor.

—Tienes que terminar lo que empezaste. Cuanto antes, mejor, por ti sobre todo. ¿Qué vacaciones podrías tener si supieses lo que te espera? Te destruiría. No, haz el trabajo inmediatamente, que quede atrás en tu línea de mundo; luego podrás descansar y empezar a recuperarte.

Agité la cabeza, no como negativa sino confundido.

—¿Lo he hecho mal? ¿Cómo? Presenté mis informes regularmente, Si me estaba desviando de nuevo, ¿por qué no me llamó ningún oficial para que me explicase?

—Eso es lo que hago, Carl. —Algo de amabilidad tiñó la voz de Everard. Se sentó frente a mí y ocupó las manos con la pipa.

»Los bucles causales a menudo son cosas muy sutiles —dijo. A pesar del tono suave, la frase captó toda mi atención. Asintió—. Si. Aquí tenemos uno. El viajero en el tiempo se convierte en la causa de los mismos sucesos que va a investigar o tratar de alguna otra forma.

—Pero… no, Manse, ¿cómo? —protesté—. No he olvidado los principios, no los olvidé en el campo o en cualquier otro sitio. Cierto, me convertí en parte del pasado, pero una parte que encajaba con lo que ya estaba allí. Ya lo discutimos en la investigación… y corregí los errores que estaba cometiendo.

El encendedor de Everard produjo un sorprendente ruido en la habitación.

—He dicho que pueden ser muy sutiles —repitió—. Examiné con mayor profundidad el caso por una corazonada, una sensación incómoda de que algo no iba bien. Representaba mucho más que leer tus informes…, que, por cierto, son satisfactorios. Simplemente son insuficientes. No por tu culpa. Incluso con mucha experiencia a las espaldas, probablemente no hubieses apreciado las consecuencias por estar tan íntimamente implicado en los acontecimientos. Yo tuve que sumergirme en ese entorno, y recorrerlo de un extremo a otro, antes de que la situación se me presentase con claridad.

Chupó con fuerza la pipa.

—Los detalles técnicos no importan —siguió diciendo—. Básicamente, tu Errante cobró más fuerza de lo que habías previsto. Resulta que de los poemas, historias y tradiciones que fluyen de esos siglos transmutando, cruzándose, influyendo en otras gentes, en gran parte te tienen a ti como fuente, no al Wedan mítico, sino a la persona físicamente presente, tú.

Había previsto aquello y presenté mi defensa.

—Un riesgo calculado desde el principio —dije—. No es raro. Si se produce una retroalimentación como ésa tampoco es un desastre. Lo que mi equipo busca no son más que palabras, orales y literarias. Su inspiración original no importa. Ni tampoco afecta a la historia subsecuente… sí o no durante un tiempo allí había un hombre que algunos individuos tomaron por uno de sus dioses… siempre que el hombre no se aprovechase de su posición —vacilé—. ¿Cierto?

Él cortó mis vanas esperanzas.

—No necesariamente. Ciertamente no en este caso. Un bucle causal incipiente es siempre peligroso, ya lo sabes. Puede producir una resonancia y los cambios históricos que produzca multiplicarse de forma catastrófica. La única forma de hacer que sea seguro es cerrarlo. Cuando la serpiente Ouroboros se muerde su propia cola no puede morder nada más.

—Pero… Manse, dejé a Hathawulf y Solbern camino de su muerte… Cierto, confieso que intenté evitarlo, suponiendo que no importaba para la humanidad como un todo. Fracasé. Incluso en algo tan minúsculo el continuo era demasiado rígido.

—¿Cómo sabes que fracasaste? Tu presencia a lo largo de las generaciones, el venerable Wodan, hizo más que poner tus genes en su familia. Dio corazón a sus miembros, los inspiró para ser grandes. Ahora al final la batalla contra Ermanarico parece fácil. Dada su convicción de que Wodan está de su lado, los rebeldes bien podrían ganar.

—¿Qué? Pretendes decir… ¡Oh, Manse!

—No deben ganar —dijo.

La agonía se hizo más intensa.

—¿Por qué no? ¿A quién le importará dentro de unas décadas, y menos aún un milenio y medio después?

—A ti y a tus colegas —declaró implacable pero compasivo—. Pretendías investigar las raíces de una historia específica sobre Hamther y Sorli, ¿recuerdas? Sin mencionar a los poetas de las Eddas y los escritores de sagas que te preceden, y Dios sabe cuántos narradores antes que ellos, afectados de una forma pequeña que podría dar un resultado final muy grande. Pero especialmente Ermanarico es una figura histórica, importante en su época. La fecha y forma de su muerte forman parte de la historia. Lo que vino inmediatamente después agitó al mundo.

»No, no se trata de una ligera conmoción en la corriente del tiempo. Esto es un vórtice en formación. Tenemos que detenerlo. Y la única forma es completando el bucle causal, cerrando el anillo.

Mis labios formaron el inútil e innecesario «¿Cómo?», que la garganta y lengua no pudieron articular.

Everard dictó mi sentencia:

—Lo siento más de lo que imaginas, Carl. Pero la Saga volsunga cuenta que Hamther y Sorli casi ganaron, pero que, por razones desconocidas, Odín apareció y los traicionó. Y él eras tú, No podía ser nadie más que tú.

372

La noche había caído tarde. La luna, aunque casi llena, seguía oculta. Las estrellas arrojaban su brillo sobre colinas y bosques, donde yacían las sombras. El rocío empezaba a relucir sobre las piedras. El aire estaba frío y quieto excepto por el retumbar de los cascos al galope. Brillaban yelmos y lanzas, elevándose y ocultándose como olas bajo una tormenta.

En el mayor de sus salones, el rey Ermanarico bebía con sus hijos y la mayoría de sus guerreros. Los fuegos ardían, silbaban y chasqueaban en sus fosos. La luz de las lámparas brillaba entre el horno. Cornamentas, pilotes, tapices y tallas parecían moverse frente a las paredes y columnas, como hacía la oscuridad.

En los brazos y alrededor de los cuellos relucía el oro; los vasos entrechocaban y las voces sonaban fuertes. Los esclavos iban de un lado para otro sirviendo. Por encima, las tinieblas fluían sobre las vigas y llenaban el techo.

Ermanarico estaba feliz. Sibicho le daba la lata:

—Señor, no deberíamos entretenernos. Os lo concedo, un ataque directo contra el jefe guerrero de los tervingos sería peligroso, pero podemos empezar inmediatamente a minar sus apoyos en su tribu.

—Mañana, mañana —dijo el rey con impaciencia—. ¿No te cansas nunca de los complots y los trucos? Esta noche pertenece a la apetitosa doncella esclava que compré…

Fuera resonaron los cuernos. Un hombre apareció tambaleándose por la entrada del edificio. Tenía la cara cubierta de sangre.

—Enemigos… ataque… —Un rugido apagó su grito.

—¿A esta hora? —gimió Sibicho—. ¿Y por sorpresa? Deben de haber matado a los caballos para llegar hasta aquí… sí, y deben de haber matado por el camino a todo el que pudiese ir más rápido…

Los hombres saltaron de los bancos y fueron en busca de las cotas y las armas. Como estaban apiladas en la habitación de entrada, ésta se lleno inmediatamente de cuerpos. Se lanzaron juramentos y se levantaron puños. Los guardias que habían permanecido armados se apresuraron a formar una defensa frente al rey y su familia. Ermanarico siempre mantenía a un grupo bien armado.

En el patio, los guerreros reales dieron la vida para que sus compañeros del interior se preparasen. Los recién llegados cayeron sobre ellos en sobrecogedor número. Las hachas tronaban, las espadas chocaban, los cuchillos y las lanzas se hundían. Con la presión, los hombres heridos no se derrumbaban inmediatamente; los que lo hacían no volvían a levantarse.

A la cabeza del asalto, un joven gritó:

—¡Wodan está con nosotros! ¡Wodan, Wodanl. ¡Ahl. —Su espada volaba asesina.

Los defensores equipados apresuradamente se dispusieron a defender la puerta principal. El enorme joven fue el primero en atacarlos. A derecha e izquierda, los que lo seguían embistieron, golpearon, clavaron, patalearon, empujaron, rompieron la línea y pasaron por encima de los restos.

A medida que la vanguardia entraba en la sala principal, los soldados sin armar retrocedían. Los atacantes se detuvieron, jadeando, cuando su líder gritó:

—¡Esperad a los demás!

En el interior se apagó el sonido de la batalla, que proseguía en el exterior.

Ermanarico se sentó en la silla alta y miró por encima de los cascos de sus guardias.

—Hathawulf Taharsmundsson, ¿qué nueva traición planeas? —lanzó al otro lado del salón.

El tervingo levantó en alto la espada chorreante.

—Hemos venido a limpiar la tierra de tu presencia —gritó.

—Ten cuidado. Los dioses odian a los traidores.

—Sí —contestó Solbern a la altura de su hermano—, esta noche Wodan te llevará, a ti que rompes los juramentos, y maldita es la casa a la que De llevará.

Entraron más invasores; Liuderis los dispuso en formación.

—¡Adelante! —rugió Hathawulf.

Ermanarico había estado dando sus propias órdenes. Sus hombres carecían en su mayoría de cascos, cotas, escudos y armas largas. Pero cada uno llevaba al menos un cuchillo. Tampoco los tervingos vestían demasiado hierro. Eran en su mayoría terratenientes, que podían permitirse poco más que una chapa de metal y una cota de cuero endurecido, y que iban a la batalla sólo cuando el rey lo requería. Lo que Ermanarico había reunido eran guerreros de profesión; cualquiera de ellos podía tener una granja, un barco o algo similar, pero ante todo y primero era un guerrero. Habían sido entrenados para atacar junto con sus compañeros.

Los soldados del rey cogieron los caballetes y las tablas que habían sostenido y los usaron para defenderse. Los que tenían hachas y se habían retirado del exterior cortaron garrotes para sus compañeros de los revestimientos y pilares. Además, un cuchillo, una cornamenta cogida de la pared, el extremo de un cuerno para beber, una copa romana rota o una tea eran armas mortales. A medida que el combate era cada vez más cercano —carne contra carne, amigo en el paso de un amigo, empujando, tropezando, llenos de sangre y sudor— las espadas y las hachas resultaban cada vez menos útiles. Las lanzas y los palos eran inútiles, a no ser para los guardias que, desde su posición sobre los bancos junto a la silla alta, podían atacar desde arriba.

De esa forma la lucha se convirtió en desordenada, ciega, tan furibunda como el Lobo desatado.

Pero aun así, Hathawulf, Solbern y sus mejores hombres se abrieron paso, empujando, atacando, talando, cortando, clavando entre gritos y rugidos, golpes y choques, hacia delante, como vientos vivos… hasta que llegaron a su destino.

Allí estaban escudo contra escudo, acero contra acero, ellos y las tropas del rey. Ermanarico no se encontraba al frente, pero con descaro se alzaba sobre el asiento, a la vista de todos, agitando una lanza. A menudo miraba a Hathawulf o Solbern, y cada uno expresaba su odio.

Fue el viejo Liuderis el que rompió la defensa. La sangre le manaba de caderas y brazos, pero el hacha golpeaba de lado a lado; llegó hasta el banco y golpeó el cráneo de Sibicho. Agonizando, pudo decir:

—Una serpiente menos.

Hathawulf y Solbern pasaron sobre su cuerpo. Un hijo de Ermanarico se arrojó frente a su padre. Solbern derribó al muchacho. Hathawulf dio otro golpe. La lanza de Ermanarico se rompió. Hathawulf atacó de nuevo. El rey se retiró contra la pared. El brazo derecho le colgaba medio cortado. Solbern atacó por debajo, a la pierna izquierda, y le cortó los tendones. Ermanarico se derrumbó. Los dos hermanos se acercaron a matar. Sus seguidores luchaban para mantener a raya al resto de la guardia.

Alguien apareció.

La lucha se detuvo como la onda producida cuando una piedra cae al agua. Los hombres estaban boquiabiertos. Por entre las tinieblas inciertas, aún mayor por la cantidad de hombres presentes, apenas podían ver lo que flotaba sobre el trono.

Sobre el esqueleto de un caballo cuyos huesos eran de metal, iba sentado un hombre alto de barba gris. La capa y el sombrero lo ocultaban. En la mano derecha llevaba una lanza. Su punta, por encima de todas las demás armas y destacada contra la noche bajo el techo, se encendió… ¿un cometa, un mensajero de infortunios?

Hathawulf y Solbern bajaron sus armas.

—Antepasado —dijo el mayor al silencio—. ¿Habéis venido en nuestra ayuda?

La respuesta fue profunda, como no podía producirla ninguna garganta humana, fuerte y despiadada.

—Hermanos, vuestro destino está decidido. Recibidlo bien y vuestros nombres vivirán para siempre.

»Ermanarico, todavía no te ha llegado la hora. Envía a tus hombres por detrás y ataca a los tervingos por la espalda.

»Id, todos los que estáis aquí, a donde Weard quiera enviaros.

Se esfumó.

Hathawulf y Solbern estaban atónitos.

Mutilado, sangrando, Ermanarico aún pudo gritar:

—¡Obedeced! Aguantad los que estáis contra el enemigo. El resto coged la puerta de atrás, dad la vuelta. ¡Obedeced las palabras de Wodanl.

Sus guardaespaldas fueron los primeros en comprender. Rugieron de alegría y cayeron sobre los enemigo. Éstos retrocedieron, horrorizados, hacia la renovada confusión. Solbern permaneció en su lugar, caído bajo el trono, sobre un charco de sangre.

Los hombres del rey salieron en torrente por la pequeña salida. Corrieron apresurados a la parte delantera. La mayoría de los tervingos habían entrado. Los greutungos eran mayoría en el patio. A falta de mejor arma, arrancaron las piedras del suelo y las lanzaron. La luna que salía daba luz suficiente.

Aullando, los guerreros retomaron la sala de entrada. Se equiparon y cayeron sobre los invasores por ambos lados.

Terrible fue la batalla. Sabiendo que iban a morir pasase lo que pasase, los tervingos lucharon hasta caer. Hathawulf por sí solo acumuló una muralla de muertos frente a él. Cuando cayó, pocos quedaban para alegrarse.

El mismo rey no hubiese estado entre ellos si uno de sus súbditos no se hubiese apresurado a curar sus heridas. De esa guisa, lo sacaron, apenas consciente, del salón donde ya no quedaban sino los muertos.

1935

¡Laurie, Laurie!

372

La mañana trajo la lluvia. Conducida por el viento ululante, lo ocultaba todo excepto el asentamiento que se acurrucaba debajo, corno si el resto del mundo hubiese desaparecido. El rugido del tejado resonaba por toda Heorot.

La oscuridad del interior parecía mayor por el vacío. Ardían los fuegos, las lámparas alumbraban bien alto para nadie entre las sombras. El aire era pesado.

Había tres personas de pie cerca del centro. De lo que hablaban les impedía sentarse. De sus labios salía el aliento en hálitos blancos.

—¿Muertos? —murmuró Alawin aturdido—. ¿Todos ellos?

El Errante asintió.

—Sí —le volvió a decir—, aunque habrá tanta pena entre greutungos como entre tervingos. Ermanarico vive, pero mutilado y lisiado, y con dos hijos menos.

Ulrica le dirigió una mirada afilada.

—Si eso sucedió la pasada noche —dijo—, no habéis venido en ningún caballo terrestre para contárnoslo.

—Sabes quién soy —contestó él.

—¿Lo sé? —Levantó hacia él unos dedos doblados como espolones. La voz se hizo más aguda—. Si sois en verdad Wodan, se trata de un dios maldito, que no estaba dispuesto o no podía ayudar a mis dos hijos en un momento de necesidad.

—Calma, calma —le rogó Alawin, mientras miraba avergonzado al Errante.

Este último dijo con suavidad:

—Lloro contigo. Pero la voluntad de Weard no debe ser alterada. Y a medida que la historia de lo sucedido llegue al oeste, descubriréis que yo estaba allí, e incluso que salvé a Ermanarico. Sabed que frente al tiempo los propios dioses están indefensos. Hice lo que estaba destinado a hacer. Recordad que al enfrentarse al final que estaba decidido para ellos, Hathawulf y Solbern redimieron el honor de su casa, y ganaron para ellos mismos un nombre que vivirá mientras lo haga su raza.

—Pero Ermanarico permanece sobre la tierra —soltó Ulrica—. Alawin, el deber de la venganza ha pasado a ti.

—¡No! —dijo el Errante—. Su tarea es mayor que eso. Es salvar la sangre de la familia, la vida del clan. Por eso he venido.

Se volvió hacia el joven, que lo miraba con los ojos abiertos de par en par.

—Alawin —dijo—, conozco el futuro y es una pesada carga. Pero en ocasiones puedo usar ese conocimiento para evitar el mal. Escúchame bien, porque es la última vez que me oirás.

—¡Errante, no! —gritó Alawin. El aliento surgió de entre los labios de Ulrica.

El Gris levantó la mano que no sostenía la lanza.

—El invierno pronto estará sobre vosotros —dijo—, pero seguirán la primavera y el verano. El árbol de tu familia carece de hojas, pero sus raíces son fuertes, y volverá a ser verde… si no lo tala un hacha.

»Date prisa. Aunque está herido, Ermanarico buscará dar final, de una vez, a tu molesta estirpe. No puedes reunir un ejército tan grande corno el suyo.

»Si te quedas aquí, morirás.

»Piénsalo. Lo tienes todo listo para viajar al oeste, y entre los visigodos te espera una bienvenida. Será más cálida por la derrota que Atanarico sufrió este año a manos de los hunos en el río Dniéster; necesitan nuevas almas llenas de esperanza. En unos días, podrías estar a la cabeza de la caravana. Los hombres de Ermanarico, cuando lleguen aquí, no encontrarán más que las cenizas del salón comunal, que tú incendiaste para evitar que lo tomasen y como pira en honor de tus hermanos.

»No estarás huyendo. No, te irás para forjar un mañana mejor. Alawin, ahora eres el único con la sangre de tu padre. Defiéndela bien.

La furia torció el rostro de Ulrica.

—Sí, siempre habéis hablado con suaves palabras —dijo estremeciéndose—. No escuches esas insidias, Alawin. Resiste. Venga a mis hijos… a los hijos de Tharasmund.

El joven tragó saliva.

—Realmente me harás… ir… mientras el asesino de Swanhild, Randwar, Hathawulf, Solbern… ¿mientras viva? —dijo entrecortadamente.

—No debes quedarte —insistió el Errante con seriedad—. Si lo haces, entregarás la última vida que le queda a tu padre… al rey, junto con los hijos de Hathawulf, su esposa y tu propia madre. No hay deshonor en la retirada cuando te superan en número.

—Sí… podría reunir una hueste visigoda…

—No tendrás poder para hacerlo. Aguanta. Dentro de tres años oirás noticias sobre Ermanarico que te alegrarán. La justicia de los dioses caerá sobre él. Eso te lo prometo.

—¿Qué vale esa promesa? —rugió Ulrica.

Alawin llenó sus pulmones, enderezó los hombros, permaneció en silencio un momento y luego dijo:

—Madrastra, calma. Soy el hombre de la casa. Seguiremos el consejo del Errante.

El muchacho que había en él se manifestó por un momento:

—Oh, pero señor, antepasado… ¿realmente no volveremos a veros? ¡No nos abandonéis!

—Debo hacerlo —contestó el Gris—. Es necesario para ti. —De pronto añadió—: Sí, es mejor que me vaya inmediatamente. Adiós. Buen viaje.

Caminó por entre las sombras, salió por la puerta y se perdió entre la lluvia y el viento.

43

Aquí y allá, entre las épocas, la Patrulla del Tiempo tiene lugares para que descansen sus miembros. Uno de ellos es Hawai antes de la llegada de los polinesios. Aunque el centro existe desde hace miles de años, Laurie y yo nos considerarnos afortunados al poder conseguir una cabaña durante un mes. De hecho, sospechábamos que Manse Everard había tirado de un par de hilos en nuestro nombre.

No lo mencionó cuando nos visitó al final de nuestra estancia. Simplemente fue amable, nos marchamos de picnic y a hacer surf, y después comimos la cena de Laurie con el apetito que se merecía. Hasta más tarde no habló de lo que quedaba tras nosotros y por delante en nuestras líneas del mundo. Nos sentamos en el porche delantero del edificio. La penumbra se hacía fría y azul en el jardín y sobre el bosque florido que se encontraba más allá. Al este, la tierra descendía hacia donde el mar relucía plateado; al oeste, la estrella del ocaso se estremecía sobre el Mauna Kea. Un riachuelo cantaba. Allí se encontraba la paz que sana.

—¿Te sientes preparado para volver? —preguntó Everard.

—Sí —dije—. Y será mucho más fácil. El trabajo duro está hecho, la información básica ha sido reunida y asimilada. Sólo tengo que grabar las canciones e historias a medida que son compuestas y evolucionan.

—¡Sólo! —exclamó Laurie. Su burla era amable y se convirtió en un consuelo cuando puso la mano sobre la mía—. Bien, al menos te has librado de tu pena.

Everard habló en voz baja:

—¿Estás seguro de eso, Carl?

Podía conservar la calma al responder:

—Sí. Oh, siempre habrá recuerdos dolorosos, pero ¿no es ése el destino común del hombre? Hay muchos más agradables, y volveré a poder usarlos.

—Comprendes, claro, que no debes obsesionarte como lo estuviste. Ése es un riesgo que se lleva a muchos de los nuestros… —¿La voz le falló ligeramente? Se recuperó—. Cuando es así, la víctima debe superarlo y recuperarse.

—Lo sé —dije, y reí un poco—. ¿No sabes que lo sé?

Everard chupó la pipa.

—No exactamente. Como el resto de tu carrera no parece presentar mayores problemas que los normales en un agente de campo, no podía justificar emplear más línea vital y recursos de la Patrulla en nuevas investigaciones. Esto no es un asunto oficial. Estoy aquí como amigo, al que simplemente le gustaría saber cómo os va. No me cuentes nada que no quieras decirme.

—Eres un dulce viejo oso, sí —le dijo Laurie.

No me sentía del todo cómodo, pero tomé un sorbo de mi combinado de ron.

—Claro, te daré toda la información —empecé decir—. Me aseguré de que a Alawin le fuese bien.

Everard se agitó.

—¿Cómo? —quiso saber.

—No te preocupes, Manse. Lo hice con cautela, y casi siempre de manera indirecta. Usé diferentes identidades en ocasiones diferentes. Las pocas veces que me vio no me reconoció. —Me pasé los dedos por la barbilla bien afeitada, al estilo romano, como mi corte de pelo—. Cuando es necesario, un patrullero dispone de una avanzada tecnología del disfraz. Oh, sí, he dejado descansar al Errante.

—¡Bien! —Everard volvió a relajarse—. ¿Qué fue del muchacho?

—¿Te refieres a Alawin? Bien, dirigió un grupo razonablemente grande, incluidas su madre y toda la casa de ella, y lo guió al oeste para unirse a Fritigerno. —Los guiaría, tres siglos después. Pero hablábamos en nuestro inglés natal. El lenguaje temporal posee todos los tiempo apropiados—. Allí disfrutó de favores, especialmente después de recibir el bautismo. Eso, por sí solo, ya era razón para dejar al Errante, como comprenderás. ¿Cómo iba un cristiano a permanecer cerca de un dios pagano?

—Humm. Me pregunto qué pensó después de esas experiencias.

—Tengo la impresión de que mantuvo la boca cerrada. Naturalmente, si sus descendientes (se casó bien) conservaron alguna tradición sobre al asunto, supondrían que alguna presencia sobrenatural recorría el antiguo país.

—¿El antiguo país? Oh, sí. Alawin nunca regresó a Uerania, ¿no? —No, imposible. ¿Quieres que te haga un bosquejo de la historia?

—Por favor. La estudié un poco, en relación con tu caso, pero no conozco el desenlace. Además, eso fue hace mucho tiempo en mi línea de mundo.

Y desde entonces deben de haberte pasado muchas cosas, pensé. En voz alta dije:

—Bien, en el 374, el pueblo de Fritigerno cruzó el Danubio, con permiso, y se estableció en Tracia. Pronto Atanarico hizo lo mismo, aunque en Transilvania. La presión huna se había hecho demasiado intensa.

» Los oficiales romanos explotaron a los godos y abusaron de ellos (en otras palabras, fueron su gobierno) durante varios años. Al final los godos decidieron que estaban hartos y se rebelaron. Los hunos les habían dado la idea y la técnica de la caballería, que ellos convirtieron en pesada; en la batalla de Andrianópolis, en el 378, derrotaron a los romanos. Por cierto, allí Alawin se distinguió, lo que lo puso en el camino de la importancia que alcanzó. Un nuevo emperador, Teodosio, estableció la paz con los godos en el 38 1, y la mayoría de sus guerreros entraron al servicio de Roma como foederati: aliados, diríamos nosotros.

»Después vinieron conflictos renovados, batallas, emigraciones… la Völkerwanderung estaba en marcha. Resumiré el caso de mi Alawin diciendo que, después de una vida turbulenta pero básicamente feliz, murió, a una edad avanzada, en el reino que para entonces los visigodos se habían ganado en el sur de la Galia. Sus descendientes tuvieron un papel importante en la fundación de la nación española. Así que ya lo ves: puedo dejar ir a esa familia y seguir con mi trabajo.

La mano de Laurie se cerró alrededor de la mía.

El crepúsculo se estaba convirtiendo en noche, Una astilla en la pipa de Everard produjo su propio parpadeo rojo. Él mismo no era más que una masa oscura, como la montaña que se elevaba sobre el horizonte occidental.

—Sí —meditó—, ahora recuerdo, más o menos. Pero has estado hablando de los visigodos. Los ostrogodos, el pueblo original de Alawin… ¿no ocuparon Italia?

—Con el tiempo —dije—. Primero tendrían que pasar cosas terribles. —Hice una pausa. Lo que estaba a punto de decir abriría heridas que todavía no habían sanado—. El Errante dijo la verdad. Swanhild tuvo su venganza.

374

Ermanarico estaba sentado a solas bajo las estrellas. El viento soplaba. En la lejanía oyó el aullido de un lobo.

Después de que los mensajeros hubiesen traído sus noticias, pronto no pudo soportar más el terror y el charloteo posterior. A su orden, dos guerreros le habían ayudado a subir los escalones hasta el tejado de su casa. Lo sentaron sobre un banco, cerca del parapeto y le pusieron la capa de piel sobre los hombros caídos.

—¡Idos! —ladró, y ellos se fueron, aterrorizados.

Había visto la puesta de sol disolverse en el oeste mientras las nubes tormentosas se acumulaban azules al este. Esas nubes ocupaban ahora una cuarta parte del cielo. Los rayos corrían por entre ellas. Antes del amanecer, la tormenta estaría allí. Y sin embargo, sólo había llegado el primer viento, frío como el invierno en medio del verano. En otras partes las estrellas todavía relucían en multitud.

Eran pequeñas, extrañas y no tenían piedad. Los ojos de Ermanarico intentaron evitar mirar el Carro de Wodan, que giraba alrededor del ojo de Tiwaz que siempre vigilaba desde el norte. Pero siempre regresaban a la señal del Errante.

—No os obedecí, dioses —murmuró—. Confié en mi propia fuerza. Sois más astutos y crueles de lo que pensaba.

Allí estaba sentado, él, el poderoso, el tullido de pie y mano, incapaz de hacer nada más que escuchar cómo el enemigo había cruzado el río y destrozado el ejército que esperaba detenerlo. Debería estar pensando en qué intentar a continuación, dando órdenes, animando a su pueblo. No estaban acabados si tenían el líder adecuado. Pero la cabeza de¡ rey estaba hueca.

Hueca, vacía. Hombres muertos llenaban ese salón de huesos, los hombres que habían caído con Hathawulf y Solbern, la flor de los godos del este, Si hubiesen estado vivos en aquellos últimos días, juntos hubiesen podido rechazar a los hunos, con Ermanarico al frente. Pero Ermanarico también había muerto, en la misma matanza. No quedaba más que un tullido, cuyos dolores permanentes le producían agujeros en la mente.

Nada podía hacer por su reino más que dejarlo ir, con la esperanza de que su hijo mayor fuese más digno, saliese victorioso. Ermanarico enseñó los dientes a las estrellas. Demasiado bien sabía que esa esperanza era una mentira. Frente a los ostrogodos había derrota, rapiña, carnicería, sometimiento. Si alguna vez volvían a ser libres, sería mucho después de que él hubiese vuelto a la tierra.

¿Él —qué agradable sería eso— o sólo su carne? ¿Qué te esperaba más allá de la oscuridad?

Sacó el cuchillo. La luz de las estrellas y los rayos se reflejó en el metal. Durante un momento le tembló en la mano. El viento soplaba.

—¡Está hecho! —gritó. Se apartó la barba y colocó la punta bajo la mandíbula. Los ojos volvieron a levantarse, como por voluntad propia, hacia el Carro. Algo blanco brillaba allí: ¿un fragmento de nube o Swanhild cabalgando tras el Errante? Ermanarico hizo acopio de todo el coraje que le quedaba. Clavó el cuchillo y lo movió de un lado a otro.

La sangre manó de la garganta abierta. Se derrumbó y cayó sobre el terrado. Lo último que oyó fue el trueno. Sonaba como los cascos de los caballos que traían al oeste la medianoche de los hunos.