Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

Los perdidos

Título original: The Lost Ones

© 2017, Sheena Kamal

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

© De la traducción del inglés, Carlos Ramos Malavé

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Calderónstudio

Imagen de cubierta: Dreamstime.com

ISBN: 978-84-9139-218-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Uno

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Dos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Tres

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Cuatro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Cinco

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Sobre la autora

 

Para mi madre

UNO

1

La llamada se produce poco después de las cinco de la mañana.

Me pongo en guardia de inmediato, porque todo el mundo sabe que nunca sucede nada bueno tan temprano. Al menos no mediante una llamada telefónica. Nunca te comunican antes de las nueve de la mañana que un pariente adinerado ha fallecido y te ha dejado su herencia. De modo que es una suerte que yo ya esté despierta y vaya por mi segunda taza de café, así al menos me siento algo más preparada.

Acabo de regresar de mi paseo, durante el cual me he asomado por encima del rompeolas y he observado el agua tranquila y gris, igual que la propia ciudad en esta época del año. Como de costumbre, he intentado ver la corriente cálida y oscura que fluye desde Japón hasta el Pacífico Norte, moderando el frío y extendiendo sus dedos tibios por la costa. Y, como de costumbre, me han negado ese placer.

Vancouver. Hay quien dice que esto es precioso, pero eso es porque no han explorado los lugares que yo llamo hogar. Esas personas jamás han ido a Hastings Street, llena de agujas y yonquis. Nunca han contemplado el cielo y el agua grises durante meses mientras los aguaceros intentan sin éxito despejar el ambiente. Y entonces llega el verano y hace tanto calor que se pueden tostar malvaviscos en los incendios que arrasan los bosques de la provincia. El verano en la costa no está mal, pero ya hace meses que pasó cuando suena mi teléfono.

Me quedo mirando el número desconocido que aparece en la pantalla y, pasado un instante de incertidumbre, decido no contestar. Vuelve a sonar varios segundos más tarde. Estoy intrigada. Respondo, aunque solo sea porque siempre he admirado la perseverancia en una persona que llama.

—¿Diga?

Se produce una larga pausa después de que la persona al otro lado del teléfono explique con voz rasgada el motivo de su llamada. La pausa se hace incómoda. Sé que el hombre está debatiéndose, quiere decir más, pero sabe que es mala idea. Nadie quiere hablar por teléfono con alguien que divaga. Sobre todo con alguien a quien no conoce. Me lo imagino sudando al otro lado de la línea. Quizá le haya dado un calambre en las manos. Se le cae el teléfono y oigo que choca contra el suelo. Maldice durante treinta segundos mientras intenta recogerlo y recuperar la compostura.

—¿Sigue ahí? ¿Ha oído lo que he dicho? —me pregunta.

—Sí, lo he oído —respondo cuando el silencio se vuelve insoportable—. Allí estaré. —Y cuelgo el teléfono.

Nunca antes había oído el nombre de Everett Walsh, pero, según dice, yo podría saber algo sobre una chica que ha desaparecido. Sin embargo, no me dice de qué se trata. Me planteo no quedar con él, pero parece desesperado, y si hay algo que me atrae más que la perseverancia, es la desesperación.

Pese a que me gano la vida encontrando a gente, ¿qué podría saber yo sobre una chica desaparecida que justifique una llamada a estas horas?

Su desesperación es tan desgarradora que casi puedo saborearla.

2

Hace una fría mañana invernal en Vancouver. Habría dicho húmeda, pero eso se da por hecho cuando se habla de la costa oeste en esta época del año. En esta ciudad, si tienes dudas sobre el tiempo que hará, decántate por la opción de las precipitaciones. Estoy sentada bajo la marquesina de la parada del autobús que hay al otro lado de la calle una hora antes del encuentro, aunque mi viejo y destartalado Corolla está aparcado en el aparcamiento. La gente en los coches suele ignorar a quienes esperan en las paradas de autobús, salvo cuando el semáforo está en rojo y no tienen otro sitio al que mirar. Dado que aquí no hay semáforo, me siento invisible. Desde mi banco, veo la cafetería y el aparcamiento con claridad. La cafetería está fuertemente iluminada en la barra, pero el resto está en penumbra. Así que va a ser una reunión clandestina. Me parece bien. Sé comportarme de manera clandestina. Pero ¿podrá decirse lo mismo de Everett Walsh?

El autobús se detiene y le hago un gesto al conductor para que siga su camino. Se aleja con un gruñido y el vehículo me echa el humo negro en la cara al apartarse del bordillo.

Situada junto a la bulliciosa Kingsway, la cafetería es una mezcla de bar y restaurante, rodeada de talleres mecánicos y de restaurantes de comida rápida. De todos los antros que podría haber escogido entre su casa en Kerrisdale y el lado más sórdido de Vancouver, donde vivo yo, se ha decantado por uno con un bonito toldo rojo y molduras de un amarillo desgastado. Algo entre medias. Quizá albergue la esperanza de que ambos estemos a gusto.

Sé que el café aquí es terrible, pero las magdalenas no están mal. La gente que sale con vasos para llevar en la mano retira la tapa, da un trago y pone cara de asco. Los que llevan magdalenas ni parpadean. Se encogen de hombros y siguen su camino, como si hubieran invertido bien su dinero.

Veinte minutos antes de la hora, un Audi deportivo negro rodea el aparcamiento. Una pareja bien vestida, ambos con gafas de sol, miran hacia el interior de la cafetería. No ven a quien están buscando y empiezan a discutir. El Audi abandona el aparcamiento y regresa cinco minutos más tarde.

Aparcan junto a la puerta, el hombre se baja, sin las gafas de sol, y entra en la cafetería. Es bajito y corpulento, con el cuello ancho. Una gorra de béisbol le cubre el poco pelo que tiene. Lleva una chaqueta oscura y los hombros caídos por la derrota. La mujer se baja, da un golpe de melena, larga y pelirroja, y lo sigue hacia el interior. Le da igual quién pueda verla. Es guapa y está acostumbrada a que la miren. Sin embargo, se deja puestas las gafas de sol porque le añaden cierto aire de misterio y sex appeal. Es algo muy efectivo. El hombre de mediana edad que hay tras la barra la mira disimuladamente mientras le sirve el café. No mira al hombre que va con ella, salvo para aceptar su dinero.

Entonces esperan. Tendrán ambos cuarenta y tantos años, van arreglados y bien vestidos. No se hablan, pero el silencio entre ambos no resulta incómodo. Si una vez hubo química entre ellos, los años de matrimonio han acabado con ella. El hombre sigue interesado, pero la mujer ignora todos sus intentos por llamar su atención y se queda mirando por el ventanal hacia la entrada del aparcamiento. Ambos beben el café sin ninguna reacción aparente. O no están prestando atención, o sus papilas gustativas están en shock.

Me quedo observándolos el tiempo que queda. Obviamente no son una pareja acostumbrada a salir a tomar café juntos. No estarían aquí si no tuvieran que estar, así que la situación debe de ser grave. Tengo un mal presentimiento con esto, aunque he de admitir que también siento cierta curiosidad. Gracias a una búsqueda online que realicé esta mañana, sé que ambos son arquitectos, pero trabajan para estudios diferentes. Parecen inofensivos, de modo que bordeo la cafetería y entro por la puerta lateral. No se esperaban esto y se sorprenden cuando aparezco frente a su mesa con una magdalena en la mano.

La mujer se queda mirando mis vaqueros rasgados y mi enorme chaqueta de lana con hilos sueltos. El hombre, sin embargo, parece embobado con mi cara. Mi piel no es clara ni oscura, sino algo intermedio. Tengo los pómulos marcados y una barbilla pronunciada. Lo que más parece llamarle la atención son mis ojos. No es algo raro para aquellos que se molestan en mirar. Soy de lo más normal si no se tienen en cuenta mis ojos. Son tan oscuros que la pupila y el iris son indistinguibles, enmarcados por unas pestañas largas que podrían hacer que pareciesen bonitos hasta que se los mira de cerca; es entonces cuando uno se dará cuenta de que absorben toda la luz que hay alrededor y se niegan a soltarla. Cuando alguien me mira a los ojos, de pronto recuerda citas que tenía que concertar o compromisos anteriores que había olvidado apuntar en su agenda.

—¿Everett Walsh? —pregunto colocando una silla junto a su mesa antes de sentarme. Miro solo al hombre. La mujer necesita algo más de tiempo para superar mi aparición.

—¿Qué? Ah, sí. Ese soy. O sea, que soy yo. —Se seca el sudor de debajo de la gorra y acaba por quitársela. La mujer le mira asqueada con el ceño fruncido—. Esta es Lynn, mi esposa.

—Un placer —me dice ella con una voz fría y distante que indica que es cualquier cosa menos un placer. No me reconocen de la parada del autobús y es probable que ni siquiera se hubieran percatado de la existencia de dicha parada. No son gente acostumbrada a usar el transporte público. Afortunados ellos. El transporte público en Vancouver es lo que podríamos llamar una puta mierda, algo que evitar a toda costa, salvo que seas pobre o tengas el coche en el taller.

Al ver que Lynn ha decidido no ser de mucha ayuda, Everett toma la iniciativa.

—Gracias por venir. Quiero decir que ya sé que esto ha sido algo inesperado y que no nos conoce, pero…

—¿Quién les habló de mí? —Alguien debió de darles mi número.

Everett parpadea.

—¿Qué? Nadie. Contratamos a alguien para que la encontrara.

Ahora soy yo la que está confusa. Suele ser al revés.

—¿De qué está hablando?

—Nuestra hija ha desaparecido —dice Lynn.

Everett la mira.

—Eso ya se lo he dicho por teléfono, cielo.

Lynn se vuelve hacia él. Son visibles los años de historia en común en esa mirada que comparten.

—Su hija es la que ha desaparecido —le aclara a su marido mientras me señala a mí—. ¿Le has dicho eso por teléfono?

Yo me quedo mirándola con la boca ligeramente abierta. Es la bomba informativa que ella esperaba que fuese. Por un instante la habitación parece quedarse sin aire y comienza a crecer una tensión inesperada. Lynn me presta ahora toda su atención y, aunque no sonríe, sé que tras sus gafas de sol se siente satisfecha.

Everett se aclara la garganta. Abre la boca para hablar, pero después la cierra. Nos quedamos mirándonos el uno al otro hasta que reúne el valor para volver a intentarlo.

—Se refiere al bebé que dio usted en adopción hace quince años. —Le preocupa mi reacción, que hasta este momento había sido inexistente. Ahora me dan ganas de comprobar si sigue estando el suelo bajo mis pies o si, como sospecho, me he caído por una madriguera de pesadilla.

Saca una fotografía de su cartera y me la muestra.

Veo a una adolescente rolliza de piel clara. Aunque los ojos de la fotografía son más profundos y están ligeramente rasgados, no puede negarse que son míos. Casi negros, insondables. La melena oscura le cae por encima de los hombros, es más oscura que la mía, y tiene un adorable hoyuelo en la barbilla. Dejo de fijarme en sus rasgos y me centro en lo que hay debajo. En lo que oculta. Pasados unos segundos, veo una sonrisa en sus labios, pero no es una sonrisa sincera. Está mintiendo a la cámara, fingiendo ser feliz.

—Esa es Bonnie. Bronwyn, de hecho, pero la llamamos Bonnie. —Everett habla con orgullo. También con amor.

Yo miro a Lynn. Ella se niega a mirar la fotografía. Mastico mi magdalena mientras reordeno los pensamientos, que se han filtrado entre las grietas de la mesa de madera y yacen desperdigados por el suelo.

Everett no puede leerme el pensamiento, pero, ahora que ha empezado, no puede parar.

—Desapareció hace casi dos semanas. Pensamos que se había ido de camping con unos amigos, pero…

—Pero mintió y nos robó todo el dinero que teníamos en casa. También me robó la tarjeta y sacó mil dólares antes de que yo me diera cuenta y la anulara. —Lynn se quita las gafas de sol y yo veo las bolsas bajo los ojos inyectados en sangre. Empiezo a entender lo que está ocurriendo. Lynn casi ha perdido la esperanza. La niña a la que tanto se esforzó por adoptar se ha convertido en una adolescente y ahora está buscando el ticket para devolverla—. Ya lo había hecho dos veces antes, pero no durante tanto tiempo.

—La policía no ha sido de mucha ayuda —interviene Everett—. Han dado la alerta, pero, como se llevó el dinero, dan por hecho que ha sido su voluntad mantenerse escondida tanto tiempo. Han dejado de buscarla. Ni siquiera sé si alguna vez lo hicieron. Creo que uno de ellos habló con sus profesores, pero no llegó a ninguna parte. Es una buena chica…

Lynn resopla.

—Dicen que es una fugitiva crónica o algo así, Everett. Nos ha robado.

—¡Es una buena chica! —insiste Everett—. Pero últimamente daba problemas —admite—. Tenía nuevos amigos. Salía hasta tarde. La han visto con la gente del hip-hop. Creemos que ha estado bebiendo y consumiendo drogas. Sí, es cierto que ya se escapó antes, ¡pero siempre regresaba! Esta vez no. ¿Por qué? ¿Por qué no ha vuelto aún a casa? —La emoción le sobrepasa y se cubre el rostro con las manos. Es triste ver llorar a un hombre adulto, pero me niego a apartar la mirada. Es en momentos así en los que se ve si alguien está siendo auténtico. Es fácil distinguir las lágrimas falsas, así que es mejor estar comprometido con el asunto. Y él lo está. Este hombre está sufriendo.

Lynn se queda mirándolo durante unos segundos y entonces se vuelve hacia mí. No le pone una mano en el hombro, no trata de consolarlo.

—Hemos encontrado el historial de búsqueda de su ordenador. Ella sabía que nos oponíamos, pero aun así andaba buscando por internet a sus padres biológicos. Empleando esas… ¿cómo se llaman?

Me mira como si yo debiera llevar la respuesta preparada, pero me encojo de hombros.

Ella no parpadea.

—Esas páginas que reúnen a hijos adoptados con sus padres biológicos. Es menor de edad, así que no puede inscribirse en las páginas oficiales, pero hemos oído que hay otras no autorizadas. Comunidades online de gente que busca a otra gente. Esperamos por su bien que no se haya puesto en contacto con usted, pero, de haberlo hecho…

Everett se recompone el tiempo suficiente para mirarla con fastidio.

—Por favor, disculpe a mi esposa. Solo queremos saber dónde está nuestra hija.

Es fácil leer entre líneas. Lo que quieren decir es que soy una mala influencia, aunque solo viera a la niña en una ocasión y es imposible que se acuerde de mí. Me doy cuenta de que me culpan de sus problemas con las drogas y el alcohol. En su cabeza, la chica ha despreciado todo su cariño y ha sacado mi naturaleza; ha huido para estar con su verdadera familia y juntas llevaremos una vida disoluta y plagada de alcohol. Nos reiremos de ellos.

No hay nada más humillante que ver cómo la gente decente te mira con desdén. Aunque no me atrevo a dejar que se me note, y apenas me sirve de consuelo saber que sus vidas se desmoronan más deprisa que la mía. Ahora entiendo por qué Everett estaba tan desesperado por quedar conmigo.

Soy su último recurso.

—Hace unos años estaba obsesionada con encontrar a sus padres biológicos. Hablaba con sus amigas del tema, pero entonces paró y nosotros pensamos que se le había olvidado. Pero nos dimos cuenta de que había encontrado los papeles de la adopción. Su certificado de nacimiento. Es usted una mujer difícil de encontrar; tuvimos que contratar a un detective, pero pensábamos que tal vez Bonnie hubiera logrado ponerse en contacto con usted de alguna forma.

Yo le miro con el ceño fruncido.

—Eso no tiene ningún sentido. Legalmente ustedes han de tener un certificado de nacimiento corregido. Mi nombre no debería aparecer por ninguna parte.

—Lo sabemos —responde Everett—. Hubo una confusión y nos entregaron el certificado equivocado. Más tarde nos dieron el certificado corregido y nos pidieron que destruyéramos el original.

Lynn no mira a Everett, pero sus palabras van dirigidas a él.

—Pero Everett se lo quedó.

—Lo siento —dice—. ¿Vale? ¿Cuántas veces tendré que decirlo? Lo siento mucho.

—Yo no he sabido nada de ella —les digo pasado un minuto. Ya casi me he comido la magdalena, y tanto la puerta principal como la lateral me resultan muy tentadoras. Al final la curiosidad puede más que yo—. ¿Qué ocurrió el día en que desapareció?

Lynn se encoge de hombros.

—Dijo que se iba de camping.

—Sí, eso ya lo han dicho. ¿Dónde estaban ustedes?

Se miran. No les resulta cómodo poner sus capacidades como padres bajo el microscopio.

—Estábamos trabajando —me dice Lynn. Tiene los ojos entornados y su voz suena varios decibelios por encima de lo que pretendía. Algunos de los clientes de la cafetería se vuelven para mirarnos antes de seguir con su horrible café.

—Quizá se haya puesto en contacto con su padre biológico —comenta Everett en un intento por recuperar el control de la conversación. Le dirige a Lynn una sonrisa de disculpa. Parece estar muy acostumbrado a ello.

Ni hablar. Así que niego con la cabeza.

—En eso no puedo ayudarles. —Me levanto de la mesa y salgo de manera abrupta, igual que cuando llegué. Se me pasa por la cabeza disculparme, pero nunca he entendido ese impulso canadiense de pedir perdón cuando no has hecho nada malo.

Mientras me dirijo hacia la puerta, oigo a Lynn susurrar:

—Buena idea, Ev. Simplemente genial.

Oigo pasos a mis espaldas mientras atravieso el aparcamiento. Me tenso cuando se acercan. Es Everett. Me pone la fotografía en las manos.

—¿Nora? El encuentro no ha ido como esperaba. Lynn… tiene mucha presión en el trabajo en estos momentos y hace tiempo que las cosas entre Bonnie y ella no andan bien.

De nuevo adopta una expresión de disculpa. Espera que le diga «ya pasó, no ha sido nada». Pero, al igual que Lynn, ignoro su descarada petición de consuelo y comprensión. Se pone rígido y veo que un intenso rubor se extiende desde su cuello. Intento devolverle la foto, pero se aparta.

—Quédesela. Pero, por favor, si sabe algo de ella, llámenos. He escrito nuestra información de contacto detrás de la foto. Es… es una buena chica. Pese a todo. Solo quiero que vuelva a casa.

Es la segunda vez que dice eso. Está intentando creerlo por todos los medios. Una buena chica. Me pregunto qué querrá decir con eso. Parece bastante mezquina.

—¿Por qué contrataron a un detective para buscarme a mí y no a ella? —le pregunto. Y acto seguido se me ocurre la respuesta—. Porque pensaban que acudiría a mí, así que soy su punto de partida.

—Y nuestro punto final también —dice dándose la vuelta—. Se le da muy bien huir. No nos ha dejado otra opción.

Camino hacia mi destartalado Corolla intentando controlar el pánico que surge en mi interior. Everett Walsh se ha desvivido por ponerse en contacto con la madre biológica de su hija desaparecida, aunque no existe ninguna prueba que apunte a que mantengo contacto con la niña a la que renuncié hace tantos años. La chica ha estado buscándome, pero ¿y qué? Muchos niños buscan a sus padres biológicos, sin éxito. No es tan raro. Me entrega una foto, aunque yo no se la he pedido. Trata de impresionarme diciendo lo buena que es. No está mintiendo, pero cada vez son más evidentes sus intentos de manipulación. Su historial como fugitiva ha puesto en peligro cualquier investigación seria sobre su desaparición y él se agarra a un clavo ardiendo.

Que haya logrado encontrarme no significa nada. Mi nombre aparece en el certificado de nacimiento original. Pero ¿cómo diablos sabe que me dedico a buscar a personas desaparecidas?

¿Y sabrá que su mujer ha mentido al decir dónde se encontraba el día en que desapareció su hija?

3

La chica está sentada en las rocas y sopesa su próximo movimiento. Cree que tiene una conmoción, pero no sabe cómo estar segura de ello. Le sangran la cabeza, los brazos y las muñecas. Tiene un ligero dolor en la parte trasera de la cadera, pero no recuerda haberse golpeado allí. Oye las olas, que rompen en las rocas y amenazan con arrastrarla al océano. Está tan mareada que sabe que no sería capaz de resistirse. El agua tiene un poder en sí misma, un poder que le asusta.

Tiene que moverse.

Pronto pensarán que está muerta y dejarán de buscarla. Se aferra a esa idea como a un talismán y se hace un ovillo. La sal que transporta el aire hace que le escuezan los ojos. Saca la lengua para atrapar una gota de agua de mar que resbala por su cara y se da cuenta de que es una lágrima.

4

El cruce entre Hastings y Columbia se encuentra en el peor barrio de Vancouver, en el lado este del centro. La ciudad está a punto de embarcarse en un intento de rejuvenecimiento en la zona, pero de momento sigue siendo lo que ha sido siempre: un barrio de mala muerte. Sin embargo, como los precios del mercado inmobiliario de Vancouver son los que son, es la única opción viable para un enamorado del centro que pretende abrir su agencia de detectives junto al amor de su vida, un laureado periodista que alquila parte de la oficina como free lance, escribe su libro y trabaja en su blog de noticias.

Yo soy la recepcionista y ayudante de documentación de ambos. Ninguno puede permitirse pagarme por separado, pero, en esta nueva economía de compartir gastos, han encontrado la solución. Y yo también. Durante los últimos tres años he estado viviendo gratis debajo de la agencia para ahorrar la señal para una vivienda en propiedad. Pero eso mis jefes no lo saben. Ellos creen que no es más que un sótano con viejos informes y un escobero, y jamás se han molestado en comprobarlo. A veces dicen algo sobre mi Corolla, que siempre está aparcado en la parte de atrás, pero no saben que es mío. Dan por hecho que pertenece al tío del final del pasillo que se dedica a servicios de marketing, y nunca me he molestado en sacarles de su error.

Al final de la calle, una calle llena de yonquis, traficantes, proxenetas y putas, se encuentra el paraíso hípster de Gastown. Gastown es la zona que separa a los ricos de los pobres, la gente que puede permitirse vivir en las mejores partes de la ciudad y los demás que, como yo, viven gratis de okupas y aceptan lo que sea. Los jefes viven en Kitsilano, que está cerca de la playa, pero lo suficientemente lejos de la peste que desprenden los alrededores de su oficina, así que son felices. Se trata de Sebastian Crow, un divorciado de hombros caídos, y Leo Krushnik, el homosexual más extravagante que he conocido jamás. Están locamente enamorados, aunque no tan locamente en el caso de Seb; él solo está enamorado. Seb, un brillante corresponsal en el extranjero, se reconcilió con su homosexualidad en una etapa tardía de la vida, a los cuarenta y tres, después de dos úlceras provocadas por el estrés postraumático de cubrir la guerra de Kosovo y durante su matrimonio con una abogada. Sin embargo, no podía negar la pasión que sentía por el joven investigador privado y contable forense de su esposa. De manera que lo dejó todo para ayudar a Leo a abrir su propia agencia de detectives, al margen de la cual ahora trabaja. Sus capacidades periodísticas contribuyen de vez en cuando, pero en general el negocio es de Leo.

Lo que me lleva a recordar una lección que me tomo a pecho: nunca abras un negocio con tu pareja. Ahora el trabajo y el hogar están inevitablemente entrelazados, y Seb solo encuentra respiro cuando está solo en su escritorio o solo en el bar del otro lado de la calle, cuando Leo está ocupado.

—Vaya, ahí está nuestra excelente detectora de mentiras —dice Leo cuando entro.

Hoy llego tarde. Eso es raro. Nunca llego tarde –vivir en el sótano tiene sus ventajas–, pero mi reunión con los Walsh me ha hecho perder tiempo. En vez de aportar un nuevo cliente, he llegado a las nueve y media sin nada que lo justifique ni ganas de dar una explicación. Al otro extremo de la zona de recepción, Leo me mira desde detrás del escritorio. Con sus gafas de diseño y su traje a medida, arreglado, pero informal, uno no pensaría que se trata de un investigador privado, y esa es una de las razones por las que es tan bueno en su trabajo. La gente suele subestimarlo, lo cual es un error.

Seb abre la puerta de su despacho y se queda mirándome desde el umbral. Lleva las gafas de lectura pegadas con celo en un lateral y aparecen torcidas sobre el puente de la nariz.

—¿Va todo bien, Nora? —me pregunta con tranquilidad. Mi retraso ha alterado su rutina. Esta mañana ha tenido que prepararse él el café y estará preguntándose por qué.

—Sí —respondo mientras me siento detrás de mi escritorio. La luz roja del teléfono de la oficina no parpadea. No hemos recibido ninguna llamada desde ayer—. Siento llegar tarde.

—Puedes llegar tarde más a menudo —interviene Leo—. En serio, Nora, necesitas vivir un poco. Sal por ahí. Invierte dinero en tu vestuario.

Es improbable que ocurra cualquiera de esas tres cosas, y Leo lo sabe. Ha mantenido esta conversación unilateral en muchas ocasiones. La ausencia de historias emocionantes que contar por mi parte, sumada a mi desafortunada indumentaria laboral, que consiste en dos vaqueros rotos y tres chaquetas de lana grandes que tapan los agujeros de mis camisetas, es un elemento de discordia para él.

Justo cuando está a punto de embarcarse en otra explicación sobre la importancia de tener prendas básicas de calidad y prendas de marca, se abre la puerta de la entrada y golpea la pared con fuerza. La sala parece estremecerse. Entra una mujer rubia y delgada y contempla la habitación como si le perteneciera. Nos ignora a Seb y a mí. Se centra en Leo. Es nuestra clienta más regular.

—Tengo trabajo para ti.

—Melissa —comenta Leo.

Ella lo mira con los ojos entornados.

—Estás manteniendo al padre de mi hijo. ¿Cómo va a pasarme la pensión de Jonas si está sin blanca? De todos es sabido que el dinero del libro ya se lo gastó, y se ha saltado el plazo de entrega del siguiente mientras juguetea con un maldito blog. ¿Quién gana dinero con los blogs en la actualidad? —Habla para la habitación, recordándonos a todos una vez más lo bien informada que está. La exmujer de Seb sabe que no puede jugar la carta de la pensión porque gana más dinero que él. Así que utiliza a su hijo, concebido como último intento por salvar su matrimonio, como excusa para venir aquí y averiguar si realmente su exmarido es más feliz con otro hombre.

Deja caer el informe sobre mi mesa.

—Tenemos que encontrar a este tío antes de la próxima semana.

Seb suspira desde su despacho.

—En serio, no necesito tus limosnas. Ya hemos hablado de esto.

—Bueno, pues yo sí —responde Leo con una sonrisa falsa—. Si tu bufete quiere contratarme, claro está. Tengo la mejor agencia de detectives de la ciudad. Mira, toma un panfleto. —Le entrega un folleto hábilmente diseñado en el que invirtió cerca de doscientos dólares el año pasado en un esfuerzo por cambiar de imagen—. Por favor, díselo a tus amigos.

Todos sabemos que Melissa, una prestigiosa abogada defensora, no tiene amigos. Encaja el golpe y se queda mirando a Leo con cierta hostilidad. No entiende que este alegre inmigrante polaco con sobrepeso pueda resultar más atractivo que ella. No entiende cómo el detective privado al que su bufete contrataba de vez en cuando, al que ella misma contrató para seguir a su marido cuando este se volvió distante, pudiera acabar seduciendo a su marido en vez de investigar con discreción como se suponía que debía hacer. No entiende cómo su marido pudo volverse gay delante de sus narices.

Es demasiado para ella. Así que se encamina hacia la salida.

—La semana que viene —anuncia de nuevo sin dirigirse a nadie en particular.

Y desaparece. Todos suspiramos aliviados cuando la puerta se cierra con el mismo ímpetu con el que se abrió.

Seb se queda mirando a Leo con rabia y cierra su puerta de golpe. Leo se entretiene con unos papeles que tiene sobre la mesa. Todo el mundo finge no sentirse humillado por necesitar cualquier caso que se le presente, porque han pasado dos años desde el moderado éxito editorial del libro de Seb sobre el genocidio en Kosovo. Se han gastado casi todo el dinero en su casa del centro y en el divorcio.

Aun así, un caso es un caso y no podemos permitirnos ser exquisitos.

La carpeta, claro está, es para mí.

En este negocio yo localizo a los testigos y estoy presente en los interrogatorios para decidir si mienten o no. Para descubrir qué es lo que intentan esconder. Esa es mi especialidad. Leo se ofreció a pagarme un programa de entrenamiento especial en detección de mentiras, solo para que fuera oficial, pero sé que no tiene dinero para permitírselo y además a mí nunca me ha gustado presumir de mis conocimientos. A veces es mejor mantener oculta tu mayor habilidad. He aprendido esa lección de la peor manera posible.

Abro la carpeta y me quedo mirando una imagen de Harrison Baichwal sonriendo a la cámara. Sus cejas pobladas son lo primero en lo que me fijo, y en una barba recortada que le cubre casi toda la cara. Tras él se aprecia un rompeolas y en el cielo no hay una sola nube. El hombre de la foto no tiene ni idea de lo que le depara el futuro y no sabe que la oscuridad puede colarse en cualquier imagen soleada, proyectando sombras por todos lados. Harrison Baichwal ha sido testigo de un asesinato, ha realizado una declaración poco consistente en la que asegura no haber visto nada fuera de lo normal antes de los hechos en cuestión y desde entonces está desaparecido.

Trato de no pensar en hijas desaparecidas y ponerme a trabajar. Pero aun así. Aun así le doy vueltas a la cabeza, imagino horribles hipótesis sobre lo que les ocurre a las jovencitas que no vuelven a casa. No conozco a esa chica, pero no puedo seguir mintiéndome. Todavía ocupa un lugar en mi conciencia. En todos estos años nunca me he permitido pensar en el espacio que ocupa realmente en mi cabeza.

5

Las personas mienten a todas horas y por cualquier cosa. Cuando les haces preguntas incisivas, mienten también. Lo importante para pillar a un mentiroso, incluso al más avezado, es hacer la pregunta correcta. Ser específica. «¿Dónde estuviste anoche, cielo?» es una pregunta abierta. Un mentiroso aficionado puede pasarse años esquivando preguntas así. Siempre es mejor decir: «¿Estuviste tirándote a la cajera de la gasolinera ayer entre las 19.37 h y las 22.18 h?».

Un mentiroso aficionado contará toda la verdad casi de inmediato si se enfrenta a una pregunta como esa. Un mentiroso experimentado se dará cuenta de que el juego todavía no ha terminado. Quizá tu mejor amiga Nancy vio a alguien que se parecía a él entrar en una habitación de motel con alguien que se parecía a la cajera de la gasolinera. Era de noche. La noche es oscura. No había luna la noche anterior y él escogió una habitación alejada de las farolas. Puede que hubiese pruebas fotográficas o puede que no. El mentiroso siempre intentará buscar una salida y contestará con más preguntas para averiguar cuánto sabes realmente. Además, ¿puede demostrarse ante un tribunal si está en juego la nulidad de un contrato prenupcial? Un buen mentiroso le dará la vuelta a tus argumentos y te hará sentir mal por tu falta de confianza y por tu cínica visión del mundo.

Aun así, un mentiroso ha de tener en cuenta muchas posibles salidas cuando se le pone en entredicho, pero, mientras todas esas ideas pasan por su cabeza, su cuerpo delata el hecho de que las está pensando. Un parpadeo. Un tic en los labios. El tamborileo de los dedos o la mandíbula apretada de forma involuntaria. Un cambio de tono casi imperceptible. Así es como se sabe que el tipo está mintiendo.

Y bien podría ser una mujer. Joven, vieja o cualquier cosa entre medias. La mentira es una parte perfectamente normal de la experiencia humana. Todo el mundo miente y casi todos lo hacen lo suficientemente bien para lograr engañar a quienes les rodean.

Bueno, todo el mundo menos yo. La mentira no es algo natural para mí. Ni siquiera la mentirijilla más banal es una opción. Generalmente prefiero evitar la verdad antes que tratar de alterarla.

Me quedo mirando la fotografía de Harrison Baichwal y me pregunto qué habrá dicho en su declaración como para no querer defenderlo ante un tribunal.

Leo no es estúpido. Sabe que no estoy cualificada para este trabajo. Por eso los encargos de vigilancia y seguimiento más serios se los pasan a Stevie Warsame, un joven somalí, antiguo policía de Alberta. Stevie es un contratista muy comprometido y solo acepta un caso a la vez, a cambio de una sustancial suma de dinero. Su meticulosidad es asombrosa; su velocidad, no tanto. No puedes acelerar algo que se está cociendo, tiene por costumbre recordarme cada vez que se digna a pasarse por la oficina, generalmente para recoger un cheque. Solo puedes observar y escuchar, y solo cuando tengas la imagen completa podrás actuar.

Leo no tardó en darse cuenta de que no era una opción para una nueva agencia subsistir solo con las investigaciones legales, los casos aburridos, la documentación y los encargos que él llevaba. Necesitaba un hombre dedicado a la vigilancia y que tuviera acceso a un equipo, en caso de que fuera necesario, y Stevie encajaba en esa descripción. Es bueno y, lo más importante, está disponible. Como sabe lo fácil que resulta seguir a la gente, se muestra reservado hasta resultar enervante. Sus anteriores empleadores no podían con él. No tiene habilidades sociales. Cuando está trabajando en un caso, es imposible encontrarlo.

Por eso los trabajos menos importantes acaban cayéndome a mí. Yo no tengo el currículum de Stevie, pero suelo hacer bien el trabajo.

Como recepcionista y ayudante de documentación, eso es mucho pedir, pero, gracias a la localización de testigos y a las notas que tomaba durante las entrevistas, mis jefes descubrieron esta habilidad tan peculiar que tengo. No es nada científico, aunque hay quienes aseguran poseer un conocimiento científico en este campo. No soy el doctor Watson ni Sherlock Holmes. Elemental, quizá, y también cuestión de observación. Tengo una extraña sensación cuando se cuenta una mentira. Una repulsión que me sube por dentro cuando un mentiroso está haciendo todo lo posible por enturbiarlo todo o salvar el pellejo. A menudo no sé lo que es; solo lo sé cuando lo veo. Y los años que pasé en el sistema de acogida me ayudaron a perfeccionar esa capacidad.

Puede que Harrison Baichwal no sea un mentiroso, pero oculta algo. Una madre de dos hijos fue tiroteada en su tienda de ultramarinos y el chico a cuya familia pertenecía la pistola no para de mentir. Sus acaudalados padres quieren que Melissa despelleje a Harrison en el estrado, sembrar la duda de que su hijo no era el que estaba aquel día en la tienda con una pistola robada, pero Harrison no entra al juego. Ha desaparecido y no se le puede entregar la citación. Y ahora yo tengo que encontrarle y descubrir por qué.

6

No voy a mentir porque, como ya he dicho, no suelo hacerlo: los años posteriores a convertirme de manera oficial en una superviviente fueron particularmente oscuros. Tuve tres horribles recaídas durante ese periodo y una mañana, un par de semanas después de tener la tercera, oí un leve sonido junto a la puerta trasera de la oficina. Al principio pensé que era una manifestación de mi resaca, pero, después de pasarme una hora acurrucada en un rincón, envuelta en una manta, me enfadé. Bueno, eso no es cierto. Me entró la paranoia, me bebí una cerveza para calmar los nervios y entonces me enfadé.

Cuando salí, con una tubería de acero en la mano, me encontré con una bola de pelo sucio olisqueando con asco el recipiente de un chow mein que yo misma había tirado a la basura la noche anterior. La bola de pelo me miró con ojos torvos y estiró su elegante lomo, pero no hizo amago de marcharse cuando intenté ahuyentarla. Desde entonces la he llamado Whisper. Y aquel día dejé de tener recaídas, porque una alcohólica no puede cuidar de nadie, y lo sé por experiencia. Si alguien te elige, es un honor y será mejor que estés dispuesta a hacerlo lo mejor posible. No es frecuente que alguien te elija. Todo el mundo, hasta un chucho sarnoso, tiene opciones.

Whisper es de un color gris que hace juego con las aceras del suelo y con las nubes del cielo. Recorre conmigo la ciudad a cualquier hora del día y de la noche, y ve lo que los demás se niegan a ver. Aunque no me gustan especialmente los animales, resulta imposible negar que somos afines. Lo mejor de Whisper es que siempre me recuerda que al menos yo soy más feliz que otra criatura. Cada día me mira con ojos de pena. Incluso cuando se tira un pedo, apenas suena y solo deja un leve olor. Fuera lo que fuera lo que la trajo hasta mi puerta, es su pequeño secreto, pero debía de tenerlo complicado como para marcharse a buscar una nueva vida en la peor zona de la ciudad.

Y ha demostrado su valía desde el primer día. La llevo conmigo cuando busco información porque la gente pasea a sus perros a cualquier hora del día y de la noche. Es una verdad aceptada en el mundo de las mascotas que un perro necesita ejercicio y que la persona debe asegurarse de que eso suceda. Nadie se fija en quien pasea a un perro, sobre todo si tanto el perro como la persona parecen meterse en sus propios asuntos. Eso hace que Whisper sea la tapadera perfecta para una misión de vigilancia. Está en esa edad en la que ya no es un precioso cachorro ni un lamentable perro viejo. Está justo entre medias y no llama mucho la atención. Me recuerda a mí, salvo porque está salida.

La única desventaja de Whisper es que está siempre cachonda, aunque el veterinario del final de la calle me asegura que está esterilizada. Es parte sabueso, parte lobo y cien por cien ninfómana. Dejando a un lado su pelo fosco, a juzgar por su excelente forma física sé que antes estaba bien cuidada, pero me imagino que su actitud promiscua hizo que la expulsaran. Se tira a cualquier cosa que la olisquee durante más de cinco segundos. Después se arrepiente y se pasa una semana deprimida. Después del subidón hormonal viene el autodesprecio. No me enfado con ella porque a mí me pasaba lo mismo.

La veo como un ejemplo de lo que podría pasarme si me dejara llevar.

—Qué zorra —le digo con cariño después de cada episodio. Entonces ella lloriquea y mete la cabeza en el cuenco del agua como si estuviera intentando ahogarse.

Cuando Leo y Seb se van a casa por la tarde, bajo al sótano y la despierto. Como yo, prefiere salir cuando el sol se esconde.

—Tenemos que encontrar a alguien —le digo. Levanta la cola como si estuviera pensando en moverla, pero vuelve a dejarla caer contra el suelo. Se incorpora y va hacia la puerta. No le gusta admitirlo, pero le encanta espiar a la gente casi tanto como a mí.

7

La negativa del canadiense medio a procrear lo suficiente para alcanzar el nivel de reemplazo generacional, situado en 2,1 hijos, ha obligado a llevar a cabo una política de inmigración progresiva. Estamos por debajo del 2, y eso no es bueno. No podemos mantener la economía a esos niveles. ¿Quién contribuirá a aumentar el producto interior bruto? Los racistas y proteccionistas pueden gritar todo lo que quieran, pero, si no empiezan a hacer bebés más deprisa, el futuro de Canadá dependerá del multiculturalismo. Sus redes de seguridad en el terreno social dependen de ello.

Lo que hace que Canadá sea un choque de culturas. Sin embargo, tratándose de Canadá, no es tanto un choque como una coexistencia pacífica con algunos comentarios maliciosos en el campo de golf. En su mayor parte. Pienso en todo esto, sentada frente a la tienda de ultramarinos de Surrey mientras veo a los indios pasar. Y por indios me refiero a indios de la India, a veces de Fiji. La comunidad aquí es principalmente surasiática, pero los clientes forman un tapiz étnico. Todo el mundo necesita chicles y pastillas para la garganta.

Whisper y yo estamos sentadas en un banco del parque al otro lado de la calle, frente al establecimiento, y observamos a la mujer que hay detrás del mostrador. Es una mujer de mediana edad, con tripa y el pelo largo y teñido, recogido bajo un pañuelo suelto. Admiro la eficacia con la que realiza sus tareas. La economía de movimientos, las manos delgadas que cobran los productos con rapidez, el modo indiferente con que responde a las preguntas, ni más ni menos servicial de lo necesario. Cuando no hay clientes, se pone con el inventario.

No parece esta una mujer preocupada por la seguridad de su marido.

A las 19 h un joven de veintitantos años le da el relevo y Bidi Baichwal se va a casa. No la sigo. Sé dónde vive con su marido, ahora desaparecido, los ancianos padres de ella y sus hijos adolescentes. La vigilancia profesional es un trabajo de equipo, pero, una vez más, Stevie Warsame no está por ninguna parte y Leo acaba de recibir un caso de contabilidad forense, así que, por el momento, estoy sola. Confío en que Bidi se vaya a casa porque ha tenido un día muy largo y apuesto a que querrá pasar la noche con sus hijos. Me quedo y observo al joven, el primo de Bidi, que llegó de la India el año pasado. A juzgar por el archivo que me dejó Melissa sobre la mesa, sé que se llama Amir. Es un buen empleado, pero tiene una mirada afligida capaz de competir con la de Whisper. Se hace cargo del turno de noche, pero su dominio del inglés no es tan bueno como el de Bidi y tarda el doble de tiempo en responder a las preguntas. Sin embargo, a la gente no parece importarle, porque tiene algo de vulnerable, algo que hace que los demás quieran ser pacientes o aprovecharse de él.

Según pasa el tiempo, todo a mi alrededor va quedándose tranquilo y en silencio. Me recuerda a ese momento justo anterior al amanecer, cuando el silencio queda suspendido en el aire y dormir se vuelve imposible. Cuando mis monstruos salen de su escondite e invaden el mundo en busca de sustento. Pero no me permito pensar en Bonnie. Ni siquiera la conozco. Llevo tantos años bloqueando su recuerdo que ya no sabría ni cómo sacarlo a la superficie de nuevo. Lo que veo es la cara de mi hermana Lorelei. ¿Qué haría si ella desapareciera? Sé por instinto que, si se tratara de Lorelei, yo no estaría aquí sentada investigando un caso.

A las 23 h Amir cierra la tienda. Lo sigo hasta un edificio de apartamentos situado a seis manzanas del hogar de los Baichwal. Casi todas las ventanas están a oscuras a esta hora de la noche, salvo por algunas aves nocturnas. Dos minutos después de que entre en el edificio, una sombra cruza una ventana del tercer piso. Las luces de ese apartamento están encendidas. Alguien estaba esperándolo.

Observo hasta que se apagan las luces, y en todo ese tiempo no puedo dejar de pensar que ahí fuera hay una chica desaparecida que tiene mis mismos ojos.

8

La casa de Kerrisdale está a oscuras. Everett y Lynn deben de estar durmiendo. Esta noche no hay luna y no hay ninguna farola frente a esta finca, así que es especialmente siniestra. Pero incluso en la oscuridad distingo que se trata de una preciosa casa de dos alturas con un jardín de piedras en la parte delantera y un elegante cartel de madera con la palabra BIENVENIDOS colgado sobre la puerta. El cartel está hecho a mano y me doy cuenta de que se trata de un ebanista amateur. Doy por hecho que Everett es el responsable. Everett y quizá Bonnie. ¿Lo habrán hecho juntos? Desde fuera es la única prueba de que quizá aquí viva una chica joven. Pero esta es la dirección que aparecía escrita en el reverso de la foto que Everett me entregó frente a la cafetería.

Estoy tan interesada en el cartel que casi no me fijo en el hombre que hay sentado en un sedán oscuro contemplando la casa. Para cuando lo veo, ya es demasiado tarde para darme la vuelta, así que adopto una actitud informal, como si hubiera salido a dar un simple paseo nocturno. El hombre no está dormido, así que sé que no es policía. Además está comiendo una manzana. Jamás he visto a un policía comerse una manzana y, aunque sospecho que debe de ocurrir de cuando en cuando, no me lo imagino en una operación de vigilancia. Everett dijo que la policía había catalogado a Bonnie de fugitiva. Por lo tanto es improbable que quisieran mantener a un agente allí.

Paso junto a él con Whisper y, tras una mirada inicial en la cual evalúa mis rasgos faciales y los mechones de pelo oscuro que asoman por debajo de mi capucha, deja de prestarme atención. Obviamente no soy una amenaza, ni la persona a la que está espiando, así que vuelve a centrarse en la casa.

No me preocupa que me haya visto la cara porque no recordará mi aspecto por la mañana. Si le presionaran, podría decir «quizá fuese nativa, altura media, flacucha». Si quisiera ser malo, añadiría «pecho plano, sin estilo, con un perro feo».

Doy una vuelta a la manzana y encuentro un lugar que está fuera de su campo de visión. Le observo durante un rato mientras él vigila la casa. Me pregunto si lo habrán contratado para vigilar a Bonnie, en caso de que regrese, pero descarto esa idea casi de inmediato. No necesitarían a nadie para vigilar la casa si ellos están dentro.

La imagen se vuelve más complicada. Hay una tercera parte implicada.

Se enciende una luz en un dormitorio que hay encima del garaje. La ventana se abre ligeramente y emerge del interior una nube de humo. Se asoma una mano delgada y dispersa el humo de la ventana. Lynn está fumando por estrés en una habitación que no es la suya, en un lugar donde espera que Everett no pueda verla. Desde mi posición, sentada en el césped a varias casas de distancia, no sé si el tío del sedán se ha fijado en eso, si lo ha anotado en su libreta para incluirlo en su informe. Una mujer, cuya conciencia culpable no le permite dormir, pasa la noche fumando en el dormitorio de su hija desaparecida.

9

Llego a casa antes de que amanezca y duermo hasta las diez. Seb y Leo trabajan desde casa los viernes, y a veces también los lunes, los miércoles y los jueves. Los martes son el único día fijo de oficina. Aunque es probable que Seb me encargue transcribir las horas de entrevistas grabadas, sé que Leo me llamará a mediodía para que le diga cómo va lo de Harrison Baichwal.

El libro de Seb sobre la ayuda internacional que presta Canadá y sus dudas sobre si llega realmente a su destino es un gran proyecto del que nos encargamos paralelamente al trabajo. Hace poco ha tenido que aceptar algunos proyectos como free lance para poder pagar las facturas, pero no le queda más remedio. Los periodistas de investigación experimentados están poco valorados, y menos cuando internet permite a cualquiera tener una conexión wifi para investigar y además llamarse a sí mismo periodista. Así que Seb trabaja también en The Crow, su blog de noticias, que llevan un par de periódicos. Ese trabajo nos mantiene ocupados a los dos y a mí me garantiza un empleo, así que no me quejo de la inversión de tiempo.

Paso por encima de Whisper y subo hasta la oficina. Nuestra ala del edificio está casi vacía. Al lado hay una pequeña empresa de servicios de marketing que no parece ofrecer muchos servicios, porque siempre tienen la puerta cerrada.

Cuando entro en el despacho, veo que la luz roja del teléfono no parpadea (como de costumbre), pero la de mi móvil sí. Me lo dejé olvidado anoche en el escritorio y no lo había echado en falta en absoluto. De todos modos solo me llaman Seb y Leo, y es improbable que lo hagan fuera de las horas de trabajo. No reconozco el número de la llamada perdida, pero hay también un mensaje.

Es una voz que recuerdo vagamente. Cientos de cigarrillos e incontables tazas de café rancio la han endurecido, pero sigue siendo el mismo periodista que conocía.

—Nora…, lo siento, sé que me dijiste que no utilizara nunca tu nombre. Joder. Entonces Mary. Me ha costado mucho encontrarte, así que espero que estés bien. He tenido que hablar con Crow también, que no te hará ninguna gracia, pero se trata de una emergencia. Tengo que contarte una cosa, pero no por teléfono. Tenemos que vernos. Mañana por la mañana. En el mismo lugar donde hablamos la última vez. ¿Te acuerdas? Por favor, no…

El mensaje termina. O era demasiado largo para el sistema o se le acabó la batería. Aunque la última frase esté interrumpida, estoy segura de que se trataba de una advertencia. Reproduzco el mensaje varias veces y me dejo caer en una de las sillas de respaldo rígido que hay en la sala de espera, dejadas ahí por los anteriores ocupantes.

De pronto me da miedo lo que está ocurriendo. Primero Everett Walsh y ahora el periodista. Parece que el pasado ha venido a buscarme. Que sus garras violentas han salido de lo profundo del bosque donde lo enterré y ahora ha vuelto para arrastrarme de nuevo.

Y así, de pronto, necesito una copa.

10

A veces, cuando me despierto, saco un viejo espejo de mano y me miro en él. Mi cara siempre me resulta sorprendente. Al igual que un vampiro, evito mirarme en los espejos. Al contrario que un vampiro, yo sé que veré mi reflejo, que necesita alguna mejora.

Lo único que veo ahora es un espectro oscuro que se encamina hacia la mediana edad, aunque sin los hitos importantes que normalmente suelen acompañarla. Me estremezco al ver a la mujer que me devuelve el espejo con la luz tenue de la mañana, que se filtra en la habitación. No hay nada que destaque, nada que evidencie el paso del tiempo, pero yo noto que cada año se me caen las nalgas una fracción de centímetro. El público general no es consciente de esta caída. Me han dicho que esto es el proceso de «envejecer» y que hay inyecciones que puedes pagar para que te las levanten, pero nunca he valorado el dinero lo suficiente como para tener una importante cantidad del mismo; más bien nunca he tenido suficiente para que sea importante. Además, tenía la mala costumbre de gastármelo en alcohol, lo que hace que sea imposible tener cerca esa tentación.

Seb y Leo creen que no tengo sex appeal, que eso es para las jóvenes. Yo no distraeré a sus clientes ni los dejaré por otros hombres. Ellos creen que los hombres no me prestan atención. No puedo discutirles eso porque en general tienen razón. Además, este disfraz natural que llevo resulta muy útil en las operaciones de vigilancia, así que eso es una ventaja profesional. No hay nada más invisible que la mujer de mediana edad, y no puede negarse que la mediana edad se acerca al ritmo con el que se me va cayendo el culo, una especie de relación gravitacional directa.

Después de despertarme en el hospital, adopté la costumbre de llevar bragas gruesas día y noche como capa de protección extra, pero un breve periodo en un grupo de apoyo a las supervivientes me demostró que no debo castigarme y que yo no tengo la culpa. De modo que, como acto de rebeldía, me he deshecho de casi toda mi ropa interior. Pero ahora… ahora creo que la necesito. Busco unas bragas con el elástico intacto y llamo a mis jefes para decirles que quizá tenga una pista sobre Harrison Baichwal, pero que les daré los detalles mañana. Tengo que transcribir las entrevistas, pero ya habrá tiempo para eso.

La tecnología es una cosa admirable. Te permite trabajar en chándal sentada a la mesa de la cocina, que es lo que probablemente estén haciendo Seb y Leo.

—Suena bien, Nora —me dice Seb por el altavoz. Oigo a Leo de fondo quejándose de la cafetera—. ¿Por lo demás bien?

—Eso depende de lo que quieras decir con «bien».

—Me refiero a si te encuentras bien.

—Sí —respondo, aunque solo sea porque eso es algo relativo. Comparada con algunas personas, yo estoy bien. Comparada con otras, soy una superviviente exalcohólica, sobria a ratos desde hace trece años, célibe durante el mismo periodo de tiempo, sin propiedades, sin amigos, que se pasa las noches vagando por la ciudad sin nadie a quien amar, salvo una perra que está permanentemente en celo. Comparada con esas personas, estoy a una canción country de tirarme por un puente.

Whisper me está esperando junto a la puerta. Huele mi miedo y se pregunta si ella también debería tenerlo. Si estaría mejor en otra parte. Nunca nos mentimos la una a la otra, y ambas sabemos que está aquí por la comida.

Me paso el resto del día navegando por la red con el wifi de la oficina. Aquí en el sótano tengo solo tres barras en vez de las cinco que tendría arriba, pero dos barras menos es un sacrificio que estoy dispuesta a hacer para tener internet gratis. Mi móvil no para de sonar durante una hora. El periodista está desesperado por localizarme, pero yo ya estoy harta de esa mierda.

Pongo Nina Simone y su melodía ahoga cualquier sonido ambiente. Lo bueno de Nina Simone es que no puedes pensar en otra cosa cuando la escuchas. Exige toda tu atención. Puedes taparte la cabeza con la manta y quedarte días sumergida en esa voz. Después pongo Muddy Waters y luego Percy y un poco de Tom Waits para dar sabor. Ya he tenido cierta experiencia personal con el blues, pero en los últimos años he descubierto que resulta mucho más útil escuchar a otros cantarlo que dedicarme yo a ello. Eso me permite tener un trabajo, y lo tengo. Por suerte para mí, Seb y Leo son unos jefes excelentes y no me hacen muchas preguntas.

Necesito tanto una copa que se me revuelve el estómago. Me sorprende que mi cuerpo recuerde lo bien que sienta el alcohol. Es la única vía de escape que ansío cuando todo lo demás se convierte en mierda.

11

Espero a que caiga el sol y entonces marco el número al que se supone que ya no debo llamar. Él responde al quinto tono, parece que el miedo a que haya recaído ha superado su deseo de ignorarme.

—Tengo que verte —le digo—. En una hora, en el puente.

—¿Nora? —Su voz suena somnolienta. Me detengo a preguntarme por qué será a esas horas de la tarde, mientras él trata de ordenar sus pensamientos. Probablemente estuviera echando una siesta en su mesa con una taza de café frío al lado—. Maldita sea —dice cuando recupera la voz.

—Es importante.

Suspira en respuesta, pero yo sé que irá.

Doy un rodeo seguida de Whisper. La llevo sin correa porque vamos por calles secundarias y a estas horas no habrá nadie que se ofenda.

Dicen que un padrino de Alcohólicos Anónimos debería ser un hombro en el que llorar, alguien con quien compartir tu carga, alguien que te aparte del precipicio. Hubo muchas noches en las que mi expadrino y yo compartimos un silencio agradable, sentados en el capó de su coche, aparcado junto al puente de Lions Gate, bebiendo café y viendo como la ciudad se iba a dormir. Yo no hablaba de mis problemas y él no hablaba de los suyos. Bebíamos en silencio hasta que uno de los dos tenía que hacer pis y entonces nos íbamos cada uno por nuestro lado. La noche es el peor momento para estar a solas con tus demonios, como sabe cualquiera que tenga demonios. Las sombras se hacen más alargadas en tu imaginación, se vuelven amenazantes cuando el sol desaparece. Es cuando más desesperada estás y harás concesiones contigo misma para dar un trago, solo uno, y después otro… y otro par de cervezas más después de eso. Él lo entendía intuitivamente.

Una noche se acercó para darme una palmadita en el hombro y yo le agarré la muñeca y le estampé la palma de mi mano en la nariz. La sangre salpicó por todas partes. Eso no le molestó mucho en su momento. Me agarró las manos, me las retorció a la espalda y me esposó antes de poder darme cuenta de lo que pasaba. El metal frío me rodeó las muñecas y aprendí entonces algo sobre los secretos. Que hay gente que los guarda mejor que yo.

Después de aquella noche decidió que no encajábamos. Que no podía ayudarme como yo necesitaba. Fuera lo que fuera lo que eso significara.

Mi expadrino ya está esperándome en nuestro lugar habitual cuando llego. Saca su largo cuerpo del ridículo MINI Cooper que insiste en conducir. Es el premio que sacó de lo que imagino que fue un matrimonio desastroso con alguien con predilección por los espacios claustrofóbicos.

—Te dije que te buscaras un nuevo padrino. —Es lo primero que sale de su boca cuando me ve. No lo he visto desde el año pasado, cuando intentó darme una palmadita en el hombro, pero el cambio que ha experimentado es sorprendente. Sigue teniendo la nariz algo torcida. No puedo dejar de mirarla. Lleva el pelo revuelto y tiene los ojos rojos. Me pregunto si habrá vuelto a la bebida. Quizá, al no lograr devolverme a mí la salud y el bienestar, volvió a darle a la botella.

—Así lo hice, pero esa mujer hace muchas preguntas. Creo que podría ser una espía.

Él suspira de nuevo, como si yo fuese el mayor grano en el culo que se ha encontrado jamás. Los otros policías le llamaban Bazuca debido a su nombre, aunque no tiene nada de imponente ni de ruidoso. Podrían haberse esforzado un poco. Después llegó el Mundial de fútbol de Brasil y pusieron nombre a la pelota. De pronto Brazuca se convirtió en «el brasileño», aunque de hecho es una mezcla de portugués y británico y ha vivido en Canadá casi toda su vida.

Examino su rostro en busca de algún rasgo exótico, pero además de sus ojos oscuros y un bronceado apenas distinguible, su apariencia es decididamente británica. Reservado y crítico consigo mismo. Es alto y desgarbado, pero camina con una cojera que se vuelve pronunciada cuando llueve, es decir, siete meses al año. Al principio pensé que la cojera era una estrategia para que las mujeres fueran buenas con él, pero una vez le pregunté si le dolía y no mintió. Más tarde, tras husmear un poco, descubrí que recibió un balazo mientras trabajaba. Es detective, según me explicó la noche que me esposó, no un hombre de uniforme que trabaje en el cuerpo, así que sé que tiene una historia que no está dispuesto a contarme.

—¿Sabes? No hay que trabajar para una agencia de inteligencia para interesarse por la gente —me dice ahora—. Hablar suele ser de ayuda.

—¿A ti te ayuda?

Se queda callado unos instantes porque sabe que, para la gente como nosotros, hablar no sirve de nada.

—¿Por qué estoy aquí, Nora? —Se queda mirando mis pantalones de chándal gastados y las rajas de mi sudadera con capucha—. ¿Necesitas dinero?

Yo le muestro un trozo de papel.

—Necesito que investigues este número de matrícula. —Sería más fácil pedirle a Stevie que utilizara sus contactos, pero no quiero que ni él ni nadie de la oficina empiecen a hacer preguntas sobre Bonnie. Cuanto menos sepan de mi vida, mejor. Al menos mejor para ellos. Por razones que prefiero no analizar, siempre me ha preocupado mucho la negación plausible.

Se ríe para sus adentros. El papel queda suspendido entre nosotros como una oferta despreciada. No aparto la mano y él deja de reírse.

—Hablas en serio.

—Ha desaparecido una chica —le digo—. Ese coche estaba anoche aparcado en la calle, vigilando su casa, y el hombre al volante no era policía.

—La policía…

—A la policía le da igual. No es lo suficientemente rubia.

Se estremece al oírme y tiene la decencia de parecer avergonzado. Al fin y al cabo, él forma parte de las fuerzas del orden. Debería disculparme, pero no lo hago porque ambos sabemos que hay parte de verdad en ello. Hay una autopista al norte de la provincia manchada con las lágrimas de chicas y mujeres indígenas que no eran suficientemente rubias para movilizar a las autoridades y cuyas familias todavía buscan justicia. Esa ausencia de justicia no se limita a una única autopista. Es más bien como un cáncer que se extiende por cada segmento de los sistemas social y político canadienses, generando prensa durante las campañas electorales y palabras de moda como «los desaparecidos» o «asesinados».

—¿A ti qué más te da?

Es una buena pregunta. Yo también me pregunto lo mismo. No le digo que la chica tiene mis ojos y que quizá solo eso sirva para sellar su destino. Para negarle justicia. Así que me encojo de hombros y espero. Una parte de mí espera que se niegue, aunque solo sea para poder decir que al menos lo he intentado, aunque no tengo por qué. La niña es un problema que les entregué a unas personas que, en teoría, estaban mejor capacitadas que yo para tratar con ella. Pero resulta que nos han fallado a las dos.

—¿Cuántos años tiene la chica?

—Quince.

—¿Ha desaparecido o se ha fugado?

—Los padres creen que se ha fugado, pero ahora está desaparecida.

Su sonrisa sombría confirma mis sospechas.

—Entiendo que no se lo tomaran en serio. Eso no es buena señal.

No me ha dicho nada que yo no supiera ya.

—No he venido a que me des un sermón. Solo quiero saber a nombre de quién está registrado ese coche.

Brazuca acepta el papel y lo mira.

—La marca y el modelo aparecen en la parte de abajo —le señalo.

—Bien, pero después de esto no podrás llamarme más. Que la policía haga su trabajo. Se les da mucho mejor de lo que podrías imaginar.

Yo me río para mis adentros al oírle decir eso y entonces me doy cuenta de que habla en serio. Qué rápido cambian las tornas.

12

Miro a mi yo del pasado con pena y un poco de vergüenza. La Nora de hace veinte años, esa tonta, era como el personaje de una caricatura particularmente grotesca en la que los sueños eran posibles e incluso las personas mentirosas podían ayudar a conseguirlos si obtenían algo a cambio.

Patético.

Pero ahora soy una superviviente. A ese hecho le acompaña una especie de desconfianza hacia el mundo. No quiero que se me malinterprete, no es que lo haya visto todo; todavía conservo la capacidad de sorprenderme, pero sí que he visto mucho. Así que no me sorprende ver a una hermosa pelirroja besando a un hombre que no es su marido en el aparcamiento situado bajo su lugar de trabajo. Es probable que por eso mintiera y dijera que estaba en el trabajo el día en que su hija desapareció. Probablemente estuviera en otro lugar, haciendo algo similar a lo que está haciendo ahora. La veo y me pregunto si se sentirá culpable por no haberle proporcionado a su hija un hogar feliz. Por sentir que su familia no era suficiente y haber tenido que buscar la satisfacción en otra parte. Ahora que soy consciente de que Bonnie estaba tan incómoda en casa como para fugarse, no puedo dejar de pensarlo. Su infelicidad me devora por dentro.

Escondida en un rincón oscuro, ni siquiera parpadeo.

Busco indicios en esa técnica que probablemente no vuelva a emplear jamás. Él mete la mano por debajo de su chaqueta, pero ella lo aparta y se monta en el coche. Se aleja conduciendo, sin saber que la observan el hombre al que ha dejado plantado, las cámaras del aparcamiento y yo misma.

13

La gente piensa que debería ser una especie de rastreadora debido al linaje de mi padre y a mi apariencia. No podrían estar más equivocados. Mi herencia está tan mezclada que no sabría por dónde empezar. Me perdería en un bosque con más facilidad que un turista con un GPS estropeado. Odio el olor a pino y a tierra mojada. Por no hablar de los diversos osos, pumas, lobos, coyotes, serpientes, organismos vegetales maliciosos e insectos que pican. Las excursiones campestres no son lo mío, muchas gracias. Prefiero una calle sucia llena de vagabundos y jeringuillas. Ahí conozco a los depredadores y ya no me molestan.

Estoy sentada frente al edificio de apartamentos de Surrey y veo a Amir, el primo de Bidi, marcharse al trabajo dos horas antes de su turno. A través de las cristaleras del portal le veo mirar a su alrededor antes de salir. Aunque se muestra cauteloso antes de abandonar el edificio, una vez fuera se mueve con rapidez, mirando nervioso por encima del hombro.

Esta vez no le sigo. Esta vez me compro un café en la cafetería de la esquina y espero a ver al hombre del saco que parece acecharle, lo que le obliga a mirar nervioso a su alrededor y salir de casa mucho antes de lo necesario. Pasada una hora, obtengo mi recompensa. Un utilitario con las lunas tintadas entra en el aparcamiento de atrás. Un joven indígena sale del edificio y le entrega una bolsa de basura al joven hombre blanco sentado al volante. Tres chicos asiáticos y una niña negra pasan por delante e ignoran deliberadamente el intercambio. Los dos hombres del coche hablan durante unos segundos y entonces el coche se aleja. Apostaría mi próxima nómina a que la bolsa está llena de dinero negro.

Aunque me doy cuenta de que hay un elemento organizativo en este caso, he de reconocer cierto respeto ante lo que ocurre aquí. Solo en Canadá pueden encontrarse bandas que no se basan en los límites étnico-culturales. Estos jóvenes se mueven por el amor al dinero que nos une a todos.

Veo al joven regresar al edificio como si fuese su dueño y me pregunto de dónde será su gente. Pero soy la última que podría averiguarlo. Además no tengo derecho a especular. Esa conexión se perdió hace mucho tiempo. Está tan muerta como mi padre. Y, si mi padre estuviera aquí hoy, viendo a ese chico nativo con su banda multiétnica, diría que al menos el chico pertenece a algún lugar.

Buena manera de utilizar la integración.

Quien piense que las escuelas residenciales fueron la única manera en que el Gobierno canadiense trató de aislar a las comunidades indígenas de su propia cultura se equivoca. Lo intentaron de diversas maneras, para ver qué cuajaba. En los cincuenta, los sesenta y hasta los setenta, apartaban a los niños de las familias indígenas y los daban en adopción. Algunos llegaron hasta Estados Unidos, Europa e incluso Nueva Zelanda, sin recuerdo de quiénes eran ni de dónde procedían.

Así que, cuando mi padre por fin logró regresar a Canadá desde Detroit, no tenía raíces. Nació en Manitoba y podría haber formado parte de cualquiera de las sesenta y tres comunidades de las Naciones Originarias de Canadá que allí había, o de los métis, o tener una herencia mezclada de cualquier otro tipo, pero no sé si alguna vez llegó a saberlo con certeza. Esos archivos se habían perdido tiempo atrás, antes incluso de que él regresara a su país de origen. No sé si alguna vez se sintió tan cómodo consigo mismo como ese chico del edificio parecía sentirse, y en eso sí nos parecemos.

Él era tan forastero como lo soy yo.

Mientras le observo, el hombre del utilitario se detiene para hacer una llamada telefónica y después se marcha. Al igual que Lynn en el aparcamiento, no me ve. Y, si me viera, es probable que le diera igual. Me voy con la sensación de haber encontrado una pieza esencial del rompecabezas. Estos tíos parecen traficantes de poca monta, parte de una organización mayor. Amir, el primo de Bidi, no me da la impresión de pertenecer a una banda, así que tal vez sea un desafortunado instrumento al que están acosando. Porque sabe algo que no debería saber y, si tuviera que hacer una conjetura, diría que Harrison Baichwal sabe lo mismo.

Recibo un mensaje en el móvil.

Ahora.

14

Esta vez llego yo primero al mirador que hay junto al puente Lions Gate, aunque me he pasado una hora en el atasco que se forma normalmente en esta parte de la ciudad. Me quedo mirando al agua y me pregunto dónde estará la corriente negra. Dónde estará el calor. Ha parado de llover por ahora, pero amenaza con volver a caer a la mínima provocación.

—Eh —dice una voz suave a mis espaldas. Esta vez Brazuca ha venido andando y parece más cansado que nunca. Lo que inicialmente pensé que eran síntomas de resaca, la última vez que lo vi, ahora parece extrema fatiga. Si acaso parece más delgado que antes. Obviamente ha entrado en una espiral y esta vez la está tomando con su estómago en vez de con su hígado.

Se agarra a la barandilla con ambas manos y se queda mirando al agua, como si ahí estuvieran encerrados los misterios del mundo, como si tan solo él supiera hablar su idioma. Pero no es así, y de nuevo ha fracasado. Son casi las ocho y el gentío de la ciudad se ha dispersado donde sea que vaya cuando no está abarrotando las calles.

—¿Lo tienes?

Él ignora mi pregunta.

—Háblame de la chica.

No tenía planeado hacer tal cosa, ni hablar de Bonnie, ni de Everett, ni de Lynn, pero su manera de pedírmelo me ha dado cierta tranquilidad. Hasta ahora yo solo era un grano en el culo. Ahora soy un grano en el culo con algo de interés.

O quizá solo sea el detective que lleva dentro.

Me encojo de hombros.

—No sé mucho sobre ella. Hija única. Los padres son arquitectos. Viven en una bonita casa en Kerrisdale. Se marchó hace dos semanas, pero creen que no era su intención estar fuera tanto tiempo.

—¿Se trata de un caso de Krushnik Investigations o es algo que estás haciendo para Sebastian Crow?

Noto la tensión en todos los músculos de mi cuerpo.

—No sé por qué te sorprende —me dice—. Hace tiempo que sé dónde trabajas. No iba a sacar el tema, pero el hecho de que me pidas un favor, sin previo aviso… no es muy anónimo, ¿no crees?

Ya sé dónde quiere ir a parar. Al darle el número de matrícula, le he invitado a entrar en mi vida. Ya no hay anonimato ni privacidad. Ahora solo somos alcohólicos.

—¿Cómo lo supiste?

—El año pasado te seguí. Después de que me rompieras la nariz. Pensé que me merecía una disculpa.

—Pero nunca reuniste el valor de pedírmela.

—No es cuestión de valor. Me di cuenta de que una disculpa debería ofrecerse, no pedirse. —Es un golpe intencionado, pero poco apropiado. Jamás he sido de las que se esconde tras los modales. Los buenos modales, aunque resulten maravillosos si te los ofrecen, son engañosos. Nunca he olvidado eso.

—¿De quién es el coche? —pregunto. Tengo la impresión de que oculta algo. Creo que el hecho de que esté aquí, en vez de haberme llamado por teléfono para darme la información, significa que ha descubierto algo inesperado. O quizá se sienta solo. Creo que es por lo primero.

Vuelve a ignorar la pregunta. Un barco petrolero atraviesa el mar en la distancia y se aleja con la marea.

—¿Quién es la chica para ti?

Nos quedamos de pie junto a la barandilla, sin mirarnos, contemplando el agua. Pienso en mentirle, pero no puedo. Podría hacerlo, pero no quiero sentirme como una imbécil. Así que me quedo mirando hacia el frente hasta que Brazuca cambia su peso de pie y estira un brazo hacia abajo para masajearse la rodilla.

—Esta noche va a llover otra vez —dice, como un viejo cuyo mayor placer consiste en predecir el tiempo basándose en el estado de sus diversas lesiones. Brazuca tiene cuarenta y tantos años y, aunque le gusta fingir que es mayor de lo que parece, yo sé que no es más que una táctica para ganar tiempo. He de admitir que posee cierto encanto. Qué fácil es desarmar a alguien con una simple conversación sobre el clima.

—Es un invierno en Vancouver —le digo, con la esperanza de que siga hablando.

Pero no capta la indirecta. Por el momento se guarda todas las cartas y está encantado de ir a su ritmo, un ritmo muy lento.

—Estoy pensando en mudarme a un lugar cálido. Donde nunca llueva.

—He oído que en el Sáhara se está bien. Los escorpiones son majos.

Veo una sonrisa fugaz en su rostro.

—Nora, el coche lo tiene alquilado WIN Security. Forma parte de su flota de vehículos.

—¿La empresa de seguridad privada?

—Esa misma. Así que dime, ¿se trata de una simple fugitiva? Porque no entiendo por qué iban a estar interesados en algo así. En el mundo de la seguridad, son de los más prestigiosos. Se dedican casi exclusivamente al trabajo corporativo.

—Pero ¿también realizan investigaciones privadas?

—Es posible, pero sobre todo para sus clientes corporativos. Encontrar a muchachas desaparecidas no figura entre sus especialidades. Y además no son baratos. ¿Dijiste que el coche estaba vigilando la casa? Sus equipos de vigilancia son de último modelo y se pagaría mucho dinero por esa clase de servicios. ¿Y solo para ver si una chica vuelve a casa?

Everett y Lynn parecían acomodados, aunque tampoco creo que naden en dinero.

—¿Puedes averiguar qué estaba haciendo allí WIN Security?

—No. Ese no era el trato, ¿recuerdas? Yo te digo a quién pertenece el coche y tú lo dejas correr.

—Yo nunca accedí a eso.

—Bien, pues deja que te ayude.

Entonces lo miro y me doy cuenta de que habla en serio.

—Gracias por la información —le digo dándome la vuelta.

—¿Dónde vas? ¡Eh! ¡Vuelve aquí!

Me grita y, por un momento, parece que está tentado de perseguirme, pero soy mucho más rápida que él. Además, es indigno para un hombre con cojera correr detrás de una mujer, sobre todo si ella va gritando:

—¡No quiero comprarte drogas!

Aunque esta declaración es engañosa, técnicamente es cierta. Pero, en cualquier caso, no me siento orgullosa de ello.

15

Hay un sedán aparcado frente a la casa de Kerrisdale. En un lugar diferente, un coche diferente, pero con el mismo hombre recostado en el asiento del conductor. Esta vez está comiendo arándanos de un envase de acero inoxidable. Qué considerado con el medioambiente. Me tomo unos instantes para apreciar su compromiso con el planeta. Está escuchando por la radio una retransmisión del partido de los Canucks de anoche y apenas levanta la mirada cuando Lynn sale de casa, sin molestarse en cerrar con llave. Cuando Lynn se marcha en el Audi que hay aparcado en la entrada, el tipo bosteza y saca otro aperitivo saludable de la guantera. Yo aprovecho esa oportunidad para colarme por la puerta principal.

Los canadienses suelen ser complacientes cuando sus seres queridos están en casa. Como si hubiera que guardar bajo llave los objetos de valor cuando no hay nadie en casa, pero no cuando sí lo hay. Si tuviera intención de robarles, ahora sería un buen momento. Oigo la ducha en el piso de arriba, así que sé que Everett aparecerá en cualquier momento, si quisiera atacarlo. Dado que solo he venido a husmear, me voy al sótano, paso junto al cuarto de la lavandería y me escondo en la zona de almacenaje.

Me fijo en las filas y filas de estanterías bien organizadas. Tres vidas, las tres guardadas en un orden aparente. Admiro la precisión necesaria para ordenar la propia vida de esta forma. ¿Impuestos? Arriba a la izquierda. ¿Equipamiento deportivo? Abajo a la derecha. ¿Ropa de invierno? Zona central.

En la balda superior hay una caja ligeramente torcida y, al examinarla mejor, me doy cuenta de que es la única que no tiene etiqueta. Dentro descubro una caja ignífuga cerrada con llave. La cerradura es fácil de forzar. Siempre llevo encima algunas horquillas, por si acaso se presenta una situación como esta. Normalmente no busco desmontar la vida de las personas, aunque Leo dice que tengo un don natural para ello. Pero, cuando renuncias a tu sueño de ser cantante de blues, tienes que dedicarte a algo. El destino me presentó al periodista, que me condujo hasta Seb y Leo. Ellos no me preguntan dónde aprendí a usar las horquillas, no saben que durante el entrenamiento básico en las Fuerzas Armadas canadienses solía dormir junto a una degenerada como yo, de apenas dieciocho años, que era capaz de abrir cualquier puerta que quisiera en vez de esperar a que se abriera sola.

La cerradura de la caja ha sido manipulada, pero, a juzgar por los arañazos externos, sé que fue obra de un principiante. Dentro están los documentos de la adopción y copias de la solicitud que Everett y Lynn enviaron a la agencia. Aquí encuentro cartas donde pone lo aptos que serían los Walsh para tener hijos. Lo enamorados que estaban y el buen trabajo que tenían. El dinero que ganaban. Debajo de esos papeles encuentro el certificado de nacimiento de Bonnie, el que lleva mi nombre. Igual que debió de encontrarlo ella cuando se puso a buscar. Me sorprende la ingenuidad que demostraron al guardarlo aquí. Sería el primer lugar donde buscaría.

Me quedo mirando mi nombre garabateado en ese trozo de papel y siento que se me revuelve en el estómago el café que tomé por la mañana. En el hospital, cuando nació, no quise verla porque no quería tenerla en absoluto. Cuando la enfermera la envolvió en una manta y trató de pasármela, yo me giré y fingí que no existían; ni el médico, ni las enfermeras, ni los camilleros, ni el bebé. He tratado de olvidarlo todo sobre aquel día, pero los recuerdos empiezan a regresar a todo color. Sus llantos. Mi agotamiento. El entumecimiento de mis extremidades inferiores. Entonces fue fácil renunciar a ella, permitirle tener una vida mejor que la que yo podía ofrecerle. Una vida mejor con esas personas a las que yo no había visto jamás y cuyos nombres desconocía. No me arrepentí de ello en su momento. Fue un alivio. Pero ahora… ahora lo único que siento es rabia al saber que no cumplieron su parte del trato. Si hay una ley inquebrantable en el mundo es que, en lo referente a los niños, las promesas deben cumplirse.

Esa niña no debía acabar perdida por las calles. No debía acabar como yo.

Estoy tentada de ir arriba y enfrentarme a Everett, pero con los años he aprendido algo sobre el autocontrol, y es que normalmente compensa. Además, me echaría o llamaría a la policía. Y, salvo con Brazuca, yo no hablo con polis.

En el piso superior oigo improperios mientras Everett se prepara a toda prisa para ir a trabajar. No siento ninguna compasión por él. Pocos minutos más tarde, la puerta trasera del piso de arriba se cierra de golpe, pero yo espero diez minutos más antes de subir. En el cuarto de la colada hay una camisa de hombre metida en la lavadora. La huelo y detecto el aroma a colonia cara y algo parecido al jazmín.

Una vez convencida de que Everett está demasiado lejos como para volver a casa a por algo que se le haya podido olvidar, subo al piso de arriba. Estoy enfadada, pero no tanto como para no admirar su buen gusto. La casa es tan bonita por dentro como por fuera. Está todo decorado con elegantes tonos crema y cerúleo, con estratégicos toques rojos y amarillos. Sobre la repisa de la chimenea están las fotos familiares y, en su mayor parte, son recuerdos felices de una familia que se quiere. Incluso Lynn sonríe en las fotos, lo cual me interesa porque no podía imaginarme su cara transformada de esa forma. Cuanto más antigua es la fotografía, más feliz parece. La fotografía más vieja es una en la que aparece Lynn con Bonnie de bebé en brazos. Sonríe a la cámara. En la imagen parece como si todos sus sueños se hubieran hecho realidad. Está emocionada y nerviosa, y mira al bebé que duerme en sus brazos con mechones de pelo oscuro como si fuera el mejor premio del mundo.

Dejo la fotografía con cuidado y me retiro. Casi todas las personas enmarcan fotografías para preservar recuerdos de épocas más felices, para mantenerlos a flote cuando necesitan recordarlos, pero yo prefiero mantener mis recuerdos encerrados para poder desempolvarlos y mirarlos solo cuando no puedo evitarlo. Y son solo para mí. En parte esto se debe a que Lorelei y yo no crecimos en un hogar con fotos de caras sonrientes, y desde luego no nos hicieron fotos en los hogares de acogida. Pero también se debe a que parte de mis recuerdos han desaparecido para siempre, porque una noche canté en un bar y me desperté en el hospital, donde solo recordaba la visión de mi sangre en una sábana y el olor de la tierra del bosque cuando tenía la cara pegada al suelo.

Subo las escaleras y entro en la habitación situada sobre el garaje. La cama está cubierta con una estridente colcha verde, del color de una pelota de tenis. Si puedo conectar en algo con mi descendencia, desde luego no será a través de esta monstruosidad de neón. Las paredes son como un anuncio gigante de un joven bronceado y sin camisa llamado Jacob. Me resulta familiar, pero no lo ubico. Nunca he conocido a nadie tan atractivo en la vida real. Hay una fotografía de Bonnie y de otra adolescente pegada en el espejo situado sobre la cómoda. Ambas sacan la lengua a quien quiera que está detrás de la cámara, aunque Bonnie lo hace riéndose y la otra chica parece bastante molesta por el tema. Debajo hay una foto de Bonnie con pantalón de chándal y una camiseta corta posando para la cámara.

Me acerco al escritorio y saco sus carpetas del instituto. Aquí encuentro algunas similitudes genéticas. En las carpetas abundan los garabatos y escasean los apuntes. Me quedo mirando los dibujos de los márgenes. No tienen ningún talento, solo son los garabatos de una niña con predilección por un tipo de expresión concreta. Una cara enfadada con una ceja levantada. Algunas tienen aspecto demoníaco, pero no han sido dibujadas con mucho esmero. Aunque la cara cambia, los ojos siempre son los mismos. Con forma de almendra y ligeramente inclinados. Sus ojos, tan inescrutables como los míos. Vuelvo a dejar las carpetas en su sitio y busco en el armario y en los cajones cualquier cosa de interés. Todo está en orden, lo que significa que la chica es demasiado lista para dejar pruebas tras de sí.

La habitación de Everett y Lynn es espaciosa y luminosa, pero se advierte en ella cierta formalidad. Todo está en su lugar, aunque trabajen a jornada completa y hayan salido apresuradamente de casa a las siete de esta mañana. No hay ropa tirada por el suelo ni sobre la cama, ni botes de cosmético sin tapar. Resulta evidente que son personas que tienen mucho cuidado la una con la otra. Intento imaginármelos teniendo sexo en esta cama, pero la idea, que normalmente me hace sentir incómoda, en este caso me deja indiferente.

Sigo mi camino.

Olfateo los artículos de tocador de la habitación y del baño principal y no encuentro nada que me recuerde al jazmín. Estoy justo a un lado de la ventana del baño cuando, por el rabillo del ojo, veo una figura encapuchada que se detiene en el jardín de abajo. Al principio pienso que es el tío del coche, pero, tras ver cómo mira a su alrededor y después hacia la ventana de la habitación situada sobre el garaje, me doy cuenta de que no podría ser él. La figura es demasiado tosca y demasiado furtiva. No se mueve con el sigilo y el disimulo habituales de un agente de seguridad, sino con la exageración y la torpeza de una adolescente.

Bajo las escaleras, quito la pantalla de malla metálica de la puerta trasera y me escabullo. No es una huida elegante, pero sí efectiva. Vuelvo a poner la pantalla en su lugar, con cuidado de que los bordes queden alineados, y me cuelo por un hueco de la verja. La chica ha entrado y salido por el mismo camino.

Atravieso el parque que hay tres calles más allá, siguiendo a la chica. Camina deprisa, pero yo soy más rápida, así que soy capaz de alcanzarla antes de que llegue al colegio. Con un movimiento rápido, la meto entre los árboles. Ella abre la boca para gritar, pero yo doy un paso atrás y levanto las manos para demostrarle que no soy una amenaza. Se queda con la boca abierta y respira aliviada al ver que soy una mujer, aunque eso no signifique nada si realmente quisiera hacerle daño.

—¿Quién coño eres? —me pregunta con los ojos azules entornados. Es la otra chica que aparece en la foto que tiene Bonnie sobre la cómoda. Una melena rubia con reflejos platino le rodea la cara, que lleva cubierta de base de maquillaje para tapar el acné que tiene en las mejillas. Lleva una falda levantada hasta los muslos y una sudadera de capucha con la cremallera bajada, de modo que puedo ver la camiseta blanca ajustada de debajo. Aunque vaya vestida como una prostituta, su ropa parece buena, así que debe de tener dinero. Si no, no podría permitirse ir al instituto en esta zona.

—Estoy buscando a Bonnie —le digo.

Ella resopla y me mira.

—¿Es que te debe dinero o algo así?

—Soy su madre. —Decir esto en voz alta es como una descarga eléctrica que recorre mi cuerpo. Me obligo a mantener la calma, o controlar el pánico—. He oído que ha desaparecido y te he visto en el jardín. ¿Ibas a recoger sus cosas?

Ella vuelve a quedarse con la boca abierta, pero la cierra cuando pasa por allí una mosca. Se ríe de mí y yo resisto las ganas de abofetearla. Conozco a esta clase de chicas. Aunque haya adoptado una personalidad cáustica para llamar la atención, por debajo no es más que un gremlin inseguro que busca amor y aceptación. Intento tener eso en mente cuando sigue hablando.

—Así que te ha encontrado, ¿eh? Lleva dos años buscando por internet.

—No. Sus padres se pusieron en contacto conmigo.

—¿El señor Alegre y la Reina de Hielo?

—¿Los conoces?

—Claro que sí. Bonnie es mi mejor amiga desde hace como ocho años. Soy Mandy —me dice con determinación, y se queda mirándome a la cara—. No te pareces en nada a ella. Salvo por los ojos. Pero los suyos son como más bonitos.

Ignoro esa última parte.

—La acampada a la que iba…

Mandy escupe su chicle al suelo y le echa un poco de tierra encima.

—Era con mi familia, sí. Fue un poco mentirosa. Ni siquiera a mí me dijo que pensaba largarse, aunque sabe que yo le habría cubierto las espaldas. Me llamó la noche anterior, llorando, y me dijo que ya no podía ir, pero que no fuera a verla porque la situación estaba jodida y que ya hablaría conmigo a mi vuelta. Luego descubro que les había dicho a sus padres que íbamos a pasar a recogerla una hora más tarde, cuando ellos ya se hubieran ido a trabajar, pero que no se preocuparan, porque les llamaría cuando estuviera de camino. Y ahora yo me meto en un lío porque todo el mundo piensa que yo era como su cómplice o algo así. Menuda zorra.

Se ha puesto pálida debajo de tanto maquillaje. Que Bonnie haya mentido no es gran cosa. El problema es que le haya mentido a ella.

—Y no iba a pasar a recoger nada suyo, ya que me lo preguntas. Solo quería ver si había vuelto ya. Le presté dinero, y mi padre me ha cortado el grifo esta semana porque, bueno, porque sí, y el caso es que necesito que me lo devuelva.

—¿Cuánto dinero?

Mandy se encoge de hombros.

—Veinte dólares. No es mucho, pero las próximas dos semanas estaré sin blanca, así que…, bueno, eso. Seguro que se lo dio al imbécil de su novio. Ha estado pidiendo dinero desde que lo conoce porque todo el mundo sabe que él no tiene nada de pasta. Y seguramente se haya ido con él, por cierto.

Everett y Lynn no mencionaron nada sobre un novio, así que debía de ser uno de los oscuros secretitos de Bonnie. En su habitación no había indicios de ninguna presencia masculina particular en su vida, salvo por el Jacob sin camiseta. Y no creo que él esté implicado.

—¿Quién es el novio?

Mandy frunce el ceño. Su desdén es evidente.

—Tommy Jones. Estuvo aquí un cuatrimestre viviendo con su tía, pero el marido de esta le odiaba, así que la tía se deshizo de él. Tiene como un cuarto de herencia inuit o algo así, y de pronto la vida de Bonnie gira en torno a él. Le ha dado fuerte con la mierda esa de los nativos, ¿sabes? Al parecer, el señor Alegre le dijo que su verdadera madre era parte indígena y se obsesionó con eso. —La chica me mira con la esperanza de que me sienta ofendida, pero no me ofendo. Cuando te pasas tanto tiempo en hogares de acogida como me pasé yo, estos burdos intentos de provocación dejan de tener efecto, positivo o negativo. Lo que me sorprende es lo poco que me paré a pensar en lo que sabían de mí sus padres adoptivos cuando se la llevaron. Jamás se me ocurrió preguntar. Jamás se me ocurrió que la chica pudiera estar interesada en la mujer que la abandonó.

—¿Le has hablado a alguien de él?

Ella se encoge de hombros.

—Solo al segundo poli que pasó por aquí. El primero que se presentó en mi casa no tenía ni idea. ¿Cómo coño iba a contarle lo del novio con las amigas del club de costura de mi madre allí delante? Pero sí se lo conté al segundo, porque se presentó después de clase y tuvo la decencia de apartarme a un lado de la calle, donde no había padres cerca.

—¿Qué aspecto tenía ese segundo policía?

Ella entorna los ojos.

—¿Qué pasa? ¿Estás escribiendo la historia de su vida?

Yo sonrío. Hace unos segundos ha mostrado sus cartas y ahora es demasiado tarde. Ahora sé que oculta algo.

—No, pero, si no me ayudas a encontrarla, puede que les diga a tus padres lo de Tommy. No quieres que sepan nada por alguna razón, ¿verdad?

Ella se sonroja.

—Que te jodan, zorra.

La alcanzo con un solo paso y consigo aprisionarle los brazos a la espalda contra el tronco del árbol. Ella intenta darme un rodillazo en la entrepierna, pero giro la cadera hacia un lado. Jadea y respira asustada mientras nos miramos. Le huele el aliento a cigarrillos mentolados. Aunque me saca como doce centímetros y pesará unos diez kilos más, no puede competir con mi fuerza.

—No saben que Bonnie y tú sois sexualmente activas, ¿verdad? —susurro—. Si les dices lo de Tommy y la encuentran, te da miedo que les diga con quién has estado acostándote tú.

Mandy me tose en la cara y una nube de aliento a sacarina se me mete por la nariz.

—Por favor, puede que se le haya ido la cabeza, pero jamás contaría lo mío. Es mi mejor amiga.

De pronto percibo su incertidumbre, al menos lo suficiente para adivinar el motivo.

—Ah, así que es Tommy. Vosotras dos no estáis tan unidas. ¿Qué sabe él? ¿Que te deshiciste del bebé? —No es más que una corazonada que tengo, pero de pronto su expresión pasa del descaro al miedo—. Sabes que tienen archivos, ¿verdad? Podría hacer unas llamadas…

—Dijeron que… que no era necesario que mis padres firmaran nada. Es confidencial.

—Nada es del todo confidencial cuando eres menor de edad. Guardan los archivos y tus padres pueden solicitar tu historial médico. —No me gusta mentir a los jóvenes, pero he llegado demasiado lejos como para dejar que ella me gane la partida.

Mandy arruga el gesto, quizá ante la idea de que sus padres le corten el grifo para siempre.

—Bonnie le obligó… le obligó a ir a recogerme después. Él jamás lo habría hecho de no haber sido por ella, pero Bonnie no tiene carné de conducir, así que le obligó a utilizar el coche de su tío. Tommy me odia. Ahora más que antes, porque le echaron de casa cuando el tío descubrió lo del coche y ya no puede vivir con ellos. —Veo las lágrimas en el rabillo de sus ojos. Se me había olvidado lo frágiles que son los críos.

Doy un paso atrás, pero sin dejar de mirarla a los ojos mientras se recompone.

—¿Qué aspecto tenía el segundo policía?

Lo piensa durante unos segundos mientras se seca las lágrimas, que le dejan el rímel corrido.

—Estaba bueno, con aspecto de tío profesional. Blanco, treinta y tantos años. Pelo castaño y corto. Mucho mejor cuerpo que el primer poli. Estaba comiendo uno de esos aperitivos de algas mientras me esperaba, y era algo llamativo, porque una esperaría que estuviese comiendo dónuts, ¿verdad?

—Entiendo. —Mandy acaba de describir al tío del sedán. Así que va más allá de vigilar la casa. Un agente privado de seguridad que se hace pasar por policía para sacarle información a una adolescente me parece algo bastante más turbio—. ¿Hace cuánto fue eso?

—Unos tres días. Mira, tengo que irme a clase —me dice—. ¿Hemos acabado?

—Una cosa más. ¿Tienes una foto de Tommy?

Ella vacila.

—Solo estoy buscando a Bonnie, nada más. Muéstrame una foto de su novio y me marcho, ¿de acuerdo?

Mandy solo quiere terminar la conversación, así que se saca el móvil del bolso y desliza el dedo por la pantalla. Los chicos de hoy en día se apresuran a documentar sus vidas. Me muestra el teléfono. En la pantalla veo una foto de Tommy y Bonnie fumando un porro y poniendo caras ante la cámara. Otra razón por la que Mandy no quiere que sus padres sepan lo del novio de Bonnie. Yo miro la foto. No es más que un crío. La cámara los enfoca desde arriba y lo único que veo de él es su frente, unos ojos oscuros y un pelo negro tan brillante que podría protagonizar un anuncio de champú.

—¿Tienes otra foto?

—Mira, aquí se le ve mejor. —Aparta el móvil, abre un videoblog y se detiene en un vídeo—. Se conocieron en una cosa de baile. Bonnie baila muy bien y Tommy también. Había un grupo de chicos en su estudio que querían formar una banda y hacer espectáculos, pero Tommy no tenía dinero para unirse, así que ella se lo pagó.

Pulsa el play en el vídeo. Veo a un grupo de jóvenes bailando break-dance. Reconozco a Tommy de inmediato, pero Bonnie me resulta más difícil de ubicar. Y entonces la veo. Está en la parte de atrás. Es una buena bailarina que ejecuta los pasos con decisión. El vídeo hace un zoom en ella y, pese a estar enterrada en la parte de atrás, advierto que tiene el tipo de actitud que llama la atención. Bien. Si de verdad está en la calle, será mejor que no sea una florecita delicada.

Mandy sonríe con suficiencia cuando el vídeo termina y vuelve a guardarse el móvil en el bolso.

—Desde entonces debería haber sabido que Tommy era un perdedor. No tendría que pagarle ella a él, sino al revés.

Se da la vuelta para marcharse, pero yo me acerco y le corto el paso.

—Una última cosa.

—¡Eh, lo has prometido!

—No. He dicho una cosa más, y esta es otra. Pero es la última.

—Lo que tú digas. ¿Qué quieres?

—¿Dónde puedo encontrar a Tommy?

—Volvió a vivir con su madre. Está en Ende… no sé qué. Nunca me acuerdo del nombre, pero está cerca de Kelowna. Ella trabaja en una especie de fábrica. Y es probable que Bonnie esté allí también. Si encuentras a esa zorra, dile que me llame. ¡Quiero mi puto dinero! —Vuelve a adoptar su actitud irritante, se da la vuelta y se aleja.

Mientras regreso junto a Whisper, que espera pacientemente en el Corolla a pocas manzanas de distancia desde la casa de los Walsh, cubriendo la ventana de atrás de babas, recuerdo la locura que supone intentar hablar con un adolescente. No he tenido razón para hacerlo en años. Los adolescentes son impulsivos, emocionales, provocadores. Son incapaces de mentir bien, aunque lo hacen a todas horas. Por ejemplo, mienten a sus padres. Sobre su vida sexual.

Pero, por muchas vueltas que le doy, la existencia del novio no explica la presencia de un agente de seguridad apostado frente a la casa de los Walsh, ni por qué alguien que no es policía finge ser uno para sacarle información a la mejor amiga de Bonnie. Incluso aunque Everett y Lynn los hubieran contratado para buscar a Bonnie, el que fue a hablar con Mandy no habría tenido razón para mentir sobre su identidad. Nada de esto tiene sentido, pero ahora al menos tengo un lugar donde buscar a la chica. El problema es que, quien sea que la esté buscando también, me lleva tres días de ventaja. El tipo del sedán sigue allí, así que sé que no ha ido a Kelowna a buscar a Bonnie. Trate de lo que trate la misión, sin duda es un trabajo en equipo si pueden permitirse dejarlo a él aquí para vigilar la casa. Así que no es un caso cualquiera para WIN Security, no es un simple trabajo de vigilancia.

Pero sigo sin entender el porqué. A veces el porqué resulta evidente de inmediato, pero en este caso no encuentro un motivo para que una empresa de seguridad esté interesada en una chica adoptada de buena familia.

Whisper me recibe con mirada acusadora. Huele el sudor y la adrenalina de mi anterior persecución y quiere saber por qué he ido a correr sin ella.

—No todo gira en torno a ti —le digo con voz severa para reafirmar que soy yo la que manda aquí. Se niega a beber el agua que le he traído y sigue babeando por la ventanilla para castigarme. Cuando paso por delante de la casa, veo otro sedán discretamente aparcado a pocas casas de distancia.

El porqué no está claro, hay demasiados cabos sueltos, así que se me tendrá que ocurrir algo para entender qué diablos está pasando aquí. Cuando una chica desaparece, suele ser una cuestión sencilla. Turbia, pero sencilla. Sin embargo, esto parece volverse más complicado a cada hora que pasa.

Si el porqué es demasiado incierto, entonces tal vez tenga más suerte con el quién.

16

WIN Security está ubicada en un discreto edificio de ladrillo de tres plantas situado en West Broadway, justo fuera del área central. Puedo ir andando desde nuestras oficinas en la zona este y, en esta ocasión, no creo que sea bueno llevar a Whisper conmigo. No protesta al ver que la dejo atrás; se limita a mirarme con odio y regresa a tumbarse sobre la alfombra. Pero, a juzgar por su postura, sé que está triste. No puedes vivir tanto tiempo con una hembra y no reconocer sus estados de ánimo.

—Te traeré un premio cuando regrese —le digo para alegrarla. Ella levanta la cabeza y en sus ojos no veo esperanza de que vayamos a volver a vernos. Está preparándose para lo peor, pero aun así su falta de fe me escuece—. Volveré por la tarde. —Según su expresión, no cree que sea probable. Así que se aleja—. Deberías ser un gato —le digo a modo de despedida. No da señales de haberme oído, la muy perra.

En la calle veo a un vagabundo rebuscando en la basura y observo con disimulo el Corolla para asegurarme de que no lo haya tocado. Ni un arañazo, salvo los que le he hecho yo, así que paso junto a él e intento ignorar que está olisqueando los restos mohosos de un sándwich que alguien ha tirado sin terminárselo. La desesperación hace que algunas cosas sean más fáciles de tragar. Es difícil mirar a los ojos a un necesitado. La desesperación me convirtió en adicta durante un tiempo y nadie me miraba a los ojos. No les culpo.

—¿Tienes algo suelto? —me pregunta el hombre. Evita mi mirada y yo la suya. Mejor para los dos. Aparenta unos sesenta años, pero en la calle eso le sitúa entre los cuarenta y los cincuenta. Por norma, la gente no envejece bien viviendo en callejones y rebuscando en la basura.

Le lanzo una barrita de cereales que encuentro en el bolsillo y se queda mirándola con desconfianza mientras me alejo. Si se la come o no es asunto suyo. No estoy tratando de hacer ningún alegato al darle comida en vez de dinero. Es que no llevo dinero encima. De ese modo, si me atracan, el muy cabrón solo se llevará algo de picar mientras reflexiona sobre las decisiones que ha tomado en la vida.

Las calles están abarrotadas mientras camino por East Hastings con unos leggings y una chaqueta oscura con rayas reflectantes que he comprado en una tienda de segunda mano. Junto con el casco de bici y una bandolera de mensajero, la factura ascendió a veintidós dólares, que son veintidós dólares más de lo que me hubiera gustado gastarme, pero, tras sopesar mis opciones, esta me pareció la mejor.

Comienza a lloviznar justo cuando atravieso Main Street y entro en Broadway, así que acelero el paso. Dudo que cualquiera que se cruce conmigo se pare a preguntarse qué hace una mensajera sin bicicleta, pero aprieto el paso por si acaso. Acaba de terminar la hora de comer cuando me aproximo al edificio de tres plantas. La gente va regresando lentamente al trabajo. Es probable que se hayan atiborrado a carbohidratos y sodio y solo busquen un rincón tranquilo en el que poder echarse la siesta para que su sistema digestivo se recupere. De hecho, cuento con que estén distraídos y no presten atención a una inofensiva mensajera.

El edificio en sí es poco llamativo. Su fachada desgastada de ladrillo no destaca entre las demás y el camino ajardinado de acceso es bonito, pero no llama demasiado la atención. Espero hasta que veo a dos hombres con pantalones de vestir, camisa y gafas que se acercan a la entrada y los sigo, lo suficientemente cerca como para mezclarme con ellos ante las cámaras de seguridad, pero no demasiado como para que adviertan mi presencia antes de entrar.

—Oh —dice uno de ellos cuando me ve entrar. Me sujeta la puerta mientras hace equilibrios con una bandeja de cafés para llevar. El otro también lleva una bandeja, así que imagino por su manera de vestir que deben de ser los recaderos del departamento de informática. Cuando paso por delante, golpeo con el hombro la bandeja y el hombre que sujeta la puerta la deja caer. Vaya. Qué torpe. El otro se inclina para ayudar y se le cae también su bandeja. El líquido ardiendo me salpica por todos lados.

—¡Imbéciles! —grito—. ¡Mirad lo que habéis hecho! ¡Si se me han estropeado los paquetes, os demando! ¡Necesito este maldito trabajo! ¿Cómo voy a pagar las facturas?

La recepcionista se acerca corriendo para evaluar los daños.

—¿Está bien? —me pregunta mientras mira con odio a los dos informáticos.

—No, no estoy bien —respondo en mi papel de mensajera arrogante mientras levanto mi bandolera empapada—. ¿Tienen un baño donde pueda limpiar esto?

—Nuestras instalaciones no son de uso público… —me dice ella mirando hacia las dos cámaras de seguridad situadas sobre su mesa. Una apunta hacia la puerta y la otra al segundo recepcionista que hay en la mesa, y que nos observa con descaro.

—¿Sus empleados suelen empapar al público con bebidas calientes? —pregunto yo dirigiéndole una mirada digna de Medusa, insinuando con los ojos que podría demandarlos si no se anda con cuidado.

Ella parpadea, quiere librarse de mí, pero se da cuenta de que no pienso irme sin pelear.

—Aunque claramente se trata de una emergencia…, así que sígame.

Chica lista.

Se acerca a unas puertas dobles que hay pasados los ascensores.

—Frank, llama a los de mantenimiento, por favor —le dice al otro recepcionista. Y entonces se vuelve hacia los informáticos—. Será mejor que volváis a hacer el pedido. Y no lo carguéis a la cuenta de gastos esta vez, Walter. —La recepcionista le dirige una mirada cómplice al tipo llamado Walter y después continúa, ignorando por completo al otro informático, cuyo nombre es probable que ni siquiera recuerde.

Los dos informáticos parecen abatidos, pero ¿qué van a hacer? ¿Quejarse de que yo me he chocado con ellos? Cosa que, naturalmente, es verdad. Sin embargo, estos jóvenes son gente decente y aceptan que se les ha torcido el día en cuestión de segundos y que tendrán que pagar de su bolsillo dos bandejas de café de diseño.

Más allá de la recepción, forrada con paneles de madera, el edificio es mucho más sofisticado y austero de lo que parece por fuera. Eso encaja más con lo que una esperaría de la mayor empresa de seguridad de la ciudad. Los pasillos son amplios para que la gente pueda caminar a gusto, pero no tan amplios como para que las cámaras de seguridad instaladas en todos los rincones te pierdan de vista. Doy gracias porque el pico de mi casco de bici es largo y me cubre la parte superior de la cara. ¿Qué se puede saber de una persona solo por su barbilla? Detrás de las cámaras siento que alguien me observa. Siempre es mejor dar por hecho que hay alguien observando.

La recepcionista pasa una tarjeta frente a la entrada del baño y se enciende una luz verde en el cajetín negro. Hace amago de seguirme, pero yo giro la cabeza hacia el reguero de gotas de café que he dejado a mi paso.

—¡Qué desastre! Espero que no tengan muchas citas esta tarde.

La recepcionista frunce el ceño y mira el reloj, preocupada ahora por las citas de la tarde.

—Será mejor que vaya a asegurarme de que Frank ha llamado a los de mantenimiento —me dice—. Por favor, espere en el baño hasta que vuelva a buscarla. No debería estar aquí. —Lo dice como si fuera culpa mía que me hayan tirado café encima. Y lo es.

Espero hasta que se aleja el sonido de sus tacones y entonces salgo del baño, tras escurrir la bandolera en el lavabo y secarme los zapatos con toallitas de papel. Me cuelo por el pasillo principal y trato de aparentar que estoy perdida, aunque jamás he conocido a un mensajero con un mal sentido de la orientación. El pasillo tiene un aspecto estéril, como de instalaciones de investigación médica, y se extiende en varias direcciones. Sigo avanzando, fingiendo mirar los mensajes en el móvil cada vez que diviso una cámara. Todas las puertas requieren una tarjeta para abrirse y yo estoy quedándome sin tiempo cuando una puerta se abre delante de mí y casi me tira al suelo.

—No tengo ni idea de por qué tardan tanto. Malditos novatos —declara una mujer estresada de ojos cansados a la sala que hay a sus espaldas. Lleva pantalones de vestir y una camisa de rayas, la versión femenina de lo que llevaban los informáticos con los que me he chocado.

—Disculpe.

La mujer me mira, sorprendida de verme allí esperando junto a la puerta. Miro hacia el interior de la sala y veo que es un amplio espacio de oficinas repleto de cubículos.

—¿Sí? —Se fija en el casco y en la bandolera—. ¿No tienen que dejar los paquetes en la entrada?

—Soy un mensaje cantado —le digo—. Para Walter. Hoy es su cumpleaños y su abuela quería darle una sorpresa especial.

Estoy sudando por el esfuerzo que me supone mentir, y me ha subido la voz un decibelio o dos, pero según parece se ha quedado perpleja ante la idea de un mensaje cantado, porque no se da cuenta. Parpadea durante unos segundos mientras procesa lo que le he dicho y aprovecha la jugosa información que le he brindado.

—¡Eh, chicos! —dice volviéndose hacia la habitación—. ¡La abuela de Walt le ha enviado un mensaje cantado por su cumpleaños!

Todos los presentes se echan a reír.

—Podría esperar junto a su mesa, si no le importa. Es más divertido cuando se sorprenden —le digo cuando cesan las risas.

—Sí, sí, claro. Tengo que ir a hacer pis antes de que regrese. No me lo quiero perder. —Señala un cubículo vacío que hay en un rincón—. Espera ahí, pero no toques nada.

Me dirijo hacia el cubículo saludando con la cabeza a los frikis informáticos. Sus caras benévolas aparecen iluminadas por las pantallas de los ordenadores, todos con sus gafas, como el horripilante ejército de la era digital. Se palpa la emoción en el ambiente ante la idea de ver a Walter recibiendo una serenata de parte de su abuela.

Según mis cálculos, tengo pocos minutos para sacar algo de provecho de esta incursión. El ordenador portátil de Walter está abierto sobre su mesa, pero paso la mano por el teclado táctil y descubro que está protegido con contraseña. El departamento de informática tarda solo unos minutos en volver a centrarse en sus pantallas, así que, cuando sé que ya no me prestan atención, me inclino hacia delante, coloco la bandolera delante del ordenador para que no se vea y tecleo la palabra «contraseña». Incorrecta, pero merecía la pena intentarlo.

Busco en el cubículo indicios sobre la personalidad de Walter, pero, o no tiene personalidad, o es un hombre muy trabajador. Siento el tictac del reloj, aunque aquí no hay relojes, salvo en los ordenadores y en los teléfonos. En su mesa de trabajo solo hay papeles y listas de cosas para hacer. Ningún efecto personal. Pobre Walter.

En ese momento se abre la puerta de la oficina y veo a la recepcionista seguida de la mujer que me había dejado entrar aquí. Ambas parecen confusas y perplejas. La informática me señala. Me he quedado sin tiempo. Me guardo el portátil en la bandolera y salgo del cubículo de Walt mientras la recepcionista camina directa hacia mí. La puerta vuelve a abrirse y aparecen con bandejas de café los dos informáticos a quienes he visto en la entrada del edificio. Han tardado menos de lo que esperaba. Alguien debe de haber llamado para hacer el pedido.

Nunca me ha gustado la naturaleza improvisada de la primera época del jazz, porque a veces te alejas tanto de la canción que luego resulta difícil regresar. Puedes perderte y perder a tu público también. Pero lo bueno, lo mejor, es ese momento en el que no sabes lo que va a ocurrir después, pero sabes que va a ser bueno. Miro a la recepcionista y a los informáticos expectantes, que esperan con la boca abierta a que suceda cualquier cosa que convierta este día en algo que compense el esfuerzo de plancharse las camisas y ponerse ropa interior limpia, y entonces experimento una súbita sensación de osadía.

Cuando la recepcionista abre la boca para hablar, yo miro al informático de camisa de cuadros llamado Walter y empiezo a cantar el Cumpleaños Feliz a todo pulmón. Una aterciopelada voz de contralto emerge de mis labios y les envuelve con sus notas. Hace más de quince años que no canto, pero mis cuerdas vocales recuerdan lo que tienen que hacer antes de que mi mente procese lo que está ocurriendo realmente. La habitación queda en silencio, carente de cualquier sonido o movimiento que no proceda de mí. El temblor en la mano de Walter hace que vibre la bandeja del café cuando me acerco a él. Acelero el ritmo y prolongo el final varios segundos más de lo esperado. Parece que nunca terminará y yo disfruto con la emoción.

Cuando yo era pequeña, Lorelei, la guapa, la pequeña, te sonreía y, si resultaba que al minuto siguiente te morías, podías sentirte agradecido porque la suya fuera la última cara que habías visto. ¿Yo? Bueno, a mí me podías mirar durante una hora entera, apartar la mirada durante un minuto y no ser capaz de describir mi rostro. Pero si yo te cantaba…, entonces sí que no lo olvidabas jamás.

Cierro la boca, pero la última nota queda suspendida en el aire, la reverberación de la sala la mantiene viva. Y me pregunto si la gente de esta oficina sabrá que los techos altos, los suelos de madera, la escasez de muebles y la forma rectangular de la estancia han creado el espacio perfecto por si alguno de ellos quisiera dar un concierto improvisado. La acústica aquí es increíble.

Se quedan todos mirándome asombrados y yo me siento feliz sabiendo que aún tengo el don, aunque hace más de una década que no lo deseaba, y me alegra saber que puedo dejar a la gente con la boca abierta y derretir los corazones como si fueran mantequilla. La nota muere en el aire y aprovecho la sorpresa generalizada para decirle a Walter que su abuela le quiere mucho y dirigirme hacia la puerta. A mi espalda oigo a Walter decir que ni siquiera es su cumpleaños y que su abuela está de crucero, pero entonces la puerta se cierra y yo me alejo sin saber cómo acaba. Siento pena por el pobre Walter; después de esto no le dejarán en paz.

La recepcionista, que no se queda atrás, me alcanza segundos más tarde con largas zancadas que avergonzarían a cualquier corredor keniata de maratón. Sí que es rápida.

—Creí haberle dicho que se quedara en el baño —me dice sin dejar de andar.

—Olía muy mal ahí. No volverá a ocurrir.

Prácticamente estamos corriendo, las dos queremos que me vaya de ahí cuanto antes.

—Desde luego que no. No me había dicho que trajera un mensaje cantado. Pensé que traería algún paquete. Cuando se derramó el café sobre su bolsa…

—Eran las letras de las canciones —digo cuando llegamos a las puertas que conducen al vestíbulo de entrada.

—¿Necesita la letra de Cumpleaños Feliz? —Coloca una mano en la puerta y me impide abrirla. Yo me tenso, dispuesta a echarla a un lado. Es delgada, pero está en forma, y veo que flexiona el bíceps bajo la blusa. Me mira con el ceño fruncido—. Tiene una voz increíble, pero no puede ir paseándose por las oficinas de la gente. No es muy profesional. ¿Cómo se llama su empresa? ¿Es Emociones cantadas?

—Mmm —respondo yo, y ella lo interpreta como un «Sí». Me agacho por debajo de su brazo y abro la puerta.

—¡Recibirá una queja! —me grita.

Veo al guardia de seguridad que se aproxima desde los ascensores y corro hacia la entrada. Él también es rápido, pero nada comparado con la recepcionista. Ya estoy cerca de la puerta, salgo y recorro el camino de entrada a toda velocidad. Me escabullo entre el tráfico y los coches me pitan. No tengo mucho tiempo, así que paro un taxi.

—A la estación Waterfront, por favor.

El taxista se queda mirándome por el espejo retrovisor y se fija en mi atuendo y en la bandolera de mensajero que aferro contra mi pecho.

—Le han robado la bici, ¿eh?

No respondo. Ya he mentido suficiente por hoy y no puedo soportarlo más. En la bolsa llevo un objeto robado, objeto que puede ser rastreado. O eso es lo que opina mi desbordante imaginación. Saco el móvil y envío un mensaje: 911, estación Waterfront. Después vuelvo a guardarme el teléfono en el bolsillo.

El taxista interpreta mi silencio como una afirmación, niega con la cabeza y va cambiando de carril sin poner el intermitente. También le pitan a él. Esta no es la huida elegante que había planeado, pero también es verdad que no había planeado robar el ordenador.

—Esta ciudad se va a la mierda —dice el taxista, que, según la tarjeta plastificada del respaldo del asiento, se llama Maurice—. Con todos los yonquis. No se creería lo que veo cada día, señorita. Vine a Canadá en busca de una vida mejor, pero es la misma mierda en todas partes.

—Pero aquí tenemos seguridad social, ¿eh?

—¿Y cree que no lo pago con todos los impuestos que me cobran?

Me quedo observando su perfil y trato de adivinar su país de origen, pero en el fondo da lo mismo porque tiene razón. Es la misma mierda en todas partes. Me pregunto si Bonnie habrá tenido una vida mejor con los Walsh. Ella vivía en una casa grande con dos padres que se preocupaban por su bienestar. Es más de lo que yo podría haberle ofrecido, incluso de haberlo querido. Y aun así no hay más que ver lo que ha ocurrido.

El taxi frena y yo me veo obligada a gastarme más dinero. La gente no bromea cuando dice que tener hijos es una ruina.

—Espero que recupere su bici —me dice Maurice antes de marcharse.

Yo me desabrocho la chaqueta y la dejo, junto con el casco, frente a la entrada de la estación más concurrida de la ciudad. Después me pongo la capucha y entro para esperar.

17

Aparece vestida toda de negro, con peluca negra y maquillaje oscuro. Sin embargo, ha elegido no pasarse con las joyas y solo luce los aros de la ceja y de la nariz. Este es, de lejos, el disfraz más inteligente que jamás he visto. Es una mezcla de holandesa y japonesa, pero, con su aspecto actual, uno jamás adivinaría qué se esconde realmente bajo su máscara. La gente presta atención al atuendo, no a la persona.

Se sienta junto a mí en el banco.

—¿Cuál es la emergencia? —me pregunta con voz aterciopelada, ligeramente más profunda que la mía—. Sabes que esta noche bailo, ¿verdad? Estas piernas no se van a depilar solas, cielo.

Le entrego el portátil robado.

—Está protegido con contraseña.

Ella frunce el ceño, pero lo acepta de todos modos.

—Pensé que tenías un trabajo. No te tenía por una ladrona…, mira qué bien. —Abre el ordenador y pasa las manos por el teclado. Lleva guantes de conducir de cuero y no deja huellas.

—Sí que tengo un trabajo. Esto es otra cosa. Y es de WIN Security.

Se queda quieta.

—Cielo, ¿has robado un portátil de una empresa de seguridad? Sabrás que pueden rastrearlo.

—No te lo pediría si no fuera importante.

—No habría venido si pensara lo contrario —responde mirándome. Tiene una mirada resuelta. De todos los seres patéticos que había en las reuniones a las que solía asistir, ella era la menos patética. Y se tomaba muchas molestias en disimular su verdadera identidad utilizando el personaje que encarnaba en el escenario, lo cual me parecía una medida prudente. Una drag queen llamada Simone de noche y, de día, Simon, el creador de un software de seguridad. Fue ella la que sugirió a Brazuca como mi padrino, aunque sospecho que todo empezó como una broma privada hacia él… y posiblemente acabó del mismo modo—. Hago muchas cosas turbias, cielo, ya lo sabes, pero esto es un poco demasiado para mí. ¿Por qué?

—Puede que alguien esté en peligro —le digo. No obtienes nada a cambio de nada. Para que alguien quebrante sus propias normas, debe haber una buena razón.

Se queda mirándome durante unos treinta segundos y yo empleo ese tiempo en preguntarme cómo será capaz de empuñar un lápiz de ojos líquido como un instrumento de precisión. Las pocas veces que yo lo intenté al poco de salir de la adolescencia acabé con el aspecto de un mapache asustado.

—De acuerdo —me dice—. Dame un poco de espacio. No habrá peligro durante un rato siempre y cuando esté offline. Por suerte sé un par de cositas sobre WIN.

Yo me doy un paseo mientras Simone hace sus cosas. No tengo ni idea de qué cosas son y jamás interrumpiría su concentración para preguntárselo. Pero siento curiosidad. Esa clase de capacidad siempre me ha fascinado. Mis habilidades informáticas las adquirí en su mayor parte en los talleres que se organizaban en la biblioteca pública. Los bibliotecarios no te enseñan a piratear sistemas y, por mi experiencia, tienden a ofenderse cuando se lo preguntas.

—Ya estoy dentro —me dice cuando regreso—. ¿Qué estás buscando?

—El apellido es Walsh. Los nombres son Everett, Lynn o Bronwyn.

Realiza una búsqueda de los nombres en la base de datos de la empresa, pero no obtiene resultados.

—¿Estás segura de que están aquí?

¿Cómo si no se explica la presencia del hombre en el sedán de la compañía?

—Deberían estar.

—No tenemos mucho tiempo —me recuerda. Se acerca un guardia de seguridad con las manos en las caderas. A juzgar por la manera deliberada que tiene de no mirar a Simone, sé que volverá.

—Abre su lista de clientes.

Pulsa algunas teclas y aparece una lista de nombres. Yo voy sacando fotos con la cámara de mi móvil mientras ella va deslizando la pantalla. Esto nos lleva demasiado tiempo y ambas estamos sudando cuando consigo tomar la última fotografía. Sin decir una palabra más, Simone deja el portátil en el asiento que hay junto a ella y se aleja. Yo me lo guardo en el bolso y me voy en dirección contraria. Una vez fuera de la estación, me apoyo en la barandilla que da al océano y dejo caer la bandolera de mis hombros. El puerto deportivo tiene tanto bullicio que apenas se oye la salpicadura al caer al agua.

No espero.

Me alejo todo lo deprisa que puedo y resisto la tentación de mirar por encima del hombro. Esa bravuconada la aprendí de Simone. Robar, sin embargo, es algo que siempre he sabido hacer.

18

Estoy de pie frente al bloque de apartamentos de Surrey con una caja de pizza humeante en las manos. Hay mucho bullicio. La gente regresa a casa del trabajo. Me lanzan miradas voraces. La ventana del tercer piso hacia la que estoy mirando está totalmente iluminada, así que al menos tengo un golpe de suerte hoy.

Una anciana con abrigo enorme camina hacia mí desde la acera, recorre el camino de la entrada y avanza muy muy despacio hacia la puerta. Tiene toda su concentración puesta en dónde dará el próximo paso. Cuando saca las llaves y abre la puerta, yo la ayudo a empujarla con el pie, me encojo de hombros a modo de disculpa y señalo la pizza con la cabeza como diciendo «Mire, mi cena está poniendo en peligro la seguridad de nuestro edificio». Ella me mira con desconfianza y se aleja arrastrando los pies. Salvo por la puerta de la entrada, que solo se puede abrir con llave o si alguien te atiende por el telefonillo, no hay más medidas de seguridad. Tomo el ascensor hasta la tercera planta, llamo a la puerta de Amir y oigo las pisadas aceleradas que se acercan al recibidor. Oigo movimientos tras la mirilla y después otra pausa.

Pizza —anuncio.

—Yo no he pedido pizza —dice una voz suave y acentuada detrás de la puerta.

—Aquí dice que es para Amir, pero llego un poco tarde. —Levanto la pizza hacia la mirilla para que pueda verla y espero a que su estómago supere a su voluntad. Tarda solo unos segundos.

Harrison Baichwal abre la puerta del apartamento de Amir y se queda mirándome. Se fija después en la caja que llevo en las manos.

—Amir acaba de irse a trabajar. ¿Cómo ha subido? No he oído el telefonillo.

Me encojo de hombros.

—Entraba alguien y he aprovechado.

Ahora que la puerta está abierta, me ve mejor y se da cuenta de que no soy repartidora de pizza. No voy vestida para ello. Ni llevo funda para la pizza ni uniforme. El miedo emana de su cuerpo como si fuera un campo magnético.

—¿Quién es usted?

—Alguien que tiene tanta hambre como tú y sabe tu nombre, Harrison. ¿Quieres hablar aquí de la noche en que una mujer fue asesinada en tu tienda o podemos hablar en privado?

Tras vacilar unos instantes, me hace pasar. Una vez dentro, me doy cuenta de que durante el tiempo que ha pasado recluido en el apartamento se ha dedicado a limpiar. No hay una mota de polvo en ninguna superficie. Los muebles son escasos y proceden de diferentes mercadillos, pero la limpieza es intachable. Me pregunto si Harrison Baichwal estaría dispuesto a compartir sus habilidades conmigo, pero Whisper jamás le permitiría entrar en nuestro sótano. Es muy celosa de su espacio. Desde que vivimos juntas no ha entrado nadie ahí, salvo nosotras.

Harrison desaparece por la puerta de la cocina y regresa a los pocos segundos con dos platos.

—Ya le dije a su gente que no pienso testificar, ¿de acuerdo? He hecho todo lo que me han pedido. Además nadie sabe que estoy aquí.

—Yo lo sé.

Me mira con el ceño fruncido y agarra la caja de pizza. Pone una porción en cada plato y me entrega uno.

—Me ha contratado el abogado del crío —le digo.

Harrison se queda de piedra, con la porción chorreante de queso a medio camino hacia la boca.

—No está con…

—No.

Vuelve a dejar la porción de pizza en su plato y se lo quita del regazo.

—¿Le ha dicho a la policía dónde estoy?

—Todavía no. Eludir una citación para comparecer ante un tribunal es un tema muy serio. Solo quería darte la oportunidad de enmendarlo.

Baichwal no se deja conmover por mi intento de manipulación. Se levanta y comienza a dar vueltas por la habitación.

—¿Cree que no lo sé? Llevo veinte años en este país, trabajo catorce horas todos los días, siempre pago mis impuestos, siempre obedezco las normas. ¿Cree que ignoraría mis obligaciones si tuviera elección?

—¿Y qué pasa? ¿La banda que opera desde este edificio amenaza con hundirte el negocio si te subes al estrado? Tienes seguro, ¿verdad?

Él niega asqueado con la cabeza.

—Ustedes son todos iguales. Solo les importa el dinero y el trabajo. No amenazan mi negocio. No es necesario. ¡Saben dónde vivo! ¿Ve de lo que estoy hablando? —Aparta la mirada e intenta recuperar la compostura. Veo desesperación en sus ojos cuando se vuelve para mirarme y entonces recuerdo a Everett Walsh en nuestro encuentro en la cafetería. Es el ruego de un padre—. Por favor…, por favor, no le diga a la policía dónde estoy. Les prometí a los traficantes de drogas que no testificaría. Incluso me escondo aquí, en el apartamento de Amir, para que los abogados no me encuentren. Tengo que proteger a mi familia.

—El chico que entró en tu tienda, el que mató a esa mujer, no actuó solo.

—¿Qué importa que actuara solo o no? ¡Entró en mi tienda con una pistola! —Camina cinco pasos de una pared a la otra y vuelve. Se pasa una mano por el pelo y toma una decisión—. De acuerdo, ¿quiere saberlo? Había otro esperando en la entrada, fuera del alcance de las cámaras, ¡pero ese chico había ido allí a robarme! Yo estaba dándole el dinero, pero la mujer estaba en la parte de atrás. El chico no la vio y, cuando lo hizo… se le disparó la pistola. Fue un accidente. Pero él tomó la decisión de estar allí.

—¿Por qué no estaba Amir allí? Ese era el plan, ¿verdad? Los traficantes de por aquí conocían la tienda, sabían que Amir estaría trabajando esa noche. ¿Por qué no estaba allí?

—No le culpe a él. Es un buen chico. Le siguieron un día por la escalera, le dijeron que iban a entrar y que no querían juego sucio por su parte. Dijeron que volverían cuando Bidi o yo estuviéramos trabajando si no hacía lo que le decían. No querían asustarnos a nosotros porque somos viejos, tenemos hijos, así que iban a llegar cuando él estuviera allí. Él…, bueno, no está acostumbrado a ese tipo de cosas. La noche anterior a que sucediera, no podía pegar ojo cuando llegó a casa, así que se tomó pastillas para dormir.

—Y se perdió su turno.

Harrison asiente.

—No apareció para sustituirme, y fue entonces cuando entraron a robarme.

—Si cuentas lo que ocurrió, la policía intentará protegerte. —En circunstancias normales no diría algo así, pero cuando una madre muere asesinada, la policía suele prestar atención. Aun así, las palabras me salen forzadas y Harrison Baichwal no se lo traga.

Resopla.

—Sí, porque la policía en nuestro barrio es de fiar, ¿verdad? No, no le confío a nadie la cosa más importante de mi vida. Mi familia. Mi esposa, mis hijos. Ellos son lo que importa. Vine a este país para darles una vida mejor. ¿Qué clase de hombre sería si no hiciera todo lo posible por protegerlos? ¿Qué clase de persona? Después del juicio, podría volver a mi tienda y todo iría bien. Eso fue lo que me dijeron.

—¿Los traficantes? —Ni siquiera trato de disimular mi escepticismo.

—¿Y qué más da que sean traficantes? ¡No tengo más remedio que confiar en ellos! ¿No se da cuenta?

Nos quedamos sentados sin hablar durante un largo rato; este hombre asustado y yo. Sé lo que es estar asustado. Me pregunto si tendrá pesadillas, si su subconsciente confabula en su contra cuando cierra los ojos y le trae recuerdos de lo que vio aquella noche.

Ambos estamos inmersos en el pasado y en nuestros errores. La pizza se enfría, pero ninguno de los dos hace amago de comérsela. Cuando ya no sé qué más hacer, me levanto y me marcho. Me detengo frente al edificio y miro hacia su ventana. Ahora la luz está apagada, pero la cortina está levantada ligeramente por un lado. Siento sus ojos sobre mí, observando, esperando a ver qué hago. Su destino está en mis manos. Lo sabe tan bien como yo.

19

Cuando llego a la oficina, me doy cuenta de que Seb y Leo siguen allí, echando horas por la noche, pero algo va mal. La puerta de Leo está cerrada. La puerta de su despacho nunca está cerrada. A través de la ventana de cristal opaco que cubre el tercio superior de la puerta, veo tres siluetas que se mueven en el interior. Dos son las siluetas conocidas de Seb y de Leo, y la otra aparece imponente frente a ellos, pese a que los tres están sentados. Las voces procedentes del despacho suenan amortiguadas, pero, si me acerco al ficus que hay junto a la pared que separa mi escritorio del despacho de Leo y pego la oreja a la puerta, puedo oír casi cada palabra.

—… ¿Están diciendo que es una experta en detección de mentiras? —pregunta el desconocido en el despacho. Parece sorprendido. No logro ubicar ese acento, pero algo en esa voz me resulta familiar.

—Aficionada —aclara Seb.

—¿Una experta aficionada?

—La aficionada con más talento que hemos visto jamás. A su lado, algunos detectores de mentiras experimentados no le llegan ni a la suela del zapato —añade Leo. Está mintiendo, claro, pero el desconocido no se da cuenta porque no es un experto, ni aficionado ni nada. Jamás han consultado con otro detector de mentiras porque me tienen a mí, a un precio muy rebajado.

—¿Así que sus labores no son únicamente de secretariado?

—No vamos a hablar aquí de sus labores. —A juzgar por la voz de Seb, sé que se le está acabando la paciencia—. Por favor, ¿puede decirnos de qué se trata?

—¿Saben quién es esta mujer?

—¿Qué quiere decir? —pregunta Leo—. Claro que sabemos quién es. —Habla escandalizado en mi nombre, pero también advierto cierta contención.

—Nora Watts, nacida en Winnipeg. Su padre se suicidó. Su madre estaba en paradero desconocido. Entró y salió del sistema de acogida en múltiples ocasiones cuando era adolescente. No ha tenido una dirección fija desde que dejó las Fuerzas canadienses, fue arrestada una vez por agresión durante una pelea en un bar.

—¿Fue condenada? —pregunta Seb.

—No. Se retiraron los cargos.

—¿Y cuándo fue eso? —Eso es lo que me encanta de Seb. No se le puede convencer con un discurso emotivo hasta que no conozca todos los hechos. Eso es lo que le convierte en un periodista brillante, pero en un pésimo compañero romántico. Es casi imposible manipular a una persona como él.

—Hace seis años —responde el desconocido.

Leo se levanta de detrás de su mesa y camina hacia la ventana.

—¿Y qué hace aquí ahora? ¿Qué quiere de ella?

—Es una persona de interés en un allanamiento.

—¿Y usted es de WIN Security?

—Sí.

—¿El allanamiento se produjo en sus instalaciones o en la propiedad de algún cliente?

El hombre vacila, como si no quisiera admitir que han burlado la seguridad de WIN.

—No tengo la libertad de contestar a eso. Agradecería cualquier información sobre su paradero.

—Bueno, en realidad ya no trabaja mucho para nosotros —dice Leo—. Los recortes, ya sabe. Nuestra oficina no está muy boyante últimamente.

—La llamamos cuando tenemos mucho trabajo, pero no le pedimos que venga con frecuencia —añade Seb. Si este tipo tiene experiencia en interrogatorios, no lograrán engañarle—. Hace semanas que no la necesitamos.

—¿Y en qué número suelen localizarla?

Seb vacila.

—Si la policía se pone en contacto con nosotros, compartiré esa información, pero ahora he de pedirle que se marche.

Se produce una pausa mientras los tres hombres se miran. Pero es cierto que Seb no está obligado legalmente a dar mi número, y ese hombre lo sabe.

—Entiendo —dice el desconocido. Su voz todavía suena calculadora, pero se ha vuelto más suave, como la de un forajido en esos momentos vitales antes de que amanezca, cuando lleva la pistola cargada y al pistolero que tiene delante le tiemblan las manos—. Pídanle que me llame la próxima vez que hablen con ella. —Les entrega una tarjeta y se dirige hacia la puerta.

Mierda. Me aparto del ficus. El único lugar al que puedo ir es la pequeña cocina abierta o salir por la puerta.

—Espere un momento.

La sombra se vuelve al oír la voz de Leo. Leo, que no está seguro de lo que está ocurriendo, sabe que, sea lo que sea, no le gusta. Eso me concede el tiempo suficiente para salir de la oficina y subir hasta la segunda planta, que está alquilada en su totalidad por una clínica de masajes. La puerta de su oficina está cerrada, así que me encuentro atrapada en el rellano. Procedentes de la escalera oigo pasos que atraviesan el recibidor y se detienen en la entrada principal, al pie de la escalera que conduce al segundo piso. Esos pasos no tienen prisa por marcharse. Parecen dubitativos, como si Seb y Leo le hubiesen dado mucho en qué pensar a su dueño. ¿Qué otra cosa le habrán dicho y por qué querrá saberlo? El hecho de que tenga información sobre mi pasado me ha dejado de piedra.

Me arriesgo a asomarme por la esquina y veo la figura de un hombre alto y rapado en la puerta. Está a punto de salir, pero algo le hace girar la cabeza en mi dirección. Yo me agacho y espero durante varios segundos sin respirar mientras él mira hacia la clínica de masajes. Miro a mi alrededor en busca de un arma, pero no hay nada aquí. Saco el llavero del bolsillo sin hacer ruido. Llevo cinco llaves. Una del Corolla, una de la entrada principal, una de la entrada de atrás, una de la oficina en sí y la última del sótano, donde Whisper estará esperándome. Coloco cada una de las llaves entre mis dedos y cierro el puño en torno al llavero. Un poco primitivo, pero es lo mejor que tengo.

Solo han pasado unos segundos.

—¿Hay alguien ahí? —pregunta el desconocido. Da un paso hacia la escalera.

Sin una puerta que nos separe, ahora lo oigo con claridad. El corazón me da un vuelco y siento que la bilis me sube desde el estómago. Su voz no ha cambiado en quince años. Sé dónde la he oído antes. Dando órdenes mientras envolvían mi cuerpo inerte en una sábana. Un color rojo que confundí con mi sangre, pero no, porque recuerdo que perdí casi toda mi sangre en el suelo. Pero el rojo se quedó conmigo, al igual que el timbre de esa voz que ordenó que se deshicieran de mi cuerpo.

El tejido de mi mortaja y la voz de este hombre.

Ahora tengo la impresión de que mi pasado no solo ha venido a buscarme, sino de que me ha encontrado. Así que no es casualidad que, ahora que ha desaparecido la chica, sea este el hombre que aparece haciendo preguntas. No es de extrañar que, revisando las grabaciones de seguridad de WIN Security, sea este el hombre que me ha reconocido. Y sé que, esté donde esté, el otro no andará lejos. El otro, con sus manos suaves de uñas bien cuidadas que me aprisionaron contra una cama, me arrastraron por el suelo de madera y después me llevaron al bosque.

Y no puedo evitar soltar una risita triste, que consigo retener en mis labios. Porque tal vez Everett Walsh no anduviera tan descaminado cuando preguntó por el padre biológico de Bonnie. Quizá yo no debería haberme apresurado a descartar esa posibilidad. Quizá todo esto esté conectado de alguna forma y yo me empiezo a dar cuenta ahora.

Oigo otros pasos que se acercan.

—Deje que le acompañe a la salida —dice Seb.

El desconocido vacila.

—Gracias —dice al fin. Escucho la puerta que se cierra tras ellos y espero en el rellano diez minutos con las llaves en la mano sudorosa.

20

Siento que Whisper me mira y sé lo que debe de estar pensando. Estará preguntándose por qué la persona que le da de comer está sentada a oscuras con cuatro botes de analgésicos abiertos delante de ella. Son analgésicos de los que se compran sin receta, aunque también podría conseguir de los otros. Los que se compran sin receta servirán si se toman en cantidades suficientemente elevadas.

Es casi medianoche y mi teléfono está perdido en algún rincón de la habitación, donde lo lancé después de revisar las imágenes del ordenador portátil de WIN Security. La ausencia de tres nombres en su lista de clientes confirma lo que ya he empezado a sospechar. Ni Bonnie, ni Lynn, ni Everett Walsh. Sea lo que sea lo que ocurre aquí, lo que ocurre con Bonnie, está fuera de control. Tanto que la vigilancia de la casa de los Walsh no aparece autorizada de manera oficial, pero está presente de manera extraoficial.

Estoy tentada de agarrar los botes de pastillas, pero algo me detiene. Todavía.

Hay una cosa llamada trastorno de estrés postraumático. Pero no me refiero a ese término que utilizan en la tele, sino al trastorno real. El estrés postraumático no queda reservado a los soldados que experimentan una agitación emocional por lo que han presenciado en combate. Es cuando algo resulta tan perturbador para la mente que la persona no puede asimilar lo que ha ocurrido. Cuando lo sientes, te das cuenta de que una parte de tu experiencia humana va a la deriva.

Durante el tiempo que pasé alistada, que en realidad no fue mucho, jamás vi nada que pudiera compararse con lo que ocurrió después de que me fuera. No sé cómo explicar el horror que supone despertarse después de un largo sueño cargado de pesadillas y descubrir que un bebé crece en tu tripa, recordatorio de que a veces las pesadillas tienen lugar también cuando estás despierta. Una tripa abultada y prominente que da fe de que te ocurrió algo hace varios meses, pero no recuerdas qué ni cuándo, aunque el cómo resulta bastante evidente y apenas tienes una visión borrosa del quién. No sabes el resto, pero ahí, creciendo dentro de ti, está la prueba de que te ocurrió algo horrible, algo para lo que no diste tu consentimiento. Y buscas desesperada en tus recuerdos, con la esperanza de hallar algo que arroje luz. Pero no lo recuerdas. Lo único que quieres es que esa evidencia se diluya, y estás dispuesta a dejarte llevar tú también.

Pero la evidencia no se diluye y sigue creciendo. Desencadena una serie de acontecimientos que me traen hasta aquí, hasta el ahora. Hasta el borde del abismo.

Whisper se levanta al otro lado de la habitación y avanza hacia mí. Al pasar junto a la mesa, roza con el rabo los botes de medicamentos y las pastillas caen esparcidas por el suelo. Aunque parece un error inocente, no puede ser un accidente. Porque la conozco. Porque es el único ángel de la guarda que tengo. La muy perra lo ha hecho a propósito y, aunque lo hace con buena intención, acaba de obligarme. No pienso tragarme las pastillas del suelo. No estoy tan desesperada.

Recupero el teléfono, que por suerte sigue intacto, del otro extremo de la habitación y escucho mis viejos mensajes. Esos que había fingido que no existían, pero que tampoco puedo borrar.

Tengo ganas de ver a un fantasma del pasado, pero esta noche no. Envío un mensaje. La respuesta me llega casi de inmediato, como sospechaba que sucedería. Mañana.

21

La tarde siguiente espero a mi fantasma en el edificio más hermoso de la ciudad. Elíptica por fuera y construida para asemejarse al Coliseo romano, la biblioteca pública de Vancouver tiene nueve plantas y forma parte de un complejo que ocupa toda la manzana. Dos puertas a cada extremo conducen a una pasarela cubierta, con la biblioteca recubierta de cristal a un lado y pequeñas tiendecitas y un edificio de oficinas al otro.

Estoy en la sexta planta y veo los pájaros que quedan atrapados dentro de esta bonita vitrina de cristal, que pasan de un lado a otro en busca de la salida. Frente a mí, justo por encima de las tiendas, veo los artísticos carteles y, como siempre, experimento una profunda sensación de reverencia. En cada cartel aparece una mano extendida, cada una en una posición diferente, pero todas estiradas para dar la bienvenida.

Como me gusta la vista, no me importa esperar una hora y media hasta que finalmente acepto que me ha dado plantón. Entonces me doy cuenta de que algo pasa. Justo en ese momento veo a un hombre atlético y musculoso que se abre paso entre un grupo de turistas hacia la entrada de la biblioteca. No encaja con los demás clientes, con sus impermeables y sus expresiones estudiosas. Como no va en coche y no está comiendo un aperitivo saludable, no reconozco de inmediato al tipo que había frente a la casa de Kerrisdale. Se sitúa en mitad del vestíbulo y mira hacia arriba. Nuestras miradas se cruzan, solo un instante, pero lo suficiente para darme cuenta de que me ha reconocido. Quizá me recuerde de haberme visto pasar frente a la casa de Bonnie, o quizá de las grabaciones de WIN Security. O quizá sea la intensidad con la que lo estoy mirando. No me detengo a pensarlo mucho porque me pongo en movimiento de inmediato.

El ascensor sería una opción descabellada que me dejaría a merced de quien estuviera al otro lado de las puertas cuando se abrieran, así que tomo la escalera mecánica central que desciende hasta la cuarta planta, que todavía tiene zonas en obras por el traslado que ha experimentado la biblioteca.

Me agacho entre dos carritos de libros. He descubierto que la sorpresa es el factor más importante cuando te enfrentas a un atacante, sobre todo si él es más grande que tú. La sorpresa y una estrategia defensiva que utilice mi bajo centro de gravedad para trastocar el suyo, más alto. Una persona más pequeña nunca debe juzgar a la ligera el elemento sorpresa. Esa actitud despreocupada podría hacer que acabase desnuda e inconsciente en un bosque.

Oigo los pasos que se acercan e, intuyendo su ubicación más que viéndola, empujo el carrito hacia él. El tipo lo esquiva, pero el carrito le da en la espinilla y le hace caer al suelo con un quejido. Empujo una fila de estanterías, pero no se mueven. Están clavadas al suelo porque se trata de una biblioteca importante donde todo está medido y calculado. Maldigo en voz baja y agarro otro carrito, que utilizo a modo de escudo y de arma mientras corro hacia él. Al hombre se le dobla la pierna cuando intenta apartarse, con los ojos cómicamente abiertos, como los de un dibujo animado. Y, como en los dibujos animados, se oye un fuerte estruendo cuando el carro le golpea, pero no tengo interés en detenerme a ver el resultado.

Un guardia de seguridad de mediana edad sube los peldaños de las escaleras mecánicas de dos en dos.

—Hay un hombre ahí…, creo que está causando problemas —digo entre jadeos mientras señalo hacia el agente de WIN Security. Le oigo gritarle al teléfono, describiéndome. Por suerte, el guardia de seguridad no tiene tan buen oído como yo—. Ha intentado acosar a una mujer y ella le ha atropellado con un carrito. —No tiene sentido mencionar que la mujer era yo. De nuevo, no me detengo a ver lo que ocurre. Corro hacia la escalera mecánica que baja y rezo para que el altercado con el guardia de seguridad me haga ganar tiempo para salir del edificio.

En la entrada de la biblioteca veo a un hombre esbelto de paso atlético que recorre la plaza norte en dirección a mí. No puede ser una coincidencia, y menos cuando el otro sigue en la cuarta planta. Este nuevo musculitos de gimnasio no me ha visto todavía. Atravieso con rapidez las puertas que dan al sur, pero ahí hay otro modelo de fitness masculino que entra desde Howe Street y un amigo adicto a los esteroides se aproxima desde el otro lado. Estoy atrapada en cualquier dirección, salvo hacia arriba, de modo que tomo las escaleras que hay a mi izquierda y me dirijo hacia el edificio de oficinas situado en el complejo.

Oigo un grito cuando me ven.

Los oigo a mis espaldas, acercándose. Están en mejor forma que yo, sus piernas son más largas y me pisan los talones cuando alcanzo el siguiente rellano. Me abro camino hacia la pasarela que conduce al edificio de oficinas. El tipo que había visto en el vestíbulo de la biblioteca se me acerca por ese lado. Estoy atrapada entre los dos que tengo a mi espalda y el que me aborda por delante. No puedo hacer nada, salvo ir hacia abajo. Me saco el cinturón de las trabillas. No es gran cosa, pero es lo único que tengo.

—No tengas miedo. Solo queremos hablar —dice el que tengo delante con voz suave, como si hablara con un cachorrito malo. Mira entonces a los que me acorralan por detrás. Sin embargo, se mueven con cautela, por si acaso tengo algo escondido aparte del cinturón.

—Con nosotros estás a salvo —añade uno de los que tengo detrás con voz poco convincente y extremadamente aguda.

—Ven con nosotros y no denunciaremos el robo a la policía —gruñe el que va hasta arriba de esteroides.

¿Acaso se creen que soy nueva en esto?

Todos mienten.

Por suerte, ninguno de ellos es el dueño de la voz que oí en la oficina. No creo que hubiera podido con eso. Entorno los ojos y miro al que tengo delante.

—No tengas miedo —me dice. Pero eso es lo peor que puede decirse en esta situación. El miedo es nuestro sistema de alarma. Es lo que nos mantiene vivos. Debería haber dicho: «Ten mucho miedo porque llevas las de perder». Eso lo habría respetado.

Había una mujer en Estados Unidos que tenía dañado el lado del cerebro encargado del miedo y, por esa razón, vivía siempre experiencias cercanas a la muerte. No podía juzgar las situaciones peligrosas porque no tenía miedo. Su vida estaba en continuo peligro. El miedo, pese a lo que parecen pensar algunos gurús de la autoayuda, es una respuesta perfectamente saludable. Algo necesario. Tenso la espalda y estiro los hombros. Aunque yo no recuerdo la violencia ejercida sobre él, mi cuerpo sí la recuerda. Está protegiéndome, porque en el pasado yo no logré hacerlo. La violencia se ha ausentado de mi mente, salvo por los escasos y fugaces recuerdos que me vienen por la noche cuando me relajo y cierro los ojos, pero mi cuerpo jamás olvida. Él vigila, preparado para proteger o salir corriendo ante cualquier señal de peligro. No confía en mis juicios. Así que lo que ocurre a continuación no es del todo culpa mía. En parte es por mi cuerpo, que sopesa las opciones y decide qué clase de dolor preferiría.

A estas alturas, todos los que tienen un asiento junto a la ventana de enfrente nos miran desde la biblioteca. La arquitectura visualmente abierta del edificio ha llevado a pensar a varios usuarios del centro que va a producirse un espectáculo. Sacan sus teléfonos móviles para poder compartirlo más tarde con sus amigos. Los tipos que me acorralan se sienten tan incómodos como yo. El guardia de seguridad apostado en la entrada de la biblioteca en la planta baja está tan sorprendido como el resto. En cualquier momento va a sacar su teléfono.

En el cartel gigante que cuelga de la pared hay una mano extendida, pintada en rojo, amarillo y negro. Un símbolo no solo de bienvenida, sino también de reconciliación. Este gesto lo imita el hombre que tengo delante, cuya expresión afable se ha transformado en un gesto de odio mientras se acerca a mí con una actitud opuesta a la reconciliación.

—No tienes dónde ir, cariño —me dice.

Creo que el «cariño» es lo que me da el impulso.

Todos los usuarios de la biblioteca se quedan con la boca abierta cuando engancho el cinturón a la barandilla y me lanzo al vacío. El más cercano a mí me agarra de la chaqueta, pero no con bastante fuerza, así que el tejido se le escapa entre los dedos. El cinturón no me da mucho margen, pero sí el suficiente para agarrar una esquina del cartel gigante con mi mano enguantada. Suelto el cinturón con la otra mano, oigo el desgarro del cartel cuando se suelta de los anclajes superiores y, mientras cae, caigo yo con él. Pensaba aterrizar en el vestíbulo de abajo, pero el suelo se acerca deprisa y no me suelto a tiempo. En su lugar, me columpio hacia arriba en dirección a la pared y el cartel queda colgando solo del anclaje inferior, pero con eso me basta para deslizarme hacia abajo mientras me columpio de nuevo hacia la segunda planta, salto y ruedo al golpear el suelo.

—¡Maldita sea! —gritan desde arriba.

Mis perseguidores no se atreven a seguir mi camino; valoran demasiado sus articulaciones como para hacerlo. Se me dobla el tobillo mientras corro hacia las escaleras de la plaza norte, pero todavía no siento el dolor. Sé que vendrá, pero no antes de que se me pase el subidón de adrenalina. Mi numerito me ha otorgado una pequeña ventaja, pero ellos están en mejor forma que yo y me atraparán, a no ser que acelere el paso.

Oigo las órdenes que gritan mientras se dirigen hacia la salida de incendios, pero, incluso con un esguince en el tobillo, cuando llegue a la calle, podré desaparecer como si nunca hubiera estado aquí. En las calles, la ventaja la tengo yo. Conozco las carreteras y los callejones, los rincones oscuros y los pasadizos secretos. He dormido en esas calles y las he recorrido de noche y de día. Nada me asusta ahí fuera porque ese es mi territorio. Soy transparente, como el agua de la lluvia que cae acompañando a la niebla, así que me fundo con el asfalto y fluyo por la ciudad, oculta entre los charcos y la peste de los desperdicios humanos. Los lugares a los que a nadie más se le ocurriría ir.

22

Me quedo sentada en el callejón que hay detrás de la oficina en Hastings, junto al vertedero, hasta que oscurece. Antes, en la tienda del final de la calle, compré bolsas de basura, un periódico y unas vendas. Tras vendarme el tobillo, utilizo las bolsas como barrera entre el suelo y yo y arrugo las hojas del periódico. Me las meto bajo la ropa como aislante.

La lluvia no ha cesado en todo el día, pero me parece que siempre ha sido así. Como estoy de muy mal humor, pienso en mi hermana.

No recuerdo exactamente qué años tenía cuando me di cuenta de que Lorelei y yo no éramos iguales. Nunca lo seríamos. Misma madre y mismo padre (creo). Mismo material genético. Pero a lo largo de nuestras vidas, el sol la iluminaba a ella mientras que sobre mi cabeza se cernía una oscura nube de lluvia. Allá donde fuera, la gente se apartaba para evitar mojarse, mientras que con ella ocurría justo lo contrario. Se acercaban y ella entonces brillaba con más fuerza. ¿A mí, en cambio? A mí la nube no me ha dado un solo respiro. Me sigue allí donde voy y he llegado a esperarla, incluso a disfrutar del aire húmedo en la cara. Cuando no llueve, nieva. Soy el heraldo de las precipitaciones. Pero el cielo no llora por mí; solo me informa de que no debería acomodarme demasiado. La nube oscura sobre mi cabeza está tomándose su tiempo, enviando una llovizna de vez en cuando para recordarme que sigue allí. Así que estaré preparada.

Miro hacia la parte trasera del edificio y siento los calambres por todo el cuerpo, pese al aislamiento del periódico, y con el tobillo derecho ardiendo. El mismo vagabundo al que le di una barrita de cereales se acerca rebuscando en la basura.

—¿Tienes más barritas de esas, cariño?

¿Qué le ha dado a todo el mundo con el cariño? Pero, como su tono no resulta condescendiente, saco una del bolsillo y se la entrego. La desenvuelve frente a mí, la parte por la mitad y me devuelve el resto. Se toca el sombrero mugriento, se aleja arrastrando los pies y yo me quedo con media barrita de cereales en la mano, preguntándome cuánto tiempo hacía que nadie tenía un gesto así conmigo.

La lluvia cobra fuerza y, bajo este súbito diluvio, sé que no puedo esperar. Es probable que Whisper ya se haya levantado y estará pensando en hacer pis dentro de casa. Entro por la puerta de atrás y estoy a punto de irme directa al sótano cuando algo, no sé qué, me hace girarme hacia el recibidor de la entrada. La puerta de la oficina está cerrada, pero hay luz dentro, veo la franja que asoma por debajo de la puerta. Nadie, salvo yo, se queda en la oficina hasta tan tarde, y eso solo porque resulta que vivo en el sótano de debajo.

Dentro encuentro a Seb dando buena cuenta de la botella de whisky que guarda en el último cajón de su escritorio. Y parece que avanza a buen ritmo. La última vez que la vi estaba llena y ahora está casi vacía. Se queda mirándome cuando entro, con los ojos rojos detrás de las gafas. Veo mi nombre garabateado en un sobre marrón que hay sobre la mesa.

No menciona el hecho de que voy cojeando o de que estoy empapada, ni que llevo un fajo de bolsas de basura y hojas de periódico bajo el brazo.

—Siéntate, Nora.

Aunque lo ha dicho en voz baja y serena, sé que quiere hablar de negocios. En circunstancias normales me ofendería ante ese tono, pero estoy en deuda con Seb y él lo sabe. Así que me siento y le veo recostarse en su silla para ordenar sus ideas. Me acerca la botella de whisky y, por un segundo, mis dedos tratan de alcanzarla antes de recordar que esa es mi mayor debilidad y que no puedo permitirme ceder, por Whisper y por la chica. Ni siquiera un poco. Ni una sola vez. Retiro los dedos y los clavo en el reposabrazos de madera, donde clavo también las uñas y hago surcos que después acaricio con las yemas.

Seb vuelve a guardar la botella en el cajón y yo respiro aliviada. Se me ocurre que acaba de ponerme a prueba y de nuevo me asombra su inteligencia. Jamás le he confesado que soy alcohólica, pero debe de saberlo por alguna razón.

—Hace mucho tiempo que nos conocemos —comienza Seb. Es una técnica estándar en las entrevistas. Comenzar con algo irrefutable, preferiblemente algo ligero. Hacer que la otra persona se sienta cómoda. Yo asiento, pero no digo nada—. Nunca pregunté de dónde sacó tu nombre Mike Starling, del Post. Solo dijo que conocía a alguien que podría ayudarme en ese artículo que estaba haciendo con Rebecca Pruitt. ¿Recuerdas?

Tras la segunda recaída, pero antes de la tercera. Sí, lo recuerdo, probablemente mejor que él.

—Los ataques a las trabajadoras del sexo en Vancouver Este.

Sonríe. Veo el cariño en ese gesto, un cariño que no siempre he pensado que merecía.

—Hiciste un gran trabajo al conseguirme esas entrevistas.

Yo no digo nada. No habría seguido contratándome después de no haberlo hecho bien.

—No te habría dado el trabajo después si Starling no hubiera sacado la cara por ti.

Oh.

—Dicho eso, jamás me he arrepentido de mi decisión.

Otra vez esa sonrisa.

—Entonces Starling abandona el país y se hace corresponsal en el extranjero, y no vuelvo a saber nada de él en años. La semana pasada me llama sin previo aviso y dice que te está buscando. No quiere venir a la oficina porque asegura que le siguen. Le doy tu número y entonces… —Seb hace una pausa y su expresión amistosa se vuelve fría—. Entonces desaparece. ¿Sabes algo al respecto?

Yo vacilo. Esto no es una cuestión de confianza. Si hay alguien en quien confío, ese es Seb. Es cuestión de implicarle en una historia que no entiendo bien y que quizá, a juzgar por lo ocurrido en la biblioteca hace solo unas horas, les ponga en peligro a Leo y a él.

—Quería quedar conmigo, pero no ha aparecido.

—¿Por qué quería quedar contigo?

—No lo sé.

—¿Por qué te colaste en WIN Security? ¿Qué buscabas?

—Aún no estoy segura.

—¿Era esto? —Me acerca el sobre. Veo que ya ha sido abierto. Dentro hay una llave.

Me quedo mirándola perpleja.

—¿Quién lo ha enviado?

—Starling —responde él, y en ese momento me doy cuenta yo también—. Cuando trabajábamos juntos, vi muchas de sus notas y reconozco su caligrafía en el sobre. ¿Qué abre esta llave, Nora?

—No lo sé. No la había visto nunca.

—Parece que hay muchas cosas que no sabes últimamente —me dice con cierta impaciencia que solo emplea cuando habla con Melissa. Así, sin más, me relega al nivel de la exmujer en lo referente a molestias. Se quita las gafas y se las limpia con la camisa. Nos quedamos sentados mirando las placas de sus tres premios de la Asociación Canadiense de Periodismo, dispuestos con orgullo junto a su título de la Universidad de Queens y al certificado de primer nivel en pastelería francesa otorgado por una escuela culinaria de Montreal.

Se pasa la mano por el pelo y me mira por encima de la montura de las gafas.

—Mi trabajo es muy importante para mí —me dice al fin—. Durante mucho tiempo fue lo único que tuve en el mundo. Lo único que me hacía feliz.

Con la llegada de internet, todo el mundo se cree periodista. Todos tienen acceso a una cámara en el teléfono móvil. Las viejas instituciones de noticias sucumben porque la gente ya no quiere pagar por información que puede obtener gratis. Pero el periodismo comprometido es un arte, al igual que la investigación necesaria para contar una historia. Seb es un artista en su manera de procesar la información y contársela a los demás. Lo que tiene su trabajo de sensacionalismo está ahí por méritos propios. Su ética laboral es lo que le da trabajo y le garantiza el respeto de todos. Y, según parece, ahora yo podría poner en peligro esa preciada reputación.

—Una socia de investigación que se cuela en sitios y miente sobre su paradero y sus actividades…, no sé qué pensar. Si me lo contaras… —Deja la frase sin terminar y me dirige una mirada de súplica. Con un hijo al que solo ve los fines de semana, un matrimonio roto y una pareja a la que no comprende del todo, es un hombre que disfruta examinando un tema hasta despojarlo de todas sus envolturas y dejar al descubierto los huesos. Se pierde en las minucias de la investigación, que volverían loco a cualquier académico. Ahora se enfrente a algo que está fuera de su zona de confort.

—Me iré —digo tras unos segundos de silencio, y me guardo la llave en el bolsillo.

—No, no quería decir eso. Solo intento… ¿Qué diablos está pasando aquí, Nora?

Yo niego con la cabeza.

—No lo sé. —Es la verdad, pero no la verdad que él quiere oír.

—Puedes confiar en mí.

—Lo sé —susurro—. Pero no puedes ayudarme en esto.

La voz de Seb me detiene antes de que cruce el umbral.

—He llamado a mi antiguo editor. Hace una semana que no saben nada de Mike Starling. Se suponía que debía acudir hoy a una reunión, pero no ha aparecido. ¿Le ha ocurrido algo? ¿Qué sabes de su desaparición?

—Nada.

—Nora, si en el periódico no han sabido nada de él mañana, denunciarán su desaparición. Y, si la policía acude a mí, les diré que Starling te estaba buscando.

Me doy la vuelta para irme. No dice nada para que me quede y yo me alejo despacio cojeando, como una amante contrariada que aguarda a que la llame a sus brazos. Por un instante me entristece y me enfada saber que esa nunca ha sido mi historia.

Estoy en el sótano, acariciando a Whisper con las manos, cuando me envían una dirección al móvil. Aunque puede que no apruebe lo que estoy haciendo, o el secretismo con el que lo estoy haciendo, Seb ha decidido darme la oportunidad de hacer las cosas bien. Como jefe, creo que es el mejor que cualquiera podría desear.

—Vamos —le digo a Whisper—. Tenemos trabajo.

El Corolla no arranca, pero el lugar al que vamos no está demasiado lejos. En torno a una hora y media a pie. Caminamos bajo la lluvia, Whisper encantada de poder estirar las patas, como pez en el agua con este tiempo y en estas calles.

23

No envidio a los periodistas de investigación. Tienen que emplear sus propios detectores de mentiras, con diversos grados de éxito. Si tienen suerte, destapan una importante trama de algún tipo y ganan premios y elogios, y al final consiguen escribir el libro definitivo sobre cómo sucedió realmente. Se sitúan a sí mismos en el papel de observador imparcial con nervios de acero y una ética impresionante. Son defensores de la justicia y, contra viento y marea, te ofrecerán la verdad porque, para ellos, la verdad es primordial. Para otros, no tanto. Es una carrera emocionante porque, aunque no ganen mucho dinero, los periodistas de investigación trabajan duro y parecen importantes y atareados. Si no tienen suerte, se convierten en alcohólicos con tres divorcios a cuestas que sufren trastorno de estrés postraumático por tener que informar desde el frente de guerra, atormentados por historias que se les escaparon por culpa de las fuentes.

Este periodista en particular lo ha tenido difícil. Resulta insultante que un periodista duro, fumador empedernido, se vea relegado a artículos de interés humano sobre mujeres. Cuando pienso en él, encargado de la cobertura de mi historia, me siento avergonzada. Debió de quedarse destrozado cuando recibió el encargo.

En la dirección del apartamento que Seb me ha enviado pruebo la llave que había en el sobre. No entra, pero da igual, porque la puerta no está cerrada con llave. Alguien ha estado aquí antes que yo y ha dejado manchas por la habitación. Mejor. De ese modo la porquería de las patas de Whisper no desentonará. Aun así nos detenemos al entrar. Hay algo aquí que no va bien. No percibo que haya otra persona, otra presencia, pero de todas formas algo sucede. Escucho atenta posibles sonidos extraños, pero no hay nada. Whisper se me adelanta, siguiendo un rastro. Desaparece en el cuarto de baño. Naturalmente.

Yo examino el apartamento de Mike Starling, con cajas de viejos archivos e historias apiladas en todos los rincones, y veo que no ha renunciado a sus fantasmas. Les ha dejado entrar en casa e invadir sus espacios privados. Hay platos sucios amontonados en el fregadero y la basura está llena de envases de comida para llevar. La leche está caducada desde hace más de una semana. Hay notas pegadas al frigorífico; citas y reuniones. Dos citas para esta semana: una con un quiropráctico y la otra con el abogado del divorcio para firmar los papeles. Sobre esa última nota ha escrito: Para Amy… ¿Dónde coño está el edredón fucsia?

Sigo buscando. Reviso los archivos y veo que está obsesionado con la corrupción en el mercado inmobiliario, con la corrupción en la profesión médica, con la corrupción política en las empresas de extracción de recursos. Sus notas están categorizadas por fecha y llenan docenas de libretas y cuadernos desperdigados por todas partes.

Me aparto de los archivos y me quedo de espaldas a la puerta contemplando la estancia. No hay cuadros en las paredes, ni muebles más allá de una televisión, un escritorio donde debería haber una mesa de cocina y un viejo sofá de cuero que hará las veces de cama. El lugar parece habitado, y los olores lo confirman, pero dista mucho de ser un hogar. Paredes desnudas, cajas apiladas. Una manta deshilachada sobre el sofá. Poca cosa en cuanto a muebles. Un edredón fucsia sería una afrenta para esta decoración minimalista.

Whisper reaparece junto a mí. Frota el hocico contra mi cadera y me deja una mancha húmeda en el pantalón. Es entonces cuando advierto que el apartamento no huele solo a basura y a sueños rotos. Al abrir la puerta del baño, ha inundado la estancia un olor en el que antes no me había fijado. Olor a descomposición.

En el cuarto de baño encuentro a Mike Starling desnudo en una bañera llena de agua ensangrentada.

Cuando yo vivía en albergues y quería pasar una noche sin tener que dormir con un ojo abierto, cuando no llovía demasiado, me dirigía a Stanley Park y pasaba la noche acurrucada entre los arbustos o junto a la raíz de un árbol. Tenía algunos lugares que estaban tan escondidos dentro del parque que me sentía relativamente a salvo. Al menos más a salvo que en un albergue. Una vez encontré a un hombre vestido con harapos acurrucado entre un arbusto y la raíz de un árbol. Tenía una expresión tan placentera en la cara que supe de inmediato que estaba muerto, porque uno no duerme en el parque si es de los que tiene sueños felices y agradables. Tenía los ojos cerrados y los músculos faciales relajados. Junto a él había una botella de Johnnie Walker medio vacía, así que sé que se fue como deseaba. Agarré la botella antes de dejarlo ahí –no soy ninguna santa–, pero encontrarse un muerto así en mitad del parque no fue tan horrible como podría parecer. Además, me llevé media botella que me ayudó a superar el trauma. Fuera quien fuera ese hombre, murió con calor en su interior, en compañía de su ser más querido.

Lo de Mike Starling es otra historia. Él no se fue tranquilo. Por fácil que pueda parecer rajarse las muñecas y desangrarse en una bañera llena de agua, cortarse las venas es un paso demasiado grande que, por muchas vueltas que le dé en la cabeza, no me parece algo que él sería capaz de hacer. Si quisiera suicidarse, lo haría con pastillas o pegándose un tiro en la boca.

Tiene los ojos abiertos y me mira. No soy una experta forense y no he visto suficientes procedimientos criminales en televisión como para saber con precisión cuánto tiempo lleva ahí, pero, si tuviera que decir algo, diría que fue en algún momento entre nuestro último mensaje de texto para concretar la cita en la biblioteca y la aparición de esos hombres que no son policías en su lugar.

Whisper y yo salimos del baño y del apartamento. Cuando estamos ya lejos del olor a muerte, encuentro un banco donde sentarme para reordenar mis pensamientos. El tobillo del esguince me agradece el descanso, pero no va a durar mucho. Busco en mi teléfono una lista de almacenes por la zona. El más cercano está a cuatro manzanas del complejo de apartamentos y resulta que está abierto las veinticuatro horas.

De camino, Whisper ve a un chucho abandonado al otro lado de la calle, en un aparcamiento vacío. Me arranca la correa de un tirón y corre hacia él. Se rodean el uno al otro. Yo no la llamo, porque sabe bien que lo que está haciendo está mal y no quiero llamar la atención. El otro perro no tarda en captar su energía y, antes de alcanzarlos, ya la ha montado. El episodio termina casi al poco de empezar y Whisper regresa junto a mí con el rabo entre las patas y la cabeza gacha. Sin embargo, no la castigo, porque todos llevamos el dolor como podemos. Me limito a limpiar el otro extremo de la correa y la sujeto con más fuerza para que no vuelva a pasar. Todavía nos queda mucho por hacer esta noche.

24

—Disculpe, señora —dice el joven guardia de seguridad. Estamos frente a un almacén y él se encuentra a varios metros de distancia, enfocándome a la cara con una linterna—. No debería estar haciendo eso.

Whisper sale de entre las sombras y gruñe cuando el guardia se acerca. Se siente culpable por lo que ha hecho antes con el perro abandonado en el aparcamiento y está intentando compensarlo siendo especialmente protectora. Cuando el guardia la ve, aminora el paso y se detiene a una distancia prudencial. Yo dejo de intentar meter la llave del sobre en la cerradura del compartimento situado en la primera planta del edificio y le pongo una mano a Whisper en el lomo. Este es el cuarto compartimento en el que pruebo suerte, con la esperanza de que el guardia de seguridad de la entrada estuviera echando un sueñecito. Al parecer no.

Decido ser sincera.

—Estoy buscando un almacén registrado a nombre de Starling. Mike Starling.

El guardia mira a Whisper. Inconscientemente se lleva la mano que no sujeta la linterna a la entrepierna.

—No podemos dar esa clase de información. ¿Es usted su contacto de emergencia?

Quizá esta sea su primera semana de trabajo o quizá Whisper le haya asustado, pero el adorable guardia de seguridad solo quiere ayudar. Es enternecedor, pero absurdo. Acaba de darme, sin saberlo, lo que necesito.

—¿Amy Starling? —le digo, con la esperanza de que no se dé cuenta de que no he dicho que yo sea Amy Starling. No puedo soportar tanta mentira, pero, para acceder al almacén, habrá que hacer sacrificios. Una chica ha desaparecido y un periodista ha muerto. Ambos están relacionados conmigo. No puede ser coincidencia.

El guardia saca una pequeña tableta portátil del bolsillo y desliza el dedo por la pantalla.

—Ah, sí. Aquí está, señorita Starling. Se supone que necesitamos su carné de identidad, pero… —Mira a Whisper—. Quizá pueda pasarse por la oficina al salir y dejar a su perro junto a la verja. Entonces haré una fotocopia del carné.

—Me parece estupendo —digo con una voz tan alegre que estoy segura de que sospechará algo… Pero no parece que lo haga. Está demasiado ocupado vigilando a Whisper, quien a su vez lo tiene vigilado a él.

—Está usted buscando la unidad 108, señorita Starling. Es por aquí. —Señala una unidad situada al otro extremo, más lejos aún de la garita de seguridad. Después mira a Whisper otra vez—. ¿Podrá llegar sola?

—Sí —respondo con una sonrisa radiante. Maldita sonrisa. Colarse en un almacén en mitad de la noche no tiene nada de gracioso. Levantar sospechas intentando acceder al almacén de un hombre asesinado antes de que descubran su cuerpo no es cosa de risa. Si me pillan, ¿cómo explicaré esto?

—Genial —responde el joven, aliviado por poner distancia entre nosotros—. Asegúrese de pasarse después por la garita.

Whisper se relaja y camina detrás de mí mientras me dirijo hacia la unidad 108. La llave entra en la cerradura a la perfección. Abro la puerta y enciendo la luz.

Al igual que su apartamento, el almacén de Starling contiene cajas y cajas de archivos, pero en lugar de pilas desperdigadas, estos archivos están ordenados y parecen organizados por fecha y tema de la investigación. Hay un escritorio con un flexo enchufado a la única toma de corriente de la unidad, junto a un calefactor. En el escritorio hay un portátil y un módem. Así que aquí era donde trabajaba en sus proyectos secretos.

Antes de empezar, Whisper y yo compartimos una botella de agua; yo primero, por una cuestión de babas. Me siento a la mesa de Starling y, sin quitarme los guantes, reviso el portátil. Sus búsquedas más recientes no eran sobre corrupción. Estaba mirando trasplantes de médula. Una investigación privada sobre células madre. El poder curativo de los tratamientos con células madre. Me pregunto si Starling estaría enfermo y necesitaba un trasplante; de ser así, el divorcio podría haber terminado de desestabilizarle. Pero no fue la enfermedad la que lo mató. Estoy casi segura de ello. Aunque meterlo en una bañera y cortarle las venas fue un toque ingenioso, no ocultará el hecho de que ha sido asesinado. Reproduzco en mi cabeza el mensaje que dejó en mi buzón de voz y sé que no me equivoco. Era miedo lo que percibí en su voz.

Sigo buscando y, transcurrida una hora, doy en la diana.

Tardo un rato, pero ahora me hago una idea de lo que estaba buscando, aunque no sé el porqué. El interés de Starling por la corrupción y los sobornos de las industrias a las organizaciones políticas parece centrarse en Industrias Syntamar, una empresa minera de Canadá. En su mayor parte operan en la provincia y no causan los escándalos de las grandes empresas petroleras. Tuvieron algunos proyectos en el extranjero, pero nada aparentemente turbio.

La Columbia Británica es uno de los lugares más bonitos de la tierra. Montañas, océanos, lagos y recursos no renovables. La atracción de la costa oeste va más allá del bombo de Vancouver, el principal centro económico de la provincia. Casi todo el territorio indígena aquí se encuentra en tierras no cedidas, y casi toda esta tierra mantiene ecosistemas enteros que, por un giro perverso del destino, dan cobijo y protegen esos recursos tan valiosos. Lorelei lleva años alentándome a asistir a sus protestas en contra de la minería, pero nunca logra encontrarme cuando se aproxima la fecha. Tampoco es que lo haya intentado con mucho empeño. Es probable que Starling y ella se codearan en más de una ocasión, y me pregunto si sabría que una de las lideresas del movimiento medioambiental de la provincia no es otra que mi hermana. De estar vivo, habría salivado con esa historia.

En el escritorio encuentro un recorte de periódico donde Starling había rodeado una fotografía de hace veinte años donde aparece la junta directiva de Industrias Syntamar. Sentada en torno a una mesa de conferencias, la junta se compone de varones caucásicos de diversos rasgos y estaturas, pero todos de más de cincuenta años y con traje oscuro y corbata. Sonríen, supongo que porque les alegraba ser ricos e importantes. En un extremo, a la cabeza o al pie de la mesa, hay un hombre asiático delgado, también de cincuenta y tantos años. Su expresión es correcta, pero inescrutable. No resulta evidente si se alegra de ser rico e importante. Busco online la fotografía, pero no encuentro nada que identifique al hombre asiático.

Hay un nombre escrito en el margen del viejo periódico. Doblo el recorte y me lo guardo en el bolsillo trasero.

Junto con la investigación sobre Syntamar, Starling también había recopilado detalles sobre inmigración canadiense desde Hong Kong durante los noventa. Hay algo en ello que me resulta familiar, pero no es gran cosa.

Pasadas las tres de la madrugada, despierto a Whisper y abandonamos el almacén. Cierro la puerta a nuestras espaldas y paso junto a la garita de seguridad. No dejo a Whisper atada fuera ni entro en la garita para hablar con el agradable guardia. Alguien tendrá que enseñarle a cumplir a rajatabla la política de acceso a las instalaciones, y parece que ese alguien soy yo.

No llueve mientras regresamos a casa, pero las calles aún están resbaladizas del aguacero de antes. Brillan en las zonas donde alcanza la luz de las farolas y después se funden con la oscuridad. Durante un rato voy tarareando algo de Howlin’ Wolf porque estoy de humor, aunque no paso de los primeros acordes de Back Door Man. Da igual lo mucho que intente expulsar a la otra voz de mi cabeza, porque ella insiste. Ha estado ahí desde que vi al periodista en la bañera con las venas cortadas. No, ¿a quién pretendo engañar? Ha estado ahí desde hace años, oculta en algún rincón oscuro de mi mente, pero se reproduce incesantemente desde que la oí mientras me escondía en el rellano de la oficina. ¿De verdad fue ayer? No lo sé. Esta noche mis recuerdos son especialmente confusos.

«Deshazte de ella», dijo la voz hace unos quince años. ¿O fue hace dieciséis? Perdí tantos meses después que ya no lo recuerdo.

Alguien en el otro extremo de la habitación dijo algo a modo de respuesta, pero no lo oí con claridad porque tenía la cabeza cubierta.

«Me importa una mierda. Envuélvela en esa sábana, no hace falta que esparzas su sangre más de lo que ya lo has hecho, imbécil, y tírala en alguna zanja. Me da igual dónde, siempre y cuando sea fuera de la ciudad. Y deja de darles esa mierda. Alguien se dará cuenta tarde o temprano. ¿Qué dirá tu padre si se entera?».

La otra persona sonaba amortiguada, suplicante, mientras el hombre de la voz que puebla mis pesadillas se daba la vuelta. Oí pasos por el pasillo. Pasos tranquilos, seguros de sí mismos. Los pasos de un hombre que sabe que se obedecerán sus órdenes y se desharán de mi cuerpo.

Y así fue. En una zanja, fuera de la ciudad, donde nadie pudiera encontrarme.

Pero alguien me encontró.

Mike Starling me encontró.

25

Whisper y yo llegamos a casa justo cuando empieza a amanecer. Preparo una taza de café porque estoy demasiado alterada para irme a la cama. Me tiemblan las manos. No recuerdo que me hayan temblado nunca antes, pero me doy cuenta de que hacía mucho tiempo que no veía un cuerpo con signos de violencia. Estoy temblando por lo que he visto esta noche.

Starling está muerto.

Sus ojos abiertos y sin vida me siguen incluso hasta aquí. ¿A alguien le sorprendería la idea de que se suicidara? Divorciado, arruinado, viviendo en un cuchitril, periodista de la vieja escuela en un mundo donde las redes sociales e internet han dado la vuelta al periodismo tradicional. ¿Quién no estaría tentado de cortarse las venas? Pero Starling era demasiado amargado y discutidor como para irse de ese modo. ¿Alguien más se percataría de ello?

Saco mi portátil y comienzo a buscar. Whisper lleva pensativa desde que llegamos a casa y se niega a mirarme a los ojos. Ahora que hemos vuelto a nuestra vida dentro del sótano, es probable que se arrepienta de su aventura con el chucho callejero y se está limpiando con una intensidad que roza la obsesión, empezando con las patas delanteras y yendo hacia atrás. No es nada raro en ella y no me preocupo porque sé que en unos días se le pasará y recordará que ella es la jefa.

Tardo solo unos minutos en descubrir que Syntamar, otrora con base a las afueras de Vancouver, en la actualidad ya ha cerrado. No hay mucha más información online, aparte de la que ya había encontrado Starling. Hay un artículo que habla sobre la diversificación en el campo de la minería, algunas empresas en Canadá y una mina de tierras raras en el Congo, pero nada que señale por qué Starling estaba tan interesado en ella antes de morir. Uno pensaría que, si estaba dejándome mensajes urgentes en el móvil, lo último que buscaría podría tener algo que ver con el motivo del peligro.

Busco el nombre que aparece escrito en el recorte de periódico y resulta que pertenece a un profesor asociado del Centro de Sostenibilidad Medioambiental de la universidad. Curioso. Encuentro su número en la web de la institución y llamo al departamento. Tardan solo un minuto en transferir la llamada. Me preparo porque sé que, una vez más, tendré que ser más evasiva que de costumbre. Pero Starling ha muerto y la chica sigue desaparecida. No me queda otra opción.

—¿Trabaja para Sebastian Crow? —pregunta una voz cálida y masculina al otro lado de la línea.

—Sí —respondo yo—. Le ayudo con la documentación. —Esto es cierto.

—¿Y necesita datos específicos sobre una empresa en particular?

—Industrias Syntamar. —También es cierto.

Se produce una breve pausa.

—Sí, bueno, yo podría ayudar en eso. Cualquier cosa por el señor Crow. Me gusta mucho su trabajo.

Resulta interesante que alguien conozca a un periodista de investigación concreto por su reputación, lo suficiente como para asegurar que está familiarizado con el trabajo de Seb. Pero, claro, se trata de un hombre que trabaja en el mundo académico, donde el conocimiento de las cosas más allá del ámbito público es parte de su trabajo.

Quedamos en vernos en el campus de la universidad a la mañana siguiente antes de sus clases. Estoy emocionada, pese a la naturaleza de la visita. He paseado por ese campus muchas veces. Es un mundo en sí mismo, situado en los terrenos propiedad de la universidad, con una de las vistas más bonitas de la ciudad. La zona elitista es un poco deprimente, pero el campus como tal es algo especial. El aire allí huele distinto e incluso mi corazón de hielo se deja conmover. Juventud. Sed de conocimiento. Esperanza. Posibilidad. Las cosas que se marchitan y mueren cuando el tiempo te pone las manos encima.

—Bueno —continúa el profesor antes de colgar—, ¿y el señor Crow nos acompañará?

—No. Ahora mismo está de viaje, pero me ha pedido que me pusiera en contacto con usted. Leyó su último trabajo en Science y le resultó maravilloso. —Esto sí que es una mentira como una casa. Cada vez se me da mejor. Science es uno de los periódicos científicos más prestigiosos que existen.

El halago sirve para desarmarle. Su voz adquiere un tono rasgado, producto de la anticipación y de la esperanza de poder mantener una relación profesional, quizá personal, con uno de los periodistas más respetados del país. Podrían dar conferencias por las que cobrarían. Y también están las entrevistas y los debates. Él lo sabe bien.

—Bueno, será un placer hablar con él cuando regrese. Mientras tanto, estoy deseando conocerla, Nora.

De acuerdo, hay algunas cosas que una aprende de los periodistas como Seb si se los conoce un poco. La primera es que, aunque sí que tengan ayudantes de investigación, es raro que permitan que otra persona realice las entrevistas en su lugar. Prefieren hacer el trabajo preliminar personalmente. La segunda es que solo los menos escrupulosos del sector necesitan recurrir al halago descarado para lograr su objetivo. La tercera, y quizá la más importante de esta lista, es que son personas rencorosas.

Al emplear el nombre de Seb para lograr hablar con este hombre he cruzado una línea, que ya no podré descruzar, con la única persona de mi vida que siempre me ha dado el beneficio de la duda.

26

Duermo durante el resto del día y me despierto cuando empieza a oscurecer. Dado que tengo que estar presentable para mi reunión con el académico, subo a la oficina cuando Seb y Leo ya se han marchado a casa. No han cambiado la cerradura, cosa que agradezco. Tras dejar a Seb en el despacho aquella noche, he entrado siempre en las instalaciones con cautela. No me dijo que no fuese bien recibida, pero espera respuestas que no tengo.

Al entrar en la habitación soy consciente de que la botella de whisky podría seguir en el despacho de Seb. Respiro profundamente y, en su lugar, giro hacia la izquierda y entro en el despacho de Leo. Tiene una chaqueta de lana verde oscuro colgada sobre el respaldo de la silla y una bufanda gris en el perchero. Agarro ambas cosas y, al salir, me llevo también los zapatos de cuero que deja junto a la puerta para cuando se quita las botas de lluvia.

De vuelta en el sótano, pongo una tubería de acero del tamaño de mi brazo sobre el catre junto a mí y me meto bajo las sábanas. Whisper salta encima y se acurruca a mis pies. Aunque es un catre pequeño, hay sitio para las dos. Quizá perciba lo asustada que estoy o quizá solo busque mi calor. Sea lo que sea, me alegra que esté ahí. Y entonces me duermo.

A la mañana siguiente, después de pasear a Whisper, busco la camisa y los vaqueros más limpios que tengo y encima me pongo la chaqueta, la bufanda y los zapatos de Leo. Me satisface el resultado. Lesbiana estudiosa es lo que me viene a la cabeza, pero eso no tiene por qué ser malo.

Me despido de Whisper, que me ignora porque es la hora de su siesta, y salgo por la puerta del sótano. La ropa de Leo tiene un agradable aroma a sándalo y a cuero, y me ayuda a sentir que soy otra persona, de camino a reunirse con un respetable individuo para tomar café. Consigo tomar el autobús justo cuando se marchaba y me acomodo en uno de los asientos de atrás, junto a la ventana. Durante el trayecto hacia la universidad, doy forma a esa fantasía, alimentada por el buen gusto de Leo en cuestión de colonia y zapatos. A esta hora hay poco tráfico y ha empezado a llover, pero la gente sigue por la calle haciendo sus cosas.

Estoy de tan buen humor que pienso en mi juventud, cosa rara en mí. Normalmente pienso en términos de Antes y Después. El Después básicamente me lo pasé bebiendo, y no me avergüenza decir que apenas recuerdo nada. El Antes, como es natural, consiste en un lugar especial en el que soy tan inocente que esos recuerdos residen en mis tripas como una bola de plomo, avergonzándome. La hermana de mi padre, antes de enfermar, trabajaba para una familia adinerada de Winnipeg que era dueña de una cadena de tiendas de alimentación. Era cocinera y a veces niñera. Y traía a casa viejos libros para Lorelei y para mí, aunque yo siempre dejaba que Lorelei los viese primero porque sabía que al final me pediría que se los leyera. Recuerdo con cariño abrir la bolsa de tela y sacar lo que ya no querían aquellos niños ricos a los que nunca conocí, salvo de verlos a lo lejos de vez en cuando. Durante una época, esos libros y juguetes de segunda mano eran tesoros, hasta que Lorelei tuvo edad suficiente para darse cuenta de que no era más que caridad y no quiso seguir usándolos. En su momento yo estuve de acuerdo con ella, pero aun así seguía leyendo los libros cuando ella se iba a dormir, para evitar discusiones. Aquellos libros viejos y desencuadernados, con las páginas manchadas, eran lo mejor que teníamos. Bueno, lo mejor que tenía yo. Lorelei siempre esperó algo mejor de la vida y, con su fuerza de voluntad y su belleza, consiguió tenerlo.

El autobús avanza por las carreteras bien cuidadas hacia la universidad. La fantasía de ser otra persona se evapora en cuanto bajo del vehículo y me planto en la acera para ubicarme. Es importante tener una historia sólida. Entro en la cafetería donde hemos quedado, que también es una galería de arte. Los cuadros de las paredes son en su mayoría paisajes soleados de la ciudad en verano, lo cual resulta una broma de mal gusto para los clientes, dado que hace semanas que no vemos el sol. Distingo al profesor, a quien reconozco por la foto de internet. Me estrecha la mano con energía cuando alcanzo la mesa, que ya está llena de carpetas apiladas y una taza de café.

—Usted debe de ser Nora. Soy Angus Holland —me dice sin soltarme la mano. Tiene la frente ancha y unos rasgos nórdicos pálidos que hacen juego con sus ojos claros. Son grises o azules, pero ni siquiera en un espacio tan iluminado, diseñado para poder apreciar el arte y el café, puedo estar segura del todo. Sus rasgos se difuminan con el blanco de las paredes de detrás, todo salvo sus mejillas sonrojadas, que le dan aspecto de colegial travieso. Entorno los ojos e incluso creo advertir un brillo pícaro en su mirada.

Asiento con la cabeza de modo profesional, pero amistoso, insinuando que debería soltarme la mano, pero mantener el buen ambiente.

—Encantada de conocerle.

—Un placer, ¿señorita Watts? —Se queda callado y contempla con disimulo mi chaqueta de lana en busca de pechos. No obtiene resultados, igual que yo en los últimos veinte años. Si quiere algo de carne, mejor que mire a mi trasero. E incluso ahí le costaría trabajo encontrarlo, pero al final sus esfuerzos se verían recompensados.

—Sí.

—Tiene una voz muy profunda, señorita Watts.

Por algo soy contralto, aunque la gente no suele comentarlo. Holland mira por encima de mi hombro mientras nos sentamos, yo me doy la vuelta y veo entrar a una estudiante con maquillaje y coletas que asoman por debajo de un casco de bicicleta. Las mallas de ciclismo que lleva revelan sin lugar a dudas unos genitales masculinos, pero el maquillaje y las coletas van en otra dirección. De pronto entiendo el comentario de «señorita» y la observación sobre mi voz. Por alguna razón, mis cuerdas vocales son más gruesas que las de la mayoría de mujeres, y el profesor piensa que estoy tratando de engañarle. No se equivoca. Estoy tratando de engañarle, pero no con eso.

—El campus es un lugar muy seguro —continúa al ver que he visto a la estudiante de las mallas—. Aquí nadie tiene que esconder lo que es.

—Salvo si eres una gran empresa minera, ¿verdad? —pregunto animadamente al ver que esta reunión podría descarrilar por culpa de mi identidad de género, en apariencia ambigua. Quizá el look de lesbiana estudiosa no haya sido la mejor opción. Me quito la bufanda del cuello para mostrar un poco de clavícula. No es mucho, pero es lo mejor que tengo—. Deben de ser persona non grata por aquí.

El profesor se aclara la garganta y adopta una actitud profesional.

—Al contrario. En la universidad tenemos un sólido programa de ingeniería minera. El trabajo del centro consiste en abordar temas como el impacto social y medioambiental de la industria extractora. Entonces, ¿el señor Crow está escribiendo un artículo de investigación o hablamos de un libro?

—De momento solo estamos documentándonos, pero estamos abiertos a expandir el proyecto si conseguimos el dinero. No lo sabremos hasta que no se lo muestre a su editor.

—Pero ¿por qué le interesa Syntamar? Hay bastantes empresas canadienses que causan estragos en el extranjero y también dentro del país. Yo no la situaría al comienzo de mi lista.

Yo me encojo de hombros.

—Yo tampoco estoy segura. Hay muchos cabos sueltos y yo hago lo que se me dice. —Muchos de los trabajos de Seb a lo largo de estos últimos años llevan el subtítulo Con contribuciones de N. Watts, así que no creo que Holland se trague mi comentario.

Algo que he dicho le hace gracia. Se ríe mirando a la taza y las mejillas se le sonrojan más aún.

—Se parece mucho a mi trabajo. Enseña esto, pero no aquello. Investiga esto con nuestro dinero, pero las otras cosas las haces por tu cuenta. ¿Quiere un café? —Señala su taza, como si quisiera compartirla.

—No, gracias. He de entregarle a tiempo mis investigaciones al señor Crow.

—Ah, sí, por supuesto. Syntamar, bien. ¿Qué desea saber?

—Empecemos con la mina del Congo. —Era el único proyecto de la empresa fuera de Canadá.

—De acuerdo. —Mira las carpetas que tiene delante, pero no las abre. No le hace falta. Me da la impresión de que conoce bien el material—. A Syntamar le costó trabajo levantar el vuelo fuera de Canadá. En un par de ocasiones se asociaron con promotores sospechosos que recaudaban dinero para proyectos que nunca fueron viables. Eso fue antes de que Canadá implementara el NI 43-101… Perdón —me dice al ver mi mirada—. No sé cuánto trabajo preliminar habrá realizado ya. En resumen, la minería puede ser un negocio turbio y Syntamar perdió mucho dinero en empresas que nunca prosperarían, proyectos para los que los promotores recaudaban el doble de capital, ganaban el doble de dinero en diferentes mercados y después dejaban sin blanca a sus inversores. Syntamar realizó un par de proyectos de éxito en Canadá, pero tomaron algunas malas decisiones antes de irse al Congo.

—De modo que estaban desesperados por hacer que la cosa funcionara.

—Sí, lo estaban. —Se queda mirando el cuadro que cuelga de la pared. En él aparece, en tonos rojos, una pareja enamorada, besándose y con las manos entrelazadas—. ¿Sabe cuál es la parte más difícil del proceso de la minería? —No espera una respuesta, porque está predispuesto a dar una conferencia. Yo me recuesto en mi silla. Su actitud ha cambiado, ha pasado de ser afable a sombría en cuestión de segundos—. Lo difícil no es conseguir los permisos, adquirir el equipo o contratar a técnicos cualificados. Tiene que ver con el coste humano y medioambiental que supone cavar en la tierra y sacar materiales que algún día sería mejor dejar en su lugar. La extracción puede arruinar el medioambiente en torno a los lugares donde se realiza. Eso no se puede negar. Y el proceso es más dañino y tóxico en las inmediaciones al lugar donde está la explotación petrolera o minera.

—Las poblaciones locales.

Vuelvo a ver ese brillo en su mirada, pero es algo fugaz que desaparece al instante.

—¡Exacto! Nadie quiere una maldita mina o una perforadora petrolera en su jardín, pero a veces se dejan engañar por gobiernos que están comprados por la industria. Les dan trabajo. La gente al principio se muestra desconfiada, pero tiene que comer, y no puede negarse que es mejor tener algún ingreso que no tener ninguno. Los problemas suceden cuando empiezan a morir los animales, la gente enferma y el agua de la zona deja de ser segura para el consumo.

Yo asiento.

—Y no siempre tratan bien a los empleados de la zona, ¿verdad?

Él suspira y se termina el café.

—No, ni siquiera eso lo hacen bien. En Canadá no tanto. No somos perfectos y los sindicatos no tienen tanto poder de negociación como antes, pero tenemos algunas salvaguardias. En el extranjero es otra historia. Nuestras empresas mineras en particular tienen un horrible historial de abuso de los derechos humanos. Es terrible. Hace años, el informe del consejo de expertos de una organización no gubernamental reveló que las empresas canadienses son de las más infractoras. No encaja con nuestra reputación educada y pacífica, ¿verdad?

Esto resulta muy interesante, pero no veo la conexión.

—¿Dónde entra Syntamar en toda esta historia?

—Como he dicho, no son de los peores, pero ¿quién puede decir qué es un abuso y una explotación indebida y qué no? El Congo tenía varias empresas operando allí. En la región donde Syntamar tenía su mina de oro había otros dos proyectos estadounidenses y uno chino. La explotación canadiense era más pequeña que las demás y tuvo problemas con sus trabajadores y con la población local. Huelgas, protestas, descontento general. Estaban perdiendo dinero a pasos agigantados y, por casualidad, un ejército paramilitar que empleaban para sofocar las protestas en otra mina se presentó de pronto en la de Syntamar pocos meses más tarde. Muchos informes locales sugirieron que los responsables fueron los mismos. Los manifestantes y huelguistas fueron maltratados de manera brutal, no podría describirlo aquí, entre estas paredes, querida. —Aparta la mirada un minuto, perdido en sus pensamientos.

Sin embargo, yo no aparto la mirada, porque de pronto estoy aturdida. Lo que pensé de él en un inicio al hablar por teléfono era del todo incierto. Parece que lo he prejuzgado terriblemente.

—Así que Syntamar y esa otra empresa utilizaron a los mismos paramilitares para controlar la situación.

—Sí. La mina fue rentable durante un tiempo, pero entonces, años más tarde, Syntamar sufrió una OPA hostil por parte de una empresa estadounidense. Vendieron todas sus explotaciones, salvo dos; ambas en Canadá. Ambas se convirtieron en empresas conjuntas y Syntamar pasó a ocupar un papel secundario. Una estaba en la tundra del norte, que desde entonces ha sido una región muy disputada, y la otra es una mina de cobre en la isla de Vancouver.

—¿Y no es raro que vendieran la compañía, pero otros se quedaran con esos dos proyectos?

—En realidad no, pero hubo algo en ello que me llamó la atención en su momento. Los tratos bajo cuerda son algo habitual, pero esos dos proyectos tenían el potencial de ser muy rentables a largo plazo.

—Está diciendo que Syntamar ofreció esos proyectos a otra compañía a cambio de recibir ayuda en la mina del Congo.

Holland suspira.

—No hay manera de saberlo con certeza porque no hay informes oficiales que digan quién financió a los paramilitares, pero sospecho que pudiera ser así.

—Si había mala relación con los estadounidenses, eso nos lleva a la empresa china.

—Es usted muy buena —responde con una sonrisa—. Cuando necesitaron ayuda en el Congo, recurrieron a la única opción que les quedaba. Industrias Zhang-Wei. Trasladaron su sede a Vancouver a finales de los noventa. Hasta entonces no cotizaban en bolsa, así que no teníamos mucha información sobre ellos.

Me mira a los ojos y de pronto su mirada se vuelve intensa, casi suplicante.

—Tengo una estudiante que me está esperando para revisar su tesis, pero, por favor, póngase en contacto conmigo si necesita más información. Soy un gran admirador del señor Crow. Él aprecia los detalles y, para alguien como yo, esa es una cualidad única en un periodista. La gente de por aquí está muy disgustada por los oleoductos y las explotaciones extractoras de la provincia, pero es una situación única en la que las poblaciones locales pueden hacerse oír. Ninguna compañía va a autorizar asesinatos en masa y violaciones aquí en Canadá. Pero lo hacen en otros países del mundo donde la gente no está tan protegida. Espero que el señor Crow y usted puedan ayudarnos a hacer correr la voz.

Le estrecho la mano y lo dejo allí, con sus mejillas sonrojadas llenas de altruismo y determinación. Me va a explotar la cabeza con tanta información. Lo que más me llama la atención es lo mal que había juzgado a este hombre. Quizá haya visto demasiada oscuridad o haya pasado demasiado tiempo regodeándome en ella, porque no me había percatado de lo que sucedía aquí. Lo que en un principio pensé que era el entusiasmo oportunista de alguien ansioso por aumentar su caché de conferenciante al ser la cabeza visible de una exclusiva periodística ha resultado ser un auténtico activista preocupado por el bienestar de los demás.

Pienso en mi hermana, en lo bien que se llevaría con él. Tendrían mucho de qué hablar. De salvar el medioambiente y todo eso. Pensarían igual, compartirían lo que les molesta del mundo y lo que hay que cambiar. Y, aparte de eso, él no la confundiría con un hombre.

27

Mi hermana es una bienhechora en el peor sentido de la palabra. Ha sido activista casi toda su vida y lo hace porque de verdad cree que sus actos impedirán de manera directa la construcción de un oleoducto que transporte bitumen y otras sustancias tóxicas extraídas de las entrañas de la tierra hasta la preciosa costa que ella ahora llama hogar. Lorelei ve fotos de ballenas, osos, lobos y salmones y sufre por sus derechos. La conmueven hasta el llanto.

Pero por mí no mueve un dedo.

Cuando abre la puerta de su casa, ubicada al este de Vancouver, la expresión sobresaltada y curiosa de su rostro se vuelve hostil. Su cara es como una roca y con los hombros bloquea la puerta. Observa mis vaqueros manchados de pintura y mi jersey deshilachado.

—Hay una organización benéfica al final de la calle —es lo primero que sale de su boca.

No nos veíamos desde hace un año.

Siempre ha sido así con ella. Tiene cara de ángel, pero lengua de arpía. Si alguien pudiera detener una fuerza todopoderosa como la pura codicia, esa sería ella. Lo sabe, y por eso se ha buscado un marido trofeo, ha obtenido elogios académicos y ha labrado relaciones sólidas con las organizaciones medioambientales más influyentes de la provincia. Hay un nuevo tipo de compromiso político en las comunidades locales y Lorelei quiere estar a la cabeza. Está preparándose para algo grande y yo soy un obstáculo en su camino.

Como es natural, hace como si no existiera.

—¿Los oleoductos se han colapsado ya? —le pregunto educadamente.

He aprendido que, si quieres algo, has de ofrecer algo a cambio. En su caso, ese algo es la urbanidad y la apariencia bien cuidada de alguien que no se deja contaminar por los males de la sociedad que forman parte de nuestro legado colonial, que algunos llaman genocidio cultural, mientras que otros omiten la parte «cultural». Ella es una estrella radiante y honesta, con una mente brillante. Mientras se empeña en conectar con la herencia de nuestro padre, que ha decidido que le pertenece, mi conexión con dicha herencia ha ido erosionándose con los años. Porque ella ignora lo que yo me niego a ignorar, y es que nuestro padre solo es parte de nuestra historia. La otra parte es nuestra madre, de quien no sabemos nada, excepto que era extranjera y nos abandonó mucho antes de que nuestro padre muriera. Se fue sin mirar atrás.

Mi hermana está seria y tiene la boca apretada en una delgada línea. Produzco ese efecto en muchas personas, pero sobre todo en ella.

—¿Qué haces aquí, Nora? —Sale al porche y cierra la puerta tras ella, interponiéndose entre su hogar y yo—. ¿Necesitas dinero?

¿Por qué todo el mundo se pregunta lo mismo? Voy a tener que invertir en ropa nueva.

—Necesito tu coche. —Miro hacia el utilitario nuevo que hay aparcado en la entrada. Aunque David, su marido, es abogado, va de acampada un total de dos veces al año y cree que eso justifica la compra de un vehículo que consume tantísima gasolina. Pero no le juzgo. Nadie es perfecto.

Lorelei tarda unos segundos en procesar mi petición, y entonces se ríe.

—Vamos, Nora, no me vaciles.

—No te vacilo. —Su desaprobación me deja clavada al porche. De pronto vuelvo a tener siete años y ella cuatro. Recuerdo la barrita de chocolate robada derritiéndose en mi mano mientras ella acude llorando a nuestra tía para contarle que soy una ladrona. Mirándome con desprecio entre un mar de lágrimas de cocodrilo. Recuerdo que me pegaron con un cinturón en el patio, recuerdo las lágrimas que me empapaban la cara. Lo que quería decir era que a mí ni siquiera me gustaba el chocolate, pero no me salían las palabras. A Lorelei sí. A ella le encantaba el chocolate.

—Nora —continúa ella con un tono de falsa preocupación, como si yo no hubiera abierto la boca—. Eres una alcohólica. Ni siquiera tienes carné de conducir. No puedo prestarte el utilitario de David. Lo necesita para ir a trabajar.

La miro a través del velo de desconfianza que siempre nos ha separado. Está mintiendo. David es socio júnior en un bufete y generalmente toma el tren para ir a la ciudad y evitar así los atascos infernales de Vancouver. No necesita el coche. Sin embargo, ella no sabe que estoy al corriente de los acontecimientos de su vida y no pienso aclarárselo. Llevo vigilándola desde que nació, pero ella nunca lo sabría.

—De acuerdo. —Me doy la vuelta para irme. ¿De verdad esperaba que me dijese que sí? Podría contarle lo de Bonnie, podría decirle que tengo problemas, pero algo me lo impide.

—Nora, espera.

Me detengo, pero no me doy la vuelta. Me duele mirarla durante demasiado tiempo.

—¿Para qué lo necesitas? —Siente curiosidad, no porque yo necesite ayuda, ya que siempre lo ha dado por hecho, sino porque se la haya pedido a ella.

Pienso en decirle la verdad. Sincerarme. Pero me doy cuenta de que algunas cosas nunca cambian.

—No tiene importancia.

Pero ambas sabemos que sí la tiene. Ambas sabemos que el hecho de que esté aquí pidiéndole un favor supone un punto de inflexión en nuestra relación. Me rechaza en un intento de ponerme en mi lugar y de mantenerse ella en el suyo. No la culpo por ser así. Intenta aferrarse a cualquier cosa que pueda controlar, encajar en cualquier parte. Yo renuncié a eso hace mucho tiempo. Lorelei y yo somos como una colcha hecha de retales, cosidas con tejidos diferentes. Los suyos son más bonitos, pero los bordes están igualmente deshilachados. No te permite ver sus costuras y puede que yo sea la única persona en el mundo que sabe que las tiene. Por eso apenas nos hablamos. Yo siempre he enseñado mis costuras.

Esa noche, cuando se apagan las luces de la casa, fuerzo la cerradura de la puerta lateral y me cuelo dentro. En el garaje encuentro la llave de repuesto del coche, y en la encimera de la cocina, una barra de pan. Al fin y al cabo una tiene que comer. Lorelei no sabe que he averiguado el código de su alarma, de lo contrario ya lo habría cambiado. Es la fecha de su boda, pero al revés.

28

Llamo a la puerta de Seb, en la mano llevo una boa de plumas rojas que alguien se dejó en el autobús. Le sorprende verme al abrir. No soy muy dada a las visitas en casa y él tampoco.

Le entrego la boa.

—Un regalo.

—Gracias, es… —No sabe bien qué decir. Cree que estoy reduciéndolo a un estereotipo, pero, pese a nuestra reciente discusión, me valora como empleada y está sopesando su respuesta.

Leo le quita de en medio con un codazo y se enrolla la boa al cuello.

—¡Nora, te quiero! ¿Cómo sabías que perdí mi boa en la última mudanza? Era azul, pero aun así. Es fantástica.

No lo sabía, pero me llevo el mérito de todos modos. Me hacen un gesto para que pase, pero yo me quedo de pie en el porche.

—Me marcho unos días —les digo.

Seb frunce el ceño.

—Nora, creo que tenemos que hablar y me alegra que hayas venido. Ayer encontraron muerto a Mike Starling y creo que… creo que podrías estar en peligro. ¿Quién era el hombre que vino a nuestra oficina?

—¿Y de verdad te colaste en una empresa de seguridad? —añade Leo, que no quiere quedarse fuera.

Seb lo mira y ambos intercambian una mirada cómplice.

—Si es porque estás viviendo en el sótano, podemos buscarte un lugar más seguro.

—No —respondo, sorprendida. No sabía que lo supieran, pero, ahora que lo saben, decido que podría salir beneficiada de esto—. Pero, si pudierais cuidar de mi perra…

Doy un silbido. Whisper salta por la ventanilla abierta del coche de David y aterriza en su jardín. Leo se queda con la boca abierta.

—¿Eso es un lobo?

—Espera —interviene Seb, que involuntariamente da un paso hacia atrás—. ¿Has tenido un perro todo este tiempo?

Leo se queda donde está. Mira a Whisper, encantado.

—¿En nuestro sótano?

—Es muy tranquila. —Miro a Seb—. Dijiste que podía confiar en ti.

Whisper se aproxima, curiosa. Seb se arrodilla y estira la mano. Whisper la olfatea y le da un lametazo. Hunde el hocico en la entrepierna de Leo para ver qué sucede por ahí.

Seb se queda mirándome durante un largo rato.

—Dije eso, pero no hablaba de un perro.

—Lo entiendo. —Intento mantener la voz serena, pero no puedo disimular mi decepción.

—¿De verdad, Nora? —pregunta con un suspiro—. A veces me sorprendo. Nos quedaremos con la perra, pero, si no has vuelto en una semana, se va a la perrera.

Leo abre la boca para protestar, pero Seb le pone una mano en el hombro.

—Tienes una semana.

Yo acaricio a Whisper detrás de las orejas. Seb jamás la llevaría a la perrera y sabe que Leo nunca se lo permitiría. Lo que quiere decir es que tengo una semana antes de que empiece a investigar. Una semana para encontrar a la chica. Es bastante tiempo, teniendo en cuenta que podría estar muerta antes de que caiga el sol. Con la suerte que tengo… Me saco la correa del bolsillo trasero y se la entrego a Leo.

—De acuerdo. Se llama Whisper y no es exigente. Comerá lo mismo que vosotros, pero sobre todo le gusta el filete y el pollo asado. —Entonces decido abusar un poco más de su confianza—. ¿Qué sabéis de inmigración en Canadá en los años noventa?

—Es un tema muy amplio —dice Leo—. ¿Podrías concretar?

Pienso en lo que he descubierto en el almacén de Starling y durante mi reunión con Angus Holland.

—De Asia, supongo.

Leo niega con la cabeza.

—Siempre hemos tenido conexión con las comunidades asiáticas aquí en la costa oeste. ¿Puedes concretar más?

—No, la verdad es que no. En realidad no sé qué estoy buscando. Cualquier cosa que destaque.

Seb se queda callado unos instantes y entonces me mira.

—Recuerdo una cosa de la época que pasé en el Post. Supuso un gran escándalo en su momento. El consulado canadiense en Los Ángeles estaba corrupto. Aprobaron solicitudes de inmigración sin revisar los antecedentes. Dejaban entrar a personas con contactos criminales si les ofrecían los sobornos adecuados. Traían a sus familias y podían seguir con sus actividades criminales en sus países, y a veces también aquí.

—¿Alguien en particular? ¿Alguien en quien Starling pudiera estar interesado?

—La mayoría de las acusaciones fueron a parar a un hombre que supuestamente dirigía una organización criminal en Taiwán, pero hubo otros. El consulado siguió sin vigilancia durante algunos años. Era muy conocido en las esferas criminales. Hay quien especula que los contactos de la tríada de la costa oeste nacieron de las solicitudes que aprobó ese consulado en aquella época.

Seb hace una pausa y de pronto se le ocurre algo.

—Mike Starling estuvo cubriendo aquella historia. Incluso investigó otros posibles vínculos criminales y estaba obsesionado con otro empresario de Hong Kong de quien sospechaba que estaba involucrado en una tríada en particular. Pero se estancó. Recuerdo que no encontraba fuentes para el caso, se estaba esforzando para nada y descuidaba sus otras historias. Por aquella época estuvo de baja y, cuando regresó, le dieron artículos de interés humano durante un año más. No le hizo gracia.

—¡Ah, sí! —exclama Leo—. Recuerdo que hizo una serie de artículos sobre las víctimas de acoso sexual, una en particular a la que encontró en el bosque. Era una serie fantástica. Estabas celoso de él, cariño. ¿Qué fue lo que ganó? ¿Un premio de la Asociación Canadiense de Periodistas?

—Fue nominado —aclara Seb con expresión sombría. Se asegura de no mirarme cuando habla.

—Por eso le pediste ayuda con la documentación cuando estabas haciendo ese artículo con Rebecca Pruitt —continúa Leo—. Fue entonces cuando conociste a Nora.

Leo nos sonríe, pero entonces se pone serio. Seb y yo miramos a cualquier parte menos a él. Advierte entonces un vínculo que hasta entonces había pasado desapercibido para él, algo que había estado delante de sus ojos desde hacía años.

—Oh —murmura.

Siempre me resulta doloroso mirar a alguien a la cara cuando se da cuenta. La pena y después esa falsa alegría. Eso cambia las relaciones, aunque yo nunca haya tenido ninguna después de aquello. Starling se cuidó de no revelar la verdad sobre mi pasado cuando me presentó a Seb, y yo nunca he dicho nada, pero estoy segura de que Seb lo averiguó hace mucho tiempo. Leo se queda callado a medida que va encontrándole sentido a mi comportamiento y a mis costumbres.

Seb se aclara la garganta e intenta suavizar las cosas.

—Antes de que te vayas…, ¿qué pasa con el caso de Melissa? ¿Has encontrado a Baichwal?

Niego con la cabeza.

—Se ha esfumado. Es probable que Stevie tenga más suerte.

—Está trabajando en otra cosa y ya sabes cómo se pone —comenta Leo con un suspiro—. Nos habría venido bien ese dinero.

Seb se queda mirándome con el ceño fruncido. Pese a mis peculiaridades, siempre resuelvo los casos, pero no puedo olvidar el miedo en la cara de Harrison Baichwal. Miedo por su familia. Me conmovió por dentro.

Me alejo de ellos sin mirar atrás, sin mirar a Whisper. Temo que, si le digo algo o la miro a los ojos, cambie de opinión. Antes de conocerla, esta clase de afecto hacia un perro me habría resultado impensable. La dejo ahí, en el porche, y me subo al coche. Me duele el pie cuando piso el acelerador, pero el dolor es agradable y lo utilizo para concentrarme en lo que tengo por delante y no en lo que dejo atrás. Mientras conduzco, me convenzo a mí misma de que el profundo y desesperado aullido que inunda el aire es producto de mi imaginación.

29

La chica ya recuerda su nombre.

Lo había olvidado durante todo el tiempo que ha pasado escondida, muerta de frío y agotada, en el interior del árbol. Desde que salió de entre las rocas y se adentró en el bosque, no ha sabido cómo se llamaba ni de dónde venía. Solo destellos del castillo de cristal situado en el bosque, que veía a sus espaldas mientras se obligaba a hundir el remo en el agua y a seguir moviendo sus brazos débiles.

Su nombre…, bueno, no tiene energía para decirlo, pero al menos ahora sabe cuál es. Se siente satisfecha, pero la satisfacción dura poco porque, ahora que sabe cómo se llama, tiene que averiguar el resto. Preguntas, siempre preguntas. Preguntas que pueblan su cabeza, que acribillan su cerebro. Se acurruca en el interior del árbol hueco y cierra los ojos. Y entonces vuelve a abrirlos. Ha oído un ruido fuera. La chica se hace un ovillo y espera, asustada. Ahora empieza a recordar quiénes son, las personas que se la llevaron, la habitación sin ventanas en una casa llena de ellas, los gritos agudos que parecían emerger del interior de las paredes…

Si la encuentran ahora, la llevarán de vuelta a ese lugar. Sin embargo, el cansancio pronto supera al miedo. Sabe que el miedo volverá, pero por ahora está muy cansada.

DOS

1

Kilómetros y kilómetros de carretera. Por algo Canadá es el segundo país más grande del mundo. Aquí la carretera se prolonga durante kilómetros sin interrupción, y desde el coche ves inmensas montañas, bosques verdísimos y lagos tan cristalinos que jurarías que se trata de una postal hecha realidad. Si vives en la costa, como es mi caso, y conduces hacia el interior durante más de dos horas, verás tantos espacios vírgenes que se te nublará la vista ante tanta amplitud. Cuando el terreno deja de ser húmedo y gris y se convierte en soleado, pero cubierto de nieve, agradezco haber tomado la precaución de robar el coche de David, equipado con robustos neumáticos todoterreno, en vez de probar suerte con el Corolla. Aunque los hombres misteriosos me llevan bastante ventaja, espero que todavía no hayan alcanzado a Tommy. Es improbable, lo sé. Pero me siento temeraria desde que dejé a Whisper.

Me apetece correr riesgos.

Me froto los ojos para combatir el sueño, bebo tanto café que me sale un tic en la boca, y juego al veoveo para pasar el rato. Lorelei y yo intentamos jugar a eso una vez, cuando nos sacaron de casa de nuestra tía y nos llevaron a nuestro primer hogar de acogida. Yo sabía que nuestras vidas habían cambiado para siempre, pero ella era aún demasiado pequeña para comprender la sensación que te invade cuando alguien renuncia a ti. Mi hermana tenía solo cinco años. Veía la misma cosa una y otra y otra vez: señales de stop, así que, transcurridos veinte minutos, pasé a ignorarla. Fue enfadándose cada vez más y empezó a pellizcarme el brazo hasta que se me hinchó. Al final se puso a darme besos en la piel que tanto había pellizcado, solo para ver si podía curarla, y guardó silencio el resto del viaje.

Durante este viaje en el coche robado de su marido, juego yo sola. Es un trayecto largo hasta Kelowna.

Veo, veo más árboles. En la costa oeste los árboles no escasean.

Veo, veo un camión azul delante de mí y un sedán plateado detrás.

Veo, veo una montaña a mi derecha y un lago a mi izquierda, recorro un camino serpenteante a más de cien kilómetros por hora. El coche de David es una maravilla, diseñado para la conducción a alta velocidad. Piso el acelerador y siento que vuelo.

Veo, veo un tramo de carretera tan recto que la vista me alcanza hasta casi el horizonte.

Veo, veo que el sedán plateado de detrás aminora la velocidad hasta que apenas lo distingo por el espejo retrovisor. Llego al final del tramo recto de carretera y de la tierra surge una montaña. El coche plateado juega conmigo al cucú tras según subimos rodeando la montaña.

Veo, veo el paisaje verde que va cubriéndose de nieve ante mis ojos cuanto más avanzo hacia el norte.

Hay pocas gasolineras en esta carretera, de modo que es necesario repostar cuando ves alguna, de lo contrario una podría quedarse aislada en mitad de la carretera con un depósito vacío, maldiciendo su estupidez y confiando en la bondad de los desconocidos. En la siguiente gasolinera, a las afueras de Merritt, aparco y espero. Pienso en Whisper y me pregunto si estará feliz con unas personas que pueden darle más de lo que puedo darle yo. Personas respetables como Seb y Leo, que se toman en serio cosas como la nutrición y las revisiones periódicas. Me la imagino tumbada frente a su chimenea –aunque ahora mismo no sé si tienen chimenea– durmiendo plácidamente. Seb pasa por ahí y le rasca la barriga mientras Leo aprovecha la oportunidad para cepillarle el pelo. La idea de que Whisper pueda estar bien atendida resulta tan tentadora que casi me dejo llevar por esa fantasía, salvo que…

Salvo que, gracias a Bonnie, sé que no debo hacerlo. Sé que la única manera de asegurarse de que alguien está feliz y a salvo es tenerlo vigilado a todas horas. No confiar en los cuidadores, por muchas cartas de recomendación que tengan. Haber dejado a Whisper con Seb y con Leo es un acto de fe, pero la fe tiene un límite.

Unos quince minutos más tarde, veo que el sedán plateado sale de la gasolinera y regresa a la autopista. Yo doy la vuelta con el coche, lleno el depósito y el precio de la gasolina me hace sentir estafada. Después regreso a la carretera. Tomo velocidad hasta que veo a lo lejos un punto plateado y entonces disminuyo hasta perderlo de vista otra vez. No quiero parecer demasiado ansiosa. Siempre es más fácil ser el cazador que el cazado. Sé que alcanzaré a mi presa. Esta carretera es demasiado larga y no hay lugar donde esconderse.

Justo cuando empieza a atardecer y la aguja del depósito indica que vuelvo a quedarme sin combustible, aparece otra gasolinera como por arte de magia, ubicada al pie de una montaña, y la carretera que conduce hasta ella está rodeada de árboles. Reduzco la velocidad y a través del cristal veo que en la gasolinera solo está el empleado. Aparcado en la parte de atrás se encuentra el sedán plateado. Saco una foto de la matrícula y se la envío a Leo, después se me ocurre también enviársela a Brazuca. Luego busco en mi coche algo que pueda servirme. Gracias a Dios, David siempre va preparado para cualquier emergencia en carretera. Tras encontrar muerto al periodista, una debe extremar las precauciones.

Me aproximo a la parte trasera del edificio a pie. Solo hay una luz encendida sobre la puerta del baño. Justo cuando me acerco, la puerta se abre y sale un hombre del aseo, va mirando la pantalla iluminada de su móvil. Tengo solo un segundo para actuar, pero, antes de hacerlo, se detiene, murmura «Mierda» y se da la vuelta para dar al interruptor.

Entonces actúo.

La llave de cruceta brilla con la luz cuando su mano alcanza el interruptor. Mi rostro y mi brazo extendido se reflejan un instante en el espejo, pero él no tiene tiempo de escapar ni espacio para maniobrar en el diminuto cuarto de baño. Cae contra el secador de manos y lo arranca de la pared. Se estrella contra el suelo. Suelta un gemido y se retuerce en el suelo en la oscuridad. Yo vuelvo a encender la luz, sobre todo por su bien. Nadie debería retorcerse por el suelo del baño de una gasolinera a ciegas sin al menos hacerse una idea del contenido de gérmenes patógenos.

Se queda sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared y las piernas estiradas hacia el lavabo. Se lleva las manos a la cabeza y yo tomo aliento.

El hombre es Brazuca.

2

—Por el amor de Dios, Nora —me dice tras pasar un minuto mirándonos el uno al otro, él entornando los ojos frente al destello de la luz fluorescente y yo tratando de disimular mi sorpresa.

Pero es tarde y llevo todo el día conduciendo, así que lo único que consigo es una mirada incrédula.

—¿Por qué me sigues? —Me sale más como una acusación, pero no es mi intención espantarlo todavía. Por alguna razón, me alegra verle, me alegra que sea él a quien encuentro debajo de mi llave de cruceta.

—¡Porque estoy preocupado por ti!

—Deberías preocuparte por ti. —El golpe ha sido lo suficientemente fuerte para tirarlo al suelo y dejarle un cardenal, pero no le causará daño permanente. Al menos eso creo, pero en realidad, ¿qué sé yo? No soy una experta.

—¿Sí? No me digas. —Intenta levantarse, pero le fallan las piernas. Me meto la llave de cruceta en la cinturilla de los vaqueros y le echo una mano.

—Si te preocupa que vuelva a recaer…

—Mira, cállate un poco, por favor. Me has golpeado con una puñetera llave de cruceta. —Vuelve a llevarse las manos a la cabeza.

—Podría haberte dado con más fuerza.

—Pero no lo has hecho porque querías información, ¿verdad? Joder. Pensabas que te seguían y me has abordado por la espalda, me has herido con una puta llave de cruceta, pero no para dejarme lisiado, no, claro que no, porque no te daba miedo que pudiera darte una paliza. No te da miedo que te hagan daño. ¡Lo único que quieres es información! ¿Es que no tienes compasión, joder?

Me quedo mirándolo con una fascinación descarada. Jamás le había oído decir tantos tacos. Por mi experiencia, los padrinos de Alcohólicos Anónimos suelen ser bastante comedidos con el lenguaje. Con el pelo revuelto, los ojos inyectados en sangre y un chichón en la base del cráneo, Brazuca parece un loco. Un hilillo de baba le sale por la comisura de los labios y se lo limpia con la manga.

Le acerco al lavabo, donde se frota las manos y la cara con jabón y agua caliente. Mantengo una mano en su espalda para que no se caiga y veo que su chaqueta de lana no tiene agujeros. Dos pequeños y discretos bolsillos con cremallera añaden un elemento de estilo al conjunto. Dejo la mano en su espalda porque él también es un superviviente, como yo, y eso me hace sentir ternura. Un superviviente del alcoholismo, de una herida de bala, del divorcio y ahora también del violento ataque con un instrumento romo. Necesita todo el apoyo del mundo.

—¿Por qué me sigues? —repito tras darle un minuto para recuperarse.

Él suspira y me mira a través del espejo.

—Tráeme hielo para la cabeza y te lo contaré.

El empleado de la gasolinera ha estado esperando pacientemente a que aparezca y le compre cosas. Me hago con una bolsa de hielo, la más pequeña que encuentro, y una bebida energética, además de pagar por la gasolina. Aprovecho el tiempo de repostar para despejarme la cabeza. Cuando regreso al baño con el hielo, Brazuca ya parece más recuperado. Está apoyado en el borde del lavabo y me observa con ojos cansados. Una leve sonrisa se dibuja en su cara y yo me pregunto qué le hará tanta gracia. Que te ataque una mujer mucho más pequeña que tú no me parece algo especialmente gracioso.

Acepta el hielo, lo envuelve en una camiseta blanca, que supongo que será su camiseta interior, y se lo pone en la cabeza.

—Ah, qué gusto.

—Te pegan mucho, ¿verdad?

—Sobre todo las mujeres.

—Eso terminará cuando te divorcies, lo sabes, ¿verdad?

Se ríe, pero resulta algo patético.

—Te he traído el hielo —le recuerdo mientras cierro la puerta a mis espaldas—. Tu turno.

—¿Dónde ibas?

—No, no es así como funciona. Tú primero.

Nos quedamos mirándonos en silencio una vez más. Sería romántico si yo no acabara de atacarle con un arma que he robado del utilitario de mi cuñado, también robado.

—WIN Security denunció un robo la semana pasada —comienza a explicarme mientras me da la espalda.

Yo recojo su teléfono del suelo, tocándolo solo con la punta de los dedos, y se lo meto en el bolsillo de la chaqueta junto con las llaves del coche. Y vacilo un instante ahí, con la mano ligeramente apoyada por encima de su cadera. Después la aparto. No parece que se haya dado cuenta del gesto ni de mi indecisión.

—¿Y bien? —le insto.

—Cuando supe que se trataba de la misma compañía que tú estabas investigando, le pedí a un compañero que trabaja en el caso que me mostrara las cintas. —Aparta la mirada por un momento. Hay algo extraño en sus palabras. Quizá se sienta culpable por vigilarme o quizá tenga una conmoción. Sea lo que sea, el momento es fugaz—. El intruso que aparece en las grabaciones se parecía mucho a ti vestida como un mensajero. No sabía que supieras cantar.

Yo agito la mano para quitarle importancia.

—Eso no explica por qué estás aquí. Por qué me sigues.

Él suspira.

—Estabas investigando por qué tenían vigilada esa casa, ¿no es cierto? Buscabas una lista de clientes o de casos, ¿no? ¿Encontraste algo en ese portátil?

—No —admito. De pronto estoy cansada de jugar a esto con Brazuca. El día que he pasado en la carretera me está pasando factura y lo único que quiero es una compresa fría en el tobillo, una ducha caliente y la mejor pizza que pueda encontrar. Él es lo único que se interpone entre esos pequeños placeres y yo.

—Bueno, a veces la única manera de encontrar lo que necesitas es verlo con tus propios ojos. —Sonríe y vuelve a comportarse con su encanto habitual. Tiene los dientes muy blancos y una barba de dos días. La higiene dental debe de ser muy importante para él si puede lograr una blancura fluorescente siendo un adicto al café.

—Pensé que colándome allí lo conseguiría.

—No.

—¿No?

—No te sirvió de nada, ¿verdad? Estamos hablando de una empresa de seguridad. Casi todo lo que hacen esas empresas no aparece en los informes y roza la ilegalidad.

Empiezo a estar cansada de sus estrategias retóricas para decir cualquier cosa. Me cruzo de brazos y espero a que continúe.

—A veces, antes de ir a verlo con tus propios ojos, conviene tener una pequeña charla con la persona adecuada para hacerte una idea de lo que vas a encontrar allí. En lo referente a WIN Security, el tipo con quien hay que hablar es cualquiera de los dueños. James Whitehall o Lester Nyman. Uno de ellos estará dentro de un par de días en esa nueva estación de esquí que han construido pasado Kamloops. En un gran chalé. WIN va a organizar una especie de reunión exclusiva de negocios. Con algunos pesos pesados. Quizá sea gente con la que merezca la pena hablar.

—A mí no se me da bien hablar con la gente.

—Estás de suerte, porque a mí sí —lo dice sin un ápice de modestia.

—¿Cuál de los dos estará allí? ¿Whitehall o Nyman?

—¿Qué más da? No lo sé con seguridad, pero he oído que uno de los dos tiene que ir a estrechar manos y lamer culos.

En los albergues de acogida se aprenden lecciones muy valiosas. Cómete todo lo que hay en el plato; nunca sabes cuándo volverán a darte de comer. Estate atenta a las pisadas frente a la puerta de tu dormitorio; por razones evidentes. No confíes en la gente que es simpática y no pide nada a cambio; esas son las personas que quieren algo y normalmente has de averiguar de qué se trata. Así que me quedo mirándolo y me pregunto qué querrá. No sé cuál es su estrategia y pienso en la posibilidad de que tal vez no tenga ninguna. Nada de lo que ha dicho me ha parecido mentira. Luego pienso en lo que me ofrece. Un caso para Sherlock y Watson. Un misterio al estilo de Nancy Drew y sus chicos. Una colaboración. Alguien con quien compartir la carga. Lo miro, con su cojera y sus ojos cansados, y de pronto me siento conmovida y asustada por esta inesperada muestra de apoyo. En la última media hora hemos intercambiado más palabras que durante el primer año que fue mi padrino. Esta vez no está intentando apartarme del precipicio; está ofreciéndose a saltar conmigo al vacío.

—Vamos —me dice, mirándome con tanta ternura que no puedo apartar la mirada—. ¿Qué puedes perder?

Señalo con la cabeza la compresa improvisada que lleva pegada al cuello, y que está empezando a chorrear.

—Encárgate de eso, ¿quieres? Te espero fuera.

—De acuerdo —responde con una sonrisa—. Enseguida salgo.

Cuando salgo del baño, tomo aliento y acaricio con los dedos las llaves del coche que le he robado del bolsillo. Tras un momento de duda, en el que pienso en lo mala persona que soy y en lo poco que me gusta tener compañía durante un viaje por carretera, lanzo las llaves del coche de Brazuca hacia el bosquecillo que bordea la gasolinera.

Mientras el utilitario de David levanta la grava de la carretera que conduce a la autopista, me siento decepcionada por un instante. Decepcionada conmigo misma, sobre todo, pero la vida también desempeña un papel en todo esto. Con suerte, la autopista traicionera estará abierta para mí y cerrada para él. Con la rigidez de su pierna y el traumatismo provocado por mi ataque, es probable que no fuera un buen candidato para este tipo de viaje.

Pero espero que consiga salir de aquí. De superviviente a superviviente.

3

La identidad es algo resbaladizo. Crees que la tienes controlada y entonces, zas, se te escapa de las manos y se hace añicos en el suelo frente a ti. Y da igual lo mucho que intentes recomponerla, porque las piezas ya no encajan igual. Gracias a las fotos de Bonnie, vi que fue una niña feliz, pero, según pasaron los años, sus sonrisas se volvieron más forzadas, más esquivas. Quizá la conciencia de sí misma afectara a su capacidad para tomar buenas decisiones en la vida. O quizá se convirtió en adolescente y, como consecuencia natural, en una zorra con las hormonas alteradas que solo quiere fastidiar a su familia fugándose con su novio. Sea lo que sea, cuanto más descubro de ella, más cosas veo de mí misma, y eso me asusta mucho.

Tommy Jones sale del instituto vestido de negro, con el pelo greñudo que le cae sobre la frente y un paso firme y decidido. Sé que es él por el vídeo que vi en el teléfono de Mandy, que no le hacía justicia. Se trata de un chico guapo, y listo además, teniendo en cuenta que hace solo unas semanas que ha vuelto a su pueblo y ya se salta las clases con descaro, incluso hace un saludo militar al profesor que le ve marcharse desde la ventana. Si puede hacer algo así, entonces es que tiene algo además del físico. Es la clase de chico malo que a las adolescentes les encanta, pero del que con suerte se cansan antes de quedarse embarazadas y mudarse a vivir con él al sótano de su madre.

Desde el frío utilitario en el que he estado esperando las últimas tres horas, aparcado frente a la escuela, le veo marcharse en la vieja camioneta en la que llegó. Solo hay un instituto en Enderby y, por suerte, Tommy ha decidido acudir hoy a clase y hacerme la vida más fácil. Así que no tendré que ir por el pueblo buscando a una madre soltera con su hijo adolescente, y posiblemente con Bonnie escondida en su dormitorio.

Este pueblo tiene solo una carretera principal, que conduce a la autopista. La salida está bien delimitada. Pero Tommy no se dirige hacia la autopista ni hacia su casa. Cruza el río Shuswap y avanza por Mabel Lake Road. Sé dónde va gracias a un mapa que encontré en la última gasolinera en la que paré. Se dirige hacia los acantilados. Por lo que sé de los pequeños pueblos canadienses como este, ahí van los jóvenes a beber cerveza, fumar porros y perder la virginidad. Me recuerdo a mí misma que también es el lugar al que van los osos cuando tienen hambre.

Cuando llego al aparcamiento del sendero que conduce a los acantilados, paso por delante de la vieja camioneta. Tommy no está dentro. Aparco en el extremo opuesto para no llamar demasiado la atención y me adentro en el bosque por el sendero. Llevo ropa para el invierno húmedo y suave de Vancouver, pero no es suficiente para el aire gélido que baja de las montañas y se posa sobre mí como una manta. El frío se me cuela hasta los huesos. Rodeada de naturaleza, lejos de las calles sucias que se han convertido en mi hogar, me siento fuera de lugar. Me pregunto por qué sigo haciendo esto y pienso en Bonnie, esa chica a la que ni siquiera conozco. ¿Estoy buscándola porque de verdad me importa o porque creo que, si no lo hago yo, nadie lo hará?

Si soy completamente sincera conmigo misma, llevo dándole vueltas a esa pregunta desde que encontré a ese hombre vigilando la casa de Kerrisdale, y, la verdad, no estoy más cerca de hallar la respuesta. Es probable que, acribillando a Tommy Jones a preguntas sobre la desaparición de Bonnie, no descubra la respuesta a lo que me pasa por la cabeza, pero quizá eso me ayude a encontrarla a ella. Quizá entonces encuentre también la respuesta.

Cuando llevo menos de cincuenta metros, oigo el percutor de una pistola entre los abetos que hay a mi derecha. Me agacho y avanzo con rapidez hacia los árboles de la izquierda para protegerme.

—Dígame quién coño es usted y quizá así la deje vivir —dice una voz adolescente, que intenta sonar más fuerte y más madura de lo que es.

Yo sopeso mis opciones y decido que voy a tener que ser sincera, porque no se debe ignorar a los jóvenes con pistolas.

—Solo quiero hacerte unas preguntas, nada más.

—¿Sí? Pues no quiero responder a sus preguntas, ¡así que no se me acerque! ¡Deje de seguirme! ¡Y dígaselo a los imbéciles de sus compañeros!

Así que ellos están aquí también y Tommy se ha dado cuenta. Ahora tiene sentido entonces que mi presencia en el instituto le haya alertado. Sabe que está siendo vigilado y piensa que yo soy parte de su juego.

—Yo no voy con ellos, lo juro.

Dispara a un árbol cercano y el disparo retumba en mis oídos durante varios segundos.

—¿Vas a disparar a la madre de tu novia, Tommy? —grito con cuidado de no moverme. Es la segunda vez que me autodenomino madre de Bonnie delante de uno de sus amigos. No puede negarse que el pánico sigue presente en mi voz, aunque tal vez influya también la pistola con la que me apunta.

El silencio que sigue a mis palabras se prolonga casi un minuto, hasta que oigo el movimiento de las ramas de los árboles tras los que se esconde y el crujido de la nieve bajo las botas. Está intentando no hacer ruido, y podría conseguirlo si no estuviéramos a solas en un bosque, a menos de cincuenta metros el uno del otro, a juzgar por el sonido del disparo. Yo me adentro más en el bosque y voy bordeándolo. Soy más pequeña que él, y además más rápida. No me ve cuando me acerco por detrás, está demasiado ocupado acechando el lugar donde cree que estoy. Cuando me ve por el rabillo del ojo, ya es demasiado tarde, le agarro la mano que sujeta la pistola y le doy un codazo en la cara. Suelta la pistola y se la quito antes de apartarme. Es una Browning 9 mm. Mis manos parecen familiarizadas con ella.

Tommy se ha quedado con la nariz torcida, pero no me da pena. No soporto las pistolas, aunque no tengo mala puntería, y siento una rabia irracional que crece en mi interior al pensar que este chico haya tenido el descaro de apuntarme con una. De disparar a mi alrededor. Tommy me mira mientras la sangre chorrea por su barbilla. Unas gotas rojas tiñen la nieve frente a él.

—¡Me ha roto la nariz!

—Te pondrás bien. ¿Dónde está Bonnie?

—¡No lo sé!

—¿Ha intentado llamarte últimamente?

Tommy se queda mirando la sangre del suelo y suelta un grito áspero.

—¡Joder! No, ¿vale? Devuélvame la pistola.

Yo me aparto más.

—Las pistolas no son cosa de niños. ¿Sabes dónde está?

—Yo no soy un niño —dice mientras se le llenan los ojos de lágrimas—. Tiene que llevarme al médico.

—¿Dónde está Bonnie? —repito. Sin embargo, bajo la pistola sin soltarla—. Te ayudaré, pero primero tienes que ayudarme tú a mí.

—Vale, sí, de acuerdo, lo que sea. Está… —Hace una pausa y mira a su espalda. Al principio creo que está haciendo tiempo, pero entonces yo también lo oigo. Son pisadas en la nieve.

No estamos solos.

Me acerco a Tommy y lo arrastro hacia mí.

Él se estremece.

—Deme mi pist…

—¿Ibas a reunirte con alguien aquí? —le susurro al oído.

Siendo un chico listo como es, se da cuenta enseguida.

—No. Pero hay mucha gente que viene aquí, aunque no cuando hace tanto frío. A veces gente que pasea a su perro por la mañana.

Pero ahora es por la tarde. Lo llevo hacia el interior del bosque, lejos de las pisadas. Advierte la rigidez con que sujeto la pistola y frunce el ceño.

—¿Sabe cómo utilizar eso?

Claro que sí, pero no se lo digo. Me llevo un dedo a los labios. Se me cruza por la cabeza la idea irracional de que hemos despertado a un oso, pero eso es absurdo. Están hibernando. De tener cuatro patas, es probable que se trate de un lobo. Y, si es un lobo hambriento, famélico por las escasas presas del invierno, estamos en un aprieto. Aislados y solo con una pistola.

El lobo gris norteamericano corre entre cincuenta y sesenta kilómetros por hora. El ser humano más rápido con vida, el actual campeón olímpico de velocidad, corre algo menos de cuarenta y cinco. Una mujer de mediana edad sin ninguna forma física y un adolescente con más bravuconería que sentido común ni se acercarían a los cuarenta y cinco, y menos corriendo por un bosque con el suelo cubierto de nieve. Para que yo disparase a un lobo en movimiento, a la velocidad a la que atacaría, tendría que saber de dónde viene. Si se trata de una manada, estamos jodidos. Pasados unos segundos, dejo de oírlo, pero percibo que hay alguien o algo ahí. No sé si humano o animal.

Bajo la voz hasta susurrar.

—¿Has dicho que unos imbéciles te seguían?

Él asiente.

—Los vi frente al instituto y en casa de mi madre. Pero solo observaban. Pensé que el gilipollas del novio de mi madre habría hecho alguna estupidez. Antes estaba en una banda de moteros.

—Sean quienes sean, parece que ahora no se limitan a observar.

Tommy me toca el brazo y señala un pequeño hueco entre los árboles. Un estrecho sendero que se pierde entre la maleza.

—Es un camino alternativo, pero lleva hasta la carretera.

Mientras avanzamos hacia el camino entre los árboles, miro hacia atrás y veo un rayo de luz roja que atraviesa la nieve. Finaliza justo en una rama que tengo encima de la cabeza, cuando entro en el punto de mira de un rifle. Me agacho y oigo el zumbido del aire junto a mi oreja antes de que los pedazos de corteza se dispersen a mi alrededor.

—¡Joder! —grita Tommy, deteniéndose a mirar la perforación humeante en la corteza del árbol, pero yo le arrastro hacia el bosque—. ¿Quiénes son esos? ¿Cazadores o algo así?

Algo me dice que no son los típicos cazadores que buscan un venado para la cena. Y ese algo también me dice que no me parezco a un venado y Tommy tampoco. Empujo al chico frente a mí y corremos por el bosque, sin importarnos ya el ruido y sin detenernos a mirar quién nos persigue. El sendero se abre, pero Tommy me conduce hacia otra senda más estrecha cubierta por troncos de árboles. En verano, con toda la vegetación, sería difícil atravesarlo. Pero ahora entramos bien y, con suerte, somos más pequeños y rápidos que quien quiera que nos esté dando caza.

Tengo que reconocérselo. El chico tiene una capacidad cardiovascular excepcional. Apenas respira con dificultad, mientras que yo presiento un ataque de asma inminente, incluso pese a la adrenalina que corre por mis venas. El aire invernal es tan frío que me quema los pulmones. Si esto es lo que llaman aire fresco, yo creo que paso.

De pronto Tommy se detiene frente a una enorme zarza cubierta de nieve que nos corta el paso. Yo contemplo las ramas enredadas y pobladas de pinchos y espero que no pretenda pasar por encima, pero entonces se arrodilla y comienza a cavar bajo el matorral. La nieve, compacta, es difícil de quitar y estamos perdiendo un tiempo crucial.

—La carretera está al otro lado —murmura—. Vamos…

Me arrodillo junto a él y ambos comenzamos a cavar con frenesí, oyendo el crujido de la nieve a nuestras espaldas… hasta que por fin vamos abriendo un agujero y encontramos un túnel que nos conduce al otro lado; Tommy primero y yo después. Oigo el zumbido de una bala y sé que los tenemos cerca. Empujo a Tommy hasta el otro lado y me pongo en pie. Se me resiente el tobillo que me lesioné al saltar del balcón en la biblioteca, pero consigo levantarme. Ya no siento el frío, pero sé que pronto lo sentiré, por lo que trato de poner distancia entre nosotros y la gente que nos dispara antes de que eso suceda. El coche de David está aparcado a pocos metros, mucho más cerca que la camioneta de Tommy, con un utilitario negro aparcado entre medias de ambos vehículos. Desde nuestra ubicación, no veo si hay alguien dentro, así que levanto la pistola y disparo al neumático trasero, que es el que más cerca tengo. Otra bala perdida, pero no había opción.

—¡Sube! —le grito a Tommy, que me mira como si de pronto me hubieran salido alas y fuera a echar a volar. Ojalá pudiera. Me monto en el coche de David y Tommy no pierde más tiempo. Se sienta junto a mí y, mientras nos alejamos, un par de balas impactan en la parte trasera del vehículo.

4

Mientras avanzamos por la autopista, con el paisaje de nieve y árboles que pasa volando al otro lado de la ventanilla, Tommy se recupera de nuestra experiencia cercana a la muerte lo suficiente para volver a hablar.

—¿Quién coño es usted?

—Ya te lo he dicho, soy…

—La madre de Bonnie es pelirroja. La vi una vez cuando la dejó en Metrotown. —Se queda mirándome unos segundos—. Usted es… es su madre biológica, ¿verdad?

—Sí. —Está nevando otra vez y voy todo lo rápido que puedo porque no es muy agradable que te disparen. Primero Tommy a modo de advertencia y después los hombres del bosque. Pero la autopista en esta zona es traicionera y cada vez resulta más difícil avanzar, incluso con tracción a las cuatro ruedas.

—¿Dónde aprendió a disparar así?

—Eso no importa.

—Sí que importa —responde con brillo en la mirada—. Ha disparado a ese neumático desde casi cuarenta metros de distancia sin ni siquiera pararse a apuntar.

—Sí he apuntado.

—Es… es como una profesional.

En el lugar del que vengo, eso significa algo totalmente diferente.

—Ya hablaremos de eso más tarde. De momento estoy buscando a Bonnie. ¿Vino a verte?

Se queda callado unos segundos.

—¿Por eso me estaban vigilando esos tíos? ¿Qué ha hecho Bonnie? Porque la conozco y no se metería en esa clase de líos. Su amiga Mandy debe de haberla cagado.

Yo lo miro. Está temblando, recuperándose del subidón de adrenalina, y nota el frío en las manos y en los pies.

—Estoy bastante segura de que no se trata de Mandy y no sé aún qué tiene que ver con Bonnie. Quizá nada. Que yo sepa, se ha escapado sin más. No sé por qué la buscan esos tíos.

—Pero está en un lío.

—Eso creo. —Entonces vacilo. No quiero asustarlo, pero, si alguien es capaz de saber cuándo mienten los adultos, esos son los niños. Antes de que la vida les robe ese instinto natural—. ¿Sabes por qué se escapó? —Miro por el espejo retrovisor. De momento no veo el coche negro. Si hubiera tenido menos prisa, habría disparado también al otro neumático. Imagino que tendrán uno de repuesto. ¿Cuánto tiempo tardarán en cambiarlo?

—Sí, estaba teniendo problemas con sus padres. Descubrió que su madre le ponía los cuernos a su padre y él era demasiado estúpido para darse cuenta o hacer algo al respecto. Su padre siempre estaba fuera por trabajo. Esa casa era un desastre. Esos dos se odiaban. Bonnie pensaba que su madre incluso había empezado a odiarla a ella también. Su otra madre, quiero decir.

La autopista se estrecha y queda reducida a un solo carril en un tramo serpenteante, y el coche de delante va pisando huevos. Intento hablar con voz firme, mantener la calma, pero sigo sintiendo la ansiedad. Hemos perdido tiempo por culpa del clima y ahora estoy atrapada detrás de un abuelo.

—¿Vino aquí a verte?

—Se suponía que iba a venir, hace un par de semanas, pero no apareció. Imaginé que me habría dado plantón. Aunque fue extraño, porque decía que tenía noticias y pensé que estaría…

—Embarazada.

—Sí, supongo —responde, sonrojado—. Pero siempre usábamos…, ya sabe, cuando…

—Lo pillo.

—Cuando no apareció, supuse que sería una falsa alarma y que estaría avergonzada o algo así.

—¿Así que no has sabido nada de ella?

—No. Mandy me escribió diciendo que había desaparecido y que sus padres estaban acojonados, pero Mandy es una reina del drama, no le hice mucho caso. Haría cualquier cosa por llamar la atención. Pero esto no tiene sentido. ¿Por qué nos han disparado esos tíos?

La carretera vuelve a tener dos carriles y yo acelero todo lo que puedo. Fuera está helando, así que la nieve está pegada al asfalto y resbala mucho.

—No lo sé, pero será mejor que intentes no llamar la atención a partir de ahora, Tommy. —Lo miro y él me devuelve la mirada—. ¿Entiendes lo que digo?

—Sí. Que me mantenga al margen. No hace falta que me lo diga dos veces. Empecé a llevar encima la pistola del novio de mi madre al darme cuenta de que esos tíos me estaban espiando, pero en realidad no sé usarla como usted. Quizá pueda enseñarme.

Sigue hablando de eso durante un rato, pero apenas oigo sus palabras. Esta vez no tengo que jugar al veoveo para saber que alguien me sigue. El coche negro mantiene una distancia de tres coches por detrás de mí en todo momento. Incluso con el estado de las carreteras y los coches lentos, es imposible que les haya dado tiempo a cambiar el neumático, a no ser que sean mecánicos de Fórmula 1 además de asesinos a sueldo.

Me lo temía.

El coche no se molesta en disimular su presencia, lo que me induce a pensar que su objetivo es meterme miedo. Quieren que cometa un error de algún tipo, que me entre el pánico, que deje volar mi imaginación. Pasamos la siguiente salida, por la que se desvían los dos coches que nos separan. Ahora somos los dos únicos vehículos en la carretera.

—¿Son ellos? —La voz asustada de Tommy me devuelve a la realidad—. ¡Pensé que les había reventado el neumático!

—Son neumáticos antipinchazos —le explico—. Los llevan los coches blindados y algunos vehículos de última generación.

—¡Mierda!

—Escúchame con mucha atención. No tenemos mucho tiempo. Cuando yo te diga, voy a bajar la velocidad y quiero que saltes del coche, ¿de acuerdo?

Él me mira con los ojos muy abiertos.

—¿Qué coño está diciendo?

—¡Escucha! No hay salidas en los próximos kilómetros y el camino se va a volver sinuoso. No puedo ir muy deprisa. Me alcanzarán y no puedes estar conmigo cuando eso suceda. Ya nos han disparado a los dos. Haz exactamente lo que te digo y vivirás. ¿Entendido?

Él niega con la cabeza, pero sé que lo entiende.

—Cuando aminore, abre la puerta, salta, hazte un ovillo y rueda. Mantente acurrucado hasta que les oigas pasar y después corre como loco en dirección contraria.

—¿Otra vez hacia el pueblo?

—Donde sea. Quítale la batería a tu móvil en cuanto empieces a moverte. Pídele el móvil a alguien, o roba uno, me da igual. No llames a tu madre; llama a su novio para que te recoja y luego márchate del pueblo. Has dicho que él tiene contactos, ¿no? —Tommy asiente—. Bien. Pues úsalos. Quédate lejos un par de meses. —No sé hasta qué punto tienen vigilado a Tommy Jones, pero empiezo a sospechar lo peor.

—Pero las clases…

Yo me río.

—Las clases te dan igual, ¿verdad?

Me mira asustado.

—No entiendo qué está pasando…

—Alguien está buscando a Bonnie y ya no se conforma con observar. Eso es todo lo que te hace falta saber.

—Pero… ¿está viva?

—No lo sé, pero la encontraré de todas formas, ¿de acuerdo? —La promesa me sorprende. En cierto modo, siempre ha sido así. Era inevitable. Esto era lo que Everett Walsh quería desde el principio, lo que esperaba cuando me llamó aquella mañana.

Una montaña se alza ante nosotros y la carretera comienza a elevarse de forma gradual. Aumento la velocidad y tomo la primera curva muy deprisa. El coche de David derrapa y el utilitario negro desaparece del espejo retrovisor. En la segunda curva aminoro la velocidad todo lo que puedo.

—Ahora —le digo a Tommy y le doy un pequeño empujón con la mano derecha.

En cuanto su cuerpo golpea la nieve a mi espalda, miro por el espejo retrovisor para asegurarme de que se quita de en medio y entonces acelero. La puerta por la que el chico ha saltado se ha quedado abierta y se zarandea con el viento, pero entonces una súbita ráfaga la cierra de golpe. No queda cerrada del todo, porque la luz que indica que se ha quedado abierta parpadea en el panel ante mis ojos, pero es suficiente para no levantar las sospechas del coche que me sigue.

Conduzco durante un minuto, consumida por la tensión, mirando por el espejo retrovisor hasta que me relajo al ver el coche detrás de mí. Bien. Eso significa que Tommy tiene una oportunidad. Lo que sigue a continuación no es tanto una persecución a toda velocidad como un viaje entre las montañas, disminuyendo la velocidad en las curvas del camino y acelerando en los tramos rectos, que duran poco. El otro coche no cesa en su persecución. Frente a mí aparece el tramo recto más largo que hemos visto hasta ahora y el coche negro toma velocidad. Distingo un brillo metálico por el espejo retrovisor y entonces mi coche gira violentamente. Han reventado uno de mis neumáticos traseros de un disparo. Forcejeo con el volante, intentando mantener el vehículo en su sitio, pero voy demasiado deprisa y el coche se resiente. Ellos utilizan mi distracción para acercarse más y ahora los tengo pegados al parachoques. La carretera aquí es peligrosamente estrecha, con un único carril en cada dirección.

Veo una curva más adelante y sé que solo tienen unos pocos segundos para alcanzarme antes de que vuelva a desaparecer. Oigo otro disparo y el otro neumático también explota. Mi coche, que ya era difícil de controlar con solo tres ruedas, resulta imposible con dos. Quien sea que esté a cargo de la pistola ahora tiene bastante más puntería que quien nos persiguió por el bosque. Lo sensato sería parar ahora mismo, alzar la bandera blanca y dejar que estos matones armados hagan conmigo lo que quieran. Pero yo nunca he sido una chica de bandera blanca. De hecho, creo que jamás he tenido un trozo de tela de ese color en toda mi vida. Además, no disparas a los neumáticos de alguien en este terreno tan complicado solo para interrogarle. Están atando los cabos sueltos. En estas carreteras, con el hielo invernal y unas ráfagas de viento tan fuertes que pueden sacar de la carretera a un vehículo más grande que el utilitario de David, ya no parece que estén interesados en hablar. El momento de sacar la bandera blanca ya ha pasado. Lo que hago en su lugar es acelerar hacia la curva que hay delante, después aminoro la velocidad al girar y sigo las mismas instrucciones que le he dado a Tommy.

Una ráfaga de aire helado me golpea en la cara cuando salto y después al aire le sustituye la nieve en la boca. Noto el dolor abrasador en las piernas, ya doloridas, piernas que hace menos de una semana tuvieron que soportar una importante caída. Oigo un fuerte ruido cuando el coche de David se sale de la carretera, atraviesa el quitamiedos y se precipita hacia el valle. Suelto la pistola de Tommy, que sale volando detrás del coche, fuera de mi alcance.

Me he quedado frente a un montículo de nieve situado entre la carretera y el quitamiedos, así que me arrastro todo lo lejos que puedo de la carretera y empiezo a cavar en la nieve. Segundos más tarde el coche negro se detiene y las puertas se abren. Yo me quedo acurrucada ahí, congelada y en silencio, tratando de respirar con tranquilidad. Oigo las pisadas que se acercan al quitamiedos, por donde el coche ha salido despedido.

—¡Joder! —exclama un hombre—. Puta loca. Era ella la que estaba en el bosque con el chico, ¿verdad? La que se coló en nuestra oficina. ¿Estás seguro?

Se produce una pausa, y entonces la voz que invade mis pesadillas rompe el silencio.

—Estoy seguro —dice con voz tranquila. Como si no tuviera prisa. Como si fuese habitual que mujeres y niños se salgan de la carretera y Tommy y yo fuéramos las bajas de hoy—. Vámonos.

—¿No quieres ver si está muerta y el chico también?

—No. No pueden vernos aquí. Nos quedaremos cerca y esperaremos noticias.

Vuelven a montarse en el coche. Yo me quedo quieta hasta que el sonido del motor se aleja, entonces me pongo en pie y salgo tambaleándome a la autopista. No hay coches en kilómetros a la redonda y tengo tanto frío que he de dejar la lengua pegada a la parte trasera de la boca para evitar cortármela con el castañeteo de mis dientes. Entonces empiezo a caminar.

5

Después de que hayan intentado acabar con mi vida, mi mente se niega a descansar. ¿Qué puede tener la investigación de la desaparición de una chica como para que merezca la pena matar por ello? Drogas, sexo y alcohol fue el camino elegido por Bonnie. Se fugó para estar con su novio, no para huir de unos agentes de seguridad que actúan más como matones o mercenarios. Cuanto más descubro, más se amplía la imagen, y eso me pone nerviosa porque, si hay algo que cada vez tengo más claro, es que Bonnie corre peligro. Y eso me importa.

Espero durante varias horas a las afueras de Kelowna, hasta que las autoridades hayan terminado de registrar los restos del accidente. A estas alturas ya sabrán que no estoy muerta al fondo de un barranco. Lo primero que hago es llamar a Seb. Sospecho que ellos, sean quienes sean, tendrán pinchada la línea de la oficina, de modo que le digo que llamo desde un hospital, que no puedo decirle dónde, pero que estoy herida. Que no podré estar de vuelta antes de una semana. Cuando Seb se recupera lo suficiente como para empezar a soltar improperios por teléfono, me pide saber dónde estoy, me asegura que vendrá a buscarme, pero yo le digo que estoy al oeste y cuelgo sin más. Después le quito la batería a mi teléfono.

Con un poco de suerte, vendrán a buscarme. Cuanto más tiempo pierdan conmigo, más posibilidades de salvación para Bonnie.

Si es que sigue viva.

Un viejo husky llora desde la ventana mientras me alejo del hospital veterinario en el Honda destartalado que he encontrado en el patio. He dado un paseo con él y le he dejado suelto por la clínica con agua y comida suficientes para que le duren hasta que regrese quien sea que haya salido a atender alguna urgencia. El cartel de la ventana dice que el hospital no abre los fines de semana, salvo para emergencias, pero habían dejado las llaves del Honda en un cajón del despacho.

Y técnicamente no le he mentido a Seb al decir que estaba en el hospital y me encontraba al oeste. Al oeste en relación a un punto concreto que he decidido no mencionar.

Pienso en el camino que estoy a punto de tomar y anhelo el aire húmedo y el cielo encapotado a los que estoy acostumbrada. Normalmente nadie escogería los días lluviosos y las calles encharcadas, pero eso resulta mucho más apetecible que aquello a lo que me enfrento ahora. Más nieve.

6

Bonnie, ese es su nombre.

Incluso lo ha dicho varias veces en voz alta, aunque sus palabras suenan débiles, ásperas y extrañas en este lugar. No ha oído otra voz en todo el tiempo que lleva allí, nada salvo los pájaros de los árboles, que se llaman unos a otros. Las ramas y las pajitas caídas por el suelo le proporcionan una barrera bastante decente para su nuevo hogar. Lo suficiente para que no entren el frío y los animales grandes, pero Bonnie sabe que es absurdo confiar en los palos para que la protejan. No mantendrán alejada a ninguna criatura que de verdad quiera entrar. Pero ahí, acurrucada y sola, bebiendo agua de un arroyo cercano, Bonnie por fin se siente a salvo. No a salvo de los animales de cuatro patas –no es estúpida–, pero al menos sí a salvo de los de dos.

Extraña a su madre y a su padre, pero ellos no sabrían por dónde empezar a buscarla. Lo último que les dijo fue una mentira. Ni siquiera se despidió de su madre, eso lo recuerda con claridad. Lynn, así la llamaba últimamente. Ni siquiera «mamá». Lynn estaba en la cocina con una taza de café, esperando a que ella bajara. En la mesa de la cocina había un mantelito individual con un plato lleno de tortitas. Se ignoraron mutuamente mientras ella comía, pero, cuando se dio la vuelta para meter el plato en el lavavajillas, sintió la mirada de Lynn clavada en su espalda. No era extraño. Lynn prefería mirarla cuando ella no la veía, pero, al volverse de nuevo, Lynn estaba contemplando la taza que tenía en las manos. Desde hacía más de un año era incapaz de mirar a su hija a los ojos.

Pero Bonnie tiene otra madre. Incluso le escribió una carta cuando tenía doce años, aunque no tenía una dirección a la que enviarla. Tardó tanto tiempo en escribirla que recuerda cada palabra, porque había descartado múltiples borradores. Había pasado horas redactándola y al final la tiró junto con el resto. Pero sabe bien lo que había escrito.

Querida mamá:

Sé que no me conoces. Me llamo Bronwyn, pero puedes llamarme Bonnie. Me gustan la música y el deporte, pero eso es todo. Mis padres (los padres con los que vivo) son Everett y Lynn. No están mal, pero ellos no lo entienden. No entienden nada. No lo pillan. La gente siempre se queda mirándonos. A veces no quiero salir con ellos porque no soporto las miradas.

Tú nunca me has buscado, pero yo a ti sí. No sé por qué te deshiciste de mí, pero estoy segura de que tenías una buena razón.

No te culpo, ¿vale? Solo quiero hablar.

Tu hija,

Bronwyn (Bonnie)

Después escribió su dirección de correo electrónico y su número de teléfono al final de la carta, por si acaso.

Bonnie se alegra de haber tirado esa carta. De todas formas estaba plagada de mentiras. Nunca le han gustado la música ni el deporte, y desde luego sí culpaba a su verdadera madre por haberse deshecho de ella. ¿Quién no lo haría? El único que la entendía era Tommy, cuyo padre los abandonó a su madre y a él cuando no era más que un bebé, pero Tommy está ahora tan lejos que lo mismo daría que estuviera en otro planeta.

Cierra los ojos y se duerme. Acurrucada de costado, con la mejilla pegada a la tierra, no oye las pisadas que se acercan. No ve el ojo que mira a través de un agujero en su barrera improvisada. No ve a la persona que se aparta con el teléfono móvil en la mano.

TRES

1

Hay cosas que son demasiado fáciles para los fabulosamente ricos.

Como la típica estación de esquí donde hay una carretera por la que puedes conducir tu Bugatti hasta la misma puerta, darle una propina al aparcacoches para que se encargue de él y entrar a disfrutar de una bebida caliente antes de ir a las pistas. No, porque eso es demasiado simple. Esa clase de estación de esquí es solo para los multimillonarios de pacotilla. Si eres verdaderamente rico, irás a una estación de esquí conocida como el Chalé, a la que solo se accede con lanzadera desde un aeropuerto cercano para aviones privados, o bien directamente en helicóptero, o también puedes pedirle a tu chófer que te lleve hasta el comienzo de la carretera, donde te espera un vehículo del hotel. Porque tu Bugatti no logrará atravesar la traicionera carretera de acceso reservada solo a lanzaderas y al personal del hotel, que debe ser interno o de algún pueblo cercano. Solo podrían hacerlo más inaccesible si estuviera rodeado por un foso lleno de campesinos moribundos.

Entro en el pequeño pueblo situado al comienzo de la carretera de acceso con el cuerpo magullado, con dolor de cabeza y con un posible esguince permanente en el tobillo, si es que no está roto, además del hombro que creo que me he dislocado al saltar de un vehículo en marcha. Y, para rematar, voy vestida para el clima húmedo de Vancouver, no para un lugar que ostenta el récord de la nevada más intensa del país dos años consecutivos. Mi pobre indumentaria para la lluvia no soporta la presión y se ha quedado congelada sobre mi cuerpo, incapaz siquiera de ofrecer resistencia al viento.

Aparco el Honda del veterinario delante de una cafetería, entre dos coches que ya están allí estacionados, uno de ellos una camioneta de reparaciones. Cuando entro en el establecimiento, todo queda en silencio. La mujer que hay detrás de la barra deja de preparar café para mirarme y los dos clientes de mediana edad se vuelven para verme bien. Los hombres llevan gruesas chaquetas y pantalones de nieve, y la mujer va envuelta en un jersey de lana rojo.

—¿Eres la nueva limpiadora? —pregunta uno de los hombres mientras se baja del taburete—. ¿Para el gran guateque?

—Eh… —Quiero asentir con la cabeza, pero lo único que hago es quedarme ahí parada, sin poder hablar por culpa del castañeteo de mis dientes.

El hombre frunce el ceño e interpreta mi respuesta como un sí.

—Normalmente las contratan más jóvenes, con más… —Deja la frase a medias y mira a la mujer de la barra en busca de ayuda.

—¿Tetas? —sugiere ella.

—¿Pelo? —pregunta el otro.

—¿Ambas cosas? —intervengo yo. Ya voy entrando en calor y me van saliendo las palabras.

El hombre arrastra los pies y murmura algo inaudible a modo de respuesta.

—¿Cómo dice? —pregunto yo en voz alta—. No le he oído.

—He dicho que yo me dirijo hacia allí ahora. Soy el supervisor nocturno de mantenimiento, así que, si quieres que te lleve… Con ese coche no podrás subir por la carretera, y menos si no llevas neumáticos para la nieve. —Se queda mirando el Honda aparcado fuera—. ¿En qué diablos pensabas al venir aquí con ese trasto? Soy Carl, por cierto.

Interpreto esto como una especie de disculpa por el insulto a mis tetas y mi pelo. Tampoco es que él sea un modelo de revista.

—Carl suele meter la pata al menos dos veces al día, cielo, así que no lo tomes demasiado en serio. Él podrá llevarte —dice la mujer de la barra.

—Es imposible que llegues hasta arriba con esa tartana. No te ofendas —dice el otro hombre.

Yo me vuelvo hacia Carl.

—No vas a matarme y tirar mi cuerpo en la nieve, ¿verdad?

Carl se pone rojo y exclama:

—¡Por supuesto que no! —La pregunta es tan descabellada que resulta imposible que haya fingido semejante indignación en tan pocos segundos a no ser que esté diciendo la verdad. Una parte de mí sabe que, incluso aunque fuese esa su intención, aun así me arriesgaría a ir con él. Hay un hombre en la montaña que podría saber algo sobre la desaparición de Bonnie. O al menos saber por qué WIN Security está tan preocupada por ello.

La mujer de la barra se ríe.

—Carl —dice sacudiendo sus rizos rubio platino—. Matar a alguien y tirar su cuerpo en la nieve. —Sonríe y se pone a limpiar la barra con un trapo.

—Vamos —dice Carl, se termina el café y se dirige hacia la puerta—. Lucy, de Recursos Humanos, dijo que no llegarías hoy, pero yo quería esperar por si acaso.

Aparco el Honda en la parte de atrás y sigo a Carl hasta su camioneta, provista con neumáticos de invierno. Comenzamos a ascender por la montaña en silencio, como a mí me gustan los viajes.

2

Carl no bromeaba al hablar de la carretera. Yo pensaba que la autopista hasta aquí era mala, pero esta carretera de acceso es digna de ver… o lo sería si pudiera ver más allá de unos cuantos metros. Pero lo poco que veo me hace agarrarme al reposabrazos como si fuera un salvavidas.

Carl no habla mucho durante el trayecto, que parece ascender rodeando la montaña. Para empeorar la situación, comienza a nevar y nuestra visibilidad queda limitada a lo poco que se aprecia frente a los faros. Carl pone la radio y comienza a tararear mientras yo renuevo mi fe en un ente superior. Pero me parece egoísta recurrir a eso solo cuando lo necesito, así que dejo a un lado mis ideas de fe y respiro aliviada al ver un edificio que se alza frente a nosotros, con luces que iluminan el valle que lo rodea. Carl aparca en la parte de atrás.

No tengo ni idea de qué hora es. Podrían ser las ocho de la tarde o las dos de la madrugada. No lo sé.

—Tenemos un equipo de cinco limpiadoras de día y dos de noche. María tenía turno de tarde, pero dejó el trabajo la semana pasada. Es muy difícil conseguir gente que trabaje aquí arriba. Casi todos viven en la residencia de empleados que hay atrás, o en el pueblo, pero yo estoy solo a un par de horas de aquí y a mi esposa no le gusta que pase fuera tanto tiempo. ¿Has rellenado ya el papeleo?

Yo niego con la cabeza. Salimos del coche y hemos de enfrentarnos a las fuertes ráfagas de viento helado hasta llegar a la entrada de servicio.

—De acuerdo —dice Carl cuando entramos. Sigue caminando, pero a mí me golpea un chorro de aire caliente y siento que necesito unos segundos para derretirme. Él me mira al ver que no le sigo—. Te acostumbrarás, no te preocupes. Vamos.

Me obligo a moverme. Tengo los pies helados y las piernas doloridas por los saltos recientes desde un balcón y desde un coche en marcha.

—Lucy —continúa Carl—, la chica de Recursos Humanos, tiene el día libre, así que yo te daré una llave y un uniforme. Podrás hablar con ella por la mañana, cuando termine tu turno. Normalmente no les dan a los nuevos el turno de noche, pero bueno, supongo que tendrán que hacer algunos cambios, ya que los de la empresa han reservado todas las habitaciones.

—¿Los de la empresa? —pregunto yo mientras lo sigo por un pasillo hasta un pequeño despacho situado al fondo.

—Para una reunión importante. Son vips y tal. Lo reservaron todo, por imposible que parezca, aunque bueno, para ser sincero, tampoco es un sitio tan grande. Creo que usan eso como excusa para subir los precios. La gente que puede permitirse alojarse aquí es vip, pero la gerencia del hotel está que se tira de los pelos con este fin de semana. El helipuerto del tejado ha tenido más tráfico que en la vida. Y todos vienen con su propia seguridad privada. —Carl se ha convertido en una cotorra desde que hemos bajado de su camioneta y ese esfuerzo extra parece haberle agotado. Rebusca en un armario situado a un lado de la estancia y saca unos pantalones negros y una camisa del mismo color con monograma.

—El baño está al otro lado del pasillo. ¿Por qué no te aseas un poco y vuelves cuando estés lista? Para entones ya te habré conseguido una llave. Ah, ¿eso es todo lo que traes? —pregunta señalando mi mochila.

—Sí.

—Bueno, podemos dejarlo aquí de momento. No tiene sentido perder el tiempo en la residencia de empleados ahora mismo. El turno empieza en unos diez minutos. Eh…, prefieren que las mujeres lleven el pelo recogido. —Esto último lo dice mirando a un punto situado a mi izquierda.

Minutos más tarde, al mirarme en el espejo del baño, entiendo cuál es el problema. Apelmazado por un lado y enredado como un nido de ratas por el otro, mi pelo ha tenido días mejores. Tardo diez minutos en domarlo y hacerme un moño. Después me lavo en el lavabo y me aplico dos capas de desodorante. Una chica tiene que ser prudente en lo referente al desodorante. Luego me pongo el uniforme nuevo. Está hecho de un tejido suave y calentito. Mucho mejor que mi ropa, eso seguro. Tomo nota y decido que me lo quedaré cuando me largue de aquí.

Carl ya se ha cambiado cuando regreso a su despacho. Se ha fijado en mi cojera y en cómo me sujeto el hombro. Es demasiado caballeroso para comentarlo, pero sé lo que está pensando. Lucy debe de estar desesperada para contratar a alguien como yo. Carl, sin embargo, no se encarga de las contrataciones, así que se encoge de hombros y sigue con sus cosas. Me entrega una tarjeta llave y me muestra el edificio. Es el chalé más lujoso que he visto a este lado del Pacífico. Techos altos y abovedados, toques de madera y ventanales desde el suelo hasta el techo que dan al valle. Recorremos el vestíbulo, las salas de reuniones, los baños y las cocinas. Está todo decorado con tonos cálidos y suaves, pero cada estancia da la impresión de encontrarse en un espacio amplio. Carl me explica que todas las habitaciones de huéspedes están ocupadas, pero que las limpiadoras de la mañana se encargan de ellas. El resto del hotel se limpia por la noche.

Yo le pregunto si tiene una lista de huéspedes con los números de las habitaciones.

—No, recuerda que en este turno no se limpian las habitaciones. Además, no nos dan esa información. Cada mañana, los del turno de día reciben los números de las habitaciones que hay que limpiar.

Sin más, Carl me muestra las cuatro plantas de habitaciones. Todos los huéspedes tienen tarjetas distintas para el ascensor, que les lleva solo a su planta. Solo la primera planta de habitaciones está organizada como un hotel normal, con quince habitaciones estándar.

—Para los ayudantes y guardaespaldas —me explica Carl.

—¿De qué trata el evento? —Brazuca no llegó a decir directamente en qué consistía.

—Es algo anual. Sociedades asiáticas y la ocupación del país, o algo así.

Sonríe, pero noto cierta confusión y rabia en sus palabras. Dada la naturaleza de la crisis inmobiliaria en Vancouver, la inmigración es un tema candente en esta provincia. Vancouver se ha convertido en una ciudad refugio donde los extranjeros adinerados ponen sus activos, suben el valor de la vivienda y elevan el nivel de vida de la clase media, además de declarar a la baja sus ingresos en el extranjero para pagar menos impuestos. Algunos de ellos ni siquiera viven en sus carísimas mansiones gran parte del año, aunque son los únicos que pueden permitirse vivir bien en la ciudad y tener lujos como un jardín. Aunque Carl no vive en Vancouver, puede que en algún momento haya querido hacerlo, hasta que el saldo de su cuenta bancaria le devolvió a la realidad.

—El maldito Gobierno deja entrar a todo el mundo —continúa. Quizá solo quiera desahogarse, o quizá quiera que yo muerda el anzuelo. Pero yo nunca he podido permitirme comprar una propiedad, ni buena ni mala. Así que la inmigración no me molesta. Aunque, antes de que Bonnie desapareciera, estaba ahorrando para un depósito, para poder irme con Whisper a un apartamento en propiedad, quizá algo con balcón.

Me limito a asentir como si fuera lo más interesante que ha dicho nadie jamás y mantengo la boca cerrada. Al final Carl se aburre de oír su propia voz y se calla. Me da una tarjeta para abrir las puertas de todo, salvo las habitaciones, y me paso el resto de la noche limpiando los espacios públicos. No soy una gran limpiadora, pero compenso mi falta de técnica con un uso muy libre de los productos de limpieza. Carl me ha dejado con un carrito y una lista de tareas. Supongo que estará en su despacho, durmiendo, mientras yo me encargo del trabajo sucio. Estoy tan cansada que casi no me tengo en pie, pero todavía no he descubierto cuál de los socios de WIN se encuentra aquí y cómo voy a tener acceso a él.

Son las tantas de la madrugada y estoy limpiando los urinarios del baño de hombres del vestíbulo cuando se abre la puerta y entra un hombre. Yo frunzo el ceño. El cartel del servicio de limpieza está justo en la puerta, me pregunto qué hará alguien aquí abajo a estas horas.

—Estoy limpiando —digo en voz alta.

—Perdón, perdón —dice el hombre, a punto de salir. Resbala un poco en el suelo mojado que, por error, he fregado antes de limpiar el resto. Se agarra al lavabo para no caerse. Yo salgo del cubículo, cepillo de baño en mano, y nuestras miradas se encuentran a través del espejo.

Brazuca se queda con la boca abierta, reflejando mi misma expresión de asombro.

3

—¿Te gusta merodear por los cuartos de baño solo para sorprenderme? —pregunta Brazuca al fin. Ambos hemos tardado un minuto en recuperarnos de la sorpresa. Él lleva la misma ropa que la última vez que nos vimos, aunque ahora está totalmente arrugada después de dos días conduciendo. Se fija en el uniforme del hotel, en mi pelo recogido y en mi cara, demacrada e irritada por la proximidad de tantos productos de limpieza. Como estoy parada, todavía no se ha dado cuenta de mi esguince de tobillo.

Abro la boca para hablar, pero no me salen las palabras. «Siento haberte golpeado con una llave de cruceta, haberte interrogado y haber tirado tus llaves al bosque antes de dejarte tirado en medio de la nada» no me parecen palabras apropiadas.

—Esta vez no llevo armas —le digo en su lugar.

Él se queda mirando el cepillo que llevo en la mano, así que lo guardo en el carrito y levanto las palmas de las manos.

No parece excesivamente agradecido.

—Qué alivio —responde frotándose la nuca—. Tenemos que dejar de vernos en baños de hombres, Nora. Es un poco raro.

—Era mejor cuando nos veíamos en los puentes.

—Era más seguro, al menos para mí.

Suspiramos casi al unísono. Recuerdo la época en la que éramos dos alcohólicos silenciosos, sin armas ni encuentros peligrosos en cuartos de baño. Sin duda Brazuca añora la época anterior a convertirse en mi padrino. A veces solo es necesaria una mala decisión para descarrilar tu vida. Yo lo sé mejor que nadie.

Él levanta una mano.

—Antes de que digas nada, dame un minuto. —Se lava la cara con agua fría, se la seca con una toalla de mano, enrollada a la perfección porque no la he enrollado yo, y la coloca en la cesta que hay junto al lavabo. Yo frunzo el ceño, recojo la toalla y la meto en mi cesta. Después pongo una limpia en la pila. Carl ha sido muy insistente con los números. El carrito de la limpieza está muy bien organizado, con compartimentos para cada detalle—. Tuve que esperar hasta la mañana siguiente para encontrar mis llaves, por si acaso te lo preguntabas.

Aquí viene.

—El empleado de la gasolinera no entendía cómo había podido perderlas en el bosque. Quería llamar a las autoridades y advertirles de una «mujer sospechosa que conducía un utilitario», pero yo le convencí para que no lo hiciera. ¿Quieres saber por qué?

—¿Porque eres un buen cristiano? —le pregunto.

—En realidad mis padres son budistas.

Tiene sentido. Al fin y al cabo estamos en la costa oeste. Y unos padres jipis explicarían el alcoholismo.

—Eso no significa que no seas cristiano.

Él ignora mi comentario.

—No dejé que avisara a las autoridades porque no quería que te metieras en un lío.

—Gracias.

—Oh, no hay de qué —me dice con voz cálida. Y entonces sé la que me espera. Brazuca es un hombre encantador, pero nunca emplea conmigo esa faceta de su personalidad. Me sonríe con falsedad—. Estuve investigando la desaparición que mencionaste. Se presentó una denuncia, era la tercera sobre la misma chica. Resulta que es adoptada.

Yo me estremezco. Nunca he sabido poner cara de póquer.

—Oh, sí, a mí también me sorprendió. Me pasé a hablar con los padres. El padre dice que se puso en contacto con la madre biológica, pero ella no quiso ayudar. Se quedó decepcionado porque a ella parecía no importarle… Pero, claro, él no la conocía muy bien.

Espera una respuesta. Yo no cedo a la presión, así que interpreta mi silencio como afirmación.

—La madre biológica, un caso interesante, y eso que he visto muchos. De niña estuvo entrando y saliendo del sistema de acogida. Dejó las Fuerzas Armadas canadienses tras el entrenamiento básico. Después vino el comportamiento desobediente típico. Mala actitud. Desapareció del mapa durante dos años. ¿Quieres saber qué le ocurrió?

—Que te jodan.

—Eso fue exactamente lo que le pasó. ¿Cómo lo sabías? Después la encontraron en una zanja en mitad del bosque, envuelta en una manta, violada y medio muerta. Pese a las apariencias, no estaba muerta. Le habían dado una buena paliza. Pasó seis meses en coma y durante ese tiempo jamás encontraron a su agresor. Se despertó del coma y descubrió que estaba embarazada, pero la provincia deja de financiar los abortos pasado el quinto mes, así que no podía hacer nada. Además, por entonces tampoco hablaba mucho. Intentó practicarse un aborto y suicidarse, la consideraron una amenaza para sí misma y para el bebé, así que pasó el resto del embarazo recuperándose en una institución. Cuando nació el bebé, lo dio en adopción y se marchó.

Yo llevo el carrito de la limpieza hacia la puerta.

—Lo que el padre adoptivo no entendía es que una mujer que sobrevive a una violación y a una paliza, que se queda embarazada, que se enfrenta a la adicción y la supera, es una superviviente. Alguien así no daría la espalda a la chica si estuviera en apuros. Sobre todo si cree que nadie más va a luchar por ella. La madre biológica de esa chica ya tiene un problema con la autoridad. No le gusta. No confía en ella. Así que va a hacer algo, eso por descontado. Pero lo va a hacer con sus propias condiciones.

Por suerte, la puerta del baño se abre en ese momento y aparece Carl, que casi me tira al suelo. Se queda mirándome a la cara, inexpresiva, y por primera vez repara en Brazuca, que está rígido y agarrado a los bordes del lavabo.

—Venía a ver cómo ibas —me dice en voz demasiado alta para un encuentro nocturno en el baño.

—Bien —murmuro yo.

—Me alegro —responde metiéndose los pulgares en las trabillas del pantalón. Mira de nuevo a Brazuca.

Este se rasca la barba incipiente de la barbilla y saluda a Carl con la cabeza antes de marcharse.

—Ese hombre no te estaba fastidiando, ¿verdad? —me pregunta Carl cuando la puerta se cierra al fin.

—No como tú piensas.

Frunce el ceño y durante unos segundos se pregunta a qué me estaré refiriendo, pero entonces decide que no merece la pena el esfuerzo.

—Quizá deba encargarme yo del baño de hombres a partir de ahora.

—Creo que sería lo mejor —contesto yo.

Salgo del baño con el carrito y me dirijo hacia el comedor, que es lo siguiente en mi lista de tareas. Limpio las mesas con un trapo que podría estar sucio o limpio. No lo sé, estoy demasiado alterada para prestar atención. Brazuca me ha mostrado todas sus cartas y ha resultado ser más meticuloso y vengativo de lo que imaginaba. Desde luego que me ha fastidiado. Y lo ha hecho con lo único que podría surtir efecto en mí.

Con mi pasado.

4

Tengo una pesadilla que consiste más o menos en lo siguiente: me están ahogando con una almohada y tengo los brazos atados por encima de la cabeza. Al final consigo liberar uno de los brazos y encuentro un tornillo suelto en el cabecero. Quizá no lo encuentro suelto, quizá lo toqueteo hasta conseguir sacarlo. A veces este detalle cambia. Pero lo que sigue siempre es lo mismo. Me arden los pulmones por la falta de oxígeno y yo retuerzo el cuerpo en busca de algo con lo que hacer palanca. No siento nada por debajo de la cintura. Nada, ni bueno ni malo. Nada. Sigo forcejeando y agito la mano que sujeta el tornillo, pero solo encuentro aire. Muevo el brazo una y otra vez, pero no alcanzo nada… hasta que el tornillo se clava en un trozo de carne y la desgarra. Me retuerzo con tanta fuerza que acabo agotada por el esfuerzo y por el miedo. Y entonces me despierto boqueando.

Solía tener esta pesadilla todas las noches, salvo cuando bebía tanto que el sueño la eliminaba de mi mente. Con el tiempo ha ido desapareciendo, pero regresa una o dos veces al año para recordarme lo que es no poder respirar y que nadie oiga tus gritos.

Cuando Carl me mostró mi habitación después de mi turno y me dijo que acudiera a ver a Lucy, de Recursos Humanos, a primera hora, me quedé dormida casi de inmediato con el uniforme puesto y me desperté dos horas más tarde tras tener la pesadilla, que ha decidido reaparecer por primera vez este año. No debería sorprenderme, pero me sorprende. Sabía que regresaría desde que conocí a Everett y a Lynn en esa cafetería, pero aun así no estaba preparada. Doy vueltas de un lado a otro de mi habitación, tratando de olvidarme de la pesadilla. Mi cuerpo sigue funcionando en piloto automático y no recuerdo la última vez que ingerí algo que no fuera café y barritas energéticas de las gasolineras.

Llaman a la puerta.

—Soy yo —dice Brazuca desde el otro lado.

Dejo de dar vueltas.

—Sé que estás ahí.

Esa no es razón suficiente para abrirle la puerta a nadie.

—Tengo comida.

Cruzo la habitación en dos zancadas y abro.

—¿Cómo me has encontrado? —le pregunto mientras le dejo pasar.

—Vi que el viejo te traía hasta aquí y luego se encendió esta luz.

El alojamiento de los empleados está discretamente situado en el lado occidental del chalé y conecta con el edificio principal a través de un pasillo corto y estrecho que no obstaculiza las vistas panorámicas. Cuando uno paga un precio exorbitado por unas vistas así, no quiere ver al personal. Solo quiere tenerlo cerca cuando necesite sábanas limpias o café caliente.

Brazuca me muestra una bolsa de papel.

—Una ofrenda de paz del bufé del desayuno.

Miro en su interior y saco un envase de cartón con tostadas, mermelada, huevos y beicon. Se me hace la boca agua con el olor a comida caliente y grasienta. Le hago un gesto para que se siente en la cama mientras yo como sentada al escritorio. Se queda mirándome con descaro mientras me atiborro de comida.

—¿Qué estás mirando?

—¿Cuándo fue la última vez que comiste algo?

—Ayer…, creo.

Niega con la cabeza.

—Mejor no hablemos de eso.

—Como si tú estuvieras mejor —digo mientras señalo sus costillas con el tenedor.

—Nora, acabo de descubrir que James Whitehall no va a estar aquí finalmente. Hay un problema en sus oficinas de Hong Kong. Y Lester Nyman siempre está con reuniones. Lo siento; la empresa se encarga de la seguridad de la conferencia y mis contactos dicen que se suponía que Whitehall estaría presente. El discurso inaugural corre a cargo de una corporación que es uno de los grandes clientes de la empresa. Fueron el primer cliente de WIN cuando empezaron.

—¿Cómo consiguieron un cliente tan importante nada más empezar?

—Nyman es la mente pensante, pero Whitehall es quien tiene el pasado militar. Corre el rumor de que realizó un trabajo privado…

—Quieres decir mercenario.

—No necesariamente, pero sucede con más frecuencia de lo que la gente cree. Oí que trabajó para el viejo Zhang cuando tenían la sede en Hong Kong. Pero esto fue hace décadas, así que no hay manera de comprobar la conexión.

—¿El viejo Zhang? —Zhang me resulta familiar, pero los carbohidratos, la grasa y la proteína me invaden el cerebro y me impiden pensar con claridad.

—Ray Zhang. Presidente de Industrias Zhang-Wei. Ha habido rumores sobre él durante años, sobre todo se dice que no todo está declarado. Algunos de sus socios tienen contactos con la tríada, pero nadie ha podido acusarle de nada.

Nos quedamos callados durante unos segundos, inmersos en nuestros propios pensamientos. Entonces recuerdo dónde he oído ese nombre. Angus Holland me dijo que Industrias Zhang-Wei tenía tratos con Syntamar en el Congo. Syntamar, la empresa que Starling estaba investigando antes de ser asesinado.

—El crimen organizado no recibe mucha atención en este país últimamente —dice Brazuca. Todavía no se ha dado cuenta de que tengo la mente en otra parte.

Yo asiento.

—La palabra «terrorismo» se ha convertido en una muletilla en todas partes. Las bandas hacen lo que quieren.

—No tanto. Podrían hacer lo que quisieran de todos modos, pero no podemos negar que, con el actual clima político, les resulta más fácil. No sé si Zhang está en la tríada o simplemente trabajó a veces con ellos, o si esos rumores no tienen nada de verdad. No tenemos esa información. Pero eso no viene al caso en realidad. Si Whitehall decidiese presentarse aquí, sería para un evento de Industrias Zhang-Wei. Por el tema de tu chica desaparecida, me habría gustado meterte en una habitación con él para al menos preguntarle qué es lo que se juega con esto.

—Así que no vamos a hablar con él.

—Con sus medidas de seguridad y sus agendas, lo dudo. Supongo que hiciste bien al meterte en la boca del lobo a troche y moche.

A veces utiliza expresiones extrañas como esa, lo que me hace pensar que, aunque no tenga acento británico, quizá sí pasó algún tiempo en el extranjero cuando era joven. Jamás he oído a un canadiense de menos de sesenta años decir «a troche y moche». Brazuca se recuesta sobre la cama que yo acabo de abandonar, sobre mis sábanas revueltas, y cierra los ojos. Es algo sorprendentemente íntimo. Podría lanzarlo al suelo con un simple empujón, y ganas me dan, porque he trabajado toda la noche para ganarme esa cama y él no ha hecho nada, salvo conducir.

—Ah. —Suspira y se frota el chichón de la nuca.

Y entonces recuerdo que es probable que sea culpa mía que no pueda estar sentado, o de pie, o abandonar la habitación ahora que ya se ha quedado demasiado. No se me da especialmente bien afrontar las consecuencias de mis actos, pero en alguna parte leí que nunca es demasiado tarde para empezar.

Meto el envase vacío en la bolsa de papel y la tiro a la papelera que hay junto al escritorio.

—¿Qué sabes de Industrias Syntamar?

—¿Syntamar? —pregunta él con el ceño fruncido—. En realidad nada, salvo que hace unos años hubo barricadas y protestas por la construcción de una mina al norte, y ellos eran uno de los inversores del proyecto.

—Tenían un par de empresas conjuntas con Zhang-Wei hace tiempo, después de que ambas compañías trabajaran en la misma región del Congo.

—¿Cómo sabes eso? ¿Qué relación hay entre Syntamar y tu chica?

Tengo que tomar una decisión. Él sabe lo suficiente sobre mi pasado como para relacionarme con Mike Starling, si no lo ha hecho ya, pero no estoy preparada para decirle que no estamos investigando una simple desaparición. Es probable que nos enfrentemos al secuestro de Bonnie. Y al asesinato de Starling.

—Ninguna que yo sepa, pero salió en una conversación y me pareció interesante.

—Quizá conozca a alguien que pueda darte más información sobre Zhang-Wei —me dice Brazuca lentamente—. E incluso sobre Syntamar.

—¿De verdad?

—Puede ser —responde con un medio bostezo.

Yo también tengo sueño ahora que me he llenado el estómago, así que apoyo la cabeza en el escritorio. Cuando me despierto, tres horas más tarde, Brazuca ha desaparecido. Lo único que queda de él es una nota en una esquina del escritorio. Salón de la segunda planta. 2 P. M.

5

Brazuca está esperándome cuando salgo del ascensor de servicio poco antes de las dos. He entrado en el edificio principal a través del alojamiento del servicio, para evitar cruzarme con nadie en el vestíbulo. Según el horario que hay en el despacho de Carl, está teniendo lugar una reunión en uno de los salones de la primera planta en este mismo momento.

—Tengo un amigo que ha venido a la conferencia —dice Brazuca a modo de saludo—. Quizá él pueda darnos información sobre Syntamar.

—¿Quién es ese amigo?

—Bernard Lam —responde cuando entramos al salón, antes de que a mí me dé tiempo a pararme y contemplar con asombro al hombre sobre el que Seb escribió un artículo hace dos años.

Bernard Lam es el único heredero de una fortuna multimillonaria. Se ha formado en Harvard, Oxford, e incluso pasó un tiempo en la Sorbona. Su filantropía es de sobra conocida y su rostro suele aparecer en las páginas de sociedad de Vancouver por ser uno de los hombres más generosos de la ciudad. Sin embargo, su enorme riqueza no ha hecho mella en su elegancia y en su sentido del humor, ni en ese carisma que irradia su cuerpo.

—¡Bazuca! —exclama con cariño al ver a Brazuca desde el otro lado del salón. La estancia está en penumbra, así que tardamos unos segundos en ubicarlo entre los tejidos de ante, el cuero y las alfombras de piel. El objetivo de esta estancia no es llamar la atención sobre los muebles, sino realzar las impresionantes vistas al valle. Hemos interrumpido a Lam, que estaba olfateando una copa de líquido ambarino, como si fuera una extraña y preciosa flor, y pensando en el significado de la vida. O algo así. Lam ignora el intento de Brazuca de esquivar su abrazo, cosa que no parece tarea fácil. Lam es alto, pero corpulento. Tiene las mejillas rellenas y rojizas por el aire frío de las montañas. Aunque parece tener todos los dientes, por alguna razón me recuerda a un bebé grande y malcriado. Abraza a Brazuca, que en comparación parece un debilucho enfermizo hundiéndose en una cuba de masa de galletas.

Brazuca se libera al fin y toma aire. Lam se vuelve hacia mí. Yo he dejado el uniforme colgado en la habitación, por si acaso lo necesito esta noche, y ahora llevo mis mejores vaqueros y el único jersey que poseo que no tiene agujeros. Tiene una mancha de café en la espalda y, aunque Lam no podría verlo desde el ángulo en el que nos estamos mirando, me da la impresión de que ese hombre de aspecto afable sabe que está ahí.

—Esta debe de ser tu…

—Él es mi padrino —explico.

—Hoy estamos poniendo a prueba su determinación —añade Brazuca mirando la copa de coñac. Parece que también vamos a poner a prueba la suya.

—Oh. —Lam deja a un lado la copa. Yo me quedo mirándola durante dos segundos más de lo necesario. La botella de la que ha salido debe de costar más de lo que gano en un mes—. Bueno, me alegra que hayas venido. ¿Cómo van las cosas en…?

—Ya hablaremos de eso más tarde —dice Brazuca. Se miran por encima de mi cabeza.

Lam sonríe como si no hubiera ocurrido y se dirige de nuevo a mí.

—Tú debes de ser la razón por la que mi buen amigo ha decidido venir hasta aquí. Llevo años intentado sacarlo de la ciudad. Para que se relaje un poco.

—Sí, hemos venido a pasarlo bien. Estoy investigando sobre asiáticos ricos.

Brazuca me dirige una mirada de advertencia que yo ignoro.

Lam se ríe.

—Bueno, pues has venido al lugar indicado. —Me agarra del codo—. Ven, demos un paseo.

Me quedo mirando su mano hasta que la aparta. Vuelve a mirar entonces a Brazuca por encima de mi cabeza. Empiezo a advertir cierta dinámica entre estos dos. Creo que estoy de más.

Lam da un paso atrás.

—Mis disculpas si te parezco demasiado cercano. Jon y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Cualquier amigo suyo es amigo mío también. Así que, por favor, dime en qué puedo ayudarte.

—Industrias Syntamar —le digo mientras saco el recorte de periódico que encontré en el almacén de Starling—. ¿Sabes quién es este hombre? —Señalo al empresario asiático que se niega a sonreír junto con los demás ejecutivos sonrientes.

Lam se queda mirando la fotografía durante unos segundos.

—No —responde con suavidad—. Ni idea.

Mi habilidad especial tiene un fallo.

Puedo saber cuándo alguien está mintiendo, sí, pero no puedo obligarle a que diga la verdad. Solo puedo mirarlo a los ojos y hacerle saber lo que yo veo. Que no me engaña. Si suena a poco es porque realmente lo es, pero no puedo hacer nada mejor. Así que me quedo mirando a Bernard Lam, quien quiero creer que es amable y sincero, aunque quererlo no significa que sea cierto. Ahora estoy enfadada.

—¿Siempre mientes a tus amigos?

—¿Perdón?

—Acabas de decir que Brazuca es amigo tuyo. Así que ahora nosotros también somos amigos. ¿Por qué mientes sobre el hombre de la fotografía?

Lam mira a Brazuca en busca de ayuda, otra vez por encima de mi cabeza. Yo me acerco a él, lo suficiente para oler su aftershave. Ahora soy yo la que parece que se ahoga en una cuba de multimillonario orondo.

—No le mires a él. Mírame a mí. Una chica ha desaparecido, ¿de acuerdo? Una adolescente, y estoy tratando de encontrarla.

Él centra toda su atención en mí. He invadido su espacio personal, pero, en vez de retroceder, de sentirse amenazado, parece disfrutarlo. O quizá es que está acostumbrado a que las mujeres deseen acercarse a él. Acurrucarse junto a sus fajos de dinero, quizá.

—¿Qué tiene que ver Syntamar con todo eso?

—Todavía no sé si tiene algo que ver. Eso es lo que estoy intentando averiguar. Y necesito saber quién es ese hombre.

—Cielo —me dice, aunque es posible que yo sea mayor que él—, quizá debamos dar un paseo.

—Cariño, yo no doy paseos con mentirosos.

Lam me dirige una amplia sonrisa.

—Me gustas. No te andas por las ramas. De acuerdo, si no hay manera de disuadirte. —Mira a su alrededor, pero, salvo por un camarero que hay al otro extremo de la sala, ocupándose de sus asuntos, estamos solos—. Este no es el mejor lugar para la sinceridad, cielo, pero si insistes. El hombre de la fotografía es Ray Zhang.

Yo miro a Brazuca y él niega levemente con la cabeza.

—¿De Industrias Zhang-Wei?

—Ese mismo. Ahora es muy viejo y corre el rumor de que está muy enfermo. Además no le gusta que le hagan fotos, así que me sorprende mucho que permitiera que sacaran esta. —Hace una pausa y parece tomar una decisión—. A Ray Zhang le gustan los negocios bajo cuerda, siempre ha sido así, y ha construido un imperio utilizando métodos subversivos. Aun así, dudo que tenga algo que ver con tu chica desaparecida. No es su estilo.

—¿Hay alguien aquí de Industrias Zhang-Wei? ¿Alguien con quien pueda hablar?

Lam vacila un instante.

—Su nuera dará un discurso este fin de semana. Ahora representa a la compañía, pero tienen oficinas en Hong Kong y en Vancouver y ella pasa casi todo su tiempo en Hong Kong. Se dedican principalmente a la extracción mineral y de recursos. Y, aunque no recuerdo los detalles, sí que recuerdo haber oído que antes hacían negocios con Syntamar.

—¿Cuánto tiempo se quedará ella aquí?

—¿En el país? Ni idea. No somos precisamente amigos. No te aconsejo que te acerques a ella a no ser que no te quede más remedio. A Jia Zhang le dan igual las chicas desaparecidas. Te comerá viva, como trató de hacer con la empresa de mi padre en múltiples ocasiones. —Esto último lo dice alegremente, como si estuviéramos en el club de golf a punto de tomarnos unas cervezas. Habla con mucho respeto de los Zhang, aunque no le caigan bien.

—No me hará ningún daño preguntar —le digo.

Tengo la impresión de que hay un hilo que no estoy viendo. Zhang está conectado a WIN Security, que por alguna razón está buscando a Bonnie. También está conectado a Industrias Syntamar, a quien Mike Starling estaba investigando antes de ser asesinado. Así que Zhang es el hombre con quien hay que hablar, no James Whitehall ni Lester Nyman.

—Sí podría hacerte daño. Con Jia es siempre un riesgo. Lleva un agente privado de seguridad a todas horas cuando está en el país. Se llama Dao. No se anda con miramientos con la gente que la molesta y… digamos que tiene un pasado turbulento y cierta reputación de brutalidad.

Pienso en eso durante unos segundos.

—¿Así que hablas de la tríada? —Brazuca mencionó lo mismo cuando hablamos de Zhang.

Lam da un trago al coñac y cierra los ojos con placer. Me imagino lo que debe de ser sentirlo en la garganta hasta llegar al estómago, y de pronto siento que hace demasiado calor.

—Hay rumores —me dice cuando vuelve a abrir los ojos—. Pero yo no compartiría esa opinión si fuera tú.

Brazuca se acerca al ventanal y contempla las montañas nevadas. Lam advierte por primera vez el hematoma en su nuca.

—¡Jon! ¿Qué te ha pasado?

—Un encontronazo con una llave de cruceta —responde él con tono deliberadamente ligero—, nada de lo que preocuparse.

—Entiendo —dice Lam con gravedad en la mirada—. Así que esto es serio.

—No es más que un chichón —le tranquiliza Brazuca mirando hacia mí—. Los he tenido peores. Háblanos de Ray Zhang. ¿Le gustan las niñas pequeñas?

—Nadie sabe mucho de su vida personal, pero me sorprendería que así fuera. No me parece de esos.

—Pero…

—Pero en realidad no lo sé. Casi todo lo que gira a su alrededor es pura especulación. Es viudo, con un hijo y un nieto. He visto a su hijo, Kai, en un par de ocasiones. Un mocoso malcriado; de eso sé algo. Está totalmente occidentalizado, pero le gusta la idea de los gánsteres a la vieja usanza. Aunque dudo que tenga capacidad para ello. A él sí que me lo imagino con niñas pequeñas, aunque dudo que tenga la correa tan larga últimamente como para eso. —Lam sonríe para sus adentros, disfrutando de una especie de broma privada. Ahora somos Brazuca y yo los que nos miramos—. Jia, por su parte…, bueno, no me sorprendería que tuviera una o dos bandas, pero no creo que Ray Zhang les dé a su hijo o a ella mucha libertad en ese terreno. Es despiadado en lo referente a su empresa y no permitirá que nadie manche su nombre.

—¿Tienes idea de dónde podemos encontrarlo?

Lam vacila y yo me doy cuenta de que quiere esquivar la pregunta, pero es Brazuca quien ha preguntado. Parece existir entre ellos un vínculo que yo no entiendo.

—Corre el rumor de que una filial de su empresa tiene permisos para realizar estudios topográficos en la isla de Vancouver para una mina de cobre. Voy de pesca ahí de vez en cuando. Hace unos dos años, mi agente inmobiliario me contó que Jia preguntó por una cabaña que puse a la venta, cerca de Tofino. No llegó a comprarla, no era suficientemente grande para ella, pero estaban buscando por la zona. Después de aquello, Ray Zhang se retiró y ya no he vuelto a verlo. Nadie le ha visto.

—¿Cuál es la filial de la mina de cobre? ¿Syntamar? —Recuerdo que habían renunciado a un proyecto en la isla de Vancouver a cambio de la ayuda de Zhang-Wei en el Congo.

—Un negocio llamado Metales Lowell. Poca cosa, pero, si estás en el negocio de la minería, es mejor tener todos los terrenos que puedas a tu nombre. Lowell cambió de manos un par de veces, por lo que recuerdo. Quizá fue propiedad de Syntamar en algún momento, pero no lo sé con seguridad.

En ese instante vibra el teléfono de Lam. Mira a Brazuca con cara de disculpa.

—El deber me llama.

—Eres un vividor —dice Brazuca—. No tienes deber. En realidad no tienes trabajo.

Lam se ríe.

—Te echaba de menos, Bazuca, de verdad. Tienes toda la razón. En realidad no tengo trabajo, pero ahora tengo una prometida, que para mi padre viene a ser más o menos lo mismo.

Brazuca arquea las cejas.

—¿De verdad? No recibí la invitación a la fiesta de compromiso.

—No tengo muchos amigos en este mundo y jamás sometería a uno de ellos a semejante aburrimiento. Es una pena que yo no pudiera escaquearme. Como ya te digo —agrega Bernard Lam con un suspiro—, estoy cumpliendo con mi deber.

Se termina el coñac y contesta al teléfono con la energía de un hombre en el corredor de la muerte. Algunos, incluida yo, dirían que eso es justo lo que es.

6

Brazuca se detiene al salir del salón. Ambos necesitamos unos segundos para recuperarnos tras vernos expuestos a algo que se asemeja tanto a nuestro cielo como a nuestro infierno. Cuando yo bebía, me decantaba por el vodka. Brazuca me admitió una vez que, en su caso, era el ron su arma predilecta. Por su suavidad. Pero todas esas preferencias solo importan al principio, cuando uno empieza su descenso a los infiernos. Pasado un tiempo, el tipo de alcohol deja de importar, igual que la calidad.

—Si yo bebiera eso, no podría permitirme ser alcohólico —dice él—. Quizá mi esposa no se habría divorciado de mí.

—Si tú bebieras eso, tu esposa se habría llevado menos en el acuerdo de divorcio.

—Eso es un poco sexista por tu parte. Ella ganaba más dinero que yo.

Mmm. Jamás imaginé a Brazuca con una mujer ejecutiva.

—En ese caso, deberías haberle sacado más dinero, entonces tal vez te pasarías el resto de tu vida bebiendo alcohol del bueno.

Sonríe y entonces me doy cuenta de que ya no lleva la sombra incipiente de la barba. Se ha lanzado a la piscina y se ha dejado crecer una barba en toda regla. La oscuridad del pelo hace que sus dientes resulten más blancos, y de nuevo me pregunto por su higiene dental.

—¿Qué te parece si pasamos de la investigación y nos vamos a emborracharnos juntos? Por los viejos tiempos.

Me pregunto si sabrá lo tentador que suena eso para mí. Lo fácil que sería olvidarme de todo y, solo por una vez, hacer eso que tanto he deseado hacer cada día desde que estoy sobria. El problema es que nunca es una sola vez. Esa no es una opción para un alcohólico.

Brazuca ve mi cara y deja de sonreír.

—Estaba de broma.

—Nunca nos hemos emborrachado juntos.

—¿Cómo lo sabes? Yo no recuerdo la mitad de lo que hice ni a quién conocí cuando estaba borracho.

—¿Quieres decir que no soy memorable?

Esta vez es él quien se queda desconcertado.

—No, eh…, no es eso…, no quería decir eso… Ah, ya veo lo que estás haciendo. Qué graciosa, nunca te había visto sonreír.

¿Es eso lo que estoy haciendo? Mejor paro.

—Mira, no creo que puedas aguantar mucho haciéndote pasar por una mujer de la limpieza. Tarde o temprano se darán cuenta. —Me entrega una tarjeta blanca con una banda magnética—. Mi habitación. Por si acaso.

Me quedo mirando la tarjeta. Impreso en la parte de atrás figura el número de su habitación. En realidad no me había parado a pensar dónde se alojaba.

—¿Bernard Lam te ha conseguido esa habitación? —Jamás podría permitirse algo así con el suelo de policía.

—Nora, déjalo ya, ¿quieres? He venido a ayudarte. No todos son unos imbéciles en quienes no puedes confiar.

—Ha desaparecido una chica, Brazuca. Puede que no todos sean imbéciles, pero desde luego tampoco son unos santos.

Un par de empresarios nos rozan al pasar hacia el salón. Uno de ellos me mira con desprecio, como si fuera yo la que le ha rozado a él.

—Se te ve el pajarito —le digo señalando su bragueta con la cabeza.

Él mira hacia abajo y se pone rojo al comprobar que el pajarito, de hecho, está bien guardadito en su jaula. Ambos me miran con odio antes de entrar en el salón.

—Qué madura —me dice Brazuca, pero sonríe. Y sé que yo le devuelvo la sonrisa, aunque esta clase de camaradería se la reservo solo a Whisper. He de admitir que es agradable compartirla con un humano para variar. Entonces su sonrisa desaparece—. Nora, tengo un mal presentimiento con esto. Creo que deberías irte a casa y dejar que yo me encargue del tema.

—Esa no es una opción.

—¡Maldita sea! ¿Es porque tú desapareciste y nadie te buscó? ¿Por eso no confías en nadie?

Y así, sin más, mi buen humor se desvanece.

—Dios —continúa—. No me mires así. He leído tu historia en los periódicos, he visto los informes policiales, ¿de acuerdo? Sé que nadie denunció tu desaparición. Sé que crees que el sistema es una mierda, pero lo que estás haciendo aquí no es la respuesta. Te estás poniendo en peligro, ¿no te das cuenta? Con esta gente no se juega. ¿Por qué ibas a…? ¿Es porque te arrepientes de haberte deshecho de ella? ¿Quieres encontrarla para poder formar parte de su vida?

Me niego a responder a esa pregunta. Hay cosas que solo se pueden afrontar en la oscuridad de la noche, con la cabeza contra la almohada mientras Ray Charles toca de fondo, para después borrarlas por la mañana.

—Olvídalo —continúa Brazuca cuando el silencio se prolonga tanto que ambos sabemos que estamos al borde de algo grande—. Ya lo sé. Solo lo harías por una razón. Es tu hija. En algún lugar de tu interior debes de quererla. O al menos preocuparte por ella, aunque sea un poco.

¿En serio? Esa clase de suposición me enfada. Podría haber jugado esa carta mucho tiempo atrás, porque no hay nada más fuerte que el amor de una madre. Pero yo no soy la madre de esa chica en ningún sentido, más allá del hecho de haber puesto mi útero a su disposición y de haberle transmitido algunos genes inciertos. La madre de Bonnie está en Vancouver, pensando en poner fin a su matrimonio. Rodeada de camisas que huelen a un perfume que ella no usa.

—Quizá sea la responsabilidad —respondo—. Quizá nadie se responsabilice de su desaparición, al menos no lo suficiente para hacer algo al respecto.

Me mira con tristeza y, por primera vez, me veo reflejada en sus ojos. Una mujer con tantos demonios que apenas puede llevar la cuenta. Se han dispersado en todas direcciones y ya no puedo alcanzarlos.

—¿Y qué es el amor, sino responsabilidad?

Brazuca se da la vuelta como si le hubiera decepcionado enormemente. Como si fuera yo la que ha abierto la herida en su interior y ha metido el dedo en ella, y no al revés. Podría ponerme a hablar de mis complicados orígenes. Podría explicarle que mis genes inciertos son en parte indígenas, por el lado de mi padre, y en parte otra cosa que no sé, por el lado de mi madre. Porque se marchó cuando yo era una niña y no sé nada de ella, ni siquiera de dónde venía. Lo que sí sé es que me parezco a mi padre, y que las chicas que se parecen a mí tienen más probabilidades de desaparecer, y menos probabilidades de que investiguen su desaparición.

¿Y si Bonnie tiene más de mí de lo que le conviene?

Podría decirle todas esas cosas, pero no lo hago. Sé que lo entendería, me miraría con pena, y yo no quiero eso. Después de la noche anterior, es demasiado, y demasiado pronto.

Se detiene al final del pasillo.

—Veré qué puedo averiguar sobre Zhang. Te escribiré luego.

—Tengo el teléfono apagado.

—Pues enciéndelo cada dos horas. Me pondré en contacto contigo.

Dobla la esquina cojeando y desaparece. Yo pienso en la promesa que le hice a Tommy. Que encontraría a Bonnie y que, cuando lo hiciera, estaría bien. Porque eso es lo único que me permito pensar. Que al final de todo estará a salvo, como debió ser desde el principio.

7

Me escondo en mi pequeña habitación hasta que llega la hora de ir a la oficina de mantenimiento para empezar mi turno. Al hacerlo, Carl entra justo detrás de mí cubierto de nieve.

—Ese camino me está matando —murmura.

—¿Y por qué lo haces?

—Por mi esposa —responde encogiéndose de hombros.

—Sí, te entiendo.

—¿Tú tienes esposa? —me pregunta.

He observado que las otras empleadas llevan faldas, medias y zapatos negros de tacón. Pero a mí Carl me ha entregado el uniforme de hombre. Me planteo sentirme ofendida, pero jamás en la vida me he puesto tacones y andar haciendo equilibrios no me parece la mejor manera de obtener información sobre la desaparición de Bonnie.

—No. No tengo esposa.

—Oh, no quería decir que…, bueno, sí, pero era solo porque…

—No pasa nada, Carl. —En realidad no quiero más insultos a mis partes íntimas—. Todavía no tengo esposa, pero puede que algún día.

En uno de mis grupos de supervivientes, una mujer que solía venir todas las semanas decía que no podía volver a estar con hombres después de lo que le ocurrió. Seguía teniendo sus necesidades, pero su cuerpo se cerraba automáticamente si había penetración, y fue volviéndose cada vez más fría y distante. Se apoyó en una de las mujeres del grupo en busca de consuelo, aunque esa clase de apoyo estaba mal vista en nuestro grupo. Las vi a ambas en los ultramarinos un año más tarde y parecían felices. La mujer a la que no le gustaba la penetración incluso me guiñó un ojo en la caja. Me guiñó un ojo, como si compartiésemos un secreto. Quizá Carl y ella saben algo que yo desconozco.

—¿Has visto a Lucy? —me pregunta él, dándose la vuelta para quitarse las botas de nieve.

Yo asiento y él ve mi gesto a través del pequeño espejo que cuelga de la pared.

—¿Has hecho todo el papeleo? —Frunce el ceño y su voz suena forzada de pronto.

Vuelvo a asentir. Llegado este punto, vacilo porque me cae bien Carl. Hemos creado un vínculo entre productos de limpieza y, a veces, eso es lo único que hace falta. O eso creo.

—Qué interesante —me dice con cierto tono de decepción. Me mira directamente—. Porque he hablado con Lucy cuando venía y me ha dicho que ha contratado a dos sustitutas más para el turno de tarde y que la chica nueva que no pudo llegar ayer llegará por la mañana. Imagina mi sorpresa.

Nos quedamos mirándonos un momento y él lee la verdad en mis ojos.

—Puedo explicarlo.

—¿Ah, sí? —Se cruza de brazos y espera.

—Bueno, no puedo.

—Solo dime la verdad. ¿Planeas matar a uno de esos ricachones?

—No.

—¿Robarles?

—No.

—Solo necesitabas un lugar donde quedarte, ¿verdad? Y entonces yo te confundí con la limpiadora de Abbotsford y abrí mi enorme bocaza. —Carl niega con la cabeza—. Es que no puedo estarme callado. Mi esposa no para de repetírmelo… Bueno, mira, lo entiendo. Estás pasando por un mal momento, no pasa anda. Yo también lo he vivido. Hace unos años me fastidié la espalda trabajando en los campos petrolíferos. No fue fácil volver a empezar. Mi esposa tuvo que encargarse de todo. No lo habría hecho sin ella. Así que entiendo que me hayas mentido. Pero no puedes quedarte, ¿de acuerdo? Yo no decido a quién contratar, y me despedirán si se enteran de que he dejado entrar a alguien sin autorización.

—¿Puedo marcharme por la mañana?

—Sí. Yo mismo te bajaré al pueblo. Pero no salgas de tu habitación. Limpiaré cuando te vayas. Y… puedes quedarte el uniforme. Tienen muchos, no lo echarán en falta.

Rebusca en su cartera y saca tres billetes de veinte dólares.

—Por el trabajo de anoche. No es mucho, pero no tengo más.

Acepto el dinero porque resultaría sospechoso no hacerlo. Lo último que necesito es que Carl se sienta culpable. Para él no soy más que una vagabunda. Lo que no sabe es que estoy a la deriva.

Al llegar a la puerta me vuelvo hacia él.

—Gracias, Carl.

—De nada —responde—. Pero que no te vean, ¿vale? Ah, Nora.

—¿Sí?

—Necesitaré tu llave de acceso.

Me meto la mano en el bolsillo y le entrego una tarjeta blanca rectangular. Sin embargo, aún llevo en el bolsillo la llave de la habitación de Brazuca. Por si acaso.

8

Aunque no quiero que Carl pierda su trabajo, tengo otras prioridades. En vez de regresar a las habitaciones de los empleados, me dirijo hacia el ascensor de servicio que conduce hasta la segunda planta. El salón está lleno de hombres que visten pantalones de lana y jerséis de cachemira, de la auténtica. En la barra hay dos camareros que sirven alcohol carísimo con una sonrisa y reciben a cambio propinas exorbitantes. Hay tan poca luz que casi todos parecen diez años más jóvenes y mucho más atractivos que esta mañana cuando iban a las salas de reuniones.

Cuando el camarero del otro extremo de la barra se da la vuelta, agarro una bandeja y comienzo a limpiar mesas al otro lado. Solo hay una mujer aquí y, por suerte para mí, está sentada sola con una taza de té, mirando por la ventana. Deja su taza en la mesa que tiene al lado y yo la recojo.

—¿Ha terminado su té, señora?

Ella me mira y veo que sus ojos oscuros son como dos canicas brillantes. Ahora entiendo lo que siente la gente al mirarme a mí a los ojos, pero los suyos son diferentes en algo. Carecen de expresividad.

—Está solo medio vacía —me dice.

—Eso depende de cómo se mire.

La mujer arquea una ceja perfectamente depilada.

—Entiendo. Pero, si estuviera medio llena, que es lo que creo que estás insinuando, ¿por qué iba a querer deshacerme de ella?

—Mis disculpas —le digo con una reverencia exagerada—. No pensaba con claridad.

Se queda mirándome con esos ojos impuros y después devuelve la atención a las espectaculares vistas. Está poniéndose el sol, que confiere a la montaña una luz suave y dorada con toques rosados por los bordes. Un águila calva atraviesa el cielo y, con el batir de sus alas, desaparece.

En el reflejo del cristal, me fijo en la humedad que se filtra por la pechera de su blusa y de pronto entiendo que ella sea la única que no está bebiendo alcohol. Está lactando. Recuerdo entonces que Bernard Lam ha dicho que Ray Zhang tiene un nieto.

Me quedo ahí parada unos instantes, embelesada.

Ella se fija en alguien a través del reflejo. Una figura emerge de entre las sombras de un rincón de la habitación y veo que se trata de un hombre alto y musculoso que se aproxima. Me recuerda a los tipos de WIN, pero este posee una elegancia de movimientos muy superior a la de ellos. Le veo la cara a través del cristal. Es asiático, de mandíbula alargada y labios carnosos. Lleva la cabeza totalmente afeitada. Resulta imposible saber su edad, pero yo le sitúo entre unos cuarenta mal llevados o unos cincuenta indulgentes.

—Dao —dice Jia Zhang cuando el hombre se acerca—, me gustaría enseñarte una cosa en un rato.

Se miran por encima de mi cabeza. Dios, cómo odio que hagan eso.

—Por supuesto —responde él con voz tranquila. A mí se me eriza el vello de la piel y siento un escalofrío que nace en las plantas de los pies y recorre mi cuerpo hasta alojarse en mi corazón.

Es la voz de mis pesadillas, la voz que ordenó que se deshicieran de mi cuerpo, la voz que oí en el vestíbulo de la oficina de Hastings Street.

Nuestras miradas se cruzan en el reflejo del cristal. Con el fondo de montañas nevadas y el valle invernal a nuestros pies, el hombre me mira directamente.

Y sonríe.

9

No sé si me ha reconocido de aquella noche hace quince años, pero tampoco me quedo a esperar averiguarlo. Recojo mis cosas del alojamiento de empleados y salgo a la calle, donde el frío me envuelve como una manta de hielo. Las luces del chalé iluminan la carretera de acceso, pero las ráfagas de nieve y el hielo que levanta el viento limitan la visibilidad. Carl me dijo que estas condiciones climatológicas no se deben a una tormenta. Así es el clima aquí arriba. Empiezo a caminar, pero un ruido procedente del edificio me hace mirar por encima del hombro. Iluminada a contraluz por las luces del chalé, veo una figura envuelta en una parka que se acerca cojeando. Yo no llevo armas, nada, salvo la mochila. El hielo se ha ido acumulando en el suelo y no nos ayuda, aunque él parece apañárselas mejor.

—¿Dónde diablos vas con este tiempo? —grita Brazuca. El viento se lleva casi todas sus palabras, pero aun así le oigo.

Sigo caminando, aunque es difícil. Se me había olvidado cómo andar por la nieve, teniendo en cuenta que en Vancouver casi nunca nieva. Y mi tobillo lesionado no está a la altura. Brazuca, sin embargo, parece tan experto como cualquier hombre lesionado en este entorno. Unos copos grandes caen sobre el camino que conduce a la carretera de acceso y, aunque han echado sal hace poco, la nieve cuaja. Incluso con la cojera, Brazuca me lleva ventaja y sus piernas largas no tardan en alcanzarme. Me agarra del brazo.

—Suéltame.

—Solo si vuelves ahí dentro. ¿Piensas ir caminando hasta el pueblo? ¿Con este tiempo? —Señala la carretera cubierta de nieve.

—No. Iba a robar un coche.

—Ibas a… Ha ocurrido algo, ¿verdad? Vuelve dentro y hablaremos. Deja que te ayude. Por favor.

Yo vacilo. El viento me quita la capucha de la cabeza y me revuelve el pelo. Tengo tanto frío que no siento los pies. ¿Podría recorrer la carretera con este tiempo? Brazuca me ofrece su mano enguantada.

No nos cruzamos con nadie de regreso al edificio. Una vez en su habitación, me tomo unos instantes para recuperarme. Allí hay una cama doble, un escritorio y una zona de asientos con dos cómodos sillones. Los muebles son de teca lacada con remates en azul.

Brazuca cojea hasta el mueble bar y pone agua a hervir. En lugares así, tienes la opción de pedir el té al servicio de habitaciones, o conseguirlo en el comedor, o hacértelo tú mismo. Brazuca es como yo. Prepara dos tazas de té de jengibre y me entrega una.

—Bueno —me dice—. ¿Vas a contarme qué ha ocurrido para que salieses corriendo como si el edificio estuviese en llamas?

Niego con la cabeza y aspiro el vapor que sale de la taza.

—¿De qué conoces a Bernard Lam?

Él cierra las cortinas y se sienta en uno de los sillones. Señala el de enfrente y espera a que yo me siente también antes de empezar.

—Hace cinco años se produjo un tiroteo a la salida de un club nocturno y murió una mujer. Bernard estaba allí. Fue uno de los testigos a los que interrogamos. Su coche recibió un balazo, así que pensamos que tendría algo que ver. No encontramos nada cuando le interrogamos, pero a la semana siguiente lo seguimos a otro evento y también se produjo un tiroteo.

—¿Hace cinco años?

—Eso he dicho.

—Mmm. —Miro hacia su pierna lesionada.

Distingo sus dientes blancos cuando sonríe para sus adentros.

—Lo has adivinado, ¿verdad? Lo tiré al suelo y recibí el balazo en su lugar.

Así que esa es su gran historia. Ahora lo entiendo. Bernard Lam le dio acceso a este chalé porque le debe su vida a Brazuca. Es una razón tan buena como cualquier otra.

—¿Por qué estaban intentando matarlo?

—Seguimos sin saberlo. Contrató a una empresa de seguridad privada para que le protegiera, pero no volvieron a intentar atentar contra su vida y seguimos sin estar seguros de la motivación de los ataques. Pero lo he investigado de vez en cuando.

Bebemos el té en silencio.

—¿Y bien? —pregunta entonces—. ¿Qué te ha hecho salir corriendo?

Una mujer tiene derecho a guardar secretos. Debería poder guardarlos todo el tiempo que quisiera, sin que la gente tuviera que husmear o intentar averiguar qué tiene en la cabeza. Pero los secretos son agotadores, esa es la verdad del asunto. El esfuerzo de mantenerlos escondidos… Solo soy humana, a pesar de todo. Sin embargo, aparto la mirada porque solo hay una manera de hacer esto.

—Aquella noche…, el hombre que ordenó que se deshicieran de mi cuerpo en el bosque está aquí. Es Dao, el guardaespaldas de Jia Zhang.

Brazuca se queda muy quieto.

—¿Fue él quien te…?

—No, pero trabaja para él. Estoy segura.

Brazuca se inclina hacia delante. Sabe que no debe intentar tocarme, pero, al reducir la distancia física entre nosotros y bajar la voz hasta convertirla en un leve susurro, ha logrado crear una conversación íntima, dadas las circunstancias.

—¿Fue Ray Zhang el de aquella noche? —me pregunta con una ternura que resulta sorprendente. La voz de un detective al interrogar a alguien frágil. Pero no hace falta que se moleste. Si fuese a derrumbarme, no sería aquí ni ahora. Sería mucho más tarde, sola junto a la carretera, con una botella de vodka en una mano y cualquier arma roma en la otra.

Yo niego con la cabeza.

—No. No si Ray Zhang es el hombre de la foto que mostré a Lam. Pero era asiático. Eso lo recuerdo. Y más joven, puede que incluso más que yo. Yo tenía una actuación en uno de esos bares subterráneos de la ciudad. Un auténtico antro, pero no adulteraban las bebidas, así que los sábados por la noche se llenaba. Aun así no era el tipo de sitio que llamaría la atención de alguien como Ray Zhang. Canté, me tomé unas cuantas copas y después tardé varios meses en despertarme. Estaba hablando con alguien, pero era más joven, incluso entonces.

—Pero no sabes quién más había allí cuando te desmayaste.

Niego con la cabeza y doy un sorbo al té. El calor de la bebida me recorre la garganta e inunda mi estómago. Brazuca se queda callado unos segundos.

Deja su taza y junta los dedos en punta.

—Nora…, siento lo que te ocurrió.

—Ni siquiera lo recuerdo. A veces tengo flashes. Voces, caras, pero nadie a quien pudiera identificar hasta esta noche.

—Así que esa noche te atacó alguien relacionado con Zhang y después, quince años más tarde, la chica que nació como resultado de aquello desaparece. ¿Por qué iban a llevársela? ¿Y por qué ahora?

Hay algo que lleva tiempo inquietándome, pero no he sabido ver aún de qué se trata.

—Un periodista llamado Mike Starling me encontró en el bosque. Estaba haciendo senderismo con unos amigos y se toparon con mi cuerpo. Me llevó al hospital y después publicó la historia. A su editor le gustó esa conexión personal y le pidió que investigara más para realizar una serie más amplia. Él conocía mi historia, pero jamás reveló mi identidad…, que yo sepa. Hace varios años me puso en contacto con Seb Crow y jamás volví a saber de él hasta después de que Bonnie desapareciera. Quería reunirse conmigo, pero, cuando por fin accedí a verle, no se presentó… Sin embargo, los que sí se presentaron fueron unos hombres de WIN Security. Los esquivé, pero, si sabían lo de nuestra cita, solo podía ser por una razón.

—De acuerdo… Así que localizaron a Starling. Alguien debió de relacionarte con él gracias a los artículos.

—Cierto. Y, cuando fui a su apartamento, me lo encontré muerto en la bañera. Desangrado.

—Dios.

Le cuento lo del almacén, la investigación sobre células madre y Syntamar.

Brazuca se pone en pie y comienza a dar vueltas de un lado a otro.

—¿Qué tiene eso que ver con Bonnie?

—Las células madre procedentes del cordón umbilical han estado utilizándose desde los ochenta para tratar ciertas enfermedades. —Esto lo descubrí gracias a la investigación de Starling.

—¿Crees que te robaron la sangre del cordón?

—No lo sé. ¿Cómo iban a hacer eso?

—Ni idea. Pero esa sangre es la que os conecta. Tú estás conectada con Dao desde aquella noche. Dao está conectado con Zhang, que trabaja con WIN. Y resulta que WIN está buscando a Bonnie. Y entonces tú te cuelas en WIN y envían a Dao a tu oficina. Y alguien asesina a Starling para llegar hasta ti porque se han dado cuenta de que él escribía sobre ti en esos artículos y te conocía. Por eso le buscaban. Y ahora te buscan a ti.

—Pero Starling se aseguró de mencionar en sus artículos que yo no tenía recuerdos de aquella noche.

—Aun así, ellos lo saben. Creo que lograron ponerse en contacto con Starling y él los relacionó con Zhang. Por eso tenía una foto de Zhang con la junta directiva de Syntamar. Debía de llevar un tiempo investigándolo.

—Pero ¿qué tiene eso que ver con Bonnie?

—No lo sé. Ella es la clave de todo esto —dice mientras se frota los ojos. El té de jengibre caliente después del frío de fuera nos ha dado sueño.

Miro hacia la cama, en la que cabrían cómodamente tres personas. Incluso los don nadie en este castillo tienen sábanas dignas, si no de un príncipe, al menos de uno de sus consejeros.

—Yo dormiré en el suelo.

—Ni hablar. Soy el hombre —dice con una vehemencia inusitada. Yo me quedo mirándolo. Tiene el ceño fruncido y el cuello rojo. Jamás le había visto tan alterado.

—¿Y qué? ¿Qué tiene eso que ver?

—Que yo dormiré en el puñetero suelo y tú, la mujer, dormirás en la cama. Por el amor de Dios, Nora.

—Pero tú estás tullido —señalo—. No sería justo.

—La caballerosidad ha muerto —dice con un suspiro—. Está bien. Yo dormiré en la cama. —Cojea hasta la cama, me lanza la colcha y una almohada y se sienta al borde. No le miro mientras se quita los zapatos y el cinturón. Se tumba en el colchón con los ojos cerrados mientras yo preparo mi cama en el suelo.

10

Nos quedamos tumbados en silencio durante un rato, separados principalmente por la altitud. La luz sigue encendida, pero ninguno de los dos se molesta en apagarla. Es más de medianoche, pero no hay relojes en la habitación, de modo que no puedo saber la hora con exactitud. No sé por qué, pero estoy inquieta. Aunque me siento agotada y esta colcha es la cosa más mullida con la que me he encontrado, sigo sin poder cerrar los ojos. Sé que Brazuca está despierto también, porque oigo su respiración irregular.

Al final él se rinde y deja de intentar dormir.

—Nora, ¿estás despierta?

—Sí.

—Ambos hemos tenido un par de días difíciles y solo quiero que sepas que… si necesitas a alguien esta noche, bueno, me tienes a mí. Solo te lo digo porque tú eres demasiado cobarde para dar el primer paso.

Yo me quedo sin respiración durante unos segundos.

—¿De qué estás hablando?

—Ya lo sabes. No te sientes cómoda con los hombres por razones evidentes, pero ambos sabemos que te sientes atraída por mí. Así que, si me necesitas, aquí estoy.

—¿Qué te hace pensar que me siento atraída por ti? —¿Cuándo he podido darle esa impresión? Quizá se piense que atacarle en un cuarto de baño con una llave de cruceta en la cabeza es una especie de insinuación.

—No lo sé —responde. Oigo la sonrisa en su voz—. Podría ser porque siempre estás mirándome cuando crees que no te veo.

—Eso lo hago con todo el mundo.

—Pero ¿te quedas mirando la boca de todo el mundo?

¿He estado haciendo eso? Es posible. Es probable. Me fastidia que, ahora que lo pienso, sí que he prestado atención a su higiene dental, pero más me fastidia el hecho de que se haya dado cuenta.

—Que te jodan.

Él bosteza.

—Si quieres. Si no, me voy a dormir. Pero deberías saber que no estaré aquí siempre y, al ritmo que vas, parece que tú estás en el mismo barco. Además, me golpeaste con una llave de cruceta y todos sabemos lo que eso significa. —Ha permanecido quieto durante toda la conversación y ahora gira la cara hacia mí y me dedica una sonrisa beatífica antes de volver a cerrar los ojos.

Por alguna razón, no sé qué hacer con las manos. Las he sacado de debajo de la colcha y no hago más que retorcérmelas. Me voy al baño antes de hacer algo precipitado. En la ducha, me froto hasta que se me irrita la piel con el jabón del hotel, que huele a rosas, e intento convocar las sensaciones de miedo y vergüenza que me han mantenido célibe durante tanto tiempo, pero, o se han suavizado con los años, o algo ha cambiado dentro de mí. Lo único que queda es una curiosidad que no puedo contener.

Me quedo de pie en la puerta, envuelta en una toalla, y miro a Brazuca, tumbado sobre la cama. Ahora está boca arriba, con las manos detrás de la cabeza. Pero, a juzgar por su respiración irregular, sé que no está dormido.

—¿Por qué harías esto por mí? —le pregunto al fin.

—¿Acaso importa?

—Sí.

—Porque quiero. —Aunque tiene los ojos cerrados y yo no puedo interpretar lo que está pensando, algo en su voz me indica que dice la verdad.

—¿Y yo tengo que…?

—No. Solo ven aquí.

Apago las luces, salvo la del cuarto de baño, y agarro su cinturón y uno de los cordones de las cortinas. Abre los ojos cuando me siento a horcajadas sobre su pecho y le ato las muñecas a los postes de la cama. No se resiste.

—Quítate la toalla o me vas a asfixiar —murmura con suavidad.

Yo me detengo. Hace años que no me desnudo delante de alguien, más de una década, pero tiene razón.

Como si me hubiera leído el pensamiento, vuelve a cerrar los ojos. Yo observo su rostro tranquilo y pienso en besarlo. Tomo aliento y me quito la toalla. Me inclino hacia abajo. Tengo la boca a escasos centímetros de la suya y nuestros alientos se mezclan durante unos segundos antes de que se vuelva insoportable. Me incorporo y coloco las rodillas a ambos lados de su cara. Él aspira mi olor durante unos segundos y después siento su lengua.

Quiero que no me guste, pero no es así. Es demasiado agradable para ser real.

Acaba casi nada más empezar y todo me pilla por sorpresa. En esta ocasión, los momentos posteriores al orgasmo no proceden de la vergüenza. Mi cuerpo no estalla en un sudor frío. Me dejo llevar y, aunque tengo las manos agarradas al cabecero de la cama para no perder el equilibrio, siento que me precipito en caída libre.

Brazuca no pide reciprocidad y yo no se la ofrezco. Tampoco creo que se me diera muy bien. Nunca me he tenido por una buena amante, ni siquiera antes de la sábana roja. Me quedo tumbada de costado, dándole la espalda, y espero a que se me calmen los latidos. Él se suelta las muñecas y se va al cuarto de baño. Por un instante me pregunto si lo habrá hecho por deseo o por altruismo, pero al final no importa.

Salgo de la cama y ya estoy tumbada bajo la colcha en el suelo cuando sale del baño. Estoy vestida de nuevo y la toalla cuelga al pie de la cama.

Volvemos a quedarnos tumbados en la oscuridad, ambos despiertos. La atmósfera a nuestro alrededor es rara, pero no incómoda, teniendo en cuenta lo que acaba de suceder. Mi primer orgasmo provocado por un compañero en más de una década. Bueno, por un compañero que no sea un objeto inanimado.

—Seguro que ese coñac era increíble —digo, porque he estado pensándolo.

—Oro líquido —conviene Brazuca desde la cama, y se gira para mirarme.

Yo no le miro.

—Es una pena que no tengamos autocontrol.

—Habla por ti —me dice con la voz áspera—. Yo tengo mucho.

—Dice el alcohólico.

—Le dijo la sartén al cazo. Que sepas que mi autocontrol es legendario.

Pienso en eso durante un rato. Al final me invade el sueño y, cuando me despierto, Brazuca no está y yo me siento agradecida. ¿A alguien se le dan bien las situaciones de intimidad?

11

A veces siento un enorme peso que me aplasta y otras veces creo que no es más que mi imaginación. Podría ser algo tan simple como un brote de depresión, pero, cuando lo pienso de verdad, en mi vida no hay nada por lo que estar deprimida. Estoy viva, he dejado de lado el alcohol durante más tiempo del que pensé que podría, tengo una perra con la que recorrer las calles de noche y a la que poder ignorar durante el día como si fuera un gato y mis jefes son personas que no hacen demasiadas preguntas y, al parecer, no les importa que acampe en su sótano. No es mala vida.

¿Por qué entonces regresa esa sensación de opresión?

Una alcohólica no puede permitirse estar deprimida si la sobriedad sigue siendo su objetivo. No puede permitir que la desesperación destruya su autocontrol hasta consumirla, hasta que ya no reconozca dónde empieza ella y dónde terminan la duda y la vergüenza. Esto lo sé, pero aun así no puedo evitar la sensación de traición que me invade ahora. Cuando supe de la desaparición de Bonnie, acudí a él primero. Existe un vínculo entre un alcohólico y su padrino, un acuerdo tácito. La promesa de secretismo. Una vez más, él ha resultado ser mejor que yo en eso. Y, seamos sinceros, lo de anoche fue más allá del puro desfogue. Fue una cuestión de confianza; confianza que, junto con el beneficio de la duda, rara vez otorgo.

Cuando éramos adolescentes, Lorelei me preguntó si alguna vez había estado enamorada.

¿Enamorada?

¿Qué puedo ofrecerle yo al amor, qué puedo darle de comer para que crezca y se haga tan bonito como en las películas? Las películas felices, quiero decir. No esas películas tristes que tratan sobre la otra cara del amor, y de las que el público sale sintiéndose estafado. Hablo del amor del bueno que algunas personas llegan a tener, ese amor que alimenta el alma, a la que ayuda a florecer en primavera por muy frío que haya sido el invierno. Todo lo que yo tengo está roto o dañado, o manchado hasta el punto de que ningún detergente extrafuerte podría limpiarlo, diga lo que diga el anuncio. Yo no puedo ofrecerle dinero al amor, ni sabiduría, ni amabilidad. En mi interior no hay nada, salvo desconfianza y dolor, una corriente oscura que me recorre por dentro y me envuelve el corazón. Y resulta que esa corriente nunca me permite ir sobre seguro.

Me quedo mirando el mail de Leo. No ha podido contactar conmigo a través del teléfono, así que se ha arriesgado a enviarme el mensaje electrónicamente. Da igual las veces que relea las palabras, porque el resultado de la investigación sobre la matrícula que le envié sigue siendo el mismo.

El sedán plateado está registrado a nombre de WIN Security.

12

Aquí van algunos de los titulares de mi periodo oscuro:

ENCUENTRAN A UNA MUJER SIN IDENTIFICAR APALEADA EN EL BOSQUE

LA MUJER APALEADA FUE AGREDIDA SEXUALMENTE ANTES DE SER ABANDONADA EN EL BOSQUE

LA MUJER APALEADA SIGUE EN COMA. LAS AUTORIDADES SOSPECHAN QUE PUEDA TENER ORIGEN MESTIZO

LA MUJER APALEADA ABANDONADA EN EL BOSQUE DESPIERTA DEL COMA Y NO RECUERDA SU NOMBRE

LA MUJER DEL BOSQUE DESPIERTA DEL COMA Y DESCUBRE QUE ESTÁ EMBARAZADA

Me gusta especialmente el último porque omite la palabra «apaleada», aunque el tercero tampoco se queda corto. Las autoridades «sospechan» de mí, como si el origen mestizo fuese un delito. Yo le dije a Starling que esos titulares eran absurdos y además le pedí que no escribiera artículos sobre mí, pero es demasiado pedirle a un periodista que no informe sobre una historia en la que él desempeña un papel importante; y no hay papel más importante que el de rescatador. Aunque la rescatada solo quiera hacerse un ovillo y desaparecer. Starling reconoció que sí, que eran titulares de mierda, pero que esa era la naturaleza del juego y que tenía poco control sobre ellos. Daba igual que él quisiera encargarse de otros asuntos, porque sus editores querían que alargase mi historia y tratase de encontrar nuevos puntos de vista. Que la examinase desde muchas perspectivas y encontrase a otras mujeres que hubiesen experimentado ataques similares. Yo respondía a sus preguntas lo más brevemente posible, pero aun así las respondía. Él era el único periodista con quien hablaba. Yo era su gran historia, lo quisiéramos o no.

Las cosas cambiaron cuando vio a un periodista televisivo cerca del hospital haciendo preguntas sobre Mary, el alias que me había dado en sus artículos.

—Intentó matarme —le dije cuando descubrí lo del otro periodista—. El hombre que me dejó en el bosque. Pensaba que estaba muerta.

Starling se dejó caer sobre el sillón que había junto a la cama del hospital.

—Sí, lo sé.

—Yo hablo solo contigo y tú no mencionas mi nombre. Dijiste que nadie sabría quién soy. Ese era el trato, ¿recuerdas? —Starling tuvo que esforzarse para convencerme. Decía que era importante que la gente leyera mi historia. A mí la gente me da igual, entonces y ahora, pero él me había salvado la vida y yo pago mis deudas, entonces y ahora. Pero lo que sí que no quería era a otro periodista que pudiera relacionarme con lo que había ocurrido.

—Ha sido el artículo de interés humano más leído este año, Nora. Puede que… puede que incluso me den un premio.

—Que le jodan a tu premio y que te jodan a ti. —Recuerdo dar vueltas de un lado a otro de la habitación, con los pies doloridos y la tripa tan hinchada que apenas podía ver el suelo por donde pisaba—. No puedes seguir viniendo aquí. Hablo en serio.

—Lo sé, lo siento. No creerás… no creerás que va a venir a por ti, ¿verdad? El hombre que te hizo esto. —Me señaló la tripa con la mano.

—¿Y cómo coño voy a saberlo? —respondí yo—. No recuerdo nada de él.

—Entonces me mantendré alejado.

—Será mejor que lo hagas. He hecho lo que me pediste. Te he ayudado con tu historia, ¿de acuerdo? Estamos en paz.

—Nunca se trató de que estuviéramos en paz, Nora.

—¡No digas mi nombre! Ni aquí ni en ninguna parte. Tienes tu historia, la gente vuelve a leer tus estúpidos artículos y todo te va de maravilla. Pero mírame a mí. Para mí las cosas jamás volverán a ser iguales.

—Quizá deberíamos acudir a la policía —me sugirió con reticencia.

—¿Me estabas escuchando? Ya lo dije cuando accedí a hablar contigo. Nada de policías.

Ya le había contado cómo era vivir en la calle. Le insistí en que había que evitar a la policía a toda costa, que ellos nunca te ayudaban si vivías en la calle. Te echaban de los lugares públicos. Permitían que los demás te trataran como si fueras basura sin intervenir. La policía nunca creería a alguien como yo. Jamás. Ni siquiera con el apoyo de Starling.

Tras recibir el mensaje de Leo, empiezo a registrar las cosas de Brazuca. Lo saco todo de su bolsa de viaje y después vuelvo a guardarlo sin importarme el orden en que lo encontré. Busco pistas que me digan que he hecho mal al confiar en él…, encontrar una enorme tarjeta identificativa de WIN Security que había estado ahí desde el principio.

Pero no. Lo único que encuentro son prendas de ropa, un neceser y el kit de afeitado. No hay pistas porque es demasiado listo para delatarse.

Pero eso yo ya lo sabía, ¿verdad? Ya lo sabía porque registré sus cosas mientras él estaba en el baño, antes incluso de recibir el mensaje de Leo sobre los detalles de registro del coche. En efecto, no puedes cambiar quien eres. Y ahora, con la luz del alba, sin la cara de nadie que me mire desde abajo, me alegro de que sea así.

13

Estoy sentada en la oscuridad con las cortinas echadas cuando regresa Brazuca. La luz de la mañana pronto hará su aparición y yo ya he excedido mi estancia.

—He hecho unas llamadas —me dice mientras se quita el abrigo y los zapatos—. Hay un médico amigo mío, solía trabajar como investigador médico para la ciudad antes de retirarse.

—¿Sí?

—Resulta que la sangre del cordón umbilical está llena de células madre que normalmente se encuentran en la médula ósea. Se utilizan para tratar trastornos de la sangre porque son versátiles. Tenías razón en eso. Pero hay algo más. No es suficiente para un trasplante de médula completo. No es suficiente para el tratamiento de un adulto.

—¿Y qué me dices de uno débil?

Él se queda mirándome, perplejo.

—¿En qué estás pensando?

—Nadie ha visto a Ray Zhang desde hace más de un año, ¿verdad? ¿Y si está enfermo y necesita un trasplante? Pongamos por caso que se hicieron con la sangre del cordón umbilical y necesitan a alguien que sea compatible…

—¿Cómo?

—¿El mercado negro? ¿Los bancos de sangre privados? ¿Los bancos de sangre públicos? Tienen recursos. El dinero no es un obstáculo para esta gente.

—De modo que siguen el rastro de la fuente y encuentran a Bonnie.

—Resulta un poco inverosímil —respondo con el ceño fruncido.

—Conecta algunos de los puntos. Es la mejor teoría que tenemos hasta ahora. —Bosteza—. Casi todos los huéspedes se han ido. Algunos se han quedado para hacer heliesquí, pero no muchos. —No me sorprende. Casi todos los hombres de la conferencia tenían cincuenta y muchos años. No me los imagino saltando desde un helicóptero con los esquís puestos. Por diversión—. Jia Zhang se marchó hace una hora.

—¿Y Lam?

—Él también. —Brazuca se deja caer sobre la cama. Yo me levanto del sillón junto a la ventana y me acerco a él. No protesta cuando le ato las manos a los postes de la cama, pero esta vez mantiene los ojos abiertos—. ¿Otra vez? Vale…, pero quizá podamos probar algo diferente.

—Desde luego que será diferente. Oye, cuando te dispararon, ¿trataron de relegarte al trabajo de oficina?

Brazuca arquea una ceja. Se fija en mi mirada, en mis pupilas dilatadas, y se preocupa.

—Sí, pero ¿qué tiene eso que ver con…? ¿De verdad eso es necesario? —pregunta cuando le aprieto los nudos.

—Pero tuviste que ir a un psicólogo después del disparo, ¿verdad?

—Es un procedimiento estándar. —Habla de manera despreocupada, pero tiene los ojos entornados. Esta vez no me siento a horcajadas encima de él y no llevo puesta una toalla. Se fija en las botellas vacías tiradas por el suelo. Vaya—. Has estado bebiendo.

Desde luego que sí. Me río.

—Menudo minibar tienes ahí. Muy chulo. Pero es una pena que no empezara por el coñac. Es de lo único de lo que me arrepiento.

Él tira de sus ataduras, pero no ceden.

—Desátame ahora mismo.

Yo no obedezco.

—Así que te disparan y el psicólogo te recomienda hacer trabajo de oficina. Quizá él ya sepa que eres alcohólico, quizá no le caigas muy bien, pero el caso es que lo primero que hiciste no fue seguir su recomendación.

Él no dice nada.

—Eres un borracho tullido que quizá esté tan enganchado a los analgésicos como al alcohol. No quieres seguir en el cuerpo, así que, ¿a quién acudes en busca de ayuda cuando necesitas cambiar de trabajo? Al hombre cuya vida salvaste, ¿verdad? Sabes que ahora lleva guardaespaldas, así que tal vez pueda recomendarte a la empresa que él utiliza, que da la casualidad de que es la misma que utiliza el jodido Ray Zhang. WIN Security. Ya no eres poli, ¿verdad? Y me da la impresión de que hace ya mucho tiempo que no lo eres.

Hay una pausa mientras Brazuca sopesa sus opciones, pero él y yo sabemos que el juego ha terminado.

—¿Cómo?

Esa palabra me rompe el corazón. Ni siquiera es un cumplido. No es un «Muy bien, chica lista». No es una disculpa. Es un simple «¿Cómo lo has descubierto? ¿En qué me he equivocado al intentar engañarte?».

—Leo investigó la matrícula del coche en el que me seguías.

Él suspira.

—De acuerdo, ahora ya lo sabes. De hecho me alegra que lo sepas, porque, lo creas o no, no me gustaba ocultarte la verdad, pero sabía que, de lo contrario, jamás confiarías en mí. Ya puedes desatarme.

Todavía no me apetece.

—Cuando te golpeé en el puente, me dijiste que eras policía.

—Porque era la explicación más fácil. Tienes razón en todo lo demás. Acudí a WIN cuando me dispararon.

—¿Por qué están buscando a Bonnie?

—¡No lo sé! Eso es lo que trato de averiguar. No tiene ningún sentido. Para ellos ni siquiera es un caso oficial. Trabajo para esos tíos y son profesionales. Casi todos son exmilitares. Muy organizados. Pero en este caso hay algo raro. Es casi como si se les hubiera ido de las manos, y creo que es por Zhang. Debe de ser muy poderoso. Escúchame, Nora, por favor. Puede que ya no sea policía, pero confía en mí. Estoy de tu lado.

¿Está mintiendo? No lo sé.

Me acerco a él, pero ve la botella en mi mano cuando ya es demasiado tarde.

—¡Eh! —grita. Se retuerce en la cama, pero yo sé algo de ataduras. Regla número uno: haz un nudo apretado. Regla número dos: haz tres más. Le golpeo la pierna mala con la base de la mano y él aúlla de dolor.

—Te has cargado mi sobriedad, Brazuca. Así que ahora yo me voy a cargar la tuya. —El alcohol me ha soltado la lengua y me hace hablar como en una película mala. ¿Alguien conoce a un borracho elocuente? Alguna razón habrá.

Brazuca forcejea, pero su pierna derecha está casi inservible, lo que hace que resulte más fácil atarle la izquierda con el cinturón.

—No hagas esto —susurra cuando me aproximo al cabecero de la cama.

Me siento sobre su pecho para que se esté quieto.

—Dijiste que fuéramos a emborracharnos —le digo agarrándole la mandíbula y sujetándole la boca abierta con una mano—. Acepto tu oferta. —Con la otra vierto el alcohol. Él escupe, pero sigo echando hasta que sé que ha tragado parte—. Oye, quizá ahora tu amiguito Lam y tú podáis ir a beberos ese coñac. Nunca es demasiado tarde. —Entonces paso a la siguiente botella. Después le meto unos calzoncillos en la boca. Unos calzoncillos limpios; no soy un monstruo. Grita, pero nadie puede oírle.

—Shhh. Duérmete, mi niño —le digo antes de marcharme, con el resto de botellitas guardadas en mi mochila. He conseguido disolver un puñado de analgésicos extrafuertes que robé del hospital veterinario en las botellitas de ron, así que sé que Brazuca no me molestará durante un tiempo; el suficiente para desaparecer.

Camino hasta la carretera de acceso, donde me espera Carl, y siento el asco hacia mí misma. La soledad me lleva a hacer cosas horribles. Como depositar mi confianza en personas que no la merecen.

—¿Dónde vamos, señorita? —pregunta Carl mientras pone en marcha el motor.

Hace frío, pero el cielo está despejado. Veo que la nieve que cayó la noche anterior ha cubierto el paisaje con su abrazo blanco y frío. Todo salvo la carretera de acceso, donde han echado sal.

—No vayamos por ahí, Carl.

—Muy bien —responde—. Todos tenemos nuestros secretos.

Desde luego. He estado medio borracha desde que descubrí lo de Brazuca, pero ahora se me empieza a pasar. Menos mal que me he guardado en la mochila lo que quedaba del minibar. Cuando bajemos de la montaña, abriré una de esas botellitas para soportarlo. Pero todavía no. No delante de Carl. Es un tipo decente, pero no lo entendería.

14

En sus sueños, va envuelta en una manta y alguien la lleva por el bosque. El hombre que la lleva huele a sudor y a pinos. No es desagradable; ella sabe que es probable que huela peor que él. Lleva por ahí fuera… ¿días? ¿Semanas? No lo sabe. Bonnie le pregunta dónde van, pero el hombre no responde. A ella le pesan demasiado los párpados y no puede abrir los ojos, pero oye los sonidos del bosque y huele la tierra húmeda.

Acurrucada entre sus brazos, Bonnie piensa en su padre, que solía revolverle el pelo y reírse de sus bromas idiotas. Practicaba deportes con ella y la llevaba en coche a clase cuando se despertaba demasiado tarde para tomar el autobús. Su padre, que había cambiado tanto en el último año, que se había vuelto como Lynn. Incapaz de mirarla a los ojos. Las pasadas Navidades abrieron los regalos en silencio y después fueron al cine a ver una película sobre cómo un superhéroe se convirtió en superhéroe y encontró otros amigos superhéroes. Sus padres pensaban que era algo que podría gustarle, pero al final los tres disfrutaron de la película porque fue divertida. Salieron del cine riéndose de esto y de lo otro y regresaron a su casa, donde ya nadie se reía.

Pero eso queda ya muy lejos. Ahora la llevan en brazos por su isla como a una niña pequeña. La lleva un desconocido. Atraviesan el bosque hasta que un nuevo olor inunda su nariz. El olor fresco y salado del océano.

CUATRO

1

Salí del interior haciendo autostop y utilizando el transporte público. Fue difícil, pero no imposible, y el fiel suministro de botellitas en miniatura de la habitación de hotel de Brazuca me ayudó a sobrellevarlo. Bebía para diluir la realidad y que se volviese blanca y suave, como el paisaje nevado. Pero la realidad fue dibujándose otra vez a medida que se acercaba la ciudad, hasta que la nieve se convirtió en aguanieve y después desapareció por completo.

Me presento en mi viejo grupo de apoyo para alcohólicos tras beberme tres cervezas y dos chupitos de vodka en las últimas dos horas. Voy borracha, pero no tanto como para no ser capaz de seguir la conversación y levantarme durante el descanso sin caerme de culo.

—Eh, tú —dice mi antigua madrina junto a la mesa del café. La mujer que pensé que trabajaba para el servicio de inteligencia—. Hace tiempo que no te veíamos. ¿Cómo te van las cosas?

Zorra entrometida.

—¡Genial! —respondo, con demasiado entusiasmo para el sótano de un centro comunitario.

Me mira con preocupación. ¿Será fingida? Nunca puedo distinguir la falsedad cuando estoy borracha.

—Hoy pareces un poco apagada, cielo, nada más. ¿Hay algo de lo que quieras hablar?

—¿Por qué me atosigas sin parar, Sierra? —Llevaba tiempo con ganas de espetarle eso. Es evidente que Sierra no es su verdadero nombre, pero le gustan los toques dramáticos.

—Vale, vale, ya es suficiente. —Simone, que ha estado observándome desde el otro lado de la sala desde que entré, se interpone entre nosotras y me agarra del codo—. Ven conmigo. —No protesto mientras me arrastra por la habitación, escaleras arriba, hasta salir al aparcamiento. Es mucho más fuerte que yo, incluso con esos ridículos tacones de plataforma que insiste en ponerse para las reuniones.

Por una vez no está lloviendo. Simone me lleva bajo una farola y me observa.

—Imbécil —dice al fin. Aunque el café instantáneo de la reunión ha enmascarado el olor a alcohol de mi aliento, ella se da cuenta de los detalles. Ha pasado por eso muchas veces.

—Eso no ha sido muy agradable.

—Es lo que hay. Estamos en una reunión de Alcohólicos Anónimos, no debemos ser agradables.

—¿Estás segura de eso?

Porque yo no lo estoy. Pensé que el objetivo de un grupo de alcohólicos era ser agradable con personas a las que harías todo lo posible por esquivar en la calle un jueves a las tres de la mañana porque irían tan pasadas como tú y no querrías ver su vergüenza y reconocerla en ti misma. Pensé que ese era el objetivo de los grupos de apoyo para alcohólicos.

—Vuelve cuando se te despeje la cabeza. Esta noche no es este tu lugar.

Tiene razón. No es este mi lugar. Pero el caso es que no sé cuál es mi lugar. Pienso en mi padre, que tampoco tenía un lugar. Y entonces se apuntó con una pistola y apretó el gatillo. Sin embargo, no pienso en mi madre, porque, fuera quien fuera, cuando nos abandonó perdió mi compasión.

Y entonces me doy cuenta. Bonnie podría sentir lo mismo hacia mí.

Me alejo. Simone me sigue y se me pone delante para cortarme el paso.

—Lo siento, no quería decir eso, pero joder, Nora. ¿Qué pasa con Whisper, eh? ¿Crees que se merece a una persona que está demasiado borracha o de resaca para cuidar de ella?

Es un golpe bajo, pero Simone nunca se ha andado con miramientos.

—La he regalado.

Ella se queda con la boca ligeramente abierta. Después la cierra de golpe.

—Entiendo. Así que has renunciado a la única cosa que te quiere más que a nada en el mundo. La que te eligió a ti.

Lo que me encanta de Simone es que nunca ha reducido la presencia de Whisper en mi vida a una simple mascota. Desde el principio ha sabido lo que era para mí: un salvavidas.

—Se merece algo mejor —le digo.

—Sí. Y, si todo el mundo tuviera lo que merece, este mundo sería un lugar irreconocible. Pero la vida no es eso. Nos quedamos con lo que conocemos, y Whisper no va a ser feliz en ninguna otra parte. ¿La has dejado en un refugio?

—¿Qué? —pregunto ofendida—. No seas ridícula. Está con personas en las que confío.

—Bueno, por lo menos eso es un alivio. Pero deberías haber acudido a mí antes de llegar a esto.

Al menos he hecho algo bien. Nos hicimos amigas precisamente hablando de Whisper y de Benedict, su pequeño terrier gruñón. Simone sabe lo importante que fue Whisper en mi camino hacia la sobriedad y la está utilizando para hacerme sentir culpable. Y la verdad es que funciona, joder. Aunque estoy borracha, vuelvo a ver la realidad dibujada ante mí. Así que nos metemos en su coche y le hablo de Bonnie y de lo que descubrí en ese lujoso chalé de montaña, y durante el camino hasta allí, y en la ciudad donde todo empezó. Bonnie, Starling, los hombres de WIN…, Ray Zhang. Jia y Dao. Dao.

Simone es la primera en hablar tras esa saturación de información.

—Menos mal que estaba sentada para escuchar todo esto.

—Menos mal que no he tenido que pegarte con una llave de cruceta.

—¿Qué?

—Nada. —Al parecer es la única manera en la que soy capaz de compartir información.

—Pero lo que no entiendo es cómo la han encontrado. ¿Y cómo se hicieron con la sangre de tu cordón umbilical? Hace quince años esta investigación era algo reciente. No teníamos las clínicas privadas que tenemos ahora, donde las familias pueden pagar más y congelar la sangre para más tarde. Ni siquiera tenemos un banco público. Supongo que habría centros de investigación que necesitaban la sangre, pero para eso habrías tenido que dar tu consentimiento, Nora.

—No lo hice.

—No entiendo cómo puede ser posible.

—¿No?

Simone suspira.

—Sí, tienes razón. Supongo que sí lo entiendo. —Cuando vives al margen de la sociedad, como nosotras, la gente hace lo que quiere y da por hecho que no conoces tus derechos. Con Simone se equivocarían—. Vale, supongamos que se hacen con su sangre, mediante el mercado rojo…

—¿Qué?

—El mercado rojo. Así llaman al mercado negro de sangre y órganos. Partes del cuerpo.

—Ah.

—Entonces —continúa—, eso significa que ella era compatible con alguien importante, porque tuvieron que recurrir a engaños para lograrlo. Tendrían que hacerlo si no se trataba de una donación legal. Y ahora quieren más porque la muestra es demasiado pequeña y necesitan a alguien que sea casi compatible. Eso aumenta las probabilidades de que el cuerpo acepte el trasplante. Y averiguan que la muestra es suya. Deducen que ella es la niña que nació como producto de aquella noche hace quince años y la encuentran. ¿Quizá a través de los papeles de adopción? No lo sé. Quizá la vigilan durante un tiempo. Quizá han descubierto que tiene tendencia a escaparse cuando las cosas se ponen mal. Esta vez se escapa por el novio y la atrapan cuando va a reunirse con él. Suponen que tienen algo de tiempo antes de que alguien empiece a buscarla, pero ya llevaba dos semanas desaparecida antes de que sus padres se pusieran en contacto contigo, ¿no es así? Y descubriste a esos agentes de seguridad vigilando su casa.

—Así es.

—De modo que, si tienen a la chica, ¿por qué vigilar la casa?

—Porque la han perdido.

—O se ha escapado.

—Porque eso es lo que mejor se le da.

Simone asiente y parece perdida en sus pensamientos. Cuando vuelve a hablar, lo hace con palabras lentas y estudiadas, como si ella también estuviera intentando entender su significado.

—Sabe que la están buscando, sabe que es importante y quizá pueda identificarlos, así que para ellos no es solo cuestión de sangre, es cuestión de gestionar la situación. Encontrarla y atar los cabos sueltos. Por eso han decidido darlo todo. Perseguirte a ti, matar al periodista, disparar a un muchacho en el bosque… Es una locura. —Me mira con los ojos húmedos y muy pintados—. Se juegan mucho, Nora. La situación se ha descontrolado… y te lo digo yo, que sabes que normalmente aprecio el drama en la vida. Odio decirlo, pero creo que…

Ya sé dónde quiere ir a parar.

—Nada de policía. No me creerán. Ya sabes cómo suena esto.

—Ni siquiera…

—Ni hablar.

No le he hablado de Brazuca y nunca lo haré. No sé si sigue atado a la cama con una resaca de impresión o si ha vuelto a las oficinas de WIN. Eso es un misterio para mí. Pero me niego a pensar en él, porque los mentirosos no merecen mi compasión.

—Bueno —dice Simone pasado un rato—, ¿y qué vas a hacer?

Me quedo callada. No sé qué puedo hacer.

—Esto es una mierda.

—A mí me lo vas a decir.

—Eh. —Simone apoya su mano en la mía. Yo me estremezco, reacción inconsciente habitual en mí—. Perdona —dice apartando la mano—. No quería disgustarte, Nora, esto no es culpa tuya. Lo que te ocurrió hace quince años, lo que le ha ocurrido a Bonnie. Nada de eso es por ti. Quiero oírte decirlo.

Yo niego con la cabeza. A saber lo que ocurriría si abro esa puerta.

—Necesito que me ayudes a descubrir dónde tiene Zhang su casa en Vancouver —digo antes de salir del coche y alejarme caminando. Sé que la he decepcionado, de lo contrario me habría seguido.

El sótano parece vacío sin Whisper. Es como si, cuando empezó a vivir conmigo, trajera consigo la plenitud y la paz a mi vida; sin ella no sé cómo podía soportarlo antes. Se me está pasando la borrachera y estoy muy cansada. Dejo de pensar en Whisper porque me duele demasiado y me meto bajo las sábanas. Pongo mi viejo MP3 en modo aleatorio y la primera canción que suena es Ain’t No Sunshine. Al principio eso me hace pensar de nuevo en Whisper, pero luego empiezo a reflexionar. ¿Ha dejado de llover desde que Bonnie desapareció? Quizá esté demasiado borracha para recordarlo con claridad, pero me parece que no. Las nubes de lluvia cubren el cielo como un escudo protector, ocultando la luz y arrojando trombas de agua. Puede que sea mi imaginación, pero creo que no he visto los rayos del sol desde que ella desapareció. Ni una sola vez.

Cuando me despierto, miro mi mail y veo que Simone me ha enviado unos informes con el asunto Esto ocurre de verdad. Dos informes son de clínicas privadas que emplean sangre del cordón umbilical, una en Hong Kong y la otra en San Francisco. Son clínicas que sufrieron un robo de información de los donantes debido a infracciones de los trabajadores. Uno de los informes me lleva hasta un chat de tráfico ilegal, dentro de las comunidades médicas de todo el mundo, que vende órganos y sangre robados en el mercado rojo.

¿Esto ocurre de verdad?

Desde luego.

2

Cuando desperté de aquel sueño profundo hace quince años, sentía como si me hubieran aporreado la cabeza con un palo y tenía la tripa tan hinchada que en cualquier estancia anticipaban mi llegada un segundo antes de que entrara el resto de mi cuerpo. Mis huesos rotos se habían soldado, mis funciones motoras iban restableciéndose poco a poco, pero mi estado mental era motivo de preocupación y los médicos se negaron a darme el alta. Pensaban que podría hacer daño al bebé, y no les culpo. Por otra parte, mi silencio al respecto tampoco ayudó a aclarar las cosas. Tras intentar escapar dos veces, en una ocasión después de un intento de suicidio, me trasladaron a un pequeño hospital psiquiátrico para que me vigilaran de cerca.

Starling me visitaba con frecuencia, pero era el único. Pasábamos el rato sentados en extremos opuestos de la habitación mientras él trataba de convencerme de que me pusiera en contacto con mi hermana. Habría sido un detalle conmovedor, dos hermanas que se reencuentran después de una tragedia. Le dije que ni hablar, pero su compromiso profesional con mi salud y con mi historia no se vio alterado en lo más mínimo.

Desde la ventana de mi pequeña habitación veía a los doctores y a las enfermeras cuando salían a fumar a la parte de atrás. Solo les veía la coronilla desde mi ubicación, pero siempre identificaba a mi médico porque reconocía su peluquín, iluminado por la luz de seguridad situada sobre la entrada trasera. Una vez al día entraba en mi habitación oliendo a tabaco y a Old Spice para ver mi gráfica y preguntarme cómo iba. Yo le decía «Estaría mejor con un poco de vodka”, y él sonreía en respuesta. Ese era nuestro juego y no varió una sola vez durante los tres meses que pasé encerrada allí.

Han pasado quince años desde la última vez que lo vi. El día en que nació Bonnie. Me durmieron para sacármela y, cuando me desperté, mi cuerpo había vuelto a cambiar. Le habían quitado la vida que albergaba dentro y ahora solo quedaba el recipiente vacío y ensangrentado. El bebé nació de madrugada y, después de que desperté, me quedé petrificada y agotada a medida que avanzaba el día. Había anochecido cuando me dejó salir, vestida con ropa de calle de la caja de objetos perdidos, y me dijo que pasaría un autobús por la parada del otro lado de la calle en diez minutos. Me dio dinero para el autobús y diez dólares extra por si acaso. También me dijo que debía tomar mejores decisiones en la vida y que aquel era el momento de empezar.

—Quieres irte, ¿verdad? —me preguntó al verme vacilar.

No vacilé porque quisiera quedarme en aquel lugar, sino porque pensé que estaba soñando y que había llegado el momento de despertar. Quería concederme un minuto para recuperar la consciencia, pero su impaciencia me fastidió. Nos quedamos allí durante unos segundos que, para mí, parecieron una vida entera. Después atravesé el aparcamiento del hospital y me dirigí hacia la parada del autobús. Nos miramos una última vez desde extremos opuestos de la oscura calle y después él volvió a entrar en el edificio. Pasados unos minutos apareció el autobús y me fui a un albergue que conocía.

Me resulta sorprendente lo mucho que recuerdo.

Lo veo ahora y los recuerdos me invaden hasta que se fija en mí. Al principio no me recuerda de aquel día, pero se ve obligado a mirarme con atención porque hay algo que le resulta familiar en mí. Algo que no logra ubicar. Y, al fin y al cabo, estoy apoyada contra su coche. El aparcamiento es pequeño y está cubierto de árboles. No hay nadie más alrededor y es evidente que a Eric Zakarian le incomoda este inesperado giro de acontecimientos. Me mira y después mira hacia la entrada del edificio. Está demasiado lejos para que salga corriendo. Sus años de fumador y los quince kilos que le sobran no ayudan a su capacidad cardiovascular.

—Dios mío —dice cuando al fin me reconoce. No puede ocultar el miedo en su mirada. Perfecto. Bienvenido al club.

Vuelve a mirar hacia la entrada.

—No llegarías a tiempo —le digo.

—¿Qué?

Señalo hacia la puerta con la cabeza.

—No te daría tiempo a volver a entrar antes de que te atrapase.

—¿Qué… qué estás haciendo aquí? Mira, si quieres hablar, deberíamos ir a otra parte. —Está intentando ocultar su miedo, pero no se le da muy bien. Se le ha olvidado que sé cómo se comporta cuando está tranquilo. Lo vi cada día durante meses y, aunque ha pasado mucho tiempo, todavía sé interpretar sus gestos.

—No —le digo mientras golpeo con la mano el capó de su BMW. Estoy apoyada en la carrocería sobre todo para aliviar la presión del tobillo, pero él no tiene por qué saberlo—. Creo que deberíamos hablar aquí mismo.

—¿Qué quieres?

—Quiero saber dónde fue a parar la sangre de mi cordón umbilical cuando me echaste de este lugar.

Se pone pálido y empieza a sudar, todo a la vez.

—No sé de qué estás hablando. Deberías irte antes de… antes de que llame a la policía.

—Claro, vamos a llamar a la policía. Les diré que, mientras estaba anestesiada, extrajiste la sangre de mi cordón sin mi permiso y la vendiste a algún traficante.

Empieza a temblarle la mandíbula, cosa que solo ocurre con hombres como él cuando se enfrentan a la verdad, y entonces, como es de esperar, lo niega.

—¡Yo jamás he hecho tal cosa! Además, jamás te creerán. Una puta embarazada que se mete en líos no sabe de lo que está hablando, ¿verdad? Ahora, largo de mi coche.

Yo no me muevo. ¿Una puta?

Parece ir ganando seguridad en sí mismo a medida que habla.

—¡Piérdete! Ya te lo he dicho, nadie te creerá. Mírate —dice mirándome con desprecio—. No has cambiado nada. Ve a lavarte un poco y déjame en paz.

Yo suspiro. Beber vodka mezclado con limonada de una botella de cristal no ha mejorado mi estado de ánimo. Esta noche me siento inusualmente violenta. Estampo la botella vacía contra su coche y levanto lo que queda de ella. Su negación era la confirmación que necesitaba para saber que me robaron la sangre del cordón, pero, por alguna razón, en este momento una confirmación no me parece suficiente. Los bordes dentados de la botella emiten un chirrido a lo largo de la puerta del conductor de su BMW.

Zakarian se queda ahí y ve como le rayo el coche. Se ha quedado helado, con los ojos llenos de miedo, desde que me ha visto romper la botella.

—Tú serás el siguiente si no me dices lo que necesito saber. Sé que estás mintiendo porque han utilizado la sangre de mi cordón umbilical.

Él se humedece los labios.

—¿Qué quieres?

—¿Para qué iba a querer alguien esa sangre?

—Por las células madre —se apresura a responder, confirmando lo que yo ya sabía por la investigación de Starling—. Leucemia, anemia falciforme, inmunodeficiencia, linfoma, para multitud de enfermedades, en realidad… La investigación aún está en progreso, pero las células madre del cordón umbilical son más maleables que las de un adulto. El problema es que no es mucha cantidad, de manera que no es la panacea de la que algunos hablan. Cuando comenzaron las investigaciones, era muy difícil encontrar muestras.

—¿Podría tratar a un anciano?

—No lo sé…, depende del hombre y de la enfermedad. Mira, esa no es mi especialidad, ¿de acuerdo?

Doy un paso hacia él.

—¿Por qué me la quitasteis? —Incluso aunque Zhang y su gente hubieran leído el artículo y me hubieran relacionado con Mary, la mujer encontrada en el bosque, que resultó estar embarazada, no tendría sentido que Zhang hubiera anticipado una enfermedad y después hubiera esperado quince años para raptar a Bonnie. Debía de tener otro motivo.

—Mi por entonces esposa estaba realizando una investigación y una fuente se puso en contacto con ella, una especie de comerciante… Necesitaban donaciones, pero la gente era reacia a donar, sobre todo cuando las clínicas privadas empezaban a ofrecer a los padres la posibilidad de congelar la sangre para la salud de sus hijos en un futuro. La fuente estaba dispuesta a pagar, pero no mucho, o no tanto como cabría esperar… —Vuelve a humedecerse los labios y se queda mirándome—. Por favor, no me hagas daño.

—Continúa —le ordeno mientras doy otro paso hacia él.

—Ella sabía de tu existencia, sabía que yo te trataba, y dijo que su fuente estaría interesada en la muestra… ¡para investigar! Pero la investigación no obtuvo financiación y, según creo, los bancos de sangre que tenían acabaron cambiando de manos. No sé dónde fueron a parar.

Siento ganas de vomitar, pero gracias a Dios tengo el estómago vacío. Si no fuera así, vomitaría el contenido sobre sus carísimos zapatos. Me aseguraría de ello. Me acerco un paso más.

—Me robaste.

Él permanece callado. Doy otro paso. Ahora solo nos separan treinta centímetros.

—La niña que tú ayudaste a traer al mundo hace quince años ha sido secuestrada por lo que hiciste.

Palidece al oler el alcohol en mi aliento. No hay nada más terrorífico que el ataque de una borracha inestable, salvo quizá una yonqui inestable.

—¡Era para una investigación! ¡Para ayudar a salvar vidas!

Vale, ahora sí que está mintiendo. Ni siquiera él puede creerse algo así. Presiono la botella contra su cara y de su mejilla brota una gota de sangre. Gimotea y tropieza contra su coche.

—¿Salvar vidas? Pusiste en peligro a una niña.

—No, lo juro, ¡nunca quise que ocurriera nada malo! Simplemente… era una investigación emocionante y nos ofrecían dinero.

Suelto una carcajada, pero no es un sonido agradable.

—Y pensabas que yo nunca me enteraría. —Trazo una fina línea desde su pómulo hasta el inicio de la mandíbula.

Él se queda con la boca abierta y las lágrimas comienzan a resbalar por sus mejillas. No son lágrimas de culpa, de vergüenza o de pena. No constituyen una disculpa. No. Son lágrimas de miedo.

—Por favor —murmura entre lloriqueos—. Por favor, déjame en paz.

La sangre no sale a borbotones, solo gotea.

—Decir «perdón» no es suficiente —le digo con un susurro—. Ahora me marcho, pero no te relajes demasiado porque volveré a por ti y pagarás por lo que hiciste.

No lo haré, pero él no tiene por qué saberlo.

—¡No fui solo yo! —grita mientras me alejo—. Mi exmujer se llama Amanda Notting. ¿Por qué no haces que pague ella también?

Amanda Notting no tiene ni idea de que su exmarido está dispuesto a venderla a una borracha enloquecida. Me pregunto para qué sirve el matrimonio.

Sigo alejándome. Me siento imprudente, desequilibrada. Viva. Si hubiera alguien más por aquí…, pero no, ya he traspasado suficientes límites.

3

La cafetería de Hastings Street no es gran cosa desde fuera, pero el café solo cuesta un dólar y te calientan en el microondas un sándwich del desayuno a cualquier hora del día. Es debatible si eso es o no una buena idea, pero les permite mantener las luces encendidas y las puertas abiertas. Ahora son poco más de las nueve de la noche y la grasa de los huevos y el queso corre el riesgo de hacerme vomitar. Sin embargo, es la única comida sólida que he tomado en todo el día, así que me obligo a tragarla. El esfuerzo que he puesto en esta actividad tan simple casi me hace ignorar la banda informativa del canal de noticias veinticuatro horas en la parte inferior de la pantalla, colocada encima de la barra de la cafetería.

Descubierto un cuerpo en Stanley Park. La policía aún no ha confirmado la identidad, pero los testigos apuntan a que podría tratarse de una niña o de una mujer pequeña.

Y con eso basta. Gana la grasa.

Apenas consigo llegar hasta el callejón que hay junto a la cafetería antes de echar la bilis. Una pareja de ancianos que ha salido a dar un paseo me mira asqueada al verme echar los intestinos.

—Malditos borrachos —dice el hombre mientras se aleja.

Me quedo apoyada en la pared respirando de forma entrecortada. La humedad del aire me resulta asfixiante. El hombre no se equivoca, pero el alcohol no es la única razón por la que estoy en un callejón expulsando mi única comida del día. Por la vasta experiencia que tengo en estos temas, siempre es mejor vomitar en la calle que en un retrete que no está en tu propia casa. Nadie quiere aferrarse a un váter de porcelana al que tiene acceso el público en general. En la calle no habrá clientes aporreando la puerta, ni empleados asqueados que te miran mal cuando sales porque ahora tendrán que limpiar lo que has ensuciado. En la calle, la lluvia se llevará lo que pueda, y lo que quede no será peor que lo que ya estaba allí antes.

Podría tomar un autobús hasta Stanley Park, pero, desde donde estoy, la manera más fácil de llegar hasta allí es seguir el rompeolas. Camino todo lo deprisa que puedo y después empiezo a correr. Suele haber muchos corredores por esta ruta; a veces correr por el rompeolas parece una estampida, pero la gente no acostumbra a hacerlo tan tarde, y menos con botas e impermeable. Algunas personas se me quedan mirando, pero me da igual. Recuerdo a aquel hombre que encontré en el parque hace años, y también la cara de Starling metido en una bañera llena de sangre. Y ahora no puedo evitar imaginarme a la adolescente de las fotos tirada en el suelo, con los ojos sin vida mirando el cielo nocturno.

La policía está cerca de Second Beach, junto a una pequeña arboleda. Localizarlos ha sido fácil, solo me ha hecho falta escuchar el sonido de las voces llevadas por el viento y después encontrar las luces que la policía ha instalado en torno al lugar. Veo una multitud reunida porque, pese a la llovizna, el clima es bastante suave esta noche y el hallazgo de un cuerpo en uno de los puntos turísticos más importantes de la ciudad es algo digno de contar.

Hay una espectadora, una mujer de veintitantos años, apartada del resto; es a ella a quien me dirijo primero. No me gusta verme en mitad de una multitud, ni cerca de una, y parece que esta mujer opina lo mismo que yo. Lleva botas de montaña y un chubasquero; va vestida para este clima y para este terreno. Su sensibilidad me atrae, y su ropa es oscura, de modo que no refleja la luz ni me hace daño a los ojos. Me siento un poco mareada después de la carrera con el estómago vacío. Esta mujer podría estar loca, pero me arriesgo de todos modos. Si el cuerpo que han encontrado es el de Bonnie, rodeado de policías, será mejor que lo sepa ya.

—¿Has visto el cuerpo? —le pregunto a la mujer.

Ella está demasiado concentrada en la escena como para dirigirme más que una mirada de soslayo. Yo mantengo la distancia entre ambas para que no huela el vómito en mi aliento y se aleje antes de darme una respuesta.

—No. He llegado hace unos diez minutos. Nadie parece saber gran cosa, salvo ese tipo de ahí. —Señala a un hombre con botas de montaña que sujeta a un perro con correa. Está hablando con un agente de policía junto a un coche patrulla aparcado a cierta distancia—. Él encontró el cuerpo.

Me mantengo en los márgenes de la multitud, esperando a ver qué ocurre después, para ver si alguien dice algo sobre el cuerpo oculto tras la lona. Cuando el hombre del perro termine de hablar con el agente, intentaré acercarme a él, pero están charlando tranquilamente y no parece que vayan a terminar pronto. Aquí no está Brazuca para darme algún indicio…, aunque, claro, ¿cómo iba a estar él aquí? Estará con sus compañeros de WIN Security.

Justo cuando la multitud comienza a dispersarse, oigo un jaleo al otro lado de la arboleda. Y entonces veo a un hombre que se abre paso entre la gente.

Lo que más me gustaba de cantar blues es que llega al corazón. Te presentas ante el público desnuda, con el alma abierta, como en una mesa de autopsias, sin medias tintas. Hay que darlo todo o guardártelo para ti.

Esa clase de desgarro, esa clase de sinceridad no suelen encontrarse con frecuencia en la vida. Pero lo aprecio ahora al ver a Everett abrirse paso a empellones entre los mirones, seguido de Lynn, que parece una niña confusa y pálida que acaba de despertar de una pesadilla y solo puede concentrarse en poner un pie delante del otro. Lleva el pelo recogido en un moño que le cuelga por un lado y va desmadejándose. Everett ha engordado unos cinco kilos desde la última vez que lo vi, pero el peso no le queda bien. Se le ha acumulado sobre todo cerca del cuello y en la tripa, pero el resto de su cuerpo está más delgado de lo que recordaba. Estos dos llevan mucho tiempo derrumbándose, pero ahora ya no pueden ocultarlo más.

—¿Es mi hija? —le grita Everett al primer policía que ve—. Bronwyn Walsh. Denuncié su desaparición…

El policía frunce el ceño y levanta una mano autoritaria para impedir que Everett siga acercándose. Otros agentes se suman al primero.

—Señor…

—¿Es ella? Por favor…, por favor, ayúdenme. —Y aquí es donde a Everett se le quiebra la voz. Todos se quedan mirando, sin poder evitarlo, al padre cuya hija podría ser el cadáver que han encontrado, porque es parte del motivo por el que han venido. Para presenciar una tragedia humana. No es algo que se pueda ignorar.

El agente ve a Lynn detrás de él por primera vez. Se ha llevado una mano al cuello y lo mira con ojos asustados. Deja escapar un grito ahogado que pretende ser una palabra, pero sin conseguirlo. Veo la desesperación en sus caras. Me acerco a ellos mientras los demás mirones se alejan. Hay demasiada emoción; tienen miedo de que esta se desborde y les manche los zapatos.

—Señor, ahora mismo no estamos en disposición de identificar el cuerpo…

—Yo me encargo, Ray —le dice un detective al policía con una palmadita en el hombro. Se dirige entonces a Everett y a Lynn—. Soy el detective Lee. ¿Dicen que su hija ha desaparecido?

Lynn solo puede asentir, pero Everett reúne el valor.

—Sí —responde—. Bronwyn Walsh. Tiene quince años, más o menos esta estatura. —Se pone la mano a la altura del pecho—. Pelo oscuro, ojos oscuros. Por favor, por favor, díganoslo. ¿Es ella?

Lee baja la voz para hablar en un susurro. Tengo que acercarme para oírlo. Le pone una mano en el hombro a Everett y aprieta.

—¿Le respondo y se irán a casa? ¿Nos dejarán hacer nuestro trabajo?

—Sí. —Es Lynn quien habla ahora. Ha recuperado la voz y suena más fuerte de lo que imaginaba—. No le molestaremos más.

El detective asiente.

—Por lo que han descrito, no parece que coincida con el cuerpo. No puedo decirles más, ¿de acuerdo?

Everett deja escapar todo el aire de sus pulmones y trastabilla con los pies.

—Gracias a Dios. Oh, gracias a Dios. —Busca a ciegas la mano de Lynn, pero ella ni siquiera se da cuenta. Se queda él solo sin nada a lo que aferrarse. Sin un ancla. A la deriva en su propia tempestad emocional mientras su esposa se queda plantada junto a él, perdida en sus propios pensamientos. Veo que en ella tiene lugar un cambio. Quien sea que haya muerto aquí esta noche, no ha sido su hija. Y, por primera vez, veo su amor por Bonnie. Complicado por las circunstancias, pero no por ello menos real.

El detective está observándolos con la misma atención que yo.

—¿Dice que denunció la desaparición?

Lynn asiente.

—Bronwyn Walsh.

—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?

—Tres semanas.

Lee vacila tan brevemente que creo que soy la única que se ha dado cuenta. Anota la información en una libreta que ha sacado del bolsillo de atrás.

—Echaré un vistazo. De acuerdo entonces, pueden irse. —Espera a que se marchen, con una expresión indescifrable.

Lee mira hacia la muchedumbre y me pasa por alto como suelen hacer los policías. Está buscando algo o a alguien que destaque, y, en ese terreno, yo estoy a salvo. En algún momento de las próximas horas identificarán el cuerpo, es lo que suele pasar, y Lee tendrá que comunicar la noticia del fallecimiento a algún pariente o amigo. En ese momento, cuando el detective me mira y pasa de largo, sin verme de verdad, experimento un súbito terror.

¿Cuántas personas habrán pasado por alto a Bonnie? ¿Y si ella es invisible, como yo? ¿Y si yo soy su última esperanza?

Qué idea tan horrible.

4

Me fugué del sistema de acogida nada más cumplir los quince años, cuando Lorelei y yo ya llevábamos mucho tiempo separadas. Siempre supe dónde estaba ella, y sabía que le iba mucho mejor que a mí. Principalmente me dediqué a vivir en la calle hasta que solicité entrar en las Fuerzas Armadas. Pedían un título de educación secundaria, y no me fue difícil obtenerlo. Tras mi desastroso paso por el ejército, volví a las calles. Volví a cantar. Lorelei se rio de mí cuando se me ocurrió contárselo durante una visita a su residencia universitaria, así que no volví a mencionarlo. En cierto sentido, ella tenía razón. ¿Qué hacía alguien como yo cantando canciones con unas raíces tan lejanas, cantando en la calle a cambio de dinero?

Así de poderosa es la cultura.

Una música nacida de los posos de la esclavitud en el delta del Mississippi, un sonido que recuerda el dolor de la represión, del racismo institucionalizado y de la pobreza de un pueblo oprimido, puede atravesar las fronteras confederadas, alcanzar la costa occidental para reproducirse en un disco rayado después del coro un día en una habitación llena de niños, frente a una niña a quien la vida no le ha dado nada, salvo una bonita voz para cantar. Casi toda la música americana tiene sus raíces en el blues. Eso lo sé ahora. Normalmente doce compases. Letras rítmicas. El góspel, el rock, el jazz, el country, el folk…, todo sale de ahí. Pero lo único que yo oí entonces fue la voz mágica de John Lee Hooker que salía de aquel tocadiscos. No entendía gran parte de lo que cantaba, pero no hacía falta. Por entonces, el coro era lo único que me ayudaba a seguir adelante, porque de vez en cuando el pastor Franklin se sentía generoso y nos ponía un disco de blues después del ensayo, y oíamos lo que era conectar con el alma de otra persona. Yo no tenía la cantidad de esperanza necesaria para los cánticos espirituales, así que el blues me iba bien.

Y además no se me daba mal. Me fui al norte a plantar árboles y, con parte de ese dinero, y lo que sacaba cantando en la calle, ganaba suficiente para pagar el alquiler de una habitación. Lo demás me importaba poco porque lo único que me gustaba era cantar. En aquel primer hogar de acogida en el que estuve, lo único que lo hacía soportable era que solían llevarnos a la iglesia y yo cantaba en el coro. Eso se me quedó.

Tras mudarme al oeste, empecé a actuar en sesiones de micrófono abierto. ¿Qué puedo decir? Era estúpida.

Cuando tenía una de esas actuaciones, me aseguraba de vestir algo de un color llamativo, por si acaso alguien quería ir a buscarme después y darme dinero o invitarme a una copa. La iluminación no era el punto fuerte en esa clase de establecimientos. A veces una camiseta o un jersey, a veces un sombrero o una bufanda. La noche que puso fin a todo aquello, llevaba una gorra de béisbol amarilla. Me levanté, rasgué la guitarra que le había robado a otro cantante callejero la semana anterior mientras se echaba una siesta, y canté Hound Dog, la versión de Big Mama Thornton (no en plan Elvis), para conseguir que la gente empezara a cantar, y después pasé a I Just Wanna Make Love to You. Me gustaba hacerlo, y aquellas canciones funcionaban bien con una multitud. Nadie lo hace como Etta James, pero sé que encajaba con mi voz. También logré entonar unos pocos acordes de Baby Please Don’t Go antes de que me echaran del escenario a patadas, pero yo no soy Big Joe Williams…, aunque me apaño bastante bien con la guitarra.

Ahora, viéndolo con perspectiva, me doy cuenta de que debería haber tenido más cuidado, de que no debería haberme puesto esa gorra amarilla que era como un foco, de que debería haberme marchado nada más terminar la actuación. No debería haber sido una borracha, ni siquiera entonces, y no debería haberme atrevido a soñar. A lo largo de los años siguientes, me planteé millones de cosas que debería o no debería, que podría o no podría haber hecho, y todas acababan en el mismo sitio: conmigo cantando canciones provocadoras en un antro en el lado equivocado de la ciudad.

Como ya digo, la iluminación no era buena.

Recuerdo un pelo negro y espeso y unos ojos almendrados tan oscuros que se parecían a los míos, y también que era guapo. O quizá me lo pareció después de un par de cervezas. Lo que hablamos aquella noche sigue siendo un misterio para mí. Supongo que no debía de ser muy interesante, de lo contrario no le habría hecho falta drogarme. O quizá iba a hacerlo de todos modos. Sí que recuerdo pensar que, con esos zapatos elegantes y ese reloj caro que llevaba, tal vez conociera a gente capaz de ayudarme. Fue mi voz la que le atrajo hasta el taburete situado junto al mío y tal vez, solo por una vez, mi voz fuese suficiente para que alguien me echase una mano.

Como ya digo, era estúpida.

Sí que recuerdo una mano, aunque no era una mano que me ofreciese amistad o algún tipo de relación profesional. No. Era una mano posada sobre mi hombro, acariciando mi piel por debajo de la manga de mi camiseta. ¿Le di importancia entonces? La verdad es que no lo sé. No lo recuerdo. Solo sé que ahora detesto el color amarillo y que lamento el día en que le quité aquella gorra a una de las chicas con las que compartí habitación en un albergue en una ocasión, cuando todavía era lo suficientemente ingenua como para dormir en una habitación llena de gente sin mantener un ojo abierto.

5

Mi madre es un misterio para mí.

Yo era demasiado pequeña para recordarla cuando se fue, y Lorelei no era más que un bebé, pero, aunque nuestro padre solía decirnos que había fallecido, yo sabía que no, porque él siempre era incapaz de contarnos de qué había muerto. Cuando nuestro padre murió, nuestra tía se negaba a responder cualquier pregunta relacionada con nuestros padres. Una vez la oí hablar por teléfono con una de sus amigas, dijo que nuestra madre era una extranjera, y lo dijo con odio. Pero no dijo de dónde era, y nunca volví a pillarla hablando por teléfono. Pero sabía que seguía viva, porque a los muertos no se les odia. No de ese modo. Luego, cuando nuestra tía enfermó y se deshizo de nosotras, solo me quedó Lorelei.

Cuando desperté del coma y le conté mi historia, Starling no paraba de insistir en lo de la reconciliación. «Necesitas apoyo», decía una y otra vez. Percibía mi reticencia a ponerme en contacto con mi hermana, que yo no ocultaba debido a mi descontrol hormonal. «No puede darte la espalda. Jamás te daría la espalda, Nora, no después de lo que has pasado».

No le culpo por pensar así y por atosigarme con esa psicología barata. Todo el mundo cree que sabe algo sobre la condición humana y yo culpo a esos gurús de la televisión. En un mundo perfecto, Lorelei me estrecharía entre sus brazos y me susurraría al oído palabras de amor fraternal, pero este no es un mundo perfecto. Starling no la conocía. No sabía lo cruel que puede llegar a ser una belleza como la suya. No sabía que esa belleza podía hacer que alguien se creyese mejor que los demás, mejor que yo, que siempre había aguantado sus críticas y la quería de todas formas.

Estoy sentada a la mesa de su cocina, con un nudo en el estómago, esperando a que se levante.

David baja primero las escaleras y se detiene al verme. Solo le he visto una vez, en el porche, al pasarme a ver a Lorelei cuando me dieron mi primera ficha por mantenerme sobria. Se casaron cuando yo estaba en coma y ella todavía no sabe dónde estuve todo ese tiempo. Le avergonzaba demasiado como para buscarme, y seguro que se sintió aliviada al ver que no me presentaba en su boda.

David se queda mirándome como si fuera un fantasma de una historia de miedo. Con la pinta que tengo, no le culpo por dar un paso atrás.

—Me destrozaste el coche —me dice pasados unos segundos. Enciende la cafetera y se entretiene preparando el desayuno mientras se ubica.

—Lo tenías asegurado, ¿verdad?

Frunce el ceño y dice:

—Voy a buscar a tu hermana. —Se va y deja el desayuno a medio preparar. Se aleja por el pasillo y sube las escaleras. Me doy cuenta del atractivo que tiene. Al principio me extrañó, porque Lorelei podría aspirar a algo mucho mejor que un abogado medioambiental guapo, pero soso. Aunque ahora resulta evidente. David es bueno, trabajador y predecible en su devoción por ella. Va a la compra los fines de semana, pesca en la isla de Vancouver en su tiempo libre y bebe cerveza Bud Light. Según he oído, sus ancestros eran nuu-chah-nulth. Y algunos de sus parientes lejanos todavía viven en la isla, y al parecer eso fue lo que atrajo a mi hermana hacia él, pero creo que lo que le convenció para quedarse a su lado fue esa naturaleza tranquila de David que hace que se sorprenda al ver a un miembro de la familia no deseado sentado en su cocina y, acto seguido, se ponga a preparar el desayuno porque la gente tiene que comer y a él le gusta cocinar.

Minutos más tarde oigo los pies menudos de mi hermana bajando a toda velocidad por las escaleras. Se detiene descalza en la puerta, vestida solo con una de las camisetas de David, el pelo revuelto y fuego en la mirada. David aparece detrás de ella como si estuviese atado con una cuerda, pero yo tengo toda mi atención puesta en ella.

Se queda mirándome, furiosa.

Siento que algo muere en mi interior.

Hay orcas residentes que viven en la costa del Pacífico y tienen algunos de los niveles de toxicidad más altos del mundo entre mamíferos marinos, con sustancias contaminantes bajo sus capas de grasa. A veces son arrastradas hasta la playa, pero sus cadáveres son tan venenosos que la gente tiene que alejarse debido a todos los PCB que sueltan. Siempre se especula sobre por qué se quedan en un lugar que es tan dañino para ellas, pero tal vez estas aguas sean como su familia. Es el equivalente a un hogar para una orca. Algo que les resulta familiar, aunque las mate poco a poco. Lo entiendo bien porque me mudé al oeste, desde Manitoba, donde crecí, para estar más cerca del único familiar que tengo en este mundo. Da igual dónde vaya ella, siempre la he seguido porque, si ocurriera algo, querría estar cerca. O quizá quiera asegurarme de estar aquí por si me necesita. Aunque jamás me necesitaría, y tampoco sucedería al contrario. Sea lo que sea, entiendo a esas orcas y sé por qué eligen un océano peligroso en vez de aguas más limpias en alguna otra parte. Es lo que conocen.

Me doy cuenta ahora de que esta visita ha sido un error, de que lo que esperaba conseguir –reconciliación, comprensión, palabras de ánimo– nunca sucederá.

—Has vuelto a beber.

No me sorprende que se haya dado cuenta. El alcohol no ha mejorado mi aspecto. Tengo ojeras y la piel cetrina. Me mantengo desde hace tiempo a base de barritas de caramelo y pizza, y mi ropa está tan vieja y ajada que hasta yo me he dado cuenta.

—Quiero explicarme —le digo, cuidando de mantener una voz neutra y serena, como cuando hablas con un oso. Con las manos levantadas y retrocediendo despacio. Debería haberlo hecho al verla bajar por las escaleras. Su actitud defensiva hace que sea imposible tratar con ella de cualquier otra manera.

—Ah, así que ahora quieres explicarte —responde—. Ahora. ¡Después de que nuestro coche acabase en el fondo de un puto barranco!

Decido ponerla en antecedentes, para prepararnos ambas.

—Cuando me alisté…

Ella se ríe.

—¿Quieres ir por ahí? Eso fue hace siglos. Después te echaron. Igual que te echan de todas partes. Antes tú eras la lista… ¿Qué diablos te pasó? —Se apoya en el marco de la puerta y entorna los ojos—. Yo podría haberte dicho que era un error. Tú. En el ejército. Tratando de cumplir toda esa mierda de la que hablaba papá antes de suicidarse. El honor, y unos cojones. Nunca le aceptarían por lo que era, así que se inventaba esas historias para nosotras y tú te las tragabas. No pudiste ni acabar el instituto y crees que podrías haber trabajado en las Fuerzas Armadas.

—Lorrie… —murmuro con suavidad, intentando empezar de nuevo. Tiene razón cuando dice por qué me alisté y por qué fracasé. Brazuca también la tenía. Llevo en mi interior un problema con la autoridad. Pero nuestro padre era el único al que recordábamos y, aunque a veces nos dábamos cuenta de sus mentiras, eran mentiras piadosas. Hablaba de la pertenencia, de la camaradería que sintió en algunos momentos fugaces. Yo era lo suficientemente mayor para recordar esas historias y solía contárselas a ella. Fue la hermana de nuestro padre, con la que vivimos antes de que nos enviaran al sistema de acogida y nos separaran, la que nos contó la verdad. Que era tan infeliz como cualquier otro y que se inventaba historias para sentirse mejor.

A Lorelei se le hinchan las fosas nasales y me doy cuenta de mi error al utilizar el nombre cariñoso de cuando éramos pequeñas. Ahora le gusta incluso menos que entonces. Levanta una mano, como para mantenerme alejada, como si yo fuera una especie de maldición que le ha caído encima.

—No. No lo hagas. Después de lo que has hecho, no tienes derecho a venir aquí, a llamarme así. ¿Quién te crees que eres para plantarte aquí?

—Lo siento.

—Deberías avergonzarte de ti misma.

—Me avergüenzo.

—Cuando te presentaste en mi puerta, debería haber sabido que no me traerías más que problemas… —Hace una pausa y entonces algo feo quebranta su hermosa fachada—. Mary.

—¿Qué has dicho?

Ella sonríe con amargura.

—¿Crees que no lo sabía? ¡Le contaste a ese periodista, a ese maldito parásito, todo sobre nuestra familia! Le dijiste que papá fue adoptado en Estados Unidos, que después regresó aquí y solo encontró a una hermana que estaba tan jodida como él, le contaste que se suicidó. Que tú y yo pasamos al sistema de acogida y que tú vivías en la calle. ¿Mary? Sí, menudo nombre. No eras la Virgen María, eso desde luego. ¿Es que te crees que no leo los periódicos, Nora? Dios. Le contaste todos tus vergonzosos secretos, como la zorra que siempre has sido…

No podría haber sido más doloroso ni aunque me hubiera golpeado. Me tiemblan las rodillas y doy gracias por estar sentada. Admito que nuestras visitas eran pocas, pero ella jamás mencionó que me hubiera relacionado con los artículos de Starling. Y, si sabía lo de Mary, sabía entonces lo del bebé. Tenía una sobrina y le daba igual.

—Me drogaron.

—Por favor, eras una borracha. Siempre lo fuiste y siempre lo serás. Por eso te metiste en líos, Nora. No puedes negarlo. ¿No fue así como te drogaron? No debió de ser muy difícil.

La silla chirría contra el suelo de la cocina cuando me aparto de la mesa. Ahora yo también estoy enfadada.

—Alguien tenía que ser un desastre, para demostrar lo perfecta que eras tú en comparación. ¿Cómo si no iban a saber que el sol sale por tu culo?

—Lárgate. —No hay palabras para describir la cantidad de desprecio y amargura que puede reunir en solo tres sílabas. Es un arte, en realidad. Agarra entonces el teléfono de David, que está sobre la encimera—. O llamo a la policía. Juro por Dios que lo haré.

¿Acaso cree en Dios? Es algo que una debería saber sobre su hermana. Me dirijo hacia la puerta y veo mi mano detenida en el picaporte. Quiero decirle algo tan odioso y doloroso que lo recuerde el resto de su vida. Deseo que mis palabras tengan el poder que las suyas tienen sobre mí. Pero al final no puedo, las palabras no me salen porque nunca me han salido. Ella siempre ha sido mejor que yo en todos los aspectos importantes y a mí siempre me ha parecido bien. Así que me conformo con lo único que me viene a la cabeza.

—Tú nunca lo sabrás —le digo, y lamento que me salga la voz temblorosa—. No sabrás lo que fue para mí encontrármelo. —Tendido en un charco de sangre, con una pistola en la mano después de volarse la cabeza. Yo era una niña, pero ella era más pequeña. No le permití verlo así. Incluso a esa edad, supe que algo así podría destrozarla. Como me destrozó a mí.

Ella me mira con los ojos entornados.

—Ahórrate tu tragedia. He oído millones. Papá era débil igual que lo eres tú.

Esto es lo que pasa cuando intentas explicarte.

Dejo escapar el aliento que estaba conteniendo.

—Deberías cambiar el código de tu alarma. —Como últimas palabras a la única familia que me queda, son bastante decepcionantes, pero es lo único que se me ocurre. Ella siempre me ha producido este efecto. Parece el final de algo, pero esa es su intención. El final de una mala relación que empeoró cuando cumplí los trece y ella me pilló detrás de la escuela rodeada de botellas de cerveza vacías, con un grupo de colgados y un porro que rulaba entre nosotros como una patata caliente.

Me ve marchar sin expresión alguna.

—¿Esa es mi llave de cruceta? —pregunta David antes de que yo salga por la puerta. Asoma por la cinturilla de mis pantalones de chándal.

—No —respondo antes de salir. ¿Quién puede distinguir una llave de cruceta de otra? Se la habría devuelto si me hubieran recibido mejor, pero no me importa recurrir a la mezquindad.

Además, ¿qué importa una mentira más entre familia?

Pocos minutos más tarde, David se detiene frente a la parada del autobús montado en un sedán alquilado. Probablemente sea cortesía de su compañía de seguros. Estoy sola en la parada por el momento y no hay autobús en el horizonte. Sale del coche con un sobre y me lo ofrece.

—Toma —me dice—. Quédatelo.

Dentro del sobre hay ochocientos dólares en efectivo.

—Queremos que te lo quedes, para ayudarte, dado que pareces estar pasando por un mal momento. —Hace una pausa y trata de abordar el siguiente tema con delicadeza—. Y quizá sea mejor que no vuelvas por aquí durante un tiempo. Tu hermana está…, bueno, es mejor que te mantengas alejada por el momento. ¿De acuerdo?

Después de que Howlin’ Wolf marcase un antes y un después en el blues, después de cientos de actuaciones, de canciones inolvidables, después de tocar la guitarra, aullar y ganar más dinero del que ningún cantante de blues podía imaginar en aquella época, trató de reconciliarse con su madre, que lo había repudiado porque tocaba la música del diablo. Ella le tiró a la cara el dinero que él intentó darle.

Yo no soy una honorable mujer de Dios, pero ya está bien. Tiro el sobre a través de la ventanilla abierta del coche.

—No puedes deshacerte de la familia, Dave —le digo antes de darme la vuelta.

Lo sé porque lo he intentado.

6

Hay un teléfono de pago en la estación de tren. Simone contesta al tercer tono con una voz fría y masculina.

—Simon al habla.

—Soy yo.

Hay una pausa y entonces su voz adquiere un toque sensual. No sé si es algo deliberado o inconsciente, simplemente porque está acostumbrada a hablarme así, pero nunca se lo preguntaré. Después de lo que acabo de pasar con Lorelei, me alegra oír esa familiaridad al otro lado del teléfono.

—¿Dónde estás? —Parece preocupada. La oigo teclear en el ordenador y me doy cuenta de lo fácil que es localizar una llamada.

—No te preocupes por eso.

—Suenas temblorosa.

Desde luego que sí. Veo a un guardia que pasa junto a mí con una taza de café caliente y le doy la espalda.

—¿Has descubierto dónde vive Zhang?

Se queda callada durante tanto tiempo que pienso que va a negarse.

—Tiene propiedades por todas partes, pero he logrado localizar algunos registros. Vuelve a llamarme en veinte minutos.

—¿Pueden ser quince?

—No me presiones —me responde antes de colgar.

Me meto en el baño público y allí me paso dieciocho minutos, encerrada en el cubículo o lavándome la cara y las manos en el lavabo. Vuelvo a llamarla transcurridos casi veinte minutos. Me da tres direcciones. Una casa en Richmond, un piso que da a English Bay y una mansión en la zona oeste de Vancouver.

—¿Tienes un mapa en tu pantalla? —le pregunto.

—Aquí mismo. ¿Qué necesitas?

—Si quisiera esconder a alguien, no sería en un piso. Demasiado público. Ascensores, vecinos, ya sabes.

—Sé dónde quieres ir a parar —me dice lentamente mientras teclea—. De acuerdo. La casa de Richmond antes formaba parte de un vecindario exclusivo, pero ahora está muy poblado.

—Demasiados cotillas. No se puede controlar la situación allí, y si la chica se escapara…

—Alguien habría visto algo. Lo que nos deja con la mansión como única opción real… Mira, si no la han encontrado todavía, ¿crees de verdad que estaría en la misma zona donde la tuvieron prisionera?

—No ha vuelto a casa, ni ha ido a ver a su mejor amiga ni a su novio. ¿Dónde si no iba a estar?

—Nora, odio decir esto, pero quizá se haya ido. Quizá esté mu…

—Gracias, Simone —le digo, y cuelgo antes de que pueda terminar la frase. Si tiene razón, entonces mi esfuerzo no ha servido de nada y no puedo aceptarlo. Tomo el tren elevado para volver a la ciudad e intento ver la situación con positividad. Los demás pasajeros me miran mal y entonces me doy cuenta de que, pese a haber intentado asearme un poco en el baño de la estación, debo de oler fatal. Llevo fuera demasiado tiempo, sin más compañía que la mía, pero los demás no son tan indulgentes como yo. Pienso en pasarme por el sótano, pero sin Whisper no será lo mismo y no quiero estar en nuestra casa sin ella.

Tomo el autobús desde la estación Granville hasta la orilla norte. Un súbito frente frío convierte la lluvia en un granizo gigantesco que golpea la ventanilla de la parte trasera del autobús, donde voy sentada. Observo como los transeúntes y los conductores, unidos en su sorpresa, buscan refugio. El autobús, en cambio, tiene que cumplir un horario. Llego a Marine Drive esquina con Dale media hora más tarde. Hay un breve paseo hasta Water Lane, donde encuentro una docena de coches estacionados a un lado de la carretera.

La dirección que me ha dado Simone corresponde a una impresionante mansión, medio oculta tras unos altísimos arbustos y un muro de piedra. Junto a la entrada veo el cartel de una inmobiliaria. Una pareja mayor bien vestida sale de un Porsche y camina hacia la casa sin reparar en mí.

—¡Gracias a Dios que has llegado! —exclama una voz a mis espaldas. Me giro y veo a una morena de cincuenta y tantos años, con falda de tubo y americana, que baja de un BMW. Me mira con desprecio, como si yo representase todo el mal del universo. A juzgar por su atuendo y su actitud, imagino que será la agente inmobiliaria. Apaga el cigarrillo y me mira de arriba abajo—. Bueno, supongo que servirás. Vamos. Espero que sepas algo de poda.

La gente me confunde con el servicio a todas horas. Supongo que tengo ese tipo de cara. Al menos no ha hecho comentarios sobre mis tetas o mi pelo. Todavía.

—¿A qué esperas? Muévete —dice la mujer, deja a un lado la enorme mansión y el cuidadísimo jardín y toma un sendero que conduce a la parte trasera de la finca. Se detiene ante un rosal descuidado y frunce el ceño—. No sé cómo es que a tu gente se le pasó la última vez, pero un par de posibles compradores lo han comentado hoy. Encárgate de ello.

Se da la vuelta y se marcha.

—¡Eh! —grito mientras se aleja.

Me mira y golpea el pie contra el suelo con impaciencia.

—¿Qué? Doy por hecho que llevas tus propias herramientas en el coche, ¿verdad? Porque no pienso enseñarte a hacer tu trabajo.

—Yo les estoy haciendo un favor hoy, pero solo cobro en efectivo.

—Oh, por el amor de Dios. Toma. —Busca en su bolso y me entrega un billete de cincuenta dólares—. Si necesitas más, tendrás que hacer una factura. Ponte a trabajar.

Me guardo el billete y le dedico una sonrisa de gratitud.

—¿Y entonces la gente que vive aquí va a vender la casa? ¿Y eso? Es una buena choza.

No está acostumbrada a responder a las preguntas del servicio, pero según parece ha decidido ponerme en mi lugar.

—Los dueños de esta casa hace más de un año que no viven aquí, aunque no es asunto tuyo. Van a venderla. Por eso has venido tú a podar los rosales de los que se quejan algunos multimillonarios neuróticos.

Asiento con la cabeza y comienzo a subir por el sendero, por el mismo camino por el que hemos bajado, acortando la distancia que nos separa.

—Vas a por tus herramientas, ¿verdad? —me pregunta cuando me acerco.

—No —respondo mientras la adelanto.

—Pero, ¿qué…? Vas a volver con ellas, ¿no?

—Ya veremos.

—Pero ¿quién eres? —Ahora le preocupa haberle dado demasiado dinero a alguien que no tiene por qué entrar en la propiedad.

—¿Yo? —pregunto mirándola por encima del hombro—. Yo no soy nadie.

—¡Eh, ladrona! ¡Me debes cincuenta pavos! —grita mientras me alejo. Pero no puede hacer nada al respecto. Sus altísimos tacones le impiden avanzar más rápido, así que es imposible que me alcance.

Mujeres.

7

La oficina de Hastings Street tiene tres pequeñas ventanas que dan al oscuro callejón. Una en cada despacho y una en la recepción. No tiene unas vistas espectaculares, así que Seb y Leo no le prestan atención. Whisper, en cambio, no está acostumbrada a esos lujos y se ha plantado justo delante de la ventana de la recepción para controlar la situación. Yo me encuentro de pie bajo la lluvia y veo como Seb le rasca la cabeza al salir de su despacho y Leo le da un beso en el hocico al entrar en el suyo.

Me quedo mirándola durante un largo rato, pero no deseo entrar. Veo las cosas con más claridad desde aquí. Estoy mintiendo y estoy bebiendo, dos cosas que juré a Whisper y a mí misma que jamás haría. También estoy robando y, aunque nunca hice ningún juramento respecto a eso, demuestra que estoy cayendo al vacío. Soy una mentirosa ladrona y borracha, pero todavía no he tocado fondo, así que no tiene sentido tratar de arreglar las cosas hasta que no lo haya tocado.

Leo se acerca a mi mesa y la registra. Encuentra una vieja nota pegajosa y marca un número en el teléfono de la oficina. Seb se acerca y, mientras Leo presta atención a su interlocutor, él le da una loncha de cecina a Whisper. Desaparece en cuestión de segundos.

Desde la desaparición de Bonnie, mi perspectiva ha cambiado. Ahora me pregunto si mi lugar estará dentro de esa oficina o aquí fuera, en la calle. Me da miedo la respuesta, pero no hay nada que pueda hacer al respecto. Sé que no es culpa suya. Ahora veo que encajan las piezas del rompecabezas y me doy cuenta de que, se hubiera escapado o no de casa, al final se habría visto envuelta en algo así. Pero no puedo negar que debido a ella, después de todos estos años tratando de encauzar mi vida, sigo aquí fuera, mirando hacia el interior.

Mi amigo indigente está dormido junto al vertedero. Le asoman los pies por los agujeros de los calcetines. Yo saco un par extra de mi mochila, lo meto en una bolsa de plástico y se lo dejo al lado, con cuidado de no acercarme a su cara. No es aconsejable sobresaltar a alguien que duerme en la calle, pues podría despertarse enfadado o asustado.

Se agita justo cuando estoy a punto de darme la vuelta y me mira parpadeando.

—Sigo aquí —me dice con la voz rasgada. No sé si ha reconocido mi cara o si solo habla porque ve que no soy una amenaza—. Intentan echarme…

Empieza a toser y tarda un minuto en recuperarse.

—¿Quiénes? ¿Quiénes intentan echarte?

Cierra los ojos y gira la cabeza.

—Sigo aquí…

Cuando Leo vuelve a entrar en su despacho, Whisper se vuelve hacia la ventana. Se queda mirándome a través del cristal empapado por la lluvia durante varios segundos, después empieza a aullar. Para cuando Leo sale de su despacho para ver qué sucede, yo ya me he ido. He hecho lo que tenía que hacer. Ella parece más feliz que nunca, lo cual no es mucho decir, teniendo en cuenta su disposición felina, pero al menos no parece abandonada. Ha pasado de tener una persona que la quiere a tener dos. No es mala vida y no le he hecho daño.

A la hora de atar cabos sueltos, esto es lo mejor que puedo hacer.

8

Bonnie se despierta con las luces parpadeantes y el pitido incesante de una máquina de electrocardiograma. Tiene tubos que le salen de los brazos. Se retuerce y grita, pero su reflejo en el espejo cuenta una historia diferente. Cuenta la historia de una chica tumbada en una cama, quieta y en silencio, con los ojos rojos y muy abiertos por el miedo. Sabe lo que significan esos tubos. Sabe que la están controlando, que han vuelto a capturarla porque quieren su sangre. Pero no llora. Sabe que pronto habrá acabado.

¿Cuánto tardarán en dejarla seca? Espera que esta vez sea rápido.

CINCO

1

Si alguien quiere ponerse un enema y ahorrarse la incómoda diarrea, puede probar a usar el sistema de ferris de la provincia. No es la única manera de llegar desde tierra firme hasta la isla de Vancouver, pero es bastante más barato que un hidroavión. Me he gastado más dinero en las últimas semanas que en un año entero, y no estoy de humor para ver como el saldo de mi cuenta bancaria disminuye más aún, así que abro la cartera y paso por el aro.

Pasamos por delante de pequeñas islas, exuberantes formaciones de tierra que emergen de las profundidades del océano. Sin todos esos petroleros que afean la vista, es fácil imaginar que estamos en otra época, que quizá somos los primeros europeos que navegan estas aguas, maravillados por su belleza. Todo está envuelto en niebla, como en el paisaje de una fábula. Solo la sirena estropea esa impresión y nos recuerda que existimos en el presente y que el romanticismo ha muerto.

Me paso casi los noventa minutos que dura el viaje encerrada en el cuarto de baño con mi botella de vodka, que es una manera tan buena como cualquier otra de tomar un ferri. Es un viaje tortuoso, incluso cuando los operadores del ferri no están demasiado ocupados haciéndose calvos los unos a los otros en el puente de mandos, pasando por alto giros importantes y haciendo que los barcos choquen contra las islitas. Eso solo ha ocurrido una vez en la historia de la provincia, que yo sepa, pero es más que suficiente. Me consuelo sabiendo que la isla hacia la que me dirijo es tan grande que se ve desde lejos.

Dos mujeres entran riéndose en el baño mientras yo estoy encerrada en el cubículo. Miro a través de la rendija que hay entre la puerta y el marco y las veo pintarse los labios y los ojos, y ponerse rímel en las pestañas. No parecen preocupadas por la posibilidad de un desastre y, por un momento, deseo estar con ellas, riéndome mientras los motores podrían estar fallando en ese preciso momento. Pero entonces doy un trago a la botella y recupero la calma. Cuando la voz del hombre anuncia por los altavoces que nos aproximamos a nuestro destino, me pongo la capucha y me dirijo a cubierta.

Es tan horrible como pensaba.

El viento y la lluvia golpean mi piel mientras espero en la zona de desembarque de pasajeros. Otros hacen cola, se apelotonan y empujan para ser los primeros en salir, pero, como siempre, yo prefiero mantener la distancia. Cuando el ferri entra en la terminal, respiro aliviada. La isla de Vancouver es famosa por sus paisajes, sobre todo por la naturaleza salvaje y escarpada del bosque tropical y la costa. Es comprensible; gente de todo el mundo viene aquí a hacer surf, avistar ballenas y hacer excursiones durante el verano, y a ver tormentas en invierno. Deberían venir mientras puedan. Tal vez no esté aquí mucho tiempo. Una vez cada cien o doscientos años, un enorme terremoto sacude la costa occidental con fuertes temblores capaces de provocar un tsunami. Nadie sabe cuándo tendrá lugar el próximo, pero algunos científicos estiman que será pronto. Los agentes inmobiliarios dicen que tenemos algo de tiempo.

Sea como fuere, de momento la isla sigue intacta y abierta al público. Hay turismo que promover y minas que explotar.

He estado pensando mucho en la minería. Porque me inquieta algo que me dijo Bernard Lam.

2

La gente recibe más de lo que da; es la naturaleza de la bestia humana. En la isla, llevan recibiendo desde que llegaron los primeros barcos desde Europa. Además de las herencias culturales, los idiomas y la inocencia de la infancia, en la isla de Vancouver también han diversificado su cartera de valores y han explotado el carbón y el cobre todo lo posible. En la punta nororiental de la isla hay una mina de cobre que han excavado hasta tal profundidad que una vez fue el punto más bajo de la tierra. Cuando lo leí, me dio que pensar. Fui consciente de la ironía. El punto más bajo de la tierra, creado por el hombre.

Sería divertido…, salvo que no lo es. Es cierto.

Hay un servicio de autobús limitado a lo largo de la autopista de la isla, pero consigo subirme a uno cuando salgo de la terminal del ferri. Solo un puñado de personas toma hoy el autobús, así que tengo espacio de sobra para estirarme en la parte de atrás. Duermo durante una hora, pero es un sueño inquieto porque no paro de oír la voz de Dao. «Deshazte de ella», dice una y otra vez. Pero esta vez, en este sueño, no está hablando de mí. Está hablando de Bonnie. Y me pregunto si Everett o Lynn percibirán si está viva o no, si pueden sentirla en alguna parte. Porque yo no puedo. Nunca he podido sentirla. Nunca hasta ahora había querido hacerlo.

Cuando el autobús se detiene en mi parada, siento como si me hubiera atropellado en vez de llevado durante varias horas. Me bajo a las afueras de Comox Valley y empiezo a andar. Pronto oscurecerá, pero quiero ver esto antes de que se vaya la luz. Se me ocurre que tal vez esté perdiendo el tiempo, que debería seguir recto hacia donde inevitablemente acabaré, pero aquí falta algo, además de la chica, y no sé con exactitud de qué se trata.

Una estrecha carretera privada conduce hasta los terrenos de Metales Lowell. Aunque aquí no se ha construido ninguna mina de momento, se ve que han realizado los trabajos preliminares; hay carteles situados a lo largo de la carretera. Mientras camino, me pregunto qué espero encontrar aquí, pero al mismo tiempo no puedo darme la vuelta. Cae una llovizna ligera, pero no es desagradable. Sigo avanzando por la carretera unos treinta minutos, rodeada de bosque por ambos lados, hasta que atravieso una cresta donde la carretera se abre hacia un enorme descampado. Hay una camioneta aparcada en un extremo, y oigo la voz de Neil Young que sale por las ventanillas abiertas. El lugar está desierto, salvo por la camioneta y por mí. La puerta se abre y sale una mujer. Lleva vaqueros y un impermeable desabrochado sobre una camisa de cuadros. Su larga melena negra tiene mechones grises y sus ojos parecen tan profundos como los míos.

—¿Puedo ayudarte? —me pregunta.

—¿Trabajas para la empresa minera que está haciendo los trabajos preliminares aquí?

Ella se ríe.

—¿Dónde has estado metida, hija? Aquí ya no se hace ningún trabajo. La empresa retiró su solicitud el año pasado. —Tardo unos segundos en entender lo que ha dicho mientras ella se apiada de mí en mi estado de confusión—. ¿Qué estás buscando exactamente? Si me dices lo que es, quizá pueda ayudarte.

Yo niego con la cabeza.

—No lo sé. Pensaba que… Estoy investigando a un hombre cuya empresa quiere extraer aquí. Solo quería ver el sitio.

—¿Eres de Greenpeace o algo así? ¿De la liga del carbón?

—No —respondo—. Solo busco información.

—¿Información sobre qué?

Y algo en su cara, que es amable y abierta, abre las compuertas dentro de mí. Ya no se trata de confianza o de falta de confianza. Se trata de encontrar a Bonnie. He corrido muchos riesgos ya en esta búsqueda, ¿qué más da otro más?

—Información sobre una chica que ha desaparecido —le digo—. Estoy siguiendo… un rastro. Conduce hasta un hombre que posee esta empresa, y no encuentro nada sobre él por ninguna parte.

Ella suaviza su expresión.

—Oh, cielo. Mi sobrino desapareció hace dos años. Mi hermano no ha vuelto a ser el mismo desde entonces. Duele, ¿verdad?

Yo asiento. Duele más de lo que imagina. Mi tobillo derecho no volverá a ser el mismo.

—¿Hace cuánto fue?

—Unas semanas.

—Veo que no eres de por aquí y tampoco tu niña, de lo contrario me habría enterado de algo. Trabajo con la comunidad, nos encargamos de mantener bajo control los grupos de interés especial de la región, pero nos enteramos de cosas.

—¿Qué puedes decirme de Metales Lowell?

—Nada —responde encogiéndose de hombros—. Una explotación minera no se distingue mucho de otra, cielo, al menos yo no me doy cuenta. Envían a su gente con las furgonetas y el equipo para examinar el terreno y luego envían a sus representantes para hablar con nosotros. No se me ocurre nada que destaque de Lowell, al menos nada que tenga que ver con lo que tú buscas. —Se detiene unos instantes—. No sé si está relacionado, pero hay algo que no tiene sentido. Este proyecto fue rechazado en dos evaluaciones. Lowell no consiguió la colaboración de la comunidad. La gente no estaba dispuesta a vender. Pero iban a intentarlo una tercera vez. Vino un representante y convocó reuniones para explicar que esta vez iban a hacerlo mejor. Y luego… desapareció sin más. Nos llegó la notificación de que abandonaban el proyecto y eso fue todo. Todo tiempo y dinero invertidos, y ninguna explicación.

—Alguien cambió de opinión.

Ella me mira y reflexiona sobre mis palabras.

—Debió de ser alguien poderoso para lograr que se rindieran sin previo aviso. Después de dos intentos y de haberse comprometido una tercera vez.

—¿Alguno de los empresarios, de la gente con dinero, compró alguna propiedad en la zona?

—No, ¿por qué iban a hacerlo? Nadie quiere vivir cerca de una mina.

Me doy la vuelta y miro por encima de la cresta hacia el valle del fondo. Esto es lo que necesitaba saber antes de seguir. Para cubrirme las espaldas.

—Es precioso, ¿verdad? —me dice al acercarse por detrás—. He vivido aquí desde siempre y todavía me impresiona. ¿Ves ese río de allí? —Señala un arroyo que serpentea entre las rocas, delimitado por el bosque a su alrededor—. Los salmones desovan ahí y siguen el curso del río. Nuestro ecosistema depende de esas zonas de desove. Da de comer a la región, en más de un sentido. Los nutrientes de esos peces fertilizan el bosque. ¿Alguna vez has estado por Ukie y Tofino?

Yo niego con la cabeza. Ucluelet y Tofino se encuentran en la costa oeste de la isla y son famosos por sus paisajes.

—Pues deberías ir. Allí se encuentra el Parque Nacional de la Cuenca del Pacífico. Tiene lagos y el océano. Los senderos también están muy concurridos. La gente que no es de la isla siempre acaba allí de un modo u otro. Si estás buscando a alguien, pero no sabes por dónde empezar… Yo iría allí.

Yo estaba pensando justo lo mismo.

—Gracias —le digo mientras me doy la vuelta para marcharme.

—Bueno, espera un minuto —me dice con el ceño fruncido—. No puedes contarme una historia así y pretender que te deje marcharte sin más. Puedo llevarte hasta la autopista, así podrás parar a alguien para que te baje. No te preocupes, la gente está acostumbrada y además… —hace una pausa y me mira de arriba abajo—, me da la impresión de que sabes cuidarte sola.

Es última hora de la tarde. Los días aún son cortos y, aunque el clima es suave, no se puede negar que estamos en pleno invierno costero. Así que acepto su oferta porque sé que pronto oscurecerá y aquí no hay nada más que hacer. No puedo retrasarlo más. Bernard Lam habló de una propiedad en la isla y, si los Zhang estaban buscando entonces, quizá encontraron una casa de la que Lam no había oído hablar.

Detiene la camioneta y me tiende la mano.

—Soy Trish —dice mientras estrecha la mía con firmeza.

—Nora.

Vacila un instante y parece debatir algo consigo misma. Yo tardo un minuto en darme cuenta de lo que está ocurriendo. Se trata de una mujer que pretende abrirse a otra.

—Mira —dice al fin—, pronto será de noche. Tienes un largo camino por delante, y eso si encuentras a alguien que vaya en esa dirección a estas horas. Las carreteras son buenas, pero no tanto. Quédate conmigo. No aceptaré un no por respuesta.

Yo agarro la manilla de la puerta. El espacio privado de una mujer soltera es algo sagrado.

—No.

Ella se ríe, vuelve a arrancar y enfila la carretera mientras yo la miro, perpleja.

—¿Crees que eres cabezona? Deberías ponerme a prueba…, pero, bueno, supongo que acabas de hacerlo.

Mi sensación de pánico inicial disminuye a medida que conduce, con su música folk, sin saber lo cerca que está de un golpe en la cabeza con una llave de cruceta. No sé qué decir, así que el trayecto es bastante silencioso. Entramos en el pueblo propiamente dicho y nos cruzamos con algunos coches, pero no muchos. Al poco se mete por una calle residencial y toma un camino de grava que conduce a un pequeño bungaló con un cuidado jardín. Ya ha anochecido.

—No es gran cosa —me dice mientras apaga el motor—, pero es un hogar. ¿Tienes hambre?

—Sí. —No recuerdo la última vez que comí algo que no hubiera salido de un envoltorio de caramelo, pero, ahora que lo menciona, empieza a rugirme el estómago.

La sigo hasta el interior, enciende las luces y me conduce por un estrecho pasillo hasta la cocina. La estancia es pequeña, pero está limpia. No dispone de mucha encimera, pero vive sola, así que no hay muchos cacharros. Enciende el horno y saca del frigorífico una bandeja con salmón marinado. Yo me siento a la mesa y la observo mientras hornea el salmón y prepara una ensalada para acompañar.

Saca dos platos y pone la mesa.

—El baño es la primera puerta a la derecha por ahí, por si quieres lavarte antes de cenar.

Aunque en apariencia me da a elegir, sé que no es una opción. En el baño, me lavo las manos y la cara y me recojo el pelo. Suena el temporizador en la cocina y, cuando vuelvo a salir, Trish está sentada a la mesa con el salmón y la ensalada en el centro y dos vasos de agua. Sé que tiene alcohol en casa, porque he visto botellas cuando ha abierto el armario, pero, o no quiere compartir, o sospecha que beberé más de lo que debo.

Extiende la servilleta sobre su regazo.

—Podemos empezar ya, Nora, porque veo que eres tan religiosa como yo.

Comemos en silencio. De vez en cuando conozco a alguien a quien no logro entender. Trish es un ejemplo. Sincera, pero no directa. Solo me ofrece hospitalidad, ni siquiera conversación. Empiezo a preguntarme si estará arrepintiéndose de haber invitado a una extraña a su casa cuando deja el tenedor y se queda mirándome por encima de sus dedos, que ha juntado en forma de punta. Espero que no vaya a darme ningún consejo, y enseguida me doy cuenta de que no hace falta que me preocupe. Hay personas que no dan consejos y, por suerte, Trish es una de ellas. Señala con la cabeza una fotografía de la pared. Un hombre y una mujer junto a un tractor, sonriendo a la cámara. Es evidente que la mujer es Trish y, a juzgar por los rasgos del hombre, está emparentado con ella.

—Se sacó hace unos diez años —me dice—. Mi hermano y yo, antes de que mi sobrino se escapara.

—Dijiste que desapareció.

Se encoge de hombros.

—Lo mismo da. Se ha ido y sé que no volverá.

De pronto parece vieja y cansada.

—Espero que encuentres lo que estás buscando, Nora. Dios, sé lo que es pasar por algo así, la mayoría de la gente no se recupera jamás.

—¿Qué hizo tu hermano?

—¿Te refieres a cuando se enteró? Estuvo buscándolo durante un año y después se rindió. Lo último que supe es que se mudó a Victoria. No ha vuelto a ser el mismo. El chico era su ojito derecho, tenía solo dieciséis años cuando nos dejó. No es justo, pero así es la vida. —Expulsa ese pensamiento de su cabeza y me mira con ojos brillantes—. Mucha gente que se unió a nuestra lucha contra las grandes empresas no cree en el desarrollo. No creen que podamos seguir hacia delante, pero yo no.

Me desconcierta este súbito cambio de conversación.

Veo una sonrisa que asoma a sus labios.

—No hay nada constante —me dice, y su sonrisa desaparece—. Nada permanece igual. ¿Crees que no sé que toda esta región estará irreconocible dentro de cien años? Si hay algo que he aprendido de los científicos que han venido a examinar nuestra tierra y de los proyectos que se han propuesto aquí, es que, cuando introduces algo nuevo en el entorno, se produce una reacción en cadena. Lo cambia todo a su alrededor. Y, cuando introduces algo radical como un ser humano, con su deseo de apropiarse de lo que está bajo la superficie, entonces no tienes salida. Estos cambios ya han comenzado y no podemos retroceder.

—Entonces, ¿por qué molestarse en luchar en contra si crees que al final ganarán ellos?

—¿Te refieres a las empresas mineras? No creo que vayan a ganar. Creo que tiene que haber otra manera. Si van a seguir hacia delante, entonces nosotros también. Encontrar algo diferente que no sea buscar carbón o cobre. Si somos listos, podemos aprender de nuestros errores y encontrar otra salida. El desarrollo no tiene por qué significar extracción de recursos o grandes industrias. —Se queda mirando la foto de la pared—. Mi hermano trabajaba en Port Hardy, en la mina de cobre que hay allí. Odiaba aquel maldito lugar, pero apoyaba los avances de la minería en la región porque dan trabajo, y el trabajo es lo que da de comer a las familias. Pero no lo veía en su conjunto.

—Le pasa a mucha gente.

Se ríe y se levanta de la mesa para recoger los platos.

—En eso tienes razón. —Me acerco para ayudarla a limpiar, pero me aparta—. Ve a ponerte cómoda en el salón, voy enseguida a llevarte sábanas limpias. Espero que no te importe dormir en el sofá.

Desde luego que no. Es mucho mejor que mi catre habitual en el sótano. Le doy las gracias mientras me prepara la cama.

—Oh, no te preocupes. No me importa tener compañía. Buenas noches, Nora. —Me mira durante unos segundos antes de desaparecer por el pasillo. Poco después oigo una puerta que se abre y se cierra.

Apago las luces y espero un par de horas sobre las sábanas limpias, con una almohada plana que ha vivido tiempos mejores debajo de la cabeza. Debería dormir, pero no puedo. Cuando la casa queda en completo silencio, doblo las sábanas, coloco la almohada encima y agarro sus llaves del gancho que hay junto a la puerta.

Me sentiría mal por esto si se tratara de otra persona, pero Trish es una mujer lista y las mujeres listas están familiarizadas con las consecuencias de las malas decisiones, de lo contrario no habrían llegado a ser tan listas. Debería habérselo pensado mejor antes de introducir un elemento radical en su hogar, porque los elementos radicales como yo somos inherentemente inestables y no podemos evitar hacer lo que mejor se nos da: joder todo lo bueno que se cruza en nuestro camino.

3

Nunca, bajo ninguna circunstancia, viajes en coche por la carretera que va desde Port Alberni hasta Tofino de noche, sobre todo en una camioneta que has robado y en la que no confías plenamente. Las estrechas carreteras de montaña amenazarán con sacarte de la calzada y lanzarte contra los bosques o ríos que hay debajo. De día, es un viaje con un paisaje increíble, pero de noche sientes como si los árboles hubieran cobrado vida y se cerraran a tu alrededor, amenazando con asfixiarte en una pesadilla con olor a cedro. En estos bosques no te hace falta imaginarte a los lobos y a los osos; sabes que están ahí y que has entrado en su territorio. Al menos aquí llueve más que nieva, pero aun así.

Llego al final de la carretera de una pieza y me quedo sentada en la camioneta, estacionada en un aparcamiento que hay en el cruce situado al final de la autopista del Pacífico, mientras la luz de la mañana va asomando por encima de las copas de los árboles. A la derecha, a unos treinta minutos, pasado el parque nacional, está el pueblo turístico de Tofino. Allí hay algunos residentes, pero generalmente se les ve en verano para hacer el agosto con los turistas. A la izquierda, a unos diez minutos, se encuentra Ucluelet, que es menos conocido, pero igual de bonito. Vierto un poco de vodka en el café que he comprado en el centro de visitantes que hay en el cruce y me pregunto, si yo fuera un adinerado empresario y quisiera vivir aquí, pero valorase mi intimidad, ¿qué elegiría? Sé dónde iría probablemente Kai Zhang, pero no es él quien paga la cuenta. Tengo que pensar en Ray Zhang.

Dejo la camioneta de Trish en el aparcamiento con las llaves puestas y giro a la izquierda.

Cuando llevo unos quince minutos andando, una mujer se detiene en su pequeño Volvo, que lleva un kayak en la baca, y grita «¡Sube!» a través de la ventanilla del copiloto. No soy estúpida, sé que el hecho de que sea una mujer no la convierte en menos peligrosa, pero se ve que es de por aquí y necesito indicaciones. Me subo al coche, que está lleno de recipientes de comida para llevar. La mujer rondará los cuarenta, así que es más o menos de mi edad, pero está en bastante mejor forma, viste mejor de lo que cabría esperar a juzgar por el estado de su coche y, en general, parece una chica de la costa oeste con el pelo rubio y desgreñado y una sonrisa resplandeciente.

—Hola —me dice—. ¿Vas para el pueblo?

—Sí. Estoy buscando a un hombre muy rico.

Ella se ríe y está a punto de estampar el coche contra unos árboles. ¿Es que no hay carreteras rectas en este lugar?

—No pareces de esas —me dice tras recuperar el control del vehículo.

—¿Es por mi ropa?

—Algo así. Pero suerte de todos modos, cielo. Si lo que te gusta es la caza mayor, deberías intentar volver en verano. Ahora mismo solo estamos los del pueblo, la comunidad local de las Primeras Naciones y los jipis residentes. Aunque sí que hay un par de mansiones por aquí.

—¿De verdad? Me gustaría verlas.

—Sigue la costa. Como en todas partes, aquí los ricos viven en sus casas enormes con ventanales que dan al agua. Elije la que quieras y encontrarás a tipos forrados, si es que están aquí en invierno. Algunos vienen a ver las tormentas.

—Ver las tormentas. —Siento un regocijo ante esa idea. Ver tormentas es mi rollo. Me pregunto qué opinaría Whisper, pero desecho ese pensamiento. Cuando dejas a alguien, no puedes andarte con medias tintas. No es justo.

—Oh, les encanta. Aunque puede que sean demasiado mayores para ti —me dice mirándome de reojo. Con la capucha puesta, es casi imposible saber mi edad—. Me refiero a esos tíos ricos.

—Me da igual. —Sueno demasiado superficial, como si hiciera esto a todas horas, hacer autostop con ropa holgada de segunda mano para viajar a sitios exóticos en busca de hombres ricos a los que seducir. Ambas sabemos que, pese a mi edad indeterminada, soy demasiado mayor para ese juego. Nos pasamos los siguientes cinco minutos sin hablar y después me deja en el aparcamiento del supermercado de cooperativa que hay justo pasado el principal centro comercial del pueblo. El pueblo se compone de unas pocas calles con cafeterías y trampas para turistas, en una colina que da al puerto.

—¿Necesitas algo más? —me pregunta distraída, con la cabeza ya en otra parte.

—Solo dime dónde están las mansiones.

Ella se ríe, sin darse cuenta de que es una petición legítima por mi parte.

—Buena suerte en tu búsqueda. Espero que encuentres lo que estás buscando… y, oye, si encuentras a dos tíos ricos y quieres pasarme a uno, dímelo.

En el supermercado compro un impermeable verde oscuro, varios pares de calcetines, botas de agua y, al salir, me llevo varios periódicos gratuitos de la comunidad. Una vez fuera, contemplo el muelle situado al otro lado de la calle. Es bonito, pintado de rojo y amarillo, pero parece demasiado bullicioso para gente adinerada que busca unas vistas de lujo.

Trato de pensar como un imbécil rico que secuestra a niñas para sacarles la sangre. No resulta tan difícil como cabría imaginar.

¿Qué querría de un lugar así? Si fuera una ciudad, querría estar en el centro, donde está todo el mundo, para poder mostrarles que soy mejor que ellos y presumir de todo lo que tengo. Pero no estamos en una ciudad; estamos en un pueblo situado junto a unos terrenos ancestrales. Un pueblo donde los turistas van y vienen. Y nadie quiere mezclarse con los turistas si no es para sacarles el dinero. Así que lo que buscaría sería intimidad, y unas vistas que fueran mías y de nadie más.

Si fuera rica y quisiera comprar una propiedad en este lugar, ese sería mi primer criterio.

4

Nada hay más indiferente a los caprichos de la voluntad humana que las mareas. No quiero que se me malinterprete, podemos hacer muchas cosas. Podemos mover montañas si realmente queremos, o volarlas por los aires, fracturarlas para sacar petróleo, sacarles las entrañas y enviarlas a la costa para abrir nuevos mercados, como buenos capitalistas que somos, pero da igual lo que hagamos, porque a la luna no podemos controlarla.

¿Cómo que tienes que estar en algún sitio a una hora concreta viajando en barco? Me parece a mí que no. ¿Te apetece dar un paseo por la costa sin olas que golpean las rocas y te tiran al suelo? Me temo que no. A veces, solo a veces, la indiferencia juega a tu favor.

Me he pasado las últimas horas recorriendo la costa con botas de agua e impermeable, contemplando las guaridas acristaladas de los ricos, que surgen de vez en cuando. Me imagino lo que debe de ser venir desde un lugar como Hong Kong hasta aquí, donde el silencio es tan absoluto que el sonido de las olas con marea alta parece una intrusión. Lo que debe de ser mudarse de un lugar donde viven apiñadas siete millones de personas y acabar aquí, donde puedes pasear durante horas y no ver un alma. Lo que debe de pensar Ray Zhang.

Ha estado lloviendo todo el día, pero he tenido suerte y la marea ha estado baja durante casi toda mi caminata. Está empezando a subir cuando llego a la punta meridional de la península. En una estrecha franja de playa con trozos de madera dispersos y restos bulbosos de kelp, levanto la mirada y veo una casa enteramente de cristal que da al océano. Está a punto de anochecer y hay una sola luz encendida en uno de los dormitorios del piso superior. A través de una rendija en la cortina blanca, veo a dos personas desnudas abrazadas. Me quedo mirando, como suele pasarme cuando veo a gente manteniendo relaciones sexuales, pero en esta ocasión no lo hago movida por un interés perverso.

Por fin he encontrado la casa que estaba buscando.

La habitación está poco iluminada, pero el sol se está poniendo tan deprisa que la lámpara encendida en el extremo opuesto bien podría ser un faro. Reconocería la cabeza rapada de Dao en cualquier parte. Jia se ha soltado el pelo, que le cae sobre un hombro. Él es más alto y, por un momento, parece que ella esté sufriendo, pero entonces sonríe. Puedo verles las caras a ambos, pero, como ellos están iluminados y yo no, no me ven agachada junto a las rocas.

Cuando llevo espiándolos por lo menos un minuto, me doy cuenta de que, en la pasarela cubierta que conduce a la casa desde la playa, hay un anciano en silla de ruedas mirando hacia el océano. Está envuelto en una manta. Mirándome. Entonces mira más allá, en dirección al lugar del que vengo, y al principio creo que es su manera de decirme que me largue. Pero no, no para de mirar hacia ese lugar. Mueve los ojos de un lado a otro, como el movimiento de una máquina de escribir. Me estoy perdiendo algo. Jia y Dao desaparecen. Se habrán tirado en la cama. Me pregunto dónde estará el marido de Jia. Porque ¿cómo si no explicar la presencia de Dao? ¿Dónde coño está mientras su esposa se tira al guardaespaldas?

La figura de la silla de ruedas sigue mirándome. Hay algo inquietante en su vigilancia. Tengo la impresión de que no hay nada aquí que él no vea. La marea me llega a los pies y ya no puedo acuclillarme a esperar a que suceda algo más. O tomo el sendero que va desde la playa privada hasta la finca de la mansión, o regreso por donde he venido.

Tras una breve indecisión, regreso sobre las rocas y camino durante varios minutos hasta llegar a la propiedad más cercana a la de los Zhang. No es tan grande, pero la vista sigue siendo espectacular y hay un pequeño embarcadero que entra en el agua. Esta casa está hecha de madera de deriva recuperada y es algo mayor que una casita de campo. Fuera hay un cobertizo con una ventana. A través del cristal veo dos kayaks de mar almacenados en un espacio en el que cabrían tres. Me imagino a una adolescente colándose por esta ventana.

Solo hay una manera de saberlo con seguridad; tras un primer intento, resulta que la pequeña ventana no es tan pequeña, al fin y al cabo, y consigo entrar. El sol se pone por completo y la lluvia golpea contra el cobertizo. Estoy tan cansada que, ahora que tengo un techo sobre mi cabeza, me resulta imposible seguir moviéndome por hoy. Me recuesto sobre uno de los kayaks y descubro que tiene dentro un compartimento lleno de botellas de agua y alimentos deshidratados de emergencia. Saco una manta de mi mochila y reflexiono sobre mi descubrimiento.

Y me pregunto si el anciano de la silla de ruedas quería que yo encontrara este cobertizo.

Justo antes de quedarme dormida, acompaño el agua con un chupito de vodka. Solo un poquito. Lo suficiente para seguir avanzando. Enciendo el teléfono llevada por la curiosidad morbosa. Tengo mensajes de Seb y de Leo, y uno de Brazuca. No dice nada en el mensaje, pero puedo sentir el peso de su silencio. Pienso en esos breves momentos en los que creí que era mi amigo, en el complejo de lujo en la montaña, y siento que la vergüenza me come por dentro.

A pesar de que estoy muy cansada, tardo mucho en dormirme. El océano está demasiado cerca para relajarme. Aquí no hay ninguna barandilla pegajosa que me proteja. No hay barrera que mantenga alejado al oleaje, ni manera de saber si la oscura corriente de Japón está haciendo su trabajo. Sueño con un árbol del tamaño de un edificio con muchas ventanas de cristal incrustadas en el tronco, ventanas parecidas en forma y tamaño a la del cobertizo en el que estoy. La brisa agita las ramas del árbol y abre las ventanas, que golpean contra la corteza. La puerta del árbol está también abierta y yo estoy delante, intentando ver lo que hay dentro sin tener que entrar. Desde mi punto de vista, no hay nada en su interior. Se levanta una fuerte racha de viento que zarandea de nuevo las ventanas, pero esta vez con tanta fuerza que se rompen y los trocitos de cristal llueven sobre mi cabeza. Entonces me despierto y siento los cortes de las esquirlas de cristal por todo el cuerpo, hasta que recuerdo dónde estoy y qué me ha traído hasta aquí.

Poco antes del amanecer, cuando el mar está tan tranquilo que apenas se ve una ola, saco uno de los kayaks del cobertizo y lo lanzo al agua desde el embarcadero. Mientras me alejo remando, utilizando una técnica que vi una vez en un programa de noticias de madrugada, albergo la esperanza de que Bonnie estuviese tan aterrorizada y confusa como creo que debía de estarlo. Se me ha ocurrido una idea y no logro deshacerme de ella. Me he pasado casi toda la noche pensando en qué haría ella en esta situación. ¿Se quedaría cerca de la casa, intentaría encontrar tranquilidad en tierra? Sé que yo no lo haría. Incluso con mi aprensión al océano, tomaría la ruta que fuera la última opción en la que ellos pensarían. Si yo elijo el mar, entonces cabe la posibilidad de que ella también lo haya hecho. Quizá haya heredado algo de mí, después de todo. Si ellos, con todo su dinero y sus agentes de seguridad musculosos, no han podido encontrarla en tierra, cabe entonces la posibilidad de que no esté allí. Porque es mi hija.

Mientras evito las rocas con el kayak y me alejo del embarcadero, evito también algo que he estado temiendo desde que me bajé de ese maldito ferri. Volver al mar se ha hecho inevitable. Esta región guarda una gran cantidad de refugios, pequeñas islitas que dan cobijo a la fauna en esta costa. Me aferro a la esperanza de que Bonnie haya encontrado una de esas islas.

5

La niebla se desliza sobre el agua, oscureciéndolo todo. Ha descendido tan deprisa que no he tenido tiempo de darme la vuelta. Apenas veo más allá de la punta del kayak, mucho menos las islitas que pueblan la costa. En invierno, en cuyo tramo final nos encontramos, las tormentas azotan estas islas y las inundan con lluvias torrenciales.

Remo en dirección a la isla que divisé antes de que me envolviera la niebla. Es la más cercana al embarcadero que he dejado atrás. Según me acerco, distingo la entrada de una pequeña cala. Y no puedo evitar pensar que tal vez Bonnie la haya visto también. Que quizá haya llegado con su kayak robado hasta esta orilla rocosa para seguir después su camino. Que quizá se haya sentido segura aquí, entre la vegetación. Imagino que no habrá lobos u osos que vivan en este terreno tan aislado, dado que es demasiado pequeño para proporcionarles alimento, aunque siempre cabe la posibilidad de que naden hasta aquí para echar un vistazo.

Registro la isla en busca de indicios de pelea, signos de violencia. No encuentro nada de eso, pero sí que encuentro un árbol enorme y el sueño regresa a mí.

En los bosques centenarios pueden encontrarse enebros tan anchos como un grupo de personas y tan altos como edificios. A veces los árboles viejos se vacían por dentro. Quedan huecos, de manera que la más mínima grieta exterior conduce a una caverna de madera. Hay tres árboles huecos en esta isla. Los examino todos y en el último encuentro un trozo de tela ensangrentada, envoltorios de comida y unas huellas de adulto que conducen desde el árbol hasta la orilla. Alguien tenía prisa.

Llego demasiado tarde. Y ahora solo me queda una cosa por hacer. Un lugar al que ir.

6

En su mayor parte, los ciervos que viven en el bosque en torno a la propiedad de los Zhang son benévolos. Están acostumbrados a la prevalencia de los humanos en el pueblo y, aunque algunos de ellos se asustan al advertir mi presencia continuada entre los arbustos, al final recuerdan que son herbívoros y lo superan. Voy pegada a la línea de árboles, envuelta en mi impermeable, con bolas de papel de periódico metidas bajo la ropa para combatir el frío, e intento ignorar sus miradas. Esto es un auténtico bosque tropical y la temperatura es más suave que en el continente. Aunque es invierno, y aunque las tormentas son feroces, rara vez tienen temperaturas bajo cero. Y huele a árboles, algo a lo que empiezo a acostumbrarme.

La parte trasera de la casa, la que da a la playa, no se puede vigilar durante el día debido a los ventanales que van del suelo al techo, pero la propiedad es bastante más discreta por la parte delantera, donde los árboles se apiñan a ambos lados. Hay un pequeño hueco desde el que vigilo la entrada. No veo a Bonnie, pero eso no significa que no esté allí.

Llevo varias horas vigilando, pero no he visto gran cosa. Un utilitario azul marino aparcó en la entrada a primera hora de la mañana, pero no ha vuelto a salir. Solo Dao y Jia van y vienen como les place. Dao parece ser el único guardia de seguridad que tienen, pero eso podría deberse a que es un agente multifuncional. Seguridad, sexo y quién sabe qué más. Hay una limpiadora que viene en torno a media mañana y no se marcha hasta primera hora de la tarde. Poco antes de la cena, Dao y Jia se suben a un 4x4 metalizado y resplandeciente, probablemente abrillantado con las lágrimas de chicas adolescentes, y se marchan.

No sé de cuánto tiempo dispongo, pero entro en la propiedad rodeando los árboles circundantes. No han vallado la propiedad, al fin y al cabo no pueden vallar la playa, así que no me resulta difícil acercarme. La puerta lateral está cerrada, pero la trasera del porche no lo está, así que me detengo un momento, porque sé lo que eso significa. Hay alguien dentro con el anciano. No me paro a pensar quién puede ser ese alguien porque, a quién voy a engañar, ya lo sé.

Todo parece demasiado fácil, pero tal vez por fin me haya tocado la lotería, como llevo esperando toda mi vida. Tal vez, solo tal vez, el universo haya conspirado y haya decidido jugar a mi favor esta vez. Pero, por si acaso no es así, saco la llave de cruceta de mi mochila. Me la he quedado porque es un arma que me hace sentir bien, me recuerda que mi primer instinto suele ser el mejor y, además, resulta útil. Por si me encuentro con un motorista tirado o algo así.

La mansión está en silencio cuando entro. La puerta trasera se cierra a mis espaldas sin hacer ruido, deslizándose sobre bisagras bien engrasadas. Me tomo unos segundos para escuchar con atención. Quizá el anciano y su cuidador estén echándose una siesta.

Vuelvo a jugar a «qué pasaría si». ¿Por qué no? Hasta ahora la especulación me ha traído hasta aquí. Si yo pensara secuestrar y encerrar a una chica, ¿dónde la metería? Desde luego no en una estancia con una pared de cristal. Me adentro en la casa, hacia la parte delantera. Aquí los muebles y las obras de arte son simples y elegantes; pura costa oeste, un homenaje a la región. No puedo dejar de pensar que esta casa no puede ser para alguien que quiera explotar la región. No tiene nada de extravagante, de excéntrico. Es la casa de alguien a quien le gusta esta parte del mundo. Me obligo a concentrarme. No he venido a examinar la decoración interior. He venido a encontrar a la chica.

«O lo que quede de ella», dice una voz perversa en mi interior.

Hay demasiadas ventanas en este lugar, así que pruebo con las puertas, las abro y las cierro sin hacer ruido hasta que encuentro una que da a unas escaleras de madera que descienden hacia el sótano. A lo largo de un oscuro pasillo encuentro más puertas. Esto empieza a parecer una pesadilla. Las habitaciones aquí abajo están en su mayor parte vacías, salvo por los productos y útiles de limpieza y un surtido de equipamiento médico que sería incapaz de nombrar.

No oigo nada, salvo los latidos de mi corazón y mis pisadas en el suelo. Pienso en quitarme las botas para hacer menos ruido, pero decido dejármelas puestas por si acaso tengo que salir corriendo. Llego a la última habitación que hay al final del pasillo. Lo primero que observo es que se cierra desde el exterior. Solo puede ser por una razón. Dentro de la habitación encuentro un pequeño catre, un monitor de presión sanguínea y ritmo cardíaco y un portasueros. La habitación parece más estéril que las otras y no hay nada tirado o almacenado. No. El contenido de esta habitación está aquí con un objetivo específico. Hay una mancha oscura en el suelo de madera, junto al catre.

Pongo la mochila en el suelo para evitar que se cierre la puerta a mis espaldas y me acuclillo junto a la mancha. El color óxido confirma mis sospechas. Es sangre; y apostaría los pocos dólares que me quedan en la cuenta a que la sangre es de Bonnie. La toco con la mano y espero que no sufriera cuando se la sacaron, pero es una idea estúpida, porque claro que sufrió. De lo contrario no estaríamos donde estamos.

Desde mi posición, veo un fino libro escondido bajo la cama. Cuando lo saco, descubro que se trata del diario de una adolescente. Hasta ahora era pura conjetura que pudiera estar aquí, pero ahora se confirman mis sospechas. Los años de fisgoneo empedernido me animan a abrirlo y a ojear la primera página.

Mandy es una zorra. Me pidió mi sudadera morada. Seguro que no me la devuelve nunca, pero, si lo hace, me la habrá dado de sí y tendré que tirarla de todos modos. Dios.

La mitad de las páginas del diario están llenas de cavilaciones propias de una adolescente. Qué anticuado. ¿Por qué no compartiría todo esto en las redes sociales como el resto de críos de su edad? Me detengo en un apunte que escribió justo antes de uno de sus intentos de huida, pero no el último.

Hoy llamé a papá para despedirme, pero me saltó el buzón. Últimamente trabaja mucho. No llegará hasta tarde y sé que, si me ve, lo sabrá. No pienso despedirme de Lynn. Ella no es mi madre. He visto esos mensajes en su móvil. ¿Cómo puede hacerle eso a papá? A nosotros. ¿Me dice que tengo que esperar a ser mayor para tener sexo y ella se está tirando a un tío de su oficina?

QUE LA JODAN.

Cuando eres una cría, todo está en juego. Todo importa mucho; cada mirada, cada palabra tienen un significado mucho mayor para ti. El primer impulso de Bonnie es de huida –no está mal–. Seguramente lo haya heredado de mí. Se fugó cuando descubrió que era adoptada. Se fugó cuando descubrió que Lynn engañaba a Everett. Y después se fugó una última vez para estar con su novio.

El diario contiene algunas notas apasionantes sobre Tommy y sobre lo viva que se sintió cuando lo conoció, bla, bla bla, etcétera. El amor juvenil y todo eso. Hay dos páginas dedicadas a su primera vez en el cuarto de Bonnie, sobre esa monstruosa colcha, y a lo mucho que le dolió. Según leo, la segunda, la tercera y la cuarta vez no fueron mucho mejor, pero se volvió más tolerable a partir de la quinta y la sexta, y ella comenzó a sentirse cómoda en la séptima y la octava. No hubo una novena porque Tommy volvió a vivir con su madre. La última nota data de tres días antes de que se escapase de casa por última vez.

He vuelto a llamar a papá y una mujer ha respondido a su teléfono por accidente. Al ponerse él, actuaba como si no pasara nada, pero sonaba extraño. Le he preguntado quién era y me ha dicho que nadie, pero sé que mentía. Simplemente lo sé. La muy zorra le ha llamado cariño.

Lynn y Everett. Menudos cabrones. Ni un modelo de comportamiento decente entre ellos. Pienso en todas esas mentiras de las cartas de adopción que enviaron. Su drama es lo que hizo que Bonnie se escapara la primera vez y eso es algo que jamás podré perdonarles. Porque no habría estado en la calle, a merced de quienes la raptaron, si ellos hubieran hecho bien su trabajo.

Hacia el final del diario, pasadas veinte páginas en blanco, encuentro media página escrita con la caligrafía cursiva de Bonnie. La letra aquí es diferente al resto; solo unas pocas palabras escritas de forma acelerada.

He recibido respuesta de la web en la que me apunté. No es una respuesta de mi madre. Sigo sin saber quién es ella, solo sé que no me está buscando. El que ha respondido es un hombre que dice ser mi padre. Quiere que nos veamos.

Cuando ya es demasiado tarde, oigo el suave roce de la ropa a mis espaldas y soy consciente de que algo se mueve por el rabillo del ojo. No tengo tiempo de levantar la llave de cruceta antes de que algo me golpee en la nuca. Todo se vuelve borroso. ¿Será esto lo que sintió Brazuca cuando le golpeé? Caigo hacia delante.

Acabo con la cara pegada a la mancha del suelo. La sangre de mi nariz se mezcla con ella, la fresca con la seca, y lo último que pienso antes de que todo se vuelva negro es que aquí, en este suelo, hay sangre derramada de dos generaciones.

7

Me despierto con el sonido de un goteo.

Ploc.

Como la sangre de Tommy sobre la nieve…

Empiezo a recordar. El bosque. La nieve. El frío.

Ploc.

Como la sangre de Bonnie mientras se la sacaban…

Cierto. La vi en el suelo.

Ploc.

Como la sangre que me sale de la nariz y se esparce por el suelo delante de mí…

Ah, sí. Me caí de cara. Esto empieza a tener sentido.

Ploc.

Como el agua de lluvia que cae de los canalones.

Ahora oigo la lluvia contra las ventanas. ¿Cómo no me había dado cuenta? Es como si la mansión estuviese sitiada. Pero el sonido del agua contra los cristales es agradable. Significa que he salido del sótano. He salido de esa habitación que se cierra desde fuera.

Escucho con atención y, además de las gotas que golpean la ventana, me doy cuenta de dos cosas. La primera es el crepitar del fuego. Estoy a cubierto, así que debe de haber una chimenea en la habitación. La segunda es la respiración de otra persona. No está cerca, pero tampoco lejos.

Hay alguien en la habitación conmigo.

Mi llave de cruceta ha desaparecido y siento un intenso dolor en la nuca. Me pesan los brazos y las piernas, pero abro los ojos y veo que no hay nada que me presione; al menos nada físico. No. El peso es estrictamente psicológico y me arrepiento terriblemente de que, a la edad de…, no lo recuerdo ahora mismo, pero soy lo suficientemente vieja para haber aprendido de los errores del pasado y no permitir que alguien se me acerque por detrás.

Estoy tirada en un suelo de madera junto al fuego. Hago una comprobación rápida: sigo con los pantalones puestos y mi tripa está plana. Respiro aliviada. Así que no es la repetición de una pesadilla antigua, sino una completamente nueva. Hay un hombre de pie junto a la ventana al otro lado de la habitación. Y qué habitación. Podría haber pasado por una de las del chalé de las montañas y nadie se habría dado cuenta. Es increíble. La vista es espectacular. Siento que debería haber pagado entrada para disfrutar de esta vista, pero el dolor de mi cuerpo me indica que ya lo he hecho.

—Había una vez una zorra —dice el hombre, mirando al océano. Está anocheciendo y el cielo se ha teñido de magenta. Aunque no debo de haber pasado mucho tiempo inconsciente, el paisaje ha cambiado por completo. Las olas rompen con fuerza contra las rocas y la lluvia golpea las ventanas en ráfagas. El clima ha empeorado y, ahí tirada, tratando de ignorar el dolor que noto en las sienes, lo interpreto como un mal presagio. Algo me pasa, pero no sé si se debe al golpe de la cabeza, al peso psicológico o a otra cosa.

El hombre de la ventana no se da la vuelta. Solo le veo la nuca. Tiene el pelo negro y espeso, como el sueño de una colegiala, y un corte de pelo que cuesta más de lo que cualquier colegiala podría cargar en la tarjeta de crédito de su papá.

—Pero, Dios, tenía la voz de un ángel. Un ángel feo y marimacho. No me la sacaba de la cabeza. —Por alguna razón ha percibido que estoy despierta. Estoy acostumbrada a los insultos sobre mi aspecto físico, así que sus palabras no me afectan. No me ha dicho nada que no supiera ya—. Resultó que no era un ángel. Acabó tirada en el bosque como la basura que era. Envuelta en una sábana morada.

Yo parpadeo una vez, dos veces, y a la tercera me despejo un poco más. Lo suficiente para recuperar parte de mi instinto de supervivencia. Miro a mi alrededor en busca de armas. Un jarrón que hay cerca parece buena opción, pero es demasiado pesado para esconderlo a mi espalda. Me arrodillo y apoyo una mano en la pared para no perder el equilibrio. El cambio de ángulo me nubla la visión y empiezan a temblarme las piernas. Cierro los ojos y, al abrirlos de nuevo, me doy cuenta de que el hombre está observándome a través del reflejo del cristal, como hiciera Dao en las montañas.

—Era una puta y tuvo lo que merecía. Tendría que haber muerto esa noche.

—¿Qué me has hecho? —En mi cabeza, grito esas palabras con indignación. En realidad, las murmuro con un hilo de voz que me rasga la garganta seca. Saboreo la sangre en la boca y la escupo en el suelo, junto con un diente. Recuerdo haber caído de cara, pero no haber perdido un diente…, en cualquier caso, habrá sucedido. Tengo la prueba ante mis ojos.

Kai Zhang se ríe y me mira por primera vez. Lo primero en lo que me fijo en él es la cicatriz que tiene en la mejilla. Eso fue lo que le hice y lo que provocó la paliza quince años atrás. Un clavo suelto, agarrado entre los nudillos. Además de eso, veo que tiene un corte en la frente, pero eso no es cosa mía. Pese a esas dos marcas en la cara, sigue siendo guapo.

—Me preguntaste lo mismo entonces, ¿lo sabías? —Se mete la mano en el bolsillo y saca una bolsita de plástico con pastillas.

Me quedo muy quieta al darme cuenta de lo que ha ocurrido. No hay palabras que describan el miedo que siento. Así que el peso no es solo psicológico.

El fuego brilla reflejado en sus ojos.

—Sí —dice con una sonrisa—. Menuda gilipollas. Venir a mi casa. ¿Es que no sabes lo que soy capaz de hacerte? ¿No recuerdas lo que te hice? —Se acerca a mí y me golpea con el dorso de la mano. Caigo de nuevo al suelo.

—¿Intentaste matarme y no lo lograste? —pregunto, pese a la sangre fresca que noto en la boca.

Parte de la sangre cae en el suelo a sus pies. Él moja un dedo en ella y se lo lleva a la boca. A mí se me revuelve el estómago. Gracias a Dios que no llevo nada dentro, salvo vodka y barritas de cereales.

—Sí, bueno, eso ya lo veremos. —Me levanta del brazo. Yo le clavo las uñas de la otra mano en la cara y él me lanza por la habitación. Mi cuerpo golpea la ventana y cae al suelo. Me va a explotar la cabeza. Miro hacia abajo y veo que el tobillo que me lesioné al saltar en la biblioteca ya está torcido del todo. Él lo ve y sonríe—. Oh, vaya, lo siento. Deja que le dé un besito.

Yo lanzo una patada con la otra pierna cuando se acerca, pero no tengo nada en lo que apoyarme, de modo que mi pie le golpea el muslo sin ninguna fuerza. Él me agarra el tobillo malo y me lo retuerce más aún. El dolor es insoportable, pero no grito, porque sé que es lo que desea. No recuerdo gran cosa de aquella noche hace quince años, pero sé que no puedes darle una paliza a alguien hasta casi matarla y no disfrutarlo. Lo bueno del dolor es que me permite concentrarme.

—¿Dónde está papi? —pregunto con los dientes apretados.

Él se encoge de hombros.

—Dormido. Muerto. ¿A quién le importa?

—¿Te tomas la molestia de secuestrar a la chica, de sacarle la sangre, y ahora no te importa?

Se queda mirándome durante unos segundos… y entonces se ríe. Me mira el pie.

—Me pregunto qué pasará si tiro en ambas direcciones. ¿Conseguiré partírtelo?

—Tienes demasiado tiempo libre.

—Hablas igual que mi padre. Bueno, hasta que le dio el derrame. Entonces ya no hablaba ni nada. Antes era muy fuerte, pero ahora… No puede ni andar. Ni hablar. Se pasa el día sentado como un bebé.

—¿Dónde está ella?

—¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Al fin y al cabo esto no fue idea mía.

Yo parpadeo y trato de aclararme la vista.

No está mintiendo.

—Yo estoy harto de esto —continúa con desdén—. Fue mi propia esposa la que me obligó a secuestrarla. Menuda mierda, ¿verdad? Me resultó muy fácil lograr que viniera conmigo. Igual que me pasó contigo.

—Me drogaste.

—Eres una borracha. Casi no me hizo falta.

Yo me estremezco. Se parece demasiado a la opinión de Lorelei como para no afectarme.

Pero él no se da cuenta.

—¿De qué estábamos hablando? Ah, sí. Esa pequeña zorra. Estaba buscándome a mí, ¿te lo puedes creer? La encontré en una de esas páginas ilegales para adoptados. Me dijo que iba a irse unos días a ver a su novio, así que se pasaría antes a verme. ¿Y luego sabes lo que hizo?

Me retuerce el tobillo un poco más.

Me duele tanto que creo que voy a desmayarme.

—¿Qué?

—Me abrazó. —Se ríe—. Y después se subió al coche. No tuve que darle nada. Solo le dije que yo también quería que conociera a su madre, y ella estaba deseando irse conmigo. Dios mío. —Ahora se ríe con tanta fuerza que tiene que secarse una lágrima del rabillo del ojo—. Creo que necesito una copa.

Se acerca al mueble bar. No hay muchas cosas que valore del tiempo que pasé alistada; mi estancia fue demasiado corta para causar una impresión duradera. Lo único que recuerdo es que un cuerpo puede soportar muchas cosas sometido a estrés. El cuerpo es más resistente de lo que se piensa. Tengo el tobillo destrozado y me pesan las extremidades, pero estoy consciente, así que debo de tener algo de tiempo hasta que la droga termine de hacer efecto. Me paso las manos por el tobillo, pero apenas puedo tocarlo sin sentir como si me apuñalaran con un picahielos. Se me ha desatado el cordón de una bota. Lo saco mientras él está de espaldas.

—¿Qué le ha ocurrido?

Él sirve dos copas de brandy.

—Cuando le dije que íbamos a conocerte, le compré un chocolate caliente, le agregué algo, y zas. Se quedó dormida y la trajimos aquí para hacerle las pruebas. ¿Sabías que los resultados tardan en llegar dos semanas? —No lo sabía. Nunca te acostarás sin saber una cosa más—. Lo descubrí de la peor manera. La tuvimos sedada mientras enviábamos a analizar su sangre, pero la muy zorra se escapó antes de que llegaran todos los resultados. Me culpan a mí, pero, como digo, no fue idea mía. —Da un trago al brandy y se acerca a mí con la otra copa.

Yo me quedo mirando el corte que tiene en la frente y sonrío.

—Así que te dio una paliza —le digo, y después añado solo para cabrearle—: Por lo que recuerdo, no es algo difícil de hacer.

Su expresión se oscurece y lanza la copa contra la pared. Sin embargo, no estalla, sino que rebota y cae al suelo. Lo único que ha conseguido con eso es empapar el suelo con un brandy muy caro. Me río.

—¿Siempre lo echas todo a perder?

Me agarra del cuello y me levanta hasta quedar cara a cara. Entonces me besa y me mete la lengua en la boca. Su aliento a brandy me nubla la vista. Siento su adrenalina, su excitación. Es ahora o nunca. Sigo teniendo el cordón en la mano, así que le doy un rodillazo en la entrepierna. No muy fuerte, pero lo suficiente para hacer que dé un paso atrás para protegerse. Yo avanzo con él y utilizo el peso de mi cuerpo para tirarlo al suelo. Me da igual cómo aterrizo, solo me importa que ahora él ha perdido el equilibrio y que yo ya no estoy apoyada sobre un tobillo roto. Me rodea la garganta con las manos y yo enredo el cordón en su cuello. Él aprieta y yo tiro de los extremos del cordón. Es un intento desesperado, pero es lo único que tengo. Siento el deseo de soltar el cordón y agarrarle las manos para que me suelte el cuello, pero él es más fuerte y además no está drogado, así que, si hago eso, sería como rendirme. Se le pone la cara roja, igual que la mía, a medida que se reducen el flujo sanguíneo y el oxígeno. Me zarandea ligeramente, alterando el delicado equilibrio, y a mí me tiemblan las manos. Veo una mancha oscura en el ojo derecho que va haciéndose cada vez más oscura, y siento que empiezo a perder la consciencia. Suelto entonces el cordón y hago lo único que me parece correcto: meterle los pulgares en los ojos. Grita y me da una bofetada para apartarme, pero al menos ahora vuelvo a respirar. Nos quedamos tendidos en el suelo, jadeando.

—¡No veo! ¡Maldita zorra!

Apoyo las manos en el suelo para intentar recuperar el equilibrio y rozo la copa que lanzó contra la pared, la que se negó a romperse. Y entonces noto que algo en mi interior se abre y echa a volar. Con la poca fuerza que me queda, estrello la copa contra el suelo. Un trozo de cristal se desprende en mi mano derecha y me corta la piel. El cristal está resbaladizo por la sangre, pero eso me da igual mientras me arrastro hasta donde se encuentra él, a cuatro patas, buscando a ciegas la pared. Voy arrastrando el pie y me cuesta respirar. Estoy haciendo demasiado ruido, pero a él no le importa. Tiene los ojos hechos un desastre.

—¿Dónde está la chica?

—¡No lo sé! —grita pese al dolor.

Yo agarro el cristal, aunque siento que se me resbala, y dejo que el dolor me ayude a concentrarme. Le agarro el pelo con la mano y le levanto la cabeza para quedar cara a cara. Intenta agarrarme el cuello de nuevo, pero esta vez estoy preparada y utilizo mi peso para tirarlo al suelo y clavarle el cristal en la yugular.

—La sábana era roja —le digo, porque eso es algo que una no debería olvidar. Quiero que sea lo último que recuerde él. La mujer a la que dejó por muerta, envuelta en una sábana roja arrancada de su cama. La sangre de su cuerpo, mi cuerpo, oscurecía la sábana en algunos puntos, un profundo carmesí que en algunas zonas parecía casi negro. No quiero que abandone este mundo sin saber de qué color era la sábana. Su sangre sale a borbotones y se mezcla con la que brota del corte de mi mano. Abre la boca para gritar, pero no le sale el sonido, y veo con los párpados pesados como se le escapa la vida, formando una O con la boca muda. Caigo sobre su cuerpo y me quedo inconsciente durante unos instantes.

Y entonces el sonido regresa a mis oídos. Me arrastro hasta la pared y la utilizo para ponerme en pie. Ahora solo puedo pensar en la chica. He matado a uno de sus dragones, pero el trabajo no ha terminado. Y él sabía dónde está; lo he oído en su mentira. Utilizando la pared para no caerme, dejando a mi paso las marcas ensangrentadas de mis manos, me centro en alcanzar la puerta. Mareada y somnolienta, veo el aparador con el brandy y no puedo evitar dar un trago para eliminar de mi boca el asqueroso sabor de su beso.

Vuelvo a poner las manos en la pared.

Veo la puerta frente a mí.

Y entonces algo me despierta. Algo que no tiene sentido. Un grito agudo procedente del suelo, de una pequeña radio de plástico que hay allí tirada. Parpadeo y la miro durante unos segundos, o minutos, quién sabe. El grito se vuelve más insistente. Aquí, en esta habitación con sangre por el suelo y por las paredes, con un muerto ahí tirado, ese sonido resulta incongruente.

Recorro el pasillo, asomándome a las puertas, encendiendo luces y dejando a mi paso manchas de sangre en cada superficie que toco, porque ya no importa. Voy contrarreloj. Contra la química, contra la biología y contra mi propio cuerpo herido.

Vuelvo a oír ese sonido.

La última puerta al final del pasillo da a un enorme dormitorio donde se encuentra el anciano en silla de ruedas, junto a un moisés. Y de pronto todo cobra sentido. Todo esto no era por el viejo al que le encanta este lugar, el que construyó esta casa y plasmó en ella todas las cosas que reflejan su pasión. El hombre que puso en marcha planes para abandonar la minería en la región. El anciano que se encerró en esta casa que tanto amaba después de sufrir un derrame.

Fue por el hermano pequeño de Bonnie.

Ella es compatible con él, no con su abuelo. No con Ray Zhang. Y, en un súbito momento de claridad, recuerdo las palabras de Kai. Su propia esposa le obligó a hacerlo. Por su bebé.

Me derrumbo contra la pared, mareada, y me quedo mirando al anciano. Él me devuelve la mirada. Ambos estamos impotentes ante el llanto del bebé. La fotografía que había guardado Mike Starling mostraba a un hombre fuerte y orgulloso. Pero el tiempo le ha pasado factura. En sus ojos solo veo compasión, pero no sé hacia quién va dirigida. Su cara se desdibuja ante mis ojos y ya no importa lo mucho que parpadee, porque lo veo todo rojo.

8

Bonnie sueña con la voz, esa voz que le ha atormentado durante días. No puede abrir los ojos, así que sabe que debe de estar soñando, pero aun así es terrorífico. Esa voz fría y áspera ahora le susurra con ternura. El sueño es tan real que siente el aliento en la frente, una mano que le coloca un mechón de pelo detrás de la oreja, una uña larga que al mismo tiempo dibuja una línea en su cuello, justo donde comienza su mandíbula. No puede ponerle cara a esa voz, pero la reconocería en cualquier parte. Así que grita y grita y grita hasta que oye unos pasos que corren hacia ella. Es su sueño, así que ¿por qué no iban a rescatarla?

Oye que la voz protesta, dice que debe de estar delirando. La voz acusa a alguien de haberle hecho daño en el hospital. ¿Sueña con que está en un hospital? Bonnie lo sabe, aunque no sabe cómo ni por qué, pero sabe que la voz miente. Esa mujer siempre miente.

—Señorita, por favor, abandone la habitación —dice otra persona, un hombre cuya voz ella no reconoce. Aunque esta persona habla con autoridad, se percibe en ella cierta preocupación—. Por favor, salga. La avisaremos cuando esté estabilizada.

—Por supuesto —dice la mujer que habita en las pesadillas de Bonnie.

—Cuiden de ella o recibirán noticias de mi abogado. Volveré.

A Bonnie se le acelera la respiración. Está a salvo por ahora, pero esa horrible mujer volverá a por ella. Ella misma lo ha dicho, y esta vez no está mintiendo.

9

Me despierta una gélida ráfaga de viento.

Hay algo duro que se me clava en el estómago. Tengo la cabeza cerca del suelo y no sé dónde están mis piernas, porque no las siento. Por un instante creo que vuelvo a estar en la pesadilla, pero entonces recuerdo la cara de Kai Zhang cubierta de sangre. Voy recuperando poco a poco los sentidos. Estoy al aire libre, colgada boca abajo sobre un hombro musculoso. A juzgar por los pasos irregulares del hombre que me lleva a cuestas, noto que va caminando por la arena. Entonces sus zancadas se nivelan y volvemos a estar en terreno sólido. Un embarcadero de madera. Hay muy poca luz de luna esta noche y la lluvia parece habernos dado un respiro. Giro la cabeza y veo a una mujer que sigue al hombre que me lleva.

—Está despierta —dice ella.

Reconozco esa voz. La oí por última vez en un salón poco iluminado con unas espectaculares vistas invernales. Segundos más tarde mi mundo vuelve a darse la vuelta porque me dejan caer. Se me nubla la vista unos instantes, efecto residual de la droga que me administró su marido, y después se aclara. Ahora estoy en una lancha, espatarrada en la cubierta. Veo que Dao ayuda a Jia a subir a bordo y se prepara para zarpar. Mete también una caja de bolsas de basura y algunos pesos.

—Ya te dije que era ella la del chalé —le dice la mujer.

Él frunce el ceño.

—Pensé que estaba muerta. Vi su coche salirse de la carretera.

Jia se sienta con elegancia en el banco y me mira.

—Has matado a mi marido —me dice alegremente, como si estuviera hablando del tiempo.

—Te he hecho un favor —le digo con la voz pastosa—. Para que tu amante y tú pudierais estar por fin juntos. De nada.

Dao, que estaba desatando los amarres que sujetaban la lancha al embarcadero, se vuelve hacia nosotras. Entonces Jia se ríe.

—¿Qué importa que lo sepa? —le dice—. Pronto morirá de todos modos. No puede hacernos daño y ahora tenemos a la chica.

No puedo disimular mi sorpresa.

Ella vuelve a reírse.

—Oh, sí. Ingresó bastante deshidratada. La encontró un tipo que estaba investigando el terreno. Quería documentar la erosión o no sé qué chorradas de esas con las que los ecologistas molestan a los empresarios decentes. Tardamos más de lo que pensábamos en averiguar dónde estaba —me dice, y mira a Dao con fastidio—. Estoy muy insatisfecha con quien fuera que controlaba los hospitales.

—Ya me encargaré de ellos.

—Más te vale. Cuando la recojamos mañana, asegúrate de que nadie te vea y deshazte de ella de una vez por todas. Ya nos hemos arriesgado bastante con esto. Ha sido un error ir hoy al hospital.

Dao se sienta al volante.

—Pensé que a una mujer le resultaría más fácil convencerlos para que nos la entregaran.

—Bueno, pues no ha sido así.

—Desde luego que no —conviene él, como el excelente empleado que es—. Mañana me encargaré de ello.

Pone la motora en marcha mientras yo intento entender aquello. Ha dicho que se encargará de ello. Si están dispuestos a matarla, eso solo puede significar una cosa.

—Así que la chica no es compatible con el pequeño engendro.

Con un brote de furia sorprendente, Jia me abofetea con el dorso de la mano y, sí, ahí está: otro diente suelto, que también escupo.

—La sangre del cordón umbilical funcionó, pero la utilizasteis toda para el primer trasplante. Necesitabais más. Y entonces rechazó su médula ósea, ¿verdad? —Es la única razón por la que se desharían de ella. Si el bebé enfermo de Jia fuese compatible con Bonnie, la mantendrían con vida solo por eso. Por su sangre—. ¿Qué es? ¿Leucemia?

Una expresión de dolor suaviza su rostro.

—Es una palabra horrible para un bebé. No es más que un niño. Mi pequeño ángel. Haría cualquier cosa… —Se le quiebra la voz, pero no puede evitar continuar—. Tienes razón, claro. Encontramos la primera muestra compatible en un registro de trasplantes. Pero mi hijo… cuando recayó… —Las lágrimas le humedecen la cara—. No había más muestras compatibles. Ninguno de nosotros, ni Kai ni yo, éramos donantes potenciales. Dao siempre había sospechado que Kai tuvo otro hijo en el pasado, leyó en el periódico sobre una mujer que resultaste ser tú. Cuando localizamos a la niña, pensamos que ella sería la respuesta. Pero no sirvió de nada. Ella es solo hermanastra.

Se queda callada y aparta la mirada. Y veo la desesperación en su rostro. Es la misma desesperación que sentí en Everett cuando me llamó por primera vez. Por la vida de su hijo.

—Así que el niño va a morir.

La suavidad desaparece de su cara y el rubor tiñe sus mejillas.

—Cállate.

—Os habéis quedado sin opciones ahora que sabéis que la sangre de Bonnie no funciona. No le queda mucho tiempo.

—¡Cállate!

—Un bebé con cáncer —digo negando con la cabeza—. Con vuestro dinero, pensaríais que podríais encontrar otra muestra compatible en el mercado rojo, pero no podéis, ¿verdad?

Ella se queda mirándome.

—Me pregunto… Kai era un idiota, nadie lo negaría, ni siquiera su padre, pero me pregunto qué fue lo que vio en ti. Yo no te tocaría ni aunque me pagaras.

Por alguna extraña razón, eso me resulta hilarante. Sonrío, pero me duele.

—Corre el rumor de que hay muy pocas cosas que no harías por dinero. —Nunca he oído ese rumor, pero lo doy por hecho.

Ella vuelve a abofetearme, esta vez con más fuerza. El cerebro me retumba dentro de la cabeza durante un segundo. Esta vez no pierdo ningún diente.

—Por eso manteníais al viejo encerrado, ¿verdad? Quería liquidar, pero tú eres una zorra codiciosa y, cuando le dio el derrame y ya no podía mantener el control de la empresa, te alegraste, ¿verdad?

Con un movimiento rápido, me agarra la cara mientras Dao se aleja del embarcadero.

—¿Cómo te atreves? La familia es lo más importante para mí. No estaba en su sano juicio incluso antes del derrame. Quería detener la producción de nuestros proyectos, incluso logró hacer que cerraran la mina de la isla antes de que me enterase.

—Jia… —dice Dao, aunque su voz apenas se oye por encima del motor. Yo casi me había olvidado de él.

—Va a morir esta noche de todas formas, Dao. ¿Qué más da? Tú céntrate en llevarnos todo lo lejos que puedas de nuestra propiedad. Haz tu trabajo.

Yo siento un vuelco en el estómago. Dao regresa al volante, escarmentado, pero no siento pena por él. Siempre será un empleado. Debería saberlo.

—Se hace viejo y cree que está enamorado del maldito bosque —prosigue Jia.

De pronto se me enciende una bombilla. Lo que fuera que me administró Kai es muy efectivo.

—La mina. Extracción mineral.

Ella entorna los ojos.

—No eres tan estúpida como pareces. Estuvimos décadas dedicados a la minería de tierras raras del África subsahariana y a él le daba igual. Pero viene aquí después del acuerdo del Congo y, tras intentar abrir la mina en un par de ocasiones, decide que no es la dirección apropiada para la empresa.

—Pero ya habíais comprado los derechos.

—Justo antes de que le diera el derrame, se echó atrás. Quería convertirlo en una especie de santuario. Pero nosotros nos dedicamos a la minería. Eso es lo que hacemos. No creamos santuarios.

—De todos modos estas tierras no están cedidas —le digo, por si acaso no lo sabía ya.

—Oh, que les den a esos comeflores —me dice en respuesta—. Podríamos hacerlo si quisiéramos. No es mi primera vez, ¿sabes? Conozco a gente en juntas directivas.

Yo frunzo el ceño y trato de aferrarme a una idea. Me cuesta, pero lo consigo.

—Te hace parecer débil.

—¡Tienes toda la razón! —Una ráfaga de viento le suelta el pelo y los mechones oscuros le golpean la cara. Parece una lunática, y su cambio de temperamento me desconcierta. La mujer con la que hablé en el salón del hotel hace días… ¿o fue hace semanas? No me acuerdo. Jamás me la imaginé levantando la voz o blasfemando. Jamás me la imaginé llorando. Pero, claro, la semana pasada tampoco estaba en una barca con destino a mi muerte.

—Tenemos intereses de minería por todas partes…, ¿lo entiendes? Si nos ablandamos con un proyecto, nos ablandamos con todos. Canadá es una de las mayores naciones mineras del mundo, y también lo es China. El papel de Industrias Zhang-Wei es tender un puente entre ambos países, por así decirlo. Y mi hijo vivirá para verlo. Encontraré la manera de salvarle la vida.

Mueve la boca, pero yo apenas oigo sus palabras. Para mí se ha vuelto banal. No hay nada tan aburrido como la codicia. En el centro de todo está el dinero. Qué ordinariez. Lo que haya podido sentir por ella debido a su hijo enfermo de cáncer se evapora en un instante. Cierro los ojos un segundo y, cuando los abro, tiene una pistola en la mano. De todas las maneras en las que imagino mi muerte, un balazo en una barca no es una de ellas. Noto que empiezo a sonreír con perversión. Si eso es lo que va a ocurrir, que así sea. Vuelvo a sentirme imprudente.

La miro a los ojos, abro la boca y dejo que me salga la voz.

Después de cantar para los informáticos de WIN, tenía muchas ganas de volver a hacerlo. Me he negado a mí misma ese placer durante demasiado tiempo. Si va a ser mi última canción, que sea una que siempre he querido que fuese mi mantra, aunque nunca he tenido el valor de cantarla, hasta ahora. La he tarareado toda mi vida, desde que la oyera por primera vez en el coro del pastor Franklin. Si va a ser Nina Simone, tiene que ser la que jamás me atreví a cantar. Tiene que ser I’m Feeling Good. Y es cierto que me siento bien. Dentro de poco quedaré libre por fin de esta gente. Surge una imagen en el fondo de mi mente, la imagen de alguien con ojos oscuros como los míos, pero ¿qué más puedo hacer por la chica?

Mi voz suena con fuerza y dejo que la aspereza de mi garganta impregne cada nota con una ronquera de la que Louis Armstrong estaría orgulloso. El viento amenaza con robarme las notas, pero no puede, esta noche no. Esta noche me pertenece. Canto mi canción y, efectivamente, me siento bien al hacerlo.

Jia se queda mirándome. Creo que me dispara más por sorpresa que por otra cosa.

Siento la bala impactar en el hombro izquierdo y caigo al suelo. Dao apaga el motor al oír el tiro. Noto que algo afilado se me clava en el muslo, pero eso no es más que una distracción momentánea del intenso dolor del hombro, que me inunda como un tsunami. Me incorporo sobre el asiento más cercano y sigo cantando. No quiero mirarla a los ojos todavía.

Jia vuelve a levantar la pistola, pero algo llama su atención a mis espaldas. Veo un movimiento por el rabillo del ojo y me giro. Una corriente oscura surge de las profundidades del océano y sale del agua.

Por un instante es como si el tiempo dejase de existir.

Jamás he visto algo tan bello en toda mi vida. Las nubes se disipan, la luna brilla en el cielo e ilumina el agua con su luz. La corriente oscura (porque ¿qué otra cosa podría ser?) me ha enviado un salvador. Una gigantesca cola bifurcada golpea la superficie del agua con fuerza ante nuestros ojos. Un temblor sacude la embarcación y Jia deja caer la pistola. Dao se tambalea. Él también lo ha visto. Si yo soy Jonás y esta es mi ballena, entonces es una oportunidad que no dejaré pasar.

Me saco el anzuelo que tengo clavado en el muslo y me encamino hacia la esposa de mi violador. Grita para que Dao la ayude, pero yo ya estoy encima de ella y le clavo el anzuelo, resbaladizo por mi propia sangre, en el cuello. Me rodea el cuello con los brazos. Igual que hizo su marido al retorcerme el tobillo, presiona sobre la herida del hombro que ella misma ha creado. El dolor es insoportable, pero veo la pistola que ha dejado caer a poca distancia y la alcanzo. Se me resbala justo cuando Dao se me acerca, también con una pistola. Desde el volante, estaba lo suficientemente lejos como para preocuparse por Jia, pero ahora, justo delante de mí, no puede fallar el tiro. La embarcación vuelve a zarandearse y él resbala con mi sangre. Yo ya estoy en el suelo, así que me resulta más fácil alcanzarla. Vuelvo a agarrar la pistola y esta vez no vacilo. La bala le alcanza en el abdomen y él cae de espaldas. La fuerza del retroceso me empuja hacia atrás y siento que se me entumece el brazo. Vuelvo a dejar caer la pistola, que rebota en la cubierta.

Oigo un paso a mis espaldas, me doy la vuelta y veo a Jia, todavía con el anzuelo clavado en el cuello, con el pelo revuelto, casi encima de mí. No tengo fuerza ni para sujetar el arma, así que me apoyo en el tobillo lesionado, escondo el hombro herido y, justo cuando va a echarme las manos encima, me giro hacia un lado y la empujo hacia la barandilla. Ella pierde el equilibrio y la inercia hace que caiga por la borda. Lo sorprendente es que consigue agarrarme a mí de la chaqueta y, en un último alarde de fuerza, me arrastra consigo.

El agua gélida me golpea y empiezo a agitar los brazos, buscando algo a lo que aferrarme. No hay nada, salvo Jia, que no me suelta. Aquí abajo está todo tan oscuro que no veo la luna. Noto que nos hundimos, siento que ella va aflojando la mano. Me queda una pierna sana, así que se la clavo en el estómago, la estiro… y quedo libre.

Mi cabeza sale a la superficie y tomo el aire a bocanadas. El agua está tan fría que por fin puedo concentrarme de nuevo. Sé que esto no durará mucho. Estoy perdiendo demasiada sangre. Las olas me sumergirán o sufriré hipotermia y me congelaré. Así que me obligo a nadar hasta que se me cansan los brazos y las piernas, y entonces dejo que la oscuridad me consuma. Antes de perder la consciencia, me parece ver un destello de luz en el horizonte, pero estoy demasiado agotada como para confiar en mi cabeza. Me voy a dormir.

¿Es mi imaginación, o una corriente cálida me tiene agarrada?

10

El hombre y la perra han estado buscando durante todo el día.

La luz empieza a disminuir y el sendero que han estado siguiendo, un camino serpenteante junto a la costa, no le ha resultado fácil. Le duele mucho la pierna mala. Sabe que ya deberían haberse dado la vuelta, pero siente una extraña premonición que le hace seguir hacia delante. Están quedándose sin tiempo. Ve que la perra se detiene para olfatear el aire salado, después sale corriendo y desaparece. Él no puede hacer nada para detenerla. Su cojera ha empeorado por haberse pasado las últimas horas caminando por un terreno tan irregular y apenas puede mantenerse en pie.

Cuando Simone le llamó, Brazuca sintió que había ocurrido lo inevitable. Sintió el impacto como si le hubieran golpeado con un objeto metálico romo. Había traicionado una confianza muy frágil y ahora está en deuda.

—He llegado tarde, Jon —le dijo Simone. Jamás la había oído tan desesperada—. He tardado un tiempo en localizar esta propiedad. No pensaba con claridad. Estaba buscando en el Vancouver continental, no en la isla. Debería haberla encontrado antes. Le ha ocurrido algo. Puedo sentirlo. Yo me quedaré aquí por si acaso aparece, pero necesito que vayas tú.

—Simone…

—Encuéntrala, por favor.

Fue ese «por favor» el que le convenció.

Ni Crow ni Krushnik pudieron decirle si Nora había ido a la isla o no. Ellos también estaban preocupados. Querían ir con él, pero se negó. Estaba a punto de salir por la puerta cuando oyó los suaves pasos a su espalda, el sonido de las uñas sobre el suelo.

—Entonces será mejor que te la lleves a ella —dijo Crow, contemplándolo con la perra desde el marco de la puerta.

—Un momento —dijo Krushnik—. No sé si es buena idea.

Pero el chucho no se separó de Brazuca. Se quedó con él durante el viaje en ferri y el trayecto hasta la dirección que Simone le había proporcionado. Cuando llegaron aquella mañana, encontraron la casa en silencio, como una presencia siniestra, y él sintió el miedo que se alojaba en su interior. Entonces vio la sangre dentro… Dios santo, toda esa sangre, y Nora no estaba por ninguna parte.

Dobla un recodo y encuentra a Whisper de pie en lo alto de un barranco inclinado, mirando hacia las rocas de abajo. Está a punto de adelantarla, pero ella tiene las orejas levantadas, como si hubiera olfateado un rastro en el aire. Echa a correr pendiente abajo, eligiendo el camino más fácil. Cuando va por la mitad, las piedras resbalan bajo sus pezuñas y realiza el resto del camino resbalando. Trata de aferrarse al suelo con las uñas, pero no lo consigue. Se le dobla una de las patas traseras cuando llega al final.

—¡Eh! —grita Brazuca mientras el animal cojea entre las rocas—. ¡Vuelve aquí, chucho asqueroso!

Pero le ignora.

—Maldita sea —murmura antes de seguirla, utilizando el mismo camino que esta. A él le lleva más tiempo. Ahora que también está abajo, al mismo nivel de las rocas, ve lo que Whisper había olfateado. Allí, junto al océano, oculta por un enorme montículo rocoso, hay una figura. La perra se acerca con cuidado y la olfatea. Entonces agarra un brazo con la boca y tira hasta que la figura se da la vuelta.

—Jesús —dice Brazuca.

De pronto la perra levanta la cabeza y eriza el lomo.

Un suave movimiento en la linde del bosquecillo de arriba capta su atención. Aparece entonces entre los árboles un gato, el gato más grande que Brazuca jamás ha visto, y los mira enseñando los dientes.

Whisper gruñe, de pie sobre el cuerpo de Nora, y muestra los dientes también. El gato es más grande que la perra, Brazuca lo percibe incluso desde abajo, pero Whisper no se achanta. Su gruñido se convierte en un potente ladrido que deja escapar la espuma de su boca. El gato se acerca al borde. Cuando se agacha, preparándose para saltar, Brazuca sale de su ensimismamiento. Da un paso al frente y grita con todas sus fuerzas, agitando los brazos por encima de la cabeza.

El gigantesco gato vacila. Retrae los labios por encima de sus afilados dientes y, con un salto decidido, regresa al bosque.

Brazuca se queda helado, mirando a los árboles durante un largo rato. Después se vuelve hacia Nora. Whisper retrocede unos pasos y se tumba en el suelo, de manera que su vientre queda apoyado en las piedras y su hocico colgando del hombro de Nora.

—Un puma —murmura él mientras le pone los dedos a Nora en el cuello para buscarle el pulso—. Un maldito puma…

Entonces saca el móvil del bolsillo y marca.

—Necesito servicios de emergencia.

11

Salgo de un sueño profundo en una habitación de hospital con poca luz y me encuentro con mi versión adolescente. Los mismos ojos oscuros, pero con otra forma. El pelo oscuro y muy corto. Una piel a medio camino entre el dorado y el bronce. Mis rasgos son diferentes a lo que recuerdo, pero ¿quién puede acordarse de uno mismo cuando era pequeño? Parece una imagen que alguien haya estirado hasta distorsionarla para después volver a dejarla como estaba, aunque no queda igual. La expresión de mi rostro es de cautela, lo cual es lógico, pero hay algo de curiosidad y de esperanza, lo cual no lo es. Cierro los ojos y deseo que la imagen desaparezca, pero se cuela bajo mis párpados.

—Mamá —dice la imagen.

—Tú no tienes madre —le digo a este reflejo de mí misma—. Te abandonó. Te odia. Estás mejor sin ella.

—Eso no es cierto.

—Sí lo es. Nadie te quiere, ni siquiera tu hermana, pero ¿a quién le importa? Es una zorra. —Me viene a la cabeza la imagen de un utilitario, pero no sé por qué.

—Te equivocas —insiste mi otro yo joven—. Tengo dos.

—Solo una hermana.

—Dos madres. Y las dos me quieren. Las dos me han buscado.

Yo me río, aunque tengo la garganta tan seca que la risa se convierte en una tos entrecortada. Me duele todo el cuerpo, todo. Hasta los ojos, como si hubiesen visto demasiado y por eso me duelen. El caso es que no recuerdo qué es lo que han podido ver para que me duelan tanto.

—Nadie te quiere —le recuerdo a mi otro yo cuando al fin dejo de toser—. Nadie te quiere…, nadie…

—Mamá —dice la voz, y yo me encojo y trato de bloquearla. ¿Qué está diciendo? Yo no soy su madre, ella es yo. Yo soy ella. Mi boca es incapaz de formar una respuesta—. Por favor, no te vayas… —me ruega. Dios, qué pesada era de niña. Por favor, no te vayas. Por favor, quiéreme. Aj. Ya le he dicho que nadie la quiere, ¿qué más quiere de mí?— No me dejes, mamá…

Me alejo de mí misma al oír esas palabras. Esta niña cree que tiene una madre; de hecho, está tan confundida que dice que tiene dos. Qué ridículo. Qué absurdo. Qué equivocada está. La pequeña Nora Watts no tiene nada, salvo su voz, pero eso no le traerá más que problemas.

—Vamos, cariño —dice otra voz, esta de hombre. Me resulta familiar, pero no la ubico—. Necesita descansar. Quizá puedas verla más tarde.

Es probable que yo no vuelva a ver a esta yo de joven, porque mis pesadillas son muy específicas, pero no lo digo en voz alta. Quiero decirle que se marche y que no vuelva, pero ella pone el hocico en mi mano inerte, que cuelga por un lado de la estrecha cama de hospital. Tiene la nariz fría y húmeda al tacto. Me quedo dormida sintiendo que me lame los dedos.

Qué sueño más extraño.

12

Abro los ojos y me pregunto qué hora será. Una luz grisácea y triste se cuela por la ventana del sótano, pero eso no significa nada. Podría ser por la mañana o por la tarde, o cualquier otra hora entre medias. Pero mi teléfono me dice que son poco más de las cuatro de la tarde. He dormido casi todo el día y habría dormido mucho más de no haber sido por el pelo que me hace cosquillas en la nuca.

Oigo pasos en las escaleras.

Whisper está atiborrada de analgésicos por haberse rasgado un ligamento, así que todavía no se ha dado cuenta. Además, está agotada de mordisquearse el protector para la pata. Ignorando el dolor del hombro, agarro la tubería de acero que tengo junto a la puerta y me echo a un lado. Abro la puerta solo unos centímetros, lo suficiente para ver a una mujer de pelo caoba que baja por las escaleras. Tardo unos segundos en reconocer a Lynn. Tiene el pelo más oscuro que la primera vez que la vi. Más apagado, aunque ella en general tiene mejor aspecto. Ha ganado algo de peso y le sienta bien.

Estornuda por el polvo acumulado y se detiene al verme mirándola desde la puerta.

—Hola —dice tras pasar unos segundos mirándonos la una a la otra.

—¿Sí? —pregunto bajando la tubería de acero. Lo último que necesito en la vida son visitas inesperadas.

—Tu amigo el investigador, Leo creo que se llama, me dijo que te encontraría aquí, en el sótano. He venido para darte las gracias por… por buscar a Bonnie. En realidad no sabemos qué ocurrió, parece que nadie lo sabe, pero tú descubriste dónde la tenían y cuando estaba en el hospital, antes incluso de que nosotros supiéramos que la habían encontrado, allí dijeron que había recibido la visita de una mujer que quería llevársela. Creemos que era Jia Zhang. Y entonces… no regresó jamás. Creemos que eso es gracias a ti. Le salvaste la vida —me lo dice deprisa, como si lo tuviera planeado y, ahora que llega el momento, quisiera quitárselo de encima cuanto antes.

—¿Dónde está Everett?

Parece quedarse sin palabras.

—Ah, se ha mudado. Es… es lo mejor, en realidad.

—¿Con la mujer del jazmín?

—¿Qué? Ah, sí. El jazmín. —Sonríe con tristeza—. Eso era. En realidad se llama Adele y es su jefa. ¿Te lo imaginas? Mi marido tirándose a su jefa sobre su mesa cuando los demás empleados se van a casa.

Niego con la cabeza. No puedo imaginármelo, pero lo intento. Everett Walsh, inclinado sobre una mesa, entre las piernas de una mujer mayor con aroma floral. Nos quedamos así unos segundos; Lynn intentando borrar de su cabeza esa imagen tan perniciosa, y yo sin poder evitar visualizarlo.

No parece saber qué hacer con las manos, así que, tras alisarse el pelo y la ropa, se las mete en los bolsillos.

—¿Puedo entrar? —me pregunta al fin.

Yo vacilo. Nadie, salvo Whisper y yo, ha entrado aquí durante mi estancia, pero es evidente que Lynn tiene una misión. Abro la puerta un poco más y ella me sigue hasta el sofá del antiguo apartamento de Leo, que se suponía que yo debía poner a la venta hace cuatro años. Contempla las tuberías vistas por el techo.

—Es muy industrial. Vuelve a estar de moda, ¿lo sabías?

Yo asiento y espero a que continúe. Este sótano no tiene nada que esté de moda. Hasta yo lo sé.

—El hombre con el que yo me veía también era un compañero de trabajo. Menudo cliché. Ambos, adictos al trabajo. Solo teníamos tiempo para aventuras con gente del trabajo.

—Ahí estabas el día en que Bonnie desapareció. Con él.

—¿Cómo lo sabías?

—Porque mentías.

Ella se queda mirándome.

—Eres una mujer sorprendente. Quizá en otro momento, en otras circunstancias…

Yo me río. Jamás seríamos amigas en otras circunstancias.

Ella sonríe.

—Bueno, quizá tengas razón. Ninguna de las dos parece especialmente amable. Y lo que sabes de mi familia… Debemos de haberte dado una imagen bastante mala… No, no lo niegues —me dice, aunque yo no tuviera intención de hacerlo—. Everett y yo nunca fuimos perfectos, pero hay algo que debes saber. Queremos a Bonnie. Nuestro matrimonio murió hace mucho tiempo y ella nos ha mantenido unidos.

Lynn no llora y yo me alegro. Nunca sé qué hacer con las mujeres que lloran. En un grupo de supervivientes, una vez yo también fui una de esas mujeres llorosas. Me marché y jamás regresé. Lynn saca unas fotografías del bolso.

—Quiero que las tengas tú. No es necesario que las veas ahora. Cuando estés lista. Puedes tirarlas si quieres.

Deja las fotografías en el sofá. Yo no digo nada; en realidad no hay nada que decir. Whisper, despierta ya, viene trotando para olfatearle la entrepierna a Lynn. Satisfecha con el que considera su deber, se tumba a mis pies y agacha la cabeza. A todos los efectos, parece quedarse dormida al instante, pero yo sé que está escuchando.

Lynn la mira con ternura unos segundos, perdida en sus pensamientos. Me surge una pregunta, algo en lo que jamás me he permitido pensar, y mucho menos expresar.

—¿Puedo…? —Se me cierra la garganta. Siento unos dedos invisibles que me la oprimen, tratando de ahogar mis palabras. Pero quizá sea el momento—. ¿Puedo conocerla?

Lynn se queda quieta y mira hacia otro lado.

—Ella no te… Ella te vio en el hospital. ¿Lo recuerdas?

—No.

—Le dijiste algunas cosas… Mira, esto es duro, porque sé lo que has pasado para encontrarla, pero se quedó muy alterada al verte. Después de todo aquello. Ha sido demasiado para ella. Creo que necesita espacio. Alejarse… de ti.

—No lo sabes —le digo cuando el silencio entre ambas se vuelve insoportable.

—¿Disculpa?

—No sabes lo que pasé. —¿Cómo va a saberlo? No lo sé ni yo. No lo recuerdo. Es lo que tiene que te droguen y perder varios litros de sangre.

Ella suspira.

—Es justo. Lo que trato de decir es que Bonnie tuvo una imagen de ti durante mucho tiempo y, al verte…, te volviste real y no lo soportó. Necesita tiempo. ¿Lo entiendes?

No sé qué otra cosa decir, así que asiento con la cabeza.

Lynn se aclara la garganta. Abre la boca para hablar y vuelve a cerrarla. Yo espero.

—Sí que quería saber quién era su verdadera madre antes de que esto sucediera —dice al fin—. Quizá algún día lo quiera otra vez.

—Ya sabe quién es su madre.

Lynn me mira a los ojos y me aguanta la mirada. Luego se pone en pie y se dirige hacia la puerta. Entonces vacila.

—Mira, me han ofrecido un trabajo en Toronto y voy a aceptarlo. Bonnie quiere empezar de cero, así que se viene conmigo. Everett está destrozado con la idea, pero sabe que necesitamos un cambio. Bonnie y yo… nos vamos. Pero creo que se pondrá en contacto contigo, Nora. De verdad que sí. Sabe que a Everett y a mí nos parece bien que te vea, así que no tendrá que escaparse —me dice antes de desaparecer por el pasillo.

Doy la espalda al taco de fotografías y espero a que se alejen las pisadas, a que se cierre la puerta de arriba. Cuando sucede, rasco a Whisper detrás de las orejas.

—Venga, mentirosa. Vamos a dar un paseo.

Las calles están particularmente sucias hoy y me resulta agradable volver a respirar la peste de la basura humana. Están construyendo otro bloque de apartamentos cerca de aquí y las obras volverán loca a la gente durante los próximos meses. Whisper y yo nos dirigimos hacia el océano, cojeando juntas, hasta que llegamos a nuestra barandilla habitual con vistas al Pacífico. El mar ahora me resulta más misterioso que antes de recibir la llamada de Everett aquella fatídica mañana, pero me parece bien, porque está de mi lado. Me inclino sobre la barandilla, pero ya no me imagino una corriente oscura.

Whisper deja escapar un quejido desde lo profundo de su garganta. Miro y veo a Brazuca sentado en un banco a pocos metros de distancia.

—Estás viva —me dice, mirándome de arriba abajo. No me ofende su mirada. Es más un catálogo de lesiones que otra cosa. Me vuelvo hacia la barandilla. Por alguna razón sabía que aparecería, más tarde o más temprano. Estoy segura de que Whisper lo tendrá bien vigilado ahora que se ha dado cuenta de que está aquí.

—¿Sabes? Tienes suerte de que la policía no tenga ni puta idea de cómo enfrentarse al desastre que dejaste allí. He hablado con algunas personas y… es posible que no se presenten cargos, Nora.

Eso, la intervención de Seb y las drogas que tenía dentro cuando por fin me lavaron el estómago fueron lo que evitaron que me arrestaran de inmediato al despertar en el hospital. Me dicen que maté a un hombre y que encontraron mi sangre en su casa. Que me han disparado. Que me encontraron en las rocas de una playa sin tener idea de cómo llegué. Dijeron que Jia Zhang apareció, llevada por la marea, a unos tres kilómetros de distancia con un anzuelo clavado en el cuello, pero estaba muerta, ahogada. Mi sangre estaba por toda la casa de Ray Zhang, pero su nieto y él habían desaparecido. No se ha sabido nada de ellos desde que yo aparecí en la costa. Que encontraron una mancha de sangre en su sótano que concordaba con la de una adolescente de Vancouver que se había escapado. Bonnie.

Me han contado todas estas cosas, me han preguntado por ellas, me han gritado. Pero la verdad sigue siendo la misma: no me acuerdo de nada. Ahora se me ocurre que tal vez Brazuca tuviera algo que ver con ello, pero, después de lo que le he hecho pasar, me sorprendería que moviera un dedo más para ayudarme.

—¿Cómo acabaste en el agua, Nora? —pregunta ahora—. ¿Cómo?

¿Cómo llegué de la casa a esa playa lejana? No tengo ni idea. Me encojo de hombros.

—No lo recuerdo.

—¿Qué pasó con el hombre de Jia Zhang? Dao.

Niego con la cabeza.

—Tú habrás estado más al corriente de eso que yo.

—Lo he buscado. Nada. Nadie lo ha visto desde aquella noche. Ni a Ray Zhang. Ni a su nieto. Supongo que tampoco recuerdas nada de eso.

—No. —Pero eso no me consuela. La idea de que pueda seguir por ahí, en alguna parte—. No sé dónde está.

Esa es mi historia y me ciño a ella. Ayuda el hecho de que mis informes toxicológicos respaldaran mi versión.

—Solo intentaba ayudar —me dice con suavidad tras un minuto de silencio—. Solo quería que lo supieras. Trabajé para WIN, sí, pero no sabía de la conexión con Zhang cuando me trajiste aquel número de matrícula para que lo investigara. Quería resolver el misterio igual que tú, pero no era una de esas cosas que podría preguntarles sin más.

Yo no respondo. Quizá esté diciendo la verdad, pero no se puede cambiar el pasado, y no puedo, bajo ningún concepto, perdonar al único hombre cuyas mentiras no sé reconocer.

Nos quedamos así un rato, ambos negándonos a movernos. Al final oigo el roce de su abrigo cuando se levanta del banco.

—Debería decirte que he vuelto al programa, Nora. Lo que me hiciste en la montaña… Con frecuencia, las víctimas de violación recrean sus ataques, pero siendo ellas las que controlan la situación. Entiendo que me ataras a la cama y me drogaras. Era una manera de tener el control de una situación que no te gustaba, que te disgustaba y te hacía daño. No lo justifica, pero lo entiendo.

—Superviviente —le digo cuando se da la vuelta para irse.

—¿Qué?

—Has dicho «víctima».

El que ha sido poli, lo es toda la vida. Así es como piensan ellos; pero, si algo he aprendido de esos grupos a los que solía ir, es que la manera de expresarse es importante.

Brazuca hace una pausa.

—Una superviviente. Sí, qué tonto soy. Tienes razón. —Se ríe para sus adentros durante un minuto—. Creo que «superviviente» es la mejor palabra para describirte, la verdad. Cuídate, Nora. Y, si vale de algo, siento mucho haberte engañado.

Escucho sus pasos mientras se aleja, su cojera más pronunciada que nunca, y me dejo caer contra la barandilla. Pienso en lo que acaba de revelarme. Ha vuelto al programa. Mi cuerpo se relaja un poco al saber que no le he convertido en un alcohólico furibundo. Me duele un poco menos. Whisper percibe mi relajación y se relaja ella también.

He mentido a Brazuca. Sí que recuerdo algo de aquella noche.

Hay un canal muy profundo, bajo la superficie del océano, capaz de transportar el sonido a enormes distancias. Permite a diversas armadas mundiales comunicarse entre ellas bajo el agua, en tramos larguísimos. Pero lo descubrieron las ballenas. Como una emisora de radio solo para ellas, solo tienen que sumergirse lo suficiente para acceder a él. Teniendo en cuenta que la cabeza de una ballena es como una antena acústica que transmite y amplifica el sonido, pueden oír cosas que nosotros no podemos ni imaginar. Tengo un vago recuerdo en el que cantaba por mi vida en la cubierta de un barco, y una aleta sedosa emergió de las profundidades del océano, dio un enorme salto y me proporcionó la distracción que me salvó la vida. Recuerdo estar cantando, aunque eso es totalmente absurdo. Quizá sí lo hiciera. Quizá sí que canté y mi canción viajó por ese túnel de sonido y atrajo a mi salvadora. He pasado años mirando por encima del rompeolas, deseando ver esa corriente oscura para que me diera un poco de amor…, y lo único que tenía que hacer era cantar.

Me quedo en la barandilla un largo rato después de que Brazuca se marche.

La niebla adquiere una cualidad peculiar cuando está a punto de disiparse y de dejar brillar al sol, como si los átomos estuvieran calentándose y preparándose para dispersarse. Quiero una copa, como siempre, pero presiono la punta de una pequeña navaja suiza contra el hueco que hay entre el dedo índice y el pulgar, y esa punzada de dolor calma mi necesidad. Es un lugar en el que las cicatrices no son demasiado visibles y el corte no puede hacer mucho daño en sí mismo. Dejaré de hacerlo cuando pueda controlarlo mejor; siempre ha sido así. Pero, por ahora, hago lo que tengo que hacer.

Whisper me toca la rodilla con el hocico y me lame la mano para calmar mi dolor. Se queda mirando al horizonte. Yo sigo su mirada y veo un rayo de sol que se abre camino entre las nubes e ilumina la tarde muy levemente.

Sobre la autora

Sheena Kamal es licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad de Toronto y ganó una beca en Canadá para promover el liderazgo comunitario y el activismo en torno al tema de la indigencia. Kamal también ha trabajado como documentalista de criminología e investigación para la industria televisiva y cinematográfica. Su experiencia y sus conocimientos académicos inspiraron su debut como novelista. Vive en Vancouver, Canadá.

¿Estás dormida?

Barber, Kathleen

9788491393016

336 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Una novela de suspense psicológico con un gran gancho narrativo, ¿Estás dormida? cautivará a los fans de The making of a murder y atraerá a los lectores que buscan protagonistas femeninas fuertes.Las voces narradoras son las de la protagonista y la de la periodista que, sin que nadie se lo haya pedido, lleva nueva luz al brutal homicidio de su padre. El debut de Kathleen es una historia sobre pérdidas, sobre lazos y secretos familiares y sobre la influencia de los medios.Josie lleva los últimos 10 años intentando escapar de la reputación de su familia, y con razón: su padre fue asesinado, su madre se escapó para unirse a una secta, y su hermana gemela le robó a su novio del instituto. Josie por fin ha logrado echar raíces en Nueva York, estableciendo una vida doméstica con su pareja, Caleb. El único problema es que ha mentido a Caleb sobre todos y cada uno de los detalles de su pasado.Cuando un podcast empieza a investigar el caso del asesinato de su padre, que lleva tantos años cerrado, a Josie le angustia que su mundo pueda empezar a desmoronarse. Después de que la muerte de la madre de Josie la obligue a regresar a su casa en el Midwest, tendrá que enfrentarse a las relaciones sin resolver de su pasado, y a las mentiras sobre las que ha edificado su futuro. La periodista que produce el podcast es cada vez más obstinada, y la hermana de Josie alcanza un punto de crisis emocional al revelarse por fin la verdad sobre el asesinato de su padre.

Cómpralo y empieza a leer

Hijo único

Navin, Rhiannon

9788491392491

380 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Un conmovedor debut narrado por un inolvidable niño de seis años que nos recuerda que a veces los más pequeños tienen los sentimientos más poderosos y que las voces más débiles son las capaces de gritar más alto.Aquel martes fuimos al colegio como siempre. No todos volvimos a casa...Agazapado en un armario con su maestra y sus compañeros de clase, Zach, de seis años, oye disparos resonando por los pasillos de su colegio. Un pistolero ha entado en el edificio y, en cuestión de minutes, se habrá cobrado diecinueve vidas.Tras el tiroteo, las familias y lo que antes era una comunidad unida quedan destrozadas. Cada uno se enfrena a la tragedia a su manera. El padre de Zach se ausenta, su madre busca justicia… y Zach se retira a su guarida supersecreta y se sumerge en un mundo de libros y dibujos.Pero al final, será Zach quien enseñe a los adultos de su vida a mirar hacia delante… como, a veces, solo un niño puede hacerlo. Enhorabuena a Rhiannon Navin por su extraordinario debut.Harlan CobenUna impresionante primera novela.Publishers WeeklyUno de los grandes debuts del próximo año.Library JournalUn impactante despliegue de empatía que rescata la verdadera dimensión de las cosas.Kirkus Reviews

Cómpralo y empieza a leer

Habana skyline

Hernández, Vladimir

9788491392477

400 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

La esperada continuación de la serie policiaca ambientada en La Habana de Vladimir Hernández, el nuevo maestro de totalitarismo noir.¿Qué tienen en común un sicario, un funcionario corporativo y un agente infiltrado muerto por sobredosis de éxtasis? El nexo podría ser un poderoso estupefaciente emparentado con el MDMA llamado Skyline, que amenaza por extenderse por La Habana.En la Cuba de los cambios pospuestos y la contrarreforma estatal, Eddy, un policía con tendencia a operar de forma expeditiva, necesita unir los puntos que desentrañan el entramado criminal en torno al Skyline, y para ello deberá enfrentar la burocracia interdepartamental de la Policía Nacional Revolucionaria, la astucia enemiga, y el acoso de un chantajista.A resultas de la investigación sobre la trama Skyline, la vida de un hombre comienza su particular descenso a los infiernos, mientras un sicario, imparable máquina de matar, se pone en marcha con el propósito de eliminar cabos sueltos.Un paseo por la Habana Vieja, el corazón de la Habana, un corazón "hacinado", y por su Mazmorra, la comisaría del distrito, y un fresco sobre la corrupción que la corroe, pero también sobre el cubano y su condena, la condena de aquel que prefiere la inmolación al cambio.Laura Fernández, El MundoTres tenientes, tres casos y tres formas de ver una misma realidad, esto es lo que nos propone Vladimir Hernández en su Habana réquiem. El veterano Puyol, un policía intuitivo e inteligente que se ve obligado a enseñarnos su miserias. La arribista Ana Rosa, no todo vale y con ella nos daremos cuenta hasta donde llega la ética profesional. Y el impulsivo Eddy... qué decir de Eddy, dispara y luego pregunta, actúa y luego piensa, él nos conducirá por un vertiginoso viaje por su Habana Vieja.Miguel Ángel Díaz de SomNegra en El PaísUn thriller policiaco que desmonta el aperturismo de Cuba.

Cómpralo y empieza a leer

Arrowood

Finlay, Mick

9788491393030

400 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

1895: La ciudad de Londres está asustada. Un asesino está al acecho en las calles, los pobres están hambrientos, los cabecillas de las bandas criminales están haciéndose con el control, las fuerzas policiales no dan abasto.Los ricos acuden a Sherlock Holmes, pero el aclamado detective privado no pisa casi nunca las densamente pobladas calles del sur de Londres, las calles donde los crímenes son más sórdidos y la gente más pobre.En una oscura esquina de Southwark, las víctimas acuden a un hombre que detesta a Holmes, a los adinerados clientes de este y el teatral enfoque forense con el que investiga los crímenes. Ese hombre es Arrowood: psicólogo autodidacta, borracho ocasional e investigador privado.Cuando un hombre desaparece misteriosamente y la persona que podría aportarle información al respecto es brutalmente apuñalada ante sus propios ojos, Arrowood se enfrenta junto a Barnett, su fiel ayudante, a la misión más difícil que han tenido hasta el momento: capturar al cabecilla de la banda criminal más peligrosa de Londres...

Cómpralo y empieza a leer

Pack Faye Keyerman - Febrero 2018

Kellerman, Faye

9788491393160

912 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Desde la oscuridadìDicen que los muertos no hablan, pero, si uno escucha atentamente, claro que los oye hablarî. Por su rango en el Departamento de Policía de Los Ángeles, el teniente detective de Homicidios Peter Decker no recibía demasiadas llamadas de servicio a las tres de la madrugada, a menos que el caso fuera muy grave o despertara el interés de los medios de comunicación, o ambas cosas a la vez. Alguien había entrado de noche en Coyote Ranch, el lujoso rancho del constructor y millonario Guy Kaffey, y lo había matado a tiros, junto a su esposa y cuatro de sus empleados. Peter, sus detectives Scott Oliver y Marge Dunn y el resto de su equipo de investigación de homicidios no tardaron en averiguar que aquellos truculentos asesinatos eran obra de alguien que pertenecía al entorno de la familia. ¿Se trataba únicamente de un robo y un asesinato, o formaba parte de algo aún más retorcido?El ahorcadoQuince años atrás, Chris Whitman, en su último curso de instituto, fue a prisión por asesinar a su novia, Cheryl Diggs. Impulsado por un equivocado sentido de la caballerosidad, confesó, decidido a librar a otra compañera de clase, la hermosa y vulnerable Terry McLaughlin, de tener que testificar en su juicio. Cuando la verdad salió a la luz, Chris salió de prisión, se casó con Terry, que estaba embarazada de él, y se cambió el apellido por el de Donatti. Peter Decker fue el detective encargado del caso y, a lo largo de los años, mantuvo el contacto con Terry. Ahora su amiga estaba en Los Ángeles y le pedía un favor, pero el favor no tardó en complicarse cuando Terry y Donatti desaparecieron. Pero Decker tuvo que compaginar la búsqueda de Terry con un truculento asesinato.

Cómpralo y empieza a leer