Capítulo 3
—Buenas tardes, Sheridan Bank... no me aparecen sus operaciones bancarias, señor Cook. ¿Desea que pruebe con otra cuenta?
El murmullo de unas treinta conversaciones distintas invadía el ambiente. Las voces, en su mayor parte femeninas, llenaban la sala zumbando cual amables abejorros. Harry se paseaba entre las mesas, separadas por tabiques acolchados azules, y escuchaba de pasada a las chicas que respondían las llamadas. Ella misma tenía una cuenta en Sheridan, aunque quizá se viera obligada a cambiar de banco después de aquello.
Había muchas mesas vacías, pero Harry quería una al fondo. Llegó al fondo de la sala y se hizo con una mesa libre en la esquina. Dejó su bolso en la silla y esperó a que la muchacha de cara redonda que ocupaba la terminal de trabajo contigua finalizara su llamada.
—Discúlpenos, señora Hayes. Adiós.
La chica tecleó algo y le guiñó el ojo a Harry.
—Otro cliente descontento.
Harry sonrió.
—¿Hay alguno que no lo esté?
—Aquí no.
Harry le tendió la mano.
—Soy Catalina. Empiezo a trabajar aquí esta tarde.
—Ah, muy bien. Me llamo Nadia.
Le estrechó la mano. Llevaba las uñas largas y de color rojo, y lucía un anillo de plata en cada uno de sus rollizos dedos, incluido el pulgar.
Harry señaló la mesa vacía.
—¿Puedo sentarme aquí?
—Claro, no hay nadie.
Harry se sentó y encendió el ordenador.
—Creo que aún no estoy registrada en el sistema. ¿Podrías ayudarme a entrar?
Nadia parecía dubitativa.
—Se supone que no debería hacerlo.
Había que tomárselo con tranquilidad.
—Bueno, no importa. Sólo quería echarle otro vistazo al sistema de asistencia antes de que la señora Nagle vuelva de almorzar.
Nadia se mordisqueó el labio inferior y sonrió.
—¿Por qué no? Mejor que no te vea perdida el primer día, ¿verdad?
Se sacó los auriculares, se acercó y escribió su nombre de usuario y su contraseña. Harry percibió un aroma mezcla de Calvin Klein y caramelo de menta.
—Ya está —dijo Nadia.
—Gracias, te debo una.
Harry esperó a que Nadia regresara a su mesa y contestara otra llamada. Ajustó el ángulo de la pantalla para que nadie pudiera ver lo que estaba haciendo, y empezó a trabajar.
Con unas pocas pulsaciones salió de la aplicación de asistencia al cliente y accedió al sistema operativo del ordenador. Harry movió la cabeza de un lado a otro y estuvo a punto de chasquear la lengua en señal de desaprobación. Debería estar más protegido. Husmeó en los entresijos de la máquina y se introdujo en archivos y directorios, pero se trataba de un ordenador de mesa y no encontró ninguna sorpresa. Hizo clic con el ratón y al punto aparecieron todas las conexiones de red:
F: \\Jupiter\shared
G: \\Pluton\users
H: \\Marte\system
L: \\Mercurio\backup
S: \\Saturno\admin
Aquello sí podía constituir un camino hacia los ordenadores centrales del banco.
Harry intentó acceder a las máquinas en red de aquella lista. Fue capaz de introducirse en algunas de ellas y ver sus archivos, pero casi ninguna le permitía apretar una sola tecla. Siguió curioseando en busca de algo útil hasta que finalmente lo encontró: el archivo de contraseñas del sistema, que contenía almacenados los nombres de usuario y las contraseñas de red. Era la llave del sistema. Hizo doble clic con el ratón y trató de abrir el archivo. Bloqueado.
Harry frunció el ceño y comprobó de cuánto tiempo disponía aún. El pulso se le aceleró: habían transcurrido ya veinte minutos y aún no había conseguido prácticamente nada. Se olvidó del archivo de contraseñas y empezó a hurgar en la red. Examinó a fondo el sistema de archivos y rastreó todos sus rincones. Sabía lo que buscaba, no podía andar muy lejos. Efectivamente, allí estaba: escondida en una unidad compartida de libre acceso, encontró la copia de seguridad desprotegida del archivo de contraseñas.
Harry sintió un hormigueo en la nuca. Siempre le sucedía lo mismo cuando lograba acceder a un sistema supuestamente seguro. Le hubiera gustado emular el redoble de un tambor sobre la mesa, pero no era ni el lugar ni el momento.
Abrió el archivo de la copia de seguridad y examinó su contenido. Los nombres de usuario aparecían en texto común, pero las contraseñas estaban cifradas. Harry miró con disimulo y comprobó que Nadia estaba hablando con un cliente por teléfono mientras repiqueteaba con sus largas uñas sobre el teclado.
Harry se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un CD que insertó en el ordenador. Contenía un programa de detección de contraseñas en el que introdujo el archivo de la copia de seguridad. Fingió que hojeaba un manual del ordenador mientras esperaba a que el programa acabara su tarea.
Como solía ocurrir con los cotejos de diccionario, podía tardar un rato. El programa recorría todo el diccionario y cifraba cada palabra para tratar de hallar correspondencias con las contraseñas cifradas del archivo. Seguidamente, lo intentaba con las combinaciones de letras y números. Cuando finalizara, Harry dispondría de todas las contraseñas que necesitaba.
Harry volvió a echar un vistazo a su reloj. Se le erizó el vello de la nuca y se la masajeó con los dedos. Dentro de diez minutos regresaría la supervisora, pero el programa tal vez necesitara quince minutos. Siempre que conseguía introducirse en un sistema, el tiempo la apremiaba; precisamente por eso le resultaba tan apasionante.
Su padre siempre había asegurado que acabaría siendo una ladrona desde el día en que arrojó un ladrillo contra la ventana de la cocina y consiguió entrar en casa a través de ella. Todo sucedió al salir de la escuela: llegó a casa y no llevaba llaves, pero no dejaba de pensar en el escáner de puertos que había ejecutado desde su ordenador aquella mañana y en lo que éste podría haber encontrado. Más tarde, intentó explicárselo a su padre mientras los cristales rotos crujían bajo sus pasos y él la miraba perplejo. Estaba convencida de que ya nunca más le permitiría utilizar el ordenador pero, en lugar de eso, le actualizó el procesador y le proporcionó su propio juego de llaves de casa. Ese día, aquella niña de once años subió a su padre a un pedestal.
Desde entonces, él empezó a llamarla Harry. A veces hubiera deseado llevar un nombre español más exótico como el de su hermana. Amaranta era alta, tenía el cabello de color rubio ceniza y había nacido cuando la madre de Harry aún se sentía hechizada por el encanto irlandés y español de su marido. Cuando nació Harry, los descalabros económicos del padre de familia les habían obligado a abandonar su mansión por una pequeña casa adosada, y su madre perdió el gusto para los nombres. Harry heredó de su padre los oscuros ojos españoles y los rizos de un negro azulado. Sin embargo, esto no impresionó a su progenitora, que rechazó de plano todo lo que le recordara mínimamente a España y bautizó a su hija con el nombre de Henrietta como su madre, una remilgada mujer del norte de Inglaterra.
—¿Acaso alguien conoce alguna ladrona que se llame Henrietta? —preguntó su padre después del incidente de la ventana.
Así que desde aquel momento se empeñó en llamarla Harry, y ahora ya no respondía a ningún otro nombre.
Harry comprobó la ejecución del programa. Casi había terminado. Recorrió con la vista la relación de contraseñas que ya se encontraban disponibles en texto común. Aparecía la de Nadia: nombre de usuario «nadiamc», contraseña «diamantes ». Y la de Sandra Nagle: «sandran», contraseña «fortaleza». Negó con la cabeza. Mal asunto. Necesitaba una cuenta de mayor rango con acceso privilegiado.
Allí estaba, al final de la lista, la contraseña del administrador de red: «asteroide27». Movió los dedos de los pies en los zapatos. Ahora estaba en disposición de hacer lo mismo que un vigilante de seguridad con la llave maestra del edificio: podía dirigirse a cualquier sitio. La red era suya.
Accedió al sistema con su nuevo estatus privilegiado e inmediatamente inutilizó el programa de auditoría de la empresa. Así, su actividad no quedaría grabada en los registros de auditoría. Era invisible.
Harry merodeó por los servidores y se introdujo en todos los archivos que juzgó interesantes. Sus ojos se abrieron de par en par al ver algunos de los datos a los que tenía acceso: evaluación crediticia de los clientes, ingresos del banco y salarios de los empleados. Podía consultar todos los mensajes de correo electrónico, incluidos los del presidente del banco.
Pasó a otra base de datos e intentó interpretar el significado de los números que aparecían. Sus dedos se quedaron paralizados sobre el ratón cuando cayó en la cuenta de que se trataba de parte de la información más confidencial de los clientes que poseía el banco: números de cuenta, códigos pin, detalles de las tarjetas de crédito, nombres de usuario y contraseñas. En definitiva, el sueño de todo hacker y, por si fuera poco, algunos datos no aparecían cifrados.
Harry se desplazó hacia la parte inferior de la pantalla. Le resultaría muy sencillo sacar dinero de aquellas cuentas, nadie se enteraría de lo ocurrido. Era como un fantasma en el sistema que no dejaba huellas.
—Ha regresado pronto.
Harry miró a Nadia, que señalaba con la cabeza hacia el otro extremo de la sala. Sandra Nagle consultaba junto a las puertas dobles algún documento en un sujetapapeles.
Maldita sea. Había llegado la hora de marcharse.
Los dedos de Harry comenzaron a teclear apresuradamente. Copió la lista de contraseñas detectadas en su CD, en el que también volcó algunos datos de las cuentas de los clientes y los pin de seguridad por si acaso.
La copia tardaba en completarse. Levantó la cabeza para ver qué hacía Sandra Nagle. Caminaba por la sala y se detenía cada pocos pasos para controlar el trabajo de las operadoras de la línea de asistencia.
Harry sabía que se estaba arriesgando demasiado y que debía terminar; pero aún le quedaba algo por hacer. Con el ratón, camufló uno de sus propios archivos y lo escondió en un rincón de la red. Siempre le gustaba dejar una tarjeta de visita.
La mujer se dirigía hacia ella mientras tomaba notas en su sujetapapeles. Se detuvo para preguntarle algo a una chica que estaba sentada muy cerca de Harry.
Harry borró los registros de eventos del sistema para eliminar cualquier posibilidad de ser descubierta. Después reactivó el programa de auditoría y levantó la vista.
Sandra Nagle la estaba mirando.
A Harry le sudaban las axilas. Oía el frufrú del nailon a medida que la mujer se acercaba. Cerró su acceso de red y abrió otra vez la aplicación de asistencia justo cuando Sandra Nagle llegó a su mesa.
La mujer respiraba profundamente. Se encontraba tan cerca que Harry podía apreciar el vello claro de su labio superior.
—¿Se puede saber quién es usted y qué se supone que está haciendo aquí?
—¿Es usted Sandra Nagle? —Harry se levantó y se colgó el bolso del hombro, agarró el CD y lo volvió a meter en el bolsillo—. La estaba esperando.
Harry la rozó al pasar por su lado y caminó hacia las puertas, tratando de ignorar el temblor de sus rodillas.
—Los del departamento de tecnologías de la información me han enviado para comprobar sus sistemas —contestó—. Tienen un grave problema de virus.
Sandra Nagle se encontraba justo a su espalda.
—¿Cómo…?
—No es necesario suspender las operaciones de inmediato, pero espero por su bien que hayan seguido los procedimientos antivirus del banco.
El paso de la mujer titubeó. Harry se giró hacia ella.
—Ya veo. Sin duda, tendrá noticias del departamento a su debido tiempo.
Harry empujó una de las puertas dobles, pero no se abrió. Probó con la otra. Estaba cerrada.
—Espere, ¿cómo ha dicho que se llama?
Sandra Nagle caminaba con firmeza detrás de ella.
Mierda.
Harry localizó el botón de apertura de puertas en la pared, lo apretó y se oyó un clic. Empujó las puertas para abrirlas y echó a correr por la zona de recepción. Melanie se quedó mirándola con la boca abierta.
Harry salió a la luz del sol a través de las puertas de cristal y corrió calle abajo.
Excitada por la adrenalina, continuó su carrera a lo largo del canal, pisando con fuerza el pavimento mientras notaba cómo la sangre bombeada recorría todo su cuerpo. Cuando tuvo la certeza de que nadie la seguía, aminoró la marcha y se sentó en el muro del canal para serenarse.
Se oía el murmullo del agua por entre los altos juncos de las orillas y una brisa suave le acariciaba el rostro. Cuando el corazón dejó de latirle desbocado en el pecho, sacó su teléfono del bolso y marcó un número.
—¿Ian? Soy Harry Martínez, de Lúbra Security. Acabo de finalizar el test de intrusión en sus sistemas.
—¿Ya?
—Sí, conseguí entrar y tengo todo lo que necesitaba.
—Dios mío. Eh, chicos, ¿hemos recibido alguna alarma del sistema de detección de intrusos?
Harry notaba cierto alboroto al fondo.
—Tranquilícese, Ian, ese sistema funciona. No realicé el test desde el exterior.
—¿Ah, no? Pues nosotros esperábamos un ataque perimetral.
—Sí, lo sé. —Harry esbozó una mueca de desagrado—. Lo siento.
—Oh, por Dios, Harry.
—Mire, un gran número de hackers actúan desde dentro de la empresa. Deben protegerse.
—¿Bromea?
—Entré a través de la propia red del banco y conseguí acceso como administrador...
—¿Qué dice?
—…y encontré las cuentas bancarias de los clientes y los números pin.
—¡Oh, no!
—Digamos que su seguridad interna no es demasiado estricta, pero puede mejorar si se toman ciertas precauciones. Les incluiré algunas sugerencias en el informe.
—Pero ¿cómo diablos consiguió acceder?
—Un poco de ingeniería social y otro poco de audacia. Y si esto le hace sentir mejor, le diré que casi me pillan.
—Pues menudo consuelo. Qué desastre.
—Perdone, Ian. Sólo quería advertirle antes de que llegara a oídos de la dirección.
—Se lo agradezco, pero aun así me las voy a cargar.
—No es tan grave como parece. —El teléfono de Harry emitió un pitido—. Dejé escondidas algunas de las herramientas de hackeo para poner a prueba el antivirus, pero podemos eliminarlas más tarde, cuando realicemos una limpieza del sistema. —El teléfono pitó de nuevo—. Disculpe, Ian, debo irme. Hablaremos mañana.
Contestó la llamada entrante.
—Hola, Harry, ¿cómo va el test?
Harry sonrió. Era Imogen Brady, una ingeniera de apoyo de la oficina de Lúbra Security. Se imaginó a su amiga sentada en el escritorio con aquellos pies que no le llegaban al suelo. Imogen, de grandes ojos, cara delgada y con pinta de chico, parecía un chihuahua. Era uno de los mejores hackers con los que Harry había trabajado.
—Acabo de terminar —contestó Harry—. ¿Qué tal por allí?
—El señor millonario te está buscando.
Se refería a su jefe, Dillon Fitzroy. Corría el rumor de que se había convertido en multimillonario a los veintiocho años durante el boom de las empresas punto com. Ya hacía nueve años de aquello. Poco después fundó Lúbra Security, que se expandió al fusionarse con otras empresas de software hasta convertirse en una de las más importantes del sector.
—¿Qué quiere? —preguntó Harry.
—¿Quién sabe? ¿Una cita, quizás?
Harry volteó los ojos. Aparentemente, Imogen era tan liviana que se la podía llevar una suave brisa, pero a la hora de cotillear nadie le ganaba.
—¿Por qué no te limitas a pasármelo? —sugirió Harry.
—De acuerdo.
Unos segundos después, escuchó la voz de Dillon.
—Harry, ¿ya has acabado en Sheridan?
—Así es —afirmó Harry—. Sólo me queda el papeleo.
—Déjalo. Tengo otro trabajo para ti.
—¿Ahora mismo?
Estaba muerta de hambre y olía el café y los panecillos de panceta de los bares de Baggot Street. Se levantó y se acercó al puente del canal.
—Sí, ahora. Envíame la información de Sheridan, Imogen se ocupará de compilar el informe. Quiero que realices otra evaluación de vulnerabilidad.
Harry oía un teclado de fondo. Dillon no perdía ninguna oportunidad para realizar varias tareas simultáneas. Probablemente tendría la mano izquierda flexionada sobre el portátil como un pianista, mientras que con la derecha estaría tomando notas en un bloc.
—¿Y adónde voy esta vez?
—Al IFSC. El cliente ha insistido en solicitar tus servicios. Les he asegurado que eres la mejor.
—Gracias, Dillon, te comportas como un caballero.
En ese momento se alegró de llevar aquellos tacones tan femeninos. El International Financial Services Centre era, sin duda, un lugar de categoría.
—Llámame cuando acabes —le pidió Dillon—. Cenaremos algo y así me pondrás al corriente.
Abrió los ojos de par en par. Ahora estaba doblemente contenta por llevar tacones.
—De acuerdo. —Antes de que se permitiera especular sobre la clase de cena a la que se refería, le dijo—: Cuéntame más sobre el trabajo del IFSC. ¿Conocemos la clase de sistemas que tienen?
—No, lo sabrás cuando te reúnas con ellos... —Dillon hizo una pausa—. Si quieres saber mi opinión, creo que antes desean conocerte.
Harry se detuvo en plena acera.
—¿Y por qué?
Dillon dudó unos instantes que se hicieron interminables.
—Mira, quizá no sea tan buena idea después de todo. A lo mejor se lo encargo a Imogen.
Harry se tapó la oreja con la mano para que el ruido del tráfico no la molestara.
—Bueno, ¿qué es lo que pasa aquí? ¿Quién es el cliente?
Oyó cómo Dillon aspiraba aire entre los dientes mientras meditaba su respuesta.
—Está bien, ha sido una idea estúpida —contestó—. Es KWC.
La adrenalina se disparó en el cuerpo de Harry como el agua al reventarse una cañería. Topó con el muro del canal y se apoyó contra la fría piedra.
KWC. Klein, Webberly and Caulfield, uno de los más prestigiosos bancos de inversión de la ciudad que ofrecía sus servicios a algunas de las personas y corporaciones empresariales más ricas de Europa. Su sede se encontraba en Nueva York, pero contaba con oficinas en Londres, Fráncfort, Tokio y en el propio Dublín.
Además, era la empresa para la que su padre había trabajado antes de ingresar en prisión.