Capítulo 8

—Cuéntame qué tal ha ido en KWC.

Harry apartó la vista del tráfico y se percató de que Dillon la miraba. KWC. ¿Había sucedido aquel mismo día?

Avergonzada, esbozó una mueca de disgusto.

—He metido la pata.

Dillon frunció el ceño.

—¿Qué ha ocurrido?

—En mi defensa, puedo alegar que eran una panda de imbéciles. —Entonces se acordó de Jude Tiernan y le remordió un poco la conciencia. Puede que le hubiera hecho pasar un mal rato innecesario—. Uno de ellos intentó sacarme de mis casillas con el tema de mi padre. Me puse un poco, bueno...

—No me lo digas. ¿Respondona?

—Lo siento.

—Por Dios, Harry, podría haber sido una cuenta importante. Tuve que pedir favores para conseguir esa reunión.

—Eh, fuiste tú quien me prescribió la terapia catártica, ¿recuerdas?

Dillon suspiró.

—No te preocupes, los llamaré y veré si puedo arreglar las cosas.

Harry no contestó. Dejó que su cabeza se hundiera en el asiento y cerró los ojos de nuevo. Le había empezado a doler el cuello y suponía que su cuerpo estaría cubierto de enormes moretones que le causarían grandes molestias al día siguiente.

—No deberías pasar la noche sola —le recomendó Dillon—. Aún te encuentras conmocionada.

Ella mantuvo los ojos cerrados.

—Estoy bien.

—Ven a mi casa. Tengo brandy, comida y ropa de recambio, justo en este orden.

Harry le echó un rápido vistazo. Nunca había estado en su casa pero, según Imogen, vivía en una espléndida mansión situada en la campiña de Enniskerry. Sus fuentes de información también le aseguraban que era un soltero empedernido, por lo que Harry se preguntó de dónde habría sacado la ropa de recambio.

En otras circunstancias hubiera cedido a la curiosidad, pero en aquel momento sólo deseaba encerrarse en su apartamento y pensar.

—Te lo agradezco, pero sería una mala compañía —respondió—. Sólo necesito dormir.

Sintió cómo los ojos de Dillon escudriñaban su rostro.

—Sabes lo que significa, ¿no? —le preguntó él.

—¿Qué?

—El tipo de la estación de trenes, el dinero de Sorohan, todo eso. —Apartó unos instantes su atención de la calzada para lanzarle una mirada a Harry—. Le encuentras algún sentido, ¿no es así?

Negó con la cabeza y se encogió de hombros de manera forzada.

—Sólo era un chiflado.

Él la miró un momento y se concentró de nuevo en el tráfico.

—Como quieras.

No le gustó la expresión de Dillon. Diablos. Se sintió mal por ello, pero ahora no podía arreglarlo. No estaba dispuesta a compartir ciertos aspectos de su vida, al menos hasta que ella misma no los comprendiera mejor.

Dillon giró a la derecha y tomó Raglan Road. Harry empezó a relajarse al circular por aquella avenida flanqueada por árboles tan familiar para ella. Los edificios victorianos de ladrillo rojo montaban guardia a ambos lados; algunos habían sido restaurados y convertidos en elegantes residencias familiares, pero la mayor parte de ellos albergaba apartamentos. La pintura agrietada en las ventanas de guillotina revelaba cuáles estaban alquilados.

Dillon los miró detenidamente.

—¿Cual es el tuyo?

Harry señaló una casa en la esquina con la puerta de color amarillo canario. Ella misma la había resanado con una capa de pintura la semana anterior. Pronto se la compraría al propietario, puesto que se ganaba bien la vida y había ahorrado capital suficiente para empezar a pensar en una hipoteca.

Dillon detuvo el coche en seco con un sonoro frenazo. Harry salió del Lexus y se dirigió hacia la puerta.

El edificio comprendía un sótano y tres pisos; Harry vivía en un apartamento en la planta baja. Antiguamente había sido un refinado salón donde los mayordomos servían el té, pero ahora era el lugar donde Harry tomaba el desayuno en la cama cuando le apetecía.

Caminó con dificultad por el vestíbulo consciente de la presencia de Dillon, que la seguía. Llegaron a su apartamento y Harry se quedó paralizada. La puerta estaba abierta.

Dubitativa, cruzó el umbral. Dillon permaneció detrás de ella y observó la escena por encima de su hombro.

—¡Dios mío! —exclamó Dillon.

Era como si una jauría de perros salvajes hubiera estado diez días encerrada en el apartamento. El sofá estaba rasgado; la piel negra hecha trizas dejaba al aire pedazos de esponja amarilla. Habían barrido todos sus libros en rústica de los estantes y los habían dejado en montones irregulares sobre el suelo.

Harry respiró hondo.

Una vez dentro, se abrió paso entre aquella escabechina como si deambulara entre varios cadáveres de viejos amigos. El espejo de encima de la chimenea estaba ahora en el suelo, hecho añicos. Habían arrancado de la pared su único cuadro, un grabado de unos perros jugando al póquer. El clavo que lo sujetaba también se había caído y, en su lugar, se veía una grieta. El cuadro se encontraba apoyado contra el sofá, con el papel marrón del dorso arrancado. Harry contemplaba el panorama abrazándose el pecho.

Dillon la llamó desde la cocina.

—Ven a ver esto.

Se dirigió hacia allí. Oía un crujido cada vez que pisaba las losas; al parecer, habían vaciado una bolsa de azúcar en el suelo junto con otras cosas que almacenaba en los armarios de la cocina.

Harry se quedó boquiabierta. Todo lo que guardaba allí —latas, cacerolas, botes, alimentos refrigerados— se encontraba apilado en medio del suelo. Habían vaciado los cajones de la cubertería en aquel montón. Las puertas de los armarios, abiertas de par en par, mostraban los estantes vacíos. Parecía un ataque enloquecido de limpieza primaveral.

Harry se apoyó en el marco de la puerta. Dios santo, ¿quién habría hecho aquello?

Dillon daba vueltas alrededor de aquella pila de comida moviendo la cabeza de un lado a otro. Ella suspiró e hizo un esfuerzo para desplazarse por el pasillo hasta su habitación, que ofrecía el mismo aspecto caótico que el resto del apartamento: cajones revueltos y ropa desordenada por doquier. Ya no usaría más ninguna de aquellas prendas.

Una luz roja parpadeaba en el teléfono de la mesita de noche como un reclamo de atención silencioso.

Se percató de que un antiguo libro que le resultaba muy familiar había caído boca abajo sobre la cama. Lo habían abierto tanto que se le había partido el lomo y yacía allí, como un pájaro roto. Algunas páginas cayeron revoloteando al suelo cuando lo tomó en sus manos. Se trataba de un libro que su padre le había regalado cuando tenía doce años: Cómo jugar y ganar al póquer. En ambas cubiertas interiores encontró una serie de notas escritas con rotulador correspondientes a algunas de las partidas de póquer que había disputado con su padre. Era una costumbre que había aprendido de él: después de cada mano, anotaba minuciosamente las cartas que se habían jugado. Nunca olvidaba ninguna mano ni le ganaban dos veces con el mismo farol.

Tenía seis o siete años cuando su padre empezó a llevarla a sus partidas de póquer, que se solían alargar hasta las tres o las cuatro de la madrugada. En ellas, había aprendido algunas palabrotas malsonantes. Normalmente se le irritaban los ojos con el humo del tabaco y acababa durmiéndose en el sofá. Más tarde, cuando ya era una adolescente, la llevó a los casinos del Soho y Piccadilly en Londres. En aquellos tiempos, todo aquello le resultaba excitante y propio de adultos, pero en retrospectiva, lo consideraba un modo equivocado de educar a un niño.

Giró la guarda del libro de póquer que tenía en las manos. Tal como esperaba, encontró allí una dedicatoria:

A mi queridísima Harry [1]:

Nunca seas predecible. Practica un juego aleatorio y mantenlos a la expectativa, pero retírate siempre con un 7-2 de diferente palo.

Un abrazo muy fuerte, [2]

PAPÁ

Alisó la página de aquel escrito con el pulgar. Después, cerró el libro y lo apretó con las manos para evitar que se soltaran las páginas.

La cabeza de Dillon asomó por la puerta.

—El estudio y el baño también están hechos un desastre.

Harry soltó algún improperio. Ya había visto suficiente. Lanzó con fuerza el libro sobre la mesita y regresó a la sala mientras trataba de obviar el dolor punzante que sentía en la rodilla.

Dillon la siguió.

—Llamaré a la policía.

—No te preocupes, ya lo haré yo —respondió Harry.

Dillon caminaba de un lado a otro de la sala mientras ella telefoneaba a la comisaría de policía de la zona. Le explicó todos los detalles a un comprensivo sargento y le aseguraron que enviarían a alguien hacia allí. Harry colgó el teléfono y escarbó en aquel montón de libros hasta encontrar las Páginas Amarillas.

Dillon se detuvo y la miró.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—El cerrajero.

Descolgó el auricular de nuevo y mantuvo una rápida conversación con la empresa de cerrajería Express Locksmiths, que se comprometió a mandarle un técnico en diez minutos. Harry notó cómo sus niveles de energía aumentaban: resulta absurdo que un arranque de actividad frenética pueda inducirnos a creer que controlamos la situación.

Se sentó en el sofá y se masajeó el cuello y los hombros, que sentía rígidos y doloridos como si estuviera incubando una gripe. Entonces recordó la luz que parpadeaba en su habitación y volvió allí para escuchar los mensajes. Sólo encontró uno. Reconoció la voz ronca de su madre, más grave y pastosa después de tanto fumar durante años.

—«Harry, soy Miriam.»

Hubo una pausa durante la cual escuchó cómo su madre sacaba otro cigarrillo. Harry la llamaba por su nombre de pila desde que acabó la escuela, como si la relación madre-hija hubiera desaparecido por un acuerdo tácito al cumplir los dieciocho.

—«He estado intentando localizarte todo el día y sólo me responde esta horrible máquina —prosiguió Miriam—. Por favor, ¿podrías tomarte un minuto para coger el teléfono y llamarme?»

Cerró los ojos y apretó los labios. Pulsó el botón de borrado y volvió a la sala, en la que aún se encontraba Dillon dando vueltas.

Harry miró su reloj.

—Es tarde. Vete a casa, no es necesario que te quedes.

Dillon le hizo un gesto con la mano para rechazar su propuesta.

—Me quedo.

Sintió una pequeña sensación de vértigo en el pecho y notó que estaba contenta de que se quedara. Acto seguido, contempló todo el desastre que la rodeaba y se atrevió a cruzar la línea.

—¿Sigue en pie la propuesta del brandy?

Él se dio la vuelta y la miró con su media sonrisa.

—Por supuesto. Uno doble. Has tenido un día duro.

De pronto, Dillon se detuvo junto al cuadro y se agachó para examinarlo. Introdujo la mano por la rasgadura del dorso.

—¿Por qué alguien querría hacer algo así?

Harry se encogió de hombros.

Dillon recorrió la sala con la mirada.

—Todo esto... Es como si estuvieran buscando algo.

Harry clavó sus ojos en él.

—Eso crees, ¿no?

—¿Y no lo crees tú también?

Ella suspiró y se frotó los ojos. Los notaba arenosos.

—Sí, pero esperaba estar equivocada.

Se levantó del brazo del sofá y se dirigió a la cocina tratando de no cargar el peso en la rodilla lesionada. Se apoyó en la jamba de la puerta y contempló aquel caos.

¿Qué diablos estarían buscando?

Entonces pensó en el hombre de la estación de trenes, en su cálido aliento, y se estremeció.