Capítulo 10
—Tiempo estimado de llegada: quince minutos —dijo Dillon. Por su manera de acelerar el motor, Harry se lo creyó.
Giró el volante con violencia para situarse en el carril exterior y ella se agarró al asidero de la puerta con ambas manos. Dillon no comentó si había reparado en que su acompañante se preparaba para un posible impacto.
El Lexus avanzaba por la autopista y pronto Harry se notó las extremidades más relajadas. Hacía calor en el habitáculo y el murmullo del motor ejercía un efecto hipnótico. Harry cerró los ojos y se recostó en el reposacabezas.
Había pasado más de una hora con la policía en su apartamento. Acudieron dos hombres; uno de ellos era el mismo joven garda[3] que la había atendido en Pearse Station, el otro un detective vestido de paisano al que no le habían presentado. El más joven habló con ella y el segundo se limitó a observarla con sus serenos ojos grises mientras contestaba preguntas sobre el incidente y relataba de nuevo cómo se había caído delante de un tren.
Harry se revolvió en el asiento del pasajero. Tenía las piernas pesadas y se estaba adormilando. Cuando abrió los ojos de nuevo ya era completamente de noche y la autopista se había transformado en una estrecha carretera vecinal con espesos setos a los lados.
Dillon desaceleró y cruzó dos verjas de hierro forjado.
—Ya hemos llegado.
Harry miró por la ventanilla. Unos faroles eléctricos flanqueaban el camino hacia la puerta principal y proyectaban su luz en dirección ascendente entre árboles y arbustos; daba la sensación de que lo iluminaban todo desde abajo como las candilejas de un teatro.
Dillon detuvo el coche y Harry se apeó mientras miraba con atención la casa que se erigía frente a ellos. Tenía la forma de una «L» gigante, un tejado a dos aguas muy inclinado y unas ventanas en la buhardilla situadas de forma que parecían los ojos del edificio. Percibió el fragante incienso de cedro procedente de las coníferas que montaban guardia en la puerta principal.
—¿Te gusta?
Harry se giró para mirarle. Él la observaba con una sonrisa de autosuficiencia que mostraba claramente cómo disfrutaba de su reacción ante su espléndida casa.
Harry levantó las cejas.
—¿Presumes de ella?
Él se encogió de hombros.
—Por qué no. ¿Qué quieres que te diga? No sirve de nada tener dinero si no sabes cómo gastarlo. —Le rozó la parte inferior de la espalda con la mano y la guió hacia la puerta—. Vamos a por ese brandy.
El vestíbulo era tan grande como su apartamento. Siguió a Dillon hasta una habitación en la parte trasera de la casa. De repente, Harry se sintió insegura al imaginar el aspecto que debía de ofrecer en aquel instante.
—Quizá debería darme un baño antes. Estoy sucia.
El teléfono de Dillon sonó antes de que pudiera responderle. Comprobó la identidad de la llamada.
—Es Ashford, de KWC. Será mejor que esperes un momento. —Respondió a la llamada—. Dillon Fitzroy.
Con la mirada fija en el suelo, escuchó la voz al otro lado de la línea. Harry trató de leerle la cara y quiso morirse de vergüenza al imaginar qué le estaría explicando Ashford. Entonces recordó la agresividad de Felix e irguió la cabeza.
—Le agradezco mucho su comprensión. —Dillon le lanzó una mirada algo irónica—. Por desgracia, Harry ha sufrido un pequeño percance, pero enviaré a otro ingeniero a primera hora del lunes.
Dillon esbozó una mueca de extrañeza al oír la respuesta de Ashford. Harry agitó las manos para mostrar su desacuerdo. Por Dios, era capaz de finalizar aquel trabajo. Pero él la ignoró.
—No, no, se encuentra bien, no es nada serio. —Le lanzó a Harry una mirada de perplejidad—. Sí, estoy seguro. No, no está en el hospital. Podrá pasarle toda la información a Imogen Brady el lunes.
Dillon se despidió de Ashford y colgó. La observó detenidamente.
Harry mantenía la cabeza alta.
—Puedo realizar el test de intrusión.
—No insistas, ¿de acuerdo?
—¿Qué te ha dicho?
—No ha hecho más que disculparse por lo de hoy, asegura que no ha sido culpa tuya de ningún modo. —Cruzó los brazos y la contempló un momento—. Creo que estaba muy preocupado por ti y también muy sorprendido por el accidente. ¿Os conocéis?
Harry frunció el ceño y negó con la cabeza. Después relajó su expresión.
—Conocía a mi padre. Al parecer, eran viejos amigos.
—Ah. —Dillon miró su reloj—. Tengo que hacer algunas llamadas. Tómate un baño. Arriba, segunda habitación a la izquierda. El armario está lleno de ropa.
Entró en la habitación situada a su espalda y desapareció.
Harry subió las escaleras y se miró en los espejos que decoraban las paredes. Estaba despeinada como si acabara de levantarse, tenía la cara llena de churretes negros y su ropa estaba arrugada. Parecía una fugitiva adolescente después de cometer una fechoría.
Encontró el dormitorio y cerró la puerta al entrar. Echó un vistazo a la habitación y dio un silbido. Se había alojado en hoteles de cinco estrellas que no eran tan lujosos. Lanzó su cartera sobre la enorme cama y se disponía a estirarse en ella cuando sonó su teléfono.
—¿Sí?
—Hola, soy Sandra Nagle, del servicio de atención al cliente de Sheridan Bank. ¿Hablo con Harry Martínez?
Harry se apartó el teléfono del oído como si le quemara. Mierda. La supervisora de la línea de asistencia con la que había lidiado aquella tarde. ¿La habría localizado y querría reprenderla? Entonces se acordó de que la mujer no podía verla y volvió a acercarse el teléfono.
—¿Señorita Martínez?
—Disculpe. Sí, soy yo.
Harry se sentó en el borde de la cama.
—Nuestros informes muestran una ligera anomalía en su cuenta corriente. ¿Me permite contrastar algunos datos con usted?
Harry parpadeó.
—¿Anomalía?
—Simplemente necesito confirmar el importe del ingreso que ha efectuado hoy.
—¿Qué ingreso?
—Nuestros registros indican que esta tarde se ha producido un ingreso de doce millones de euros en su cuenta corriente.
Harry abrió los ojos de par en par.
—¿Bromea?
—¿La cantidad es incorrecta?
¿Aquella mujer estaba loca o qué?
—Por supuesto que es incorrecta. No he efectuado ningún ingreso.
—A lo mejor lo ha efectuado otra persona.
Otra persona. Harry notó algo frío en el estómago.
—No sé nada sobre ese dinero. Seguramente los registros indican su procedencia, ¿verdad?
Sandra se aclaró la voz.
—Bueno, me temo que ahí está precisamente la anomalía.
—¿Qué quiere decir?
—Al parecer nuestros registros están incompletos. La pantalla que tengo delante muestra las operaciones recientes en su cuenta; también consta el ingreso, pero no contamos con ninguna otra información adicional. Normalmente sabemos si se trata de un cheque, de una transferencia on line o por otro medio, pero esa parte está en blanco.
—¿No pone nada? ¿Ni siquiera un número de sucursal o un nombre?
—No, sólo el importe. Doce millones.
Harry se dejó caer de espaldas sobre la cama. ¿Qué estaba ocurriendo?
—Esos doce millones de euros no son míos —afirmó—. No los quiero en mi cuenta.
Casi pudo oír a aquella mujer erguirse en su silla.
—Me temo que no puedo hacer nada al respecto —contestó Sandra—. Ese dinero ha sido ingresado en su cuenta.
—Esto es ridículo. —Harry cerró los ojos y se masajeó el caballete de la nariz—. Nadie ingresa doce millones de euros sin dejar rastro. ¿No controlan las cantidades de dinero que entran y salen del banco? ¿Nadie pide explicaciones ante una suma como ésta?
—Habitualmente sí, por eso la he llamado. —Era como si Sandra hablara entre dientes—. Es evidente que existe algún problema con los datos de esta operación. Lo comunicaré de inmediato al equipo de apoyo al sistema pero, mientras tanto, el dinero permanecerá en su cuenta.
—¿Me pueden enviar un extracto de cuenta? Me gustaría ver algún documento en el que consten los doce millones.
—Desde luego.
La mujer se mostró muy servicial.
Harry colgó. Cogió su cartera, sacó el ordenador portátil y lo conectó en el enchufe del teléfono que había en la pared.
En pocos minutos ya estaba en línea y había accedido a su cuenta bancaria en Sheridan. Hizo clic en la opción de balance y se quedó perpleja ante la pantalla. Recargó la página para comprobarlo de nuevo.
El mismo resultado:
12.000.120,42 €
Harry volvió a recostarse en la aterciopelada cama. Tenía que tratarse de un error, algún problema con el papeleo del banco. Esas cosas pasaban, ¿o no?
Se fijó en las palmas de las manos. Los cortes de la grava eran como una hilera de marcas de dientes. Suspiró y se incorporó. ¿A quién demonios quería engañar? Tal vez no quisiera afrontarlo, pero todo lo que había sucedido aquel día debía de guardar alguna relación, y su instinto le decía que su padre se encontraba detrás de aquello. Para ser sincera, lo supo desde el instante en que el tipo de la estación le susurró aquellas palabras al oído. Había oído el nombre de Sorohan por todas partes desde el arresto de su padre.
Aún recordaba los titulares de los periódicos: «Organización dedicada al abuso de información privilegiada descubierta por el fraude de Sorohan»; «Líder de la organización delictiva de KWC acusado por la Bolsa». Sentía una intensa quemazón en el pecho. Habían transcurrido ya casi ocho años: el de junio de 2001, para ser más precisos, las puertas de la cárcel se cerraron para separarla de su padre.
Pero ¿quién iba a ingresar doce millones de euros en su cuenta? Su padre no, por supuesto. Cumplía condena en Arbour Hill, y Harry dudaba mucho de que los presos tuvieran acceso a servicios bancarios. Cerró su portátil de golpe. Alguien había metido aquel dineral en su cuenta y, además, sin dejar huella. Era un disparate.
Se levantó de la cama y caminó con dificultad hacia el baño del dormitorio. Estaba demasiado cansada para probar la ducha del jacuzzi, que parecía demasiado sofisticada, así que fue directa a la honda bañera de la esquina y giró las llaves del grifo hasta el tope.
Harry se desvistió y se contempló en el espejo. Tenía las piernas llenas de enormes y oscuros cardenales. En su rostro cubierto de hollín halló unos ojos hundidos, una expresión ansiosa y unos pocos rasguños en las mejillas. Parecía uno de esos niños de la calle que deshollinan chimeneas.
Se sumergió poco a poco en el agua humeante. Después, cerró los ojos y liberó su mente. Se dio cuenta de que no pensaba en su padre ni en los doce millones de euros, sino en Dillon. Y no en el Dillon que se encontraba en el piso de abajo hablando por teléfono y cerrando algún trato, sino en el muchacho de veintiún años que una vez estuvo en su habitación y la cogió de la mano.