Capítulo 17
Archivo del Irish Times. Por favor, introduzca los términos de búsqueda.
Harry miró detenidamente el trastero que utilizaba como oficina, con los dedos suspendidos sobre el teclado. Apretó los dientes y escribió en el teclado: «Salvador Martínez», «Sorohan», «abuso de información». Asió el ratón e hizo clic en «buscar» antes de que pudiera cambiar de opinión.
Apareció una lista de artículos sobre su padre en la pantalla. El primero tenía fecha del de junio de 2001. «Veterano banquero de inversión de KWC detenido por tráfico de información privilegiada.» Un dolor familiar le estrangulaba la garganta a medida que recorría con la mirada los siguientes titulares de la lista: «El banquero Martínez niega las acusaciones», «Descubierta una organización dedicada al tráfico de información privilegiada», «Principales bancos de inversión implicados», «Martínez consiguió una fortuna gracias al abuso de información privilegiada». Harry siguió la trayectoria de su padre hacia el desastre hasta llegar al último titular con fecha 14 de abril de 2003. Era escueto y carecía del sensacionalismo de artículos anteriores:
«El banquero Martínez, en prisión.»
Harry se encontraba en la cocina de su madre cuando le anunciaron el ingreso en prisión de su padre. Miriam y Amaranta habían regresado de los juzgados y ya conocían la sentencia. No las había acompañado. Durante los últimos meses había dejado de asistir a las sesiones del juicio y no leía lo que los periódicos recogían sobre el caso. Del mismo modo que ya no podía creer en la inocencia de su padre, tampoco se sentía capaz de asumir hasta qué punto era culpable. Harry, de pie en el umbral de la puerta, se abrazaba el pecho como si vistiera una camisa de fuerza. Miriam, erguida, estaba sentada a la mesa junto a su madre y toqueteaba un paño de cocina. Llevaba el cabello claro recogido en un moño muy apretado que le estiraba la piel y revelaba sus facciones planas, casi eslavas. Incapaz de mirar a su madre a los ojos, Harry se concentró en el paño de cocina. Tenía listas rojas y blancas y le recordaba al traje de pastora que lució en su primera obra de teatro del colegio. Ella querría haber sido uno de aquellos ángeles con alas y aureola, pero su madre le había dicho que, para eso, tenía que ser rubia.
—A tu padre lo han condenado a ocho años de cárcel en Arbour Hill —explicó Miriam. Echó un vistazo a su reluciente cocina—. Por lo que sé, está llena de asesinos y violadores.
Harry se estremeció al recordarlo y trató de concentrarse en la pantalla. Retrocedió hasta el principio de la lista y volvió a fijarse en los titulares. En esta ocasión, leyó con atención el texto de cada artículo. Poco a poco fue encajando las piezas de la historia; muchas ya las conocía, pero otras le resultaban nuevas.
El desencadenante de todo fue la operación Sorohan. En el año 1998, Sorohan Software era sólo otra empresa más que iniciaba su andadura con un descomunal apoyo inversor pero sin resultados que la avalaran por el momento. Sin embargo, compensó sus carencias con un marketing inteligente. En 1999, la empresa se lanzó a cotizar en Bolsa y el primer día obtuvo unas ganancias que superaron todas las expectativas. Durante casi un año, el precio de las acciones de Sorohan desafió la gravedad.
En abril de 2000, la empresa se vio afectada por la crisis del sector puntocom. La intensificación de las ventas en el mercado de valores tecnológicos provocó el descenso de los precios de las acciones de Sorohan, que ya no atraían a los inversores.
Al cabo de seis meses, cuando las acciones comenzaron a cambiar de manos y se produjo un inhabitual movimiento frenético de las operaciones bursátiles, la Bolsa de Dublín empezó a tomar cartas en el asunto. Al principio sólo se emprendió una investigación rutinaria. No obstante, dos semanas más tarde, la prensa anunció que Sorohan iba a ser absorbida por el gigante informático Aventus, y el precio de las acciones de Sorohan se disparó por las nubes. La Bolsa intensificó sus indagaciones y movilizó a su equipo jurídico. Intuyeron la existencia de filtraciones de información e intentaron averiguar el origen de las operaciones fraudulentas. Interrogaron a los bancos en los que estaban abiertas las cuentas con operaciones sospechosas y entrevistaron a todas las personas que desempeñaron un papel relevante en la adquisición Aventus-Sorohan. Al final, sus pesquisas les condujeron hasta un hombre llamado Leon Ritch.
En uno de los artículos aparecía una fotografía de Ritch, que Harry examinó con interés. Apartaba la mirada de la cámara y su boca era la de un bulldog gruñón que intentaba zafarse de la prensa. Tenía unos cuarenta y tantos años. Era bajo y fornido; puede que le sobraran unos diez kilos.
Leon era un banquero de inversión de Merrion & Bernstein, la firma contratada por Aventus para gestionar la adquisición de Sorohan. Cuando la Bolsa estudió su historial de operaciones, descubrió que no sólo había comprado un gran número de acciones de Sorohan con anterioridad al anuncio de dicha adquisición, sino que sus movimientos anteriores indicaban el mismo patrón sospechoso. El caso se remitió a las autoridades pertinentes y Leon fue detenido en breve.
Pero Leon no tenía ninguna intención de hundirse en solitario. Aseguró que sus operaciones formaban parte de las actividades de una organización delictiva de tráfico de información privilegiada y estaba dispuesto a delatar a sus colegas para poder así negociar una reducción de condena. Declaró que la organización se extendía por tres de los principales bancos de inversión: KWC, Merrion & Bernstein y JX Warner. Esta red de banqueros intercambiaba información confidencial y la empleaba para obtener abultadas ganancias en Bolsa. Su especialidad eran las fusiones y adquisiciones en el campo de la tecnología: se aprovechaban de los precios inflados de las acciones en ese sector y de las empresas de internet con mucho dinero en caja que querían adquirir otras compañías a cualquier precio. Según Leon, la organización había actuado en la clandestinidad durante casi dos años con unos beneficios de más de ochenta millones de dólares.
Leon supo protegerse bien. Confeccionó una lista de nombres acompañada de documentos acusatorios, mensajes de correo electrónico y conversaciones grabadas que entregó a las autoridades. La lista de nombres nunca se publicó, pero se rumoreaba que incluía a algunos de los banqueros más reputados y experimentados del país, entre los cuales se encontraba Salvador Martínez.
Harry parpadeó. Sin previo aviso, vio aparecer el rostro de su padre en la pantalla. Se encontraba de pie, de espaldas al juzgado, sonriendo ante la cámara como una estrella. Lucía el cabello y la barba, ya canosos, pulcramente cuidados. Llamaba la atención lo mucho que contrastaban con las cejas, tan oscuras que parecía que las hubieran repasado con un grueso rotulador negro. Esbozaba una tranquila sonrisa; sus ojos, que siempre transmitían confianza, reflejaban una cálida simpatía.
Harry se tapó la boca con la mano y miró fijamente la pantalla. Era la primera vez en más de seis años que veía la cara de su padre. Se abrazó la cintura y se tomó unos segundos para recuperarse. Después, hizo avanzar el texto hasta que desapareció la fotografía.
Leyó rápidamente el contenido del artículo. El periodista describía a su padre como «afable y educado, pero con el aire de quien cree estar por encima de la ley». Harry arqueó las cejas y reparó en el pie de autor. Ruth Woods. Había encontrado el mismo nombre en muchos de los artículos. Harry se preguntó si la señora Woods conocía a su padre: desde luego, lo había retratado con precisión.
Respiró hondo e hizo clic sobre el último artículo. Era conciso e iba al grano; resumía el desenlace de la historia, por lo menos según la prensa. Después de un largo juicio de casi dos años, el padre de Harry y Leon Ritch fueron declarados culpables de doce cargos de tráfico de información privilegiada. Se les condenó a ambos a pagar cuarenta millones de euros en confiscaciones y multas y a ocho años de prisión. En reconocimiento a su cooperación con las autoridades, la sentencia de Leon se redujo a un año. No se produjo ninguna otra detención.
Harry escudriñó la fotografía que ilustraba el artículo. Mostraba a un hombre más o menos de su edad que miraba fijamente a la cámara al salir del juzgado. Frunció el ceño y prestó atención a su pelo oscuro, sus rasgos delicados y sus atentos ojos grises. Se puso tensa. Aunque era más joven, sin duda se trataba del mismo hombre. Era el agente que había venido a su apartamento el día anterior. Su mirada se dirigió rápidamente al pie de foto: «Detective Lynne, Oficina de Investigación de Fraudes de la Garda».
Fraude. Así que había investigado el caso de su padre nueve años atrás. Pero ¿qué hacía un detective de la brigada de fraudes en un interrogatorio ordinario sobre un robo en un apartamento? Pensó en el dinero ingresado en su cuenta bancaria, que debía de guardar relación con la operación Sorohan. ¿Es que Lynne aún trabajaba en el caso de su padre?
Suspiró y se masajeó las esquinas de los ojos. Se recostó y apoyó los pies sobre el escritorio mientras escuchaba el runrún de su portátil y asimilaba toda aquella información. Aunque la prensa había despejado algunas incógnitas, también le había suscitado más preguntas de las que había respondido. ¿Cuáles eran los otros nombres de la lista de Leon? ¿Qué había sucedido con el dinero de Sorohan? Y después de todas aquellas confiscaciones y multas, ¿cómo era posible que aún quedara algún dinero?
Pensó en la lista de Leon. Entonces se acordó de los periodistas y de lo mucho que se acercan a las investigaciones policiales cuando cubren un caso. Bajó los pies del escritorio y buscó el número de teléfono del Irish Times. Llamó a las oficinas del periódico y preguntó por Ruth Woods.
Mientras aguardaba a que la atendieran, reflexionó sobre la táctica que debía emplear con la periodista. No tenía un especial interés en revelar su identidad y arriesgarse a levantar revuelo en la prensa nacional. Era hora de recurrir a Catalina de nuevo.
Catalina Diego fue la primera amiga imaginaria de Harry cuando ésta tenía cinco años. Solía asumir la culpa de sus fechorías y contaba con todo aquello que le faltaba a Harry: era rubia, hermosa, popular en el colegio y sus padres la adoraban. Y tenía un nombre estupendo. Con el tiempo, abandonó a Catalina por Pirata, pero más tarde la reinventó cuando empezó sus andanzas como hacker. Al cumplir Harry los catorce años, Catalina ya poseía su propia cuenta de correo electrónico, un permiso de conducir e incluso una tarjeta de crédito.
—Woods.
La palabra sonó como un disparo al otro lado del teléfono.
Harry se acercó más al escritorio y cogió un bolígrafo. Siempre mentía mejor con un bloc de notas y un bolígrafo para garabatear.
—Hola, Ruth; soy Catalina Diego, reportera del Daily Express. Me preguntaba si podría ayudarme. Tengo la intención de volver a escribir sobre Salvador Martínez, ¿le recuerda? El tipo que...
—Sí, sí, me acuerdo. Encarcelado por tráfico de información privilegiada. ¿Y?
Harry imaginó a la mujer al otro lado de la línea gesticulando para que fuera al grano, y así lo hizo.
—Exacto, ése. Bueno, necesito confirmar algunos datos y sé que usted siguió de cerca la investigación por aquel entonces. He pensado que quizá podríamos hacer un trato.
Hubo una pausa. Harry esperaba convencerla con su discurso antes de que la mujer pudiera sospechar, pero estaba claro que no se iba a dejar avasallar. Harry dibujó en el bloc un símbolo del dólar en tres dimensiones mientras aguardaba la respuesta de la periodista.
—¿El Daily Express? Creía que conocía a todo el mundo allí.
Maldición, cazada en la línea de salida.
—Bueno, soy nueva, por eso pretendo impresionarles con esto. ¿Qué opina del trato?
—¿Qué tipo de trato?
—Tengo un nuevo punto de vista sobre el caso. Pruebas frescas.
—¿Y me las va a pasar?
Harry rió.
—Tal vez sea nueva, pero no idiota. Puedo pasarle algo a cambio de información.
Parecía que Ruth estaba considerando la propuesta. Entonces preguntó:
—¿Qué tipo de información?
Harry agarró con fuerza el bolígrafo y repasó el contorno del símbolo del dólar.
—¿Ha visto alguna vez la lista de nombres que entregó Leon Ritch?
—No, no la he visto —respondió después de una larga pausa.
—Pero debe de haber escuchado rumores.
—Y si así fuera, ¿qué más da? Era un caso muy complicado, no pudimos publicar ni la mitad de cosas que averiguamos.
Harry frunció el ceño.
—¿Por qué no?
—Por mandato de las autoridades para impedir que pusiéramos en peligro las investigaciones. —El tono de Ruth se tornó seco—. También de mi director, para evitar posibles demandas por difamación.
—¿A qué se refiere cuando dice que era un caso muy complicado?
Ruth no bajaba la guardia.
—Primero, cuénteme más sobre esas pruebas frescas que tiene.
Harry oyó como pasaba páginas y supuso que la periodista se disponía a tomar notas. Repasó la información que había recopilado hasta el momento. Quería algo que incitara a la reportera a mostrar sus cartas sin tener que enseñar demasiado las suyas. Empezó a sombrear el interior de la «$» del símbolo del dólar.
—Ayer casi matan a alguien del entorno de Martínez.
—¿Y qué? La gente muere, ocurre cada día. ¿Adónde quiere llegar?
—Lo que pretendo explicarle es que parece que la organización de tráfico de información se encuentra detrás de ese suceso.
Se hizo el silencio al otro lado del teléfono y, por un instante, Harry creyó que se había cortado la comunicación. Entonces, Ruth se aclaró la voz y respondió sin convicción:
—Eso es imposible.
Harry se irguió en la silla. Si hubiera tenido antenas, éstas habrían temblado al recibir aquellas señales.
—Vamos, usted sabe algo. Dígame sólo un nombre.
—Olvídese de esa estúpida lista. No puede publicar nada sin pruebas.
—Escuche, ¿qué le parece si yo le doy un nombre y usted me dice simplemente sí o no?
—Esto es un disparate. No tiene nada para darme a cambio.
—Probemos sólo con éste, a ver qué tal... —Harry rememoró su reunión en KWC y dibujó una gran « F» dentro de un círculo—. Felix Roche.
Se produjo otra pausa prolongada. Harry tenía la absoluta certeza de que aquel silencio escondía información.
Finalmente, Ruth contestó:
—Está bien, esto será una pérdida de tiempo. Pero ¿sabe qué? No tengo nada mejor que hacer esta tarde, así que le seguiré el juego. ¿Conoce el Palace Bar de Fleet Street?
Harry dejó de garabatear.
—Sí.
—Nos vemos allí dentro de veinte minutos.