Capítulo 24

Combustible, oxígeno y calor: el triángulo de fuego. Si faltaba alguno de estos elementos, las llamas se extinguirían.

Cameron se relamió y buscó a tientas la mochila que estaba colocada a su lado en el asiento de pasajero. Apretó entre sus dedos la tosca lona para cerciorarse de que aún se encontraba allí. Contenía todos los ingredientes que iba a necesitar.

Se hundió en su asiento y observó el apartamento de la planta baja al otro lado de la calle. Las ventanas se veían oscuras y las cortinas estaban descorridas: no había nadie dentro. Consultó su reloj; eran casi las diez. La rodilla derecha se le empezó a mover y la colocó contra el volante para mantenerla quieta.

Había aparcado bajo un árbol para evitar las luces callejeras. La vía estaba tranquila, pero aun así se había encasquetado su gorro de lana hasta las cejas para evitar que su cabello resplandeciera corno una pálida luna.

Tiró de la mochila para acercársela y comprobó de nuevo su contenido: una espátula, dos libritos de cerillas, un ejemplar del Irish Times del día anterior, un par de guantes quirúrgicos, dos ventosas de goma y un envase de plástico con queroseno. Todo estaba apiñado en una papelera de mimbre que ardería en un instante, chisporroteando corno un manojo de ramitas secas.

Cameron sacó el envase de queroseno y desenroscó la tapa con cuidado. Cerró los ojos e inhaló en profundidad aquel efluvio embriagador, que invadió su cerebro. Volvió a cerrarlo con la tapa y la apretó bien. El envase ni siquiera estaba medio lleno. El pirómano aficionado casi siempre abusaba de aquella sustancia, pero Cameron sabía que bastaba una pequeña cantidad para resultar eficiente. Si se excedía, parte del líquido empaparía el suelo y las alfombras, escaparía de las crecientes llamas y daría pistas a los investigadores de incendios. Cameron guardó el recipiente en la parte trasera de la mochila y sacó los guantes quirúrgicos. No quedaría ninguna prueba forense de aquel accidente.

La lluvia golpeaba el parabrisas y Cameron bajó la ventanilla para disfrutar de una mejor perspectiva del apartamento. El aire fresco penetró en el coche y contrarrestó el ambiente viciado que se respiraba. Oía los neumáticos mojados del tráfico lejano, pero desde que se encontraba allí nadie había transitado por aquella calle. Escudriñó el edificio de la acera de enfrente. Las ventanas de guillotina parecían viejas y la masilla agrietada. Le iba a resultar fácil entrar.

Alguien caminaba con tacones por la acera detrás de él y Cameron clavó la vista en el retrovisor. Vio a una mujer joven de cabello oscuro con vaqueros y chaqueta azul que cruzaba la calle y se dirigía al edificio de apartamentos. Él se hundió aún más en su asiento y se ocultó el rostro con la mano. Entre los dedos, observó cómo subía los escalones de la puerta principal. Su mirada se entretuvo en su menudo cuerpo y acarició aquella bonita cintura y sus estilizados muslos. Tragó saliva y se le aceleró la respiración. La chica abrió la puerta y entró.

Cameron prestó atención a las ventanas de los pisos de la planta baja. La rodilla derecha le temblaba contra el volante y se la sujetó con la mano. Su respiración era superficial, apenas imperceptible. De repente, se encendieron las luces del apartamento situado en el último piso y vio cómo la chica extendía los brazos para correr las cortinas de la ventana que daba a la calle. Se irguió en su asiento y se dio un puñetazo en la rodilla. En la planta baja aún no había nadie.

Cameron tomó aire, se restregó las palmas de las manos contra los vaqueros y se dispuso a enfundarse los guantes. Flexionó los dedos y extendió el fino y ajustado látex pasando por los nudillos hasta llegar con rapidez a las muñecas. De algún modo, aquel pálido material le confería a sus manos un aspecto inhumano: parecían céreas y faltas de sangre, como las de su madre unas horas después de morir.

Su madre había sido su primer accidente. Aún podía ver su cuerpo destrozado, extendido al final de las escaleras con las rodillas dobladas en ángulos imposibles y el andador encima como si fuera una jaula. Recordó la inquietante mezcla de fascinación y miedo que le invadió. Era la primera vez que mataba a alguien.

Las sacudidas de la rodilla se habían vuelto incontrolables, y Cameron levantaba y bajaba la pierna continuamente como un niño que necesitase ir al baño. Miró detenidamente el apartamento otra vez e imaginó el aspecto que ofrecería cuando estuviera ardiendo: las llamas naranjas y azafranadas alzándose más de diez metros del suelo, el negro humo saliendo por las ventanas, el olor a madera quemada, el atronador rugido de la devastación.

Espiró largamente y se recostó en el asiento con las piernas estiradas. La rodilla se había calmado al fin. La planta baja aún estaba a oscuras, pero sabía que podía esperar. Seguro que alguien llegaría a casa pronto.