Capítulo 31
Harry conducía por South Circular Road con diversas preguntas zumbándole por la cabeza.
¿Por qué Leon Ritch tenía una copia de su extracto de cuenta? ¿Quinney era el tipo que le había destrozado el apartamento? A lo mejor era el mismo que la empujó delante del tren. No reconoció su voz, pero eso no quería decir nada.
Una cosa estaba clara: Leon había visto los doce millones de euros y ahora quería recuperarlos.
Se estremeció. Ya no estaba tan tensa, pero tenía frío y tiritaba. Recordó el plan de Quinney para sacar a relucir los asuntos turbios de su novio y se preguntó a quién habría elegido para ese rol. Durante los últimos días había estado con Jude y con Dillon, así que un extraño podía creer que su novio era cualquiera de los dos. Harry volteó los ojos. Pasó una noche con Dillon, así que eso seguramente lo convertía en el candidato favorito.
Mientras esquivaba el tráfico se le ocurrió que debería haber seguido a Quinney, pero lo cierto es que estaba aterrorizada. En cualquier caso, él tenía más experiencia que ella vigilando a gente. Era obvio que había controlado todos sus movimientos durante aquellos días.
Puede que aún lo estuviera haciendo.
Clavó los ojos en el retrovisor. Le seguía un Fiesta negro que precedía a un Jaguar plateado. Harry frunció el ceño. ¿Ashford no conducía un Jaguar? Se le agarrotaron los dedos en el volante. La ciudad estaba llena de coches de alta gama, aquello no significaba nada necesariamente. Cambió de carril y ninguno de los coches siguió su maniobra. Al girar a la derecha para tomar Harcourt Street, el Fiesta continuó recto y el Jaguar desapareció detrás de una furgoneta. Harry trató de concentrarse en el tramo de calle que tenía por delante, pero las preguntas la atormentaban. Necesitaba hablar con alguien y confiarle sus problemas, alguien que no se limitara a decirle que fuera a visitar a su padre.
Pensó en Amaranta, pero sabía que se limitaría a ofrecerle una serie de instrucciones al estilo de un jefe. Y hablar con su madre quedaba descartado. Miriam no era la persona adecuada para sincerarse, al menos no para ella.
Harry repiqueteó con los dedos sobre el volante mientras conducía en dirección sur, de vuelta a su apartamento. En aquel momento cambió de opinión. Se abrió paso entre el tráfico cruzando dos carriles y volvió a tomar rumbo al norte hacia el centro urbano. Era domingo y le resultó fácil: en menos de diez minutos ya tenía el coche aparcado enfrente de la puerta georgiana roja de las oficinas de Lúbra Security.
Al cruzar la calle, recordó que debía encender el móvil. Emitió un pitido: tres llamadas perdidas más de Jude. ¿Qué diablos querría? Metió el teléfono en el bolso. Lo último que necesitaba era una conversación con un banquero cuyo perfil encajaba con el de El Profeta.
Sacó las llaves de las oficinas y abrió la puerta. Pasó por la recepción vacía y atravesó las puertas de cristal que conducían a la oficina principal. Echó un vistazo por toda la habitación.
La empresa de Dillon ocupaba toda la planta baja de aquella casa georgiana restaurada. El zumbido de los ordenadores invadía la sala, aunque los escritorios se encontraban vacíos. De repente, se acordó del centro de llamadas de Sheridan Bank al ver los tabiques acolchados que separaban cada terminal de trabajo.
Frunció el ceño. De nuevo sentía aquel runrún en algún lugar de su cabeza indicándole que había dejado algo por hacer. Tendría que revisar el contenido del informe de Sheridan.
Harry se dirigió al despacho de Dillon, un compartimiento acristalado en la otra punta de la sala. Estaba vacío. Al lado había un gran escritorio, el único donde había alguien.
—Pensé que te encontraría aquí —dijo Harry.
Imogen la miró con los ojos abiertos como platos en su rostro menudo. Dos coletas cual alas de mariposa a ambos lados de la cabeza reforzaban su aspecto de chihuahua.
—No te he oído entrar. —Sonrió, pero enseguida se fijó en su cara—. ¿Qué te ha pasado?
Saltó de su asiento y rápidamente hizo sentarse a Harry en la silla más cercana. De pie y delante de ella, con las manos en las caderas, examinó los rasguños que le cubrían el rostro. Harry siempre se sentía enorme al lado del pequeño cuerpo de Imogen, incluso cuando estaba sentada.
—Mírate, estás hecha un desastre —comentó Imogen.
Harry sonrió al oírla hablar en aquel tono maternal.
—No estoy tan mal como parece.
—No me vengas con ésas. ¿Has tenido un accidente?
—Algo así.
Harry sintió cómo las lágrimas le nublaban los ojos, pero inmediatamente se contuvo. No estaba acostumbrada a que la mimaran.
—Venga, Harry, suéltalo.
No pudo resistirse a la idea de contar con alguien que la escuchara. Así pues, le explicó de forma atropellada todo lo que le había ocurrido, desde la desastrosa reunión en KWC a la muerte de Felix y el trato que había hecho con El Profeta. Imogen escuchó todo el rato, sin preguntas ni melodramas.
Cuando Harry acabó, se quedaron un momento en silencio.
—¿De verdad te empujaron delante de un tren?
—Era un tren lento. Sólo tengo algunos moretones.
—Santo cielo, Harry, no sé qué decir, pero me alegra que me hayas buscado. —Hizo una pausa—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
Harry consiguió esbozar una leve sonrisa.
—No tienes novio. Siempre trabajas los domingos cuando estás soltera.
La cara de Imogen reflejó tristeza, pero enseguida retomó el tema con seriedad.
—Debiste haber acudido a mí. Podría haberme colado en el sistema de KWC en cuestión de minutos.
Harry le sonrió de nuevo. La mamá gallina desaparecía cuando afloraban sus instintos básicos de hacker. Sentada sobre sus talones en la silla, se abrazó el pecho. Se sentía reconfortada y soñolienta, como una niña tomando algo caliente antes de acostarse. Los consejos de Imogen no siempre eran sensatos, pero el mero hecho de recibirlos la reconfortaba.
Entonces recordó aquel vago runrún en su cabeza.
—La verdad es que sí me puedes ayudar en algo —respondió—. ¿Me envías por correo electrónico el informe que preparaste para Sheridan?
—¿Hay algún error? Dillon me mandó la información de tu test de intrusión, parecía bastante sencillo.
—Así es. Seguro que está bien, pero quiero comprobar una cosa.
—De acuerdo. —Imogen se cruzó de brazos y empezó a dar golpecitos con el pie—. Y mientras tanto, ¿qué vas a hacer?
—Se aceptan sugerencias.
—Memeces. Sabes perfectamente qué es lo que debes hacer.
Harry puso los pies en el suelo.
—No voy a ir a la policía, y tú tampoco. Te dije que...
—Lo sé, lo sé. Pero si quieres mi opinión, no vale la pena correr riesgos por la reducción de la condena de tu padre.
—Mira...
Imogen le hizo un gesto para que callara.
—No hablaba de acudir a la policía.
—¿Y entonces?
—Es obvio. Tienes que ir a ver a tu padre.
Harry se hundió en la silla y cerró los ojos. Como una niña pequeña, tenía ganas de taparse los oídos y hacer ruido para no escucharla.
—Sé que la relación con tu padre es complicada —prosiguió Imogen.
Definirla como «complicada» era quedarse corto. Harry esperó a que Imogen continuara pero, corno no lo hizo, abrió los ojos.
Imogen la observaba desde el otro extremo de la sala.
—¿Has dejado la puerta abierta?
Harry se giró.
Ashford había entrado en la oficina y se dirigía hacia ellas.
—Uno de mis empleados murió anoche en un incendio.
Ashford cerró la puerta del despacho de Dillon y continuó:
—Usted lo conoce, es Felix Roche.
—Lo siento.
Harry trató de ganar tiempo acomodándose en la silla detrás del escritorio de Dillon e indicando a Ashford que se sentara enfrente. Puede que aquella artimaña resultara demasiado obvia, pero ¿qué importaba? Quería dar la impresión de que mandaba ella.
Ashford se sentó. Su peinado de payaso contrastaba con el traje de negocios que lucía.
—Y creo que su accidente fue mucho más grave de lo que usted me dio a entender.
Harry frunció el ceño.
—¿Cómo?
—Jude Tiernan me lo comentó. Me llamó por lo de Felix, como es lógico, y después hablamos un poco sobre usted.
Ashford se recostó en la silla sin apartarle la mirada.
Maldito Jude. ¿Qué le habría explicado? ¿Y por qué Ashford la buscaba? Se acordó del Jaguar plateado que circulaba detrás de su coche.
—¿Cómo sabía que estaba aquí? —preguntó. Ashford tardó un momento en contestar.
—Su madre se queja a menudo de que trabaja demasiado y no está disponible los fines de semana, así que me decidí a probar.
—¿Ha hablado sobre esto con mi madre?
—No, por Dios. Nada más lejos de mi intención preocuparla. —Clavó su mirada solemne en la de Harry—. Me preocuparé yo en su lugar.
Ella se apartó del escritorio y cruzó los brazos.
—No es necesario.
—Creo que sí. Quizá se ha visto implicada en asuntos que no le conciernen.
Harry arqueó las cejas.
—Lo mismo le digo.
—Mensaje recibido. No obstante, las consecuencias para usted podrían ser mucho más graves.
—¿Qué le dijo Jude exactamente?
—Le sonsaqué algunos detalles de su «accidente». El asunto me inquietaba.
Harry observó la expresión benévola de Ashford y sus ojos amables que recordaban a los de un basset. Con aquellos mechones que le salían disparados de la cabeza, parecía un abuelo.
—No tenía ningún derecho a contarle nada —contestó ella.
Ashford se quedó pensativo un momento. Después dijo:
—Hace varios años, otro de mis empleados falleció trágicamente. Un accidente cerca del IFSC.
Harry apretó la mandíbula, pero no comentó nada.
—Primero fue el joven Jonathan, y ahora Felix —continuó Ashford—. Y, según Jude, alguien trató de empujarla a usted delante de un tren.
—No tiene nada que ver ¿no? —Intentó mantener un tono suave—. Mi accidente en Pearse Station y lo que le pasó a sus empleados, quiero decir.
—¿Yo he dicho que exista alguna relación? —Se inclinó hacia delante con las manos juntas como si rezara—. Sólo le ruego que sea precavida, eso es todo. Si no lo hace por sí misma, al menos hágalo por su madre.
Harry frunció el entrecejo.
—Parece que conoce a mi madre muy bien.
—La conocí antes que a Sal. —Apartó la mirada—. De hecho, yo se la presenté.
Harry se miró las uñas.
—Usted y mi madre eran... quiero decir son...
Negó con la cabeza.
—Ahora no. Sólo somos viejos amigos y nos preocupamos el uno del otro.
—¿Y antes?
Ashford titubeó.
—Admito que, hace mucho tiempo, fuimos algo más.
—¿Qué ocurrió?
—Hace casi treinta años, no tiene importancia.
—Por favor..., me gustaría saberlo. —Harry se toqueteaba la uña mal cortada del pulgar—. Mi madre me explicó algo una vez, pero ahora me gustaría escuchar su versión.
Le lanzó una mirada a Ashford. Así se conseguía que alguien desvelara un secreto: haciéndole creer que ya se le había adelantado alguien.
Ashford pareció dudar y se revolvió en su asiento.
—Pero fue hace mucho tiempo, cuando Amaranta era un bebé. —Se sacudió una mota de polvo invisible de su chaqueta—. No me enorgullezco de ello, se lo puedo asegurar.
Harry seguía mirándose las uñas. No debería sorprenderle que Miriam hubiera tenido una aventura. Dios sabe que estar casada con su padre no resultaba fácil.
—¿Y qué pasó? —inquirió.
Ashford se aclaró la voz.
—Nada. Sólo duró unos pocos meses. Lo dejamos.
—¿Por qué? ¿Por mi padre?
—Me gustaría poder decir que ésa fue la razón. —Se detuvo—. No, fue por usted, Harry.
Ella le fulminó con la mirada. Nunca le había visto tan compungido.
—Miriam se quedó embarazada de usted —confesó.
Harry lo miró fijamente mientras la cabeza le daba vueltas. Ashford debió de captar su mirada de pánico porque negó con la cabeza de inmediato.
—No, no, Harry, no se preocupe —aseguró—. Usted es hija de Sal, de eso no hay duda. Dios mío, mírese en el espejo. Es una Martínez por los cuatro costados, está clarísimo.
Harry parpadeó. Por un instante se quedó sin palabras. Después asintió con la cabeza y preguntó:
—Entonces ¿Miriam puso fin a la historia porque yo estaba en camino?
—Estoy convencido de que al final lo hubiera hecho de todas formas. —Ashford bajó la mirada—. La verdad es que me sentía incómodo.
—¿Quiere decir que fue usted quien lo dejó?
—No estaba listo para encargarme de la familia de otro hombre, sobre todo de la de Sal. El embarazo me abrió los ojos. Sí, lo dejé.
Estaba aturdida. Pensó en lo distante que se había mostrado siempre su madre, en cómo todo lo que ella hacía nunca le parecía suficiente. Siempre lo había atribuido a que era porque le recordaba demasiado a su padre, pero ahora sabía que había algo más.
—No debe culpar a su madre —dijo Ashford—. No era fácil vivir con los problemas económicos de su padre, especialmente desde que nació Amaranta.
—Pero si no hubiera sido por mí, la vida de Miriam sería muy diferente. Usted le podría haber ofrecido la seguridad que necesitaba.
Negó con la cabeza.
—Hubiera vuelto con su padre, estoy seguro.
—Pero nunca pudo elegir, ¿verdad? —Harry se mordió los labios—. Por mi culpa.
Ashford no respondió. No era necesario, ella sabía que estaba en lo cierto. Su hija le recordaba a aquel marido difícil pero, además, destruyó la única posibilidad que se le presentó para dejarlo.
Nunca habían tenido una oportunidad como madre e hija.