Capítulo 33

—Ha llegado la señorita en apuros —dijo Harry con ironía—. Es la segunda vez esta semana, perdona.

Miró a Dillon e intentó calibrar su reacción, pero le resultaba difícil interpretar su expresión. Él encendió el motor e hizo girar el Lexus describiendo una «U» cerrada sin apartar la mirada del frente. Desde que la encontrara en el valle, apenas articulaba palabra.

No sin dificultades, Harry había conseguido regresar al coche y recuperar su bolso de debajo del asiento. Se dejó caer en el suelo y, acurrucada contra el Mini, llamó a Dillon con manos temblorosas. Cuando la encontró, temblaba de frío y estaba rígida.

Harry volvió a observarlo. Parecía como si una cremallera hubiera cerrado su boca y agarraba el volante con fuerza. De vez en cuando estiraba los dedos como si intentara decidir algo.

Dillon le echó una mirada.

—Esos cortes en las manos tienen un aspecto horrible, igual que los del ojo. Te llevaré a urgencias, quizá deban darte algunos puntos.

—No, ya te he dicho que estoy bien. —Se obligó a sonreír—. En serio.

—En mi opinión, puede que hayas sufrido una conmoción cerebral.

Negó con la cabeza. Quería creer que se equivocaba, pero un dolor agudo le taladraba la frente. Tal vez Dillon tenía razón.

—Se me pasará. —Se masajeó la nuca, que se le empezaba a agarrotar—. Sólo necesito descansar.

Dillon frunció el ceño y volvió a concentrar su atención en la carretera. Llevaba unos vaqueros y una cara chaqueta de cuero bastante holgada. Aquella piel parecía suave como la mantequilla, y ella se preguntó qué ocurriría si alargara la mano y la tocara.

Harry se aclaró la voz.

—¿Dónde vamos?

—¿Dónde te gustaría ir?

Harry miró con ojos entrecerrados los campos y los setos sumidos en la oscuridad, y decidió que ya estaba cansada de tanta naturaleza.

—¿Te importaría que volviéramos a la ciudad? Podríamos ir a mi casa, comprar comida para llevar..., si te apetece.

Dillon le clavó unos ojos inquisidores, pero se limitó a encogerse de hombros y apartó la mirada de nuevo.

—Está bien.

Harry se apoyó en el reposacabezas, cerró los ojos y trató de olvidarse de él. En aquel momento sólo podía pensar en lo más elemental: estar a salvo, dormir y comer. Cualquier otra cosa más complicada debería esperar. Se sentía torpe y soñolienta después de tanta descarga de adrenalina.

Quizá debió haber advertido a Dillon del desastroso estado en el que se encontraba su coche. Sólo le comentó que había sufrido un accidente y que se había salido de la carretera. En aquel momento, le pareció lo más conveniente. Si le hubiera ofrecido más detalles, el temblor de su voz se habría convertido en llanto.

Dillon enmudeció cuando iluminó el coche de Harry con la linterna. La apagó y la volvió a encender al darse cuenta del verdadero alcance de los daños. El parabrisas estaba hecho añicos por completo y parecía como si un puño invisible hubiera golpeado el resto de cristales. El contorno del capó se veía deformado y aplastado como si el coche estuviera derritiéndose. La propia Harry se preguntó cómo diablos había salido viva de allí.

Ella se quedó junto al Mini varios minutos. Acariciaba el capó como si se tratara de un cachorro herido y no quería abandonarlo. Entonces, sin decir palabra, Dillon le llevó la mano al codo y la guió colina arriba hasta su Lexus.

El Lexus circulaba ahora cuesta abajo por la carretera de la montaña. A Harry la cabeza le daba vueltas y los ojos le pesaban del sueño. Dillon dio un frenazo que la sacudió hacia delante y casi le tira el bolso del regazo. Abrió los ojos y lo fulminó con la mirada. Estaba segura de que lo había hecho a propósito. ¿A qué se debía su enojo? Al fin y al cabo, era ella la que había estado a punto de morir.

—¿Ni siquiera me vas a preguntar qué ha pasado? —dijo Harry.

Dillon propinó un puñetazo al volante que la sobresaltó.

—No sé, Harry, ¿debería hacerlo? —Puso segunda y tomó una curva—. ¿Me contarás la verdad? ¿O te limitarás a darme largas asegurándome que todo va bien?

Harry abrió los ojos de par en par. Despegó los labios para hablar pero los volvió a cerrar de golpe.

—Así que has tenido un accidente y el coche se ha salido de la carretera. —Negó con la cabeza—. El coche no se ha salido solo, eso lo ve cualquiera.

—Mira, si estás mosqueado por lo de esta noche...

—Por Dios, Harry, claro que no estoy enfadado por eso. —Pisó el freno y el coche paró en seco con un chirrido—. ¿Por quién me tomas?

Dillon se pasó la mano por el pelo. Espiró largamente y, con un brazo apoyado en el volante, giró la cara hacia Harry.

—Escucha, los dos sabemos que te encuentras en grave peligro —aseguró.

La miró fijamente. Por un momento, Harry se acordó de aquel chico de ojos oscuros sentado en su dormitorio que le hablaba de la vida y la ética con pasión desmedida.

Dillon suspiró y negó con la cabeza.

—¿Tan malo sería que me dejaras ayudarte?

Harry parpadeó y se mordió los labios. Tenía razón. No le había permitido acercarse a ella. Se había acostumbrado a no confiar en nadie más que en ella misma. Desde su punto de vista, así se ahorraba decepciones. Por otro lado, ser independiente la mantenía muy ocupada y nunca se le había pasado por la cabeza que esa actitud pudiera molestar a Dillon. Intentó mostrarse arrepentida, pero en alguna parte de su cabeza tarareaba una alegre melodía al darse cuenta de que a Dillon le importaba.

—Perdona. Estoy acostumbrada a sacarme las castañas del fuego yo sola. —Se encogió de hombros—. Parece que esta vez no lo estoy haciendo muy bien.

—¿Quieres hablar sobre ello?

Asintió con la cabeza.

—Tú conduces y yo te lo explico. —Escudriñó las sombras del exterior—. Regresemos a la civilización.

El Lexus reanudó el descenso de la montaña y Harry se preguntó por dónde empezar. Suspiró. Como siempre, todo empezaba y acababa por su padre.

—Aún estoy tratando de encajar todas las piezas, pero creo que la historia es la siguiente: antes de ser detenido, mi padre ocultó la fortuna que reunió gracias al abuso de información privilegiada, y ahora sus antiguos compinches quieren recuperar ese dinero. El problema es que piensan que lo tengo yo. De hecho, creí tenerlo durante unas horas, pero por lo visto estaba equivocaba.

Dillon la miró con perplejidad. Harry se acordó del error en su cuenta bancaria y el disgusto se reflejó en su rostro.

—No preguntes —le pidió—. Aún me pongo enferma al recordarlo. El caso es que todo esto me llevó a cometer un error catastrófico. —Cerró los ojos. Se mareaba al pensar en su propia estupidez—. Hice un trato con la organización de mi padre.

—¿Estás loca?

Ella abrió los ojos y le lanzó una mirada.

—Bueno, estaba bastante desesperada. Acababa de averiguar que habían matado a una persona y todo parecía indicar que yo iba a ser la siguiente. —Se abrazó el pecho—. Se me ocurrió hacer un pacto: yo les devolvía el dinero y, a cambio, ellos me dejaban en paz. Si no lo hago, me matarán.

Sintió un escalofrío al pensar en aquel tipo de la montaña y en qué castigo escogería para ella.

Harry se estremeció.

—Evidentemente, si es posible, no me gustaría tener que faltar a mi palabra.

Dillon permanecía en silencio. Harry lo observó y se fijó en que tenía los músculos de la garganta tensos, como si le resultara difícil tragar.

—¿De qué estás hablando, Harry? ¿Quién es esa gente?

—Son varios.

Le puso al corriente sobre los miembros de la organización que había descubierto hasta aquel momento: El Profeta les proporcionaba información confidencial de JX Warner; Leon Ritch vio reducida su condena por delatar a sus compinches; Jonathan Spencer quiso abandonar la organización pero lo mataron para evitar que pusiera en peligro la operación Sorohan; Ralphy, de identidad aún desconocida, era supuestamente el banquero protegido por Leon; Felix Roche se había aprovechado de la información que manejaba la organización y murió porque conocía la identidad de El Profeta; y, por último, su propio padre, el único que cumplía condena en prisión por todo aquel lamentable asunto.

Dillon emitió un silbido poco perceptible. Desaceleró para prestarle más atención a Harry.

—¿Cómo sabes todo eso?

Harry le explicó su encuentro con Ruth Woods. Habían sucedido tantas cosas que resultaba difícil creer que la cita con la periodista hubiera tenido lugar el día anterior en el Palace Bai. Obvió sus hazañas de hacker en el correo electrónico de Felix; no estaba segura de si Dillon lo consideraría ético.

—¿Y quién es el cabecilla de todo esto? ¿Tu padre?

Harry negó con la cabeza.

—Parece ser que El Profeta es el que mueve todos los hilos, el trato lo hice con él. —Entonces, señaló las montañas—. Su matón es el que me ha sacado de la carretera ahí arriba.

—¿Qué? —Dillon se apartó a un lado de la calzada para dejar pasar a un camión que circulaba en dirección contraria—. Podría haberte matado, lo cual carece de sentido si quieren que devuelvas el dinero.

—No ha intentado matarme, aunque casi lo consigue. Trataba de atemorizarme y asegurarse de que voy a cumplir mi palabra. —Al recordar su voz grave y ronca se le encogió el estómago—. Es el mismo tipo que me empujó delante del tren. Quizá también estaba en el laberinto, no lo sé.

—Dios santo.

—Leon también tiene a alguien que me sigue. —Le habló de Quinney—. No sé si trabajan juntos o si cada uno actúa por su cuenta pero, en cualquier caso, estoy aterrorizada.

—¿Y no tienes idea de quién puede ser ese Profeta?

Harry negó con la cabeza. Pensó en Jude pero, al fin y al cabo, sus sospechas sólo se basaban en que había trabajado para JX Warner. Bueno, en eso y en que su forma de sobornar a Felix le pareció bastante hábil para un estirado banquero de inversión.

—¿Y qué hay de Ralphy? —preguntó Dillon—. Quizá sea él. Después de todo, si Leon Ritch lo protege, debe de ser alguien importante.

—No lo había pensado. —Harry frunció el ceño—. Veré qué más puedo averiguar sobre él.

Dillon la miró fijamente a los ojos.

—Harry, no te puedes ocupar de esto tú sola. Tienes que acudir a la policía.

Ella le giró la cara y se puso a toquetear la correa del bolso. Dillon alzó las manos y, por un momento, el coche avanzó solo por la carretera.

—Vamos, Harry, pedir ayuda no te convierte en débil.

—No es eso.

—No me digas que aún te preocupa la reducción de condena de tu padre. Estamos hablando de tu vida.

Harry se enrolló la correa en el dedo índice. Puede que Dillon tuviera razón.

—Prométeme que por lo menos pensarás en ello —le pidió—. Y que no me tendrás al margen de todo esto.

Harry asintió con la cabeza e hizo un gesto de contrariedad. Aceptar aquello le dolía pero, por si fuera poco, había recordado algo más.

—De hecho, puede que estés más implicado de lo que crees.

Le contó los planes de Quinney para sacar a relucir los trapos sucios de Dillon y utilizarlo para chantajearla. Dillon frunció el ceño y apartó la mirada.

—No te preocupes por mí —respondió—. Sé cuidarme.

Siguió conduciendo en silencio un rato. Después, Dillon le preguntó:

—Y si tú no tienes el dinero, ¿quién lo tiene?

Harry lo miró a los ojos un instante sin responderle. Le pareció que ambos conocían la respuesta.

Llegaron a su apartamento pasadas las diez y media. Dillon se le adelantó y caminó con decisión hacia la cocina. Harry oyó cómo abría y cerraba los armarios antes de que a ella le hubiera dado tiempo de cerrar la puerta.

—¿Qué tienes para comer? —preguntó.

—Poca cosa.

Se quedó observándolo en el umbral de la puerta. Estaba de espaldas con las piernas separadas mientras examinaba los armarios. Había lanzado la chaqueta sobre la encimera. Con aquella camiseta blanca se le veía bronceado y en forma, como un ex tenista profesional.

—Debes de comer mucho —dijo Dillon al cerrar el último armario vacío.

—Tengo un folleto de comida para llevar por aquí.

Como la cocina era larga y estrecha, Harry le rozó el pecho con el brazo al dirigirse hacia los cajones de los cubiertos. Se estremeció como si se hubiera quemado, se apartó e intentó concentrarse en el cajón.

—Lo llamo el cajón de los domingos por la noche. —Agachó la cabeza mientras hurgaba en su interior, con cuidado de no cortarse—. Contiene todo lo que necesito para pasar en casa un rato agradable. Menús para llevar, sacacorchos, el carné de la biblioteca y una bolsa gigante de pastelitos de nata recubiertos de chocolate.

Harry cerró los ojos y se obligó a callarse. No debía ofrecerle una imagen tan penosa de su vida social. Oyó cómo se movía por detrás y se le erizó el vello de la nuca al sentir su presencia. Rebuscó en el cajón hasta encontrar los menús. Como ya no disponía de ninguna excusa para darle la espalda, respiró hondo y dio media vuelta.

Dillon estaba aún más cerca de lo que creía. Harry se había llevado al pecho el folleto de los menús, pero él alargó la mano, se lo quitó y lo colocó sobre la encimera. Se acercó un poco más a ella con una mirada especulativa y posó las manos en los hombros de Harry, que notó cómo se le ponía la carne de gallina en los brazos.

—Eras una cría muy divertida —dijo Dillon—. Fiera y a la defensiva, como un cachorro de tigre.

Harry se ruborizó y fingió indiferencia. No era momento para transformarse de nuevo en aquella chiquilla graciosa.

—No me recuerdo como un tigre. Sólo me acuerdo de mis anticuados zapatos de la escuela.

Harry tuvo que refrenar el imperioso deseo de bajar la vista para comprobar si aún los llevaba puestos.

Él sonrió.

—Te enfadaste conmigo.

Harry arqueó las cejas.

—En realidad, te tenía miedo.

Dillon le cogió la mandíbula y le rozó el lóbulo de la oreja con la punta de los dedos. Un ligero escalofrío le recorrió los hombros y la espalda.

—Creía que nada te asustaba.

—Te sorprenderías. Los asesinos a sueldo y las arañas ocupan los primeros puestos de mi lista ahora.

Cerró la boca antes de arrancarse a hablar otra vez. Dillon le acarició la mejilla con el pulgar y Harry sintió el dulce dolor de aquellas nuevas magulladuras en el rostro. De repente, pensó en el aspecto que debía de ofrecer después del violento episodio en las montañas. Bajó la mirada.

—¿Ahora te asusto? —preguntó Dillon.

Negó con la cabeza pero justo después asintió, y acabó sonrojándose ante su propia confusión. Él le alzó la barbilla para obligarla a mirarlo de nuevo. Entonces, le llevó la palma de la mano a la nuca y la empujó suavemente hacia él. Harry notó lo sensible que tenía el cuero cabelludo y se acordó de que el tipo de las montañas casi le había arrancado el pelo.

Lo observó arrebatada mientras su rostro se aproximaba. Sólo podía pensar en que aquél era el chico que la cautivó a los trece años, aquél era el hombre en el que se había convertido, aquél era Dillon. Sus labios suaves y cálidos encontraron los de Harry. Se los separó con la lengua y una deliciosa sensación invadió su cuerpo. No estaba segura, pero le pareció que se le había escapado un gemido.

Dillon se apartó y buscó el rostro de Harry con la mirada. Sus ojos reflejaban inquietud y se mostraba dubitativo. A ella se le ocurrió preguntarle:

—Y yo, ¿te asusto a ti?

Tragó saliva y la contempló un momento. Asintió con la cabeza.

—Un poco.

Harry no pudo evitar sonreír abiertamente. Él hizo lo mismo. Le puso la mano en la cintura, la atrajo hacia sí y volvió a besarla. Aquello iba en serio. El calor inundó el cuerpo de Harry, que sentía los latidos del corazón de Dillon contra ella. Le lamió el labio inferior para provocarla. Esta vez sí gimió.

Él se apartó y Harry abrió los ojos. Le ardía la cara y los párpados le pesaban.

Dillon esbozó una amplia sonrisa misteriosa y la llevó de la mano al dormitorio. La abrazó con ternura, sin olvidar que le dolía el cuello y le escocían los cortes de las manos. Durante la hora siguiente, Harry se impregnó de su olor y contempló cautivada cómo entraba y salía de su cuerpo, embelesada con su ritmo, atraída hacia él, hasta que el ritmo de Dillon fue su ritmo; no podía dejar de repetir para sus adentros: «Éste es Dillon, éste es Dillon», como si aquellas palabras fueran un conjuro, hasta que por fin todo su cuerpo se estremeció y aquella frase se desvaneció en su mente.

Más tarde, al verlo dormir con los dedos de una mano entrelazados con los suyos, recordó lo que había dicho El Profeta.

«Sé lista. Si no, tú y todos aquellos que te importan estarán en peligro.»

Observó cómo el pecho de Dillon subía y bajaba, y escuchó el suave sonido de su respiración. Con la imaginación, recorrió sus oscuras cejas con el dedo, acarició el ligero arco del caballete de la nariz, los labios, la barbilla y finalmente el pecho.

Dio media vuelta y se quedó mirando al techo.

Imogen tenía razón. Mañana iría a visitar a su padre.