Capítulo 47

—Así que Sal ya no está en la cárcel.

Harry oyó el tintineo de los cubitos de hielo al caer dentro de un vaso. Rousseau le daba la espalda mientras se servía alguna bebida en un pequeño bar situado al fondo de la habitación.

Estaban en una suite privada que daba al vestíbulo, junto a los ascensores. Tenía forma elíptica y su techo abovedado era una réplica reducida del que cubría la Gran Entrada de las Aguas. En un extremo de la habitación había un regio escritorio de roble y, detrás de él, dos mástiles de más de dos metros sujetaban la bandera británica y la estadounidense. Aquella distribución le recordaba al Despacho Oval de la Casa Blanca.

Harry se dirigió al bar y se encaramó a un taburete.

—Salió ayer.

Rousseau le ofreció un vaso de whisky pero ella negó con la cabeza. Él dio un sorbo y se volvió hacia Harry con un codo apoyado en la barra.

—Creía que le quedaban dos años más.

—Reducción de condena por buena conducta.

—Ha mencionado algo de un accidente.

—Así es. Lo atropellaron con un Jeep. —Harry se notaba el cuerpo rígido y le sorprendió la serenidad con la que era capaz de hablar—. Supongo que no sabía nada de esto.

Rousseau enarcó una ceja; aquel discurso parecía cansarle. Después agitó el vaso y los cubitos se movieron.

—¿Por qué no me explica sin más rodeos el motivo de su visita?

Harry se encogió de hombros.

—Es muy sencillo: mi padre tiene una cuenta numerada en su banco con unos dieciséis millones de dólares. Quiero ese dinero.

Rousseau la observó un momento con atención. Acto seguido, inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—¿Y para eso ha venido? ¿Para preguntarme por el dinero de su padre? ¿Por qué no se lo dice a él?

—Como le he comentado, ha tenido un accidente. No puede hablar.

—Qué mala suerte. Pero la cuestión es qué tengo que ver yo con eso.

—Mi padre me explicó muchas cosas sobre usted. —Abrió el bolso, sacó el segundo sobre y lo colocó en la barra de mármol, justo entre Rousseau y ella—. Me lo contó todo sobre sus inversiones.

Él dirigió la mirada al sobre.

—Mis inversiones son asunto mío.

—No si demuestran que estaba en connivencia con un cliente declarado culpable de abuso de información privilegiada. ¿Qué cree que opinarían los ejecutivos de Rosenstock Bank sobre esto?

Los dedos de Rousseau agarraron con fuerza el vaso; sus pulcras uñas parecían aún más blancas.

—Si insinúa que yo pertenecía a la organización de Sal, comete un craso error. Además, estoy seguro de que conoce las leyes de privacidad bancaria de mi país, señorita Martínez. Mis operaciones son totalmente confidenciales.

—Oh, sí, estoy al corriente de la privacidad bancaria, créame. Y también sé que la ley hace caso omiso de ella cuando se comete un delito grave, como por ejemplo el tráfico de información privilegiada. —Repasó con la vista la lujosa suite presidencial—. Parece que usted tendría mucho que perder.

Rousseau dejó el vaso sobre el mármol con un golpe y sonrió a destiempo. No tenía los dientes delanteros muy bien colocados y tampoco lucían tan blancos como sus uñas.

—¿Qué es lo que quiere?

Harry cogió el sobre y sacó seis hojas de papel dobladas.

Las alisó y les echó un vistazo como si fuera la primera vez que las veía.

—¿Se acuerda de EdenTech? —preguntó finalmente—. Era una compañía de software que cotizaba en la NASDAQ en 1999. Unos suizos la compraron en mayo del año siguiente. Mire esto.

Giró la hoja para mostrársela y la señaló. Intentó que no le temblaran las manos. El encabezamiento de la página decía: «Archivos de Rosenstock Bank, Centro de Operaciones en Red». Era uno de los informes de Matilda. Había convencido a la recepcionista del Nassau Sands Hotel para que le permitiera utilizar la impresora antes de irse.

—Es el archivo de las operaciones de mi padre —dijo—. Esta entrada de aquí indica que compró ciento cincuenta mil acciones de EdenTech por trescientos sesenta y siete mil dólares a las 14.00 horas del 28 de abril de 2000, dos semanas antes de que se hiciera pública la información sobre la adquisición por parte de los suizos. —Señaló otra entrada que aparecía más abajo—. Y mire esto, tres semanas más tarde las vendió de nuevo por ochocientos cuarenta y nueve mil dólares. Un buen negocio.

—¿Y qué?

—Otra más. Boston Labs. Quebraron en mayo de 2000, ni siquiera pudieron pagar a sus empleados. Un gran grupo norteamericano absorbió la empresa. Pero fíjese, una semana antes de que aquello sucediera, mi padre compró un montón de acciones de Boston Labs. Y... ¡sorpresa! Dos semanas después las vendió y le proporcionaron importantes ganancias.

—¿Adónde quiere llegar, señorita Martínez? —Rousseau cogió una licorera de cristal de la barra y volvió a llenarse el vaso—. Los abusos de información de Sal son un secreto a voces.

—Desde luego, aunque las autoridades nunca conocieron la existencia de esta cuenta en particular. Pero tiene razón, esto no es ninguna novedad. —Harry hojeó el informe—. Sin embargo, lo que nadie sabe es que una persona imitaba las operaciones de mi padre.

Rousseau se estaba acercando el vaso a los labios, pero su mano se quedó paralizada. Harry continuó.

—Alguien jugaba con él a seguir al rey. Compraba todo lo que él compraba, y a la hora de vender procedía del mismo modo. Permita que se lo muestre.

Le pasó el informe. Había resaltado en amarillo algunas entradas.

—Menos de media hora después de que mi padre comprara parte de EdenTech, esta persona se hizo con setenta y cinco mil acciones. Sal las vendió a las 15.20 horas del 1 de mayo, poco más tarde del anuncio público de la absorción. Cinco minutos después, su imitador también vendió las suyas. —Giró la hoja—. Lo mismo sucedió con Boston Labs: su misterioso emulador compró sesenta mil acciones sólo seis minutos después de que mi padre adquiriera las suyas, y también se deshizo de ellas con una diferencia de tres minutos respecto a su amigo Sal.

Examinó el rostro de Rousseau, que estaba perplejo. Se mantuvo en silencio.

—Hay mucho más —prosiguió—. CalTel, Sorohan... La lista continúa. Si ocurre una o dos veces tal vez puede atribuirse a una casualidad, pero si la situación se prolonga durante seis meses... —Negó con la cabeza—. No hay ninguna duda, alguien se aprovechó de la información confidencial de mi padre. Existen suficientes pruebas para que las autoridades ignoren la ley de privacidad bancaria e interpongan una acción judicial. —Dio un golpecito con el dedo sobre la segunda columna de los datos tabulados del informe—. Este es el número de cuenta de nuestro imitador ¿lo reconoce?

Rousseau se quedó mirando fijamente la página. En la mandíbula inferior, un músculo se le empezó a contraer de forma involuntaria.

—¿Cómo ha accedido a esta información?

—Se sorprendería de la clase de información que puedo obtener..., y del daño que puede causar.

—Si desenmascara a este copión, sea quien sea, dejará al descubierto más operaciones ilegales de Sal. Podrían procesarlo de nuevo y enviarlo de vuelta a la cárcel. ¿Le haría eso a su propio padre?

Harry se encogió de hombros.

—¿Qué quiere que le diga? Nunca hemos tenido una relación muy cercana.

Rousseau la observó un momento.

—A ver si lo he entendido bien. Me está acusando de utilizar la información confidencial de Sal para realizar mis propias operaciones. Para que usted no me delate, se supone que tengo que vaciar su cuenta y entregarle a usted el dinero. —Se echó a reír y movió la cabeza de un lado a otro—. Mejor que se lo diga ahora: lo que propone es del todo imposible. Ni aun queriendo podría hacerlo. Sólo Sal está autorizado para sacar personalmente ese dinero a través de su gestor de cuenta. La seguridad del banco es mucho más estricta de lo que cree.

—Sí, lo sé. No se preocupe, no pretendo que me entregue el dinero.

—¿Ah, no?

Harry le sonrió y negó con la cabeza.

—Eso sería pedir demasiado. Como ha comentado, nunca podría conseguirlo con un protocolo de seguridad tan férreo.

—Bueno, bien, me alegro de que nos entendamos.

—Es algo mucho más sencillo: sólo quiero que intercambie unos archivos.

—¿Qué archivos?

Harry dobló los informes y los introdujo en el sobre.

—Esta tarde he abierto una cuenta en Rosenstock Bank. Tuve que rellenar un impreso de solicitud con los datos habituales: nombre, dirección y firma, ese tipo de cosas. Después pegaron mi fotografía al impreso y se quedaron con copias de algunos documentos personales, como por ejemplo recibos del gas y de la luz o mi declaración de la renta. —Apretó la solapa adhesiva del sobre—. Entonces lo guardaron todo en una caja especial con el número de mi nueva cuenta.

Rousseau asintió con la cabeza. Todavía la miraba con recelo.

—Su archivo de identificación personal. Es el procedimiento habitual.

—Exacto, así lo llaman. Mi archivo de identificación personal. Es la única manera que tienen de saber quién es realmente el titular de una cuenta numerada, ¿verdad?

Rousseau asintió con la cabeza de nuevo, aunque algo más despacio.

Harry prosiguió.

—Por lo tanto, en algún lugar también existe una caja con el número de cuenta de mi padre. Y dentro de ese archivo se encuentran sus datos de solicitud personales: nombre, fotografía, firma y recibos del gas y de la luz.

Rousseau sorbió un poco de whisky sin apartarle la mirada. No dijo nada.

—Ya sabe adónde quiero ir a parar, ¿no? —Sonrió—. Quiero que intercambie nuestros documentos.

Dio un buen trago y negó con la cabeza.

—Es imposible.

—No, no lo es. Lo único que tiene que hacer es sacar los documentos de identificación del archivo de mi padre y sustituirlos por los míos. De ese modo, cuando mañana vaya a retirar el dinero de su cuenta, todo indicará que yo soy la titular.

Rousseau seguía moviendo la cabeza de un lado a otro.

—El gestor de cuenta conoce personalmente a Sal. No se fiará del archivo para identificarlo.

—Nunca se llegaron a ver. Cuando a usted lo ascendieron y asignó la cuenta a otra persona, mi padre dejó de realizar operaciones. Y, naturalmente, después lo detuvieron. Hace mucho que no viene a las Bahamas. Nadie ha tenido que abrir ese archivo en más de ocho años.

—Pero su fotografía...

—La fotografía de mi pasaporte es lo bastante vieja como para no levantar sospechas. Podría pertenecer perfectamente a una solicitud de hace nueve años.

Rousseau esbozó una sonrisita.

—Seguro que sí, pero está firmada por su gestor de cuenta.

El resto de los documentos del archivo, la información de las operaciones, las notas, todo está firmado por mí. No coincidirían.

Harry le devolvió la sonrisa.

—Por lo que recuerdo, existe un espacio para un segundo signatario en el impreso de solicitud. El asistente de mi gestora estuvo a punto de firmar, pero ella no se lo permitió. Así pues, ahora no hay nada que le impida añadir su nombre y rubricar la fotografía, ¿verdad?

Rousseau tomó otro trago de whisky y se limpió los labios con el dorso de la mano. Harry se esforzó por mantener la sonrisa.

—Y no tenemos que preocuparnos de si resulta extraño que el nombre de mi gestora aparezca junto al suyo —afirmó ella—. Por lo visto, es su antigua jefa, Glen Hamilton. Es de lo más normal que los dos juntos aprobaran un impreso de solicitud de un cliente nuevo.

Rousseau frunció el ceño y cogió la licorera.

—Todo esto está muy bien, pero ¿qué me dice de las instrucciones de operaciones que hay en el archivo? Las envió Sal, no usted. Están firmadas con su palabra de acceso personal, la misma que escribió en su solicitud. No coincidirá con la suya.

—Si no me equivoco, creo que los dos elegimos la misma. —Observó su rostro—. «Pirata».

Harry advirtió en su mirada que había reconocido la palabra: estaba en lo cierto. Una sensación de euforia le recorrió el cuerpo de arriba abajo.

—Aun así es imposible —aseguró Rousseau—. Esos archivos de identificación personal se guardan en una cámara acorazada. Sólo los gestores de cuentas tienen acceso a ellas y, como ya le he dicho, yo ya no me ocupo de la cuenta de su padre.

—Usted es el vicepresidente de relaciones con clientes internacionales. Seguro que puede acceder a la cámara si se lo propone de verdad.

—Esos archivos están guardados a cal y canto. ¿Qué se supone que debo hacer, librarme de seis vigilantes armados y volar la cámara? —Le dio un tirón a su pajarita—. Sólo puedo hacerme con los archivos de identificación personal por cauces oficiales, es decir, firmando un registro de entrada y otro de salida. ¿Piensa que dejaré constancia de que en una ocasión traté de alterarlos?

—Nadie va a hacer sonar la alarma, nunca notarán el cambio. La cuenta de mi padre no registra ninguna actividad, y probablemente el archivo que he abierto hoy permanecerá intacto para siempre porque no lo voy a utilizar.

—¿Y cuando Sal intente retirar el dinero? ¿Qué pasará entonces?

—No se preocupe, eso no sucederá. Tan pronto como tenga el dinero, negociaré con mi padre. No podrá reclamarle al banco esa cantidad sin ponerme en la línea de fuego, por lo que desistirá de hacerlo. Además, extremará las precauciones porque no quiere que la gente se entere de la existencia de esta cuenta. —Se revolvió en la silla para apoyarse con los codos hacia atrás sobre la barra—. Tranquilícese. El cambio nunca saldrá a la luz. Rosenstock puede ser un banco con una seguridad muy estricta, pero su objetivo es velar por el anonimato de sus clientes, no controlar si éstos intercambian sus identidades.

Philippe Rousseau rió sin ganas y movió la cabeza de un lado a otro.

—Lo tiene todo planeado, ¿verdad? Pero no sabe lo que me está pidiendo, no tiene ni idea.

Abandonó la barra, se dirigió al centro de la habitación, extendió los brazos y empezó a dar vueltas como una veleta. Finalmente, se detuvo y la miró.

—Fíjese en esto. —Colocó las palmas de las manos hacia arriba y contempló todo lo que le rodeaba. Sus brazos estirados abarcaban el fastuoso techo abovedado, el escritorio presidencial y los aburridos pero probablemente carísimos óleos de las paredes—. ¿Sabe por lo que he tenido que pasar hasta llegar aquí? ¿Sabe cuáles fueron mis inicios? —La señaló, hendiendo el aire con el dedo índice—. Empecé como chico de los recados en el banco cuando tenía diecisiete años. Iba a buscarles la ropa a la tintorería, reservaba restaurantes elegantes para sus comidas de negocios y les traía donuts para desayunar. Pero ¿sabe qué hice también?

Empezó a caminar hacia ella y se golpeó la palma de una mano con el dorso de la otra para enfatizar su explicación.

—Aprendí a establecer contactos y a ser de ayuda a las personas. A las personas adecuadas. Me dedicaba a averiguar cuáles eran los mejores restaurantes y lugares de ocio. Reservaba en locales poco convencionales de los que nadie había oído hablar para impresionar a los clientes. Tomaba notas sobre toda la gente importante de la empresa; apuntaba los cumpleaños de sus mujeres y los nombres de sus hijos. Me convertí en alguien indispensable y pasé de ser un mandado a prácticamente dirigir su maldito banco.

Ya se encontraba junto a Harry. Se inclinó hacia ella con las manos sobre los brazos de su taburete, y la muchacha percibió un aroma acre a whisky en su aliento.

—Ahora, explíqueme —dijo—. ¿Por qué tendría que poner en peligro todo eso actuando como un suicida dentro de mi propio banco?

Harry esperaba que no se diera cuenta del miedo que tenía ni del sudor que le resbalaba por su columna. Agarró el sobre con los dedos índice y corazón y lo agitó de derecha a izquierda como un limpiaparabrisas ante el rostro de Rousseau.

—Piense en lo que podría pasar si esta información saliera a la luz. Yo en su lugar me quedaría con la opción menos arriesgada e intercambiaría los archivos.

Rousseau, con las narices ensanchadas, se irguió. Harry aprovechó la oportunidad para bajar del taburete. Lanzó el sobre encima de la barra y empezó a caminar hacia la puerta.

—He escrito el número de cuenta en la primera hoja —añadió—. Necesito que haga el cambio antes de que el banco abra por la mañana.

Llegó a la puerta y, con la mano en el pomo, se giró para mirarlo. Había vuelto a coger el whisky de la barra y se lo estaba bebiendo de un solo trago.

—Para su información —dijo—, existen varias copias de ese informe en circulación. De momento puedo conseguir que no se corra la voz, pero si algo me sucede lo acabará sabiendo todo el mundo.

Rousseau la miró fijamente mientras se llenaba el vaso de nuevo. A Harry le hubiera gustado que aquella amenaza fuera real y no una mera invención.

Él se recostó en la barra y la observó un momento.

—Creo que se está marcando un farol.

—Olvida que no soy como mi padre. Yo no me marco faroles.

Pero Rousseau se limitó a despedirla alzando el vaso con una sonrisa.