Capítulo 48

—Ya era hora —dijo Leon mientras observaba a Quinney caminar a tientas por el cine hasta encontrar un asiento plegable a su lado.

—¿Por qué diablos hemos quedado aquí? —Quinney se agachó para ver qué estaba haciendo. Su calva brilló con la parpadeante luz de la pantalla—. En este maldito sitio da sueño.

Leon echó un vistazo al cine vacío y se encogió de hombros. Era un lugar húmedo, deprimente, y olía a viejo. No lo habían reformado en casi cincuenta años y dentro de poco se convertiría en un bingo. Quinney tenía razón: daban ganas de echarse a dormir, pero era un lugar seguro. Leon se hundió aún más en el asiento de la última fila que ocupaba y se arropó con el anorak. Había pasado mucho tiempo allí durante los dos últimos días, justo desde que se enteró del accidente de Sal.

—Aquí está mi informe —dijo Quinney, y le mostró un sobre blanco. Entonces, vaciló y pareció prestar atención a las bolsas de patatas fritas que había en el suelo y a la ropa arrugada de Leon. Apartó la mano—. Primero, el dinero.

Leon resopló, introdujo la mano en el bolsillo y sacó un sobre.

—Aquí tienes.

Se quedó mirando a Quinney mientras éste contaba el dinero. Con su calva y aquellos carnosos labios, parecía un gnomo. Hacía bien su trabajo, pero su actitud resultaba difícil de soportar. Era la segunda vez que lo contrataba. Habían transcurrido cinco años de la primera vez, cuando Maura solicitó el divorcio. Ella aseguró que no existían terceras personas, pero Leon no la creyó. Quinney confirmó sus sospechas con un montón de fotografías en las que se veía a su mujer abrazada a un hombre alto y rubio, el mismo que había despeinado cariñosamente el pelo de su hijo en la estación de trenes la semana anterior.

Quinney acabó de contar el dinero, se guardó los billetes en el bolsillo y lanzó el sobre blanco en el regazo de Leon.

—Como te dije por teléfono, no hay rastro del dinero. Tendrías que haberme dejado seguirla hasta el avión.

Leon soltó un gruñido. Los sueldos de los detectives privados ya eran bastante desorbitados como para tener que añadirles dietas de viaje. Apretó los dientes. Maldita sea, daba la impresión de que aquel dinero se encontraba más lejos que nunca.

Quinney se levantó y el asiento chocó contra el respaldo.

—Esos tíos van a por ella, está claro. La siguen todo el tiempo. He incluido todos sus nombres en el informe. —Señaló el sobre con la cabeza—. Quizás algunas fotografías te parezcan interesantes.

Recorrió la fila de asientos en dirección a la salida mientras Leon lo observaba marcharse. Las axilas le sudaban copiosamente bajo aquel anorak. Quinney le había explicado lo que vio en Arbour Hill: un jeep había atropellado a Sal Martínez justo delante de las puertas de la cárcel. Leon sintió náuseas con sólo pensar en las fotografías.

De repente, las luces del cine se encendieron y le deslumbraron la vista. Apenas había prestado atención a la película; sólo sabía que era una amable comedia sobre una familia con una numerosa prole. Cerró los ojos un momento y, aunque intentó evitarlo, se acordó de su hijo. Leon había vuelto a pasar por Blackrock Station los dos últimos días por la mañana para poder verlo aunque sólo fuera un momento. Se había arreglado e incluso había llevado su traje a la tintorería. Pero no lo encontró por ninguna parte.

«A la mierda con las familias felices», pensó.

Abrió los ojos, palpó el sobre, despegó la solapa y sacó unas doce páginas escritas a máquina y un fajo de fotografías. Además de seguir a Harry Martínez durante casi toda la semana, Quinney había realizado indagaciones sobre personas relacionadas con ella e incluido además biografías de las más importantes en el sobre. Leon intentó leer aquel material pero sus ojos se le iban a las fotos. Finalmente, apartó a un lado el informe y examinó la primera imagen. Notó cómo le temblaban las manos.

La fotografía se había tomado por la noche y en ella se veía a Harry subiendo a un Mini azul deportivo. La calle estaba flanqueada por muros de ladrillo rojo victorianos y árboles altos. Leon la examinó más de cerca. Al otro lado de la calzada distinguió la oscura figura cuadrada de un Jeep. Tragó saliva y le dio la vuelta a la foto. Quinney había anotado el nombre de la chica, la fecha y el lugar con bolígrafo azul. Raglan Road, domingo 12 de abril, 20.30. Hacía tres días.

En la siguiente foto aparecía un hombre alto de pelo oscuro que ayudaba a subir a Harry los escalones de uno de los viejos edificios de ladrillo rojo. Ella tenía un cardenal en un lado de la cara y las mejillas manchadas de barro. El Jeep no aparecía por ningún lado.

Leon pasó a otra foto temiéndose lo peor; pero resultó ser una imagen inofensiva de alguien que reconoció: el mojigato de Jude Tiernan a la salida del edificio de KWC. Leon había tenido un encontronazo con Tiernan años atrás, cuando ambos trabajaban en JX Warner. Dibujó una mueca de desprecio con los labios. Si no hubiera sido por la actitud moralista de Tiernan, nunca lo habrían despedido.

Colocó la foto detrás del fajo y echó un vistazo a algunas más. Las extremidades se le relajaron al ver a la hermana de la chica saliendo del St. Vincent’s Hospital: sólo eran imágenes de su familia. Prestó atención a una en la que aparecía una mujer de cerca de sesenta años. Así que ésa era la esposa de Sal. Con aquellos pómulos, podía pasar por polaca o rusa. A Sal siempre le había gustado lo exótico. Frunció el ceño al ver el hombre que la cogía del brazo. Leon hubiera reconocido aquella enorme cabeza abombada en cualquier parte. ¿Qué diablos hacía Ralphy agarrando así a la mujer de Sal?

Saltó a otra instantánea que lo dejó helado. Era una toma a distancia de unos elevados muros grises con ventanas victorianas y rejas de hierro. Podría tratarse de un orfanato o un manicomio, pero Leon lo reconoció perfectamente. Se estremeció. Había pasado un año en aquel espantoso lugar. Compartió celda con un hombre llamado Noel que cumplía condena por haber quemado su propia casa con su mujer y sus tres hijos dentro. La respiración de Leon era cada vez más superficial y sus dedos imprimieron unas marcas de sudor en la brillante foto. Durante doce meses, su mundo se había reducido a una litera y un lavabo, con unos vigilantes que aporreaban la puerta cada día a las cinco de la mañana para asegurarse de que no hubiera muerto mientras dormía.

Apartó la foto de su vista y respiró profundamente un par de veces, como para deshacerse de aquel recuerdo. Miró con atención la siguiente foto y tardó unos segundos en entender de qué se trataba. Un cuerpo yacía en el suelo, parcialmente tapado por un pequeño coche rojo y sólo se veían las piernas: pantalones grises y zapatos oscuros. La chica se encontraba arrodillada en el suelo de espaldas a la cámara. Se fijó bien en lo poco que se veía de Sal y movió lentamente la cabeza de un lado a otro. Pobre desgraciado. Se lo habían intentado cargar justo al salir de aquel asqueroso lugar. Menuda suerte.

Leon colocó la foto detrás del fajo pensando que era la última, pero quedaba una más: un primer plano del hombre que conducía el Jeep. Unos mechones de cabello rubio casi blanco que recordaban la paja descolorida asomaban por debajo de su gorro de lana. Tenía los nudillos tensos sobre el volante y miraba fijamente al frente, ajeno a la cámara. Aquellos ojos abiertos de par en par le pusieron la piel de gallina. Eran de un misterioso tono extremadamente claro, como si las pupilas hubieran desaparecido y sólo se apreciara en ellos el color de la locura. Leon intentó humedecerse los labios pero tenía la lengua seca. Siempre supo que El Profeta se valía de los servicios de alguien para hacer el trabajo sucio, pero era la primera vez que veía el rostro de aquella persona.

Leon se pasó la mano por la boca. Maldita sea, puede que aquella vez todo hubiera llegado demasiado lejos. Quizá debería escaparse de aquel infierno. Entonces se acordó de Jonathan Spencer y una bola de fuego ácida empezó a arderle en el estómago. Jonathan quiso abandonar, pero El Profeta no se lo permitió. ¿Por qué diablos le había enviado El Profeta aquel mensaje de correo electrónico sobre la chica? ¿Por qué lo había implicado en aquel asunto?

Pero Leon ya sabía la respuesta. Como siempre, El Profeta lo estaba utilizando. Quería que fuera él quien asumiera las consecuencias. Así funcionaba El Profeta: siempre lo controlaba todo desde la distancia pero dejaba el riesgo para los demás. Ni siquiera en la etapa más exitosa de la organización realizó una sola operación. Leon, Sal y Jonathan fueron los únicos que se jugaron su carrera profesional. El Profeta se llevó buena parte de las ganancias pero tuvo mucho cuidado de no dejar ninguna pista que lo delatara. Además, la muerte de Jonathan pareció un accidente y no levantó ninguna sospecha.

Volvió a mirar la foto y se fijó en aquellos ojos desvaídos propios de un psicópata. Se pasó un dedo por el cuello de la camisa y reparó en que todas las pistas lo señalaban como culpable. En caso de que les sucediera algo a Sal o a su hija, podía acabar pagándolo caro. Dios santo, su detective privado había puesto el apartamento de Harry patas arriba, la había seguido por todas partes y había presenciado el atropello de Sal. El corazón se le desbocó. Para más inri, Leon había recibido el extracto de cuenta de la chica en su domicilio. Sin lugar a dudas, su dirección estaría almacenada en los ordenadores del banco. Emitió un leve gemido. Santo cielo, ¿cómo podía haberse metido en semejante lío?

Cogió el informe. Tenía que encontrar algo útil. ¿Qué le había dicho Quinney? «He incluido todos sus nombres en el informe.» Hojeó rápidamente las páginas, sin entretenerse en los detalles. Quinney ya le había informado por teléfono sobre los movimientos de la muchacha. Echó un vistazo a las biografías, pero iba demasiado deprisa como para retenerlo todo. Aun así, pudo comprobar que Quinney se había esmerado. Nombres, edades, familiares, currículums profesionales, información económica: todo estaba allí. Veía las palabras borrosas. Le llamó la atención el nombre de JX Warner y se quedó mirando fijamente aquella página. Siempre había creído que El Profeta era un banquero de inversión de aquella entidad. Se acordó de una de las caras que había visto en las fotos. ¿Cuántos años hacía? ¿Diez? ¿Doce? Cogió las fotos y las examinó de nuevo. No sabía que el viejo cabezón hubiera trabajado en JX Warner aunque desde luego no había sido el único.

Miró con atención las instantáneas, escogió dos y comprobó los nombres que aparecían en el dorso. Después, volvió a examinar los correspondientes rostros. ¿Qué relación había entre ellos? Cogió el informe y fue directo a las biografías. En esta ocasión, las leyó con calma. Sabía lo que buscaba, y allí estaba, marcado en negrita. Hasta Quinney se había dado cuenta de la importancia que revestía. No podía tratarse de una coincidencia.

Leon volvió a meterlo todo en el sobre. Los dedos le temblaron al intentar cerrar la solapa. Se abrió paso entre los asientos vacíos en dirección al gris vestíbulo y salió a la calle. La luz clara de la tarde le cegó los ojos. Se echó a correr por la acera con el pulso acelerado; su respiración era irregular. Quizá no tuviera acceso al dinero de la chica, pero ¿y si por fin había descubierto la identidad de El Profeta? Eso tenía que valerle de algo.

Se enjugó el sudor de la frente y guardó el sobre dentro del anorak. La adrenalina le había anestesiado y ya no sentía ningún dolor en el estómago. Sabía mejor que nadie que aquel hallazgo era peligroso pero, por otro lado, también le otorgaba poder.

El tráfico rugía a su alrededor; los camiones y las motos aceleraban y desaceleraban alternativamente por las calles abarrotadas. South Circular Road se encontraba a diez minutos a pie, pero se apresuró y sólo tardó cinco minutos en llegar. Giró a la izquierda para tomar St. Mary’s Road y dejó atrás el quejido de los motores. Buscó las llaves a tientas. Quería ducharse y cambiarse de ropa mientras calculaba el próximo paso que iba a dar.

Al otro lado de la calle, una mujer de cabello oscuro apoyada en la reja de su habitación fumaba un cigarrillo. Al verlo acercarse se puso derecha. Leon entrecerró los ojos. Le resultaba familiar. Oyó el ruido de un motor a sus espaldas mientras intentaba averiguar de quién se trataba. Era corpulenta y lucía un peinado de casquete. Ya sabía quién era: aquella reportera entrometida que cubrió el juicio. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

Se dispuso a cruzar la calle. Ignoraría a la periodista, era una bruja entrometida. No había olvidado el desdén con el que había escrito sobre él. Sal siempre encontraba tiempo para ella, nunca entendió por qué.

La reportera alzó un brazo y le gritó algo. Al diablo con ella, tenía otras cosas en la cabeza. De repente, la mujer se llevó una mano a la boca y dejó caer el cigarrillo. Parecía que miraba fijamente algo que había detrás de Leon. Este decidió darse la vuelta y se quedó paralizado.

Una motocicleta circulaba disparada en mitad de la calzada con su conductor agazapado hacia delante como un jinete. El bramido del motor penetró en los oídos de Leon. Trató de apartarse, pero sus pies eran sacos de arena. La moto, de un reluctante color negro, imparable, se dirigía a él a toda velocidad. Los pies de Leon reaccionaron y saltó a un lado, pero ya era demasiado tarde. La moto se alzó como un semental y chocó contra su pecho. Salió disparado hacia arriba de espaldas y sus pulmones expelieron el aire con fuerza. Vio pasar las casas; los muros parecieron inclinarse. Aún no sentía ningún dolor.

Antes de caer, la rueda trasera de la moto le golpeó un hombro. El conductor agachó bien la cabeza y la inclinó a un lado como si tratara de descubrir alguna señal de dolor en el rostro de su víctima. Llevaba la visera del casco levantada y Leon distinguió unos ojos translúcidos y descoloridos con dos minúsculas pupilas.

El cielo dio un vuelco. Leon visualizó durante un instante la sonrisa de su hijo. Entonces, el suelo se levantó hacia él por detrás y chocó contra su cráneo.