Capítulo 50
El avión inició la maniobra de descenso al aeropuerto de Dublín.
Harry se agarró a los brazos del asiento. No había pegado ojo en casi veinticuatro horas. Se obligó a mantener los párpados bien abiertos para poder vigilar al resto de pasajeros, pero en realidad ninguno tenía aspecto de querer asesinarla.
De momento, el viaje iba bien. No la habían parado en el aeropuerto ni le habían pedido que abriera el equipaje. Miró por la ventana y se fijó en la neblina que cubría el ala del avión. El piloto les había comunicado que una niebla espesa les aguardaba al llegar a Dublín. ¿Qué más la esperaría allí?
El avión aterrizó según el horario previsto. Harry desembarcó con el resto de pasajeros y se dirigió a la cinta de equipaje. Sus maletas fueron las últimas en salir y, al verlas, respiró profundamente. A pesar de su insistencia, no había logrado convencer al personal de tierra en Nassau para que le permitieran llevarlas como equipaje de mano. Separarse de ellas la había estresado aún más si cabe.
Levantó la maleta negra, apoyó las ruedas en el suelo y se colocó la bolsa de viaje de su padre al hombro. Echó un vistazo a su alrededor No vio a nadie con intención de agredirla o de robarle el equipaje.
Entró en los servicios de señoras. Abrió el grifo del agua fría y se lavó la cara hasta notarla entumecida. Unas profundas ojeras de color púrpura delataban su cansancio. Tenía el aspecto de una quinceañera desnutrida; en definitiva, de alguien que no podía competir con El Profeta.
Al cerrar los ojos, notó que se balanceaba. ¿Por qué no se habría limitado a entregarle el dinero tal como había planeado? ¿Qué diablos se le habría pasado por la mente para no hacerlo? Movió la cabeza de un lado a otro. Estaba muy cansada, sólo era eso. Había tomado la decisión correcta. El dinero era lo único que la mantenía viva.
Harry examinó los servicios para asegurarse de que no había nadie más. Abrió la maleta y subió un poco la tapa. El dinero aún estaba allí. Cerró la maleta, encendió el móvil y marcó el teléfono de Ruth. Había intentado sin éxito ponerse en contacto con ella antes de partir de las Bahamas. En aquel momento tampoco le respondía. Maldita sea, ¿dónde se habría metido? Se le formó un nudo en la garganta. No podía hacer aquello sola.
Los brazos y las piernas le temblaban. Harry se sentó en el suelo junto a su equipaje, apoyó la cabeza contra las rodillas e inspiró hondo varias veces. ¿Y si alguien la estaba esperando en la terminal de llegadas? Se estremeció y miró su reloj: las 12.30 horas. Se recostó en las maletas y cerró los ojos. Decidió que podría quedarse así un rato. Allí no podrían hacerle nada.
Permaneció en aquel lugar más de dos horas escuchando el pitido que emitían las cintas de equipaje cada vez que aterrizaba un nuevo vuelo. Se oían los carritos que chocaban fuera mientras las mujeres entraban y salían del servicio. Los muslos, en contacto con el duro suelo, cada vez se le adormecían más. Se preguntaba cuánto tiempo podría estar allí sin que nadie la echara.
De repente, irrumpió un grupo de aproximadamente veinte adolescentes que hablaban en español como ametralladoras. Tenían unos diecisiete o dieciocho años. Se peleaban por un lugar delante del espejo para retocarse el maquillaje y no paraban de cotillear. La chica que estaba más cerca de Harry se sacó el reloj y toqueteó la cuerda.
—¿Es una hora más o una hora menos? —preguntó en español.
Nadie la escuchó entre aquel griterío.
—Una hora menos —contestó Harry en el mismo idioma—. Son las 14.35 horas.
—Gracias.
La chica sonrió. Tenía los ojos color canela y el pelo espeso y oscuro.
Harry parpadeó. Miró al resto del grupo y se fijó en sus pieles aceitunadas y en el color oscuro de sus llamativos cabellos y sus cejas. Se levantó y, detrás de ellas, se observó en el espejo. Rizos negros y espesos, ojos oscuros. Su piel era más pálida, pero en general no desentonaba en el grupo. Quizá no fuera la mejor manera de camuflarse, pero no tenía otra opción.
Las chicas salieron en tropel del lavabo de señoras. Harry cogió su equipaje y las siguió de cerca. Afuera, una multitud de estudiantes españoles había invadido la zona de equipajes. Se movían en grupos y Harry se introdujo en medio de la muchedumbre. El ruido era ensordecedor. La fueron empujando hacia delante y, cuando ya se acercaba a la terminal de llegadas, agachó la cabeza e hizo ver que toqueteaba sus maletas. Notó un dolor en el estómago. Si alguien había venido a esperarla allí fuera, ¿se habría marchado ya?
Los estudiantes se apretujaban a su alrededor para después desperdigarse por la terminal. Harry avanzaba dando tumbos. El aeropuerto estaba atestado de gente. Se abrió camino entre la multitud sin levantar la vista, protegida aún por sus acompañantes. Nadie se fijó en ella. Finalmente, llegó a la salida principal y se separó del grupo. Se detuvo en una máquina de pago del aparcamiento junto a las puertas y, con las manos temblorosas, introdujo unas monedas. Miró atrás y se quedó petrificada.
A cien metros, reconoció a un hombre alto entre la multitud con una chaqueta de cuero negra. Estaba de espaldas y llevaba el teléfono móvil junto al oído. No podía ver su rostro, pero los rubísimos mechones que asomaban por debajo de su gorro eran inconfundibles.
Una ráfaga de calor le recorrió el cuerpo. Había visto aquel cabello dos veces: en las montañas de Dublín y a la salida de la prisión de Arbour Hill. En ambas ocasiones estuvo a punto de morir. El hombre rubio estiró el cuello entre el gentío y ella alcanzó a verle el rostro. Estaba pálido y tenso, con una expresión desesperada. Harry dejó de respirar por un momento. El tipo estaba hablando con alguien por teléfono y asentía con la cabeza. Ella avanzó lentamente hacia la salida sin dejar de arrastrar su maleta. El hombre esbozó una mueca de disgusto al escuchar lo que le decía su interlocutor, pero asintió de nuevo. Se giró y empezó a alejarse de Harry abriéndose paso a empujones entre la muchedumbre. Se dirigía a la puerta de llegadas.
Todas las terminaciones nerviosas de Harry clamaban a gritos que echara a correr, pero ella se resistió. Cuanto menos se moviera, más inadvertida pasaría. Siguió caminando lentamente hacia las puertas sin dejar de vigilar a aquel hombre al que las multitudes le impedían alejarse más rápido. Aún tenía el teléfono pegado al oído.
Las puertas automáticas se abrieron. Harry dio un paso hacia ellas y se volvió para echar un vistazo. Se fijó en alguien que se encontraba al otro lado de la sala. No paraba de dar vueltas de un lado a otro como si buscara algo. También llevaba el móvil junto al oído. Harry se estremeció al reconocer aquel cuerpo. Hombros anchos, constitución de jugador de rugby. Era Jude Tiernan.
Jude se detuvo y, con los labios apretados, lanzó una mirada hacia el hombre rubio. Entonces, dirigió la vista hacia Harry, que se quedó helada. La miró a los ojos. Después volvió a prestar atención al hombre rubio y dijo algo por teléfono. El otro tipo dio la vuelta, clavó sus pupilas en Harry y la devoró con su mirada pálida. Ella se giró y salió disparada por las puertas.
Cruzó la calzada corriendo en dirección al aparcamiento de varias plantas, acompañada por el ruido de fondo de las ruedas de la maleta. Se escabulló entre los coches estacionados sin despegarse del equipaje. Tenía que encontrar su coche. Dio una batida con la vista por las filas de vehículos que tenía delante, pero no había ni rastro del Micra rojo.
Oía los fuertes latidos de su corazón. Giró a la derecha y subió con dificultad la rampa hacia la siguiente planta. El eco de sus pisadas sobre el cemento resonaba en el piso inferior y echó una mirada atrás. El hombre rubio corría hacia la rampa con todas sus fuerzas.
¿Dónde demonios estaba su coche? Al girarse, el peso de la maleta estuvo a punto de dislocarle el hombro. Quizá fuera mejor deshacerse de ella, pero ¿y el dinero? Lo necesitaría si salía viva de aquel trance.
Los pasos retumbaban por detrás. Harry avanzó dando tumbos en dirección a la siguiente rampa y empezó a subirla con dificultad, ya que el equipaje le hacía perder el equilibrio. Entonces, vio un Mercedes que bajaba a toda velocidad hacia ella. Paró en seco sólo a unos centímetros de Harry con una chirriante frenada que puso a prueba sus amortiguadores. Ella lo rodeó rozándolo y continuó hacia la próxima planta.
Recordó el momento en el que había aparcado el coche dos días atrás: lo visualizó subiendo las rampas, entrecerrando los ojos bajo la luz del día y buscando una plaza libre. La luz del día, exacto. Había dejado el coche en la azotea.
Los pasos se habían vuelto más intensos y rápidos. Harry hizo un esfuerzo y subió penosamente las últimas rampas. Le pesaban las piernas y tenía los brazos destrozados por el peso del equipaje. Por fin, la luz del día le cegó los ojos. La azotea se encontraba desierta; sólo había algunas filas de coches. La niebla y las nubes se mezclaban y lo cubrían todo como una gasa gris. El Nissan Micra era una mancha roja escondida al fondo.
Harry se agachó y se escabulló entre los coches arrastrando las maletas por el suelo. Tenía calambres en los dedos y en las muñecas. Aquellos pasos que aporreaban el suelo se detuvieron de repente. Harry se puso tensa. Se agachó aún más y aguzó el oído. Entonces, llevó la cabeza al suelo y miró con ojos de miope por debajo de los coches. Alguien con zapatillas de deporte recorría sigilosamente un camino paralelo al suyo. Se encontraba sólo a dos filas de ella.
Harry se agachó todo lo que pudo y se dirigió hacia la última fila de coches. Cada pocos metros comprobaba por dónde iban las zapatillas. Aún la seguían. Finalmente, soltó el equipaje y salió disparada hacia el Micra. Tenía espasmos en los brazos.
Sus dedos rígidos y temblorosos encontraron la llave del coche. La introdujo en la cerradura y abrió la puerta. Se levantó con la cabeza gacha y las rodillas le crujieron como la leña al crepitar. Agarró el tirador de la puerta sin bajar la guardia por si oía de nuevo aquellos pasos. Nada.
Abrió la puerta lentamente y se estremeció al pensar que iba a empezar a chirriar. Se vio reflejada en la ventanilla del coche: cabello despeinado y rostro pálido sobre un fondo oscuro. Entonces, el fondo cambió. Harry abrió los ojos de par en par. Otro reflejo se deslizaba detrás del suyo. Rostro lívido, gorro negro, mechones de cabello albino.
La agarró sin darle tiempo para girarse. Le estiró de la melena hacia atrás y luego le empujó la cara hacia la puerta del coche. A Harry le empezó a dar vueltas la cabeza y fue incapaz de abrir los ojos. El hombre la apretó contra el coche presionándola con su cuerpo. Era fuerte y enérgico, y desprendía un olor denso. Harry dio una patada hacia atrás pero no lo tocó. Él le cogió de nuevo la cabeza, esta vez con las dos manos, y se la golpeó contra el techo del coche. Notó un dolor intermitente en el cráneo. Las piernas le flaquearon y se desplomó sobre el Micra; su cabeza no paraba de girar.
La levantó y le estiró los brazos hacia atrás. Sintió el frío del acero en las muñecas, oyó el sonido de un trinquete y un chasquido. El metal se le clavó en la piel. El hombre le cubrió la cabeza con algo grueso y opaco; un saco áspero y tosco. Abrió la puerta, empujó a Harry con fuerza y ésta fue a parar al asiento trasero. Trató de sentarse pero estaba mareada y finalmente cayó al suelo. Los hombros le quedaron encajados entre los asientos y se le desató un insoportable dolor en los brazos.
El tipo echó algo pesado en la parte trasera del coche. Era el equipaje de Harry.
Cerró la puerta con fuerza, encendió el motor y el Micra dio una sacudida hacia delante que le provocó a Harry espasmos en los brazos. Estaba mareada y se sentía a la deriva.
Varias imágenes de Jude Tiernan asaltaron su mente como si de una serie de diapositivas se tratase: Jude el día de la reunión de KWC, en la que no pintaba nada; Jude en el White’s Bar, fingiendo que la ayudaba a acercarse a Felix Roche; Jude en el aeropuerto, dando instrucciones letales a través del móvil.
Estaba perdiendo la conciencia. Nunca debió haber confiado en él.