Capítulo III
DOS horas más tarde Raffles estaba en su lujoso despacho fumando un cigarrillo y escribiendo una carta. En cuanto a Carlos estaba sentado junto a la chimenea en la que ardían algunos troncos de encina.
—Se está aquí magníficamente, Eduardo—dijo.
—Parece mentira que te guste más encender la chimenea que utilizar la estufa eléctrica—dijo Raffles dejando de escribir por un momento.
—¿Qué quieres? Me gusta ver arder la madera y percibir su aroma…
—Y llenarte los pulmones de humo—interrumpió Raffles. —Estás chiflado, chico. Y dime; ¿se ha marchado ya el color negro de tu piel?
—Costó un poco, de manera que esta tarde tuve que restregarme de lo lindo, pero, en fin…
—Bien. Mira la carta que he escrito.
Tendió el pliego a Carlos, el cual leyó:
«Señor empresario del circo Wellesley:
«Siento mucho tener que dar a usted un disgusto anunciándole que desde hoy ya no volveré a actuar en el circo de su dirección, porque, al hacerlo, sólo me proponía salvar a la artista Lucy Star del poder de su opresor y devolverle las riquezas y el título que le pertenecen. A esto obedece la escena de esta noche que sin duda no olvidará usted en mucho tiempo. Por vía de indemnización y para que no guarde mal recuerdo de mí, tengo el gusto de adjuntarle doscientas libras esterlinas y al mismo tiempo le agradezco el haberme facilitado la ocasión de recibir los aplausos del público, cosa realmente muy agradable.
»Su afectísimo y reconocido,
»John C, Raffles (a) Capitán Bills.»
—¡Pobre hombre! —exclamó Carlos devolviéndole la carta. —Menudo disgusto vas a darle. Capaz es de enfermar.
—Lo sentiría mucho, porque es un excelente sujeto— dijo Raffles;—pero, en fin, no tengo más remedio que rescindir el contrato. Digo—añadió sonriendo,—a no ser que tú quieras seguir desempeñando el papel del Blanco Negro.
—¡No! — contestó apresuradamente Carlos. —Ni por asomo. Tengo la más elevada idea de tus excelentes condiciones de tirador, pero no pude llegar a acostumbrarme al peligro a que me exponía mi participación en tu ejercicio. No, de ninguna manera. Que se muera el empresario, si quiere, pero no vuelvo a hacer de blanco humano.
Raffles se echó a reír a carcajadas.
—Bueno—añadid Carlos. —Ahora que ya has liquidado tu asunto, ¿quieres explicarme con detalles lo que ha sucedido?
—Con el mayor gusto—contestó Raffles. —Pero para que lo entiendas bien, tendré que empezar mi historia, remontándome a catorce años atrás.
Carlos se arrellanó en su sillón y se dispuso a escuchar.
—Existía en Londres el marqués de Lommersmith, hombre ya de cierta edad que a los cincuenta años se casó con una de las más ricas herederas de la aristocracia, de manera que el matrimonio llegó a reunir una fortuna verdaderamente regia.
Fruto de esta unión fue una niña, Blanca, sumamente hermosa, que hacía las delicias de sus padres. Cuando la pequeñuela contaba tres años de edad, murió el marqués de una caída de caballo, mientras cazaba en sus posesiones, y la viuda se retiró al castillo de Mac Gregor que le pertenecía. Pero la desgracia perseguía a la pequeña Blanca, pues al medio año de vivir allí con su madre, ésta falleció de una enfermedad del corazón, dejando a la niña sola en el mundo y sin más apoyo que un pariente, lord Parrey, quien recogió las últimas palabras de la marquesa y el encargo de cuidar de la niña.
La ley declaró al lord tutor de la pequeña Blanca y durante algún tiempo ésta vivió en compañía de su pariente que, ordinariamente, residía en sus posesiones rurales, Cierto día, sin embargo, pasó por las cercanías una compañía de titiriteros, y sin duda el lord, que deseaba quedarse con el dinero de Blanca, se entendió con uno de ellos para que la hiciera desaparecer. El encargado de ello, que no era otro que el negro Bob, que a la sazón se ganaba la vida como hércules, cumplió a maravilla su cometido, pues apoderándose de la niña se la llevó y antes de que nadie pudiera sorprenderlo, desapareció con sus compañeros.
El lord entonces, repartiendo considerables sumas, consiguió la complicidad de los criados que estaban al servicio de la niña, y también un médico, sobornado por el dinero del lord, no vaciló en firmar la papeleta de defunción de la pobre Blanca. De este modo el criminal Parrey logró qué la ley lo declarase heredero de la fortuna de los marqueses de Lommersmith y gozó tranquilamente del producto de su crimen.
—¿Sabes lo que me extraña de todo eso? —dijo Carlos.
—¿Qué?
—Que habiendo intervenido tanta gente en la comisión de este delito, no se hubiese descubierto antes.
—Es verdad. Por eso debemos suponer que lord Parrey recompensó regiamente a sus cómplices, cosa que podía hacer perfectamente porque la fortuna de los Lommersmith lo permitía.
—Prosigue.
—Pues bien. El lord gozó tranquilamente de la fortuna de su pupila, sin creer ni por asomo que pudiera reclamársele un día, pero…
Raffles hizo una pansa para encender un cigarrillo y añadió:
—Hace cosa de quince días que asistí a una de las funciones del circo Wellesley y allí tuve ocasión de conocer a la funámbula Lucy Star. Uno de mis amigos que me acompañaba, el vizconde de Stray, fué a saludarla a su camerino y me presentó a ella. Me fué sumamente simpática aquella jovencita modesta, tan distinta de lo que suelen ser las artistas de circo, y nuestra conversación empezaba a ser amistosa, cuando se presentó el negro Bob, el cual, según pude advertir, inspiraba profundo terror a la joven.
Me marché, y durante algunos días continué asistiendo al circo. Visitaba cada noche a la hermosa muchacha, de la que conseguí hacerme amigo, y por fin ella me dijo que tenía el recuerdo de haber ocupado una posición bastante superior a la actual. Me intereso aquello y le rogué que me diera todos los detalles que pudiese. Ella me dijo que se acordaba muy bien de haber sido acariciada por un señor y una señora que la trataban con verdadero mimo, es decir, probablemente sus padres. En cuanto a la casa, era muy rica. Luego no los vio más y fue a vivir a otra casa, también muy bien puesta, en donde había solamente un señor que se mostraba algo duro con ella. De pronto, sin que ella supiera cómo, se halló en compañía de Bob, quien la trató brutalmente y la obligó a aprender a pasar y bailar en la cuerda floja. A partir de entonces su vida era un tejido de miserias, golpes, fiambres, aplausos y, en fin, la vida de tantos desgraciados tiranizados. Le pregunté si recordaba algún nombre, ya fuese de persona o de lugar que pudiera orientarnos y ella pronunció el de Parrey, diciendo que ignoraba si se trataba de un sitio o de una persona.
Le prometí hacer las indagaciones que me fuese posible, y en cuanto me enteré de que existía un lord Parrey, lo demás ya fue fácil. Supe que bahía sido nombrado tutor de Blanca de Lommersmith y que la niña murió a los cuatro años de edad. Supe también que la ley lo nombró heredero y entonces ya no tuve duda alguna de lo que había ocurrido.
Para lograr el éxito había que obrar por sorpresa, y hacer de manera que la justicia se apoderase del lord antes de que éste tuviera tiempo de prepararse. Por otra parte, me convenía cerciorarme de que, realmente, se había cometido el crimen, y entonces fue cuando ideé presentarme a trabajar en el circo. Te disfracé de negro con ánimo de que Bob te substituyera un día, y también, una vez hube atado a éste, como si yo estuviera enterado de todo lo concerniente a Blanca, lo amenacé de muerte si no me decía quién tenía las pruebas de la verdadera condición de la muchacha. En previsión de que mis deducciones fueran verdaderas hice que un amigo de lord Parrey lo llevase aquella noche al teatro y que tomara asiento en las localidades que le mandé. También avisó a Marholm, diciéndole que estuviera prevenido para prender a un personaje contra quien tenía las más graves sospechas, y que si lo acusaba en público podría prenderlo sin reparo, pues habría la seguridad de que era culpable. En fin, teniéndolo ya todo dispuesto, dije que estabas indispuesto y el mismo empresario me aconsejó que tomase a Bob en tu lugar. Cuando amenacé a éste con matarlo, él, aterrado, se echó a gritar y nombró a lord Parrey como cómplice. No me cabía ya duda alguna. Acusé al lord, y como el público siempre se hace campeón de las buenas causas, impidió que el ladrón huyese. Por otra parte Marholm, que estaba advertido y tenía ya prevenidos a los agentes, se apoderó pronto de él, y cuando me preguntó a mí quién era, le contesté que la persona que le mandara la localidad. Esto bastó para que comprendiese que hablaba con Raffles, y ni siquiera trató de apoderarse de mí.
—En cambio, Surrey—dijo Carlos con singular sonrisa,—quiso aprovechar la ocasión.
—Es cierto—dijo Raffles sonriendo de la misma manera,—pero el público se puso de mi parte y…
—Tuvo que huir, escapado—añadió Carlos riéndose. — Pero, en fin, dejemos esto. ¿Qué te parece que será de ese lord Parrey?
—Pues que lo mandarán a una colonia penitenciaria, porque su robo es uno de los más graves que pueden cometerse. ¡Ahí es nada! Abuso de confianza, de superioridad, despojo de una huérfana, falsedad al simular la muerte de la niña, rapto de una menor, y algunas cosas más. ¡Vaya! Tiene para el resto de su vida y me alegro, porque bandidos así no son nunca bastante castigados.
—En cuanto a Blanca no volverá a pasar la maroma— dijo Carlos.
—Lo dudo. Como no sea por capricho, no es fácil que lo haga. Por lo menos sería la primera vez que lo hiciese una marquesa millonaria—contestó Raffles.
—Vaya; siento en el alma el disgusto que tendrá ese pobre empresario—dijo Carlos.
—Por mi parte no tengo inconveniente en seguir actuando de capitán Bills—replicó Raffles,—siempre y cuando tú hagas de Blanco Negro.
—No — contestó Carlos risueño. —Y dime ¿qué será de Bob?
—Es un punto que no he decidido todavía. En realidad merece ser castigado como cómplice, pero como, a la postre, él fue quien me dio la clave del enigma…
—Sí, pero a la fuerza.
—Es verdad. Entonces dejaremos que la justicia siga su curso—contestó Raffles. —Y ahora, si no dispones otra cosa, me voy a acostar.
Carlos era, seguramente, de la misma opinión que su amigo y maestro, porque se levantó y bostezando se dirigió a su habitación, en donde se durmió libre de las pesadillas que basta entonces había tenido.