Capítulo III

INÚTILES fueron cuantas gestiones realizó el detective Surrey para dar con Raffles, pues ninguno de los pocos datos que poseía le permitieron hallar la pista de tan misterioso personaje. Así fué a comunicarlo honradamente al banquero míster James W. Murray, si bien le anunció que, en adelante, dedicaría todos sus esfuerzos a perseguir y capturar a aquel famoso ladrón que, según las señas, se disponía nuevamente a robar a mansalva a las personas ricas de Londres.

James W. Murray preguntó al detective si por medio del número del automóvil no había podido poner en claro quién o quiénes fueron los raptores del vigilante Strap, y Surrey le contestó negativamente, pues el automóvil número 7,276 L pertenecía nada menos que al Lord Mayor de Londres, y era de suponer que este elevado personaje no habría prestado su vehículo para que con él pudiera realizarse el rapto. Era, pues, evidente, que el número del automóvil empleado por el ladrón, era falso.

El banquero Murray no se dió por satisfecho con el fracaso que le confesó el detective Surrey, y así comunicó inmediatamente el suceso a Scotland Yard con la esperanza de recobrar todo o parte de lo robado.

A la sazón el detective Baxter se había retirado ya a la vida privada y lo substituía en su empleo el detective Marholm, a quien sus compañeros dieran el mote del Chinche. Marholm recibió al banquero, y en cuanto éste le hubo expuesto el caso, reflexionó unos instantes y luego dijo:

—Este asunto me parece mucho más complicado de lo que usted se figura, señor Murray, y creo que será sumamente difícil descubrir a ese Raffles a quien conozco muy bien por los disgustos que dió a mi antecesor Baxter. Ante todo permita usted que vea si se sabe algo acerca del detective Surrey.

—¡Cómo! ¿Cree usted…?

—No creo nada, señor Murray, Quiero saber para poder opinar. Tenga usted la bondad de aguardar un momento.

Oprimió el botón de un timbre eléctrico y al ordenanza que acudió le ordenó traerle el legajo correspondiente al detective Surrey.

Cosa de diez minutos después regresó el empleado, llevando una carpeta con algunos papeles en su interior.

—Perfectamente—dijo después de haber leído un poco. —Según parece ese Surrey es un buen detective que trabaja por afición al oficio. No hay ninguna nota que lo desfavorezca y hemos de suponer que se trata de una persona honrada. Pero, de todos modos es muy extraño…

—¿Qué? —preguntó con ansiedad el banquero.

—Que Raffles pudiera entrar. Ya sé que lo ha conseguido siempre que se lo ha propuesto, pero la verdad es que Surrey tomó bien sus precauciones. No lo habría yo hecho mejor. La complicidad del fingido vigilante explica algo, pero, precisamente por ser tan claro el asunto, me parece indigno de Raffles. A priori, me parece que esta sencillez no es más que aparente y que el caso es más difícil. En fin, déjeme usted un par de días para estudiar el caso y ya le comunicaré lo que baya descubierto.

Marchóse el banquero Murray y Marholm se quedó profundamente reflexivo. Encendió un magnífico puro, pues, su posición ya no le obligaba a fumar las tagarninas que tan furioso ponían a Baxter, y poco después sonrió y se puso en pie.

—Me gustaría ver nuevamente a mi amigo Raffles—se dijo,—aunque sólo fuese para rogarle que no me amargue la vida.

Apenas acababa de decir estas palabras, cuando el ordenanza llamó a la puerta con los nudillos, pidiendo permiso para entrar, y en cuanto lo hubo obtenido, fue a presentar una carta que acababa de recibirse.

Marholm la abrió distraídamente, y al mirar la firma dio un grito de alegría.

La carta decía así:

«Mi querido Marholm:

«Como sé que usted no es un estúpido como mi cuñado y su antecesor míster Baxter, y que puede hablarse con usted un rato, le propongo una entrevista entre los dos, que podrá celebrarse en el reservado número 10 del Hotel

Victoria, esta misma tarde a las cinco. Si está usted conforme y dispuesto a concederme tregua mientras hablemos— puede usted contestar por teléfono al número 105-24 hasta antes de las tres. De lo contrario no me diga nada… Debo decirle que he tomado todas las precauciones para no ser víctima de una traición y que, por lo tanto, es inútil que elabore usted algún plan contra mí.

»Su afectísimo amigo,

»John C. Raffles

De momento el jefe de Scotland Yard se quedó viendo visiones, pero tras haber reflexionado unos instantes, se dijo:

—¡Yaya si iré!

Inmediatamente pidió comunicación telefónica con el número 105-24 y oyó una voz conocida que preguntaba:

—¿Quién es?

—Marholm. ¿Y usted?

—Raffles. ¿Está usted dispuesto a que nos veamos?

—Con el mayor gusto. ¿He de ir al reservado número 10 del hotel Victoria?

—Sí, a las cinco—contestó Raffles. —Pero vaya solo y ligeramente disfrazado. Yo haré lo mismo. Sé que puedo fiarme de usted,

—Completamente. Luego no le niego que haré lo posible para prenderlo, pero, por ahora, habrá paz entre nosotros. Le doy mi palabra".

—Muy bien, amigo Marholm—contestó Raffles. —Hasta luego.

El inspector colgó el receptor del aparato y se ocupó en los muchos asuntos que debía despachar hasta que el reloj señaló las cuatro y media.

—¡Diablo! —se dijo. —El tiempo justo para llegar a la hora convenida.

Pasó al tocador y salió de él lo suficientemente transformado para que no lo conociera nadie y luego partid a pie.

Tomó un cafo y se hizo conducir al Hotel Victoria y una vez allí preguntó por el reservado número 10.

El mozo le dijo que aguardaba un caballero hacía ya

cinco minutos y lo guió hasta la habitación indicada.

Marholm entró poco después en el reservado y al ver al personaje que en él estaba no pudo menos que proferir un grito de asombro, porque en vez del famoso Raffles vio al detective Surrey, al que conocía bastante para no dudar acerca de su personalidad.

—¡Surrey! —exclamó. —¿Qué broma es esa?

—¿Cuál, mi querido inspector? —preguntó Surrey sonriendo.

—Pues que yo esperaba bailar aquí a otra persona— dijo Marholm.

—Tal vez a Raffles—exclamó el otro.

—Exactamente. ¿Cómo lo sabe usted?

—¡Toma! Porque yo mismo he sido quien le ha dado esta cita.

—Entonces, ¿por qué me ha engañado usted diciéndome que aquí me esperaba Raffles?

—Yo no le be engañado—contesté Surrey.

—Le envidio su buen humor—contestó Marholm amostazado ya por la burla. —veo que tiene ganas de bromear.

—Yaya, amigo Marholm—dijo Surrey riéndose a carcajadas. —No lo reconozco. Ababa usted de poner una cara parecidísima a la de Baxter mi cuñado y ex enemigo. Mire usted bien y vea si me reconoce.

Al decir estas palabras Surrey se quitó el disfraz que llevaba y apareció el conocido rostro de Raffles, apenas cambiado por el tiempo transcurrido.

—¡Raffles! —exclamó Marholm, que no esperaba aquella transformación. —Pero entonces Surrey…

—Tranquilícese usted. Me he disfrazado imitando al amigo Surrey a fin de que nadie me conociese. Creo que este disfraz es tan bueno como otro cualquiera.

—Sí, pero esto casi no era disfraz, sino la misma realidad—contestó Marholm. —¡Diablos! Si llega a verlo ese pobre Surrey no habría sabido si él era él mismo o usted.

Los dos interlocutores se echaron a reír a carcajadas. Luego el inspector de Scotland Yard se volvió a su interlocutor y le dijo:

—Vamos a ver, amigo Raffles. Ya sabe usted que siempre he reconocido que su inteligencia es superior a la de todos los policías del mundo. Por consiguiente no voy a pretender luchar contra usted y sé que, si no quiere, no me será posible prenderlo. Dígame: ¿se propone marearme mucho?

—No depende de mí, amigo Marholm—contestó Raffles. — Ya sabe usted que vivía retirado y que no pensaba siquiera en volver a trabajar, pero ante casos como el de ese tuno de Murray, be tenido que desistir momentáneamente de mi propósito.

—¿De manera que le robó usted?

—Claro.

Bueno. Ahora ya no tiene usted que temer de mí hasta una hora más tarde de mi salida de este reservado. Dígame cómo realizó este robo.

—Pues muy fácilmente. Abriendo la caja.

—Ya lo supongo—contestó Marholm sonriendo. —Quiero decir cómo pudo entrar.

—No entró, porque ya estaba dentro.

—¡Hola! Ya me lo había imaginado—exclamó Marholm. —¿Estaba usted escondido acaso?

—De ninguna manera. Todos me vieron, desde ese ladrón de James Murray hasta los mismos vigilantes, y estuve allí muchas horas.

—No lo entiendo—dijo Marholm. —¿Era usted, tal vez, el falso vigilante?

—No, señor. Ocupaba un lugar más distinguido. Yo era el detective Surrey.

—¡Demonio! ¿A esto se atrevió usted?

—Sí, señor.

—¿Entonces, el falso vigilante…?

—Era una pista falsa para que el falso Surrey pudiera divertirse siguiéndola, y un hombre de mi confianza que sacó del banco el producto del robo, después de haberme atado y amordazado.

Marholm se quedó por unos momentos mudo de admiración. Luego, tras un silencio, dijo:

—Y el verdadero Surrey ¿no sabe nada?

—Ni una palabra. Yo recibí el aviso telefónico destinado a él y me permití substituirlo. Esto me facilitó considerablemente mi objeto.

—Tenga usted piedad de mí, Raffles—dijo sonriendo Marholm.

—Lo procuraré, amigo. De todos modos puede usted hacer una cosa para evitarse disgustos y contrariedades.

—¿Cuál? —preguntó el detective.

En lo posible no intervenir en los casos en que yo trabaje. Para ello avisaré a usted cada vez. ¿Le conviene?

—Magníficamente—contestó Marholm.

Y, levantándose, estrechó la mano que le tendía Raffles y se marchó.

Al estar en la calle se detuvo pensativo y dijo:

—¿No convendría seguir a ese hombre y prenderlo luego?

Pero pronto desistió de ello, pensando:

—No, no, porque luego me amargaría la vida. Acordémonos de Baxter.

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