Capítulo II
ALGUNOS días más tarde de las escenas relatadas en el capítulo anterior estaba el doctor Brider sentado ante su mesa de trabajo y ocupado en abrir las cartas que acababan de llevarle del correo. Generalmente las leía con alguna distracción y las dejaba sobre la mesa después de haber puesto con lápiz algunas notas al margen con el fin de que su secretario supiera cómo había de contestarlas. Abrió la penúltima carta y una vez hubo leído tres o cuatro líneas, miró la firma y, alarmado, volvió a empezar la lectura, Al terminarla se quedó por un momento asombrado y leyó de nuevo la misiva, dejándola luego sobre la mesa con aire sumamente pensativo.
La carta decía como sigue:
«Muy señor mío: Como estoy convencido de que es usted un embaucador y un explotador de sus pobres enfermos, me propongo aligerarlo de una parte de su dinero; por lo tanto, esta noche, a las diez, tendré el gusto de hacerle una visita.
»Hasta luego.
»Su afectísimo,
»Raffles.»
—¡Es curioso! —exclamó el doctor por todo comentario. —Sin duda es algún bromista de mala ley, porque ya hace muchos años que no se habla de ese ladrón, que tal vez fue a parar a un presidio. Pero, en fin, que venga si quiere y me encontrará dispuesto a recibirlo. Aunque sea Raffles en persona no dudó de que estará equivocado acerca de la facilidad con que pueda entrar en mi casa. ¡Que venga, que venga!
A pesar de ello durante las dos horas siguientes el doctor estuvo, sin embargo, algo preocupado, pero formó su plan de conducta y sonrió satisfecho.
Como en su clínica tenía algunos neurasténicos que casi podían calificarse de locos, disponía de los servicios de cinco hombres fornidos y avezados a luchar contra los pobres desequilibrados, y, por lo tanto, llamó a dichos servidores, a los que dijo, una vez se hubieron presentado a él:
—He recibido aviso de que, esta noche, un ladrón tratará de introducirse en mi casa para robar, y es necesario impedirlo. Cuento con vosotros y además soltaremos a los perros. De esta manera confío en que el ladrón no podrá llevar a cabo su amenaza.
—Sin embargo, señor doctor—dijo uno de los enfermeros,—tal vez convendría que avisase usted a la policía.
—No habrá necesidad—contestó el doctor. —Os armaréis con revólveres y al primero que trate de entrar le soltáis un tiro, procurando dar a matar. Desde luego yo estoy dispuesto a recompensaros este servicio extraordinario. Os daré una libra esterlina a cada uno, y si entra el ladrón y lo cogéis o lo matáis os daré dos más.
Los rostros de los guardianes resplandecieron de gozo al oír esta promesa, y uno de ellos, contestando por todos, exclamó:
—Pierda usted cuidado, señor doctor, que no entrará nadie.
El doctor Brider les recomendó que a las ocho en punto fuesen a tomar sus órdenes pana ultimar los detalles y luego los despidió.
—Por lo que pueda ocurrir—pensó en cuanto estuvo solo,—valdrá más que esconda el dinero.
El doctor era un hombre sumamente avaro, y, del mismo modo que las gentes ignorantes, tenía la manía de no confiar a nadie su dinero, sino que lo guardaba, celosamente en la caja en buenos billetes del Banco de Inglaterra.
Abrió su caja de caudales, sacó de ella algunos fajos de billetes y durante un momento los miró con los ojos brillantes y con la satisfacción propia del avaro que contempla su tesoro.
Luego, tras haber examinado su fortuna durante largo Tato, volvió los ojos a su alrededor en busca del lugar apropiado para ocultarlos.
—Es difícil—dijo para sí. —¿Dónde podré esconderlos?
Estuvo reflexionando unos instantes y luego añadió:
—Lo mejor será meterlos en una caja de cartón cualquiera y ocultarlos detrás de los libros de la librería.
Y como lo pensaba lo hizo. Luego le pareció que el escondrijo no era bueno y probó de ocultar la caja en dos o tres sitios diferentes, pero, finalmente, se decidió por su primera idea, es decir, por meterla detrás de una fila de libros.
—Perfectamente — pensó. — Dando por supuesto que Raffles consiga entrar, ladino será si encuentra mi dinero.
Y tranquilo ya acerca de lo que pudiera ocurrir, salió a dar un paseo.
* * *
Veamos ahora qué era de sir Guillermo Douglas. El pobre muchacho estaba muy enfermo, pues si bien pasaba los días relativamente tranquilo, en cambio, durante la noche conciliaba difícilmente el sueño, y en caso de que se durmiese, despertaba a' los pocos instantes agitado por horrorosas pesadillas. El doctor Brider le propinó durante los primeros días un poderoso antiespasmódico y un narcótico para lograr el reposo, pero el remedio fué insuficiente, porque el enfermo no logró la más pequeña mejoría. En vista de ello el doctor creyó que, antes de hacer nuevos experimentos con substancias medicamentosas, convenía sujetar al paciente a un tratamiento hipnótico, y contando con la venia de sir Douglas se dispuso a probar este sistema la misma noche en que Raffles había anunciado su visita.
Por esta razón el doctor fué a visitar a su enfermo después de haber puesta el dinero a buen recaudo y le rogó que no se impacientase, pues hasta las once de la noche no le sería posible ocuparse en él, ya que atenciones ineludibles lo retendrían hasta entonces.
Sir Guillermo, qué aguardaba algo desconfiado el resultado del experimento del doctor, sonrió a éste y le dijo:
—Aunque sea más tarde puedo esperar, amigo Brider, porque, desgraciadamente, no me dormiré antes.
—Bien, no piense usted en eso. Procure distraerse y hasta luego.
El doctor, como ya hemos dicho, salió de su casa con objeto de dar un paseo y a las ocho de la noche volvió a ella. Entonces llamó a sus servidores y les mandó que se situasen convenientemente en los puntos que pudieran ofrecer una entrada al célebre ladrón, bien armados de revólveres y que disparasen sin vacilar contra cualquier persona que quisiera entrar violentamente. Por su parte se hizo servir la cena en su habitación de trabajo, con objeto de estar de guardia junto a su dinero, y con una pistola automática a su alcance esperó tranquilo los acontecimientos.
Al principio pasó cosa de media hora ocupado en la cena y en leer los periódicos de la noche, pero por más que quiso fijar su atención en éstos, no pudo lograrlo, pues la idea de que su dinero estaba en peligro le impedía ocupar la mente en otra cosa. A cada momento consultaba el reloj y le parecía que el tiempo transcurría con mayor lentitud que otras veces, de manera que para calmar su impaciencia se levanté y empezó a pasear de una a otra parte de la habitación.
Dieron en el reloj de en despacho las nueve y media y el corazón del doctor empezó a latir con mayor violencia, pues, a pesar de cuantas precauciones había tomado, sentíase intranquilo acerca del resultado final de la empresa.
De pronto sonó el timbre de la puerta de la calle y al oírlo el doctor se acercó inmediatamente a los cristales del balcón, pues le extrañó que a aquellas horas fuesen a llamarlo, tanto más cuanto que no bacía visitas a domicilio.
El guardián de la puerta se acercó a ella y el doctor pudo ver que conversaba con una figura masculina que se perfilaba en la parte exterior de la verja. Pocos momentos después entraba el desconocido, y por fin una de las criadas de la casa lo anunció al doctor, diciendo:
—En caballero desea hablar con usted inmediatamente.
—Dígale que no estoy—contestó el doctor.
—Ya se lo ha dicho Germán (que así se llamaba el servidor que estaba junto a la puerta), pero ha insistido diciendo que le constaba lo contrario y que el señor se arrepentiría de no haberlo recibido.
—¿Ha dicho su nombre? —preguntó Brider.
—Me ha entregado esta tarjeta.
La tomó el doctor y vió que decía:
J. SERREY
DETECTIVE PARTICULAR
—Que pase—ordenó.
Pocos segundos después apareció en la puerta de la habitación la figura alta y elegante de un caballero que preguntó al entrar:
—¿El doctor Brider?
—Soy yo, caballero—dijo Brider. —Perdone usted que no quisiera recibirlo, pero…
—Espera usted la visita de Raffles.
—¿Cómo lo sabe usted?
—Porque el mismo ladrón me ha escrito participándomelo, Aquí está su carta.
Y exhibió un pliego de papel, en el cual, efectivamente, Raffles le anunciaba que aquella misma noche, a las diez, iría a robar al doctor Brider y que vería con gusto que el detective Surrey fuese allí con el objeto de evitarlo.
—No comprendo una palabra—dijo Brider.
—¿De qué?
—De que el mismo ladrón baya avisado a usted.
—Es muy sencillo-replicó Surrey. —Raffles ha obrado siempre de la misma suerte y, además, sabe que yo lo persigo porque tenemos una cuenta pendiente.
—¿Ha sido usted su víctima? —preguntó Brider,
—Sí, aun cuando no me ha robado. En una ocasión me suplantó y estoy dispuesto a hacer cuanto de mí dependa, para que no pueda seguir cometiendo sus fechorías.
—Celebro la visita de usted—dijo Brider,—pues su concurso será de inapreciable valor para mí.
—¿Ha tomado usted precauciones? —preguntó el detective.
—Sí, señor. El dinero está bien oculto y además be puesto guardias junto a todas las entradas.
—Perfectamente—dijo el detective. —Supongo que tiene usted el dinero en esta misma habitación.
—Sí, señor.
—Lo be supuesto al advertir que monta usted aquí la guardia. Permítame, pues, que lo acompañe basta que haya pasado la hora crítica.
—Con el mayor placer. Pero ¿cree usted que Raffles será puntual?
—No me cabe la menor duda. Es hombre que jamás falta a su palabra.
Siguió una pausa entre los dos hombres. El doctor consultó el reloj y vio que entonces faltaban solamente diez minutos para la hora fijada.
—Veo que Raffles tendrá que vencer no pocas dificultades para Regar aquí, hasta el punto de que lo considero casi imposible—dijo Surrey de pronto. —Por consiguiente, tal vez será mejor que me oculte yo en el jardín para echarle el guante en cuanto se presente.
—Haga usted lo que guste, señor Surrey—dijo el doctor. —Está usted en su casa.
—Para facilitar mi misión sería conveniente que avisara usted a sus guardianes para que sepan quién soy.
—Es cierto—replicó Brider;—pero como no quiero que se muevan de su puesto, les transmitiré la orden por medio de la doncella.
Tocó el timbre, y al aparecer la sirvienta le dijo:
—Di a los muchachos que están de guardia, que este caballero es un detective que persigue a la persona que esperamos. Por lo tanto que le dejen hacer todo lo que quiera, aunque sea entrar y salir.
La criada hizo un gesto de obediencia y salió seguida por el detective, en tanto que el doctor pensaba:
—Ha sido una afortunada circunstancia la llegada de ese detective, pues así podremos prender más fácilmente al ladrón.
Transcurrieron siete minutos y sólo faltaban tres más para la hora fijada por Raffles, cuando el detective entró nuevamente en el despacho, diciendo:
—Tengo que darle una buena noticia, doctor.
—¿Cuál? ¿Acaso Raffles…?
—Acaba de ser cogido por sus hombres.
—¿De veras?
—Así como suena. ¿No ha oído usted la lucha?
—No, señor.
—Pues hace cosa de pocos segundos que a través de la verja se vio rondar un hombre, el cual, figurándose que nadie lo observaba desde el interior, trató de saltar la verja.
Sus hombres tuvieron el acierto de no moverse y esperar, de manera que en cuanto el desconocido entró, fué capturado por ellos, a pesar de la resistencia que ofreció. Si quiere usted, podemos ir a interrogarlo.
El detective Surrey fue el primero en salir, cosa que hizo apresuradamente, y el doctor siguió tras él encaminándose al jardín, en donde sin duda estaba el preso, pero al llegar allí vio que sus hombres estaban apostados en los lugares que se les habían señalado y que por ninguna parte aparecía el preso.
—¿Que pasa? —exclamó extrañado.
—Nada—le contestó el detective Surrey que le salió al encuentro,—Estamos esperando.
—¿Y el preso?
—¿Qué preso?
—El hombre que quiso entrar saltando la verja.
—No hemos visto a nadie—contestó el detective Surrey.
—Pero ¿está usted loco? —exclamó el doctor asombrado en extremo. —Usted mismo acaba de decirme que habían preso a Raffles.
—Yo no he dicho a usted tal cosa.
—Oiga, señor detective—exclamó el doctor,—le advierto que esta broma es de muy mal gusto.
—Vamos, a ver, señor doctor—le contestó Surrey. —Sin duda ha ocurrido algo raro, ¿Dice usted que yo mismo le he dado cuenta de la captura de Raffles?
—Sí.
—¿Cuándo?
—¡Hombre, hace apenas veinte segundos! ¿Se ha vuelto loco?
—Contésteme y luego ya veremos en qué para esta confusión. ¿Dónde le dije yo tal cosa?
—Arriba, en mi despacho.
—¡Venga usted! — exclamó el detective echando a correr.
—¿A dónde va? —le preguntó el doctor creyendo de buena fe que el detective se había vuelto loco.
—¡A prender a Raffles! —le contestó el interpelado. — ¡Sígame!
—No hay más, este pobre hombre está loco—exclamó el doctor echando a correr a su vez para ver en qué paraba todo aquello.
Poco después se hallaba en su despacho y allí encontró al detective Surrey que buscaba por todas partes con la mayor atención.
—¿Dice usted que yo estuve aquí? —preguntó al ver al amo de la casa.
—Sí, señor. Aquí mismo.
—Bueno, pues hemos llegado tarde.
—¿Para qué?
—Para prender a Raffles.
—¿Dónde estaba?
—Aquí.
—Vaya, cálmese usted, amigo—dijo el doctor cada vez más convencido de que se las había con un loco o más bien con un maniático y arrepintiéndose de haber confiado en tan extravagante personaje.
—¿Dónde tenía usted escondido su dinero? —preguntó el detective sin hacer el menor caso de las palabras de so interlocutor,
—En una caja de cartón que puse detrás de esa fila de libros.
El detective se subió en una silla para llegar al lugar que le señalaban, y después de haber buscado con la mano tras la hilera de libros, bajó diciendo:
—Pues si tenía usted dinero, señor Brider, ya no lo tiene.
—¡Dios mío! ¿Qué dice usted?
—La verdad. Le han robado.
El doctor sé subió a su vez sobre la silla y de un manotazo echó al suelo todos los libros que ocultaran la caja de cartón. Entonces vió que, efectivamente, ya no estaba.
—¡Dios mío! —exclamó. —¡Arruinado!
El detective Surrey no contestó, pues estaba distraído con sus propias reflexiones.
—Vamos. No hay que perder el ánimo—dijo. —Conviene saber si ese tuno ha podido salir de la casa.
Y como viera que el doctor no oía siquiera sus palabras, salió de la estancia y bajó al jardín. Una vez en él llamó a los hombres que estaban de guardia y les preguntó:
—¿Ha salido alguien?
—Nadie, no, señor.
—¿Ni siquiera del servicio de la casa? —insistió el detective.
—No, señor.
—¿Yo tampoco he salido? —siguió preguntando.
Los interrogados se quedaron asombrados ante aquella pregunta, y el detective, notando su extrañeza, les dijo:
—Contestad, por más que mi pregunta sea rara, ¿He salido yo?
—No, señor.
—Pues bien; que todo el mundo vuelva a su puesto y detened a todo el que quiera salir, sea hombre o mujer, conocido o desconocido. Que no se escape nadie, porque el ladrón ya está en la casa.
Los guardias, estupefactos de que Raffles pudiera haber entrado sin haberlo ellos visto, volvieron a sus sitios; pero no queriendo que a su negligencia pudiera achacarse el robo, si no se había cometido, reanudaron su vigilancia con mayor ardor.
El detective estaba seguro de que Raffles no había salido de la casa, o, mejor dicho, creía estarlo, porque ninguna prueba tenía cierta que le permitiera abrigar esta confianza. La única que ofrecía ciertas garantías era la de que los guardianes no habían visto salir a nadie. Pero también este testimonio era dudoso, pues tampoco vieron entrar al ladrón y, sin embargo, había pruebas indudables de su presencia.
Surrey habría querido hacer un registro minucioso, pero para ello le faltaba gente. Es verdad que tenía a su disposición los hombres que daban guardia ante las puertas, pero entonces éstas quedarían desamparadas y el ladrón podría huir en caso de que no lo hubiese hecho. Ante aquella alternativa resolvió registrar la casa por sí mismo, confiando en que la casualidad quisiera mostrársele propicia.
Revólver en mano entró en la planta baja, pero por más que recorrió todas las habitaciones no encontró a nadie, excepción hecha del servicio femenino. Entonces preguntó por el ama de gobierno y le rogó que pasara revista a sus subordinadas, para convencerse de que eran ellas mismas en realidad y que ninguna había sido suplantada. La buena mujer lo hizo como le pedía el detective, pero de ello no se obtuvo ventaja alguna, pues las sirvientas eran las mismas mujeres de siempre.
—¡Yaya! —exclamó el detective para sí;—está visto que no puedo luchar con ese bandido.
Y, resignado, volvió al despacho del doctor, el cual, al convencerse de la inmensidad de su desgracia, había caído al suelo, víctima de un síncope.
El detective Surrey se acercó al pobre hombre y acto continuo lo libertó del cuello de la camisa y de la presión del chaleco. Le roció la cara con agua y le hizo respirar un frasco de éter que descubrió en una vitrina llena de medicamentos de urgencia y así pudo hacerlo revivir.
—¿Lo han cogido ustedes? —preguntó al abrir los ojos.
—¿A quién?
—A ese Raffles.
—Todavía no, doctor, pero confío en que caerá en mi poder.
Mientras así hablaba Surrey advirtió que encima de la mesa había una carta dirigida al doctor, y antes de que éste pudiera descubrirla se quedó con ella. Fingiendo que consultaba unas notas la leyó ocultándola con su librito de memorias y vió que era de Raffles y que decía así:
«Señor doctor: He querido robar a usted, de la misma manera como roba a sus desgraciados clientes, pues, aun suponiendo que los cure, no hay derecho a explotarlos como lo hace. Además, el hecho de que monopolice su ciencia, más o menos verdadera, en favor de los ricos y niegue su auxilio a los pobres, es lo que me ha movido a escarmentarlo. No me haga buscar porque es inútil, y cuando lea esta carta ya estaré lejos de su casa.
»Dé usted de mi parte muchos recuerdos al amigo Surrey y dígale que no sirve como detective,
»Su afectísimo,
»Raffles.»
Al terminar la lectura de esta carta Surrey dio una patada en el suelo, airado contra el ladrón que se había propuesto burlarse tan descaradamente de él, y Brider, que vió el gesto del detective, le preguntó qué había sucedido.
—Nada—dijo el interpelado. —Que todavía estoy irritado de que ese tuno haya podido realizar el robo.
—Pero ¿cómo ha sido? —preguntó el doctor, que había recobrado ya la tranquilidad en parte.
—Si quiere que le diga la verdad lo ignoro—contestó el detective. —Sólo sé que se ha presentado en la casa disfrazado perfectamente para imitar mi rostro y mis modales y gracias a esta semejanza se introdujo en el despacho de usted. Con el fin de alejarlo de aquí le dió cuenta de la prisión de Raffles, y luego, al quedarse solo, cometió el robo.
—No puede ser—dijo el doctor,—porque salió antes que yo.
—¿Le vió usted siempre ante sí mientras bajaban al jardín?
—No—contestó el doctor. —Echó a correr y no lo vi ya más, es decir, presumo que no lo vi, aun cuando entonces me figuró que usted era él y por eso no nos entendimos.
—Es ingenioso—dijo el detective. —Corrió a esconderse en cualquier sitio, y en cuanto hubo pasado usted, volvió al despacho en donde consumó el robo.
—Bueno; ¿y qué se hace ahora?
—De momento tener paciencia—contestó Surrey. —Raffles no se dejará prender como un ladrón vulgar y hay que tenderle un lazo, y eso es cosa que requiere más tiempo.
—Pero ¿y mi dinero?
—No se apure usted por él, porque si damos con Raffles hallaremos también lo que le baya robado. No es hombre que necesite de lo que se apodera para comer, pues tiene más que suficiente para llevar vida de príncipe.
—Entonces ¿se marcha usted?
—Sí. Creo que es lo mejor—dijo el detective. —Daré orden a sus servidores para que se retiren ya, pues el ladrón ha podido salir sin duda alguna.
—¿No me comunicará usted noticias? — inquirió el doctor.
—Descuide usted, que lo tendré al corriente de todo lo que ocurra, y le aseguro que voy a dedicarme con empeño al descubrimiento de ese maldito.
Dichas estas palabras el detective salió, y en cuanto estuvo en el jardín ordenó a los guardianes que se retirasen a descansar, pues era inútil toda vigilancia. Poco después tomaba un coche de punto, por el que se hizo conducir a su casa.
* * *
A la mañana siguiente lord Douglas se presentó al doctor Brider con objeto de satisfacer el importe de la segunda quincena de la pensión de su hermano sir Guillermo. El pobre doctor lo recibió más malhumorado que de costumbre y apenas contestó al amable saludo del lord.
—¿Qué noticias me da usted de mi hermano, querido doctor? —preguntó lord Douglas.
—No puedo dárselas buenas todavía, lord—contestó el interpelado. —Ayer noche quería haber empezado un nuevo tratamiento del que espero grandes resultados, pero, desgraciadamente me fué imposible ocuparme en ello.
—¿Estuvo usted indispuesto? —preguntó el lord.
—I Ojalá! Yo, señor. Yo fué eso. Figúrese usted que me robaron toda mi fortuna.
—¿Quién?
—Raffles.
—¿Raffles? ¡Yo puede ser! —exclamó el lord. —¡Si hace ya años que no se habla de él!
—Esto es lo que me dije yo—contestó Brider,—pero parece que vuelve a robar.
—¡Diablo! Será preciso tomar precauciones—dijo el lord poniéndose serio. —¿Y dice usted que le robó toda su fortuna? ¿La tenía en su casa?
—Sí, señor. La había realizado pocos días antes y…
El doctor daba esta excusa para no confesar su desconfiada avaricia, y como su interlocutor pareciera comprender que era penosa aquella conversación, dijo:
—Vengo a pagarle, señor doctor.
—Yo corre prisa, lord. ¿Desea usted ver a su señor hermano?
—Sí, señor.
El doctor tocó un timbre y ordenó a un criado que fuese en busca de sir Guillermo.
Entretanto lord Douglas habló de diversos asuntos para distraer a su interlocutor. De pronto volvió el criado y, acercándose al doctor, dijo:
—Sir Guillermo no está en sus habitaciones.
—¿Dónde, pues? —preguntó el doctor.
—Yo lo sé. Federico, que está a su servicio, acaba de encontrar esta carta, y se disponía a traerla, cuando…
El doctor rasgó el sobre y leyó:
«Señor doctor Brider: En vista de que no logró usted curar el insomnio de ese pobre sir Guillermo, ayer tarde entré en su habitación y le propiné tan buen narcótico que todavía dormirá unas horas si no lo despiertan. Está debajo de la cama de su habitación. Yo ocupé luego su sitio y convenientemente disfrazado di un paseo por la casa, en la que hallé cosas muy interesantes. Le ruego que no tome a mal el haber ocupado gratis el lugar de uno de sus pensionistas y, a cambio de ello, le ofrezco comunicarle la receta de mi narcótico.
»Su afectísimo,
»Raffles.»
—Lea usted, lord Douglas—dijo el doctor tendiendo a su cliente la carta. —Resulta que ese Raffles ocupó el lugar de su señor hermano y así pudo burlar la vigilancia que yo había establecido en torno de la casa para que no pudiese entrar ni salir.
Poco después el doctor y lord Douglas estaban ante el joven sir Guillermo, que dormía muy satisfecho, tanto que el doctor consideró conveniente no despertarlo, pensando:
—Tal vez me convendría que ese pillastre me comunicara su receta.