CAPÍTULO III

Nan le sirvió café, acompañado de crema fresca y un trozo de tarta deliciosa.

—Lo ha hecho ella —dijo la muchacha, señalando a Leonora con la cabeza.

—Esta noche vendré, cuando estén durmiendo, sorprenderé a la señora Tiller, la ataré a la cama y empezaré a quemarle los pies, hasta que me dé la fórmula de la tarta —dijo Boles jovialmente.

Leonora le miró con simpatía.

—Parece un joven listo, Nan —comentó.

—No soy torpe, señora —se defendió Boles—. Bien, he traído algunos documentos que espero me firme, a fin de tener los poderes necesarios para representarla ante el tribunal de homologación de testamentarías. De este modo, aunque el testamento del difunto señor Tiller haya desaparecido, su hija, es decir, usted, señora Tiller, podrá tener acceso a la cuenta del Banco.

—¿Lo cree así, muchacho? —preguntó Leonora recelosamente.

—Por supuesto…

—Nunca he fiado mucho de picapleitos y gente de esa ralea. Y todavía hoy, no…

—Abuela, el señor Boles es un hombre honesto. Recuerda lo que consiguió en el caso del señor Sanders —dijo Nan—. Los otros abogados lo habían desahuciado y él ganó su pleito. Ahora pasará lo mismo, créeme.

—Puede estar seguro de ello, señora Tiller —manifestó el joven—. Dentro de muy pocos días, usted podrá entrar en posesión de la herencia que legítimamente le corresponde.

—Está bien, firmaré esos papeles —se decidió la anciana—. Otra cosa: tal como están los asuntos, tengo hecho mi testamento y Nan sería mi heredera, si me sucediera algo. ¿Querrá usted revisarlo, para corregir los datos que estime necesarios?

—Con mucho gusto —repuso Boles.

Leonora se volvió hacia la muchacha.

—Ve a mi escritorio. Verás un sobre grande, de color crema. Tráemelo, por favor.

—Sí, abuela.

Nan se levantó y salió de la estancia. Boles abrió su portafolios y empezó a sacar una serie de documentos, que puso delante de la anciana, para que se los firmase, lo que hizo ella con pulso firme y sin vacilar una sola vez. Nan volvió con el sobre y lo puso en las manos del joven.

Boles leyó el documento que había en su interior y luego hizo una mueca.

—Hay un par de errores sin importancia, pero que convendría rectificar —dijo al cabo—. Si no tienen inconveniente, esta noche redactaré un nuevo testamento y volveré mañana para que me lo firme. Sin embargo, convendría disponer de dos testigos imparciales…

—Avisaré a los Sanders —dijo Nan—. Él y su esposa lo harán con mucho gusto, señor Boles.

—Perfectamente; por ahora, esto es todo. Dejen el asunto en mis manos; yo me encargaré de todo.

Leonora le miró por encima de sus antiparras.

—Joven, ahora hablemos de asuntos serios —propuso, a la vez que movía significativamente el índice y el pulgar—. ¿Cuánto?

Boles se echó a reír.

—¡Por Dios, señora! En estos momentos, el dinero es lo de menos.

—¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué quieren quitarme mis tierras?

—Yo me refería a mis honorarios…

—Abuela, el señor Boles ya te pasará la minuta cuando haya solucionado el asunto. ¿No es eso lo que ha querido decir? —preguntó Nan, dirigiéndose al joven.

—Exactamente —corroboró él.

Se puso en pie.

—Es una propiedad maravillosa —elogió—. Comprendo perfectamente que no quieran vender. Pero ¿saben por qué quieren comprarla?

—No tenemos la menor idea —respondió Nan.

—No hay petróleo ni oro —añadió Leonora—. Mi padre se cansó de buscar ambas cosas y, al fin, decidió que el verdadero valor de esta propiedad estaba en el suelo, fértil y pródigo en frutos de toda clase.

—Acertó, sin duda alguna, pero cuando alguien quiere comprar estos terrenos, es que tiene ocultas intenciones de conseguir mucho más de lo que pueda pagarles. Por cierto, he visto que la granja está muy bien cuidada. Puesto que usted trabaja, me parece difícil que una sola persona pueda cuidarse de tanta tarea…

—Teníamos un peón y se despidió hace una semana, el muy cerdo —contestó Leonora irritadamente—. Después de haberlo considerado casi como de la familia, va y nos deja plantadas cuando más necesitábamos de él.

—La abuela está enfadada, pero me parece que no tiene toda la razón. El señor Bruckner era ya un hombre maduro y sospecho que alguien le metió el miedo en el cuerpo —dijo Nan.

—Posiblemente —admitió Boles—. Si me dan su dirección, me gustaría hablar con él. Y a propósito, puesto que necesitan un peón, yo puedo proponerles a un conocido de toda confianza, que no se dejaría amedrentar por el mismísimo diablo que viniera a echarle de aquí.

Nan se volvió hacia la anciana.

—¿Qué te parece, abuela?

—Si lo garantiza el señor Boles…

—Absolutamente —dijo el aludido.

—Entonces, no se hable más. Mándeme aquí a esa joya bípeda, pero adviértale de inmediato que no viene a rascarse el ombligo al sol, sino a trabajar de firme. De otro modo, más vale que no se moleste en venir. ¿Estamos?

—Descuide, señora Tiller —sonrió Boles—. Mi amigo trabajará de firme y se ganará el salario que le paguen.

—Setenta semanales, comida y alojamiento.

—Perfecto. Antes de que se haga de noche, Ron Edgar estará aquí… y no sólo para trabajar, sino también para protegerlas.

Boles recogió su portafolios. Leonora hizo un ademán.

—Acompáñalo, Nan —indicó—. Hoy me siento un poco cansada…

—Sí, abuela —contestó la muchacha.

Leonora quedó en el interior de la casa. Nan caminó junto al abogado, quien no se cansaba de admirar el paisaje.

—¿Todo esto es de la abuela Leonora?

—La mayor parte del valle —respondió Nan—. Desde luego, la oferta es buena, pero ella teme, y yo también, que alguien quiera instalar aquí algún complejo industrial. El paisaje quedaría destruido, la vegetación arrasada y… Todavía se pueden ver gamos correteando por el bosque y halcones que se descuelgan sobre una presa. ¿Cómo no ponerse de su parte, aun pensando en que, por ley natural, yo habría de heredar una fortuna?

—Sí, tiene usted toda la razón del mundo —concordó el joven—. Y haré todos los posibles para que la abuela continúe conservando su propiedad. Pero los problemas no acabarán de la noche a la mañana. ¿Sabía que Browne, el abogado de su bisabuelo, fue asesinado ayer?

Nan se estremeció.

—Es la primera noticia que tengo —contestó—. ¿Qué sucedió?

Boles le contó sus sospechas. Cuando terminó, ella se sentía muy aprensiva.

—Tendré que procurarme yo también un rifle —dijo.

—No lo crea. A ustedes no les pasará nada, directamente, claro; sería como enseñar las cartas a todo el mundo. Pero sí es posible que sufran algunas molestias y, para evitarlo, hoy mismo vendrá su nuevo empleado.

Boles estrechó la mano de la joven y se metió en el automóvil.

—Tenga confianza; todo saldrá bien —se despidió.

Nan agitó una mano con gesto amistoso. Boles suspiró, hizo dar media vuelta al coche y se alejó de lo que era un verdadero paraíso.

* * *

El hombre estaba detrás de un mostrador, con gesto aburrido, luciendo una ajada chaquetilla blanca que, evidentemente, le quedaba pequeña. Era enormemente alto y pesaba más de cien kilos. Sin embargo, cuando vio a Boles pareció animarse y sonrió anchamente.

—¿Qué le sirvo, abogado? —preguntó.

—Una copa de lo bueno, Rob —pidió Boles—. ¿Cómo marchan los asuntos?

Rob Edgar hizo una mueca.

—Ya puede ver: rutina y nada más. Usted va progresando, creo.

—Un poco, no puedo quejarme. Rob, sírvete otra; yo convido.

—Gracias.

Los dos hombres chocaron sus copas y bebieron en silencio. Al cabo de unos momentos, Boles dijo:

—Rob, sospecho que este empleo no te gusta mucho.

—Tengo que comer —se defendió Edgar.

—Sí, es algo que no se puede evitar —convino el joven—. Pero, por las tardes sobre todo, la atmósfera se carga: humo de tabaco, olor a licores y perfumes baratos… y hasta a marihuana muchas veces, ¿verdad?

—Se pone irrespirable —convino Edgar.

—Yo vengo de un sitio donde hay agua clara, hierba abundante, flores, frutales, gallinas, gansos, un perro amistoso y colinas cubiertas de vegetación.

—Ese lugar no existe, abogado. Ha salido de su imaginación.

—Te aseguro que es algo real. Pero, claro, para disfrutar de ese paraíso habría que curvar el espinazo y no hacer el vago.

—Nada me gustaría más, créame…

—Por setenta dólares semanales, comida y alojamiento.

Edgar empezó a quitarse la chaquetilla.

—¿Dónde está ese edén? —preguntó.

Boles se echó a reír y puso un papel sobre el mostrador.

—Aquí tienes el plano de la ruta —dijo—. Hay dos mujeres, una anciana de setenta y ocho años, llamada Leonora Tiller, y su nieta de, más o menos, veintidós, Nan de nombre. Ten cuidado con la anciana; tiene malas pulgas y sabe disparar. Pero en cuanto sepas que vas de mi parte se tornará pacífica, aunque, te lo prevengo de antemano, te hará trabajar.

—El trabajo no me asusta —aseguró Edgar.

—Otra cosa: es posible que haya conflictos. ¿Guardas algún arma?

—Un fusil automático, una pistola, una metralleta, municiones y cuatro bombas de mano. Recuerdos del Vietnam, abogado.

—Llévate ese arsenal y protege a las mujeres. Hay una propiedad en litigio y ya se han cometido dos asesinatos por aquel paraíso.

* * *

Boles detuvo su coche y observó al empleado de la gasolinera que atendía a los clientes. Inmediatamente comprendió que el hombre no hubiera hecho la menor resistencia al que le intimó a abandonar su puesto en la granja de Leonora Tiller.

El empleado vino hacia él a los pocos momentos.

—¿Señor…?

—Usted es Bruckner —dijo Boles.

—Sí, en efecto.

Boles le enseñó un billete de diez dólares.

—¿Quién le ordenó marcharse de Green Gulch? —preguntó, sin más preámbulos.

—Oiga, yo… Me marché porque estaba cansado de aquel trabajo…

—No trate de engañarme. Sé que estaba muy a gusto allí. Usted no se marchó porque estuviese cansado de la granja, sino porque alguien le amenazó. Dígame quién fue y no se preocupe de más.

El hombre se lamió los labios. Miró a derecha e izquierda y luego, bajando la voz, dijo:

—Eran dos tipos a los que no había visto nunca, señor. Vine a la ciudad en mi día libre y me metieron en un bar. Fuimos a un reservado. Allí me hablaron muy en serio y yo comprendí que no mentían, así que, en cuanto volví a la granja, recogí mis bártulos…

—Seguramente uno de ellos era muy alto, robusto, un hércules. El otro era más bajo, gordito, con aspecto de oficinista.

—Sí, los mismos —exclamó Bruckner—. ¿Los conoce usted?

Boles sonrió y dejó que Bruckner se apoderase del billete.

—Adiós —pisó el acelerador y empezó a separarse del poste de gasolina.

Bruckner agitó el billete.

—¡Eh, que no le he puesto combustible! —gritó.

Pero el joven ya no le escuchaba; estaba saliendo a la carretera y enfiló resueltamente la ruta de regreso a la ciudad.