CAPÍTULO III

Lo primero que hizo fue buscar una manta en uno de los dormitorios vecinos. A continuación, se arrodilló en el suelo y extrajo un objeto, envuelto en un papel aceitado, que desenvolvió cuidadosamente.

Buscó el cuadro con la escena del campamento vaquero y lo hizo girar sobre sus goznes. La caja fuerte quedó al descubierto.

Aplicó la masilla explosiva sobre una parte de la ranura, correspondiente al lugar en que encajaban los pestillos de la cerradura, oprimiendo cuidadosamente con los dedos, para dejarla bien sujeta. Luego, con un lápiz que figuraba también en el equipo de la bolsa, practicó un diminuto orificio en el explosivo plástico, de unos cinco centímetros de profundidad.

Insertó el fulminante en el orificio y acopló la mecha, un trozo de unos veinticinco centímetros de longitud.

La bolsa contenía todo lo necesario. Extrajo un diminuto martillo y un puñado de puntas, con ayuda de las cuales clavó la manta a la pared, habiéndola doblado previamente en dos pliegues. La manta quedó cubriendo por completo la caja de caudales.

Recogió todas las herramientas y las guardó en la bolsa. Sacó un encendedor y levantó una punta de la manta con la mano izquierda. Con la derecha oprimió el resorte, saltó la chispa, y la mecha del encendedor se inflamó en e¹ acto.

Arrimó la llamita al cabo de la otra mecha. Ésta siseó inmediatamente. Esperó a que estuviese bien prendida, y entonces, dejando caer la manta de nuevo, retrocedió hasta el centro de la pieza.

Recogió la bolsa y corrió hasta el dormitorio más alejado, cuya puerta cerró inmediatamente, situándose en el extremo opuesto, agachada tras una de las camas.

Un par de minutos más tarde, sonó la explosión. Fue un ruido apagado, de no demasiado volumen, como si alguien hubiese golpeado una gran bolsa de papel a medio inflar. Se incorporó y salió de nuevo a la estancia contigua.

Corrió hacia la caja de caudales y arrancó la manta de un tirón, agitándola varias veces, hasta conseguir disipar el humo causado por la deflagración del explosivo. La atmósfera se aclaró casi de inmediato.

Sonrió, satisfecha. Las enseñanzas recibidas, en los días precedentes, de los agentes federales, habían dado su resultado. El cálculo de la cantidad de explosivo a emplear había resultado exacto.

Abrió la caja. La cerradura estaba destrozada.

En uno de los estantes divisó una serie de libros de cuentas, que tomó de inmediato, echándolos en la bolsa, que ya tenía colgada del cinturón. De pronto, cuando ya se disponía a marcharse, divisó en otro de los estantes, entre medio de unos cuantos fajos de billetes, una caja de terciopelo rojo.

La caja parecía como de cigarros, pero era bastante mayor. Intrigada, la tomó y levantó la tapa.

Una exclamación ahogada brotó de sus labios al instante. Sus ojos despidieron destellos de cólera.

—De modo que habían venido a parar aquí —dijo rabiosamente.

Permaneció unos momentos indecisa. Luego, resolviéndose, cerró la caja, sujetó la presilla y la guardó en la bolsa.

Antes de abandonar la habitación, dirigió una mirada hacia el cadáver.

—Lo siento, Jock —dijo, como si el muerto pudiera escucharle—. No te tenía ninguna simpatía y, de haber vuelto a verte, me habría contentado con darte otra buena paliza. ¡Ojalá atrapen al que te liquidó!

Y después de aquellas palabras, se dirigió hacia la ventana.

Ahora, con más comodidad, terminó de ensanchar el agujero en el cristal. Una vez lo hubo conseguido, enganchó la cuerda al cinturón y salió a través de la ventana.

* * *

El profesor Barrows terminó de pesar la última dosis. Consistía en unos gramos de un polvo blanco gris, que estaba sobre un papelito. Miró el fiel de la balanza y halló que había encontrado la medida exacta.

Por medio de unas pinzas de regular longitud, tomó el cuello de la retorta y la sacó del fuego, colocándola sobre una silla, a tres pasos de la ventana. Acto seguido, vertió el contenido del papelito sobre el líquido que humeaba en el recipiente y corrió a esconderse tras un sillón de espeso respaldo.

Lo hacía por precaución, naturalmente. No creía que la mezcla resultase explosiva…

¡BOOM!

El sillón cayó sobre él, derribándole al suelo. Se oyó un estallido de vidrios y un agudo grito femenino.

Barrows asomó la cabeza por debajo del sillón. Una espesa humareda blanca le ocultaba la visión de la ventana. De pronto, una forma humana atravesó el humo y fue a caer rodando en el interior de la habitación.

El joven se quedó con la boca abierta.

—No habré inventado una mujer con traje de rata de hotel —exclamó, estupefacto, al ver a la joven en el suelo, a pocos pasos de distancia.

* * *

Maisie Jean trepaba por la cuerda, suspendida en el vacío, cuando de súbito, al pasar frente a la ventana del piso decimotercero, oyó un fuerte ruido.

Los cristales volaron por el aire. Una ráfaga de viento y humo la alcanzó de lleno, haciéndola apartarse unos metros de su línea vertical, a la vez que la obligaba a girar sobre sí misma como un trompo.

El natural movimiento de contragolpe pendular la arrojó sobre la ventana. Lanzó un grito instintivo en el momento de franquear el hueco. Entonces, la cuerda tropezó con el filo de un trozo de vidrio que aún quedaba sujeto al marco y se cortó.

Maisie cayó al suelo y rodó un par de veces sobre sí misma. Su experiencia le hizo evitar mayores daños.

Se sentó, mirando furiosamente al que suponía autor del estropicio.

—Pero ¿qué diablos ha hecho usted? —exclamó, sumamente enojada.

Fred Barrows estaba de rodillas, a dos pasos de ella, mirándola con la boca abierta de par en par.

—Estoy tratando de descubrir un aditivo oxigenante para carburantes —manifestó—, aunque nunca pude suponer que saliera de mis experimentos una mujer tan hermosa. —Reparó en la bolsa que Maisie llevaba pendiente del costado—. ¿Se dio bien el botín? —preguntó en tono de buen humor.

—¡Qué botín ni qué…!

Maisie se interrumpió, de pronto. Sus planes habían variado después de encontrar el cuerpo de Jock Hays en el piso.

—Pertenezco a la F. B. I. —declaró enfáticamente—. Usted ya sabe que los federales, a veces, empleamos ciertos procedimientos para conseguir nuestros objetivos.

—Sí, eso he oído decir —convino el joven—. Aunque no había visto nunca a un federal tan bien formado como usted.

—Déjese ahora de elogios. —Maisie se puso en pie—. Tengo necesidad de sus servicios para esconderme. La explosión de su laboratorio me hizo entrar aquí sin querer.

—¿Y…?

—Me están persiguiendo. No les asusta la F. B. I. Son terribles, créame —mintió la muchacha con todo descaro.

—¿Quiere que la esconda?

—La nación se lo agradecerá algún día —declamó Maisie con acento dramático.

Barrows meditó unos instantes. Realmente, no se podía negar que era una hermosa mujer la que tenía frente a sí. El traje de malla negra se ajustaba como una segunda piel a su cuerpo esbeltísimo, haciendo resaltar la rica plenitud de sus senos, la flexibilidad de su talle y la curva de ánfora de sus caderas, completada por las dos piernas más bonitas y mejor torneadas que había visto jamás. El rostro, por otra parte, era sumamente atractivo, y completaba adecuadamente aquel espléndido conjunto de gracias corporales.

—De modo que la persiguen, ¿eh?

—Así es. Y usted pueda ayudarme mucho, señor…

—Profesor Barrows, Fred Barrows.

—Yo me llamo Maisie. Es suficiente por ahora, Fred. Su explosión ha hecho mucho ruido. ¡Menudo susto me ha dado!

—Lo siento —dijo él. Y, tristemente, añadió—. Me imagino lo que va a pasar enseguida.

—¿Qué es lo que va a pasar?

Unos golpes sonaron furiosamente en la puerta. Se oyó una voz irritada:

—¡Profesor Barrows! ¡Abra, profesor!

—¡Rápido! —exclamó Maisie—. ¿Dónde puedo esconderme?

Barrows le indicó una puertecita.

—Ahí —señaló—. Dese prisa.

En realidad, no estaba muy seguro de que fuese verdad lo que decía la chica, pero su belleza le había impresionado notablemente. Empujó a Maisie por el brazo, sintiendo un agradable cosquilleo al notar la morbidez de su carne, y la encerró en un cuartito contiguo.

Luego corrió hacia la puerta y la abrió. Dos hombres, uno de los cuales vestía el uniforme del conserje de noche de los apartamientos, entraron inmediatamente. El que vestía de civil era el administrador.

—Profesor —exclamó el administrador—, ya se lo había advertido hace tiempo. Usted no me ha hecho caso, y ahí estamos tocando ahora las consecuencias de sus absurdos experimentos.

—Lo siento, señor Yancey —contestó el joven humildemente—. Algo falló en mi fórmula y…

—No me importa lo que falló, profesor. Lo que deseo a toda costa es evitar las quejas de los demás inquilinos, por una parte; y por otra, no tengo el menor deseo de que el edificio salte un día en pedazos, por culpa de su chifladura. —Yancey hizo una pausa para tomar aire y concluyó—: A las nueve en punto de la mañana quiero desalojado el apartamiento, o llamaré a la policía y le denunciaré por tener sustancias peligrosas en lugar habitado. ¿Estamos?

—Sí, señor Yancey.

—Rodríguez, el conserje, subirá para ayudarle a empaquetar sus cosas a las ocho en punto. Buenas noches, profesor.

Barrows cerró la puerta melancólicamente. Luego volvió al centro de la estancia, y contempló con gesto resignado los destrozos causados por la explosión.

—¡Qué lástima! —comentó con amargura.

La voz de Maisie sonó de pronto a sus espaldas.

—¿Se fueron ya? —inquirió.

—Sí —respondió él, volviéndose—. Era el administrador del edificio. Me ha expulsado del apartamiento.

Maisie le miró con curiosidad.

—¿A dónde piensa ir, Fred? —inquirió.

—No tendré otro remedió que refugiarme durante una temporada en mi casita de Del Monte, cerca de Monterrey. Tengo allí un laboratorio más completo, y me veré obligado a reanudar mis experimentos desde el principio. Este que había montado aquí debía servir solamente para la fase final de mi fórmula, que pensaba presentar dentro de unos días a una comisión del Gobierno…

—¿Ha dicho Del Monte? —preguntó la muchacha, súbitamente interesada. Del Monte estaba a pocos kilómetros al sur de Santa Cruz.

—Sí. Es una casita apartada, entre pinos y sobre la playa de la bahía de Monterrey.

Maisie tomó su decisión en unos momentos. Quitándose el casquete negro que ceñía sus cabellos, los dejó en libertad y se los ahuecó con gesto lleno de coquetería.

—Ése sería un lugar ideal para que una agente de la F. B. I. pudiera eludir durante unos días la persecución de los salvajes que quieren arrancarle el pellejo a tiras —insinuó.

Barrows sonrió.

—Debe ser un lindo pellejo —comentó.

—No sea fresco —dijo ella, con fingida aspereza—. Bien, ¿qué contesta a mi proposición?

—¿Piensa viajar vestida de esa manera?

—Oh, no, en absoluto. Pero tengo el resto de mi ropa en el piso de encima. Apartamento 14 E. ¿Por qué no sube usted a buscarla? Le daré la llave y… —sonrió incitantemente—. Por supuesto, el Gobierno sabrá recompensar su desinteresada ayuda… y yo le quedaré eternamente agradecida por el gesto.

Barrows sonrió también. Llevaba mucho tiempo trabajando, concentrado en sus experimentos, y aunque la labor, vista desde el punto científico, tenía sobrado incentivo, había momentos en que se sentía más que fatigado. La idea de una aventura con una muchacha tan hermosa, le sedujo de inmediato.

Por supuesto; no creía en absoluto su historia de que pertenecía a la F. B. I. Era una rata de hotel, no había más que verlo. Pero si permanecían unos días juntos, acabaría por convencerla de que abandonase la profesión. Ello constituiría un hecho memorable en su existencia.

—Está bien —dijo al cabo—. Deme la llave de su apartamiento, Maisie.