CAPÍTULO PRIMERO
La diferencia de edades estaba marcada por las distintas clases de tabaco que usaban los dos hombres.
El inspector Carrigan, cincuentón, obeso, con aspecto de bon vivant, fumaba una vieja cachimba de espuma de mar. El agente especial Sharey, de la F. B. I., alto, atlético, cabello rubio y corto, fumaba cigarrillos.
Carrigan estaba sentado en una silla, junto a una reja de alambre, con aspecto plácido. Sharey se paseaba nerviosamente por la estancia.
—¿Cree que accederá, inspector? —Se detuvo y preguntó por enésima vez.
Carrigan se encogió de hombros.
—«La Rata» no nos tiene ninguna simpatía a los hombres de la Ley —contestó evasivamente.
—Podía haber buscado usted a otra persona más adecuada para esta encomienda —refunfuñó Sharey.
—Con más tiempo, tal vez. Usted y sus superiores, sin embargo, me apremiaron demasiado para que pudiera hallar a otra persona, al menos, en el plazo tan perentorio que nos fijaban.
Sharey dio dos vueltas más por la estancia.
—¡Dios mío! ¡Qué vergüenza para el departamento! —masculló.
Carrigan sonrió comprensivamente.
—No hay ninguna vergüenza en utilizar sus servicios, agente —dijo—. No me dirá que la F. B. I, no ha empleado jamás el concurso de ningún criminal. ¿Qué sería de la policía, de todas las policías del mundo, si no utilizasen confidentes?
—Sí, pero… ¿Accederá, inspector?
Carrigan tornó a encogerse de hombros.
—La recompensa que se le ofrece es muy buena —eludió una respuesta concreta.
—Pero usted ha dicho que nos odia —alegó el agente especial.
—Lo mismo que Rico Ricci, Sharey.
—¿Es que tiene que ver algo con ese bastardo?
—Tendrá que ver, si acepta, claro está. Pero no con anterioridad a esto. Eran, son tan dispares en sus métodos y procedimientos como un agricultor etrusco y otro de Kansas.
—Deje en paz ahora a la agricultura —refunfuñó el federal—. ¡Tener que recurrir a «La Rata»! —Elevó los brazos al cielo, como poniéndolo por testigo de su ignominia. De pronto, ilógicamente, inquirió—: ¿Es muy guapa?
Una puerta se abrió en el otro lado de la estancia y la figura de una celadora de la cárcel de mujeres de Corona, Estado de California, se recortó contra el umbral.
—Pueden pasar, caballeros.
Sharey se encaminó a la puerta, con la impetuosidad de sus pocos años. Carrigan lanzó un suspiro y efectuó un rudo esfuerzo, a fin de enderezar su pesada humanidad. Luego se dirigió a la otra habitación.
Además de la celadora, había una mujer joven y hermosa, que vestía el uniforme gris de las reclusas, el cual no bastaba, sin embargo, a ocultar las flexibles y armoniosas líneas de su cuerpo. Era alta, más de lo común, el pelo negrísimo y ojos muy oscuros, enormes, rasgados, los cuales destacaban en un rostro ovalado, de pómulos ligeramente angulosos, que aumentaban el atractivo que se desprendía de sus facciones. No llegaría al cuarto de siglo su edad y, al verla, el agente especial Sharey recibió la respuesta a la pregunta que acababa de formular en el cuarto contiguo al locutorio.
—Hola, «Rata» —saludó el inspector—. Éste es el agente especial Galton Sharey, de la F. B. I.
—¿Cómo está, señorita Jean? —saludó el federal.
La joven le dirigió una mirada inquisitiva.
—Viendo a dos polizontes, enferma —contestó bruscamente, sin rodeos—. ¿Qué quieren de mí? ¿Por qué me han hecho abandonar mi clase de gimnasia?
—Hombre —exclamó el inspector Carrigan, sin perder su flema—, no sabía que te dedicases a dar gimnasia. ¿A las funcionarias?
—No. A las reclusas. Me lo pidieron… y es un buen medio para conservar la forma física —contestó la joven—. Y no me llame más «Rata» o daré por cancelada la entrevista. Mi nombre completo es Maisie Jean; usted debe conocerlo bien, sobre todo, si recordamos que me envió a Corona para ocho años.
—Has cumplido dos y medio, y te quedan cinco y medio, Maisie —contestó Carrigan—. ¿Te gustaría que te los perdonasen?
La reclusa le dirigió una oscura mirada.
—Nunca debieron haberme condenado —manifestó.
—Las joyas de la señora Van Tharen…
—No las robé yo —atajó Maisie secamente—. Admito que las apariencias estaban en contra mía, pero no fui yo la autora de ese robo. Usted sabe bien quién y por qué lo hizo.
—Sí, tú siempre dijiste que había sido Jock Hays, pero eso no se pudo probar.
—Hays me formuló cierta proposición. No sólo se la rechacé verbalmente, sino que le propiné una paliza algo más que regular. Juró vengarse y… —se señaló la gris bata carcelaria—, ¡éste es el resultado!
—Está bien, está bien, Maisie —dijo Carrigan, en tono conciliador—. Yo no hice otra cosa que llevar las pruebas hasta el tribunal…
—¡Pruebas que fueron fraguadas por Hays!
El inspector perdió su sonrisa bonachona.
—Es posible —convino secamente—. En todo caso, estás pagando oíros robos similares que cometiste con anterioridad, Maisie. A los dieciséis años eras una de las mejores trapecistas de circo. A los dieciocho, firmaste un fabuloso contrato con Ringling Bros. ¿Por qué mil diablos tuviste que meterte a ladrona?
Ella se encogió de hombros.
—Ni yo misma lo sé. Resultaba una aventura excitante cada golpe que daba.
—Eso tuvo que ser, porque, provecho, lo que se dice provecho, no sacaste demasiado de tus robos, ¿no es cierto?
Los ojos de la reclusa fulguraron.
—Deje en paz mi vida privada de una vez, inspector.
—Andy Seagham te empujó a robar. Se aprovechaba del producto de tus golpes y, ¿qué has obtenido tú, a cambio? Ocho años en Corona, Maisie, y el descrédito entre los de tú profesión, me refiero a la honrada, no a la que adoptaste al abandonar el Ringling.
—Está bien, inspector —dijo ella, impaciente—. Hable de una vez y dígame de qué demonios se trata.
—El agente Sharey tiene la palabra —contestó Carrigan, señalando a su acompañante.
Sharey había asistido silenciosamente al agrio diálogo que se había desarrollado entre la reclusa y el policía.
—Gracias, inspector —contestó—. Señorita Jean, ¿conoce usted en San Francisco los «Apartamientos Mesita»?
—Tiene que conocerlos —comentó Carrigan con una risita—. Una vez se llevó de allí treinta mil dólares en joyas.
Maisie le dirigió una mirada furiosa.
—¿Por qué me hace esa pregunta, agente? —quiso saber.
—Rico Ricci habita un apartamiento en el piso duodécimo. Dentro de cuatro días estará ausente toda la tarde y toda la noche…, por lo menos, la mayor parte de la noche. Nosotros alquilaremos para usted un apartamiento del piso decimocuarto, situado justamente encima del de Ricci. Queremos que se descuelgue por la ventana, entre en el piso y se apodere de unos libres…, digamos de cuentas, que Ricci tiene guardados en una de sus habitaciones. Si lo consigue, el gobernador del Estado le condonará los cinco años y medio que le quedan por cumplir.
Maisie le miró fijamente durante unos segundos.
—No me fío —dijo.
—Tienes mi palabra, chiquilla —intervino Carrigan.
—Usted es menos de fiar aún que este idiota de federal. ¿Cómo puedo saber yo que no me volverán a encerrar en Corona, una vez les haya entregado los libros?
Carrigan suspiró. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y extrajo un documento, que tendió a la muchacha.
—Me imaginaba que dirías algo por el estilo y, en consecuencia, me previne para darte la respuesta adecuada. Léelo.
Maisie obedeció. Era el documento de perdón.
—Pero tiene la fecha para dentro de cuatro días —alegó.
Carrigan recobró el documento.
—Es la fecha en que te será entregado, cuando te hayas apoderado de los libros de Ricci. Los libros a cambio del perdón, Maisie.
Ella guardó silencio durante unos segundos.
—No veo qué diablos tienen que ver los federales con ese granuja —contestó al cabo.
—Deje que nosotros nos preocupemos de esa parte, señorita Jean —manifestó Sharey—. ¿Acepta o no?
Maisie reflexionó unos instantes.
—Si Ricci no va a estar en su apartamiento, ¿por qué demonios quieren que yo me descuelgue desde el piso decimocuarto? ¿Es que acaso les faltan medios de abrir esa puerta con una simple ganzúa?
Carrigan suspiró.
—Parece mentira que hables así, conociendo a Ricci —dijo—. Hizo blindar la puerta de entrada a su piso, y se necesitaría un tanque pesado para abrirla a la fuerza. Correríamos el riesgo de ser sorprendidos y como, oficialmente, no tenemos nada contra él, nos es imposible pedir un mandamiento judicial para registrar su apartamiento. La ventana es el único camino.
—A pesar de todo, Ricci no va a ser tan tonto como para tener los libros encima de una mesa. Estarán guardados en una caja de caudales —supuso la reclusa.
—Acertó usted, señorita Jean —habló Sharey—. La caja está detrás de un cuadro que representa una reunión de vaqueros alrededor de la fogata.
—Pero yo no sé abrir cajas de caudales. No lo he hecho en mi vida. Una cosa es utilizar ganzúas para abrir puertas corrientes o diamantes para cortar los vidrios, y otra es andar soltando cargas de dinamita para reventar un cofre fuerte.
—Nosotros le enseñaremos cómo se hace —aseguró el federal—. Empleará explosivo plástico, en la cantidad exacta, y hará muy poco ruido, se lo prometo. Tenemos una caja idéntica a la de Ricci para que pueda hacer prácticas en los días que faltan.
—No olvidan detalle —comentó Maisie, admirada—. ¿Cómo han podido saber tantas cosas?
—Nos lo dijo un pajarito —respondió Carrigan, maliciosamente.
Maisie se encogió de hombros.
—No me importa. Al fin y al cabo, eso es cosa suya.
—Bien, ¿qué nos contesta, señorita Jean? —preguntó el federal, impaciente.
La reclusa meditó unos segundos.
—Voy a cubrirme contra una posible jugarreta por parte de ustedes dos —respondió al cabo—. ¿Cómo pensaba hacer usted el trueque, inspector?
—Esperándote en el apartamiento que habremos alquilado para ti —manifestó Carrigan.
—Nada de eso —prohibió ella, vivamente—. Quiero actuar sola, completamente sola; no tengo ganas de que conozcan mis procedimientos.
Carrigan la amenazó con el dedo índice.
—Te advierto que el perdón no servirá de nada, si vuelves a robar —advirtió en tono por primera vez irritado—. Volverás a Corona, y…
—Mañana por la mañana —atajó ella, tranquilamente—, usted echará al correo un sobre dirigido a mi nombre y a la Lista de Correos de Santa Cruz. En ese sobre irá el perdón, acompañado de dos mil sustanciosos dólares, ya que no tengo un solo centavo. Yo depositaré allí el paquete con los libros, pero sólo cuando haya comprobado el contenido del sobre, ¿estamos? Si no aceptan estas condiciones, díganmelo pronto, por favor; las alumnas de mi segundo turno de gimnasia me están esperando.
Carrigan y Sharey se consultaron con la mirada.
—Maisie —dijo, al cabo, el primero—, tienes la moral de un caimán y los sentimientos de un bacilo del cólera.
—Olvidó mencionar las náuseas que siento cada vez que estoy a menos de dos metros de distancia de un polizonte —declaró ella con desparpajo—. ¿Libros o gimnasia?
—¡Maldita sea! —barbotó Sharey, exasperado—. ¡Los libros! ¡Los libros a cualquier precio!
Maisie sonrió ampliamente. Su rostro adquirió una expresión encantadora.
—Se me están pasando las náuseas —dijo.