CAPÍTULO VII
La cajera del supermercado examinó la fotografía que le enseñaba el agente Santorio.
—Sí, estuvo comprando aquí. La recuerdo perfectamente.
—¿Sabe usted a dónde se dirigió después de pagar sus compras, señora?
La cajera señaló hacia el bar, situado cerca de la salida.
—Allí. Pregunten al mozo del mostrador. Estuvo unos minutos tomando algo, pero ya no sé más; tenía que atender a los clientes…
—Muchas gracias, señora —cortó el agente—. Vamos, Paddy.
Santorio y O’Brien se dirigieron al bar. Treparon a sendos taburetes y pidieron dos tazas de café, que les fueron servidas en el acto. Entonces, Santorio enseñó la fotografía.
—¿Reconoce a esta mujer? —preguntó.
El barman tomó la cartulina y se reclinó en el mostrador.
—Sí —respondió al cabo—. Es una mujer de toda una pieza. Estuvo aquí, tomando café.
—¿Qué más datos puede darnos de ella? —inquirió el agente O’Brien.
—Bueno, vestía blusa blanca, sin mangas, falda oscura, zapatos de tacón alto y… Alí, sí, entró en esa «cabina» telefónica, habló un rato por teléfono… Cuando estaba a mitad, llegó un sujeto que la saludó. Al terminar, salió y se fueron juntos.
—Descríbanos al tipo —pidió Santorio.
—Era alto, más que ella, un sujeto muy apuesto. Pelo castaño, corto, a cepillo, ojos azules, hombros anchos… Vestía camisa a cuadros y una cazadora azul clara. Salieron y no les he vuelto a ver más.
Santorio y O’Brien se miraron. El primero depositó una moneda sobre el mostrador.
—Gracias, amigo. —Vamos a informar al jefe.
Carrigan recibió la información con gesto sombrío. Luego, colgó el teléfono y miró al agente especial Sharey.
—No cabe duda. Nuestra chica está con él.
Sharey encendió un cigarrillo con gesto de enojo.
—Me pregunto qué diablos tendrá que hacer un profesor universitario en este condenado asunto —dijo de mal talante.
—Maisie tiene unos ojos muy bonitos y un cuerpo seductor —contestó el inspector evocadoramente—. Un profesor universitario suele ser, por regla general, presa fácil para una mujer hermosa y astuta. A saber lo que le habrá dicho ella para convencerle de que la esconda en… ¿Dónde diablos se habrán metido? —suspiró Carrigan.
—Sus hombres están recorriendo todas las universidades y centros de enseñanza —dijo Sharey—. ¿Es que ninguno de ellos ha sabido dar con el paradero del profesor Barrows o, por lo menos, con alguno de sus antecedentes?
—Barrows estaba en San Francisco, pero no sabemos si definitiva o accidentalmente.
—Tenía un laboratorio instalado en su apartamiento. Algo le salió mal y casi lo destrozó. ¿Cómo diablos entraría Maisie en relaciones con el profesor?
—Eso no importa ahora. La mala suerte nuestra y la buena de Maisie, fue que debajo del piso que alquilamos para ella, residiera un sujeto al que embaucó, embobó, atontó y todo lo que usted quiera, y que le ha servido a las mil maravillas para darnos esquinazo. Lo único cierto es que estuvieron en Santa Cruz, y que es muy posible que residan en la ciudad. —Carrigan tomó su viejo y maltratado sombrero y se puso en pie—. Así que vámonos inmediatamente para allí, a pedir ayuda al jefe de policía.
—Sí —suspiró el federal, poniéndose también en pie.
* * *
Maisie se asomó a la puerta del laboratorio y gritó alegremente:
—Fred, he encontrado un traje de baño en mi habitación.
El joven levantó la cabeza del microscopio.
—Es de mi hermana —contestó—. Se lo dejó el año pasado aquí, cuando estuvo pasando una temporada con su marido y los chiquillos.
—No sabía que tuviese una hermana, Fred —dijo ella.
—Y dos hermanos más y once sobrinos, que son otros once tantos diablos. Ya ve, soy casi el mayor de la familia, y el único que permanece soltero.
—Envidio a su hermana —manifestó Maisie sinceramente—. Hace un día radiante y la playa está a menos de ciento cincuenta metros. Deje de una vez esa maldita química y venga a tomarse un baño.
—Conforme —aceptó el joven.
Disfrutaron del baño alegremente, como dos chiquillos, sin complejos, olvidados por completo de sus problemas. Corrieron por la playa y se persiguieron mutuamente. Al fin, Maisie, jadeante y sin aliento, se dejó caer sobre una gran toalla roja que había llevado para el baño.
—Estoy rendida —dijo, mirándole a la vez que sonreía encantadoramente—. Nunca creí que una rata de laboratorio pudiese ganar a una rata de hotel.
Barrows se sentó a su lado. Sacó cigarrillos, encendió uno y se lo puso en los labios. Los cabellos de Maisie, largos y lustrosos, como de hilos de seda negra, azuleaban al sol y caían sueltos sobre sus hombros, mórbidos y blancos.
—El día que pueda tostarse la piel, ganará usted un cien por cien —elogió.
—En Corona no había muchas facilidades de tomar baños de sol —respondió Maisie, exhalando una bocanada de humo—. Pero, al menos, me permitían hacer gimnasia y practicarla con las presas que lo deseaban.
—Hizo una buena obra —comentó Barrows—. Pero no me gustaría que volviese a ser monitora de gimnasia en una cárcel de mujeres.
Maisie perdió la sonrisa bruscamente.
—Fui a parar allí por algo que no había hecho, aunque, bien mirado, resultó lo que suele llamarse justicia poética. Estaba pagando, indirectamente, otros robos.
—Que nunca debió haber cometido. ¿Por qué no siguió en el circo?
Maisie se sentó. Su mirada se perdió en el azul Pacífico.
—Concebí de repente un odio inmenso hacia la sociedad y hacia cuantos la sustentan: jueces, policías… todos y a todos odiaba.
—Al parecer, sigue odiándolos, porque no quiere ayudarles.
—¡Que se vayan al diablo! —exclamó Maisie, repentinamente furiosa—. ¡Pandilla de inútiles y canallas! ¡Chupasangres que…!
De pronto se dio cuenta de que Fred la estaba mirando fijamente, con una expresión de pena en el rostro. Enrojeció, a la vez que bajaba la vista.
—Lo siento —dijo—. Fue…, se me escapó sin querer.
—Tal vez estaba necesitando un desahogo semejante —apuntó el joven en tono reposado—. Hable como mejor le parezca; no se cohíba por mí, se lo suplico. ¿Por qué odiaba a los jueces y a los policías?
La respiración de Maisie se hizo afanosa, y sus pechos, firmes y rotundos, atirantaron la tela del corpiño del traje de baño.
—A mi padre le pasó algo parecido —contestó, apretando mucho los labios—. No tenía a nadie más que él en el mundo. Mi madre murió cuando yo no había cumplido aún los diez años. El no quiso casarse jamás… decía que no existía en la tierra mujer capaz de sustituirla. Fue todo para mí y me enseñó su arte.
»A sus casi cincuenta años, era aún un hombre atractivo. Una de las artistas del circo, mujer ya madura, pero bella, se enamoró de él. Mi padre no le hizo el menor caso. Ella, despechada, le acusó de haberle robado unas joyas. Lo condenaron. Murió de vergüenza en la cárcel. Aquella mujer fue despedida del circo, pero el mal estaba ya hecho.
—La sociedad no tiene culpa de lo que le pasó, Maisie —dijo él suavemente.
—¿Qué sabe usted? —exclamó ella con vehemencia—. Ha vivido una vida feliz, fácil, aunque no niego que haya podido trabajar mucho, pero sin otras preocupaciones que las derivadas de encontrar esa maldita fórmula… A pesar de todo, reconozco que tenía pocos años y que me dejé llevar por la rabia y el odio.
»Un hombre se percató de estas circunstancias. Insidiosamente, se apoderó de mi ánimo y me propuso vengarme, ya que no de la que había enviado a mi padre a la cárcel, de todas las personas que podían hacer un día algo parecido, es decir, las que tenían joyas y las querían más que a su propia sangre. Mi trabajo como trapecista y mi total ausencia de vértigo, más unas cuantas lecciones que me dio el tipo, fueron suficientes. El adquiría los informes precisos, estudiaba el terreno… y yo ejecutaba los golpes; así de sencillo.
Barrows encendió un segundo pitillo.
—Excepto que, a menos que me equivoque rotundamente, ese tipo se aprovechaba de sus latrocinios y se llevaba la parte del león. Usted corría con los riesgos y él recibía los beneficios. ¿No es cierto que así lo hacía Jock Hays?
Ella le dirigió una mirada de sorpresa.
—No fue Hays mi profesor —manifestó—, sino Andy Seagham, un individuo vago e inútil, pero muy guapo y con la suficiente labia para volverme el seso del revés. Hays fue el sujeto que, despechado porque no accedía a sus pretensiones, montó la trampa que me envió a Corona para vengarse de mí.
—Eso no lo sabía yo —dijo Barrows, refiriéndose al primero de los dos hombres mencionados—. Pensé que Hays había sido su…, su profesor. De modo que Seagham le sorbió el seso, ¿eh?
—Sí, pero no en la forma que está pensando —contestó ella bruscamente—. Hay cosas que nunca me ha gustado hacer, pese a que pueda parecer —y acaso lo sea—, una chica carente de sentimiento. No será porque Seagham no lo intentase, pero la sociedad que establecimos fue meramente mercantil, por decirlo de alguna forma.
—¿Dónde está ahora? —preguntó él.
Maisie levantó los hombros.
—No lo sé. Dejó de interesarse por mí, en cuanto no le rendía ya beneficios económicos.
—Pero usted sabe dónde vive. O vivía, al menos —apuntó el joven.
—Naturalmente —admitió ella.
—Entonces, ¿no le parece que resultaría conveniente hacerle una visita para enterarnos de sus actividades durante la noche en que Jock Hays fue asesinado?
Maisie respingó.
—¡Cómo! ¿Supone que Andy «apioló» a Jock?
—Es una hipótesis, pero convendría tenerla en cuenta, ¿no le parece?
Maisie reflexionó unos momentos.
—Imposible volver a San Francisco —denegó al cabo.
—¿Por qué?
—Mi fotografía ha circulado ahora con más profusión que la de cualquier artista cinematográfica. No llegaríamos siquiera a rebasar los límites urbanos, y ya tendríamos encima a un batallón de policías.
—Tal vez si se disfrazase… —sugirió él.
—Tendré que pensármelo —contestó Maisie—. No me agradaría acabar en el calabozo, sin haber tenido 3a ocasión de haber probado mi inocencia previamente. Esos malditos polizontes no me dejarían abrir la boca más que para decir sí a todo lo que ellos me preguntasen.
—Aunque la detuvieran, yo quedaría fuera para ayudarla. —El joven sonrió—. Dos de los Barrows son abogados; y no malos, pese a su juventud.
—Tendrían que ocuparse también de su hermano Fred, el cual sería detenido inmediatamente por complicidad con una ladrona y asesina. —Maisie se puso en pie, estirando su maravilloso cuerpo con gesto complacido por las caricias del sol—. No. Seguiremos aquí una buena temporada… a menos que usted me eche a patadas, Fred.
Barrows dirigió una profunda mirada a la muchacha.
—¿Cómo puede pensar siquiera que se me iba a ocurrir una cosa semejante? —protestó.
Maisie se ruborizó intensamente.
—Sería mejor que volviésemos a la cabaña. Es hora de preparar la comida.
—Una buena idea —contestó Barrows, empezando a recoger las cosas—. Así como así, tengo el estómago como si no hubiese comido en una semana.
Después de haber puesto todo en la bolsa de baño, agarró la mano de la muchacha. Maisie se estremeció, pero no dijo nada ni tampoco intentó retirar su mano. En silencio, regresaron a la cabaña.