CAPÍTULO VIII

Sangrando por la cara y por distintas regiones de su cuerpo, irreconocible casi por completo, Burt Hake se arrastró por el suelo, implorando la compasión de los forajidos que le estaban martirizando.

—Te lo juro… Rico —jadeó, escupiendo sangre al mismo tiempo, por entre los labios reventados a golpes—. No sé de qué libros me hablas…

Ricci se acarició la mandíbula con gesto pensativo. Llevaban mucho tiempo torturando a su prisionero, y éste había negado siempre ser el autor del robo de los libros. La convicción de que había cometido un error penetró poco a poco en su cerebro.

Miró a sus dos esbirros.

—Parece sincero —comentó.

—Es posible —admitió Canillo, lacónicamente.

—Tal vez —dijo Sangani con voz neutra.

Ricci meditó unos segundos. Había llegado a un punto del cual no podía retroceder.

Si dejaba en libertad a su competidor, iría a denunciarles a la policía, no sólo por los daños que le habían causado, sino por el asesinato de su guardaespaldas. Hake había visto demasiado ya. Era forzoso impedirle que hablase, a toda costa.

La habitación era un sótano de la casa de campo que Ricci poseía fuera de la urbe, en un lugar relativamente aislado. El suelo era de tierra batida.

Miró a Canillo y le hizo un gesto con la cabeza. Éste comprendió.

Hake comprendió también cuando vio a Canillo desenfundar su pistola. El preso lanzó un chillido horroroso.

La bala le alcanzó en un lado de la cara, derribándole de costado. Pese a todo, no había muerto; pateaba y se estremecía frenéticamente, a la vez que emitía unos rugidos horrendos.

—Si se hubiera estado quieto —sé quejó Canillo. Inclinándose, aplicó la boca del cañón al cráneo de Hake y apretó el gatillo. Los movimientos del prisionero cesaron en el acto.

Ricci se dirigió hacia la escalera.

—Enterradlo aquí mismo —dispuso tranquilamente—. Voy arriba a descabezar un sueñecillo; despertadme cuando hayáis terminado.

—Bien, jefe —contestaron a dúo los dos gorilas.

El trío de asesinos llegó a San Francisco después de mediodía. Comieron y descansaron un rato. Luego, Ricci estuvo resolviendo por teléfono varios asuntos referentes a sus «negocios».

A las diez de la noche recibió una llamada telefónica personal.

—Rico —dijo una voz—. Soy Choaney.

—Creí que te habían echado a la bahía —gruñó el «gángster»—. ¿Qué has conseguido averiguar?

—Sé dónde está el científico. Es de suponer que «La Rata» esté con él.

—¿Y…?

—La información me ha costado bastante —se quejó el investigador.

—Ven pasado mañana a verme y te daré quinientos —prometió Ricci—. Vamos, suéltalo ya.

—Conforme, Rico. Un conserje de una residencia estudiantil me dijo que el profesor solía ir a pasar sus vacaciones a una cabaña que tiene en Del Monte, a unos ciento veinte kilómetros al sur. Está fuera de la ciudad, sobre unos acantilados. No supo darme más detalles.

—Conforme, Pet.

—No te olvides de los quinientos, Rico —le recordó el investigador.

—Debieras saber que yo cumplo siempre lo que prometo —dijo Ricci, ásperamente. Colgó el aparato y miró a sus dos acólitos—. Bueno, ya sabemos dónde está.

Canillo sacó su revólver e hizo girar el barrilete.

—¿Cuándo? —preguntó lacónicamente.

Ricci meditó unos segundos.

—Partiremos de madrugada, con objeto de llegar a Del Monte a primera hora de la mañana. Desconocemos el terreno, y no podemos hacernos demasiado conspicuos preguntando en todas las cabañas de la costa. Con la luz del día, la encontraremos antes.

—Muy bien —contestó Sangani, por él y por su compañero.

* * *

Pet Choaney colgó el teléfono, sumamente satisfecho por el dinero que le había prometido Rico. Abrió la puerta de la «cabina» telefónica y entonces se encontró con un sujeto que le apuntaba con una pistola, cubierta por un periódico.

—Tengo un coche esperándole ahí —dijo—. ¿Quiere subir, por favor?

Choaney sintió un nudo en la garganta. ¿Quién diablos era aquel tipo?

—Por favor —insistió el desconocido.

Choaney obedeció en silencio, llenó de pánico en su interior. Precedió al sujeto hasta llegar junto al automóvil largo y negro, que estaba aparcado al lado del bordillo de la acera.

—Entre —dijo una voz desde las sombras—. No haga ningún gesto hostil; le estoy apuntando con una pistola dotada de silenciador.

Choaney se sentó junto al desconocido. El coche arrancó casi de inmediato.

—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Paul Mreka.

—No…, no le entiendo —contestó Choaney con voz trémula.

—No se haga el desentendido —dijo Mreka fríamente—. Usted ha proporcionado a Ricci unos informes. Quiero conocerlos. Mil dólares o un tiro, elija.

La mente de Choaney funcionó con rapidez. Mil dólares o un balazo, repitió para sus adentros. La cosa no ofrecía dudas.

Ignoraba quién podía ser aquel sujeto que hablaba tan educadamente, pese a la pistola que empuñaba en su mano derecha. Tampoco le importaba demasiado. Y ni siquiera podía tener la seguridad de que Ricci cumpliera su promesa.

—Hacia el sur —contestó al cabo.

—Muy bien —dijo Mreka, satisfecho—. Ahora, cuénteme el resto.

Mreka escuchó en silencio la información. Cuando Choaney hubo terminado, ordenó:

—Usted se vendrá con nosotros, a fin de que podamos comprobar la veracidad de sus manifestaciones. Entonces le pagaré los mil dólares.

A Choaney no le quedó otro remedio que obedecer.

Mreka, sin embargo, no cumplió su palabra. Una hora más tarde sonó un ruido apagado en el interior del automóvil.

El conductor detuvo el vehículo en un lugar solitario. A continuación, los dos hombres sacaron el cadáver de Choaney y lo arrojaron por un terraplén vecino.

El cuerpo del investigador rodó por la pendiente, hasta quedar escondido entre unos matorrales que crecían al pie del mismo. Mreka y el chofer se miraron en silencio y sonrieron.

—Nos hemos ahorrado veinte mil dólares —dijo Mreka, sumamente satisfecho. Aquella suma pasaría a su poder, lo cual no le impediría justificarla en la cuenta de gastos que presentase más adelante.

—Sí —dijo el conductor lacónicamente.

Volvieron al coche. Reanudaron la marcha.

Los ojos muy abiertos de Choaney reflejaban vanamente la luz de las estrellas.

* * *

Silenciosamente, sin hacer el menor ruido, Fred Barrows abrió la puerta del dormitorio y escuchó unos instantes.

No se oía otro ruido que el de la sosegada respiración de Maisie. Cautelosamente, pisando de puntillas, llegó al armario y lo abrió, extrayendo del mismo el bolso con que ella había aparecido tan inesperadamente en su laboratorio de los Apartamientos Mesita. Salió del dormitorio y, sin pérdida de tiempo, se encaminó al otro laboratorio.

Encendió las luces y empezó a hurgar en el contenido de la bolsa, admirándose de la cantidad de utensilios extraños que había en la misma. Luego sacó la caja de las joyas y su admiración subió de punto, cuando las gemas emitieron mil cegadores destellos, al reflejar las lámparas del techo.

Pero ni las herramientas ni las joyas le interesaban tanto como los tres libros que yacían en el fondo de la bolsa. En realidad, eran unos simples cuadernillos, con tapas semirrígidas, de forma apaisada y del tamaño de una cuartilla. Dejando la bolsa a un lado, tomó la primera libreta, se sentó ante una mesa y empezó a revisar su contenido.

Una hora más tarde, decepcionado, tuvo que admitir que sólo se trataba de unos libros comerciales, llevados en forma más bien rudimentaria, aunque aquella contabilidad no careciese de cierta eficacia, al menos para el propietario del negocio. Pero le extrañaba muchísimo el enorme interés que la policía, y en especial los federales, tenían por semejantes documentos.

Encendió un cigarrillo y contempló el humo pensativamente. Aquellos libros eran muy importantes, desde luego; cuando la F. B. I. había recurrido a los servicios de una… «Una ladrona, sí, dilo de una vez», exclamó casi en voz alta, súbitamente enojado.

—Bueno —continuó con su soliloquio—, cuando los federales tienen tanto interés en estas libretas, es que contienen algo de verdadera importancia. ¿Las cuentas privadas de un «gángster»?

Sus dedos tabalearon sobre la superficie de una de las hojas del cuaderno que tenía frente a sí. De pronto se percató que la luz de la lámpara que tenía sobre la mesa le hería casi en los ojos.

Alargó el brazo y desvió un poco el de la lámpara. Entonces notó que algo chispeaba tenuemente en la hoja de la libreta.

Frunció el ceño. La chispa procedía de una de las letras escritas en el papel.

Volvió la lámpara a su posición primitiva y el brillo desapareció. Colocó el foco de luz en la misma forma que antes, y el brillo apareció nuevamente.

Una intensa excitación se apoderó de su ánimo, al comprender que había descubierto, siquiera hubiese sido por simple casualidad, el truco de que se había valido el dueño de aquellas libretas para esconder su mensaje entre unas líneas comerciales de aparente inocuidad. Pero tropezaba con un fuerte escollo: la propia luz de la lámpara. A pesar de que la situó varias veces en distintas posiciones, no resplandecieron más letras de las que había escritas en aquella página, ni en las siguientes o en las precedentes.

De pronto se le ocurrió una idea. Tenía algo mejor que, esperaba, haría salir a la superficie el mensaje criptográfico. Algunas veces, para sus experimentos, había tenido necesidad de emplear el instrumento.

Tratábase de una lámpara de rayos ultravioleta o, como corrientemente se dice, de luz negra. La sacó de un armario y la conectó a la corriente, apagando luego todas las luces, excepto una que dejó en un rincón, para permitir que el laboratorio quedase en una penumbra que era apenas poco más que las mismas tinieblas.

Enfocó la lámpara ultravioleta sobre la primera página de la primera libreta. Al lado tenía un cuaderno de notas y un lápiz.

En aquella página destacaron inmediatamente media docena de letras y tres o cuatro guarismos, todos los cuales anotó puntualmente en su libreta. A continuación pasó a la página siguiente.

Resultó una labor larga y tediosa. Eran las cinco de la mañana cuando, al fin, se encontró con cinco páginas llenas de letras y números que, no hacía falta que nadie se lo dijera, dada su profesión, eran los componentes de una serie de fórmulas y cálculos sobre lo que parecía ser un nuevo tipo de combustible.

Sintióse sumamente satisfecho de su descubrimiento. Ahora ya sabía por qué la F. B. I. se sentía tan interesada por las libretas. Era un caso clarísimo de espionaje. Maisie no podía suponérselo, desde luego; ella debía pensar que se trataba simplemente de los libros de cuentas de un «gángster», a quien los federales querían atrapar por defraudación al fisco. Pero allí había algo que valía mucho más que los miles de dólares que Ricci pudiera deber al Tesoro Público.

Repasó la fórmula minuciosamente. Una o dos veces hizo un gesto de desagrado, al observar la composición molecular de algunos elementos de la misma. Podía mejorarse, en su opinión, aunque no habiendo sido redactada por él, no parecía ético inmiscuirse en un asunto que, a fin de cuentas y hasta cierto punto, no le interesa demasiado.

Sintió cansancio de pronto, y empezó a pensar en un buen café con tostadas. Se puso en pie, dispuesto a prepararse el desayuno inmediatamente, giró sobre sus talones y entonces se tropezó con Maisie cara a cara.

La muchacha le contemplaba con una singular expresión de tristeza pintada en su lindo rostro.

—¿Por qué ha hecho eso, Fred? —preguntó con acento lleno de amargura.

Barrows extendió la mano.

—Un momento, Maisie; déjeme explicarle…

Ella sacudió la cabeza.

—Usted es igual que todos los demás hombres que conocían mis problemas y me prometieron su ayuda —manifestó decepcionalmente—. Se aprovechó de mi sueño para registrar el bolso y examinar su contenido. Supongo —añadió—, que pensaba escapar ahora y llevarlo todo al inspector Carrigan.

—Escuche un momento, Maisie —rogó él—. Deje que le explique lo que he hecho, insisto en ello. Admito que las apariencias me condenan, pero, suponiendo que fuese cierto, ¿no cree que tengo derecho a ser escuchado y exponer mis descargos? Esos cuadernos no son lo que usted cree —alegó—; contienen…

—¡Yo sé lo que contienen! —exclamó en aquel momento una voz, interrumpiendo la vehemente peroración de Fred Barrows.