CAPÍTULO XIII
Fred Barrows detuvo el automóvil a una distancia prudencial del edificio donde residía Seagham. Cortó el contacto y se apeó por un lado, en tanto que ella lo hacía por el otro.
Tomó el brazo de la muchacha.
—Vamos —dijo.
Caminaron cosa de un centenar de metros. De pronto, Maisie se detuvo.
—Aquí es, Fred.
El joven examinó la casa con aire especulativo. El tránsito, tanto de personas, como de vehículos, era prácticamente nulo a tales horas de la noche.
—La escalera de incendios está allí —señaló Maisie.
Entraron en el callejón lateral, esquivando cuidadosamente los cubos de la basura. Al fin, llegaron al pie de la escalera.
Maisie se disponía a levantar los brazos, para hacer bajar el último tramo, que permanecía siempre izado, cuando Barrows la detuvo con un movimiento casi instintivo.
—¿Qué ocurre, Fred? —inquirió ella.
—Seagham —contestó él—. He venido preguntándome todo el camino si fue solo el despecho lo que le impulsó a matar a Hays.
—¿Qué otra cosa podría ser? —dijo Maisie. En la oscuridad del callejón, su rostro era una mancha oval de pálida blancura.
—¿No habría algún motivo más? En todo caso, ¿por qué habría de esperar a hacerlo en casa de Ricci?
—Bien, supongo que para comprometerlo —contestó ella.
—Comprometer a Ricci —murmuró Barrows—. ¿Tenían alguna relación los dos? Me refiero a Ricci y a Seagham, naturalmente.
—Lo ignoro, Fred. En todo caso, esa relación debió trabarse mientras yo estaba en Corona.
Barrows se pellizcó el labio inferior.
—A ti te pasa algo Fred —dijo Maisie, al observar sus vacilaciones.
—Es cierto —convino el joven—. Me pasa que… Oye, Seagham no era tipo que tocase la tecla del asesinato.
—Pero odiaba a Hays por lo que me hizo a mí —alegó ella—. Y él mismo salió muy perjudicado cuando me metieron en la cárcel. Recuerda, además, que las joyas de la señora Van Thoren estaban en la caja fuerte de Ricci.
—¿Y quién se las quitó a Hays? ¿Cómo es que Ricci las tenía en su poder?
—No lo sé, francamente —respondió Maisie.
—Así que Seagham odiaba a Hays. Pero no parece lógico que fuese a matarlo en casa del propio Ricci, a menos que tuviese poderosos motivos para comprometer a éste.
—Tal vez Seagham recuperó las joyas y se las vendió luego a Ricci. Éste se hallaba en condiciones de tratar con las compañías de seguros, para cobrar una valiosa prima por el rescate. A veces, las compañías de seguros lo hacen así; pierden dinero, desde luego, pero mucho menos que si tuviesen que pagar el total de la póliza del seguro.
—Es posible. Pero lo que no me puedo quitar de la cabeza es que Seagham matase a Hays en la propia casa de Ricci. Tenía que conocer el truco de la puerta blindada, ¿comprendes?
—Sí —murmuró ella, sumamente pensativa—. Pero si no fue él, ¿quién lo hizo, entonces? ¿Es que hemos de considerar perdidos todos los esfuerzos realizados hasta ahora? —exclamó desalentadamente.
Barrows la tomó por los hombros y la besó con suavidad.
—Seagham nos dirá todo lo que ignoramos aún —murmuró, estrechándola contra su pecho—. Vamos ahora a su piso.
Se separaron. Maisie inspiró profundamente, levantó los brazos y saltó hacia arriba, asiendo con ambas manos el extremo inferior del tramo más bajo de la escalera de incendios.
La escalera basculó con suavidad. Unos segundos después, emprendían el ascenso.
Algunas ventanas estaban iluminadas y tenían que pasar arrastrándose, para no ser vistos por los inquilinos de la habitación. Pero al fin alcanzaron la ventana correspondiente al apartamiento del hombre a quien buscaban.
Hacía calor, y el bastidor estaba levantado, por lo que Maisie no tuvo que usar el diamante ni la ventosa. Pasó las piernas a través del alféizar y se coló en la estancia silenciosamente.
Barrows la siguió a continuación. Ella le tomó la mano para guiarle en la oscuridad.
Caminaron lentamente, procurando no tropezar con ningún mueble. Pasaron a otra habitación y entonces escucharon el sosegado rumor de la respiración de un durmiente.
—Aquí es —susurró la muchacha al oído de Barrows.
—Enciende la luz —indicó él.
Maisie obedeció. Un torrente de luz inundó la estancia.
Había un hombre durmiendo sobre una cama, en pijama, cubierto a medias con una sábana no demasiado limpia. Andy Seagham se despertó de pronto, cuando el foco de luz le hirió directamente en los ojos.
Su primera reacción fue meter la mano bajo la almohada. Pero Barrows estaba ya prevenido; antes de que pudiera completar el gesto, agarró el colchón y lo volcó al otro lado, junto con su ocupante.
Seagham quedó bajo el colchón, jurando y maldiciendo en todos los tonos. Antes de que pudiera liberarse del rollo de ropa que obstruía sus movimientos, Barrows se apoderó del revólver y retrocedió unos pasos.
—Póngase en pie, Seagham —ordenó—. Cuidado con sus gestos; le estoy apuntando con su propia pistola.
Andy obedeció. Era un hombre de unos cuarenta años, de cabellos pálidos, que ya empezaban a clarear, y ojos un tanto saltones. Miró a la pareja con rabia, pero esta expresión se trocó por otra de asombro al reconocer a la acompañante de Barrows.
—¡«Rata»! —exclamó, sin poder contenerse—. ¿Qué haces tú aquí…?
Avanzó un paso, pero Barrows le contuvo con el arma.
—Atrás, Andy —dijo secamente—. Permanezca donde está y no se mueva.
El sujeto le miró con rabia.
—¿Quién es usted? ¿Qué diablos quiere?
—Maisie se lo dirá mejor que yo —contestó el joven.
Seagham volvió sus ojos hacia la chica.
—¿Quién es este fulano que te has echado ahora? —preguntó.
—Se llama Barrows, y es profesor de química —dijo ella.
—Vaya —rió el granuja—. De modo que ahora te ha dado por la cultura. Siempre me pareciste una chica con ganas de aprender, pero no química, precisamente.
El rostro de la muchacha se demudó.
—Dejemos ahora mi pasado en paz, Andy —habló—. Lo que quiero saber es por qué mataste a Jock Hays, y cómo te enteraste de que estaba en el apartamiento de Ricci.
—¡Qué! —chilló Seagham—. ¿Que yo maté a…? ¡Pero eso es absurdo! El piso de Ricci tiene una puerta blindada y, además, la cerradura es de combinación. —Se puso ambas manos sobre el pecho—. Maisie, preciosa, tú ya sabes que no toco ninguna de esas dos teclas: ni el «apiolado» de fulanos ni el «reventar» cofres fuertes. Tendría que haber sido un especialista en esto último para haber descabalado la combinación de aquella puerta, ¿no te parece?
—Hays estaba ya en el piso, y él pudo hacerlo antes que usted —terció el joven—. Entonces, sabiendo que la puerta no tenía puesta la combinación, usted la abrió y…
—¡Tonterías! —resopló Seagham—. Si yo hubiese querido liquidar a Hays, lo habría hecho en cualquier otra parte, menos allí. Además, ni siquiera me arrimé al piso de Ricci aquella noche.
—¿Dónde estuviste? —preguntó Maisie rápidamente.
—En una fiesta…
Seagham se calló de pronto. Al cabo de un segundo, dijo:
—Tomando unas copas con unos amigos.
—Esos amigos —habló Barrows—, podrán comprobar su coartada, ¿no es cierto?
—Pues…, sí, claro que sí. ¿Por qué no iban a hacerlo?
Barrows se percató en el acto de las reticencias que se observaban en las palabras de Seagham. Ello le extrañó y, al mismo tiempo, le hizo saber que el sujeto ocultaba algo que no quería se hiciese público.
«¿Conocía al asesino?», se preguntó.
Posiblemente. En tal caso, era preciso hablarle con suma habilidad, a fin de arrancarle la información deseada por sorpresa.
—Usted odiaba a Hays por lo que hizo a Maisie.
—Bueno, no le tenía ninguna simpatía —admitió Seagham con desparpajo—. Pero de ahí a matarle para correr el riesgo de aspirar el cianhídrico en San Quintín, hay mucha diferencia. Le tenía ganas y, lo admito, me tomé unas cuantas copas para celebrarlo, cuando leí la noticia en los periódicos. Maisie, te felicito.
—Yo no lo hice —protestó ella con violencia—. Fuiste tú, y, si no lo hiciste, conoces al asesino.
—A mí, que me registren —contestó Seagham con desparpajo.
—Hays robó las joyas de la señora Van Thoren —intervino Barrows—. Las tenía Ricci. ¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que debería ser el resultado de un trato entre los dos.
—¿No cabe que usted se las quitase a Hays, y luego las vendiera a Ricci? Entonces, Hays pretendería recuperarlas, robándolas de nuevo de la caja fuerte de Ricci —sugirió el joven.
—Pero no lo hizo. La caja fue volada con explosivos. Hays no era tipo que usara la «nitro». Empleaba los «dátiles» y la oreja.
Barrows miró a la muchacha.
Maisie parecía desconcertada, aplanada. Seagham daba la sensación de ser sincero.
De pronto, Fred recordó unas palabras que el granuja había pronunciado momentos antes. Había estado en una fiesta.
Los periódicos habían mencionado a Ricci ausente en una fiesta, mientras se cometía el asesinato en su apartamiento.
Tal vez Seagham y Ricci habían coincidido en el mismo sitio. Era una posibilidad que valía la pena tenerla en cuenta.
—Andy —dijo—, usted y Ricci asistieron a la misma fiesta, ¿no es cierto?
El rostro del sujeto se demudó repentinamente. Barrows supo así que había dado en el blanco, aunque, ¿qué relación podía tener la coincidencia de los dos individuos en un mismo convite, con la muerte de Hays?
Los ojos de Maisie relampaguearon.
—Andy —habló lentamente—, ahora recuerdo lo que tú hacías en el circo, antes de que me arrastrases a la vida de ladrona. ¿Te acuerdas tú también?
El rostro de Seagham se tornó del color de la ceniza. «¿Qué ocultaba aquel hombre?», se preguntó Barrows.
Maisie continuó hablando:
—Uno de tus números favoritos era la imitación de astros de cine o de célebres personalidades, todos muy famosos y conocidos —dijo—. Te sentabas entre el público, comportándote con toda naturalidad, y, de pronto, el presentador te «descubría»…, descubriría, mejor dicho, al supuesto hombre famoso. Pedía un aplauso para ti, y te hacía salir a la pista para saludar. Luego te dejabas ver con tu cara auténtica, con lo que los aplausos se redoblaban, y, a continuación, hacías unos cuantos números más, imitando a otros tantos personajes conocidos. Tenías mucho éxito, ¿te acuerdas?
Seagham boqueaba ansiosamente, sin encontrar palabras para contestar a las declaraciones de la muchacha.
—Entonces, tú y Ricci coincidisteis en aquella fiesta —siguió Maisie implacablemente—. Tomaste su apariencia, y Ricci volvió a su apartamiento, encontró a Hays y lo acuchilló, regresando seguidamente a la casa donde se celebraba el convite. Me imagino, además, cómo hicisteis el cambiazo, a fin de que Ricci dispusiera de una coartada en todo momento.
»Debías estar esperándole en los lavabos, a una hora convenida. Ricci entró, aprovechando un momento de relativa soledad en aquel lugar. Luego saliste tú y ocupaste su puesto, mientras Ricci se deslizaba sin ser visto hacia la salida, para volar a su casa y liquidar a Hays. ¿Verdad que es así como sucedió la cosa, Andy?
La nuez de Seagham subió y bajó convulsivamente. Barrows sonrió; la muchacha había dado en el blanco.
—Vendrás con nosotros a la policía, y lo contarás todo —dijo Maisie en tono perentorio.
Seagham estaba lívido. Barrows, sonreía, satisfecho.
—¿Por qué hizo eso Ricci? —preguntó.
—No…, no lo sé —contestó el maleante—. Me… me prometió…, me pagó doscientos por desempeñar ese papel. Dijo que tenía que hacer una visita discreta y no… no quería que su falta fuese notada por los anfitriones, a fin de no parecer descortés… ¡Pero nunca creí que lo hiciese para liquidar a Hays! —exclamó lloriqueando.
Barrows miró a la muchacha.
—¿Por qué mataría Ricci a Hays?
—Yo se lo explicaré en el acto, profesor —exclamó en aquel momento una voz—. ¡Tire esa pistola inmediatamente o le abraso!
Maisie lanzó un gemido de espanto.
Seguido de sus dos compinches, todos armados de sendas pistolas, Rico Ricci acababa de hacer su entrada en el dormitorio, sorprendiéndoles a todos con su inesperada aparición.