CAPÍTULO XIV
Barrows abrió los dedos, y el revólver cayó al suelo. Era inútil intentar resistirse a tres forajidos armados.
Maisie lanzó un gemido de espanto, y se refugió en los brazos del joven. En cuanto a Seagham, retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared.
—¿Está bien cerrada la puerta de salida, Canillo? —preguntó Ricci.
—Sí, jefe.
—Bien. —Rico miró a Seagham—. Andy, lo siento, pero no tengo ganas de que repitas a nadie lo que has dicho a esta pareja tan simpática.
Apretó el gatillo dos veces, y Seagham se derrumbó al suelo en el acto.
Maisie volvió la cara y la escondió en el pecho de Barrows. Éste procuró dominar la impresión que le había causado el hecho.
—Ahora la emprenderá con nosotros, ¿no? —preguntó.
Los labios de Ricci se curvaron en una cruel sonrisa.
—Sólo con usted, «profe». La chica vendrá conmigo. Tiene que darme unos libros y unas joyas. Después…, según se comporte ella conmigo, veré lo que hago.
—Fred, no dejes que me lleve —pidió Maisie, llena de terror.
—Cálmate, mi vida —murmuró él—. Todavía estás aquí.
—Enternecedor —comentó Ricci, sonriendo cínicamente—. Lástima tener que cortar en flor una carrera tan prometedora como la suya, «profe».
—Acabará en San Quintín —dijo Barrows.
—No, se lo aseguro —contestó el «gángster»—. Pensarán que usted y Seagham se tirotearon mutuamente.
—Pero queda el asunto Hays. Usted lo liquidó. Seagham lo ha dicho.
Los ojos de Ricci se tornaron pensativos un instante.
—Quería formar parte de mi pandilla, pero en igualdad de condiciones que yo —aclaró—. Me había vendido las joyas de la Van Thoren, y amenazaba con denunciarme a la policía, si no accedía a sus pretensiones.
—¿Y…?
—Tuve que deshacerme de él, en efecto —admitió fríamente. De pronto, se echó a reír—: Le engañé. Fingí acceder a sus pretensiones, pero le exigí una prueba. Consistía en entrar en mi apartamiento, sin utilizar la llave. Le fijé una fecha… el día de la fiesta precisamente, y el muy estúpido picó en el anzuelo.
—Entonces, mientras Seagham tomaba su puesto, usted volvió al piso y le acuchilló. Luego regresó a la fiesta y recobró su lugar, mientras Seagham se esfumaba.
—Justamente.
—Pero para usted podía resultar muy comprometedor el que encontrasen el cuerpo de Hays en su propia casa —alegó el joven.
Ricci sonrió.
—La policía podía suponer que yo no sería tan tonto como para matar a un fulano en mi apartamiento. Sería un enigma para ellos, una cosa que les volvería locos durante mucho tiempo…, sin que consiguieran jamás saber quién lo habría hecho. Por supuesto, me molestarían bastante, pero la cosa no pasaría de ahí.
—Un plan diabólico, desde luego —convino el joven—. Cualquiera podía ser el asesino, menos usted. Incluso se llevó una gran alegría cuando vio que la policía acusaba a Maisie de ese crimen. Pero también un gran chasco, al encontrarse la caja vacía.
Ricci torció el gesto.
—Es lo mismo. Ella me dirá dónde esconde los libros.
—¡No, no! —gritó Maisie.
—Cálmate, por favor, querida —rogó Barrows—. Ricci, ¿quiénes eran los dos sujetos que aparecieron muertos en mi cabaña de Del Monte?
—Ah, unos extranjeros —contestó el bandido, con indiferencia—. Ellos fueron los que me propusieron el negocio de los libros…, decían que eran comerciantes, pero a mí no me la dieron. Tenían que ser extranjeros y, además, ¿qué diablos importa eso ahora? Pagaban bien.
—Pero los mató.
—Querían engañarme, sin haberme pagado toda la suma convenida. Tienen unos jefes; ya aparecerán a recobrar los libros. Y pagarán mucho, se lo aseguro. Bueno, «Rata», suelta al «profe», que nos vamos.
La puerta de la estancia se abrió de pronto.
—Ricci —dijo el inspector Carrigan, quien llegaba, seguido de Sharey y de algunos agentes con uniforme—, tú no irás a otra parte que a la cámara de gas. Hemos oído todo lo que has dicho, así que, tira esa pistola…
Barrows intuyó lo que iba a suceder. Agarró a Maisie por los hombros, y se arrojó al suelo con ella.
En el mismo momento, Ricci lanzó una exclamación de rabia, al verse atrapado. Se volvió velozmente, apuntando con el arma al inspector.
—Tirad contra ellos, muchachos —ordenó a sus compinches.
Carrigan fue más rápido. Apretó el gatillo dos veces.
Ricci pegó un tremendo salto y cayó al suelo, con el rostro destrozado por los proyectiles. Sangani quiso disparar también, pero el federal le metió tres balazos en el vientre, a otros tantos pasos de distancia. El asesino se desplomó hecho un ovillo.
Canillo arrojó su pistola y alzó los brazos a lo alto.
—¡No tiren! —gimió, lleno de pánico—. ¡Hablaré! ¡Contaré todo lo que sé!
Carrigan sonrió, satisfecho.
—Te conviene, hijito, te conviene, si quieres salvar la nariz del mal olor del cianhídrico.
Dos agentes entraron y se llevaron a Canillo. Barrows se puso en pie, y ayudó a incorporarse a la muchacha.
—Tenemos los libros. Pero ella es inocente de los asesinatos.
—Lo sabemos —contestó sobriamente el inspector—. Salgan fuera, por favor.
Abandonaron la habitación, mientras unos agentes se ocupaban de los cadáveres.
—Hemos oído lo que dijo Ricci —habló Carrigan—. Además, tenemos las balas encontradas en los cuerpos que se carbonizaron en su cabaña. Seguramente, corresponderán a las pistolas de esos granujas.
—Entonces, me la puedo llevar a casa —dijo Barrows, con el brazo en torno a la cintura de Maisie.
Carrigan sonrió maliciosamente.
—Claro que sí. Faltan todavía algunos trámites, pero ya los iremos haciendo sin prisas. Maisie, ¿sigues odiándonos a los policías?
Ella sacudió la cabeza negativamente.
—Aquello ya pasó —contestó Barrows por la muchacha.
—Mejor para todos —dijo Carrigan.
—¿Qué hay de los libros? —preguntó Sharey, impaciente.
—Venga con nosotros a casa —contestó el joven—. Pero le advierto que ya he encontrado la fórmula.
Los ojos de Sharey se dilataron.
—¿Es verdad eso? —exclamó, atónito.
—Y, además, me parece que hay algunos errores —añadió Barrows en tono doctoral—. Tengo motivos para saberlo, puesto que, precisamente, y aunque de una forma independiente, estaba trabajando en algo muy parecido.
—Quizá el Gobierno quiera emplearle a usted para esas investigaciones —apuntó el federal.
—Si no le pagan un buen sueldo, no aceptará —dijo Maisie con vehemencia.
—¡Chica! —exclamó el inspector—. ¡Qué avariciosa te has vuelto!
—Defiende los intereses de la familia —rió el joven, sumamente satisfecho—. ¿No es cierto, Maisie?
Ella le dirigió una mirada llena de cariño. Carrigan se echó hacia atrás su viejo sombrero, y empezó a llenar la pipa con aire filosófico.
—Tengo la impresión de que muchas señoras ricas, con joyas, van a dormir a partir de ahora con toda tranquilidad.
En aquel momento, salió uno de los agentes y exclamó:
—¡Inspector, Andy Seagham vive todavía!
—¡Pronto! ¡Avise que venga una ambulancia con un médico! —ordenó Carrigan. Se volvió hacia la pareja, un segundo antes de entrar en la estancia contigua—. Entre Seagham y Canillo terminarán de contarnos todo lo que falta.
—Seagham confirmará que fue él quien sustituyó a Ricci en la fiesta —dijo Barrows.
—Así lo espero —contestó el inspector—. Ande, Sharey; vaya con esta pareja y recobre los cuadernos. —Guiñó un ojo a la chica—. ¡Y felicidades, Maisie!