III
El Ruso
«Le haré una oferta que no podrá rechazar.»
El Padrino
EL RUSO TENÍA unos cincuenta años, mal llevados, fruto sin duda de los excesos a los que se llevaba sometiendo durante gran parte de su vida. El pelo le había comenzado a escasear por la frente, pero lo llevaba bastante largo por los lados y por detrás, todo ello coloreado por unas canas que no se molestaba en teñir. Era relativamente alto, aunque algo más bajo que yo, y debía pesar perfectamente unos noventa y cinco kilos.
—Joder, aún sigues aquí —dije envalentonándome sin venir a cuento porque la verdad es que me dolía todo el cuerpo—. Pensaba que sólo formabas parte de una pesadilla.
—Déjate de gilipolleces y escúchame bien. Tus amigos —se refería con toda seguridad a la gente de La Fábrica— te han dejado con el culo al aire por lo que veo. Tienes veinticuatro horas para devolverme mi dinero.
No era una amenaza, era una promesa. Le dije la verdad:
—No tengo ni idea de qué dinero me estás hablando.
Hizo un gesto para que sus matones, que seguían rodeándome, se me acercaran más con intenciones que podríamos tildar de deshonestas.
—Espera, espera —dije con un tono que confiaba en que no sonase a súplica—, de verdad no sé de qué me hablas. ¿Te refieres a algún negocio tuyo con La Fábrica?
Vi en sus fríos ojos negros que me creía.
—Me refiero al dinero que Tyler me debe y, dado que él está ilocalizable y tú has tenido la gentileza de venir a visitarme, creo que debes saber bien de lo que hablo.
—No lo sé, te lo juro. Dime de qué se trata y te lo conseguiré.
Esto sí que sonaba a súplica pero, háganse cargo de la situación, me habían partido la cara, sangraba al menos por una ceja y un labio, y me dolían los brazos, las piernas y el estómago. No estaba en condiciones de tratar de enfrentarme al Ruso y sus cinco matones de nuevo.
Vio el miedo en mis ojos y, sin embargo, no decidió que sus hombres me volviesen a reventar a golpes, sino que me lo explicó, bastante por alto, pero lo suficiente como para que yo me enterase del asunto. La cosa pintaba francamente mal. Tenía veinticuatro horas para recuperar un dinero procedente del tráfico de armas y de drogas que yo no tenía, que no sabía dónde estaba y que, presuntamente, se había llevado mi jefe, a quien también le había perdido la pista. Pero no iban a acabar ahí los problemas, no señor.