XI
El primer encargo

«La violencia es una de las

cosas más divertidas de ver.»

Quentin Tarantino

MIENTRAS ESPERABA en el aeropuerto para largarme de Edimburgo, me dio por pensar en mi primer encargo, la primera vez, desde que me infiltré en La Fábrica, que me pidieron explícitamente cargarme a alguien.

Tyler me había dado instrucciones muy precisas:

—Tienes que dejar bien claro el mensaje: nadie juega con nosotros y se queda impune. Nadie. ¿Entendido?

Como ya he dicho en alguna otra ocasión, Tyler siempre había sido un maldito gilipollas, aunque lo cierto es que aquella vez la persona a través de la cual tenía que mandar el mensaje era un malnacido que no merecía piedad alguna. Lo sé, lo sé, van a volver con el rollo de que si soy un psicópata, de que no se puede uno tomar la justicia por su mano… Bla bla bla.

Les diré algo: nunca he sido un moralista, ni tampoco pretendo dar lecciones de nada a nadie, pero en los años que llevo dedicándome a esto, que no son pocos, he aprendido que tanto si actúas conforme a una ética y un estricto conjunto de reglas como si te comportas de una forma más arbitraria y libertina, el resultado es idéntico. Créanme, no hay ninguna diferencia. Eso de «el que la hace la paga» sí está bastante en boga en mi profesión, pero hay gente que tiene especial habilidad para salir bien librado de todo, y otros tienen siempre que pringar, sean culpables o no.

En fin, no quiero aburrirles con verborrea barata. El caso es que me encomendaron la misión de cargarme a un capo mafioso que entraba en competencia directa con la gente de La Fábrica, no sólo por acabar con dicha competencia sino también para mandar un mensaje al resto de potenciales competidores.

La sutileza, como ya habrán adivinado, nunca ha sido el punto fuerte de la clase de gente con la que trato. El plan, por tanto, estaba claro: ir a la guarida del lobo y acabar con él, sin miramientos. Y dejar nuestra firma, evidentemente. Que todos supiesen que en La Fábrica no se andaban con tonterías.

Me acompañaban tres de los muchachos de Tyler, aunque tenía órdenes de ser yo el que me encargase personalmente del antagonista de mi jefe.

Nos acercamos al pub por la puerta de atrás. Un par de matones hacían guardia. Nosotros éramos cuatro así que optaron por la diplomacia. Inicialmente.

—¿A dónde coño pensáis que vais?

—Tenemos que hablar con vuestro jefe.

—No nos ha dicho nada de eso. Esperad aquí.

El que llevaba la voz cantante hizo ademán de entrar en el local. No le dimos opción. Dos de mis compañeros se encargaron de él: unos cuantos puñetazos suelen hacer entrar en razón a los mindundis y aquellos tipos, aunque grandes en tamaño, no parecían pintar nada en la compañía. Mi otro compañero y yo sujetamos por las solapas al que no había hablado y yo saqué mi pistola y le apunté con ella.

—Si no quieres que te pase como a él —le dije—, llévanos con tu jefe.

Entramos en el local, donde no había casi gente, y fuimos conducidos hacia la trastienda, hasta una puerta que ponía «Almacén».

—Jefe, aquí hay unos tíos que preguntan por ti —dijo sin mucha convicción mientras cruzaba el umbral de la puerta.

Su jefe, cuarenta y tantos, pelo engominado y repeinado hacia atrás, cejas hirsutas y traje de imitación, parecía muy ocupado contemplando la imagen de un televisor que nos quedaba de espaldas.

—¿Pero qué narices…?

Mientras el tío se levantaba y empezaba a soltar improperios contra nosotros, aparecieron de la nada unos cuantos de sus esbirros. Todos llevábamos armas de fuego pero la consigna estaba clara: aquel tipo tenía que sufrir antes de morir, así que no bastaba con dispararle y punto. Algunos de sus hombres, sin embargo, no debían ser conocedores de esta consigna porque las balas comenzaron a volar por doquier. Me coloqué tras la mesa del despacho y me uní a la fiesta. En seguida conseguimos deshacernos de los que se habían aproximado más de la cuenta al almacén.

Entretanto, el jefe había intentado largarse gateando durante los disparos, pero logré sujetarle por los tobillos y dejarlo medio inconsciente tras asestarle un par de culatazos en la cabeza con mi pistola.

El factor sorpresa suele jugar un papel clave en este tipo de situaciones. Mientras los que habían quedado fuera (y aún estaban operativos) recargaban sus armas o decidían la estrategia, mis compañeros y yo abandonamos el almacén, llevándonos con nosotros al jefe, a quien yo coloqué como parapeto para evitar más disparos. No teníamos ni idea de lo que nos íbamos a encontrar pero en breve lo descubriríamos.

¿Se dan cuenta de que en las películas los malos, aunque superen en número a los buenos, siempre atacan de uno en uno, respetando rigurosamente su turno de una forma muy cívica y ética? Bien, una nueva falacia del mundillo cinematográfico. Ellos eran más, muchos más; de hecho, no sé de dónde coño salió toda aquella gente. No sé si es que todos los clientes del bar eran de la banda o qué, pero el caso es que de repente ellos eran unos doce. Nosotros sólo cuatro, y uno estaba herido. Y no respetaron ningún turno, nos atacaron todos a la vez, en tropel. Hubo algún tiro aislado, pero en general la mayoría se inclinó por los puñetazos, patadas, empujones, mordiscos y todo tipo de artimañas barriobajeras de las clásicas peleas de barrios chungos. Muy chungos.

Tenía un par de dientes rotos y los labios ensangrentados cuando logré colarme detrás de la barra y hacerme con un par de botellas de cerveza. Empecé a utilizarlas como arma blanca y la cosa mejoró considerablemente. En seguida dejé a un par fuera de combate partiéndoles las botellas en la cabeza. Luego utilicé los restos de las botellas para clavárselas en el costado o las piernas a los que se me iban aproximando.

Uno de mis compañeros era una auténtica mala bestia y, sólo con su manos, logró despachar a otros cuantos. Ya no eran mayoría o, al menos, estábamos ya todos casi igual de jodidos de tantos mamporros. Hice un gesto a mi equipo y salimos del local a toda leche, llevándonos con nosotros al líder.

La mala bestia también sabía conducir. No muy bien pero sabía y, dado que era el que estaba más entero físicamente, dejamos que llevase él el coche. Condujo durante unos veinticinco o treinta kilómetros, siguiendo mis indicaciones, metiéndonos por carreteras secundarias poco transitadas. Aparcamos en un descampado, justo al lado de un viejo desguace abandonado.

Allí hice lo que me habían pedido: saqué del coche al tío y le di una buena paliza, ante la atenta mirada de mis tres compañeros. Cuando consideré que ya era suficiente, saqué la pistola y le pegué dos tiros en la frente. Una ejecución en toda regla, aunque con paliza de propina. Tal cual me había demandado mi jefe.

Volvimos a subir al coche. Yo estaba hasta arriba de adrenalina; era la primera vez que me cargaba a alguien a sangre fría de forma digamos gratuita. Aunque sabía que el fiambre era un hijo de puta, reconozco que sentí una sensación extraña, más turbadora de lo esperado. Mientras la mala bestia nos llevaba de nuevo en dirección a La Fábrica, llamé por el móvil al bar del muerto.

—¿Os acordáis de nosotros? Somos los que hemos estado ahí hace un rato —dije a modo de saludo—. Si queréis recuperar el cuerpo de vuestro jefe, podéis pasar a recogerlo.

Sin darles opción a réplica, les di la dirección del descampado. Colgué sabiendo que aquel día mi estatus en la banda mejoraría notablemente. Y de forma sencilla, podríamos decir. Sólo había tenido que pelearme con unos mamones y asesinar vilmente a uno de ellos. Peccata minuta, ¿verdad? No logré pegar ojo en toda la noche.