XIII
Mind the gap
«Engines stop running,
but I have no fear.
'Cause London is drowning,
and I live by the river.»
London calling (The Clash)
EL VUELO DISCURRIÓ sin problemas. Menos mal, porque llevaba una racha… Ya había estado otras veces en Londres, alguna incluso como turista, aunque la mayoría de las veces como agente encubierto. Los turistas se quejaban de que la gente allí, como en cualquier gran ciudad, tenía un estilo de vida muy ajetreado, muy agobiante, con mucho estrés. Yo estaba acostumbrado a ese estilo de vida, así que podríamos decir que el ambiente londinense me agradaba. Lo de que llovía mucho, hasta donde yo había podido comprobar, era relativamente cierto. Lo de la densa niebla creo que era cosa de las películas de Jack el Destripador y similares. Yo jamás la había visto con mis propios ojos.
El tercer nombre que había anotado en mi lista era Tony, el mexicano que se parecía a Danny Trejo y que trabajaba conmigo en La Fábrica. ¿Motivos para sospechar de él? Yo le caía como una patada en el culo desde el primer día que entré allí y no solía molestarse mucho en disimularlo; también aspiraba a ser el número dos de la organización, un puesto que yo le había arrebatado adelantándole, como hacían aquí en Londres, por la derecha. El problema es que yo no le consideraba ni suficientemente inteligente ni suficientemente audaz como para urdir un sofisticado plan para quitarme de en medio. Si, simplemente, hubiese cogido y me hubiese pegado un par de tiros allí mismo, vale, pero enredar la cosa con el Ruso o contratar a gente para perseguirme por Europa... No sé, no lo veía claro, aunque era una opción. No podía descartar nada.
Cogí el Heathrow Connect que comunicaba el aeropuerto con el centro de la ciudad. En el propio aeropuerto me había comprado un libro, una novela negra de un autor que me encantaba: Lawrence Block. En realidad no la había cogido para leerla sino para tener algo con que disimular en el tren, mientras evaluaba las caras del resto de pasajeros. No vi a nadie que me resultase familiar.
Tenía algún contacto en la ciudad pero, de forma algo visceral —cosa bastante atípica en mí— decidí llamar a Travis y ver si él había averiguado algo.
—¿Diga?
—Hola, Travis. —No me identifiqué, sabía que reconocería mi voz.
—Hola, ¿cómo lo llevas? —fue toda su respuesta.
—He tenido momentos mejores.
—¿Querías algo?
—Sí y no. Me explico: quería saber si sabes alguna cosa más, porque yo estoy cada vez más perdido.
—¿Has hablado con alguien?
—Sí, con un contacto que tengo aquí.
—¿Y no te ha servido de nada?
—Nos dispararon. Salimos ilesos ambos pero ni siquiera aquí estoy a salvo. Tengo que moverme.
No le pensaba decir que ya no estaba en Edimburgo. Por lo menos de momento.
—¿Crees que fue una trampa?
Todo lo era. ¿Cómo saber en quién confiar?
—Evidentemente. Si no, no tendría que estar huyendo constantemente, ¿no crees?
—Ya.
Travis era siempre muy lacónico. No le gustaba derrochar palabras inútilmente. Hacía bien.
—¿Entonces no sabes nada?
—He recibido un… soplo.
—Joder, ¿y a qué esperabas para decírmelo?
—No te va a gustar.
—Dímelo igualmente.
—Recibí una llamada anónima. Un hombre. Cuarenta y algo supongo por la voz.
—Al grano.
—Dijo que tu chica podía estar implicada.
—¡Y una mierda!
—Es lo que me dijo.
—¿Preguntó por mí?
—Sí, pero no le dije dónde estabas.
—¿Y no ha ido a tu casa ni nada? Si sabe tu teléfono, sabrá cómo localizarte.
—Llamó al móvil, no al fijo.
—Peor me lo pones. Tiene GPS. Hay muchas formas…
—Sé arreglármelas.
—Ya lo sé. ¿Qué más te dijo? ¿Te dio algún otro mensaje?
—Sólo que tuvieses cuidado. Que podía traicionarte quien menos te lo esperases. Y que desconfiases de ella la primera de todas.
—Genial. ¿Algo más?
—Ya te dije que no te iba a gustar.
—Acertaste.
Tenía razón. No me gustó nada. La llamada me había puesto de muy mala leche. Además me planteaba varias dudas: ¿quién la había hecho? Un tío de cuarenta y pico. Menudo dato. Podía ser Eliot. Él y Travis no se conocían en persona, dudo que conociese su voz. También podría ser cualquier hombre del Ruso. Travis había tratado con algunos pero no con todos. O alguno de La Fábrica. Idénticas circunstancias. El que sí que no podía ser era Tyler; sí que hubiese reconocido su voz.
Tenía, además, que ser alguien que conociese a Susan. Bueno, no necesariamente. A lo mejor habían supuesto que yo tendría a alguien, una chica, una novia, una esposa, una amante, una confidente. Alguien. Todos necesitamos tener a alguien.
Incluso podría ser que Travis se lo hubiese inventado todo y fuese él el que realmente jugaba conmigo. No sé, mi paranoia no alcanzaba límites.
Decidí ir a algún sitio apartado, en la periferia, a ver si así podía abstraerme un poco de todo y ver las cosas con más claridad.
Cogí el metro. No era hora punta pero daba igual, siempre estaba hasta arriba de gente. Me quedé de pie, agarrado a la barra, junto a una pareja de veinteañeros muy altos y muy rubios que llevaban un plano de la ciudad. Me debieron de ver pinta de londinense porque me preguntaron con un acento muy logrado —supongo que serían suecos o noruegos, escandinavos seguro— que si aquella línea paraba cerca de la Torre de Londres. Como para hacer turismo estaba yo. Les dije que sí, y que tenían el recorrido de cada línea en la parte superior de la pared del propio vagón. Levantaron la vista y lograron verlo. Muchas gracias. No hay de qué. Todo muy fino y elegante.
En cada estación subía y bajaba un montón de gente. Y en cada parada la misma cantinela por megafonía: Mind the gap between the train and the platform[1]. Parecían muy interesados en que nadie metiese la pata. Literalmente.
Yo seguí casi hasta el final de la línea. Me bajé en la parada del Arsenal que, como podrán imaginar, se llamaba así por ser la zona en la que se encontraba el estadio del equipo de fútbol. Fui el único en bajarse allí.
Nada más salir, había un cartel indicando hacia dónde quedaba el campo. Me daba igual una dirección que otra, así que caminé por Gillespie Road, dejando a mi lado infinidad de casitas típicamente inglesas, bajas, de piedra y con un pequeño jardín a su alrededor, generalmente muy bien cuidado. Los británicos tendrían sus manías pero las casas eran bonitas.
El paisaje despejó mi mente y, justo de la que llegaba a los aledaños del estadio, donde, por cierto, había unas cuantas personas en la taquilla, imagino que sacando entradas para algún partido, me vino a la cabeza una idea. Puede que fuese algo absurda pero en aquel momento me pareció interesante. ¿Y si llamaba a Susan y le preguntaba explícitamente qué sabía ella de todo este asunto? Lo pensé. Tenía que hacerlo.
No lo hice. Debería haberlo hecho, pero no lo hice. Decidí que llamarla y preguntarle eso sería como acusarla indirectamente, dar a entender que tenía dudas respecto a ella. Y no las tenía. Bueno, no lo tenía claro pero no quería que ella también dudase.
Llegué a un parque y me senté en un banco. Saqué la lista. Antes de que pudiese leer o escribir nada en ella, noté algo. Como en las películas de suspense, cuando el protagonista cree ver u oír algo entre los árboles. Un susurro, un murmullo, una carrera. Algo. Me entró de nuevo la paranoia, cerré la libreta y me largué de allí.
Cogí el metro en la primera estación que encontré, con la desagradable y creciente sensación de que me seguían. No dejé de mirar a un lado y a otro en todo el trayecto. Cambié varias veces de línea. Volví a sacar de mi cazadora la novela de Lawrence Block y me oculté tras ella de vez en cuando.
—¡Una bomba! —gritó de repente alguien, señalando una mochila aislada en un rincón.
—¡Una bomba! —repitieron varias personas, cada vez más alarmadas.
Pronto se había formado un guirigay de cuidado. La siguiente parada era Westminster. La gente se bajó en tropel. Yo también bajé, qué remedio. Sabía que Westminster era una de las estaciones más concurridas, pero la presunta bomba provocó que el alboroto aumentase exponencialmente.
—¡Hay una bomba! —clamaban algunos.
No daba crédito a mi suerte. En tierra, se sucedieron los empujones, el griterío, policías por aquí y por allá... Un par de ellos subieron a examinar el vagón en cuestión.
—¿Qué ocurre? —le pregunté a un bobby.
—Aléjese de este vagón, señor.
—¿De verdad hay una bomba?
—No lo sabemos, pero tiene que irse, por favor.
El tren arrancó con los polis dentro y casi sin pasajeros. En la estación seguía habiendo un gran tumulto, la gente discutía a voz en grito sobre inseguridad, amenazas terroristas y todo ese rollo. Había bastantes personas de apariencia musulmana, lo que no contribuía a suavizar la situación. Los malditos estereotipos, ya saben.
Habían pasado ya unos minutos desde que todos bajamos del primer tren y ya venía el siguiente, se sentía el ruido por las vías.
Comencé a recorrer el andén y sentí un gran grito colectivo. Un grito de terror. Me giré y vi que alguien había caído a las vías del tren. Los policías hacían gestos para que el tren parase pero era tarde. La persona caída en las vías —no alcancé a ver si era hombre o mujer— había sido arrollada por el tren.
Entonces, entre la muchedumbre, crucé la mirada con otro individuo. Éste elevó las cejas cómicamente, miró hacia el muerto y sonrió, encogiéndose de hombros. Sí, como lo oyen, sonrió. Luego siguió su camino hacia el exterior y se perdió entre la multitud. Joder. ¿Acababa de reconocer su culpabilidad? La gente seguía dando voces, histérica. No era agradable ver cómo un tren atropellaba a alguien. ¿Y ese tío qué pintaba en todo esto? ¿Lo habría empujado? Mind the gap. Pues sí.