XVI
Blanco móvil
«Lucha o huye. Eso forma parte
del cerebro de reptil de todos.»
Dexter (serie de televisión)
ME SENTÍA COMO George Kaplan. Parecía que, fuese a donde fuese, siempre había alguien que me perseguía, me miraba socarronamente, aparecía en mis sueños, me llamaba por teléfono o me daba consejos gratuitos sobre cómo afrontar la situación. Al menos de momento no me habían disparado desde una avioneta mientras corría por un campo de maíz.
Travis era el cuarto nombre de mi lista. Al igual que en el caso de mi compañero policía, era de los menos probables. No tenía nada en mi contra (que yo supiese), no sabía que yo era poli (que yo supiese) y con el Ruso sólo mantenía trato por negocios (que yo supiese). Supongo que ése era el problema, que yo no sabía una mierda de casi nadie ni de casi nada. O, peor aún, sabía un montón de datos que podían incriminar a mucha gente en muchos delitos pero, qué narices, yo también cometía delitos, casi a diario. Sin ir más lejos me había cargado a aquel tío en el bar, el calvo con la gran cicatriz. Pero ésa era otra historia.
Compré el Times y busqué directamente la página de Sucesos. En seguida encontré lo que buscaba:
Catástrofe en Westminster: Falsa amenaza de bomba y hombre atropellado
Ayer a las siete y media de la tarde en la estación de metro de Westminster se produjo un triste suceso al que las autoridades aún no le han encontrado una explicación convincente.
Primero unos gritos alertaron a los pasajeros de la posible existencia de una bomba en el interior de una mochila abandonada en uno de los vagones de un tren de la línea District, poco antes de su paso por la estación de Westminster. Gran parte de los viajeros se apearon en dicha estación mientras los cuerpos policiales examinaban in situ el objeto y alertaban a los artificieros.
Entre tanto, un hombre cayó a las vías y fue arrollado por un tren que venía a toda velocidad, puesto que tenía orden de no detenerse en Westminster hasta que se aclarase el asunto de la presunta bomba.
Pese a la gran cantidad de personas presentes en el lugar de los hechos, nadie puede precisar si Stephen Jones (48), casado y padre de tres hijos, se arrojó voluntariamente a las vías del tren con el propósito de poner fin a su vida, o si fue empujado deliberadamente por alguien.
La hipótesis más probable barajada por la policía es el suicidio, aunque se seguirá investigando para tratar de esclarecer el asunto.
¿Suicidio? Y una mierda. Decidí quedarme al menos un día más en Londres y tratar de localizar al pelirrojo de mi pesadilla. Estaba convencido de que él era el asesino. ¿Y cómo demonios iba a encontrarlo en una ciudad de siete millones de habitantes?, pensarán ustedes. Buena pregunta. A veces la mente toma decisiones difícilmente explicables desde un punto de vista racional.
Me dejé caer por la zona del Soho y entré en un pub. Me puse a charlar con la gente de la barra. Los ingleses tienen fama de fríos, serios, distantes y poco dados a las conversaciones intrascendentes. Pero también les encantan los realities y The Sun, amarillismo en estado puro, es el periódico más vendido del país. País de grandes contradicciones, pues.
—Vaya movida lo del metro ayer —dije en voz alta sin mirar a nadie en concreto.
El que estaba sentado a mi derecha fue el primero en animarse a hablar.
—Dicen que se suicidó.
—Pero fue todo muy raro —dijo otro.
Pronto se estableció un pequeño debate entre tres ingleses de pro, con sus caras blancas, sus mejillas coloradas por la ingesta de bebidas alcohólicas y su característica flema británica y yo, un apátrida prácticamente, que intervenía sólo de vez en cuando para ver qué sabía la gente de la calle sobre el tema.
—Hay quien dice —sostenía uno— que fue todo un montaje, lo de la falsa bomba, para tender una especie de cortina de humo y que no se supiesen los motivos verdaderos que impulsaron a ese hombre a suicidarse. Yo creo que…
En la vida, como en las películas, a menudo te encontrabas con historias reales que superaban con mucho a la ficción y había personajes, como aquél, que creían a pies juntillas en las teorías de la conspiración y todo eso. No les culpo, yo también creía en ellas. Mi nuevo amigo siguió diciendo:
—… lo más lógico es que alguien quisiera cargarse al tipo. Conocía sus hábitos, sabía sus horarios, podía prever a qué hora estaría en una determinada estación de metro y montar todo el numerito de la falsa bomba para que nadie se fijase en cómo empujaba a las vías a su odiado enemigo.
—Suena plausible —dije en voz alta, casi involuntariamente.
Aunque la explicación también podía ser otra, claro está. A lo mejor habían organizado toda la farsa de la bomba para hacer que yo me bajase en Westminster. A lo mejor habían liquidado a un tío al azar. A un don nadie. A lo mejor sólo era una advertencia. «Matamos a quien nos da la gana cuando nos da la gana».
—Tú no eres de por aquí, ¿verdad? —me preguntó el que había iniciado la conversación, devolviéndome a la realidad.
No sé si lo decía por mi acento o si la palabra «plausible» no formaba parte de su vocabulario.
—Estoy de paso.
Era cierto. Lo que no sabía era por cuánto tiempo. Ellos retomaron la charla.
—Supongo que la policía se pondrá con ello.
—Si esperas que los polis resuelvan el tema, lo llevas claro…
Di un último trago a mi cerveza. Me despedí de ellos y me marché de allí. Ya había oído bastante.
Según salía del pub me pareció cruzarme con una cara conocida. Me giré y el tío dobló a toda prisa por una bocacalle, así que lo único que alcancé a ver fue su nuca. La nuca de un tío alto pelirrojo.