II
En Vierhouten volví a encontrar un mundo en cierto sentido habitado, pero también aquí me topé con un silencio irreal. Cuando me detuve para quitarme el barro del calzado, el ruido que se produjo fue artificiosamente fuerte y por un momento pareció incluso que resonara su eco entre los muros de las casas. No se divisaba a nadie por la calle ni había luz encendida en ninguna de las oscuras habitaciones por las que miré, donde tampoco podía percibirse señal alguna de vida. Pasé por delante de un Spar, un garaje que anunciaba alquiler de bicicletas y una zapatería con un escaparate viejo y polvoriento cuando al otro lado de la calle vi una cafetería. También parecía desierta, y, a pesar de la luz de los fluorescentes que iluminaba el interior e incidía en la gravilla que había delante de la fachada, dudé por un momento, pero al ver el letrero de «Abierto», crucé la calle. «Baan Zulu» se leía en la ventana. Un nombre que no evocaba en mí ninguna asociación; tal vez, muy vagamente, algo parecido a una operación militar. Qué nombre más raro para una cafetería.
Al abrir la puerta, sonó una campanilla y de la cocina que había tras la vitrina de cristal salió una mujer corpulenta. Llevaba un vestido de flores de un color verde intenso con tirantes finos que, además de los poderosos hombros y brazos, dejaba ver también algo de sus pechos. La piel de los hombros y la parte superior de los pechos estaba irregularmente moteada de pecas. El cabello largo y rojizo se hallaba recogido por un pañuelo a juego. Pese a que ya llevábamos semanas con una sombría climatología otoñal, ella parecía estar en pleno verano. Además, me observó con una mirada franca y amable.
Baan Zulu y esta mujer; confiando en que mi sorpresa no se notara demasiado, me dirigí a la vitrina con tapas y refrescos.
No sabía qué pedir y pregunté:
—¿Puede hacerme un bocadillo vegetal?
—Sí, claro, pero tendrá que esperar un poco.
Estuve buscando en vano una máquina de café en los estantes que había a sus espaldas.
—¿Tiene capuchinos?
—Sí, también.
Desapareció en la cocina y yo me senté a una mesita junto a la ventana. Fuera seguía sin ocurrir nada en absoluto, y lo único que llegaba a oír era el trajín procedente de la cocina. El hecho de que estuviera trabajando allí, para mí, me produjo una sensación extraña de intimidad que aumentó al oír el furioso golpeteo de un batidor de leche en una cacerola.
El bocadillo y el café estaban riquísimos y se lo dije de corazón. Ella se puso a hojear una revista y, cuando terminé, se levantó y se llevó mi plato y los cubiertos. Pedí un segundo capuchino. Tras habérmelo servido, volvió a sentarse y se encendió un cigarrillo.
—¿Se puede? —le pregunté.
—¿En mi propio negocio? Desde luego.
—¿Vale eso también para mí?
—Sí, claro. No se corte.
Se levantó y me puso un cenicero en la mesa.
Mientras fumaba y me bebía el café, pensé qué haría: ¿seguiría mirando afuera o entablaría una conversación? Estuve pensándomelo sin prisas. Por la calle seguí sin ver pasar a ningún transeúnte, ciclista o automóvil. ¿Debería hacer una observación al respecto, decirle que una cosa así es de lo más insólito para alguien de la conurbación de los Países Bajos? No, eso no encajaba ni con ella ni con Baan Zulu, además de correr el riesgo de que la conversación acabara antes de empezar. No es que yo tuviera nada en contra de hablar sobre el tiempo; con algunas personas resultaba la solución ideal. Más aún, a veces solo podías comprenderlas hablando sobre el tiempo.
Dejé que el silencio se prolongara un poco más y, por fin, pregunté:
—Hay una vieja cruz de piedra aquí, algo más adentro en el bosque. Es de un sacerdote. Por lo visto, le asesinaron hace mucho tiempo, hace siglos. Cuando pasé, vi que alguien acababa de dejar flores frescas. Vaya, me pregunto por qué alguien haría algo semejante. ¿Le suena lo que le estoy contando?
Sonrió ligeramente y, por el rabillo del ojo, apareció un abanico de pequeños rayos solares.
—Esta región está llena de cruces, casi todas son cruces conmemorativas, pero sé a cuál se refiere. Me está hablando de la cruz mortuoria que cuida la señora Dumenil.
—¿Cruz mortuoria? Eso suena bastante inquietante.
—No, qué va, al contrario. Se llaman así, sin más. Colocan esas cruces para evitar que el alma del fallecido siga vagando por ahí.
—¿Y por qué se encarga ella de cuidar esa cruz? En la tarjeta que había dentro de las flores podía leerse: «con eterna gratitud».
—La señora Dumenil le debe la vida a ese sacerdote; de ahí la tarjeta.
Le salió como si fuera de lo más natural, pero su sonrisa ya indicaba que yo no era el primero al que le sorprendía esa afirmación. No la decepcioné:
—Pues resulta aún más extraño, si cabe. Tiene que aclarármelo.
—¿Quiere oír toda la historia? La señora Dumenil vive un par de calles más adelante. Puedo llamarla ahora por teléfono. Es algo que le gusta compartir con otros y, a decir verdad, usted no parece que tenga mucha prisa.
No, era cierto. Estaba de vacaciones, solo, no debía dar explicaciones a nadie y tenía todo el tiempo del mundo. Este era el tercer día de la semana que me había tomado libre, aquí en el Veluwe, y lo único que hacía era pasear, comer y dormir.
Cuando pregunté si de veras no suponía ninguna molestia, comprendió que había ganado el litigio. Meneó la cabeza y desapareció en la cocina, donde oí que llamaba por teléfono. En efecto, no fue necesario mucho poder de persuasión para animar a la señora Dumenil a que se pasara por el café.
Una vez regresó de la cocina, se sentó junto a mí a la mesa. Mientras esperábamos, charlamos primero sobre cosas sin importancia, pero sus preguntas pronto empezaron a ser más personales. Yo me sentía a gusto y su curiosidad no era morbosa, era más bien como si simplemente no le interesaran los lugares comunes. Por esa razón, me mostré menos reservado que de costumbre. Además, ya no volvería a verla nunca después del día de hoy. Muy bien podría considerarse como si esta conversación ni siquiera se hubiera producido; tal como nos encontrábamos, sentados el uno frente al otro, como dos extraños, faltaba el contexto. Durante la semana que me pasaría aquí, eso era justo lo que quería. Tal vez se debiera también a que los días anteriores apenas había intercambiado palabra con nadie, pero, cuando me preguntó qué hacía, le respondí que era detective privado. No se sorprendió, como si hubiera visto pasar por su local profesiones más extrañas.
Cuando le conté que me había especializado en la búsqueda de objetos de valor desaparecidos, especialmente de pinturas antiguas, me preguntó con un ligero deje de sorna si podría llegar a encontrarla a ella si saliera ahora por la puerta con destino desconocido.
—No lo creo, a no ser que dejaras huellas. Si no las dejas, ahí termina todo.
—¿Y con uno de esos cuadros sí se puede?
—Sí.
—Qué raro, que puedas encontrar un cuadro pero no a una persona.
—No es tan raro. Las pinturas nunca desaparecen sin más. A lo sumo, hay que pensar un par de razones para que desaparezcan, y, si sabes cuáles son, también sabes más o menos dónde debes buscar. No es tan grande el mundo al que puede ir a parar un cuadro.
—Parece bastante sencillo, al menos tal como lo estás explicando ahora.
—No, tampoco lo es tanto.
No entré en más detalles, pero desde luego que no era tan sencillo. Como mucho, había unas cinco personas que se encontraban a mi nivel —y no estaba hablando solo de los Países Bajos—, por no mencionar la cantidad de dinero que ganaba con lo que hacía. No cure, no pay; solo me pagaban si llevaba a buen término el encargo, y la remuneración suponía casi siempre un porcentaje del valor de los bienes desaparecidos. Eran tales las sumas que tras unos cuantos trabajos bien pagados podría jubilarme pronto. Tenía cuarenta y ocho años y esperaba dejar de trabajar dentro de cinco. No necesitaba mucho para vivir y, llegado el momento, tendría todo el tiempo del mundo para tumbarme en un bosque, pasear al buen tuntún y charlar con gente a la que no conocía y a la que no necesitaba sonsacar nada. Vivir sin objetivos y aprender a comprender que sin objetivos no es lo mismo que sin sentido. Ya me sabía la teoría, pues me habían educado en ella desde pequeñito, pero llevarla a la práctica era una historia bien distinta.
Yo ya había hablado bastante de mí y ahora centré la atención en ella:
—¿Puedo preguntar cómo viniste a parar aquí?
—¿Te refieres a cómo acabé naufragando aquí?
—No lo digo con mala intención.
—No, ya lo sé.
De nuevo sentí esa intimidad. ¿Cómo podía asegurarlo con tanta determinación alguien que no me conocía en absoluto?
—Esta es la lejana costa a la que han venido a encallar mis huesos tras muchas peregrinaciones.
—¿Y te gusta la vida aquí?
De nuevo le aparecieron arruguillas en las comisuras de los párpados por la sonrisa, pero, cuando estaba dispuesta a responder, alguien entró en nuestro campo de visión caminando o, mejor dicho, arrastrando unos pies que apenas se levantaban del suelo.
—Mira, ahí está la señora Dumenil. Por lo visto, se ha traído su álbum de recortes.
Era evidente que se refería a la bolsa del supermercado Albert Heijn que llevaba la anciana. Era tan baja de estatura que, para evitar que la bolsa arrastrara por el suelo, había introducido las asas por uno de sus brazos. Con el otro se apoyaba en un bastón anticuado que terminaba en forma de trípode, con tacos de goma en cada extremo. No sabía que siguieran existiendo ese tipo de bastones, pero de todas formas la imagen que ofrecía era bastante más digna que la de uno de esos andadores. Al acercarse un poco más, vi que padecía una variedad grave de la enfermedad de Parkinson: la cabeza y el torso escuálido y delicado le temblaban tanto que semejaba una marioneta pendiente de hilos.
Cuando entró, me puse en pie y me presenté. Aunque sentí los huesos y los nudillos a través de la piel y su mano desapareció en la mía, apretaba con fuerza y, a pesar de su aspecto quebradizo, daba la impresión de ser una persona muy resuelta. La animada resolución de las personas mayores que quieren decir: «Fíjate lo bien que estoy a mi edad».
—Jager Havix. Qué nombre más extraño. ¿Es usted judío? —Se quedó examinándome bien—. Pues no tiene usted pinta de judío.
—Es que no lo soy.
—Los judíos han sufrido terriblemente, pero también asesinaron a Jesús. Las dos cosas son terribles. Mi madre decía siempre: «Perdonar, sí; pero olvidar, nunca».
Me pregunté por un instante si estaría bien de la cabeza, pero ya era demasiado tarde para largarme. En cualquier caso, ahora no. Estaba aquí porque de algún modo yo la había llamado y acababa de sacar la carpeta de recortes de la bolsa de plástico. Solo confiaba en que la situación no empeorara.
Tan pronto como estuvo sentada, dejó descansar las trémulas manos sobre la carpeta y dijo:
—Lo primero que pido siempre a las personas a las que cuento mi historia es que la escuchen. Cuando termine, a usted le podrá parecer lo que quiera, es usted muy libre, pero hasta ese momento deberá prestarme atención con un espíritu carente de prejuicios. ¿Querrá hacerlo?
Solo entonces me di cuenta de una característica de esa enfermedad de Parkinson: su rostro parecía una máscara debido a una disminución en la capacidad de la expresión facial. Si bien aún no se le había anquilosado del todo la cara, había llegado hasta tal punto que me resultaba imposible leerle cualquier gesto en los rasgos. Sin embargo, por el tono de voz en que hablaba y la manera en que elegía las palabras, todo lo que decía sonaba muy categórico y terminante. Al mismo tiempo, tenía algo ligeramente histérico, como si justo bajo la superficie de ese rostro acallado dormitara algún espíritu que la estuviera poseyendo. Sentía curiosidad por el efecto que me causaría su historia una vez hubiera terminado de hablar.
—Lo intentaré —respondí.