IV
Cuando a las diez de la noche estaba cepillándome los dientes, después de ducharme, miré en el espejo la ducha que había a mis espaldas. El lugar estaba revestido con unos pequeños baldosines de color marrón oscuro que me hicieron pensar en las sólidas mesas de madera de roble, cuyo tablero también había sido realizado con el mismo baldosín. Una mesa que simbolizaba más las botellas de cerveza, el tabaco negro y la pobreza desesperada que la falta de gusto. A pesar de esa asociación deprimente, me había dado una buena ducha. La habitación estaba decorada con austeridad, era casi espartana, pero limpia; el colchón de la cama individual era consistente y dormía entre pulcras sábanas y bajo un cálido edredón. Ahora abriría bastante las ventanas para que el aire frío pudiera entrar en la habitación y por la mañana me despertaran los primeros silbidos de los pájaros. Tan temprano y tan en medio de la naturaleza que aún no se podría oír ningún sonido humano, solo ese silbido de los pájaros.
Me senté en el borde de la cama para escuchar los mensajes que me habían dejado en el buzón de voz del móvil. Un par guardaban relación con los últimos flecos de un asunto en el que había estado trabajando los meses pasados y Jaap Tielemans me enviaba saludos, invitándome a que saliéramos a cenar. Y, por último, ese extraño mensaje: «Sí, buenas tardes, Jager, soy Dick van Arnhem. Me gustaría hablar contigo. No es urgente. Llámame cuando puedas. Adiós».
Había confiado en que todo pudiera aplazarse hasta la semana siguiente, pero incluso aunque no hubiera ninguna prisa, no conocía a nadie que no contestara de inmediato a un mensaje de Dick van Arnhem. Del tono de su voz tampoco podía deducirse nada. Las veces que le había acompañado en momentos en que se requería tomar una decisión importante nunca había llegado a percibir tensión alguna en su voz. No podía imaginarme que hubiera nada capaz de hacerle perder el control a este hombre, ya se tratara de la compra multimillonaria de otra empresa o de la adquisición de una valiosa obra de arte. Con tranquilidad, ponderadas y siempre bien calculadas, sopesaba las diferentes opciones.
En el pasado había hecho un par de trabajos bien remunerados para él que salieron en la primera página de todos los periódicos neerlandeses importantes e, incluso, fueron noticia en el extranjero.
Al final de la década de los años cincuenta del siglo pasado, uno de sus antecesores en la dirección de la empresa había añadido a la colección unas cuantas obras experimentales del pintor ruso Kazimir Malévich, uno de los vanguardistas más importantes del siglo XX. Su empresa solo había comprado cuatro, pero el Stedelijk Museum de Ámsterdam había realizado una selección mucho mayor de esa misma partida ofertada: decenas de pinturas, acuarelas, dibujos y las denominadas «fichas teóricas». En 1927, Malévich se había visto obligado a dejar una parte de su colección en Berlín, donde se encontraba a la sazón asistiendo a una gran exposición de su obra. Cuando Malévich falleció en 1935, la colección seguía estando allí, embalada en grandes cajas de madera. De por sí ya era un milagro que todo hubiera sobrevivido a la guerra, pues en opinión de los nazis se trataba de arte degenerado. Si le hubieran podido echar mano, probablemente lo habrían quemado sin miramientos. Cuando el Ayuntamiento de Ámsterdam adquirió una parte de la colección para el Stedelijk Museum, las negociaciones se llevaron a cabo con el arquitecto alemán Hugo Häring, quien afirmaba, confirmándolo con documentos que lo demostraban, que él era el propietario legítimo. Durante años estuvieron circulando algunos rumores persistentes que ponían en duda esos derechos de propiedad, pero la dirección del Stedelijk Museum se encerraba en un mutismo absoluto. Los herederos de Malévich habían intentado por las buenas que la dirección del museo escuchara sus reclamaciones en el sentido de que ellos, y solo ellos, eran los auténticos propietarios, pero se les puso de patitas en la calle con cajas destempladas. Cuando ya no les quedaba ninguna otra opción, decidieron incoar un proceso apoyados por un sinnúmero de sólidas pruebas que testificaban que su abuelo nunca había cedido su propiedad. El Stedelijk Museum recurrió como respuesta a una batería de caros abogados y la parte contraria se vio atrapada en las asfixiantes redes de un juego dialéctico de procesos judiciales y trámites costosos. Muy razonablemente, el museo pensó que podía ganar esa batalla de desgaste devoradora de dinero confiando en que una institución, al fin y al cabo, siempre tendrá más capacidad de resistencia que un individuo, tanto más ahora que se trataba de descendientes empobrecidos de la antigua Unión Soviética. Cuando su reclamación resultó haber prescrito, según el derecho neerlandés, los herederos de Malévich se vieron por fin obligados incluso a incoar el proceso en los Estados Unidos de Norteamérica.
Los herederos de Malévich se habían dirigido inicialmente al Stedelijk Museum porque allí se encontraba la mayoría de las pinturas. No se podían permitir otro juicio y probablemente pensaron que, si el museo tuviera que devolver la colección, a la empresa de Dick van Arnhem le aguardaría en un momento posterior el mismo destino. En lugar de quedarse esperando, Dick van Arnhem me contrató para averiguar la provenance de sus cuatro pinturas. No le apetecía atrincherarse tras abogados y quería saber si los herederos de Malévich estaban en su pleno derecho o no. Por un instante muy breve sospeché que recurría a mí para reunir material probatorio que pudiera utilizarse en la defensa contra una posible reclamación. Pero aunque hablé muy poco con él, me pareció una persona íntegra.
Durante todos los años que llevaba ejerciendo esta profesión y coincidiendo con la gente más extraña, empezaba siempre con la misma pregunta: ¿quién es la persona que me contrata? Quería saber exactamente con quién tenía que vérmelas, incluso si no era fácil descubrirlo y costaba tiempo y dinero. No lo hacía en primer lugar para asegurarme de que el posible cliente podía responder con su dinero a los pagos. Ese riesgo ya estaba cubierto; además de un contrato claro, exigía eventualmente un aval bancario o que se depositara el dinero en una cuenta de garantía bloqueada. La razón principal era que no quería verme involucrado en feos asuntos con las personas equivocadas. En el pequeño mundo por el que me movía no había nada más peligroso que una reputación dañada.
A Dick van Arnhem no se le podía reprochar nada. Había alcanzado la cumbre trabajando duro y gozaba de una excelente consideración por parte de los accionistas, quienes habían visto subir mucho el valor de sus posesiones desde que él era el director ejecutivo. Pero no solo eso, también era querido por sus colaboradores. En un tiempo en el que la competencia se había lanzado bajo la presión de los bancos y las aseguradoras al torbellino de reorganización sobre reorganización y un expediente de regulación de empleo tras otro, él supo conservar la calma interna. Sin perder de vista la importancia de una organización eficiente y exigiendo mucho a los suyos, resultó simplemente que él no tenía parangón en la mejora constante de sus productos y en la apertura de nuevos mercados. Puede que pareciera sencillo, pero me imaginaba que debería de soportar una enorme presión para alcanzar tan altos objetivos en este mercado en extremo competitivo.
La confirmación de que mi intuición era correcta llegó cuando le presenté el informe con los resultados. Fue un caso en el que estuve trabajando durante medio año a tiempo completo. Había tenido que desplazarme a Hannover, Colonia, Varsovia, Nueva York e incluso a Leningrado, Moscú y Canberra. Me había pasado muchas horas en archivos, a veces escarbando en dosieres en los que se había acumulado el polvo de décadas. Y para un asunto que había acontecido hacía mucho tiempo tuve que buscar a personas, a menudo muy ancianas, que me pudieran contar algo de primera mano.
Cuando por fin se vio confrontado con la conclusión de que era cuestionable la legitimidad con que las pinturas habían llegado a poder de la empresa cuyo director ejecutivo era él, no pareció especialmente decepcionado. Sus preguntas eran todo menos defensivas y no estaban encaminadas a ponerles trabas a mis consideraciones. Aunque no era asunto mío, le pregunté qué pasos se planteaba dar ahora. No entró en detalles, pero vino a decir en resumidas cuentas que no impugnaría la reclamación de propiedad de los herederos. Al contrario, la reconocería, pero al mismo tiempo haría todo lo posible por conservar las obras en la colección de su empresa.
No mucho más tarde leí en el periódico por fin lo que había conseguido. De manera muy inusual, desde luego en el mundo del arte tal como yo lo conocía, pues después de todo no había ningún pleito contra la empresa, fue él quien tomó la iniciativa de dirigirse a los herederos de Malévich y reconocerles los derechos de propiedad. Llegó a un acuerdo por el que la propiedad volvía a pasar oficialmente a los herederos, pero al mismo tiempo la empresa obtendría los cuadros en préstamo de uso durante un período de cincuenta años, con opción a prórroga. En resumen: seguían formando parte de la colección. No se mencionó nada sobre los detalles de los acuerdos alcanzados, ya que las dos partes habían pactado no facilitar información al respecto. Se especuló sobre lo que se había pagado para conseguir las pinturas en préstamo, pero nadie conocía los pormenores.
Sin embargo, más adelante oí algo al respecto que me proporcionó una perspectiva muy esclarecedora del modo en que Dick van Arnhem había sabido combinar de manera muy inteligente el deseo de hacer justicia y, al mismo tiempo, la intención de conservar las pinturas en las condiciones más favorables posibles. Me enteré por boca de la administradora de la colección, una dama mayor y jubilada, una especialista en arte de renombre, que había sido contratada por Dick van Arnhem para gestionar la colección. Me la encontré en la feria TEFAF, durante uno de los innumerables cócteles que ofrecen los marchantes de arte allí presentes, y me puse a charlar con ella. Ya había bebido algo y, aunque aún un poco reservada, estaba bastante más expansiva de lo normal.
Ella y Dick van Arnhem habían ido a San Petersburgo con el dosier tal y como se lo había entregado yo y allí se habían encontrado con los herederos de Malévich, un grupo bastante heterogéneo de casi treinta personas. Habían llevado abogados, pero Dick van Arnhem no quería ni verlos, así que tuvieron que marcharse. Cuando estuvieron sentados por fin los unos frente a los otros, les contó sin rodeos que su empresa, cuyo jefe supremo era él, tras haber realizado minuciosas investigaciones, había llegado a la conclusión de que no era la propietaria legal. La parte contraria se quedó de piedra, se les abrieron las bocas por la sorpresa y, tras esa sorpresa, llegó la desconfianza. ¿Qué habría detrás de todo esto? Dick van Arnhem hizo su propuesta a continuación con toda tranquilidad. La propiedad regresaría oficialmente a los herederos de Malévich mientras él obtuviera el préstamo de las pinturas por un período de cincuenta años, con una opción de prórroga bajo condiciones estipuladas con anterioridad. También estaba dispuesto a prestar los cuadros un determinado número de días al año para exposiciones retrospectivas de su obra. Por ese préstamo de uso quería pagar una cantidad anual. Cuando mencionó la cantidad, se produjo cierta irritación al otro lado de la mesa. Se consideraba demasiado baja para cuatro obras maestras de Malévich cuyo valor en el mercado sería de millones. Los compradores harían cola para adquirirlas.
Dick van Arnhem hizo algo a continuación que a ella también la sorprendió. Mientras me lo contaba, en su voz podía apreciarse admiración al evocar de nuevo cómo manejó el asunto entonces.
—Dejó en la mesa su dosier y, ¿sabe lo que dijo?: «Hemos gastado mucho dinero para poder comprobar de manera irrefutable que las pinturas nunca han sido realmente de nuestra propiedad. Esa prueba se encuentra en esta carpeta. Naturalmente, sé también que han pleiteado con el Stedelijk Museum de Ámsterdam. He contactado con ellos al respecto, después de todo los dos compramos cuadros de esa famosa caja de madera de su abuelo. También he visto los pliegos que han presentado para reclamar los derechos de propiedad. Además, he hablado con los abogados del museo y ellos creen que, también basándose en lo que ustedes han entregado como prueba, tienen muchas posibilidades de que su reclamación sea declarada sin fundamento por un juez. Creo que no se equivocan, queda bastante espacio para sembrar duda y tengan por seguro que la sembrarán. En ese caso, tendrán que pasarse muchos años litigando».
»Guardó un breve silencio para que las palabras hicieran su efecto y luego dijo: “Si llegamos a un acuerdo, su posición será mucho más sólida”.
»No estábamos sentados frente a personas estúpidas, señor Havix. Les explicó con calma por qué le parecía su oferta económica tan razonable. En primer lugar, porque estaría claro que reconocía el derecho de propiedad de los herederos de Malévich, lo que ejercería una enorme influencia en el juicio que se estaba tramitando con el Stedelijk Museum. Y en segundo lugar, quería poner a su disposición las pruebas recopiladas por usted. En realidad, Dick “vendió” su dosier, como quien dice. Una idea que a mí no se me habría ocurrido ni por asomo. Durante la reunión, llegamos a un acuerdo en líneas generales. Lo único que me preocupaba era la reacción del Stedelijk Museum. Si llegara a conocerse esto, podrían bebernos la sangre. Cuando se lo comenté a Dick después, me contestó muy tranquilo que difícilmente podía reclamar la propiedad de lo que no era suyo. En ese sentido era un hombre de férreos principios. Por lo demás, se hallaba en la incómoda posición de depender del desenlace de un pleito de otros, y eso era algo que no le gustaba en absoluto. Esta era la única posibilidad que quedaba de salir bien para él y para los herederos de Malévich. Él se debía a la empresa que dirigía, no al Stedelijk Museum. Por lo demás, ellos tampoco habían venido a preguntarle por su parecer cuando decidieron lanzarse a la arena. Además, ya les había advertido que tarde o temprano les darían la razón a los herederos. Ya se habían producido las primeras señales, en el sentido de que las autoridades rusas empezaban a interesarse por el asunto, so capa de “patrimonio cultural”. Si esto seguía adelante, la presión no haría más que aumentar. La dirección del Stedelijk Museum, sin embargo, apenas le había escuchado.
De alguna manera, yo la había subestimado, porque a pesar de ese par de copas de vino sólo me había contado lo que había querido. No había soltado prenda sobre la parte más importante de los acuerdos a los que habían llegado allí, en San Petersburgo, de los que no me enteré hasta después de tres años por el periódico. En efecto, Dick van Arnhem había vendido mi informe, pero por un precio mucho más elevado de lo que cualquier persona hubiera considerado posible. Visto a posteriori, había recuperado con creces el dinero que había invertido en mi contratación.
Tras las intrigas y litigios de rigor, el Stedelijk Museum decidió transigir. La propiedad de todos los cuadros y el resto de las obras volvió a manos de los herederos de Malévich. Sin embargo, las condiciones fueron mucho menos favorables de lo que habían sido para Dick van Arnhem. Se percibía algo de la aversión que los herederos de Malévich debían de haber sentido por la manera en que el Stedelijk Museum los había tratado en el pasado. Quisieron recuperar a toda costa las pinturas más importantes y, por la parte restante que le quedó en préstamo de uso al museo, este tuvo que pagar una suma considerable. En el cabildo de Ámsterdam fue un motivo de debates acalorados. ¿Quién había sido el responsable de esa mala gestión?
Sin embargo, uno de los cuadros que hubo de ceder el museo se quedó en los Países Bajos. No pude reprimir una sonrisa al leerlo: Dick van Arnhem se las había ingeniado muy bien para conseguir incluirlo en su colección. Era una de las primeras pinturas suprematistas de Malévich: Cruz negra sobre óvalo rojo. Recordé que Dick van Arnhem la había mencionado una vez cuando me mostró los cuatro cuadros que obraban en poder de su empresa.
—En realidad, es una serie de cinco pinturas. El quinto lienzo se halla en el Stedelijk Museum: Cruz negra sobre óvalo rojo. No me preguntes por qué no adquirimos entonces las cinco, es incomprensible. Intenté convencer al Stedelijk Museum para volver a reunirías, pero no hubo manera. Bueno, sí, existía la posibilidad de que les cediéramos nuestras cuatro pinturas. Es una pena que persistan en su empeño, porque precisamente esa pintura que falta aumenta la fuerza expresiva del conjunto. Ojalá pudiera tener la oportunidad de reunirías algún día.
Esa oportunidad se había presentado y él la había agarrado con ambas manos. Ese día en San Petersburgo había llegado a otro acuerdo. No he visto el contrato, pero debe de haber sido más o menos como sigue: si los herederos de Malévich consiguen recuperar con su ayuda los cuadros del Stedelijk Museum, ese cuadro en concreto debía unirse a las otras cuatro pinturas. Ese era su deseo de amante del arte. El hecho de que su abuelo probablemente también lo habría querido así, no habrá dejado de mencionarlo Dick van Arnhem. Debe de haber empleado cualquier argumento disponible para fundamentar su propósito.
Mi contratación fue uno de los pasos de un plan que habría urdido hábilmente con antelación. Este hombre le había dado la vuelta por completo al asunto, llevándolo a su terreno. Mis servicios no habían sido nada baratos, pero al final había conseguido en préstamo de uso una pintura única, pagando por ella solo una fracción de su valor de mercado, estimado en unos quince millones de dólares.
Para los herederos de Malévich todo había terminado por lo menos igual de bien: tras el Stedelijk Museum, el Museum of Modern Art de Nueva York y el Busch-Reisinger Museum de Cambridge, Massachusetts, decidieron transigir en vez de litigar.