XIII

Jaap y yo teníamos la costumbre de asistir en noviembre al Festival Internacional de Documentales de Ámsterdam, el IDFA. Durante los primeros años veíamos los documentales más dispares, pero con el paso del tiempo habíamos delimitado el terreno. En el programa rastreábamos «naturalezas muertas» de personas; documentales en los se grabaran los quehaceres diarios de la gente, en los que a simple vista ocurría poco y se comentaba menos. Jaap era inspector del Departamento de Homicidios de la Brigada en la Región de La Haya y tanto en su trabajo como en el mío todo giraba en torno a personas de todas las clases sociales. Sin embargo, no íbamos a verlos para comprender mejor sus móviles. A veces no había quien comprendiera nada en absoluto: esa era la conclusión a la que habíamos llegado con el tiempo.

Esta vez tuvimos que ir a la nueva Biblioteca Pública, en la Oosterdokseiland, cerca de la Centraal Station, y la cosecha no fue mala. Washed Ashore trataba de un camposanto en la parte austriaca del Danubio, un cementerio para muertos anónimos cuidado con amor por un encargado anciano que había sacado del río un total de unas cincuenta almas ahogadas y suicidas. Below Sea Level trataba de una comuna de marginados en un lugar perdido a unos trescientos kilómetros al sudeste de Los Angeles, cuarenta metros por debajo del nivel del mar. No era una colonia hippie, simplemente unas cuantas personas que habían vuelto la espalda a la sociedad. Glenn Helder, c’est la vie contaba la historia del extremo izquierdo del Arsenal Glenn Helder, que se lesiona, el aburrimiento le lleva a perder todo el dinero en el juego, le da una paliza al nuevo novio de su ex y, por último, acaba en la cárcel.

Cuando salimos, ya era de noche y hora de cenar. Propuse ir al restaurante Pier 10. Aunque no era mi favorito, estábamos cerca. Jaap había venido con el coche, pero en este momento del día no me apetecía nada ir al centro, pues significaba mucho tráfico y problemas para aparcar. Además, no me gustaba cenar tarde. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en Pier 10. Recordaba que la comida era buena, aunque demasiado cara, y cada vez me molestaba más la clase de clientela que lo frecuentaba. Personas de éxito, en gran parte todavía relativamente jóvenes, que no habían sufrido ningún revés en la vida y a quienes parecía de lo más natural que todo les fuera de maravilla, y que casi siempre mostraban poca comprensión con la gente que había sido menos afortunada y a la que la vida sí que le había dejado cicatrices. Si no triunfabas, era por tu culpa.

Estaba tranquilo y conseguimos una mesa en la parte delantera del muelle, con vistas al río IJ. Durante todo el día el tiempo había estado inestable, con nubes en el cielo que, impelidas por un fuerte viento, descargaban de buenas a primeras en violentos chaparrones. Si bien el IJ era un río y no había olas de importante consideración, la superficie del agua se veía bastante agitada y de vez en cuando las olas rompían empujadas por fuertes vientos racheados, salpicando al cielo una lluvia de gotas. El transbordador que llevaba al norte de Ámsterdam debería de estar pasándolas canutas para mantener el rumbo. Aparte de las luces del transbordador y algún barco de navegación interior que pasaba por delante, todo era una oscura masa fría y tenebrosa.

Mientras yo iba haciendo mi pedido, Jaap aprovechó la oportunidad para examinar a la joven camarera. Su mirada fue neutra y no dijo ni una palabra, pero ella se ruborizó. No era la única, pues se trataba de una reacción que Jaap provocaba a menudo. Con la edad, pero también como consecuencia de un estilo de vida poco sano, Jaap había ido trasladándose lenta pero seguramente del James Dean que fue en su día hacia una especie de Keith Richards. Un rostro llamativo y, por lo visto, tan atractivo que fascinaba a muchas mujeres. Pero también contribuía su actitud, que irradiaba una forma de tomarse la vida según venía y que así le iba de maravilla. Yo, tan pronto como me encontraba en su presencia, también percibía esa despreocupación como un baño de agua caliente. Las cosas son como son y, si te has esforzado por hacerlo lo mejor posible, no había nada que reprocharte y no había ninguna razón para darle más vueltas al asunto.

No solía hablar con los demás de mi trabajo, pero Jaap era la excepción que confirma la regla. Y solo lo sacaba a colación cuando quería saber su opinión. Tuvo una reacción poco entusiasta cuando le conté lo de Mira Roes. La verdad era que si hasta la fecha había estado intentado conseguir justicia en vano, era ingenuo pensar que todavía iban a rectificar lo que se había hecho mal. Al menos no entre las cuatro paredes de una sala de audiencia, ya que era un sistema demasiado cerrado. La abogacía y el poder ejecutivo eran bastiones imposibles de penetrar para una persona que no se encontrara dentro. Del sector médico apenas sabía nada, pero con abogados y jueces se las había tenido que ver más veces de las deseadas. Con mayor frecuencia de la que hubiera querido, había tenido que estar sentado en la sala escuchando con indignación a magistrados que no se habían leído los autos o simplemente no tenían la inteligencia suficiente como para poder profundizar de verdad en casos complicados, y entonces solo se mostraban sensibles al abogado que lograba presentar su caso de manera más convincente. Incluso aunque tu queja sobre un mal juez fuera justa, la posibilidad de ganar era mínima. El Órgano Disciplinario Médico para los doctores y el Consejo de Supervisión para los abogados: colegas que juzgan a colegas. Los jueces no solo se nombran de por vida, sino que nunca había habido ninguno que hubiera sido despedido por haber hecho mal su trabajo.

Para lo que era habitual en él, hablaba con bastante vehemencia:

—Esa señora Roes tuya es para esa clase de personas solo alguien que pasa por allí un momento. Esos jueces tienen que encontrarse todos los días en la misma puerta y han de llevarse bien. Es terrible lo que le ha pasado, pero no debes mezclarte. Di no antes de que sea demasiado tarde. Si este asunto lleva ya diez años, no es ya una cuestión de quién está en posesión de la verdad, sino de quién va a llevarse la razón, ¿no? Ahora es ella y su esposo contra esos otros: todo el mundo se ha atado ya los machos. ¿Te crees tú que esa clase de personas que espera de ti que te levantes cuando entra en la sala, y ve eso como la cosa más normal del mundo, va a permitir que le lean la cartilla?

Con su experiencia, el consejo que me dio no era algo para tomarse a la ligera. A pesar de todo, con Sunardi había pasado algo. Todavía no estaba muy seguro y eso debió de notárseme en el rostro, porque Jaap dijo:

—No he podido convencerte, ¿a que no?

Mientras me quedé esperando la cuenta, Jaap había ido por el coche. Poco después salía yo también al encuentro de la noche y me aposté al lado de la carretera, preparado para subirme en cuanto llegara. Este era el tramo en la parte posterior de la Centraal Station donde antes esperaban las putas a sus clientes. Eso había sido hace años, porque ahora ya no se las toleraba allí y se había convertido en un lugar triste de Ámsterdam, dejado de la mano de Dios y de todo el mundo. Una franja de tierra de nadie entre la espalda de la Centraal Station y Ámsterdam Norte, que empezaba al otro lado del agua.

Vi a Jaap venir ya de lejos. Cuando se estaba acercando, empezó a desviarse del medio de la carretera muy poco a poco, hasta que enfiló hacia mí. Levanté el brazo para indicarle dónde estaba. Por un momento pensé que quería gastarme una broma, pero me di cuenta de que algo debía de ir realmente mal cuando rozó con tanta fuerza la parte posterior de una Vespa aparcada que la tiró y fue deslizándose un buen trecho por la acera con una lluvia de chispas. Jaap seguía acercándose derecho a mí y no parecía que fuera a aminorar la velocidad. Si esto seguía así, yo sería el siguiente en ser atropellado. Estaba confuso y ahora empezaba a hacerle aspavientos que, aunque más enérgicos, seguían careciendo de plena convicción. Como si de un momento a otro fuera a revelarse que todo había sido en realidad una broma. Hasta que estuvo tan cerca que no tuve más remedio que saltar hacia atrás. Mientras el coche pasaba a mi lado a toda velocidad, vi fugazmente a Jaap tumbado sobre el volante, con la cabeza girada de tal manera que no llegué a verle la cara. ¿Qué estaba pasando? ¿Se había indispuesto? Si era así, parecía que la cosa iba a empeorar, porque en la curva de la carretera solo había una valla que le separaba del agua del IJ. No había ningún otro obstáculo que pudiera detener el coche. Empecé a correr detrás y, para mi espanto, vi cómo embestía contra la valla y apenas disminuía la velocidad, para a continuación desaparecer de mi vista. Entonces me puse a correr tan rápido como me fue posible y, llegado al embarcadero, vi cómo el coche estaba flotando sobre el agua. Por un momento tuve la esperanza, contra toda lógica, de que siguiera flotando, pero luego vi que ya empezaba a hundirse en la agitada superficie del río. Miré desesperado a mi alrededor, pero no pude distinguir a nadie. ¿Qué podía hacer? ¿Jaap seguía estando vivo? Miré al coche con mucha atención, confiando en que se moviera algo y que tal vez el propio Jaap intentara salir de allí. Nada, nada en absoluto. Me vi asaltado por la angustia paralizante que me producía tomar conciencia de que, si no llegaba a tiempo, antes de que el coche desapareciera del todo, ya no podría encontrarlo en las negras aguas. Ahora parecía hundirse a mayor velocidad que hacía un momento. Me quité el abrigo, me quité los zapatos y me zambullí, con demasiado miedo como para bucear en la oscura corriente. Hacía un frío tan terrible que de inmediato me quedé sin respiración. Empecé a nadar con todas mis fuerzas hacia el coche, ya en dirección a la puerta del conductor. En mi cabeza no dejaba de gritar: «¡Joder, joder!» como un mantra para oponer algo de resistencia al miedo que me provocaba el frío y negro elemento líquido y la catástrofe que se estaba fraguando. Alcancé el coche justo en el momento en que desaparecía por completo bajo el agua. Palpé con las manos la puerta del lado de Jaap en busca de la manija, pero ya se había hundido demasiado. Sentí cómo el espejo lateral se me resbalaba entre las manos hasta que también desapareció en la profundidad. Por mucho miedo que tuviera a las oscuras aguas, no me quedaba más remedio que sumergirme también con él. Cogí tanto aire como me fue posible y descendí buceando tras el coche. Apenas había ganado profundidad cuando ya lo sentí. Se había detenido en el fondo. No podía ver nada y palpaba con ambas manos el exterior. Toqué el parabrisas y comprendí que debía ir a la derecha para buscar de nuevo la puerta del conductor. Una fracción de segundo después ya tenía la manija. Tiré de ella, pero ya no me quedaba aire y la desesperación se apoderó de mí. ¿Cuánto tiempo llevaba Jaap bajo el agua? Me di impulso contra el coche y con unas cuantas brazadas alcancé la superficie. Sin pensármelo dos veces, cogí aire y me sumergí de nuevo. Esta vez di con la puerta casi de inmediato y logré ir abriéndola poco a poco. Sentí cómo el agua entraba a remolinos en el coche, pasándome por delante del cuerpo. Cuando la puerta estuvo suficientemente abierta, palpé el cuerpo de Jaap. Lo primero que tocaron mis manos fue su cabeza, que se movió un poco a un lado con mi contacto, como si quisiera salir flotando por el agua. Le recorrí a tientas el cuerpo buscando el cinturón de seguridad. Al no dar con nada, empecé a tirar de él. El cuerpo comenzó a movérsele muy despacio y le arrastré hacia el lateral para sacarle del coche. Ahora yo tampoco tenía oxígeno apenas y con todas mis fuerzas me impulsé contra el lateral del coche. Un segundo más tarde salíamos los dos a la superficie.

Me encontraba al borde del agotamiento y todavía no había terminado. Miré al embarcadero, pero allí no había ni un alma. Nadie nos había visto y no tenía a quien recurrir. Busqué en vano un lugar por donde pudiéramos salir del agua. En ese momento, sentí algo cálido en las manos. Solo entonces me percaté de que el rostro de Jaap estaba cubierto con sangre que le salía de una herida profunda en la cabeza. Probablemente se la habría golpeado contra el parabrisas cuando el coche cayó al agua, ya inconsciente y sin el cinturón de seguridad, por tanto sin ofrecer resistencia alguna. ¿Estaría todavía vivo? ¿Tenía un cadáver en los brazos? Mientras le mantenía la cabeza por encima del agua, le palpé el cuello buscándole el pulso con unos dedos en los que apenas tenía sensibilidad. Cuando lo sentí, de nuevo lo sentí y volví a sentirlo, me transmitió tanta fuerza que empecé a gritar. En una euforia demente, se intercalaban los gritos de ayuda con los insultos procedentes de lo más profundo de mi alma.

Antes de llegar a la orilla, vi cómo aparecía un hombre en el embarcadero por encima de mí. «¡Aquí, aquí, ayuda! ¡Llame al 112, llame al 112!», seguí gritando.

Después me enteré de que la policía había llegado en menos de diez minutos, pero para mí fue una eternidad. Había logrado aferrarme al muro de contención, pero seguía sin poder ir a ninguna parte. Había intentado agarrar con mi brazo libre el que me tendía el hombre, que se había tumbado boca abajo para arrimarse más, pero la distancia era excesiva. En esos intentos tenía que soltar el muro de contención, seguir sujetando a Jaap y, entre tanto, patalear en el agua con el fin de impulsarme hacia arriba lo máximo posible. No lo conseguía y era tan agotador que desistí al cabo de dos intentos. Al hombre no le quedó otra que darme ánimos, pero percibí el miedo en sus ojos. También él veía cómo la sangre seguía fluyendo por el rostro de Jaap.

Oí acercarse desde lejos una sirena. Poco después vi cómo el cielo se iluminaba encima de mí con una luz giratoria azul y una fracción de segundo más tarde aparecieron dos policías. Tras haber examinado la situación, regresaron con una cuerda. Mientras ataban un extremo, me daban instrucciones de cómo debía pasarla por debajo de los brazos de Jaap y anudársela al vientre. El tono sosegado de voz con que me hablaban tuvo un efecto tranquilizador y desapareció algo del pánico que me había estado devorando durante todo ese tiempo. Sentí un agradecimiento que hizo que se me saltaran las lágrimas. Entre tanto, tenía las manos tan ateridas que apenas me obedecían. Después de haber conseguido anudar la cuerda alrededor de Jaap, tuve que girarle para que pudieran subirle despacio con la espalda vuelta al muro de contención. Seguía estando inconsciente y la cabeza le caía desmadejada hacia delante.

Mientras me iban sacando a mí, oía sirenas por todas partes. Una vez arriba, vi cómo llegaban las ambulancias dando frenazos, seguidas no mucho después por los bomberos. Mientras los enfermeros de la ambulancia se arrodillaban junto a Jaap, uno de los agentes me preguntó si había más personas en el coche. Cuando le respondí que no, se levantó y se dirigió al coche de bomberos. Yo también intenté levantarme, pero no conseguí más que incorporarme sobre las rodillas, para después perder el equilibrio y caerme de lado. Tardé demasiado en estirar el brazo para buscar apoyo y me golpeé la cabeza con los adoquines. Me di cuenta del golpe, pero fue bastante extraño que apenas sintiera dolor. Debió de ser por el frío. Había llamado la atención de uno de los enfermeros que estaban con Jaap. Mientras venía corriendo hacia mí, oía cómo se restregaban entre sí las perneras de sus pantalones de material sintético. «¿Qué tal está?», pregunté cuando se arrodilló a mi lado. «¿Qué tal está usted?», fue la pregunta con que me respondió mientras me examinaba. Este hombre también era la tranquilidad en persona. «Debe de tener bastante frío, pero vamos a hacer algo para remediarlo».