XXX

Pasó algún tiempo antes de que comprendiera cómo había conseguido mi nombre el bufete de Louise Verhees, pues Kalman Teller no lo había dado en ningún momento, ni siquiera cuando se había puesto a buscar un consejero concienzudo que pudiera analizar las consecuencias jurídicas de la información que Redig había logrado averiguar. El propio Redig fue mucho más tajante y se indignó francamente ya solo por haberme atrevido a preguntárselo. Mira y Frederik Roes al principio tampoco tenían ni idea, pero, tras insistir un poco más, resultó que Frederik Roes se había ido de la lengua.

Me llamó una secretaria del bufete Pauw, Richter, Denneman & Forselaar: la empresa para la que trabajaba Louise Verhees me invitaba a mantener una conversación en el bufete. Cuando le pregunté de qué se trataba, respondió muy educada que creía que yo ya estaba al tanto. No seguí preguntando y concerté la cita. Justo cuando pensaba que había llegado a un callejón sin salida, determinadas personas estaban empezando a preocuparse.

De camino a la avenida Gustav Mahler, crucé la Zuidplein, la plaza del Sur. El viento era tan fuerte que casi me tira de la bicicleta. Era el tipo de plaza, encerrada por el World Trade Center y otras torres de oficinas en el Eje Sur, donde siempre había tremendas ventoleras y en los días soleados una gran parte quedaba a la sombra de los elevados edificios que la rodeaban. Me habían invitado a que me pasara por allí al final del día, a una hora en la que los empleados de bancos y el personal de los muchos bufetes de abogados y de aseguradoras e inmobiliarias y del tribunal en el Parnassusweg iban de camino a la Station Zuid/WTC. Delante de mí, el viento le levantó la falda a una muchacha y, en su intento de volver a bajársela, se dio un aire a Marilyn Monroe en la foto que aparece sobre esa rejilla del metro. Fue por un instante un rayo de esperanza en la oscuridad y el frío de esa tarde de diciembre.

Me recibieron en una sala de reuniones alargada con una mesa ovalada en el centro y una decena de lujosas sillas alrededor. La única pared en la que había ventanas ofrecía vistas a un jardín interior, despoblado ahora. En la pared de enfrente colgaban los retratos de quienes, suponía, fueron los fundadores y socios de este bufete. La única foto que reconocí fue un retrato con traje de gala de la reina Beatriz, colgado encima de la repisa de mármol de una chimenea. En el suelo había una gruesa y mullida moqueta de color azul oscuro. Sobre la mesa pendía una suerte de moderna lucerna con ramificaciones en forma de serpiente que se retorcían en toda suerte de escorzos con unas bombillas halógenas en sus extremos. Un moderno interior decorado con buen gusto. Quien se reuniera en semejante entorno seguro que tendría la sensación de estar haciéndolo bien.

Después de haberles estrechado la mano a las tres personas que ya estaban esperándome, me señalaron una de las sillas. Yo era el único que se sentaba a ese lado de la mesa, ya que los tres se sentaron enfrente. Una disposición que daba a entender que no sería una charlita fácil. Mientras iba examinando al trío que tenía delante, fui consciente del aspecto tan desaliñado que debía de tener en comparación con ellos. Llevaba el pelo revuelto por el viaje en bicicleta y desde luego que no me había puesto el mejor de mis trajes.

Aunque Louise Verhees estaba sentada en el medio, el hombre de su izquierda era el único que hablaba de momento. Se había presentado como Trijbits, sin dar ningún nombre de pila. Un hombre vestido de manera impecable, de mediana edad, con un rostro que no me decía nada y que probablemente olvidaría también pronto. Louise Verhees tenía el aspecto de cualquier mujer joven casada con dos hijos que está intentando hacer carrera en un bufete de abogados. Al hombre mayor de su derecha le reconocí como el Denneman de la página web, uno de los fundadores y socios de este bufete. Su retrato todavía no estaba en la pared, pero me pareció que, por su edad, lo más seguro es que no anduviera muy lejos de dejar el trabajo. Tras haberse presentado, también sin nombre de pila, no pronunció ni una palabra más. Sin embargo, no estuvo del todo en silencio, pues hacía gala de un constante carraspeo acompañado de una tos breve y seca, siempre dos veces en cada ocasión y muy seguidas la una detrás de la otra. El carraspeo y la tos solo se detenían cuando cerraba por un momento los ojos y parecía estar echándose una cabezadita. ¿Estos dos caballeros se habían apostado a su derecha e izquierda para dejarme claro que ella podía contar con su apoyo?

Trijbits presentó una exposición salpicada de jerga jurídica. Era el tipo de orador cuya seguridad en sí mismo aumentaba con cada asentimiento aprobatorio de mi cabeza y, al darme cuenta, por supuesto que continué asintiendo. Fui incapaz de comprenderlo todo y, con seguridad, ese era el propósito: así intentaba desconcertarme y, al mismo tiempo, colocarme en mi lugar. Estaba claro que me habían llamado para que los escuchara y no porque estuvieran interesados en mi opinión. Ante todo, no debía quedarme ninguna duda sobre las nulas posibilidades de éxito que tenía el caso de Mira y Frederik Roes. No me habían ofrecido nada de beber al llegar y, cuando Trijbits ya llevaba un tiempo perorando, me levanté y cogí una botellita de zumo de naranja que había en la mesa, en medio de todo un surtido de refrescos y aguas minerales, le quité el tapón y me serví en un vaso.

—Me parece una historia fabulosa —dije cuando Trijbits hubo terminado de hablar por fin—. ¿Me han hecho venir para escucharla? ¿A qué se debe todo este esfuerzo si ya está todo decidido?

—Es imposible que la señora Roes gane esta causa, pero a nadie beneficia que esto se eternice. A nuestro cliente le gustaría mucho dejar el asunto zanjado.

—¿Por qué me han llamado exactamente?

—Por desgracia, hemos comprobado que el señor Teller no se aviene a razones. Es para él para quien trabaja, ¿no?

No respondí la pregunta y pregunté por mi parte:

—¿Con «nuestro cliente» se está usted refiriendo al hospital?

—Sí, naturalmente.

Ni una palabra sobre el papel de su colega en el medio. Desplacé la mirada a Louise Verhees y dije:

—El escrito que usted redactó es falso.

Se ruborizó, pero antes de que pudiera responder, Trijbits le colocó la mano sobre el brazo y dijo:

—¿Falso? ¿A qué se refiere exactamente con esa palabra?

—No reflejaba lo que Sunardi había contado.

Denneman abrió los ojos y, por un momento, pareció estar algo más interesado. Se sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo de la americana y se encendió uno. En la mesa no había ceniceros, así que colocó sobre la superficie una cajita de color marfil y la abrió para echar ahí la ceniza.

—Mi primer cigarrillo tras un largo día de duro trabajo. Me lo merezco, ¿no le parece? Continúa, Peter, estoy escuchando.

—¿Cómo puede usted saber lo que Sunardi declaró ante mi colega? —preguntó Trijbits—. Si no me equivoco, usted no estaba allí presente, ¿no?

—¿Y si le cuento que lo oí de boca del propio Sunardi? —le respondí.

—¿Y bien? —dijo Trijbits—. ¿Ha tenido en cuenta en algún momento la posibilidad de que el señor Sunardi le haya dicho algo muy distinto de lo que le dijo a mi colega? En cuyo caso, su escrito sí que será una reproducción exacta de lo que declaró Sunardi ante ella.

—No creo que tuviera ninguna razón para mentir.

—No cree que tuviera ninguna razón para mentir. —Trijbits juntó las manos uniendo los pulgares y las dejó sobre la mesa—. ¿Tiene usted la más ligera idea de la frecuencia con que un testigo, en este caso un supuesto testigo, cambia a posteriori la declaración que ha prestado?

—No tengo ni idea.

—No tiene ni idea —repitió Trijbits de nuevo mis palabras.

—Sunardi ha sido asesinado —dije—. Para eso seguro que sí había una buena razón. ¿Ha pensado usted ya en eso?

—No, y tampoco tiene nada que ver con la causa en la que representamos a nuestro cliente. Quizá en ese trabajo suyo haya lugar para teorías de conspiración, pero en el nuestro no.

—Qué suertudo —dije con una sonrisa.

No se valoró mi humor. Trijbits dijo con un tono acre:

—Queremos dejar bien clara una cosa. Si usted u otra persona se atreve a afirmar otra vez que la señora Verhees ha elevado deliberadamente un escrito falso, no dudaremos en emprender acciones legales. ¿Lo entiende?

Así pues, esa era la razón por la que me habían llamado. Estuvimos un rato callados los unos frente a los otros, hasta que Louise Verhees rompió el silencio y le dijo a su colega:

—Tengo que irme.

—Sí, vete, ya hemos terminado —la tranquilizó Trijbits.

Cuando estaba a punto de levantarse, me adelanté:

—Los jueves recoge usted a sus hijos de las actividades extraescolares. Judith y Casper, ¿estoy en lo cierto?

Louise Verhees se asustó visiblemente y enrojeció.

Trijbits había mantenido hasta el momento un espléndido y calmado control, pero ahora perdió los papeles:

—¿Qué es lo que tenemos aquí? ¿La está amenazando? ¡Usted no está bien de la cabeza!

Con un brusco movimiento del brazo, Denneman conminó a su colega a que guardara silencio. Se retrepó un poco en la silla y preguntó:

—¿No irá usted a contarme que ha estado siguiéndole los pasos a la señora Verhees? —Meneó la cabeza sin poder creerlo y continuó—: Esta locura no tiene que seguir por más tiempo. Esto debe acabar de una vez por todas. El caso de la señora Roes no tiene ninguna posibilidad de salir adelante. Por favor, acépteme un buen consejo y dígale al señor Teller que debe poner punto final. De veras que no tiene ningún sentido.

El tono era a la vez cansado y firme, como si le desagradara hablar pero a la vez quisiera que su mensaje quedara más claro que el agua.

—Llevo trabajando en esto casi cuarenta años. Me atrevo a asegurar que no hay ningún juez al que no conozca o con el que no me haya topado al menos alguna vez. Sé cómo piensan y los conozco. Y ellos me conocen a mí, como abogado y como juez interino. ¿Me entiende?

—Y durante todos estos años usted no ha hecho más que amigos.

—Exacto.

Ya me imaginaba lo que quería sugerirme.

—Su colega me cuenta por qué la señora Roes no tiene ninguna posibilidad de ganar en virtud de razones técnicas y usted me dice que, en realidad, no importa quién tenga razón, sino a quién le van a dar esa razón y que, llegados a este punto, usted es el que tiene los mejores contactos. Lo he entendido bien, ¿no?

—Da igual, señor Havix. Formúlelo como mejor le parezca.

—Sí, ¿quiere que lo intente, señor Denneman? ¿Sabe usted lo que me parecen usted y sus colegas de su fabuloso bufete y del mundillo que ustedes han creado aquí para ustedes solitos? Me recuerda a una isla muy vulgar. No tiene nombre, no se lo merece. Es tan terriblemente vulgar que solo puedo llamarla una isla de mierda. Es una isla de mierda que tiene una forma de mierda, y en ella solo crecen palmeras de mierda. Y de esas palmeras de mierda cuelgan cocos que también huelen a mierda. Pero a los monos de mierda que viven allí les gusta comer esos cocos que huelen a mierda, con lo cual vuelven a cagar la susodicha mierda y esa mierda cae al suelo y forma tierra de mierda para que las palmeras de mierda que crecen en la tierra tengan más mierda aún. Es un círculo vicioso y ustedes llevan tanto tiempo revolcándose en su propia mierda que ya ni siquiera se enteran.

Me había dejado llevar por un momento y, conforme iba pronunciando la palabra «mierda», la iba acentuando cada vez más. Había venido aquí en vano, pero no del todo. Esta conversación había confirmado la conclusión que ya había sacado: este caso no iba a decidirse en los tribunales. Sin embargo, me había aportado algo nuevo, pues creí a Trijbits cuando dijo que no tenía nada que ver con la muerte de Sunardi y que no creía en teorías de conspiración. Su cliente era el hospital y no Vandersloot, quien no les interesaba en absoluto, y querían zanjar el asunto lo antes posible, a poder ser mañana mismo.

Llevaba dos horas en casa cuando sonó el teléfono. Al preguntar quién era, el marido de Louise Verhees cargó contra mí sin ningún preámbulo: «Si te atreves alguna vez a acercarte a mi mujer y a mis hijos, tendrás que vértelas conmigo. ¿Comprendido?».

Como no reaccioné de inmediato, gritó: «¡Responde!».

Fue tal la potencia que tuve que apartarme el móvil de la oreja. Lo puse en manos libres, lo coloqué en la mesa y respondí:

—Tu mujer ha presentado un certificado falso. ¿Te lo ha contado ya? No existen secretos entre vosotros, ¿no?

No tenía delante las fotos en las que estaba engañándola con otra mujer, pero era como si todavía estuviera viéndolas.

No tenía ni pijotera idea de a qué me refería; estaba demasiado acelerado como para darse cuenta:

—¡Perturbado cabrón! Mi mujer es una abogada honrada. ¡Honrada, sí! Esa es una palabra que seguro que tú no conoces. Vuelvo a decírtelo una vez más: mantente alejado de ella y de nuestros hijos. Ya estás avisado.

—Tú mujer ha presentado un escrito falso —repetí tranquilo—. Eso le ha causado muchas desgracias a otras personas. Piénsatelo un poco.

Yo ya había tenido que aguantar la agresividad otras veces, y parecía claro que esta conversación le estaba costando más energía a él que a mí. Tampoco me daba la impresión de que tuviera que preocuparme demasiado por una posible visita suya. Y si llegara el caso, tal vez podría darme un cachete y hasta podría acabar incluso con los huesos en el suelo, pero entonces me levantaría sin más, ya que en eso soy muy bueno. Y por lo que había visto en las fotos, no tenía la impresión de que él también lo fuera. A fin de cuentas, no se trataba de quién podía repartir hostias más fuertes, sino de quién podía encajarlas mejor, quién volvería a levantarse una y otra vez.

—Y si es necesario, te citaré ante el juez. ¿Me oyes?

Corté la comunicación sin responderle.