XXXVIII
Si bien no había conseguido averiguar antes quién estaba tras el CARE INVEST de Luxemburgo, el propietario de medcare, encontré de todas formas en la página web un breve currículo del gerente superior. Aunque Stephen Spitzer había estudiado medicina, solamente trabajó de médico una pequeña parte de su vida laboral. Había hecho carrera como director de diferentes hospitales y el laboratorio de análisis de una multinacional farmacéutica, como miembro del consejo de dirección de un fondo de inversión para el sector médico y desde hacía seis años era presidente ejecutivo de MEDCARE.
Por lo visto, durante los últimos años se había ido dedicando cada vez más a la defensa de la industria cosmética, porque al seguir buscando en internet encontré varios documentos. Como representante de ese sector había defendido también unas cuantas veces sus opiniones en la televisión, donde no eludía el enfrentamiento con fuertes adversarios. Recapitulando, su punto de vista venía a decir que toda persona que fuera capaz de expresar su voluntad sabía muy bien lo que era bueno o perjudicial para ella, siempre y cuando el cliente estuviera bien informado y las intervenciones se llevaran a cabo con cierta responsabilidad. Seguro que estaba acostumbrado a hablar en público, porque cuando vi alguna de esas películas, me llamó la atención el estoicismo que mostraba al responder con calma y educación incluso a las preguntas más capciosas o a las reacciones más ofensivas de sus oponentes.
Tampoco tenía por qué preocuparse de nada, porque de momento la cosmética era un ramo de la industria en rápido crecimiento con un gran número de clientes satisfechos, incluidos famosos, a los que les gustaba divulgar que la eliminación de arrugas y la disminución o aumento de pechos era algo muy normal, que solo les había hecho bien y había conseguido que estuvieran más seguros de sí mismos. Actualmente todo era posible y ¿por qué esa actitud calvinista, si de esta manera la calidad de vida podía mejorarse tanto, contribuyendo a la felicidad de las personas? Y como en la mayoría de las intervenciones no había realmente necesidad médica y, por tanto, no estaban sufragadas por la seguridad social, la gente lo pagaba también de su propio bolsillo. Negárselo a alguien o enviarle al psicólogo le parecía absurdo: «Entonces no se estaría tomando en serio al paciente».
En la conversación entre Vandersloot y Spitzer no se mencionó el nombre de Sunardi ni lo que le había pasado, pero la manera en que Vandersloot había preguntado «¿No puedes quitármelo de encima?» y la reacción enfurecida por parte de Spitzer no me dejaron ninguna duda de a qué se refería.
A pesar de esta pista hacia Spitzer y MEDCARE, hasta que recibí una llamada de alguien cuyo nombre ni siquiera reconocí al principio no tuve realmente la sensación de que por primera vez el caso empezaba a dar un giro a nuestro favor.
—Soy Peter Brouwer.
—¿Quién?
—Hace poco me llamó usted para pedirme información sobre el Ritrex. Soy el coordinador para las reclamaciones de las víctimas y familiares.
—Sí, ahora lo recuerdo. Perdone.
—Le llamo porque he encontrado algo que tal vez le interese. ¿El señor que cometió el fraude con ese supuesto informe trabaja para una empresa que se llama Aestetica Injectables Kliniek?
—Sí, en efecto, trabaja allí.
—Sí, claro, recordaba bien ese nombre. Hace poco me topé con él en un artículo de Psy, que es una revista sobre servicios de salud mental. Se está preparando un «proceso modelo», de los que sientan jurisprudencia, contra esa empresa y unas cuantas clínicas de ese tipo. Puede encontrar el artículo completo en su página web, pero en resumidas cuentas viene a decir que durante los últimos años ha habido unos cuantos suicidios de pacientes bajo tratamiento psiquiátrico que también se habían sometido a los servicios de esas clínicas.
Pegué un salto en la silla y pregunté:
—¿Porque salió algo mal en las intervenciones?
—No, no —sonó apresurado—. No creo que fuera eso. En un principio, las operaciones o como quieran llamarlas salieron bien, pero el alegato es que esta clase de intervenciones en el aspecto exterior de personas que son psíquicamente inestables tiene un gran riesgo, porque parece ser que acaban desequilibrando al individuo. Por lo visto, al principio su estado de ánimo es casi eufórico, ya que piensan que se ha resuelto lo que ven como un problema de su físico, pero cuando después se dan cuenta de que su vida no ha cambiado en esencia y sus problemas siguen siendo los mismos, se entristecen, se deprimen y se vuelven imprevisibles. En casos extremos, y al parecer ya ha pasado unas cuantas veces, pueden sufrir una grave recaída e incluso llegar a suicidarse.
Tras unas cuantas llamadas telefónicas, conseguí hablar con un redactor de Psy y le conté que estaba interesado en su historia porque yo también me encontraba en una situación semejante después de que mi mujer se hubiera sometido a un tratamiento. Llevaba años tomando antidepresivos y se manejaba bastante bien así, pero tras haberse hecho unos retoques en la cara se había vuelto a trastornar. No había intentado suicidarse, pero había sufrido una grave recaída cuando todo parecía ir tan bien. Estaba furioso, pero la clínica que la había tratado no me hacía ningún caso. Peor aún, decían que yo, al ser su esposo, era el responsable. Me había inventado toda la historia, pero obró milagros: tras una inicial actitud de desconfianza, la amabilidad del hombre fue en aumento. Las clínicas de las que me había hablado con nombres y apellidos habían tomado medidas entre tanto y ya había recibido la llamada telefónica de diversos abogados. Abogados que le prometían iniciar en el futuro toda clase de procedimientos judiciales no solo contra Psy, sino también contra él personalmente en el caso de que no rectificara de inmediato lo que había escrito.
—Esa reacción, por supuesto, no es algo inesperado, y antes de publicar el artículo recabamos la opinión de un jurista, pero ahora me pregunto si no nos lo habremos tomado demasiado a la ligera. Está claro que piensan atacarnos con todos los medios a su alcance. Psy dispone de bastantes menos recursos que el ramo industrial con el que en este momento nos encontramos enfrentados, con todos sus abogados de prestigio.
—Pero el grupo que ha sometido al tribunal este caso representa también a gente importante, ¿no? —objeté.
—Sí y no. Las opiniones al respecto son bastante divergentes, lo que lleva a acaloradas discusiones. El grupo que se ha aglutinado ahora detrás de este «proceso modelo» tiene un trasfondo muy diverso. Hay gente de Pandora, que es una fundación que se ocupa de las personas con problemas psíquicos; de Cuidado & Bienestar, que es la plataforma en la que se encuentran los trabajadores sociales; de la Asociación de Plataformas Nacionales para la Salud Mental y las Adicciones, donde están reunidas toda clase de organizaciones de clientes y familiares. Hay incluso miembros de la Asociación Neerlandesa de Psiquiatras. Pero, y eso es importante, todas estas personas lo hacen a título personal y, por tanto, no en nombre de su propia organización, precisamente porque están divididas internamente. Este grupo de personas, por decirlo de alguna forma, se adelantan a los acontecimientos, o al menos es lo que se espera.
Me sorprendieron de alguna manera sus propias dudas, que se apartaban bastante del tono resuelto e indignado de su artículo y la opinión publicada allí de que, en efecto, debía ocurrir algo para pararle los pies al sector.
Cuando se lo manifesté, respondió:
—Bueno, suscribo por completo el contenido del artículo, pero la industria con la que se encuentra uno enfrente es muy poderosa. Ya lo sabíamos de la industria farmacéutica y no será distinto para esta rama relativamente nueva. Después de todo, se trata de muchísimo dinero. Mire, la opinión preponderante es que si bien jurídicamente no ocupan una posición sólida, sí que pueden influir en la política iniciando este proceso y causando mucho revuelo. Si, en efecto, todo continúa como hasta ahora, estaremos hablando del típico caso en el que han perdido una batalla, pero en el que van a ganar la guerra. Entonces sí que será una cuestión de un largo camino por recorrer.
—¿Por qué no podremos ganar jurídicamente? —pregunté—. Yo he visto lo que ha pasado con mi mujer, ¿no?
—Con todos mis respetos para su situación personal, se trata de algo de una naturaleza mucho más fundamental. En los Países Bajos hay cientos de miles de personas que toman antidepresivos. La inmensa mayoría de esas personas funciona normalmente en la sociedad. Y no hay nadie que imponga restricciones a su comportamiento. ¿Sabe usted lo que me dijo uno de esos juristas?: «Esas personas también conducen coches como cualquiera de nosotros, ¿no? ¿Tendrán que hacer pruebas especiales para poder seguir conduciendo? Alguno podría tener inclinaciones suicidas y decidir poner fin a su vida en una autopista». Me instó a preguntarme si con este artículo estaba sirviendo a los intereses de todas esas personas, porque quizá fuera este un primer paso para limitar su libertad de acción, su participación normal en la sociedad. Ya lo sé, está claro que ese hombre defiende sólo el interés comercial de su cliente, pero sí que pone un dedo en la llaga, porque esa opinión también está muy interiorizada, tanto entre los propios consumidores como en los profesionales de la asistencia social.
—El grupo de personas que han promovido este «proceso modelo» también tendrán sus buenas razones.
—Claro, desde luego que las tienen. También los apoyo, oiga, pero el resultado es incierto y será una lucha despiadada. Los intereses de la industria cosmética son enormes. Por una parte, porque en los Países Bajos hay 850.000 personas que toman algo contra las depresiones, un grupo muy grande que, si de nosotros dependiera, no podría someterse sin más a intervenciones estéticas. Por otro lado, porque tienen miedo de que, si esta primera limitación sigue adelante, se le abra la puerta a muchas más restricciones. Además, está a punto de esgrimirse otra razón también. En este momento hay una discusión sobre la edad mínima. Según la Ley de Acuerdo en el Tratamiento Médico (WGBO), las personas a partir de los dieciséis años pueden decidir libremente sobre su cuerpo. Hay voces que abogan por subir el listón hasta los veintiún años. Hay bastantes intereses implicados. Tome solamente como ejemplo todas las chicas jóvenes que van al cirujano plástico. ¿Sabe usted cuál es la intervención que está de moda ahora entra las chicas de dieciocho años? ¡La operación de labios vaginales! Es algo que provoca también mucha aversión. Algunos padres se las regalan a sus hijas cuando cumplen los dieciocho años, pero hay un grupo mucho mayor de padres que está furioso con la industria cosmética que ofrece esta clase de tratamientos y rarísimas veces le niegan al cliente lo que pide. Mire, ese mismo sector quiere enfocarlo bajo la autorregulación, que encaja de maravilla con los tiempos que corren. No quieren una administración que se imponga sobre las personas, sino hacer un llamamiento a la responsabilidad de cada uno. Con este «proceso modelo» existe el riesgo de que salga el tiro por la culata. Y hay mucho revuelo también porque han aparecido las objeciones de rigor en el ámbito de la política, sobre todo por la parte cristiana. Créame si le digo que la industria cosmética hará realmente todo lo posible por ganar este «proceso modelo», y a poder ser de la forma más convincente.