XLIII

Kalman Teller había invitado al redactor de Psy a que fuera a su casa. En un entorno que debería de haberle impresionado a él tanto como me impresionó a mí, le había prometido los derechos en exclusiva para publicar los resultados de su investigación. Había ido aún más lejos: Psy podía contar con el apoyo económico en el caso de que fuera necesaria una investigación de mayor envergadura y, pensando en lo que ya habían sufrido durante el período anterior, estaba dispuesto a hacerse cargo de los gastos de la mejor ayuda jurídica. Era una olería demasiado tentadora como para rechazarla. En menos de una semana había un paquete completo con toda la información médica disponible de los fallecidos.

A su vez, el redactor de Psy había propuesto un especialista que, bajo su punto de vista, estaba excelentemente capacitado para analizar esos datos. Era una manera inteligente de complacer a Kalman Teller y de conservar el control sobre la fiabilidad de la investigación. Govert Oosting era clínico químico y catedrático en los aspectos bioquímicos de la psiquiatría. La información llevaba ya casi una semana en su poder cuando Kalman Teller me invitó a su casa para escuchar los resultados.

Oosting no era un hombre espontáneo y risueño, más bien alguien que esperaba ser tratado con toda la consideración que creía merecerse como especialista en el terreno sobre el que queríamos consultarle. Esta fue una pose que de inmediato creó una distancia entre nosotros, aun antes de que la conversación hubiera arrancado del todo.

Tras una presentación por parte de Kalman Teller, Oosting entró en seguida en materia:

—Ya le he comunicado al señor Teller por teléfono que, a mi modo de ver, el pleito de los familiares tiene pocas posibilidades de éxito. Estas personas se suicidaron porque dejaron de tomar sus medicamentos. Difícilmente se podrá imputar por eso a las clínicas donde han sido tratadas. Todas esas personas estaban tomando grandes dosis de Seroxat y Efexor. —Meneó la cabeza y continuó con tono reprobatorio—: No puedes dejar de tomarlos sin más y quedar impune. Son cuatro los casos en los que ustedes están interesados, pero este es un problema frecuente: las personas con trastornos depresivos empiezan a experimentar por su cuenta con los medicamentos que se les ha prescrito. A veces achacan incluso la culpa de sus depresiones a esos mismos medicamentos y los dejan de tomar sin más. Por desgracia, con fatales consecuencias casi siempre.

Le interrumpí y pregunté:

—¿Puede usted deducir del examen de los historiales médicos que habían dejado de tomar los medicamentos?

—No, me ha entendido usted mal. La fuente más importante para mí era lo que aparecía en los informes de la autopsia. ¿Sabe usted algo del funcionamiento de los antidepresivos?

La vida quiso que, en efecto, supiera lo necesario al respecto. Tras el fallecimiento de Eileen me había pasado casi dos años tomando Seroxat. En aquella época también me puse a investigar, porque quería saber lo que tomaba. Pero me lo guardé para mí y respondí:

—No, nada en realidad.

—Muy brevemente entonces. La sustancia activa en el Seroxat es la paroxetina. Para el Efexor es la venlafaxina. Ambas tienen la propiedad de influir en la serotonina del cerebro. A esta clase de medicamentos se los denomina SSRI: Selective Serotonine reuptake inhibitors: inhibidores selectivos de la recaptación de la serotonina. La serotonina es un neurotransmisor; esta sustancia desempeña un papel importante en la transmisión de estímulos en el cerebro. En opinión de los fabricantes de estos medicamentos, existe una relación entre la carencia de serotonina en el cerebro y las depresiones. Los SSRI tendrían que combatir esas carencias de serotonina. Sin embargo, esto es discutible, porque no se han encontrado nunca pruebas concluyentes. Según la denominada medicina basada en la evidencia (EBM), todas esas conclusiones no tienen un fundamento sólido. Por el contrario, es una verdad irrebatible que muchas personas obtienen beneficio de estos remedios. Los detractores de la EBM objetan que es un error afirmar que lo que no ha sido demostrado tampoco existe. Ellos argumentan que existe el riesgo de que las personas obtengan un tratamiento insuficiente si las aseguradoras y las agencias de calidad utilizan esta clase de investigación para limitar el uso de antidepresivos. Aseguran que deben realizarse más experimentos. Este es, en muy breves palabras, el estado de la cuestión. Por lo demás, yo pertenezco en este caso al grupo de detractores de la ebm. Cuantas más pruebas, tanto mejor, pero he visto demasiadas personas que se han beneficiado del consumo de estos medicamentos, se haya demostrado su efecto o no. En resumen: merecen el beneficio de la duda, y estoy convencido de que si se hubieran empleado menos, muchos pacientes se habrían visto perjudicados.

Yo mismo era una de esas personas que se había beneficiado, porque el remedio me había ayudado, en efecto, a salir del período más oscuro de mi vida.

Solo ahora trajo Oosting hacia sí la pila de informes y dijo:

—Lo que he podido colegir de estos historiales es que a estas cuatro personas les habían prescrito elevadas dosis de medicamentos: en tres casos Seroxat y en un único caso Efexor. Se trata en su totalidad, así pues, de personas con graves trastornos depresivos. Si bien no es posible medir la cantidad de serotonina en el cerebro, sí se puede determinar la presencia de paraxotina y venlafaxina en la sangre de quienes toman estos medicamentos. Eso puede comprobarse también por los análisis de sangre de los pacientes; esa información también puede extraerse sencillamente de los historiales.

—Usted hablaba hace un momento sobre los informes de las autopsias, de los que se desprendía lo contrario.

Su reacción fue abrupta:

—Debe usted mantener cada cosa en su lugar. En el curso de los años se les han realizado a estas personas análisis de sangre de manera ocasional y, como llevaban años consumiendo Seroxat y Efexor, los resultados del laboratorio indican que aparecen paroxetina y venlafaxina en la sangre. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa cuando en los informes de la autopsia no se halló presencia alguna ni de paroxetina ni de venlafaxina. Eso significa que estas personas llevaban ya mucho tiempo sin tomar sus medicamentos. Probablemente unas seis semanas por lo menos, porque pasa algún tiempo antes de que desaparezcan por completo de la sangre.

—¿No estaban los médicos al tanto de este hecho? —preguntó Kalman Teller.

—¿Con qué frecuencia se realiza usted análisis de sangre? La mayoría de las personas solo lo hacen de manera ocasional, cuando existe un motivo. Estás enfermo y te sientes cansado sin ninguna razón aparente. En semejantes casos se toma sangre, confiando en que su análisis pueda aportar un resultado definitivo. Los últimos análisis de sangre de estas cuatro personas son de hace algún tiempo —dijo Oosting señalando hacia la pila de informes—. De los historiales clínicos se deduce que los médicos seguían prescribiendo los medicamentos sin más. Me imagino que sus pacientes no les habrán dicho que habían dejado de tomarlos porque suponían que los médicos no estarían dispuestos a admitir el cese del tratamiento.

—¿Los pacientes entonces recibían las recetas pero ya no tomaban los medicamentos? —pregunté yo.

—¿Qué cree usted? Naturalmente. Para excluir cualquier duda llamé a sus médicos y les pregunté si por cualquier razón habían empezado a recetarles un placebo, pero lo negaron categóricamente. Yo tampoco podría dar ninguna explicación lógica. Estas personas dejaron de medicarse sin más. Ya se lo dije, es algo que ocurre con frecuencia. Todo lleva a pensar que este caso en su totalidad no es más que una tormenta en un vaso de agua.

—¿Tiene usted alguna idea de la razón por la que dejaron de tomarlos? —preguntó Kalman Teller.

—Como ya dije, pueden ser numerosas razones. Lo único que hay aquí específico y en común para los cuatro casos es que probablemente se hayan sentido muy animados tras someterse a las intervenciones y ver que había cambiado su aspecto físico.

En verdad, podían ser numerosas razones. Cuando ya había asimilado algo la pena por la muerte de Eileen, decidí ir reduciendo poco a poco las dosis de Seroxat de acuerdo con mi médico de cabecera.

—Por lo demás, no he podido sacar ninguna conclusión especial de estos informes. Aparte del consumo de antidepresivos, eran personas sanas, si tomamos también en consideración los achaques de vejez, porque la edad de las víctimas varía mucho. Lo que sí me llamó la atención, y para mí era nuevo, es que en su sangre se hallaran restos de hidroxiapatita de calcio. Es una sustancia que ya está presente en nuestro cuerpo, pero aquí se encontraba en dosis elevadas. Esto puede atribuirse al hecho de que estas personas fueron sometidas a intervenciones cosméticas. Esta sustancia es uno de los componentes activos de los llamados rellenos temporales. He de confesarles que en ese terreno no estoy lo suficientemente versado y que me he informado para ustedes en aras de una mayor exactitud y eficacia. Cuando la hidroxiapatita de calcio se inyecta para llegar al relleno deseado, el cuerpo la va descomponiendo despacio, lo que tiene como consecuencia que al cabo de algún tiempo haya de repetirse la intervención. —Por primera vez esbozó una leve sonrisa y dijo—: Eso es lo que se llama en ese mundillo un retoque.

Después de que Oosting se hubiera marchado, discutí con Kalman Teller cómo debíamos continuar. Aunque Oosting había sido altanero, llegando a lo arrogante, y había mostrado poca paciencia para las preguntas que le hacíamos, también era un hombre que gozaba de mucha reputación y con mucho conocimiento de lo que hablaba. A mí no me interesaba qué consecuencias tenía para el juicio de los familiares la información de Oosting. Si habían sido las propias víctimas quienes habían dejado de tomar los antidepresivos, su causa no se veía reforzada, por decirlo de la manera más suave. También porque, como ya había indicado Oosting, muchos pacientes experimentaban por su cuenta con el uso de los antidepresivos, haciendo caso omiso del consejo de los médicos.

—Y, sin embargo, está ocurriendo algo. ¿Por qué, si no, Vandersloot va a visitar a los familiares? ¿Y por qué le protegen? De la conversación que mantuvo con Spitzer se desprende claramente que esa protección es algo con lo que puede contar, ¿no?

Eran preguntas que me hacía en voz alta, sin tener demasiadas esperanzas de que me las respondiera el anciano que había frente a mí. Incluso durante nuestra conversación con Oosting, la mirada de Kalman Teller no había dejado de desviarse de vez en cuando a las pantallas de los ordenadores que le rodeaban. Por lo demás, ya nos habíamos visto varias veces y lo único que me había quedado claro era su obsesión por el petróleo, o, mejor dicho, por su agotamiento, y el convencimiento de que entonces comenzaría una nueva época.

—Nadie lo sabe todo. Nadie.

—¿Perdón?

—Me refiero al señor Oosting. A pesar de esa gran seguridad en sí mismo, es algo que también puede aplicársele a él. Naturalmente, yo me he hecho las mismas preguntas que usted. Hay algo en común en el tratamiento de estas personas, incluso aunque hayan sido tratadas en distintas clínicas. ¿No habló usted con los familiares? ¿Recuerda aún todas las cosas que se hicieron en el cuerpo? Sea como fuere, todas las víctimas tenían la misma sustancia en el cuerpo.

—Lo apunté lo mejor que pude, pero la primera mujer se había hecho tanto que me pregunto si su marido aún se acordaría de todo. Se gastó en reconstruirse a sí misma miles y miles de euros de los ahorros conseguidos con el sudor de su trabajo.

—Comparemos todas sus notas, cuatro ojos ven más que dos.

La única persona que había sufrido intervenciones quirúrgicas era la mujer del pintor. Con ayuda de la liposucción, se quitó del vientre y las caderas la grasa sobrante. Por lo demás, el resto eran todas intervenciones no quirúrgicas que se realizaron con inyectables. En el caso de la chica que fue tratada por el colega de Vandersloot, era para darle una forma más firme y redonda a pechos y nalgas, y, en el caso de las otras mujeres mayores, se trataba de intervenciones en el rostro. Desde el tratamiento de líneas a lo largo de la boca, pliegues entre la nariz y las comisuras de los labios, arrugas alrededor de los labios, patas de gallo alrededor de los ojos, hasta el afianzamiento del contorno de la mandíbula.

—Rellenos a base de esa cosa de calcio —dije yo.

—Hidroxiapatita de calcio —completó Kalman Teller.

Corrió la silla hacia atrás. Tenía sobre el regazo las manos deformadas y tuve que esforzarme de nuevo para apartar la mirada de ellas. Esta vez, sin embargo, no le molestó, pues estaba demasiado concentrado en sus pensamientos para darse cuenta.

De repente, corrió la silla en dirección a uno de sus ordenadores.

—Seroxat, paroxetina, Efexor, venlafaxina. Seroxat y Efexor son marcas registradas; paroxetina y venlafaxina, las sustancias activas. Hidroxiapatita de calcio. ¿Qué nos falta? Conocemos la sustancia que se encontró, pero no las marcas registradas. —Se quedó mirándome y me preguntó—: ¿Recuerda el nombre de las clínicas?

En los quince minutos que siguieron se entregó al teclado con tanta rapidez como sus dedos le permitían, hojeando las páginas web de las clínicas donde se habían tratado las víctimas. Sin prestar ninguna atención a lo que me podían parecer sus dedos, señaló por fin en la pantalla:

—Todas estas personas han sido tratadas con un producto que lleva la marca registrada de Radison. —Señaló el conocido circulito con una R dentro y continuó—: Registered trade-mark. La siguiente pregunta es a quién pertenece.

Tampoco necesitamos mucho tiempo para encontrarlo.

—¿Le dice algo esto? —preguntó.

La dirección no me decía nada, pero el nombre tras «Fabricante/Distribuidor» me decía mucho más: MEDCARE.

MEDCARE, la empresa cuyo director general era Stephen Spitzer. El hombre al que Vandersloot había llamado buscando protección cuando le entró el pánico.

Al recuperarme del primer sobresalto, dije:

—Vandersloot se pasó por la casa de familiares de personas a las que se les administró el mismo medicamento. Ese es el vínculo entre las clínicas. Debe ocurrir algo con esa mierda y él lo sabe.

Ahora que nos habíamos topado con el nombre de Radison, fuimos en esa dirección. Comprobamos por numerosos anuncios y artículos que era un medicamento que había salido al mercado con mucha fuerza. Un mercado donde, vista la lista de nombres, la competencia debía de ser grande: Restylane, Hylaform, Evolence, Perlane, Esthelis, Sculptra, Radiesse. Todos rellenos temporales. Nombres que no había oído nunca antes, pero, visto el precio por unidad, este negocio debía de ser muy lucrativo. No solo para las propias clínicas, sino también para los fabricantes de los productos. Con la promoción del Radison se había seguido una estrategia en la que, por un lado, se les cedía la palabra a los cirujanos y a sus clientes para que hablaran de los excelentes resultados y, por otro, se publicaba una serie de artículos pseudocientíficos en los que se remarcaba que se trataba de una sustancia que ya teníamos en el cuerpo y que poco a poco volvía a diseminarse por el organismo. No pudimos encontrar cifras de ventas, tampoco del mercado total para esta clase de productos, pero estaba claro que era un mercado en alza y la cara campaña de publicidad estaba encaminada a conquistar un lugar entre los demás competidores. El hecho de que para ello no se rehuyeran técnicas agresivas resultaba de un artículo en el que el fabricante de otra marca de la competencia se quejaba de que Radison no solo se ofrecía con grandes descuentos, sino que utilizaban también otros trucos de venta. Lujosos congresos en los que podían participar médicos a cambio de unos precios mínimos y, además de escuchar información sobre Radison, podían jugar al golf, navegar en velero, cenar para asistir a continuación al teatro y se ofrecían un sinnúmero de diversas actividades. Por lo demás, los vendedores de Radison dejaban muchísimos regalos durante las visitas a las clínicas: bolígrafos, memorias USB, agendas, reproductores de mp3, marcos digitales, botellas de vino. Si bien me pareció que la persona que aquí se quejaba tenía también cosas que ocultar, ofrecía una buena visión de conjunto de cómo funcionaban las cosas en este negocio. Un método de trabajo que mostraba grandes coincidencias con el modo en que la industria farmacéutica intentaba procurar que sus medicamentos acabaran «en la pluma del médico».

Lo último que MEDCARE y Stephen Spitzer deseaban era mala publicidad de su producto.