LII

No tuve que esperar mucho la respuesta. Al día siguiente me llamó Kalman Teller a las ocho de la tarde. Cuando en menos de una hora pasé con el coche a recogerle delante de su edificio, él ya estaba fuera. En un malecón que a estas alturas del día se encontraba vacío, le vi ya desde lejos a la luz de la entrada. Abrigo largo de color azul oscuro, los guantes puestos y apoyándose en el bastón. Su mata de cabello plateado ondeaba al viento que en el curso del día había empezado a levantarse y aquí, tan cerca del agua, arreciaba con fuerza.

Me bajé del coche y le abrí la puerta mientras él subía con dificultad. Había deslizado el asiento hacia atrás lo máximo posible, pero tuvo que encoger las rodillas para no dar con ellas en el salpicadero.

—¿Está bien así?

—Sí, arranque.

—¿Al LUMC?

—Sí.

Durante el viaje no intercambiamos apenas palabra. Yo había intentado comenzar una conversación preguntándole cómo sabía que Jaap estaba enfermo.

Siguió mirando al frente y dijo:

—Usted ha indagado en mi vida y yo en la suya. Por lo demás, es obvio que le tiene muy preocupado. Ya lo dijo una vez, ¿no? Pero ¿le parece bien que hagamos el viaje en silencio? Así tendremos más tranquilidad.

De vez en cuando le echaba un vistazo. Iba con los ojos cerrados, sus manos descansaban sobre las rodillas, entre las que mantenía sujeto el bastón, y parecía completamente relajado. No supe qué pensar y me concentré en la carretera que tenía delante.

Le dejé en la entrada principal del lumc y fui a aparcar el coche. Cuando un poco después entraba por la puerta giratoria, no le vi de inmediato. Busqué en vano su larga figura entre la multitud. Me asusté por un momento y pensé que tal vez había decidido continuar por su cuenta. Pasó un rato hasta que le encontré. Se había sentado y había dejado el abrigo y los guantes en el asiento de al lado. Después de haberme ofrecido a llevárselos, recorrimos los pasillos despacio. Debido a su altura y a su distinguida presencia, la mayoría de las personas con las que nos cruzábamos le miraban intrigadas. Cuando las miradas se topaban con sus manos, en algunos pocos aquellas adquirían un tinte de turbación, pero la mayoría realizaba un tímido esfuerzo para no seguir mirándolas.

Jaap dormía cuando entramos en la habitación. Era un sueño apacible; a medida que iba empeorando, parecía ir sumiéndose cada vez más en un estado comatoso. Aparte de una lamparita que había en el cabecero de la cama y una franja de luz procedente del pasillo, el cuarto estaba envuelto en la oscuridad. Kalman Teller se quedó a un par de metros de la cama, como si quisiera captar bien la situación. Luego se dirigió a la mesa y a las sillas que había junto a la ventana y arrastró lo más silenciosamente posible una de las sillas hacia el cabecero de la cama.

—¿Quiere cerrar un poco más la puerta? —preguntó en un tono de voz muy bajo—. Y vaya usted también a sentarse. No demasiado cerca, por favor.

Ahora que sabía por qué había venido, coloqué mi silla para poder observar bien lo que iba a hacer. Kalman Teller estuvo sentado al menos media hora inmóvil junto a la cama de Jaap. Tanto tiempo que pude registrar a mis anchas la naturaleza muerta que tenía enfrente. El rostro demacrado de Jaap, en el que apenas reconocía al amigo de antaño. El cráneo sin pelo con las cicatrices de las operaciones, los ojos cerrados y la boca semiabierta. En la habitación olía un poco a sudor, también una consecuencia de su mal estado de salud, que iba empeorando. En la mesilla junto a la cama, un jarrón con flores, unas piezas de fruta sueltas, medio vaso de zumo de naranja con una pajita, un rollo abierto de caramelos de menta, un teléfono móvil, pero también una cajetilla de cigarrillos en la que habían metido un mechero. En la pared anexa al cabecero habían colgado tarjetas en las que se animaba al restablecimiento del enfermo. Al otro lado de la cama, el rostro de Kalman Teller transmitía paz con los ojos cerrados y las facciones interiorizadas.

Según Marianne Eigi, era como si la respiración de Kalman Teller estuviera dirigiendo la del enfermo Hans, pero aquí parecía que se producía lo contrario. Cuando Kalman Teller entró, respiraba rápido y con pesadez, pero ahora apenas podía oírsele. Mientras le miraba, me pregunté si, ahora que estaba aquí sentado, recordaría esa situación de hacía más de sesenta años. ¿Qué pasaba por su cabeza? O tal vez estuviera intentando no pensar en nada y dejar la mente lo más en blanco posible.

Alguien que entrara ahora se encontraría con una escena apacible a simple vista, pero yo no sabía bien lo que podía esperar y estaba tan tenso que tenía las manos empapadas en sudor. Me recorrió el cuerpo un sobresalto cuando Kalman Teller empezó a moverse por fin. Como ya le había visto hacer muchas veces, se apoyó con dificultad en los reposabrazos de la silla para levantarse. Las manos y las muñecas le temblaban por el esfuerzo. Una vez en pie, se quedó quieto un momento, para a continuación echarse hacia delante y poner las manos en la cabeza lampiña que descansaba sobre la almohada. Su contacto fue tan ligero que me pregunté si Jaap lo habría notado de haber estado consciente. Pasó algún tiempo antes de que comprendiera que las manos estaban palpándole la cabeza, y, cuando me di cuenta de lo que ocurría, me quedé mirando con la respiración contenida. Las yemas de los dedos restantes iban buscando muy despacio el tejido tumoral en su interior. Aunque pareciera una eternidad, no pudo haber pasado mucho tiempo antes de detenerse y de que Kalman Teller dejara descansar ambas manos con las palmas y los dedos sobre el cráneo de Jaap. Durante todo el proceso estuve concentrándome en las manos, pero ahora le miraba por primera vez el rostro. Volvía a tener los ojos cerrados, aunque podía apreciarse la concentración con que se dirigía a aquello que se encontraba bajo esas manos. Mientras estuvo allí unos cuantos minutos, solo pude repetir en silencio las palabras de Helena Biebow: «¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!».

Cuando Kalman Teller se sentó por fin, el sudor le perlaba la frente.

—¿Puedo hacer algo por usted? —le pregunté.

Sin decir nada, negó con la cabeza. Tras haberse quedado un rato así sentado, se sacó un pañuelo del pantalón y se secó el sudor.

—Ya podemos irnos —dijo al fin—. ¿Podría llevarme otra vez el abrigo y los guantes?

Mientras iba caminando a su lado, noté lo cansado que estaba. Se apoyaba más que antes en el bastón y ya no quedaba ni rastro de la respiración tranquila de cuando estaba junto a la cama de Jaap.

En el viaje de regreso a Róterdam fue él el primero que rompió el silencio:

—Debe prometerme que no le contará nada de todo esto a su amigo.

Mi reacción no fue inmediata. ¿De qué había sido testigo en realidad y qué pasaría si Jaap mejorara? ¿No tendría derecho a saber a quién se lo debía?

—¿Por qué?

—Usted ha hecho más cosas de las necesarias para ayudar a Mira y a Frederik, incluso cuando le perjudicaban personalmente. Por ello le estoy muy agradecido, pero después de esta noche ya estamos en paz. Considérelo así. Quiero que me dejen en paz.

El tono en que había dicho esto último no fue de antipatía, sino que expresaba un distanciamiento contra el que comprendí que no tenía ningún sentido insistir. El hombre que estaba sentado a mi lado vivía en un mundo distinto del mío y no tenía ninguna necesidad de introducir cambio alguno en él.

Ya estábamos en Róterdam cuando volvió a tomar la palabra.

—Al enterarme de que era usted budista, y como la primera vez que nos vimos me pareció muy tranquilo, me pregunté cómo meditaría. Usted medita, ¿no?

—Sí, en efecto.

—Me acordé de un sueño recurrente que tenía hace tiempo, poco después de acabar la guerra. Reconocerá la imagen de los monjes budistas que siempre están rastrillando arena o fina grava y a veces realizan sobre ella los dibujos más refinados con arena de colores. Con una paciencia infinita y como ejercicio de concentración y devoción extremas para al final, cuando está perfecto, deshacerlo todo con un par de manotazos. ¿Ha hecho usted también alguna vez algo semejante?

—No, yo no. Mi padre sí, él incluso se lo enseñaba a hacer a otros, si es que puede llamársele así. Yo no voy mucho más allá de colorear algunas veces mandalas en papel, también una ocupación que procura mucho sosiego. De todas formas, nada más terminarlas, también las hago trizas. Ese deshacer lo que ya está hecho es lo que tengo en común con mi padre.

—Trocitos de papel. Quizá sea por eso por lo que reconocí algo en usted.

—¿Cómo?

—Yo también tenía que rastrillar, pero ese rastrillado no me reportaba ninguna concentración ni devoción, y era imposible deshacer lo que ya estaba hecho. Fue bueno para otra cosa, aunque entonces todavía no lo sabía y no fui consciente hasta muchos años después. Marianne Eigi le ha contado lo que yo creía que usted debía saber, pero ella no está al tanto de todo. Cuando obtuve un trabajo menos duro, gracias a Helena Biebow, tenía que rastrillar el sendero de arena que llevaba del campo más bajo hacia las cámaras de gas. El sendero por el que las personas daban su último paseo antes de ser asesinadas. No era suficiente que lo rastrillara sin más, sino que vigilaban que no quedara ninguna huella o irregularidad.

»Yo estaba tan débil que al principio no comprendía por qué no conseguía igualar la tierra con el rastrillo, por qué las púas del rastrillo no querían trazar líneas rectas y paralelas. Embotado como estaba, volvía a rastrillar y rastrillar hasta que por fin me arrodillé. Solo cuando un puñado de arena cayó deslizándose entre mis dedos, comprendí la razón. Había finos recortes de papel. Billetes de banco desgarrados: dólares, marcos, rublos. Dinero que los prisioneros habían logrado ocultar hasta el final, pero que en ese momento sabían que ya no les serviría de nada. Con esa idea los desgarraban, para no permitir que cayeran en manos de sus verdugos. Un acto de resistencia en el momento en que sabían que su muerte era inevitable y que ya no les importaba qué pasaría con el mundo que estaban a punto de abandonar.

Por un instante le tembló la voz y, cuando miré al lado, vi cómo los músculos de su rostro debían esforzarse para no perder el control. Fue un breve instante, luego se recuperó.

—Todo ese movimiento de la resistencia visible que se conoce y tiene nombre. Los actos heroicos de individuos a los que se recuerda y conmemora en Yad Vashem y en todas esas distintas organizaciones. Y todos esos retazos de papel, desgarrados por miles y miles de personas cuyos nombres y rostros ya se han olvidado. La voluntad de animarse a hacer eso todavía, encontrar la fuerza necesaria para llevarlo a cabo poco antes de morir, es también algo muy heroico. El único recuerdo que dejaban eran las trizas de papel que revoloteaban entre mis manos cayendo al suelo.

Guardó silencio por un instante y entonces continuó:

—No he tenido pesadillas, todo un milagro si consideramos las cosas terribles que vi y sufrí allí. Todos esos supervivientes que ya eran incapaces de vivir tras haber pasado lo que pasaron: el sufrimiento, los gritos pidiendo una ayuda que nadie podía prestarles, los suicidios, incluso al cabo de muchos años. El único sueño que me siguió visitando durante los primeros años, después de que acabara la guerra, versaba sobre el descubrimiento que había hecho. Estoy de rodillas y, mientras los papelillos van revoloteando entre mis manos y el viento los esparce por el suelo, miro hacia arriba. Un cielo con una sola nube, el azul tan puro y el blanco tan inmaculado que, cuando me despierto, estoy completamente en paz porque todo en mi interior sabe que ya he sobrepasado con mucho el punto en el que nada o nadie pueda hacerme mal.