1
—Y ahora, mi querido sir Harry, tengo que decirle —apostilló su majestad, con una leve inclinación de cabeza que siempre hizo pensar a Palmerston que iba a embestirle en el estómago— que estoy muy decidida a aprender el indostaní.
Y esto lo decía a la edad de sesenta y siete años, fíjense. Estuve a punto de preguntarle que para qué demonios quería hacerlo, a esas alturas de la vida, pero afortunadamente mi estúpida mujer saltó primero, dando palmadas y exclamando que era una idea espléndida, ya que no había nada que mejorase tanto la mente y ampliase tanto las perspectivas como el aprendizaje de una lengua extranjera.
—¿Verdad, amor mío? —Elspeth, debo decirlo con franqueza, sólo habla inglés… bueno, escocés, si quieren, y un poco de francés, lo suficiente para arreglárselas con aduaneros y camareros impertinentes. Pero cualquier cosa que dijera la reina, por extraña que fuese, le hacía caer en transportes de entusiasmo. Yo la secundé lealmente, por supuesto, confirmando que era una idea estupenda, muy adecuada; pero debí de adoptar un aire dubitativo, porque nuestra soberana volvió a llenar mi taza de té sin miramientos, omitiendo el brandy, y dijo severamente que el doctor Johnson había aprendido holandés a la edad de setenta años.
—Tengo un oído excelente —continuó—. Bueno, además me acuerdo con toda precisión de aquellas palabras indias que usted me enseñó, a petición mía, hace tantos años. —Suspiró y bebió un sorbito de té y luego para mi desconsuelo las pronunció—: Hamare ghali ana, achha din. Recuerdo que lord Wellington decía que era un saludo hindú.
La verdad es que eso era lo que solían gritar las prostitutas bengalíes para atraer a sus clientes, así que no estaba demasiado equivocada. Fueron las primeras palabras que se me ocurrieron aquel día memorable de 1842 cuando el viejo duque me llevó a palacio después de mis heroicas hazañas en Afganistán; me quedé allí de pie temblando y medio atontado ante la realeza, y cuando Albert me pidió que dijera algo en hindú, me salió aquello. Afortunadamente, Wellington tuvo el sentido común de no traducirlo. La reina no era a la sazón más que una chiquilla, que sonreía tímidamente viendo cómo me colocaba la medalla que yo no merecía; ahora, en cambio, era una viejecilla obesa, marchita y gris, que zangoloteaba sobre las tazas de té en Windsor y devoraba merengues. Su sonrisa seguía intacta, sin embargo, y las patillas de los soldados de caballería, ya canosas, seguían atrayendo a la pequeña Vicky.
—Es una lengua muy alegre —añadió—. Estoy segura de que debe de tener muchos chistes, ¿verdad, sir Harry?
Podía recordar unos cuantos, pero pensé que era mejor contarle el más inocente, que empieza así: «Doh admi joh nashemen the, rail ghari men safar kar raha ta…».
—¿Y qué significa eso, sir Harry?
—Señora, significa que dos amigos viajaban en tren, sabe, y estaban, lamento decirlo, ebrios…
—¡Pero Harry! —gritó Elspeth, conmocionada, pero la reina se limitó a beber otro sorbito de té con whisky y me hizo señas de que continuara. Así que le conté que uno de los tipos dijo: «¿A qué día estamos?», y el otro contestó: «A miércoles», y el primer tipo dijo: «Demonios, ahí es donde tengo que bajarme yo». Ni que decir tiene que esto las hizo reír a carcajadas… Mientras se recuperaban y me pasaban el bizcocho, me pregunté por milésima vez por qué estábamos allí. Elspeth y yo y la Gran Madre Blanca, tomando el té juntos.
Aunque yo estaba ya bastante acostumbrado, durante los últimos años, a que me llamaran a Balmoral en otoño para escoltarla en los paseos, llevarle el chal y soportar sus balbuceos y esos malditos gaiteros por las noches, una reunión en Windsor en primavera era algo nuevo, y cuando aquello incluía «a la querida señora Flashman, nuestra encantadora Rowena» —la reina y ella pretendían sentir pasión por Walter Scott— no podía imaginar de qué demonios se trataba. Elspeth, cuando se recuperó del éxtasis de ser «llamada a la corte», como ella decía, estaba segura de que me iban a ofrecer el título de caballero con motivo de los actos con que se celebraba el jubileo regio. (No hay límites para el absurdo optimismo femenino.) Yo le bajé los humos indicándole que la reina no guardaba coronas en el armario para regalárselas a las visitas; que los nombramientos eran cosa oficial; y, de todos modos, ni siquiera Salisbury llegaría tan lejos como para ennoblecerme, porque no valía la pena sobornarme. Elspeth dijo que yo era un cínico espantoso, y que si la reina en persona requería nuestra asistencia debía ser por algo grande y que, ¿qué demonios se iba a poner?
La gran ocasión resultó ser el espectáculo del Salvaje Oeste de Buffalo Bill.[1] Comprendí que me habían llamado porque yo había estado allí y se me consideraba una autoridad en todo lo relativo al salvaje oeste, así que nos quedamos incómodamente sentados en Earl’s Court entre un grupo de cortesanos aduladores; mientras Cody, con un curioso traje de ante que habría hecho morirse de risa a todos en Yellowstone, hacía cabriolas sobre un caballo blanco, saludando con el sombrero. Había suficiente pintura y plumas para adornar a toda la nación sioux, los bravos aullaban y blandían sus hachas, los domadores obligaban a sus caballos a hacer corvetas, una diligencia con vírgenes aterrorizadas sufría un asalto, y el gran hombre llegaba en el último momento disparando hasta que no se pudo ver nada por la nube de humo; la reina dijo que era todo extraordinario e interesante.
—Y ¿qué significan esos extraños diseños de las pinturas de guerra, mi querido sir Harry?
Dios sabe qué le contesté; el hecho es que, mientras todos los demás aplaudían el espectáculo, yo recordaba que sólo once años atrás estuve corriendo como un demonio ante los verdaderos indios en Little Big Horn, a punto de perder mi cabellera en el trance… un punto que le mencioné a Cody más tarde, cuando me lo presentaron. Él gritó que sí, que él se perdió aquella fiesta, y que no me envidiaba demasiado, ¿verdad? Viejo mentiroso. Por cierto: me di cuenta, cuando la reina nos llamó de nuevo a Elspeth ya mí a Windsor y nos invitó a un té para tres al día siguiente, de que nuestra presencia en el espectáculo había sido accidental, y que la verdadera razón de nuestra invitación era otra muy distinta. Resultó ser un tema trivial, pero me inspiró estos recuerdos, así que en ello estamos.
Ella quería nuestra opinión, según dijo, sobre un tema de la mayor importancia… Y si encuentran extraño que confiase en alguien como nosotros, un patán jubilado de heroicas hazañas pero dudosa reputación y la hija de un comerciante de Glasgow…, es que no conocen a nuestra gran emperatriz. Sí, ella era una maniática y una persona intratable, sin duda alguna, la soberana más grande y poderosa que existió jamás, y ella lo sabía, pero… si uno era amigo suyo, entonces la cosa era totalmente diferente. Elspeth y yo no formábamos parte de la corte, y sólo estábamos a medio camino de la alta sociedad, pero la conocíamos desde hacía mucho tiempo… Bueno, yo siempre le había caído bien (como a todas las mujeres) y Elspeth, aparte de ser de una belleza tan feliz e ignorante que ni siquiera las de su propio sexo podían evitar admirarla, tenía el precioso don de ser capaz de hacer reír a la reina. Se habían conocido las dos de jóvenes y ahora, en las raras ocasiones en que se encontraban tête-à-tête, hablaban por los codos como dos abuelas, que es lo que eran… Bueno, pues aquel día precisamente (cuando yo estaba lejos y no podía oírlas) le dijo a Elspeth que había algunos que querían que aprovechase sus bodas de oro para abdicar en favor de su desagradable hijo, Bertie el Basto.
—¡Pero no haré tal cosa, querida! Quiero sobrevivirle, si puedo, porque no está preparado para reinar, como nadie mejor que su querido esposo sabe, ya que tuvo la ingrata tarea de instruirle.
Era verdad, pues hice de proxeneta para él ocasionalmente, pero fue un esfuerzo desperdiciado; se habría convertido en un gamberro y un putero igual de grande sin mi tutela.
Sin embargo, ella quería nuestro consejo sobre sus bodas de oro precisamente.
—Y especialmente el suyo, sir Harry, porque sólo usted tiene los conocimientos necesarios.
Yo no podía imaginar sobre qué. En primer lugar, ella llevaba meses recibiendo cantidad de consejos sobre la mejor forma de celebrar el cincuenta aniversario de su subida al trono. El imperio entero estaba en un frenesí de celebraciones, con discursos, fiestas y todo tipo de extravagancias semejantes; las tiendas rebosaban de jarras, bandejas y baratijas conmemorativas con el escudo de la Unión Jack y retratos de su majestad con un aspecto condenadamente sombrío; se crearon canciones, marchas para los desfiles e incluso polisones del jubileo con música del Dios salve a la Reina, de modo que cuando la portadora se sentaba… Traté de que Elspeth comprase uno, pero dijo que era poco respetuoso, y además la gente podía pensar que la música procedía de «ella».
La reina, por supuesto, tenía la nariz metida en todas partes, para asegurarse de que las celebraciones eran dignas y útiles: aprobó las iluminaciones de Cape Town, las cajas de bombones para niños esquimales, los planes para parques y jardines, los vestíbulos y fuentes para pájaros desde Dublín a Dunedin, las túnicas especiales (es la pura verdad, se lo juro) para los monjes budistas de Birmania, y raciones extra de pudín para los leprosos de Singapur, todo con motivo del cincuentenario. Si el mundo no recordaba 1887 y a la abuela imperial de la que manaban todas las bendiciones, no sería culpa suya. Y después de años de purdah,[2] le había dado por salir de picos pardos a gran escala, a cenas para conmemorar sus bodas de oro en el trono, asambleas, veladas y dedicatorias… Maldita sea, incluso visitó Liverpool. Pero lo que más la complacía, parece ser, es que la fotografiasen con traje completo como emperatriz de la India; aquello le provocaba casi una fiebre india, y estaba decidida a que el cincuentenario tuviera un fino aroma a curry… de ahí la resolución de aprender hindi.
—Qué otra cosa, sir Harry, podría señalar mejor nuestra especial consideración por nuestros súbditos indios, ¿no le parece?
Dinero, alcohol y chicas era la respuesta para eso, pero yo, con aspecto grave, mordí un bollo y dije:
—¿Por qué no contrata a algunos asistentes indios, señora, que le enseñarán muy bien?
Aquello conseguiría, en mi opinión, poner furiosos a los cortesanos y aduladores que la rodeaban. Después de pensarlo un poco, ella asintió y dijo que era una sugerencia muy sabia y adecuada… cosa que al final no fue, porque el Hindi-wallah que adoptó como mascota resultó no ser el caballero de alta alcurnia que pretendía, sino el hijo de un borrachín que estaba en la cárcel de Agra; por si aquello fuera poco, se dedicó a enseñar los documentos secretos de la India por todos los bazares, y casi sacó de sus casillas al virrey. ¡Ajá!, el viejo Flashy lo consiguió de nuevo.[3]
En aquel momento, sin embargo, ella estaba completamente decidida… y entonces pasó a examinar el tema en cuestión.
—Ahora, sir Harry, tengo que hacerle dos preguntas. Unas preguntas muy importantes, así que, por favor, escúcheme bien. —Se ajustó las gafas, cogió una caja que tenía junto al lado y, respirando fatigosamente, sacó un trozo de papel amarillento—. Aquí lo tengo. La carta del coronel Mackeson… —la examinó con sus ojos de grosella—, fechada el nueve de febrero de 1852… A ver dónde está… ¡ah, sí! El coronel escribe: «A este respecto, será mejor consultar a aquellos oficiales en servicio de la compañía que lo han visto, y especialmente al teniente Flashman… —me echó una ojeada, sin duda para asegurarse de que yo reconocía el nombre—, de quien se dice que fue el primero en verlo, y podrá sin duda explicar con precisión cómo se llevaba entonces». —Bajó la carta, haciendo un gesto—. Lo ve, guardo todas las cartas cuidadosamente ordenadas. Nunca se sabe cuándo se pueden necesitar.
No me sonaba nada de todo aquello. ¿Dónde demonios había estado yo en el año 1852, y qué demonios era «aquello» en cuya forma de llevarlo tenía yo aparentemente tal autoridad? La reina sonrió al ver mi desconcierto.
—A lo mejor ha cambiado algo —dijo—, pero estoy segura de que lo recordará.
Tomó del cajón una pequeña caja de piel, la dejó entre el juego de té, y con el aire de un prestidigitador que saca un conejo de la chistera, levantó la tapa. Elspeth dio un respingo, yo miré… El corazón me dio un vuelco.
No se puede describir, tendrían que verlo de cerca… aquella brillante pirámide de luz, ancha como una moneda de una corona, resplandeciente, con un helado fulgor que parecía brillar desde su mismo corazón. Es una cosa sin igual, diabólica, y no era un diamante, sino un rubí, rojo como la sangre de los miles de personas que murieron por él. Pero no fue eso, ni su terrible belleza, lo que me sacudió… fue el recuerdo, completamente inesperado. Sí, yo había visto antes «aquello».
—Montaña de luz —dijo la reina complaciente—. Así le llamaban los nababs, ¿verdad, sir Harry?
—Sí, señora —contesté, un poco ásperamente—. Koh-i-noor.
—Un poco más pequeño de lo que usted recuerda, me imagino. Fue vuelto a tallar bajo las instrucciones de mi querido Alberto y el duque de Wellington —explicó a Elspeth—, pero sigue siendo la gema más grande y preciosa de todo el mundo. Fue conquistada en nuestras guerras contra los sijs, ¿sabe?, hace más de cuarenta años. Pero ¿tenía razón el coronel Mackeson, sir Harry? ¿Vio usted la piedra en su engaste nativo, y podría describirlo?
Dios mío, claro que podía… pero no a ti, hija mía, y ciertamente tampoco a la esposa de mi corazón, estremecida y sin aliento mientras la reina sacaba la brillante piedra a la luz con sus regordetes dedos. Lo de «engaste nativo» era correcto: podía imaginarme la gema tal como estaba la primera vez que la vi, resplandeciente en su lecho de cobriza carne desnuda… en el deleitoso ombligo de aquella sensual pelandusca, la maharaní Jeendan, con sus cegadores rayos haciendo sombra a los miles de gemas más pequeñas que la enfundaban desde el muslo al tobillo y desde las muñecas a los hombros…, el único vestido que llevaba allí tirada entre los cojines, borracha, riendo salvajemente ante los manoseos amorosos de sus bailarines. Luego llenaba su copa dorada y la lanzaba lejos y emitía agudas risitas mientras ondulaba voluptuosamente hacia mí, dando palmadas en sus desnudas caderas al ritmo del tam-tam, y yo, heroicamente ebrio pero lleno de buenas intenciones, trataba de montarme sobre ella abriéndome camino por un suelo que parecía estar alfombrado con huríes de Cachemira y sus compañeros de juerga…
—¡Ven aquí, inglés mío, y cógelo! ¡Ah, si el viejo Runjeet pudiera verlo ahora!, ¿eh? Saltaría de su pira funeraria, ¿no crees? —y caía de rodillas, con el vientre tembloroso, el gran diamante relampagueando cegadoramente—. ¿No lo cogerás? ¿Lo tendrá Lal, entonces? ¿O Jawaheer? ¡Cógelo, gara sahib, mi bahadur inglés!
La roja boca abierta y los drogados ojos manchados de kohl burlándose de mí entre una espesa niebla de alcohol y perfume…
—¡Harry, pareces inquieto! ¿Qué te ocurre?…., era Elspeth, preocupada, y la reina chasqueó la lengua, comprensiva, y dijo que yo estaba muy afectado y que ella lo sentía mucho, «porque estoy segura, querida, de que la súbita visión de la piedra le ha traído a la memoria aquellas espantosas batallas con los sijs, y la pérdida de tantos y tantos de nuestros valientes camaradas. ¿Estoy en lo cierto?».
Me daba golpecitos cariñosos en la mano, y yo me sequé la frente febril y confesé que me había sobresaltado, y que tenía dolorosos recuerdos… viejos camaradas, ya saben, duros encuentros, grandes penalidades; en resumidas cuentas, malos tiempos. Pero claro que sí, recordaba el diamante; entre las joyas de la corona en la corte de Lahore, había sido…
—Muy apreciado y llevado con orgullo y reverencia, estoy segura.
—¡Oh, por supuesto, señora! Pasaba de unos a otros también, de vez en cuando.
La reina pareció conmocionada.
—¡No de mano en mano, supongo!
De ombligo en ombligo, a decir verdad, ya que el juego era pasarlo de uno a otro, de hombre a mujer, sin usar las manos, y si pillaban a alguien poniéndose cera en el ombligo le descalificaban… Me apresuré a asegurarle que sólo la familia real y sus, ¡ejem!, íntimos lo habían tocado, y ella dijo que se alegraba de oír aquello.
—Tiene que darme una descripción exacta de cómo estaba engastado —dijo—. Por supuesto, yo misma lo he llevado en varias ocasiones, porque aunque se dice que trae mala suerte, no soy supersticiosa, y además, dicen que trae mala suerte sólo a los hombres. Y aunque me lo regaló lord Dalhousie personalmente, considero que pertenece a todas las mujeres del imperio. —«Sí —pensé yo, ausente—, su majestad lo lleva los lunes y la señora de la limpieza los martes»—. Y eso me lleva a la segunda pregunta. Usted, sir Harry, que conoce tan bien la India, debe aconsejarme. ¿Sería adecuado, según usted, engastarlo en la corona de ceremonias, para el servicio religioso con motivo del cincuentenario en la abadía de Westminster? ¿Complacería esto a mis súbditos indios? ¿Significaría una mínima ofensa para alguien… para los príncipes, por ejemplo? Considere esta cuestión, si quiere, y deme su opinión cuanto antes —me miró como si fuera el oráculo de Delfos, y yo tuve que apartar los recuerdos de mi mente para prestar atención a lo que me estaba diciendo.
Así que ésa, después de tanto preámbulo, era la pregunta «de la mayor importancia», ¡qué estupidez! Como si un negro entre un millón pudiera reconocer la piedra, o saber siquiera que existía. Y los que podían hacerlo eran gordos rajás que aceptarían entusiasmados y aplaudirían si ella propusiera pintar el Taj Mahal de rojo, blanco y azul con su maldito diamante en la punta. Aun así, estaba demostrando una delicadeza de sentimientos de la que yo no la creía capaz; estaba en mi mano tranquilizarla… Reflexionando, no estaba muy seguro de ello. Era verdad, como ella había dicho, que el Koh-i-noor había dado mala suerte sólo a los hombres, desde Aladdin al Shahjehan, Nadir, el viejo Runjeet y aquel pobre chulo de Jawaheer… Todavía podía oír sus gritos de agonía y temblaba al recordarlo. Pero tampoco le había hecho mucho bien a Jeendan, y ella era tan mujer como la que más… «Tómalo, inglés…» Dios, precisamente en las fiestas del cincuentenario… No, no quería que aquel pedrusco le trajera mala suerte a nuestra Vicky.
No me malinterpreten: yo tampoco soy supersticioso. Pero he aprendido a desconfiar de los dioses primitivos, y admitiré que la vista de aquella infernal bagatela parpadeando entre las tazas de té me había hecho retroceder en el tiempo… cuarenta años o más… Me parecía oír el estrépito del khalsa de nuevo, hilera tras hilera de hombres barbudos saliendo por la puerta de Moochee: «Wah Guru-ji! ¡A Delhi! ¡A Londres!»…, El retumbar de los cañones y el silbido de los cohetes mientras los dragones venían dando mandobles entre el humo… El viejo Paddy Gough con su blanca «guerrera de combate», retorciéndose los mostachos: «¡Nunca he sido vencido, y nunca me vencerán!»; una delgada cara de pathan bajo un turbante de tartán: «¿Sabe cómo llaman a esa belleza? ¡El hombre que quiso reinar!»… Una princesa de Las mil y una noches mostrándose desafiante ante su ejército como una bailarina, burlándose de ellos y retándoles, medio desnuda y furibunda, con la espada en la mano…; los carbones que relucían espantosamente debajo de una parrilla…; los amantes cogidos de la mano en un jardín encantado bajo la luna del Punjab…; un gran río repleto de cuerpos de orilla a orilla…; un niño con ropajes de oro, el gran diamante cogido en alto y la sangre corriendo por sus dedos… «¡Koh-i-noor! ¡Koh-i-noor!».
La reina y Elspeth estaban enfrascadas en una interesante conversación a la que daba pie un gran libro de fotografías de coronas y diademas.
—Porque conozco mi debilidad por la joyería, ¿sabe?, y eso puede conducirme al error, pero su gusto, querida Rowena, ¡es tan impecable…! Ahora, si estuviera engastado así, entre las flores de lis…
Ya sabía que no podría intercalar ni una sola palabra durante horas, así que salí para fumar un poco. Y para recordar.