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Había jurado no volver a acercarme nunca más a la India después del desastre afgano del 42, y podría haber cumplido perfectamente mi palabra si no hubiera sido por la dudosa conducta de Elspeth. En aquellos días de inexperta juventud, ya saben, ella siempre estaba flirteando con cualquiera que llevara pantalones… No la culpo, porque era de una belleza excepcional, y yo solía estar fuera de casa, o arando otros campos. En una ocasión se excedió en mostrar sus encantos ante la persona equivocada: me refiero a aquel loco pirata negro de Solomon que la secuestró el año que yo hice cinco a doce contra los All England, y tuve que perseguirla y emprender una caza infernal para recuperarla.[4] Algún día lo escribiré todo, si el recordarlo no me mata de miedo; es un relato espantoso con el rajá Brooke y los cazadores de cabezas de Borneo como protagonistas. Yo salvé mi pellejo (y el de Elspeth) haciendo de semental de la loca reina negra de Madagascar hasta la extenuación. Curioso, ¿verdad? Como resultado final fuimos rescatados por la expedición anglo-francesa que bombardeó Tamitave en el año 45, y nos dirigimos todos de nuevo a la vieja Inglaterra, pero el estúpido que gobernaba Mauricio me echó los ojos encima y exclamó:

—¡Por todos los diablos, ése es Flashy, el héroe de Afganistán! ¡Qué suerte, justo cuando necesitamos todas las manos útiles en el Punjab! Usted es el hombre que nos hacía falta; vaya allá y detenga a los sijs, y nosotros cuidaremos de su señora.

Eso fue lo que dijo o algo parecido.

Le dije que antes me echaría a nadar en un lago de sangre. No me había retirado con media paga para que me metieran en otra guerra. Pero aquel tipo era uno de esos tiranos que tienen a Dios de su parte y no se les puede contradecir, y citó las normas de Su Majestad y me intimidó con todo eso del deber y el honor… Yo entonces era joven, y estaba exhausto después de cumplir con Ranavalona, así que me sometí fácilmente. (Todavía me sigue pasando lo mismo a pesar de todas mis bravatas, como pueden comprender por mis memorias, que representan un buen catálogo de honores conseguidos por medio de bellaquerías, cobardía, el sálvese quien pueda y súplicas de misericordia.) Si hubiera sabido lo que me esperaba le habría dicho que no contara conmigo —esas palabras serán mi epitafio, se lo aseguro— pero no lo hice, y hubiera roto en pedazos mis laureles de Afganistán, tan duramente ganados, si hubiera eludido el deber, así que obedecí sus instrucciones de dirigirme a la India sin tardanza para presentarme ante el comandante en jefe, maldito sea. Me consolé diciéndome que alguna ventaja hallaría en quedarme por ahí fuera un poco más. No había tenido ninguna noticia de casa, ¿saben?, y era posible que el noble protector de la señora Leo Lade y aquel asqueroso apostador de Tighe todavía dispusieran de sus matones pisándome los talones… Es tremendo, en qué cantidad de aprietos se puede uno meter jugando a inofensivos jueguecitos de faldas y apuestas.[5]

Así que le dispensé a Elspeth una agotadora despedida y ella se colgó de mi cuello en el muelle de Port Louis, humedeciéndome la camisa y lanzando miradas de soslayo a los franceses bigotudos que esperaban allí para llevarla a casa en su barco de guerra… «Vaya —pensé yo—, a este paso llamaremos Marcel al primero», y le iba a hablar muy seriamente cuando ella levantó esos gloriosos ojos azules suyos y dijo con voz entrecortada:

—Nunca había sido más feliz que en el bosque, cuando estábamos solos tú y yo. Vuelve pronto sano y salvo, cariño mío, o se me romperá el corazón.

Yo sentí un agudo dolor mientras ella me besaba, y quise mantenerla apretada contra mí para siempre, y al diablo con la India… y me quedé mirando cómo su barco se perdía de vista, mucho después de que la figura de cabellos dorados que agitaba la mano desde la borda se hubiera hecho demasiado pequeña para distinguirla. Dios sabe la que iba a organizar ella con todos esos franchutes.

Tenía esperanzas de una travesía agradable hasta Calcuta, por ejemplo, para que así cualquier desacuerdo que pudiera haber con los sijs se pudiera arreglar mucho antes de que yo llegase a la frontera, pero la corbeta del correo llegó al día siguiente y fui conducido a Bombay de inmediato. Y allí, por espantosa mala suerte, antes de que hubiera tenido tiempo de oler a ghee[6] o hubiera pensado siquiera en buscar una mujer, me encontré de manos a boca con el viejo general Sale, al que no había visto desde Afganistán, y que era el último hombre que quería encontrar en aquellos momentos.

En caso de que no conozcan mi relato del desastre de Afganistán,[7] debo decirles que formé parte de aquel poco glorioso ejército que salió en el 42 un poquito más rápido de lo que había entrado… Bueno, lo que quedaba de él. Yo fui uno de los escasos supervivientes, y por un glorioso malentendido fui aclamado como héroe del día: creyeron equivocadamente que había luchado en la más sangrienta y desesperada acción desde la batalla de Hastings…, cuando en realidad estuve sollozando bajo una manta, y cuando llegué a Jalalabad, ¿quién estaba a la cabecera de mi cama, rendido de admiración, sino el comandante de la guarnición, Bob Sale, el Luchador? Él fue quien primero pregonó mi supuesto heroísmo al mundo entero, así que ya pueden imaginarse su emoción cuando aparecí yo deambulando por aquellos mundos de Dios tres años después, aparentemente sediento de otro encontronazo con los paganos.

—¡Esto es estupendo! —gritó, radiante—. Bueno, pensábamos que estaba ya perdido para nosotros… Se ha dormido en los laureles, ¿verdad? ¡Tenía que haberme dado cuenta de eso! ¡Siéntese, siéntese, mi querido muchacho! Kya-hai, matey! ¡No puede alejarse demasiado, joven cachorro! Espere a que le vea George Broadfoot… ¡Ah, sí, está metido en el ajo, aquí también, y con toda la vieja tropa de antes! Bueno, será todo como en los viejos tiempos… excepto que ya verá que Gough no es Elphy Bey,[8] ¿verdad? —Me dio un golpe en el hombro, encantado ante la perspectiva de algún derramamiento de sangre, y añadió en un susurro que podía oírse en Benarés—: ¡Maldito sea Kabul… no habrá retirada de Lahore! A su salud, Flashman.

A mí eso me ponía malo, pero seguía manteniendo el tipo y contuve un quejido de desaliento cuando el propio Elphistone admitió que la guerra no había empezado todavía, y que quizá no lo haría si Hardinge, el nuevo gobernador general, conseguía sus propósitos. «Bueno —pensé yo—, contad conmigo para ser uno de los del club de Hardinge»; pero, por supuesto, le supliqué a Bob fingiendo gran interés, que me dijera cómo estaban las cosas. Al planear una campaña, como se pueden imaginar, debe uno saber dónde se encontrarán con toda probabilidad los puestos más seguros. Así que me lo explicó, y al contárselo yo a ustedes añadiré mucha información que averigüé más tarde, para que puedan ver exactamente cómo estaban las cosas aquel verano del 45 y entiendan todo lo que siguió.

Pero debo decir primero un par de cosas. Habrán oído decir que el Imperio Británico fue ganado «sin pensarlo bien»…, una de esas frasecitas ingeniosas, uno de esos comentarios satíricos que suenan bien pero que son una completa estupidez. Pensándolo bien, en realidad, con inteligencia y muchas otras cosas, innumerables cosas ciertamente, como codicia y piedad, decencia y villanía, política y locura, profunda planificación y azar ciego, orgullo y provecho, error y curiosidad, pasión e ignorancia, caballerosidad y oportunismo, honesta persecución de lo justo y determinación de echar a los malditos gabachos. A menudo todas estas cosas se daban juntas, y cuando se posó la polvareda, allí estábamos nosotros y quién sino nosotros iba a mantener las cosas funcionando, y alimentar al pueblo, y vigilar la puerta, y sanear los desagües… Oh, sí, y aprovecharnos también, por todos los medios.

Eso es lo que el estudio y el ser testigo de los hechos me ha enseñado, al menos, y quizá pueda probarlo describiendo lo que me ocurrió en el 45, en la más sangrienta, en la más breve guerra que nunca se libró en la India, y a la vez en la más extraña, creo yo, de toda mi vida. Verán que contiene todos los ingredientes imperiales que he enumerado más arriba —sin embargo, lean «musulmanes» por «gabachos», y si quieren, también «rusos»— y algunos otros que a duras penas creerán. Cuando haya acabado, ustedes quizá no tengan una idea más clara de los motivos por los cuales, en aquella época, el mapa del mundo quedó pintado de rosa en una quinta parte, pero al menos se darán cuenta de que es algo que no se puede resumir en una sola frase. Sin pensarlo, dicen, ¡Y una porra! Nosotros siempre supimos lo que estábamos haciendo; simplemente, lo que no siempre sabíamos era cómo obtener buenos resultados.

En primer lugar, deben hacer lo que me pidió Sale y mirar un mapa. En el 45, John Company tenía Bengala, Mysore y la costa este, más o menos, y era señor de las tierras altas hasta el Satley, la frontera más allá de la cual se encontraba el país de los cinco ríos de los sijs, el Punjab.[9] Pero en aquella época las cosas no estaban como ahora; todavía nos encontrábamos reforzando nuestras fronteras, y precisamente la del noroeste era el punto débil, como lo es todavía hoy. Las invasiones se llevaban a cabo siempre, desde Afganistán, por la ola mahometana, con millones de efectivos, y se extendían hasta el Mediterráneo. Y Rusia. Tratamos de contenerla en Afganistán, como ya saben, y lo único que conseguimos fue un ojo morado, y aunque desde entonces nos vengamos, no volvimos a aventurarnos por aquella vía. Así que allí se encontraba una perpetua amenaza a la India y a nosotros mismos… y todo lo que nos separaba de ella era el Punjab, y los sijs.

Sin duda ya conocen algo de ellos: unos tipos altos, fornidos, de cabello largo y poblada barba, orgullosos y excluyentes como los judíos e inspirando bastante antipatía, como a menudo suele ocurrir con la gente perteneciente a un clan y a la que se reconoce fácilmente. Los musulmanes los odiaban, los hindúes desconfiaban de ellos, e incluso hoy en día T. Atkins, aunque los admira como valerosos luchadores, prefiere formar una brigada con cualquier otro contingente… exceptuando su propia caballería, de la cual uno se sentiría orgulloso en cualquier parte. Eran, sin duda, el pueblo más avanzado de la India…, pero, sólo constituían una sexta parte de la población del Punjab y sin embargo gobernaban todo el territorio, así que ya lo ven.

Teníamos un tratado con esos fuertes, astutos, tramposos y civilizados salvajes, respetando su independencia al norte del Satley, nosotros en cambio gobernábamos el sur. Era un buen negocio para ambas partes: ellos seguían siendo libres y amigos de John Company, y nosotros teníamos un sólido y estable amortiguador entre nosotros y las tribus salvajes más allá del Khyber. Dejemos que los sijs guarden los pasos, que nosotros nos ocuparemos de nuestros asuntos en la India sin los gastos y las preocupaciones de tener que tratar con los propios afganos. Vale la pena que tengan presente todo esto cuando oigan hablar de nuestra «agresiva política radical» en la India: simplemente, no tenía sentido para nosotros tomar el Punjab…, al menos mientras permaneció fuerte y unido.

Así sucedió hasta el año 39, cuando el maharajá sij, el viejo Runjeet Singh, murió a causa del alcoholismo y la corrupción (decían que al final de sus días él no podía distinguir a los hombres de las mujeres, pero es que ellos son así, ya saben). Había sido un gran hombre, inspirador de un terror reverencial, que había mantenido el Punjab tan sólido como una roca, pero cuando desapareció, la lucha por el poder durante los seis años siguientes hizo que en comparación las intrigas de los Borgia parecieran una velada parroquial. Su único hijo legítimo, Kuruk, un degenerado fumador de opio, fue rápidamente envenenado por su propio hijo, que duró lo suficiente para asistir al funeral de su papá. Un edificio entero se le cayó encima, sin que nadie se sorprendiera por ello. El segundo en caer fue Shere Singh, hijo bastardo de Runjeet y tan lascivo que oí decir que tuvieron que arrancarle de una prostituta con una palanca para sentarle en el trono. Tuvo un reinado bastante largo, dos años, sobreviviendo a motines, guerras civiles y un complot de Chaund Cour, la viuda de Kuruk, antes de que se lo cargaran (a él y a todo su harén, ¡vaya derroche!). Luego le tocó el turno a Chaund Cour, que murió en su baño, bajo el impacto de una gran piedra que dejaron caer sus propias esclavas, a quienes les cortaron por eso las manos y la lengua para evitar las murmuraciones, y cuando unos cuantos más, entre amigos y parientes, fueron desapareciendo de formas igualmente repentinas y todo el Punjab estaba cercano a la anarquía, el camino quedó allanado súbitamente para el maharajá más insospechado, el niño Dalip Singh, que todavía seguía en el trono, y gozaba de buena salud en el verano del 45.

Se decía que era hijo del viejo Runjeet y de una bailarina llamada Jeendan a quien él había desposado poco antes de su muerte. Había quienes dudaban de aquella paternidad, sin embargo, ya que la famosa Jeendan era conocida por entretener a los chicos del pueblo de cuatro en cuatro, y el viejo Runjeet estaba ya bastante averiado cuando se casó con ella. Por otra parte, todos estaban de acuerdo en señalar que ella era una profesional muy competente, cuyos encantos podían excitar a un ídolo de piedra, así que el viejo Runjeet muy bien pudo haber cumplido antes de entregar su alma a Dios.

Así que ahora era la reina madre y regente junto con el borracho de su hermano, Jawaheer Singh, cuyo número favorito en las fiestas era vestirse de mujer y bailar con las bailarinas… Según todos los indicios, la corte de Lahore era una orgía continua. Jeendan se tiraba a todo hombre que se encontrara al paso, sus damas y caballeros acababan apilados unos encima de otros, no había nadie sobrio durante días y días, el tesoro se derrochaba como las olas del mar y todo el gobierno se deslizaba pendiente abajo hacia una lujosa ruina. Debo decir que todo esto podría parecer muy divertido, no así las habituales torturas, muertes y furiosas conspiraciones que aparentemente ocupaban a todo el mundo en sus momentos sobrios.

Y planeando como un genio por encima de toda aquella deliciosa corrupción estaba el khalsa, el ejército sij. Runjeet lo había creado, alquilando a mercenarios europeos de primera clase que lo convirtieron en una maquinaria formidable, entrenada, disciplinada, moderna, con una fuerza de 80.000 hombres: el ejército mejor equipado de la India, excluyendo la Compañía (eso esperábamos). Mientras vivió Runjeet todo fue bien, pero desde su muerte el khalsa aumentó su poder y no estuvo dispuesto a convertirse en marioneta de una sucesión de bribones, degenerados y borrachos que fueron entrando y saliendo del trono a trompicones. El khalsa desafió a sus oficiales y se gobernó a sí mismo por medio de comités de soldados llamados panches, uniéndose a la revuelta civil y al derramamiento de sangre cuando convenía, matando, saqueando y violando de forma disciplinada y apoyando al maharajá que les apeteciera en cada momento. Había una constante en los khalsa: odiaban a los británicos, y siempre estaban pidiendo que les dejaran enfrentarse a nosotros al sur del Satley.

Jeendan yJawaheer controlaban el ejército tal como habían hecho sus predecesores, con grandes sobornos mediante pagos y privilegios, pero al dilapidar tantos lacs[10] con sus depravaciones, incluso las fabulosas riquezas del Punjab estaban empezando a agotarse… ¿y qué pasaría luego? Durante años habíamos estado viendo cómo nuestro amortiguador del norte se disolvía en un baño de sangre y degradación, en el cual nosotros estábamos obligados por tratado a no intervenir; ahora la crisis había llegado. ¿Durante cuánto tiempo podrían Jawaheer y Jeendan mantener a los khalsa bajo control? ¿Podían impedir (o querían acaso) que se enfrentaran a nosotros con el botín de toda la India como premio? Si los khalsa nos invadían, ¿se mantendrían fieles nuestras tropas nativas? Y si no lo hacían… Nadie salvo unos pocos tipos previsores como Broadfoot se preocuparon, ni fueron capaces de predecir lo que ocurriría doce años después, en el motín.

Así es como estaban las cosas en agosto del 45,[11] pero mis motivos de alarma, como de costumbre, eran enteramente egoístas. Encontrarme con Sale había frustrado mis esperanzas de ocultarme durante una temporadita: él dijo que iba a procurar que yo tuviera un lugar en el estado mayor de Gough, sonriéndome paternalmente mientras yo daba saltos con fingido entusiasmo y notaba un nudo en las tripas, porque sabía que estar a las órdenes del viejo Paddy sería un viaje sin retorno hacia la perdición si las cornetas empezaban a sonar. Gough era el comandante en jefe y un antiguo caballero irlandés que había luchado en más batallas que ningún otro hombre vivo, y siempre andaba buscando guerra. Sus tropas le adoraban (como a todos los lunáticos) y se le compadecía mucho en aquellos momentos en que se esforzaba por asegurar la frontera contra la tormenta que se avecinaba, lanzando maldiciones celtas en Calcuta contra aquel chico sensible, Hardinge, que siempre estaba advirtiéndole que no provocara a los sijs y revocando sus órdenes de movimientos de tropas.[12]

Pero yo no tenía escapatoria. Sale partía a toda prisa para volver a asumir sus deberes como intendente general en la frontera y allá iba junto a él el pobre Flashy, preguntándose cómo podía coger un sarampión o romperse una pierna. Mientras cabalgábamos hacia el norte yo me sentí mucho más seguro al ver la concentración de hombres y material a lo largo del Grand Trunk.[13] Desde Meerut hacia arriba estaba atestado de regimientos británicos, infantería nativa, dragones, lanceros, compañías de caballería y cañones… «Los khalsa nunca se enfrentarán con esa muchedumbre —pensé—; estarían locos.» Lo cual era cierto, por supuesto. Pero yo entonces no conocía a los sijs, ni las increíbles mudanzas e intrigas que pueden hacer que un ejército se dirija al suicidio.

Gough no estaba en el cuartel general de Umballa, que alcanzamos a principios de septiembre; se había dirigido al norte, a Simla, donde vivía la mujer de Sale; allí nos fuimos directamente, para mi deleite. Había oído decir que aquél era un lugar estupendo para correrse una juerga y para darse a la buena vida en general, al menos eso suponía yo absurdamente.

A la sazón era un sitio delicioso,[14] antes de que llegara la gente vulgar y los patanes de Kipling, una pequeña joya en una estación de montaña rodeada de picos nevados y pinares, con un aire que casi se podía beber y encantadores valles verdes como la frontera de Escocia… Uno de esos valles se llamaba Annandale, allí se podía hacer picnic y organizar excursiones muy agradables. Emily Eden lo había convertido en un lugar de recreo en los años treinta, y todavía había bonitas casas en las colinas y bungalows de piedra con grandes chimeneas donde uno podía bajar las cortinas y pensar que estaba de vuelta en Inglaterra. Estaban poniendo los cimientos de la iglesia por aquel entonces, en una loma junto al bazar, y planificando el campo de críquet; incluso las frutas y las flores eran como las de casa: recuerdo que aquella primera tarde tuvimos fresas y crema fresca, en casa de lady Sale.

La querida y cargante Florencia. Si por fortuna leen mi historia de Afganistán la conocerán, se trata de una vieja heroína, toda huesos, que galopó con el ejército en aquella retirada de pesadilla a través del paso de Kabul, donde una fuerza de 14.000 soldados se vio reducida casi a la nada por los francotiradores douranis y los cuchillos khyber. Ella, sin cerrar la boca durante todo el trayecto, no dejó de maldecir a la administración y amedrentar a los porteadores. Colin Mackenzie solía decir que no sabía qué era más terrorífico, si un ghazi saltando desde las rocas dando gritos de guerra o la nariz roja de lady Sale asomando por una tienda y preguntando por qué el agua que le habían llevado no estaba hirviendo. Ella no había cambiado nada, aparte del reúma del cual sólo obtenía alivio poniendo un pie encima de la mesa… Era muy desalentador tener su bota delante de la taza y una flaca espinilla cubierta de franela roja entre las pastas.[15]

—¡Flashman sigue mirándome el tobillo, Sale! —gritó—. Todos estos chicos son iguales. No ponga esos ojos de búho, joven… ¡Recuerdo muy bien cómo perseguía a la señora Parker en Kabul! ¿Pensaba que no me había dado cuenta? ¡Ja! ¡Todo el puesto militar lo sabía! Le vigilaré muy de cerca en Simla, se lo advierto. —Esto entre una arenga acerca de la incompetencia de Hardinge y una acerba reprimenda a su khansamah[16]por olvidarse el azúcar del café. Ya habrán adivinado que yo era uno de sus favoritos, y después del té me hizo revivir mis recuerdos afganos y cantarle Bebe, cachorro, bebe con mi potente voz de barítono mientras ella golpeaba las teclas. Mi interpretación se vio estropeada por un repentino falsete cuando recordé que la última vez que había cantado aquella alegre tonada fue en el tocador de la reina Ranavalona, con su negra majestad marcando el compás de una manera muy poco convencional.

Aquello me recordó que Simla era famosa por sus diversiones, y como los Sale daban aquella noche una cena a Gough y a algún príncipe comedor de coles que estaba de viaje por la India, pude excusarme, no sin que Florentia insinuase que debería volver a casa antes del amanecer. Bajé por la colina hasta la carretera de tierra que desde entonces se convirtió en el famoso Paseo, tomando el aire entre los paseantes, admirando la puesta de sol, los rododendros gigantes y las dos atracciones principales de Simla: cientos de juguetones monos y puñados de juguetonas mujeres. Las mujeres estaban libres y sin compromiso, mientras sus hombres se hallaban comprometidos lejos, por todo el país, y a fe mía que el botín era selecto: señoritas que no tenían nada que ver con la milicia, descaradas esposas de la infantería, yeguas de caballería y alegres viudas. Yo les dediqué tiernas miradas, y me fijé en una Juno cuarentona de ojitos alegres y gordezuelos labios, que me dirigió una nostálgica sonrisa antes de volverse hacia el hotel, donde por extraño capricho de la suerte acabé encontrándola en un rincón solitario de la terraza. Conversamos educadamente sobre el tiempo y sobre las últimas novelas francesas (ella encontraba emocionante El judío errante, creo recordar, en cambio yo prefería los Mosqueteros),[17] ella tomó un exquisito sorbete y empezó a manosearme el muslo por debajo de la mesa.

Me gustan las mujeres que saben lo que quieren; la cuestión era: ¿dónde? y no podía pensar yo en un lugar más confortable que la habitación que me habían asignado en la parte posterior de la mansión de los Sale: los sirvientes indios tienen ojos en el culo, por supuesto, pero las paredes eran gruesas y con el crepúsculo acercándose bien podíamos deslizarnos por las ventanas francesas sin ser vistos. Estaba claro que el buen nombre de lady Sale había periclitado a finales de los años veinte, porque, según decía, aquello era muy divertido. Así que pudimos deslizarnos entre los arbustos del jardín de los Sale, manteniéndonos apartados de los portadores de jampan,[18] de los huéspedes de la cena, que estaban agachados en la veranda frontal. Nos detuvimos para darnos un achuchón entre los cedros de la India antes de subir los escalones hacia la veranda lateral… y, ¡maldita sea!, había luz en mi habitación, y oí el ruido de un porteador aclarándose la garganta y arrastrando los pies dentro. Yo me detuve perplejo mientras mi encantadora compañera (una tal señora Madison, según creo) me mordisqueaba la oreja y me desabrochaba los botones. En aquel momento un oriental dobló la esquina de la casa, escupiendo a placer, y sin pensarlo yo la empujé rápidamente hasta la puerta más cercana a mí, cerrándola suavemente después.

Resultó ser la sala de billar, oscura, vacía y con olor a sacristía, y como mi pequeña conquista me había bajado ya los pantalones hasta los tobillos y estaba tratando de sondear mis interioridades, yo decidí que tendríamos que arreglárnoslas allí mismo. Los comensales estarían ocupados durante muchas horas todavía, y Gough no parecía un tipo aficionado a los billares, pero la precaución y la delicadeza impidieron nuestro galope en el suelo desnudo, y como había unas pequeñas cortinas entre las patas de la mesa…

No hay mucho espacio bajo una mesa de billar, como pueden suponer, pero después de un apretado y febril desnudamiento parcial, nos preparamos para jugar unas partidas. La señora Madison demostró ser una experta jugadora de billar, riendo maliciosamente mientras iba sacando los tacos, así que yo diría que las bolas tocaron todas las bandas debajo del cuadro y volvieron al centro antes de que yo pudiera tenerla bien atrapada por las troneras y fuera capaz de darle lo mejor de mí mismo. Cuando ella se desplomó con temblorosos gimoteos y yo recuperé el aliento, aquello me pareció bastante confortable, y nos dedicamos a susurrar y juguetear en la sofocante oscuridad, yo soñoliento y ella lanzando risitas y exclamando lo divertido que era aquello. Estaba yo empezando a considerar un nuevo encuentro cuando Sale decidió que le apetecía jugar al billar.

Pensé que aquello era el fin del mundo. La puerta se abrió, la luz brilló a través de las cortinas, los porteadores entraron para quitar la cubierta de la mesa y encender las lámparas, resonaron unos pesados pasos, voces de hombres entre risas y chirigotas, y el viejo Bob que gritaba:

—Por aquí, sir Hugh… su alteza. ¿Cómo vamos a jugar? ¿Por equipos o individualmente?

Sus piernas eran vagas sombras más allá de las cortinas mientras yo arrastraba a la señora Madison hacia el centro… ¡La muy tunanta estaba desternillándose de risa! Yo chisté en su oído, y los dos nos quedamos a medio vestir y temblando, ella con regocijo y yo con terror, mientras las charlas, las risas y el golpeteo de los tacos sonaban horriblemente encima de nuestras cabezas. ¡Vaya maldito enredo! Pero no había nada que hacer sino quedarse allí agazapados, rogando para que no se nos escapara un estornudo o nos diera un ataque de histeria.

Desde entonces he vivido experiencias similares: bajo un sofá en el que lord Cardigan estaba haciendo los honores a su segunda esposa, bajo el lecho con dosel de un presidente sudamericano (así fue como gané la orden de San Serafino en méritos a mi pureza y virtud) y en una espantosa ocasión en Rusia, en la que ser descubierto significaba una muerte segura. Pero lo más extraño es que, temblando como está uno, de pronto se encuentra escuchando como si le fuera la vida en ello. Yo estaba echado con un oído entre las tetas de la señora Madison y el otro escuchándolo todo… Vale la pena contarlo, porque eran cotilleos de la frontera de nuestros dirigentes, y esto les ayudará a entender lo que siguió.

En un momento dado supe quién estaba en la habitación: Gough, Sale y un dejo afectado de proxeneta que solamente podía pertenecer a la nobleza alemana, el gruñido de predicador del viejo Havelock el Sepulturero (¿quién hubiera pensado que él frecuentara salones con billares?) y el arrogante sonido gutural del escocés que anunció la presencia de mi viejo compinche de Afganistán, George Broadfoot, ahora ascendido a agente de la frontera noroeste[19]. Y estaba quejándose, como de costumbre.

—¡… y Calcuta me censura por ser altanero con la maharaní y los borrachos de su corte! No debo provocarles, dice Hardinge. ¡Provocarles yo! Vaya… mientras ellos nos lanzan ataques por sorpresa, ignoran mis cartas y seducen a nuestros cipayos. La mitad de las chicas de burdel en Ludhiana son agentes sijs, ofreciendo a nuestros jawans[20] doble paga para desertar y unirse al khalsa.

—Doble para la infantería, seis veces más para los sowars[21] —dijo Sale—. Tentador, ¿verdad?[22] ¿Partida libre o por bandas, príncipe?

—Libre, por favor. Pero ¿consiguen que deserten nuestros soldados nativos?

—Bah, unos pocos —éste era Gough, con su pueblerino acento irlandés—. Piense que si alguna vez el khalsa nos ataca, Dios sabe cuántos saltarían a lo que ellos considerarían el caballo ganador o rehusarían luchar contra sus compañeros de diabluras.

Las bolas entrechocaron y el príncipe dijo:

—Pero los británicos serán siempre el lado ganador. Bueno, toda la India sabe que su ejército es invencible.

Hubo una larga pausa, y Broadfoot añadió:

—No desde lo de Afganistán. Fuimos allí como leones y volvimos como ovejas… La India tomó nota. ¿Quién sabe lo que seguiría a una invasión sij? ¿Una rebelión? Es posible; ¿Una revuelta general?

—¡Oh, vamos! —exclamó el príncipe—. ¡Una invasión sij sería repelida inmediatamente, seguro! ¿No es así, sir Hugh?

Nuevamente chocaron de bolas, y éste respondió:

—Veámoslo así. Si los cipayos se vuelven con el rabo entre las piernas…, lo cual no creo, me dejarían con nuestros regimientos británicos solos contra cien mil de los mejores luchadores de la India… entrenados por europeos, dense cuenta, armas modernas… ¿Cuántos de los suyos habrá por cada cañón nuestro, pueden decírmelo? ¿Dos? ¡Por el amor de Dios!, ¿vale la pena? Bueno, allá va —clic—. Maldita sea, me falla la vista. Como estaba diciendo, su alteza … no tendría que cometer muchos errores, ¿verdad que no?

—Pero si existe tal peligro… ¿por qué no atacan ahora el Punjab y cortan el peligro de raíz?

Otro largo silencio. Fue Broadfoot quien intervino:

—Romperíamos el tratado si lo hiciéramos…, y la conquista no es popular en Inglaterra, desde el Sindi.[23] No hay duda de que esto llegará hasta el final… Y Hardinge lo sabe, por más que diga que la India británica es ya lo bastante grande. Pero los sijs atacarán primero, ya lo ve, y sir Hugh tiene razón… éste es un momento de peligro. Ellos están al sur del Satley y nuestros propios cipayos pueden unirse a ellos. Si nosotros golpeamos primero, con tratado o sin él, y atajamos al khalsa en el Punjab, nuestra reputación crecería entre los cipayos, ellos no moverían ni un dedo y nosotros ganaríamos sin disparar un tiro. Tendríamos que quedarnos en un territorio que Londres no quiere… pero la India estaría a salvo de la invasión musulmana para siempre. Un bonito problema, un círculo vicioso, ¿verdad?

El príncipe dijo cachazudamente:

—Sir Henry Hardinge tiene un dilema, según parece.

—Por eso espera —replicó Sale—, con la débil esperanza de que el actual gobierno de Lahore restaure la estabilidad.

—Mientras me reprueban a mí y obstaculizan a sir Hugh, para que no «provoquemos» a Lahore —dijo Broadfoot—. Observación armada… eso es precisamente lo que necesitamos.

La señora Madison dio un suave ronquido y yo coloqué mi mano sobre su boca, tapándole la nariz.

—¿Qué es eso? —dijo una voz por encima de nuestras cabezas—. ¿Han oído eso?

Hubo un silencio, mientras yo temblaba con el corazón a punto de salírseme por la boca, y Sale dijo:

—Esos malditos geckoes.[24] Su turno, sir Hugh.

Por si aquello no hubiera sido bastante, la señora Madison, ahora ya despierta, puso sus labios junto a mi oído y preguntó: «¿Cuándo se irán? Tengo mucho frío». Hice silenciosas y frenéticas muecas, y ella incrustó su lengua en mi oído, así que me perdí la siguiente intervención. Pero había oído lo bastante para estar seguro de una cosa: no importa lo pacíficas que fueran las intenciones de Hardinge, la guerra era una apuesta segura. No quiero decir que Broadfoot estuviera listo para empezarla por su cuenta, pero habría saltado ante la oportunidad si los sijs le hubieran dado una… y lo mismo pasaría sin duda con la mayoría de la gente de nuestro ejército. Al fin y al cabo, ése es el trabajo de un soldado. Y por lo que parecía, el khalsa estaba dispuesto a obligarnos… y cuando lo hiciera, yo estaría en medio, a las órdenes de un general que dirigía la batalla no sólo desde el frente sino desde el mismo centro del maldito ejército enemigo, dada la oportunidad. Pero el príncipe hablaba de nuevo y yo afinaba el oído, tratando de ignorar a la señora Madison que se escondía debajo de mí, buscando calor, presumiblemente.

—¿Pero y si sir Henry no tiene razón? Seguramente habrá algún noble sij capaz de restaurar el orden y la tranquilidad… Esa maharaní, por ejemplo… ¿Chunda? ¿Jinda?

—Jeendan —dijo Broadfoot—. Es una hoor: —Tuvieron que traducírselo al príncipe, que se animó de inmediato.

—¿De verdad? Uno oye historias asombrosas. Dicen que es de una belleza incomparable y… ah… de un apetito insaciable

—¿Ha oído hablar de Mesalina? —preguntó Broadfoot—. Bueno, esta dama se dice que ha agotado a seis amantes en una sola noche.

—No lo creo —susurró la señora Madison.

Tampoco el príncipe lo creyó, evidentemente, porque gritó:

—¡Oh, los rumores escandalosos siempre exageran los hechos! ¿Seis en una sola noche?, ¡vaya! ¿Cómo pueden estar seguros de eso?

—Testigos presenciales —dijo Broadfoot rotundamente, y uno podía casi oír al príncipe parpadeando mientras su imaginación se desbocaba.

Alguien más se estaba sintiendo transportada: la señora Madison, posiblemente inspirada por toda esa desvergonzada cháchara, se estaba poniendo cachonda otra vez, ¡qué perra más irresponsable!, y mientras yo intentaba tranquilizarla, ella me provocaba con tanta insistencia que yo estaba seguro de que la oirían y la cara de ataúd de Havelock aparecería por debajo de la faldilla en cualquier momento. Pero ¿qué podía hacer yo, sino contener el aliento y cumplir tan silenciosamente como me fuera posible…? Es un asunto para caerse de espanto, se lo aseguro, en silencio sepulcral y temblando de miedo por temor a ser descubierto, y sin embargo es bastante placentero, al mismo tiempo. Perdí completamente el hilo de la conversación, y cuando acabamos, yo casi ahogado con la camisa metida en la boca, ellos guardaban ya los tacos y se retiraban, gracias a Dios. Y entonces oí:

—Un momento, Broadfoot —era Gough, que hablaba en voz baja—. ¿Cree que su alteza hablará?

Sólo podían estar los dos en la habitación.

—Seguro —repuso Broadfoot—. Lo contará por todas partes. No será nuevo para nadie, sin embargo. La mitad de la gente de este maldito país son espías y la otra mitad son agentes a comisión. Sé cuántos oídos tengo, y Lahore tiene dos veces más, de eso puede estar seguro.

—Es suficiente —dijo Gough—. Bueno… todo esto habrá acabado para Navidad, sin duda alguna. Y ahora… ¿qué es eso que me cuenta Sale acerca del joven Flashman?

Sólo Dios sabe cómo es posible que no oyeran la súbita convulsión debajo de la mesa, porque yo casi saqué la cabeza fuera, tal fue mi sobresalto.

—Tengo que hacerme con él, señor. He perdido a Leech, y Cust tendrá que tomar su lugar. No hay ningún otro político a la vista… Yo ya trabajé con Flashman en Afganistán. Es joven, pero se las arregló bien entre los gilzai, habla urdu, pashto y punjabí…

—Pare el carro —dijo Gough—. Sale le prometió que iría al estado mayor, y el chico se lo merece. Además es un soldado, no un escribiente. Si tiene que abrirse camino, lo hará como lo hizo en Jalalabad, entre los disparos calientes y el frío acero…

—¡Con todo respeto, sir Hugh! —exclamó Broadfoot, y yo podía imaginarme su encrespada barba roja—. Un político no es un escribiente. Recoger y seleccionar información…

—¡No me diga, mayor Broadfoot! Yo estaba luchando y al mismo tiempo recogiendo informaciones mientras su abuelo todavía no había abierto ni siquiera los ojos. Estamos hablando de una guerra…, ¡y una guerra necesita soldados, así que ya está bien!

Que Dios ayude a aquel pobre diablo, estaba hablando de mí.

—Pienso en lo mejor para el servicio, señor…

—Ah, ¿y yo no?, ¡maldita sea su insolencia escocesa! ¡Ah, demonios!, está haciendo que me acalore por nada. Venga, vamos a ver, George, yo soy un tipo comprensivo, abrigo esa esperanza, y esto es lo que haré. Flashman irá destinado al estado mayor… y no le dirá ni una palabra, mallum?[25] Todo el ejército sabe que ha perdido a Leech, y que necesita otro político. Si a Flashman se le mete en la cabeza solicitar esa vacante (y habiendo sido ya político puede estar lo bastante loco como para cualquier cosa), entonces no me pondré en su camino. Pero sin obligarlo, que quede bien claro. ¿Está bien así?

—No, señor —dijo George—. ¿Qué joven oficial cambiaría el estado mayor por el servicio político?

—Muchos… holgazanes y petimetres de Hyde Park. No desprecie a su propia gente, ni al joven Flashman. Cumplirá con su deber como el que más. Bueno, George, ésta es mi última palabra. Ahora vamos a ofrecer nuestros respetos a lady Sale…

Si hubiera tenido energía suficiente, habría dado otro revolcón a la señora Madison, de puro y simple agradecimiento.