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Si ustedes consultan los informes de sir Henry Hardinge y el mayor Broadfoot de octubre de 1845 (aunque no se los recomiendo especialmente como lectura amena) encontrarán tres anotaciones significativas a principios de mes: la corte de Mai Jeendan se trasladó a Amristar, Hardinge dejó Calcuta y vino a la frontera del Satley, y Broadfoot se hizo una revisión médica y se fue a dar una vuelta por sus oficinas. En un breve espacio de tiempo, los tres personajes principales en la crisis del Punjab se tomaban un respiro, lo cual significaba que no habría guerra aquel otoño. Buenas noticias para todo el mundo excepto para los dispersos khalsa, algo desanimados en sus remotos cuarteles y ansiando un poco de jaleo. Yo sentí un alivio inmediato de tipo físico. La partida de Jeendan llegó oportunamente para mí, porque un encuentro amoroso más con ella me habría desgraciado para siempre. Nunca había conocido nada parecido. Ustedes pensarán que después del episodio salvaje que acabo de describir ella debió de quedar satisfecha durante mucho tiempo, pero no ocurrió tal cosa. Un par de horas de sueño, una copita de licor y al tajo de nuevo, ése era su estilo, y creo que yo apenas vi la luz del sol durante tres días, por lo que recuerdo, porque uno tiende a perder la noción del tiempo en estos casos. Seguramente batimos algún récord, pero no llevé la cuenta (y de todos modos, algún yanqui aseguraría haberlo hecho mejor). Todo lo que sé es que perdí peso hasta quedarme en ochenta kilos, y eso no es sano para un tipo que mide lo que yo. Yo era quien necesitaba una revisión médica, se lo aseguro, y no Broadfoot.
La mañana del cuarto día, cuando yo estaba ya hecho un guiñapo, preguntándome dónde habría un monasterio por allí cerca para esconderme en él, ¿qué piensan que hizo ella? Pues trajo a un tipo para que pintara un retrato mío. Al principio, cuando trajo su caballete y sus colores al boudoir y empezó a mover el pincel, yo pensé que era otra de sus fantasías depravadas, y que iba a hacer que nos dibujaran a ambos ejecutando alguna pose virtuosa. Demonios, ni hablar del peluquín, no van a colgar un retrato mío en la Real Academia del Punjab con los pantalones bajados y el pelo alborotado. Pero todo fue muy correcto, Flashy vestido con un romántico atuendo nativo como lord Byron, con noble aspecto, una pipa de agua en la mano y un cuenco lleno de fruta detrás, mientras Jeendan, situada junto al artista le animaba, y Mangla hacía útiles observaciones. Entre las dos el pobre hombre estaba agobiado, pero consiguió sacarme un gran parecido en poco tiempo… El retrato está ahora en una galería de Calcuta, creo, y se titula Oficial con traje sij o algo por el estilo. Macho exhausto y acorralado, sería mejor.
—Para que yo pueda recordar a mi bahadur inglés —dijo Jeendan, sonriendo maliciosamente, cuando le pregunté para qué lo quería. Me lo tomé como un cumplido y me pregunté si es que me despedía, ya que al mismo tiempo anunció que iba a llevar al pequeño Dalip a Amritsar, que es la ciudad sagrada de los sijs, para el Dasahra, y volverían al cabo de algunas semanas. Yo fingí sentir un gran pesar y obvié que ella me había reducido a un estado en el cual no me importaba no volver a ver nunca a ninguna mujer.
Mi primera acción, cuando volví a mis habitaciones, fue escribir un informe de su durbar y la posterior conversación conmigo y colocarla en la segunda epístola a los Tesalonicenses. Aquel informe fue lo que convenció a Hardinge y Broadfoot de que tenían tiempo: no habría guerra antes del invierno. Yo tenía razón en eso; afortunadamente no les dije lo que verdaderamente pensaba, es decir, que probablemente entonces tampoco habría guerra.
Ya ven, yo estaba convencido de que Jeendan no la quería. Si lo hacía, y creía que el khalsa podía vencernos y convertirla en reina de todo el Indostán, ya les habría enviado a cruzar el Satley por entonces. Engañándolos para mantenerlos en espera ella había estropeado su mejor oportunidad, que habría sido atacar mientras duraba el calor y nuestras tropas estaban más débiles. Cuando llegasen los meses fríos, nuestros enfermos estarían de nuevo en pie, el tiempo seco y los ríos bajos nos ayudarían en nuestros transportes y movimientos defensivos y las noches heladas, aunque serían desagradables para nosotros, estragarían abominablemente al khalsa. Al mismo tiempo, ella les estaba traicionando al avisarnos de que estuviéramos en guardia, y prometiéndonos que nos avisaría si ellos avanzaban a pesar de todo.
Esa mujer, dirán ustedes, es una chica lista que sabe cómo quedar bien con ambas partes, y que traicionará a ambas si le conviene. Pero ella ya se había asegurado de que, si llegaba la guerra, las oportunidades estuvieran a nuestro favor… No obtendría provecho alguno si era vencida.
Aparte de todo eso, yo no creía que la guerra estuviera en su naturaleza. ¡Oh, sí!, ¡por supuesto!, yo sabía que ella era una astuta política cuando se lo proponía, y sin duda tan cruel y dura como cualquier otro gobernante indio, pero sólo tenía que pensar en aquella cara regordeta, llena de placer, soñolienta en la almohada, demasiado lánguida para nada que no fuera la bebida o el sexo, y la idea de que estuviera tramando y no digamos dirigiendo una guerra parecía bastante fuera de lugar. El Señor nos proteja de mujeres así. Ella raramente estaba lo bastante sobria para tramar algo más allá del siguiente experimento erótico. No, si la hubieran visto como yo la vi, estragada por el licor y el amor, habrían estado de acuerdo en que Broadfoot tenía razón y que era una puta de nacimiento que se estaba matando con placeres y disipaciones, un espíritu complaciente que había ido demasiado lejos, para embarcarse en cosas importantes.
Así pensaba yo. Bueno, la juzgué mal, especialmente en su capacidad de odio. Juzgué mal al khalsa también. No me culpen demasiado; parecía que se había tramado una conspiración para mantener a Flashy en la ignorancia. Jeendan, Mangla, Gardner, Jassa e incluso los generales sijs me tenían en mente mientras perseguían sus siniestros fines, pero yo no podía saber eso.
En realidad, me sentía muy bien aquella mañana de octubre cuando la corte partió hacia Amritsar, y volví a saludar con el sombrero mientras la comitiva salía por la puerta de Cachemira. El pequeño Dalip iba al frente en su elefante ceremonial, respondiendo a los vítores de la multitud con toda seriedad, pero haciendo guiños y saludando alegremente con la mano cuando me vio. Lal Singh, orgulloso como un pavo real y cabalgando con un aire de propietario junto al Palki de Jeendan, no guiñaba exactamente; cuando ella movió la cabeza y sonrió en respuesta a mi saludo, él me dirigió una sonrisa pretenciosa como diciendo: de vuelta al pabellón, infiel, es mi turno ahora. «Pues que te vaya bien —pensé yo—, mucho jengibre chino y polvo de rinoceronte y a lo mejor sobrevives.» Mangla, en la litera que seguía después, era la única que parecía sentir irse y dejarme allí, saludándome y mirando hacia atrás hasta que la multitud se la tragó.
La gran caravana de bestias y sirvientes, guardias y músicos estaba todavía en marcha cuando Jassa y yo nos volvimos y cabalgamos hacia la puerta de Rushnai. «Que tengáis un buen Dasahra en Amritsar todos vosotros, y para cuando volváis, Gough habrá reforzado la frontera y Hardinge estará cerca y os veréis las caras con él; entre todos podréis mantener en orden al khalsa, todo se arreglará pacíficamente y yo podré volver a casa», pensé yo. Se lo dije a Jassa, y él lanzó uno de sus gruñidos de yanqui-pathan.
—¿Usted cree? Bueno, si yo fuera usted, teniente, no diría eso hasta que me encontrara de vuelta bajo la bandera inglesa.
—¿Por qué no? ¿Ha oído algo?
—Sólo el Barra choop —dijo, adornando con una amplia sonrisa su fea cara.
—¿Y qué demonios es eso?
—¿No lo sabe? ¿Un viejo conocedor del Khyber como usted y no lo sabe? Barra choop es la calma antes de la tempestad —levantó la cabeza—. Sí, señor, puedo oírlo, es cierto.
—¡Oh, al demonio con sus gansadas! Demonios, hombre, si los khalsa están repartidos por todas partes, y para cuando estén reunidos de nuevo Gough tendrá cincuenta mil bayonetas en el río…
—Si lo hace, será como enseñar un trapo rojo a un toro del Punjab —dijo ese maldito pesimista—. Y entonces ellos estarán seguros de que quiere invadirles. Además, su amiga le prometió al khalsa una guerra en noviembre… se enfadarán mucho si no la tienen.
—¡Pues si la tienen se van a enterar!
—Usted sabe eso, pero ellos no. —Se volvió en la silla para mirar hacia atrás a la larga procesión desfilando por el polvoriento camino de Amritsar, haciendo pantalla con la mano sobre los ojos, y cuando habló de nuevo fue en pastho—: Vea, huzoor, en el Punjab tenemos los dos grandes ingredientes del mal: un ejército suelto por el país y una lengua de mujer suelta en casa. Las dos cosas juntas, ¿quién sabe lo que pueden conseguir?
Le dije con bastante acritud que se guardara sus comentarios de mal agüero para él; si hay algo que no soporto es a los agoreros alterando mi paz de espíritu, especialmente cuando son tipos suspicaces que saben lo que dicen. Saben, yo empezaba a preguntarme si él lo sabía, ya que entonces, después de los terrores y transportes de mis primeras semanas en Lahore, hubo un largo período de tiempo en el cual no ocurrió nada en absoluto. Yo hablaba cada día de la herencia de Soochet, y aquello era condenadamente aburrido. El Acta de Herencias de 1833 no es un artículo de la Police Gazette, y después de semanas de escuchar la charla sin sustancia de un imbécil con aliento a ajo y anteojos de acero sobre el preciso significado de «universum ius» y «seisin», yo estaba aburrido hasta un punto tal que incluso le escribí a Elspeth. Barra choop, realmente.
Pero si no hubo ni una señal de la tempestad anunciada por Jassa, no faltaron los rumores. Cuando pasó el Dasahra y octubre dejó paso a noviembre, los bazares se llenaron de rumores acerca de que los británicos se estaban concentrando en el río, y Dinanath, precisamente, dijo públicamente que la Compañía se estaba preparando para anexionar territorio sij en la orilla sur del Satley; también se dijo que él había comentado que «la maharaní deseaba la guerra para defender el honor nacional». Bueno, ya habíamos oído aquello antes; la última palabra fue que ella se había trasladado de Amritsar a Shalamar, y se lo estaba pasando en grande por las noches con Lal. Yo me sorprendí de que él mantuviera el tipo todavía; sin duda Rai y el Python le iban sustituyendo a ratos.
Más tarde, en noviembre, empezaron a pasar cosas que hicieron que yo, suspicaz, me pusiera en guardia. El khalsa empezó a reagruparse en Maian Mir, Lal fue confirmado como visir y Tej como comandante en jefe. Ambos hicieron proclamas incendiarias, todo fuego y furor, y los generales dirigentes hicieron votos en el Granth, jurando inmortal lealtad al joven Dalip con las manos sobre la tumba de Runjeet. Pueden estar seguros de que yo no vi nada de eso; con o sin inmunidad diplomática, yo me mantenía bien a cubierto, pero Jassa fue testigo presencial y me informó, mostrando más animación y alegría ante cada nueva alarma, maldito sea.
—Sólo están esperando a que los astrólogos señalen un día —dijo—. Incluso la orden de ataque está preparada… Tej Singh irá a Firozpur con cuarenta y dos mil soldados de infantería, mientras Lal cruza por el norte con veinte mil gorracharra. Sí señor, están preparados y listos para empezar.
No queriendo creerle, yo señalé que estratégicamente la posición no era peor que hacía dos meses.
—Pero ya no queda ni una rupia en la mezquita de las Perlas y no hay con qué pagarles. Se lo digo: o avanzan o explotarán. Espero que Gough esté listo. ¿Qué dice Broadfoot?
Aquello era lo más inquietante de todo, porque hacía dos semanas que yo no recibía ni una línea de Simla. Yo mandaba mensajes cifrados sin parar, hasta que a la segunda epístola de los Tesalonicenses se le arrugaron las hojas, sin recibir respuesta. No se lo dije a Jassa, pero le recordé que la palabra final era de Jeendan; ella había convencido a los khalsa para retrasarlo, y podía hacerlo otra vez.
—Apuesto diez rupias a que no puede —dijo él—. Una vez los astrólogos se decidan, ella no podrá manejar ya durante más tiempo la situación. Si las estrellas dicen «adelante», está obligada a darles sus cabezas… ¡Y que Dios ayude a Firozpur!
Perdió la apuesta. «Instruiré a los astrólogos», había dicho ella, y debió de hacerlo, porque cuando aquellos hombres sabios hicieron un dekko a los planetas, no pudieron sacar nada en limpio. Finalmente, admitieron que el día propicio era bastante obvio, pero desgraciadamente había sido la semana anterior y ellos no se habían dado cuenta, maldita sea. Los panches no lo aceptaban e insistían en que encontraran otra fecha, y se pusieron muy pesados; los astrólogos conferenciaron y admitieron que había un día bastante adecuado al cabo de dos semanas, por lo que podían ver a aquella distancia. Tampoco eso resultó adecuado, y los soldados estuvieron a punto de estrangularlos, ante lo cual los astrólogos se asustaron y dijeron que el día adecuado era el día siguiente, sin duda alguna; no sabían cómo demonios no se habían dado cuenta antes. Por entonces su reputación estaba bastante baja, y aunque se ordenó a los gorra charra que salieran de Lahore, Lallos llevó sólo a una pequeña distancia de Shalamar antes de correr de vuelta a la ciudad y a los brazos de Jeendan, que una vez más residía en el fuerte. Tej envió la infantería por divisiones pero se quedó en casa, y la marcha se hacía cada vez más lenta, según informó Jassa.
Yo dejé escapar un suspiro de alivio; estaba claro que Jeendan mantendría su palabra. Ahora que ella había vuelto y se encontraba bajo el mismo techo, consideré e instantáneamente descarté la idea de tratar de tener unas palabras con ella. Lo peor que podía pasar era que se extendieran por el bazar y el campamento rumores de que había estado conversando en privado con un oficial británico. Así que me quedé allí componiendo un mensaje cifrado para Broadfoot, describiendo la confusión creada por los astrólogos y cómo el khalsa iba dando vueltas en círculo sin sus dos generales líderes. «En todo esto —acababa yo— pienso que podemos ver la fina mano de cierta dama punjabí.» Entonces escribíamos elegantes cartas, nosotros los políticos. A veces demasiado elegantes para nuestro propio bien.
Envié aquello por las Escrituras, y sugerí a Jassa que sondease a Gardner, que había vuelto con Jeendan, para averiguar el estado de la cuestión, pero mi fiel ordenanza se resistió, señalando que él era el último hombre en el mundo en quien confiaría Gardner, «y si a ese celoso hijo de perra se le ocurre la idea de que yo estoy metiendo la nariz por ahí, puede hacerme daño. Oh, sí, claro, es amigo de Broadfoot… pero es Dalip quien le da de comer… y Mai Jeendan. No lo olvide. Y si llega la guerra, no podrá estar de nuestra parte».
Yo no estaba muy seguro de aquello, pero no había nada que hacer sino esperar, esperar noticias de las intenciones del khalsa y de Broadfoot. Pasaron tres días y luego una semana, durante la cual Lahore hervía de rumores: los khalsa estaban avanzando, los británicos nos invadían, Goolab Singh se había declarado primero a favor de unos y luego de otros, el rajá de Nabla había anunciado que él era la undécima encarnación de Visnú y estaba convocando a la guerra santa para echar a los extranjeros de la India… Todo el cotilleo usual, que se contradecía tan pronto como surgía, y yo no podía hacer nada sino hablar del testamento de Soochet de día y caminar impaciente por mi balcón por las noches, viendo como el cielo del crepúsculo se volvía rojo y luego púrpura, la noche llena de estrellas caía sobre el patio de la fuente y se oía el distante murmullo de la gran ciudad, esperando, como yo, la paz o la guerra.
Era un trabajo extenuante para los nervios y muy solitario. Y entonces, a la séptima noche, cuando acababa de meterme en la cama, adivinen quién se desliza en mi habitación sin anunciarse: Mangla. Noticias por fin, pensé yo, y le estaba preguntando mientras encendía la lámpara, pero la única respuesta que ella me dio fue hacer pucheros con aire 'de reproche, quitarse el vestido y saltar al lecho junto a mí.
—Después de seis semanas no he venido a hablar de política —dijo, frotando sus pechos contra mi cara—. ¡Ah, prueba esto, bahadur… y come lo que quieras! ¿Me has echado de menos?
—¿Eh? ¡Ah, sí, un montón! —dije yo, dando un educado bocado—. Pero espera, ¿qué noticias hay? ¿Tienes un mensaje de tu ama? ¿Qué está haciendo ella?
—Esto…, y esto…, y esto… —dijo ella, acariciándome muy ocupada—. Con Lal Singh. Atacando su virilidad, pero si ha sido vencido por sorpresa o se ha resistido, ¿quién lo sabe? ¿Estás celoso de él? ¿Soy una sustituta tan mala?
—¡Oh, no, claro que no! Estáte quieta, ¿quieres? ¿Qué está pasando, por el amor de Dios? Oigo decir que el khalsa avanza, al momento siguiente que la orden ha sido anulada… ¿Hay paz o hay guerra? Ella juró que me avisaría… ¡eh, no te apartes! Tengo que enterarme, ¿no lo comprendes? Para poder informar…
—¿Importa eso —murmuró la pequeña zorrita caliente—, en este momento…?, ¿importa todo eso realmente?
Tenía razón, por supuesto: hay un momento para cada cosa. Así que durante una hora ella me liberó del tedio de mi trabajo y me recordó que la vida no es sólo política, como decía el viejo Runjeet antes de expirar deliciosamente. Yo estaba al borde de la muerte también, porque desde mi prolongado asalto con Jeendan no había visto unas faldas salvo las de mis doncellas, y ésas no valía la pena levantarlas.
Después, sin embargo, estando echados debajo del punkah, holgazaneando y bebiendo, no pude sacarle ni una sola noticia. A todas mis preguntas ella se encogía de hombros y decía que no lo sabía… Los khalsa estaban todavía sujetos por la correa, pero lo que pensaba hacer Jeendan nadie podía decirlo. Yo no la creía; ella debía de tener algún mensaje para mí.
—Pues no me ha dicho nada, ¿sabes? —dijo Mangla, mordisqueando mi oreja—, creo que hablamos demasiado de Jeendan, y tú has dejado de pensar en ella, lo sé. Todos los hombres hacen lo mismo. Es demasiado codiciosa de su placer. Así que no tiene amantes, sólo parejas de cama. Incluso Lal Singh la toma sólo por miedo y ambición. Pero yo —dijo la muy desvergonzada, rozando mis labios con los suyos— tengo verdaderos amantes, porque me deleito en dar placer tanto como en recibirlo… especialmente con mi bahadur inglés. ¿No es así?
Tenía razón de nuevo. Yo había probado ya suficiente realeza punjabí para el resto de mi vida, y ella había puesto el dedo en la llaga. Fornicar con Jeendan era como hacer al amor a una máquina de vapor. Pero aun así, yo tenía que saber lo que pasaba por su retorcida mente india, y cuando Mangla continuó protestando ignorancia me enfurecí y juré que si no me decía la verdad se la sacaría a la fuerza… Ante lo cual palmoteó y se ofreció a recibir mis correazos.
Así transcurrió la noche, nos divertimos mucho, con una única interrupción en la que Mangla se quejó de la fría corriente del ventilador. Grité al punkahwallah que tuviera cuidado, pero con la puerta cerrada no me oyó, así que la abrí, acompañando mi acto con una maldición. No era el anciano habitual, sino otro idiota… A todos les pasa igual, se duermen enseguida cuando quieres un poco de aire fresco y te hielan con una corriente helada de madrugada. Azoté a aquel bruto y volví en busca de un poco más de cultura de Cachemira. Era un trabajo agotador. Cuando me desperté era ya media mañana. Mangla se había ido y había un mensaje cifrado de Broadfoot esperando en la epístola segunda a los Tesalonicenses.
Así que Jassa tenía razón. Era ella el correo secreto. Vaya con la pequeña gatita, mezclando negocios con placer, según parecía. Me pregunté si se trataría de ella, como recordarán, aquel primer día cuando varias personas tuvieron la oportunidad de acercarse a mi mesilla de noche. Bien pensado, ella era la intermediaria perfecta. Podía ir y venir por el palacio a su antojo, una esclava que era la mujer más rica de Lahore. Era fácil para ella sobornar y dirigir a otros correos, uno de los cuales debía de haberla suplido mientras se encontraba fuera, en Amritsar. ¿Cómo demonios la habría reclutado Broadfoot? Mi respeto por mi jefe siempre era elevado, pero aquello lo doblaba, se lo aseguro.
Y eso me vino muy bien, porque si algo podía hacer tambalear mi fe era justamente el contenido de aquel mensaje cifrado. Cuando lo descodifiqué me senté a mirar el papel durante unos minutos, y luego lo volví a examinar con atención, para estar seguro de haber leído bien. No había error: era auténtico, y el sudor cubrió mi piel mientras lo leía por décima vez:
Muy urgente para Número Uno solo. La primera noche después de recibir esto, irá disfrazado con traje nativo al cabaret de los soldados franceses, entre el Shah Boorj y la puerta Buttee. Use las señales y espere un mensaje de Bibi Kalil. No le diga nada a su ordenanza.
Ni un «suyo afectísimo» ni «atentamente». Eso era todo.
El problema del servicio de inteligencia es que ya no distinguen la verdad de la mentira. Hasta los miembros del Parlamento saben cuándo están mintiendo, que es la mayoría de las veces, pero gente como Broadfoot simplemente no es consciente de sus propias mentiras. Todo lo hacen por el bien del servicio, así que tiene que ser verdad, y eso hace que sea muy difícil para los tipos sinceros como yo saber cuándo están mintiendo más que un charlatán de feria. Yo ya me temí lo peor cuando me dijeron: «No tendrá que disfrazarse ni hacer nada desesperado». ¡No, hombre, claro que no! Francamente, es más seguro tratar con abogados.
Y ahora ya estaba, mis peores temores convertidos en realidad. Flashy iba a ser enviado al campo enemigo…, recién afeitado y sin una vía de escape ni una mano amiga que le diera la bendición. Venga, dirán ustedes, ¿qué problema hay? Se trata sólo de acudir disfrazado a una cita, ¿verdad? Sí…, ¿y qué más? ¿Quién demonios era esa Bibi Kalil? El nombre podía ser de cualquier tipo de persona, desde una princesa a una alcahueta… ¿Qué horrores podían esperarme junto a ella, cumpliendo el mandato de Broadfoot? Pronto lo averiguaría.
El disfraz era lo de menos. Yo tenía un poshteen en mi equipaje, y había reunido unos cuantos cachivaches desde que llegué a Lahore: botas persas, pyjamys y bandas para los días más cálidos, y cosas por el estilo. Mi propia camisa iría bien, una vez la hubiera pisoteado un poco, e improvisé un puggaree con un par de toallas. Normalmente se lo habría pedido prestado todo a Jassa, pero tenía que mantenerlo en secreto con él. Eso fue algo que me resultó muy extraño en el mensaje cifrado: la última frase era innecesaria, porque la palabra «solo» al principio significaba que todo aquello era secreto y sólo para mí. Al parecer George estaba «asegurándose el secreto», como él mismo hubiera dicho.
Salir de la fortaleza fue menos sencillo. Yo había salido un par de veces por la noche, pero nunca más allá del mercado de la puerta de Hazooree en el muro interior, que era el bazar de categoría que suministraba víveres a los hogares de calidad al sur del fuerte, antes de llegar a la torre propiamente dicha. No me atreví a ponerme el disfraz dentro de palacio, así que lo metí en una bolsa, todo menos las botas, que me puse debajo de los pantalones de civil. Entonces ya sólo fue cuestión de asegurarse de que Jassa no anduviera por allí cerca y deslizarme a los jardines después del anochecer. Había poca gente por allí, y enseguida me escondí detrás de un arbusto, con los pies enredados en los pantalones, maldiciendo a Broadfoot y a los mosquitos. Me envolví el puggaree bien colocado en la cabeza, me tizné la cara, puse la bolsa con mis ropas civilizadas en una grieta en el muro del jardín, recé para que aquella noche pudiera volver a recogerlas y salí.
Me he disfrazado de nativo más veces de las que puedo contar, y les aseguro que todo es cuestión de confianza en sí mismo. Un aficionado se delata porque está seguro de que todo el mundo sospecha que lleva un disfraz, y se comporta de acuerdo con eso. Pero nadie se da cuenta, por supuesto, y por una simple razón: no les importa en absoluto, y si uno va por ahí sin meterse con nadie, la cosa cuela perfectamente. Nunca olvidaré cómo me escabullí de Lucknow con T. H. Kavanaugh durante el asedio.[88] Él era un irlandés grandullón que no sabía ni una palabra de hindi, disfrazado como un pachá de pantomima y tiznado de carbón que casi no cubría sus redondas y coloradas mejillas, maldiciendo con acento de Tipperary durante todo el camino; pues ni uno solo de los amotinados le dirigió la mirada. Ahora, mi imberbe mandíbula era mi principal motivo de preocupación, pero soy bastante moreno de piel, y una expresión torva consigue muchas cosas.
Llevaba mi pistola, pero me compré un cinturón y una espada corta de Cachemira en el mercado para más seguridad, y para completar mi disfraz. Me siento muy cómodo disfrazado de pathan fanfarrón que habla pashto o, en este caso, un mal punjabí, así que escupí mucho, carraspeé y le saqué el arma al dueño del puesto callejero a mitad de precio; él ni siquiera parpadeó, así que cuando llegué a los callejones de la ciudad nativa me detuve en un tenderete para tomar un chapatti y cotillear un poco, ver cómo estaban las cosas y recoger cualquier rumor que corriera por allí. Los tipos del pueblo no hacían más que hablar de la guerra que se avecinaba, que los gorracharra habían cruzado el río sin oposición por el ghat de Harree, y que los británicos estaban abandonando Ludhiana… lo cual no era verdad, como supe luego.
—Han perdido la moral—dijo un sabelotodo—. Afganistán fue su muerte.
—Afganistán es la muerte de cualquiera —dijo otro—. ¿Acaso no murió mi tío en Jalalabad, que la paz le acompañe?
—¿En la guerra británica?
—No, era cocinero en un caravasar, y una mujer del bazar le contagió una enfermedad detestable. Se puso ungüentos de un hakim,[89] sin ningún efecto, hasta que se le cayó la nariz y murió, delirando. Mi tía culpó a los ungüentos. Quién sabe, como era un hakim afgano…
—¡Así es como debemos destruir a los británicos! —cacareó un viejo—. ¡Mandemos a la maharaní para que les infecte! ¡Je, je, ella debe de estar podrida ya!
No me hizo gracia escuchar aquellas tonterías, ni tampoco a un tipo robusto que llevaba la casaca de caballería.
—¡Más respeto, cerdo! ¡Ella es la madre de tu rey, que se sentará en el trono en el palacio de Londres cuando nosotros, los del khalsa, nos hayamos comido al ejército Sirkar!
—¡Escuchadle! —se burló el viejo comediante—. ¿El khalsa atravesará el océano para llegar hasta Londres?
—¿Qué océano, loco? Londres está sólo a unos pocos cos[90] más allá de Meerut.
—¿Tan lejos? —dije yo, haciéndome el paleto—. ¿Has estado allí?
—Yo no —admitió el pájaro del khalsa—, pero mi havildar estuvo allí como camellero. Es un sitio muy pobre, por lo que parece, no mucho mayor que Lahore.
—¡Qué va, hombre! —gritó el del tío sifilítico—. Las casas de Londres tienen las fachadas de oro, y hasta los urinarios públicos tienen las puertas de plata. Eso me han contado.
—Eso era antes de la guerra con los afganos —dijo el mentiroso número uno del khalsa, cuyo estilo estaba empezando a admirar—. Eso empobreció a los británicos, y ahora están en deuda con los judíos; incluso Wellesley sahib, que venció a Tipu y los mahratas en otro tiempo,[91] ya no tiene ningún prestigio, y la joven reina y sus doncellas se venden en las calles. Eso me lo ha contado mi havildar, él mismo se tiró a una de ellas.
—¿Y todavía tiene nariz? —gritó otro, Y hubo muchas carcajadas.
—¡Sí, sí, reíd! —gritó el viejo—. Pero si Londres se ha empobrecido tanto, ¿dónde está todo el botín que íbamos a disfrutar cuando vosotros, los héroes del Pure, lo hubierais traído a casa?
—¡Que Dios te dé sensatez! Dónde sino en Calcuta, en las cajas fuertes de los hebreos. Iremos allí cuando hayamos tomado Londres y Glasgou, donde plantan tabaco y hacen los barcos de hierro.
Estaban tan bien informados como el público inglés lo está de la India, como pueden comprobar. Me quedé un rato más, hasta que ya pensaba en punjabí; entonces, con aquel hueco en mi interior que me resultaba tan conocido, seguí mi camino con aprehensión.
El Shah Boorj está en la parte sudoeste de la ciudad de Lahore, a menos de dos kilómetros a vuelo de pájaro, pero a más de tres cuando se tiene que seguir un camino por las serpenteantes callejuelas de la ciudad vieja. Eran unas pésimas calles, por las que corría la inmundicia y unos tipos muy feos y muy pobres te miraban desde los portales o rebuscaban entre la basura con las ratas y los perros asilvestrados. El aire era tan ponzoñoso que tuve que envolverme el puggaree en torno a la boca para resistir los pestilentes vapores, mientras seguía mi camino entre charcos y basura corrompida. Algún fuego en los montones de excrementos proporcionaba la única luz, y por todas partes había ojos como ascuas, humanos y de animales, que se apartaban a un lado al aproximarme yo, apretando el paso para salir de aquel infierno. Imaginaba constantemente horribles sombras que se acercaban a mí y me atacaban, como el tipo aquél del poema que no se atreve a mirar atrás porque sabe que hay un espantoso fantasma pisándole los talones.
Finalmente el camino mejoró un poco y pasé entre grandes edificios y almacenes y unos pocos merodeadores nocturnos que se escurrían por allí. Cerca del muro sur las calles eran más anchas, con casas bastante decentes detrás de los altos muros. Un par de palkis pasaban por allí, balanceándose entre sus portadores, y había incluso un chowkidar[92] patrullando con su linterna y su bastón. Pero yo todavía me sentía terriblemente solo, con aquel sórdido y hostil territorio que se abría entre mí y mi casa…, que era como consideraba yo entonces la fortaleza, a la cual me había aproximado con tanta alarma un par de meses atrás. Las personas somos tremendamente adaptables.
El cabaret de los soldados franceses estaba cerca de la puerta de Buttee, y si los mercenarios gabachos, cuyos horrendos retratos adornaban sus paredes, lo hubieran podido ver, habrían pedido una indemnización. Allí estaban, mirando desde sus marcos una habitación grande y ruidosa, llena de humo: Ventura, Allard, Court e incluso mi viejo amigo Avitabile, con su aspecto de bandido italiano, el gorro adornado con borlas y su tieso mostacho. «Me gustaría verte aquí en este momento», pensé yo, mientras supervisaba a la clientela: matones de dos rupias, arpías pintarrajeadas que tendrían que haber estado subidas a un árbol, un zarrapastroso grupo musical compuesto de flauta y tam-tam que acompañaba a un par de bailarinas que uno no habría tocado ni con guantes, y brandy sij como para ahogarse en él. «Nunca más volveré a decir ni una sola palabra contra Boodle», me dije; al menos allí no había que sentarse con la espalda pegada a la pared.
Encontré un taburete libre entre dos tipos encantadores que evidentemente habían dormido en un establo de camellos, pedí un vaso de licor que me cuidé mucho de no beber. Ellos gruñían cuando se dirigían a mí y me senté como buen espía, usando las señales convenidas: me metía el pulgar entre el dedo índice y el medio y me rascaba el sobaco derecho de vez en cuando. La mitad de la clientela estaba haciendo lo mismo, con buenos motivos, lo cual era desconcertante, pero yo me quedé sentado, ceñudo, deseando encontrarme muy lejos, sin darme por enterado de los halagos de unas pájaras que se pueden obtener por cuatro peniques con pastel de cordero y una jarra de cerveza incluidas; aunque mejor no intentarlo, porque seguro que el pastel de carne era malísimo. Ellas refunfuñaban y gruñían, según les daba, pero la última, una bruja teñida con henna y de feos dientes, dijo que yo era muy remilgado y que ¿qué esperaba encontrar en un sitio como aquél, a Bibi Kalil quizás?
Había tanto ruido que supuse que nadie más la había oído, pero esperé hasta que se fue, y otros diez minutos más por si acaso. Me levanté y me dirigí hacia la puerta, despacio. Ella me esperaba en la sombra del porche. Sin mediar palabra, me condujo hacia la callejuela y yo la seguí de cerca, con el corazón latiéndome deprisa y la mano en la pistola debajo de mi poshteen mientras escudriñaba las sombras frente a mí. Fuimos por calles zigzagueantes hasta que por fin se detuvo junto a un alto muro con un portillo abierto.
—Por el jardín y rodeando la casa. Tu amiga está esperándote —susurró ella, y desapareció en las sombras.
Eché un vistazo para localizar posibles puntos de huida, y entré cautelosamente. Un pequeño recinto con arbustos rodeaba una alta casa bien cuidada, y una escalera exterior conducía a un pequeño porche con arcadas en el piso superior, con una puerta débilmente iluminada al fondo. Por detrás de la esquina de la casa, a mi izquierda, salía luz de una habitación de la planta baja que yo no veía. «Ése es mi camino», pensé, pero mientras seguía andando, la luz en la arcada por encima de mi cabeza se hizo más brillante al abrirse del todo la puerta, y una mujer salió sigilosamente al pequeño porche. Se quedó de pie mirando hacia abajo, al jardín, pero yo me había escondido ya entre los arbustos, por precaución.
Mirando por entre las ramas pude verla claramente, y si aquélla era Bibi Kalil, me parecía la mar de bien. Era alta y bien modelada, como una afgana, de redondeadas caderas y abultado trasero con sus pantalones con flecos y su chaquetilla: una matrona carnosa, mi tipo preferido. Entonces retrocedió, y como mi obligación se encontraba dando vueltas a la esquina de la planta baja (¡vaya por Dios!), suspiré y me dirigí allí. Me paré en seco cuando recordé la palabra que había usado mi guía: «¿Amiga?». Aquello no era propio del lenguaje político. Lo normal era «hermano» o «hermana». Quienquiera que la hubiera instruido habría tenido que decirle las palabras exactas que debía usar. Recordé otra frase algo extraña en el mensaje de Broadfoot: «No digas nada a tu ordenanza…». Eso no era tampoco demasiado correcto. Eran dos detalles sin importancia; de repente la oscuridad pareció hacerse más profunda y la noche más silenciosa. El instinto de la cobardía, si quieren. Pero si todavía estoy aquí y gozo de buena salud, aparte de mis riñones un poco tocados y una cierta tendencia a encorvarme, es porque desconfío hasta de las motas de polvo, y no voy directamente a un sitio si puedo echar un vistazo antes. Así que en lugar de dar la vuelta directamente a la casa como se me había indicado, me deslicé a escondidas, detrás de los arbustos, hasta que pasé la esquina y atisbé por entre el follaje aquella planta baja tan bien iluminada con las persianas levantadas. Di un silencioso respingo y tuve que sujetarme a una rama para no caerme.
Había en la habitación media docena de hombres, armados esperándome; entre los asistentes se encontraban el general Maka Khan, su compañero, el del cuchillo, Imam Shah y el akali loco que denunció a Jeendan en el durbar: Líderes del khalsa, enemigos jurados del Sirkar, esperando que apareciera el viejo Flash… ¡Vaya «amigos»! ¿Y se suponía que yo iba a tragar que Broadfoot me había llevado hasta ellos?
No lo creí, ni por un momento… que fue lo que tardé en darme cuenta de que había cometido un espantoso y terrible error. Aquello era una trampa; había estado a punto de meterme en la boca del lobo y lo único que debía hacer era escapar al instante. Uno no se para a pensar cómo ni por qué en ocasiones como aquélla; se limita a apretar los dientes para evitar que castañeteen y volver sobre sus pasos lentamente hacia los arbustos oyendo el rugido de las propias tripas, con mucho cuidado de no rozar las hojas, hasta que estás cerca de la puerta, crees oír movimientos furtivos en la callejuela y das un salto, pisas un palito que chasquea haciendo un ruido como un maldito cañonazo, y chillas y saltas un metro… y si tienes suerte un ángel de misericordia con pantalones con flecos aparece en el porche de arriba, susurrando: «¡Flashman sahib! ¡Por aquí, rápido!».
Subí la escalera como un zorro con un puñado de perdigones en el culo, resbalé en el último escalón y caí de cabeza más allá de la mujer en los brazos de un robusto viejo rufián que salía, cojeando, del interior. Vislumbré unas grandes patillas blancas y unos ojos intensos bajo un turbante negro, pero antes de que pudiera decir esta boca es mía, estaba en las garras del oso con una mano como un jamón encima de mi boca.
—Chub’rao! Khabadar![93] —gruñó—. ¡Por mil demonios, quita tu enorme pie infiel de encima del mío! ¿Vosotros, ingleses, no sabéis lo que es tener la gota? —y a la mujer—: ¿Han oído algo?
Ella se quedó un momento de pie en el porche, escuchando, y luego entró, cerrando despacio la puerta.
—¡Hay hombres en el callejón, y se oyen ruidos en la habitación del jardín! —Su voz era profunda y aterciopelada, y en la débil luz vi sus pechos temblar de agitación.
—¡Que Satán se los lleve! —gruñó él—. ¡Ahora o nunca! ¡Abajo, chabeli,[94] por la escalera secreta…! ¡Busca a Donkal y los caballos! —me empujaba hacia la habitación—. ¡Deprisa, mujer!
—¡No estará allí todavía! —susurró la mujer—. ¡Con tantos centinelas en las calles tiene que esperar! —Me dirigió una mirada rápida, humedeciéndose los gruesos labios—. Además, me da miedo la oscuridad. Ve tú; mientras, yo espero aquí con él.
—¡Dios, se pondría a flirtear hasta en el borde de un precipicio! —exclamó el viejo—. ¿No tienes sentido de la oportunidad, con la casa llena de enemigos y el pie que me duele a rabiar? ¡Sal y mira desde la ventana de la calle, te digo! ¡Puedes seducirle en otro momento!
La mujer lanzó una mirada furiosa, pero fue moviéndose rápidamente en la oscura habitación hacia el muro más lejano, mientras él seguía agarrándome del brazo, con la gran cabeza de patillas blancas levantada para escuchar. Los únicos sonidos que oía yo eran mi corazón y su respiración fatigosa. Él me miró y habló áspero y bajo.
—Flashman, el asesino de Afganistán. ¡Sí, tienes un aspecto brutal! Están ahí abajo…, ratas del khalsa, escondidos esperándote…
—Lo sé… ¡les he visto! ¿Cómo…?
—Te han atraído con un falso mensaje. Unos chicos listos.
Le miré horrorizado.
—¡Pero eso es imposible! ¡No… no puede ser! Nadie podría…
—¡Oh, entonces tú no estás aquí y ellos tampoco! —dijo él, haciendo una mueca—. ¡Espera a que sus desolladores caigan sobre ti, y cambiarás de opinión! ¿Vas armado?
Se lo enseñé, y, ¿pueden creerlo?, quedó extasiado de admiración ante mi pistola.
—¿Todo eso? ¿Seis disparos, dices? ¡Qué maravilla! Con una de ésas, ¿quién necesita recaudadores de impuestos? ¡Por Dios que si lo necesitamos nos podemos abrir paso, tú con disparos y yo con mi acero! Que el diablo se lleve a esa mujer, ¿dónde está? ¡Haciendo ojitos con algún merodeador, como si lo viera! ¡Ah, mi pobre pie…! Dicen que la bebida lo inflama, pero yo creo que me pasa por arrodillarme para la oración. Ah, ¿por qué me habré levantado hoy de la cama?
Todo aquello murmurado en susurros en la oscuridad, y yo fuera de mí de terror, sin saber qué demonios estaba pasando, salvo que las huestes de Midian iban detrás de mí, pero al parecer yo había encontrado dos amigos excéntricos, gracias a Dios y… quienquiera que fuesen, no eran personas corrientes. Uno no toma notas cuidadosas en esos momentos, pero incluso en las garras del terror me daba cuenta de que la dama podía tener unos ojos seductores, pero también hablaba como una sultana; la pequeña habitación era opulenta como un palacio, con suaves lámparas brillando entre sedas y plata, y mi viejo caballero gotoso sólo podía ser algún pez gordo. La autoridad estaba marcada en cada línea de la fuerte y poderosa cara, la curva nariz y la hirsuta barba, e iba vestido como un rajá guerrero: un gran rubí en el turbante, tachuelas de plata en la cota de malla de cuero acolchada, pyjamys de seda negra metidos en unas altas botas y, a la cadera, una espada con joyas en la empuñadura. ¿Quién demonios era aquel tipo? Bajando la voz, se lo pregunté, y él rió y me contestó—con un susurro, los ojos vueltos hacia la puerta:
—¿No lo adivinas? ¡Ah, la fama! Pero me conoces muy bien, Flashman sahib… y también a esa dulce palomita cuya tardanza hace peligrar nuestra seguridad. ¡Sí, has estado muy ocupado con nuestros asuntos durante estos dos meses! —rió para mi asombro—. Bibi Kalil es sólo su apodo… Se trata de la viuda de mi hermano, Soochet Singh, que descanse en paz. Yo soy Goolab Singh.
Si me quedé asombrado no fue por la incredulidad. Él cuadraba con la descripción de los documentos de Broadfoot, incluso por la gota. Pero Goolab Singh, pretendiente al trono, el rebelde que se había proclamado a sí mismo rey de Cachemira como desafio al durbar, tenía que estar «en una roca en el camino de Jumoo, con cincuenta mil montañeses», como George había explicado. Debía de ser el hombre más buscado de Lahore en aquel momento, ya que mientras algunos del khalsa le habían propuesto como visir, Jeendan le había declarado aliado británico, lo cual estaba muy bien para mí, pero no explicaba en absoluto su presencia en aquel lugar.
—Te lo explicaré —dijo, mientras Bibi Kalil salía de la puerta inferior—. Esta casa es de ella, y la bella viuda tiene admiradores… —señaló hacia abajo—, hombres de posición en los panches del khalsa. Ella los recibe y hablan con libertad, con lo que yo, permaneciendo cerca de Lahore en estos días de incertidumbre, me entero de todo. Así que cuando traman un complot para capturarte, aquí estoy, con gota y todo, para probar mi lealtad al Sirkar rescatando a su enviado…
—¿Qué demonios quieren de mí?
—Hablar contigo sobre un fuego lento, creo…, una pequeña florecilla, ¿qué pasa con Donkal?
—Ni rastro de él… ¡Goolab, hay hombres en las calles y alguno más en eljardín! —le temblaba la voz y tenía los ojos muy abiertos por el susto, pero no era una de esas que se desmayan—. He oído que Imam Shah preguntaba por la fulana que te ha traído. —Se dirigía a mí.
—Sí, bueno, toda espera tiene su fin —dijo Goolab, animadamente—. Ella les dirá que has entrado, registrarán el jardín, pensarán mirar arriba… —Aguzó el oído mientras llegaban voces distantes del jardín—. Maka Khan se impacienta. ¡Ten a mano tu revólver, inglés!
Bibi Kalil dio un respingo y se acercó a mí, temblando, pero yo no estaba en situación de disfrutarlo. Ella me rodeó con un brazo y yo la agarré instintivamente sólo para tranquilizarla, no por lujuria, se lo aseguro. Las preguntas revoloteaban confusas en mi mente: cómo me había visto atrapado en aquel agujero del infierno, cómo sabían aquellos cerdos del khalsa que yo venía, por qué Goolab y su temblorosa amiga estaban tan a mano para ayudarme. Todo aquello no significaba nada junto a aquellas horribles palabras: «A fuego lento», murmuradas casi al descuido por aquel viejo bandido loco que, con cincuenta mil montañeses a sus órdenes, por lo visto se había traído sólo uno que estaba perdido en la oscuridad. Se me heló la sangre y me agarré a la viuda para no caerme, en esto que sonaron unos pasos en la escalera exterior.
Ella se agarró a mí a su vez, la mano de Goolab voló a la empuñadura de su espada y nos quedamos paralizados, mortalmente quietos, hasta que un golpe resonó en la puerta. Una pausa y luego la voz de un hombre:
—¿Señora? ¿Estáis ahí? ¿Señora?
Volvió sus bonitos ojos hacia mí, indefensa, y luego Goolab se acercó y puso sus labios junto al oído de la viuda:
—¿Quién es ése? ¿Le conoces?
Su respuesta fue un susurro perfumado:
—Seefreen Singh. El ayudante de Maka Khan.
—¿Un admirador?
El viejo demonio estaba ardiendo en ira incluso entonces, y pasó un momento antes de que ella se alzara de hombros y susurrara:
—A distancia.
Otro golpe.
—¿Señora?
—Pregúntale qué quiere —susurró Goolab.
Noté cómo temblaba ella, pero se rehízo y exclamó en voz alta con tono soñoliento:
—¿Quién es?
—Sefreen Singh, señora. —Una pausa—. ¿Estáis…, perdonadme…, estáis sola?
Esperó un momento y luego dijo:
—Estaba durmiendo… ¿Qué pasa? Por supuesto que estoy sola… —Goolab me hizo una mueca por encima de la cabeza de la viuda… ¡Estaba disfrutando de aquello, maldito sea!
—Mil perdones, señora. —La voz era toda disculpas—. Tengo órdenes de registrar. Hay un badmash por ahí. Si pudiera abrir…
—Bueno, aquí no está —empezó ella, pero Goolab le volvió a susurrar al oído:
—¡Tenemos que dejarle entrar! Pero primero… sedúcele. —Él pestañeó—. Si tiene que entrar con el arma lista, que no sea la de acero.
Ella le miró con ira, pero asintió, luego me dirigió una mirada que era como para derretirse mientras soltaba su teta derecha de mi involuntario asimiento, y exclamó impaciente:
—Ah, muy bien…, un momento…
Goolab sacó su sable con mucho sigilo, me lo pasó y cogió la corta espada de mi cinturón, pinchando su pulgar en la punta.
—Es mío. Si fallo… córtale la cabeza. —Él fue cojeando rápidamente hacia el cerrojo de la puerta, me hizo señas de que me quedara detrás de ésta y le hizo una señal a la viuda. Ésta puso la mano en el cerrojo y habló con suavidad.
—Sefreen Singh… ¿estás solo? —La miel no podía ser más dulce.
—¡Oh…, oh…!, ¡sí, señora!
—¿Seguro? —se le escapó una risita—. En ese caso…, si prometes quedarte un ratito…, puedes entrar…
La viuda descorrió el cerrojo, abrió la puerta y volvió la cabeza, mirando por encima del hombro, en esto que allá se precipita Barnacle Bill, sin creer en su suerte, y recibe la enhiesta punta del arma de Goolab bajo su barbudo mentón antes de haber dado un solo paso. Un salvaje y experto pinchazo en el cerebro… Cayó sin emitir un solo gemido. Goolab interrumpió su caída, y cuando yo volví de cerrar la puerta con una mano temblorosa el viejo rufián estaba limpiando la hoja en la camisa del muerto.
—Ochenta y dos —murmuró, y Bibi Kalil exhaló un profundo y tembloroso suspiro entre sus dientes apretados; le brillaban los ojos de excitación. «Vaya, así es la India», pensé yo.
—¡Venga, vámonos! —exclamó Goolab—. ¡Esto sólo nos da unos momentos! ¡Enséñale el camino hacia abajo, chabeli! Esperaré aquí hasta que hayáis llegado a la puerta de la calle…
—¿Por qué? —preguntó la viuda.
—¡Oh, para pasar el rato! —exclamó él—. ¡Por si vienen otros y llaman, corderita sin seso! ¿Acaso puedo correr, con el pie tan dolorido? Pero puedo vigilar una puerta, o parlamentar. ¡Se lo pensarán dos veces antes de clavar sus espadas en Goolab Singh! —Nos empujó—. ¡Venga, mujer, sal con él para que pueda cantar las alabanzas de esta noche al sahib Hardinge! ¡Venga! ¡No temas, yo os seguiré!
Pero ella le abrazó, y él se echó a reír y la besó, diciendo que era una buena hermana y estaba orgulloso de ella. Entonces ella me cogió de la mano y pasamos por la puerta de abajo y bajamos los escalones de piedra hasta un pasaje que acababa en una verja de hierro. Al otro lado de ésta, la callejuela estaba oscura y desierta, pero ella retrocedió, susurrando que debíamos esperar. Entre el peligro de detrás y los desconocidos peligros que teníamos delante, yo estaba asustado por igual, y al cabo de un rato Goolab llegó cojeando, quejándose a cada paso.
—¡Les he oído en la escalera exterior! ¡Por el amor de Dios, si esto no me consigue de la Reina Blanca el trono de Cachemira, es que no queda ya gratitud en este mundo! ¡Hola, una calle desierta! ¡Bueno, vacía o no, no podemos esperar! Mi sable, Flashman… Nosotros los valientes necesitamos espacio libre. ¡Y ahora, rápido… juntos si puede ser, pero si esto se pone al rojo, sálvese quien pueda!
—¡No te dejaré, mi señor! —gritó Bibi Kalil.
—¡Harás lo que yo te diga, insolente! ¡Él debe salir ileso a toda costa, o nuestro trabajo será en vano! Ahora…, uno a cada lado y abrid la puerta, despacio…
—¡Pero Donkal no ha venido! —se quejó la viuda.
—¡Maldito sea Donkal! ¡Sólo tenemos cinco pies ahora, pero nos faltarán tres cabezas si nos quedamos. ¡En marcha!
Salimos corriendo a la calle, la viuda y yo aguantando su mucho peso, y fuimos dando saltos en la oscuridad, yo ciego de pánico, Bibi Kalil sollozando débilmente y el señor de Cachemira musitando blasfemias y dándonos ánimo… Todo lo que necesitábamos era un vehículo para salir pitando de allí. Desde la casa oímos cómo se alzaban voces, y el distante sonido de golpes en una puerta, y alguien que llamaba a Sefreen Singh. Llegamos al final de la calle, y mientras Bibi Kalil corría para echar un vistazo, Goolab se apoyó en mi hombro, jadeando.
—¡Sí, levántate, Sefreen, y déjales entrar! —gruñó—. ¿Está todo despejado, cariño? Dios bendiga sus regordetes miembros; cuando volvamos a Jumoo tendrá una nueva esmeralda cada día, y jovencitas que le canten para entretenerla… Sí, y veinte robustos muchachos como guardaespaldas… ¡Vamos, vamos, rápido! ¡Oh, si tuviera los dedos de los pies sanos de nuevo!
Fuimos dando tumbos, doblamos la esquina y nos dirigimos hacia una plazoleta donde se cruzaban cuatro calles. Una antorcha ardía con luz mortecina en un soporte encima de nosotros, proyectando extrañas sombras. Bibi Kalil enfiló hacia una de las calles… y de repente lanzó un grito, echándose hacia atrás, con lo que Goolab se golpeó su pie gotoso y se: cayó, entre maldiciones, y mientras yo le ayudaba a levantarse, dos hombres aparecieron dando saltos en nuestro camino y se arrojaron sobre nosotros.
Si hubieran salido a matarnos, habríamos estado listos, yo cargado con el desamparado Goolab… Pero lo que querían era capturarnos. El primero agarró mi espada y recibió mi acero en su hombro para su mal.
—Shabash, asesino afgano! —rugió Goolab, todavía de rodillas, y se cebó en el cuerpo caído, pero su camarada se arrojó sobre Goolab, ahogando el triunfante grito de «¡Ochenta y tres!» y haciéndole caer a tierra. Bibi Kalil corrió hacia allí, gritando y arañando la cara del atacante con las uñas, mientras yo corría lanzando gritos y buscando una oportunidad de apuñalarle, hasta que se me ocurrió que podía usar mi tiempo mejor y me volví hacia la calle más próxima.
Bueno, Goolab había dicho sálvese quien pueda, pero no pretenderé que nunca haya necesitado permiso para largarme. No me ha sido dado el precioso regalo de la vida para malgastarlo en oscuros callejones, luchando junto a gordos rajás y viciosas viudas; la cosa es que estaba ya escabulléndome como un cervatillo asustado y confiando en mi juventud cuando vi la luz de una antorcha ante mí, y me di cuenta con horror de que por la esquina próxima se acercaban unos pasos. Ahí tienes tu merecido, cobarde, dirán ustedes, por abandonar a tus compañeros en la necesidad, ahora bien que te zumbarán la badana… Pero nosotros, los cobardes experimentados, no nos rendimos tan fácilmente, se lo aseguro. Me detuve, me deslicé a un lado, y mientras los poderes de la oscuridad surgían a la vista, llenos de malicia y decisión, yo me quedé quieto como un muerto señalando a la plazoleta, donde se veía a Goolab y a la viuda sacándole las tripas al segundo asaltante, que no se lo estaba pasando demasiado bien.
—¡Allí están, hermanos! —grité yo—. ¡Vamos, vamos, cogedlos! ¡Ya son nuestros!
Incluso salté hacia atrás, hacia la plazoleta, dando saltos artísticos para dejar que les cogieran… Y si creen que aquello era una estratagema desesperada… pues sí, lo fue, pero raramente falla, y habría tenido éxito si yo hubiera tenido el sentido común de seguirles unos metros mientras ellos pasaban a toda prisa junto a mí. Pero me volví y salí corriendo demasiado rápido; uno de ellos debió de verme por el rabillo del ojo y se dio cuenta de que aquel vociferante badmash no era de la banda, porque se detuvo, gritó y me siguió. Corrí, doblé una esquina y la siguiente, vi una abertura adecuada, me lancé por ella, y me agaché jadeando en las sombras mientras los perseguidores seguían adelante. Me apoyé en la pared, con los ojos cerrados, casi exhausto de miedo y cansancio, intentando recuperar el aliento, y sólo cuando di un cauteloso vistazo a mi alrededor me di cuenta de que el escenario era familiar: el pequeño portillo en la abertura… Gemí en voz alta, me di la vuelta y, efectivamente, ante mí estaba la escalera exterior que subía al porche, y dos tipos bajaban los restos mortales de Sefreen Singh, y desde varios lugares del jardín de Bibi Kalil una docena de caras barbudas me miraban con asombro. Entre ellos, ni a diez pasos de distancia, con los brazos en jarras y mirándome amenazador como un magistrado abstemio, estaba el general Maka Khan, y detrás de él, gritando con espantoso deleite, el fanático akali.
Ya he dicho que no me doy por vencido fácilmente, y recuerdo con orgullo que eché a correr a trompicones por el callejón, llamando a la policía, pero ellos se echaron sobre mí y me llevaron en volandas al jardín, donde por más que grité mi nombre y el rango con toda la fuerza de mis pulmones, me hicieron callar metiéndome una mordaza en la boca. Me arrastraron hacia la habitación del jardín y me sentaron en una silla, dos sujetándome los brazos y un tercero agarrándome del pelo. Eran bribones vulgares, pero los otros que atestaban la habitación eran todos del khalsa, algunos de uniforme; aparte de Maka y el akali había oficiales sijs, un robusto naik[95] de artillería con una cara espantosamente marcada por la viruela e Imam Shah, con cuchillos y todo. Éste lanzó mi espada corta manchada de sangre encima de la mesa.
—Dos muertos en la calle, general —dijo—. Y su ayudante, Sefreen. A los otros que estaban con él no se les ha encontrado todavía …
—Entonces para la búsqueda —dijo Maka Khan—. Tenemos lo que necesitábamos… y si uno de los otros es quien pienso que es… cuanto menos le veamos, mejor.
—¿Y la viuda? —gritó el akali—. ¿Esa puta intrigante que nos ha traicionado?
—¡Que se vayan los dos! Nos harán menos daño vivos que si tuviéramos que responder por sus muertes. —Señaló hacia mí y dijo—: Quítale la mordaza.
Lo hicieron y yo tosí, asustado, y empecé a amenazarles pidiendo que me liberaran y me dieran un salvoconducto e inmunidad y todo lo demás, pero apenas había empezado a advertirles de las consecuencias que podía tener asaltar a un enviado acreditado, cuando Maka Khan me dio una bofetada.
—Usted no es un enviado… ¡y ha olvidado lo que representa ser un soldado!—ladró—. ¡Usted es un asesino y un espía!
—¡Eso es mentira! ¡Yo no le maté, lo juro! ¡Fue Goolab Singh! ¡Maldita sea, soltadme en este mismo momento, villanos, o lo pasaréis muymal! ¡Soy un agente de sir Henry Hardinge…!
—¡Un agente del Casaca Negra Broadfoot! —gritó el akali, sacudiendo el puño—. ¡Ha mandado mensajes cifrados, traicionando los secretos de nuestro durbar! ¡Los ponía en la Sagrada Biblia junto a su cama… —blasfemando de su propia fe pútrida! ¡Y de allí los cogía su antiguo punkah-wallah para enviarlos a Simla! Sí, hasta que le descubrimos hace dos semanas, y le interrogamos —dijo con malévolo placer aquel maníaco—, ¡y supimos lo suficiente para empapelarlo! ¡Sí, abra la· boca, espía! ¡Lo sabemos todo!
Sin duda yo estaba con la boca abierta… en parte al enterarme de que el misterioso mensajero de la epístola segunda a los Tesalonicenses no era Mangla, tal como había sospechado yo, sino aquel anciano de delgadas piernas que manejaba mi abanico tan poco eficientemente, y que debió de haberse desvanecido sin notarlo yo, para ser reemplazado por el payaso que azoté la noche anterior. Pero ellos estaban marcándose un farol; podían preguntarle a aquel viejo bufón hasta que el infierno se helase… Los mensajes cifrados estaban en chino para él, y para cualquier otra persona, excepto para Broadfoot y para mí. Yo no razonaba con demasiada claridad en aquel momento, ya se lo pueden imaginar, pero veía por dónde tenía que ir mi contestación.
—¡General Maka Khan! —grité, con un falsete de indignación—. ¡Esto es ultrajantel ¡Exijo que me dejen en libertad inmediatamente! ¡Claro que envío mensajes codificados a mi jefe… como cualquier embajador, y ustedes lo saben perfectamente! Pero sugerir que éstos podrían contener cualquier…, cualquier secreto del durbar, es…, ¡es un abominable insulto! Eran…, eran mis opiniones confidenciales sobre la herencia de Soochet, para sir Henry y sus consejeros…
—¿Su opinión incluía que la incapacidad de los astrólogos para encontrar una fecha para nuestra marcha estaba causada por «la fina mano de una dama punjabí»? —dijo con marcado enojo—. Sí, señor Flashman, hemos leído ese mensaje, y todos los demás que usted ha enviado estos diez últimos días, así como todos los que le han llegado a usted desde Simla. —Así que por eso la correspondencia de George se había detenido—. ¡Tenemos suficientes pruebas para colgarle, espía! —gritó el akali, salpicándome de saliva—. Pero primero sabremos qué más ha revelado… ¡Nos lo dirá, perro traidor!
Yo no lo había entendido bien… o estaban mintiendo. Podían haber interceptado mis mensajes, pero no descifrarlos, no lo lograrían ni en un siglo. Pero Maka casi había citado al pie de la letra mis palabras a Broadfoot, y Goolab había hablado de un falso mensaje para atraparme. No había tenido tiempo para pensar que aquello era imposible… ¡No, no podía ser! La clave de aquel código estaba basada en palabras elegidas al azar en una novela inglesa de la que ellos no habrían oído hablar jamás…, y aunque lo hubieran hecho, no les habría sido de ninguna utilidad, como si fuera una caja fuerte de la que desconocieran la combinación.
—¡Todo esto es falso, os lo repito! —tartamudeé yo—. ¡General, apelo a usted! ¡Esos mensajes eran inocentes, por mi honor!
Me dirigió una larga y fría mirada mientras yo balbuceaba, y exclamó algo en voz alta y entró el trío más extraño que yo había visto en mi vida: un canijo y repelente chi-chi con gafas y un arrugado traje europeo, y dos babús obesos que sonreían afectadamente, incómodos entre aquellos rudos militares. El chi-chi llevaba un fajo de papeles que, a una señal de Maka Khan, fueron lanzados ante mis ojos… y mi corazón dejó de latir. Porque aquello era un manuscrito, en inglés, copiado literalmente, línea por línea, espacio por espacio, y en la primera página estaban aquellas increíbles palabras: Crotchet Castle, por Thomas Love Peacock.
Y debajo del título, con una letra de escribiente indio, pero también en inglés, estaban las instrucciones precisas para usar el libro para codificar mensajes.