15

Así fue la batalla de Firozabad tal como yo la viví, la «Waterloo india», la batalla más sangrienta jamás librada en Oriente, y ciertamente la más extraña, y aunque otros relatos pueden no concordar con el mío (o entre sí) en algunos pequeños detalles, todos están de acuerdo en lo esencial. Tomamos Firozabad, a un coste terrible, en dos días de lucha, y llegamos al fin de nuestra resistencia cuando Tej Singh apareció a la vista con una fuerza aplastante, y luego volvió grupas cuando podía habérsenos merendado.

El gran interrogante es: ¿por qué lo hizo? Ustedes ya saben por qué, pues se lo he contado. Mantuvo su palabra con nosotros, y traicionó a su ejército y a su país. Aunque hay historiadores muy respetados que no lo creen, incluso hoy en día, algunos porque alegan que las pruebas no son suficientemente firmes, otros porque no creen que se consiguiera la victoria por otra cosa que por el puro y simple valor británico. Bueno, de acuerdo, éste jugó un papel, Dios sabe que sí, pero el hecho es que no habría bastado sin la traición de Tej.

Una de las cosas que confunde a los historiadores es que el propio Tej, que podía decir la verdad una vez fuera de la India cuando quisiera, contó muchas historias diferentes a partir de entonces. Aseguró a Henry Lawrence que no continuó con el ataque porque estaba seguro de que fracasaría; habiendo visto las pérdidas que habían sufrido en la toma de Firozabad, decidió que era una acción sin esperanzas atacar cuando nosotros la estábamos defendiendo. La misma historia le contó a Sandy Abbott. Bueno, así lo veo yo: conocía sus fuerzas, y sabía que estábamos en el último suspiro, así que esa excusa no nos sirve.

Otra mentira, repetida a Alick Gardner, era que estaba reuniendo fuerzas de reserva en aquel mismo momento. Si eso fue así, y él no estaba ni siquiera allí, ¿quién dio la orden de retirada al khalsa?

La verdad, según creo yo, es lo que me contó a mí muchos años después. Se habría quedado ante Firozpur hasta que el Satley se helase, si sus coroneles no le hubiesen obligado a marchar al campo de batalla… y una vez a la vista de Firozabad él se sentía muy angustiado, porque se daba cuenta de que la victoria era suya, sin discusión posible. Tuvo que tramar alguna excusa suficientemente buena para no aplastarnos, y Chance se la proporcionó, en el último momento, cuando nuestros cañones y nuestra caballería se retiraron de forma inexplicable, dejando a nuestra infantería más sola que la una.

—¡Ahora es tu momento, Tej! —gritó el khalsa—. ¡Di una palabra y el día es nuestro!

—¡Ni hablar! —exclamó el inteligente Tej—. ¡Esos tramposos bastardos no se están retirando, están dando la vuelta para cogernos por el flanco y la retaguardia! ¡De vuelta al Satley, chicos, yo os enseñaré el camino!

Yel khalsa hizo lo que le decían.

Bueno, ahora ya saben la razón. Los tres días de Moodkee y Firozabad habían ofrecido a sus tropas y oficiales un gran respeto por nosotros. No se daban cuenta del pobre estado en que nos encontrábamos, ni de que la retirada de nuestros caballos y artillería era de hecho un desastroso error. Parecía como si todo aquello tuviera algún siniestro propósito, tal como Tej estaba sugiriendo, y aunque sospechaban de su coraje y su carácter (con razón), también sabían que no era un mal soldado, y podía tener razón por una vez. Así que le obedecieron, y nos salvamos cuando en realidad nos podían haber masacrado.

Se preguntarán ustedes por qué nuestra caballería y nuestros cañones salieron corriendo de improviso, dando a Tej una excusa para retirarse. Bueno, aquello fue un regalo de los dioses. Les conté ya que Lumley, el ayudante general, había perdido la cabeza durante el primer día de lucha, y seguía diciendo que debíamos retirarnos en Firozpur. Pues bien; al segundo día, se le aflojaron de golpe todos los tornillos, se obsesionó con Firozpur y en el punto álgido de la batalla ordenó retirarse a nuestra caballería y nuestra artillería… en el nombre de Hardinge, por supuesto, así que allá se fueron, con aquel lunático metiéndoles prisa. Así es como fue… Mickey White, Tej Sing y Lumley, cada uno de ellos tuvo su pequeña participación, a su manera. La guerra es un asunto extraño.[120]

Habíamos sufrido setecientas bajas y cerca de dos mil heridos, incluyendo a su humilde servidor que pasó la noche bajo un árbol, casi helado y muerto de inanición, con Hardinge y lo que quedaba de sus oficiales. No pude pegar ojo, pues la mano me dolía horriblemente, pero no me atreví a quejarme, porque Abbott, que estaba a mi lado, tenía tres heridas y estaba tan animado que daban ganas de vomitar. Al amanecer, Baxu, el mayordomo, apareció con unas chapattis y leche, y cuando las hubimos devorado y Hardinge hubo rezado un poco, todos trepamos a un elefante y nos dirigimos hacia Firozpur, que iba a ser la sede de nuestro gobierno en adelante, mientras Gough y la mayoría del ejército acampaban cerca de Firozabad. Había una gran procesión de heridos y equipajes a lo largo del camino de Firozpur, y cuando alcanzamos las trincheras, ¿quién aparece allí sino los cañones y la caballería que habían abandonado el barco en el momento fatal? Hardinge estaba ansioso por averiguar por qué, y uno de los binky-nabobs[121] le aseguró que habían sido órdenes urgentes del propio Hardinge, transmitidas por el ayudante general.

Así que el grito inmediato fue: «¡Lumley!», y finalmente éste apareció, muy contento y con un brillo salvaje en los ojos, fustigando el aire con un matamoscas y dando grititos agudos; iba vestido con pyjamys y un sombrero de paja. Estaba claro que se había vuelto completamente majareta. Hardinge preguntó por qué había hecho retirarse a la artillería. Lumley adoptó un aire orgulloso y dijo que necesitaba municiones, por supuesto, y, ¡demonios!, no se podían conseguir en parte alguna, salvo en Firozpur. Parecía muy indignado.

—¿A veinte kilómetros? —gritó Hardinge—. ¿Qué servicio podían esperar hacer suponiendo que hubieran repostado?

Lumley contestó que más o menos lo mismo que lo que habían hecho en Firozabad, cuando se quedaron sin municiones. Parecía muy contento con aquello, y se reía a mandíbula batiente, en voz alta, matando moscas, mientras Hardinge se ponía rojo.

—¿Y la caballería entonces? —exclamó—. ¿Por qué hizo que se retirara?

—Como escolta —dijo Lumley, quitándose unos imaginarios ratones de la camisa—. No podía dejar que los cañones fueran por ahí sin protección. Hay tipos desesperados por todas partes… sijs, ¿sabe? Saltan, se abalanzan sobre los cañones, se los llevan, se lo aseguro. Además, la caballería necesitaba descansar. Estaban bastante cansados.

—¿Y lo hizo usted todo en mi nombre, señor? —gritó Hardinge—. ¿Sin mi permiso?

Lumley dijo, impaciente, que si no lo hubiera hecho así, nadie le habría hecho caso. Se fue poniendo cada vez más nervioso al describir cómo la primera noche le había dicho a Harry Smith que debían retirarse, y Harry le contestó que se fuera al infierno.

—Usando un lenguaje más grosero, señor. «¡Al cuerno con las órdenes!», fueron sus palabras textuales, aunque dije que era en su nombre, y que la batalla estaba perdida, y que teníamos que comprar a los sijs si queríamos ganar. No me escuchaba —dijo Lumley, que parecía a punto de llorar.

Bueno, todo el mundo excepto Hardinge se daba cuenta de que aquel tipo estaba como una cafetera, pero nuestro pomposo gobernador general no estaba dispuesto a dejarle en paz. ¿Por qué, preguntó, iba Lumley tan impropiamente vestido con pyjamys en lugar del uniforme? Lumley lanzó una gran risotada y dijo:

—¡Ah, bueno, ya sabe, tenía los pantalones tan agujereados con balas de mosquete, que se me cayeron![122]

Le mandaron a casa, y yo me pregunté si, al fin y al cabo, estaba tan sonado como parecía, porque al menos consiguió salir de allí, mientras los demás tuvimos que quedarnos jugando a los soldaditos, esperando a que Paddy planeara el siguiente baño de sangre. Yo tenía esperanzas de conseguir un permiso, con la mano agujereada y mi pierna supuestamente mala, pero una vez que nos establecimos en Firozpur y me recuperé un poco, yo era el único oficial joven a la vista. Munro, Somerset y Hore, del cuerpo de oficiales de Hardinge, habían muerto. Grant y Becher estaban heridos, Abbott no se recuperaría hasta unas semanas después, y el peaje pagado entre los políticos era espantoso: Broadfoot y Peter Nicolson habían muerto, y Milis y Lake estaban muy malheridos. Es un juego condenadamente peligroso éste de la campaña, especialmente con un matasanos tan entusiasta y tan inmisericorde como el viejo Billy M’Gregor.

—¡Pero hombre, si tienes un agujero enorme en la mano! —gritó, oliéndolo—. No hay gangrena ni huesos rotos… ¡estarás cogiendo un vaso o un arma en una semana! ¿El tobillo? Bah, está bien… ¡puedes saltar a la pata coja ahora mismo!

No era lo que yo quería oír del comandante médico en tiempo de guerra. Esperaba conseguir un billete para Meerut por lo menos. Pero al estar tan diezmados los políticos, no había esperanza alguna en este sentido, y cuando felizmente Henry Lawrence tomó el lugar de Broadfoot, me mantuvo a su servicio, entre otros deberes, procurando la provisión de botas de piel para nuestros elefantes, para el frío del invierno. «Importantísima misión, ésta es la forma adecuada de vivir la guerra confortablemente», pensé yo.

Al menos una cosa parecía ahora bastante clara: el khalsa no podía vencer a John Company. El demonio había sido vencido en Firozabad, la India estaba a salvo y aunque todavía tenían fuerzas al otro lado del río, sólo nos quedaba llevarles a una acción final para machacarles bien y para siempre. Así que de momento nos sentamos y les contemplamos. Gough esperaba su oportunidad para golpear, y Hardinge concentraba su mente en los grandes asuntos de estado y temas políticos, con Lawrence, que conocía el Punjab mejor incluso que Broadfoot, junto a él.

Era un tipo tremendamente cristiano el tal Lawrence, y un político de primera. Me preguntó un montón de cosas acerca de Lahore, y me hizo participar en las más altas conferencias, pero Hardinge dijo que era demasiado joven, y «excesivamente celoso». La verdad es que no podía soportarme, y quería olvidar mi existencia. Eso, por el motivo siguiente:

Habíamos tenido un maldito tropiezo en la India por culpa de Hardinge. No había conseguido asegurar la frontera con sus acciones cautelosas, conteniendo sin cesar a Gough, y la cruda verdad era que cuando llegó el momento de la verdad, dos hombres salvamos la situación: Gough y yo. No estoy alardeando; saben que nunca lo hago (bueno, quizá sí con las mujeres y los caballos, pero nunca en cosas sin importancia). Yo había instruido a Lal ya Tej sobre su traición, y Paddy había mantenido su variopinto ejército unido, lo había llevado a combate a tiempo y había ganado las batallas. Sí, claro, éstas habían sido costosas, y él tuvo que ponerse a la cabeza y sufrir unos riesgos del demonio, pero al final había hecho el trabajo mejor de lo que habrían conseguido muchos… Hardinge, por ejemplo. Pero Hardinge no lo veía así: él creía que había evitado que Paddy perdiera todo el ejército en Firozabad, y de ahí sólo había un corto paso a creer que él mismo era el salvador de la India. Bueno, era gobernador general, después de todo, y la India había sido salvada. Quod erat demonstrandum.

En realidad, parecía creer que lo había hecho a pesar de Gough. Al cabo de una semana en Firozabad estaba ya escribiendo a Peel a Londres y metiéndole prisa para que despachara a Paddy. Vi la carta accidentalmente, cuando husmeaba entre los efectos personales de Su Excelencia en busca de cigarros, y era toda una belleza: no se podía confiar en Paddy para la guerra, el ejército era «insatisfactorio», no había tenido cabeza para los bandobast, no formulaba las órdenes adecuadamente, etc. «Pues, fantástico —pensé yo—, eso sí que es gratitud… y da la medida de Henry Hardinge.» Formular órdenes, demonios, claro, eso de: «¡Venga, Mickey, dales una de mi parte!», ofendía su sensibilidad de oficial de academia, pero yo podía recordar a otro general de su misma cosecha cuyo estilo no era muy diferente: «¡Arriba, guardias! ¡Ahora, Maitland, es tu turno!». Si yo hubiera sido un hombre habría escrito eso en su preciosa carta.

Estaba claro por qué le contaba él cotilleos a Peel, sin embargo: hagamos recaer en Gough todas las culpas de esta carnicería y esta forma de escapar por los pelos, y así, ¿quién volverá a pensar en la incompetencia y el temor de ofender a Lahore y Leadenhall Street, que habían ayudado a iniciar la guerra, y que por poco hacen que se pierda? Todo estaba muy bien pensado y era muy astuto, pues hacía tributo también a la energía y el coraje de Paddy. Pueden imaginarse a Peel temblando ante el nombre de Gough, y dándole gracias a Dios de que Hardinge hubiera estado cerca.

No me malinterpreten. No defiendo al viejo Mick, que era un salvaje sediento de sangre y un tipo a quien convenía evitar, pero me gustaba, porque no tenía doblez y era alegre y ofendía a los chusqueros de la comisión de calidad y maldecía las prerrogativas reales… sí, y ganaba las guerras con sus «tácticas de Tipperary». Quizá fuera ésa su mayor ofensa. Ah, sí, claro, Hardinge era un hombre honorable, que nunca había robado un furgón en su vida, y la mayoría de las cosas que decía de Paddy eran ciertas. Peto eso no importa. Aquella carta podría haber sido vergonzosa si yo la hubiera escrito, maldita sea; viniendo de un hombre de honor, era imperdonable. Pero mostraba cómo soplaba el viento, y no me sorprendí. Buscando más a fondo entre las cosas de Hardinge (muy escurridizos eran aquellos cigarros) encontré una nota en su diario: «Políticos inútiles». Así era. Estaba claro que Flashy no tenía buena reputación tampoco: mi trabajo con Lal y Tej sería adecuadamente olvidado. Bueno, gracias, sir Henry, que le den morcilla y que le aproveche.[123]

Pensé informar a Paddy con un anónimo de que estaba siendo traicionado, pero decidí dejarlo; los escándalos están muy bien, pero nunca se sabe dónde pueden acabar. Así que me quedé calladito, haciendo recados para Lawrence. Era un tipo huesudo y malhumorado como un espantapájaros, pero me había conocido en Afganistán y pensaba que yo era un rufián tan heroico como él mismo, así que nos llevábamos bastante bien. Había visto en los papeles de Broadfoot que George quería mandarme de vuelta a Lahore, «pero no me imagino para qué, ¿y usted? De todos modos, dudo que el Gran]efe lo aprobase; piensa que usted ya se ha mezclado bastante en la política punjabí. Pero será mejor que se deje crecer la barba, por si acaso».

Así lo hice, y las semanas pasaron mientras esperábamos que el khalsa se moviese y nuestro propio ejército se recuperara. Celebramos la Navidad con el primer árbol decorado que había visto yo en mi vida,[124] un gran abeto traído de las colinas espolvoreado con harina para representar la nieve. Nuestros escoceses celebraron el Año Nuevo bebiendo con bronca alegría y cantando canciones irrepetibles, llegaron refuerzos de Umballa y vimos el escarlata y azul de los regimientos de lanceros británicos, el verde de los pequeños montañeros gurkas que se exhibían con sus cuchillos rebotando en sus culos raquíticos, el Décimo de a pie con banda de música y los estandartes al viento y todo el mundo que salía de las tiendas para cantar:

¡No hay placer mayor

que esta hermosa noche

en la más bella estación!

Detrás venía la caballería nativa, y los batallones de cipayos marchando, con zapadores y artillería… Paddy tenía ahora quince mil hombres, y los jóvenes lanceros andaban por allí preguntando cuándo nos iban a dar un poco de juego esos wallahs sijs. ¡Ah, Dios, son una maravilla los recién llegados dispuestos a morir!, ¿no tengo razón? Había un lancero tranquilo, sin embargo, un truculento escocés de negras patillas, que nunca decía una palabra, pero tocaba el violín para entretenerse. Atrajo mi atención entonces y de nuevo quince años más tarde cuando conducía la marcha hacia Pekín. Era el asesino más terrible que he conocido en mi vida: Hope Grant.

Así que allí estábamos, preparados y listos para la acción, y al otro lado del río, aunque no lo sabíamos, el trono del pequeño Dalip se estaba tambaleando, porque no se sabía si el khalsa, furioso por la derrota y convencido de que había sido traicionado, iba a luchar contra nosotros o a marchar sobre Lahore para descargar su furia sobre Jeendan y el durbar. Habrían colgado a Lal Singh si hubieran podido cogerle, pero él se había escondido en un pajar después de Firozabad, y luego en el horno de un panadero, antes de escabullirse hasta Lahore, donde Jeendan se burlaba de él cuando estaba sobria, y abusaba de él cuando estaba borracha. Entre tanto, ella enviaba mensajes de ánimo a su ejército medio amotinado, diciéndoles que no se rindiesen, que avanzaran y siguieran conquistando; al mismo tiempo, cerró las puertas de la ciudad a los fugitivos de los contingentes de Lal, que desertaban a miles, e incluso pidió a Gardner que hiciera volver una brigada de musulmanes desde el frente para protegerla en caso de que los sijs del khalsa fueran a buscarla. Era una chica de recursos, incitando a su ejército mientras convertía su capital en un campamento fortificado contra ellos.

Goolab Singh jugaba el mismo juego desde Cachemira. El khalsa le rogó que llevara a sus montañeses a la guerra, e incluso le ofreció hacerle maharajá, pero el viejo zorro vio que nosotros teníamos el juego ganado y les dio largas prometiéndoles que se uniría a ellos una vez que la campaña estuviera plenamente en marcha, mientras les enviaba con gran ostentación convoyes de suministros, asegurándose de que fueran sólo cargados en una cuarta parte y anduvieran a paso de tortuga.

Mientras tanto, Tej Singh tramaba cómo dirigir al khalsa a la destrucción final. El grueso de su ejército se encontraba cerca, superándonos en tres a uno, y tenía que hacer algo antes de que perdieran la paciencia. Así que montó un puente de barcos por encima del Satley en Sobraon y construyó una plaza fuerte en la orilla sur, en un banco del río donde Paddy no se atrevería a atacarles sin artillería pesada, de la cual andábamos escasos. Al mismo tiempo, otro ejército sij pasó el río más arriba, amenazando Ludhiana y nuestras líneas de comunicación, así que Gough se fue al norte a contener la cabeza de puente de Tej y envió a Harry Smith a tratar con la incursión de Ludhiana. Smith, lleno de orgullo y vitalidad como de costumbre, hostigó a los invasores la última semana de enero, y se enzarzó en una espantosa refriega en Aliwal, matando a cinco mil y tomando cincuenta cañones. Aquello sí que conmocionó al khalsa, porque el comandante derrotado, Runjoor Singh, era un tipo de primera, y Smith le había vencido con una fuerza más pequeña, y esta vez no se podía poner la traición como excusa.

Yo estaba en el campamento de Gough en Sobraon cuando llegaron las noticias, porque Hardinge tenía la costumbre de cabalgar los treinta kilómetros desde Firozpure un día sí y otro también, con su nueva plana mayor de aduladores, para desautorizar y quejarse de las disposiciones de Gough,[125] y Lawrence siempre le acompañaba, con su corresponsal guardando la retaguardia. Una gran animación recorrió las líneas, y Paddy bailó con alegría, y corrió a su tienda para rezar. Lawrence y otros santurrones siguieron su ejemplo. Yo estaba a punto de escabullirme de la tienda de oficiales cuando oí un gran rugido muy cerca, y encontré allí al viejo Havelock el Sepulturero, con el aspecto de Thomas Carlyle con reumatismo, apretando sus huesudas zarpas suplicantes. Nunca vi a aquel hombre en otra tesitura que rogando a Dios por una cosa o por otra: posiblemente era el verme lo que le producía aquel efecto. Estuvo rezando junto a mí como un monje loco en Jalalabad, pero lo último que vi de él fueron sus botas, desde debajo de la mesa de billar donde yo estaba achuchando a la señora Madison.

—¡Amén! —rugió, y dejó de dirigirse al cielo para apretar mi mano alegremente—. ¡Es Flashman! Pero, chico, ¡cuánto tiempo hacía que no te veía!

—Desde la sala de billares en Simla —dije yo, sin pensarlo, y él frunció el ceño y dijo que yo no estaba allí aquella noche, ¿verdad?

—¡Claro que no! —dije yo rápidamente—. Tuvo que ser otra persona. Veamos, ¿cuándo nos vimos por última vez? En una iglesia, ¿verdad?

—¡He pensado en ti a menudo desde Agfanistán! —gritó, y todavía me parecía que estaba espachurrando mi miembro—. ¡Ah, cómo olíamos la batalla desde lejos, los gritos de los capitanes, todo aquello…!

—¿Eso hacíamos? Ah, sí. Bueno…

—Pero vamos, ¿no unirás tu voz a la de nuestro jefe, en gratitud a Aquél que nos ha conferido esta victoria?

—¡Ah, sí! Pero tendrás que guiarme tú, Sepul… capitán, quiero decir. Siempre lo has hecho tan bien… eso de rezar, ¿no es así? —lo cual le causó un infinito placer, y en dos zancadas estuvimos de rodillas en la parte exterior de la tienda de Gough, y me di cuenta al mirarles, el viejo Paddy, Havelock, Lawrence, Edwards, Bagot y creo que también Hope Grant, que nunca en mi vida había visto rezar con tanta devoción a un grupo tal de asesinos natos. Hay algo extraño en los hombres implacables: son todos adictos a Dios o al diablo, y no estoy seguro de cuáles son más terroríficos, si los santos o los otros.

Pero principalmente recuerdo aquella oración improvisada porque me hizo pensar en Elspeth de nuevo, cuando Havelock invocó una bendición no sólo para nuestros camaradas caídos, «sino para aquellos que caerán en las futuras batallas, y para esos queridos, distantes hogares que se oscurecerán con el luto bajo las alas del ángel de la muerte». «Amén —pensé yo—, pero apártalo del número 13 de Brook Street, oh, Señor, si no te importa.» Escuchando al Sepulturero, pude imaginar vívidamente aquella melancólica escena, con el crespón de luto en el llamador de nuestra puerta, y las cortinas corridas, y mi suegro refunfuñando por el coste de la tela…, y mi encantadora y rubia Elspeth, con los azules ojos llenos de lágrimas, con un velo negro y guantes negros y unos encantadores zapatitos de satén negro, y medias bordadas con escarapelas púrpura en las ligas, y aquel resplandeciente corsé francés ajustado con cintas de las que sólo había que dar un tirón y caía y ella surge…

—Flashman estaba muy conmovido, me pareció —dijo después Havelock, y sí que lo estaba, al pensar en aquella voluptuosa diosa tan lejos de allí y tan desperdiciada… Al menos, esperaba que lo estuviera, pero tenía mis dudas; el cielo sabe cuántas víctimas habría arrastrado hasta su colchón en mi ausencia aquella criatura inocente. Rumiando aquello durante la cena, y sin encontrar consuelo en el oporto y los gratos recuerdos de mis propias indiscreciones con Jeendan y Mangla y la señora Madison, me puse bastante celoso… y hambriento de aquella rubia belleza que se encontraba ahora al otro lado del mundo…

Era un buen momento para un rápido paseo por el frío aire de la noche. Estábamos en el campamento de Gough en Sobraon, para que él y Hardinge pudieran pelearse acerca del siguiente movimiento que íbamos a emprender, y paseé a lo largo de las líneas en la helada oscuridad, escuchando a nuestra artillería que disparaba con salvas reales como salutación para celebrar la victoria de Smith en Aliwal; apenas a dos kilómetros de allí se podían ver los fuegos de los vigías de las trincheras del khalsa en la orilla del Satley, y mientras el estampido de nuestros cañones se iba extinguiendo, que el demonio me lleve, el enemigo respondía con el real saludo a su vez, y sus bandas tocaban… nunca adivinarán el qué. Aquello fue lo más extraño de aquella extrañísima campaña, el silencio en nuestras propias filas mientras el humo de pólvora se elevaba por encima de nuestras cabezas, la luna plateada en el horizonte púrpura, brillando sobre las filas de tiendas y los distantes fuegos parpadeantes. ¡Y por encima del oscuro terreno que se encontraba en medio, los acordes solemnes del Dios salve a la Reina! Nunca lo oí tan bien tocado como por el khalsa, y por mi vida que no sé todavía si era burla o saludo; con los sijs, nunca se sabe.

Pensaba en ello, y en la imposibilidad de saber siquiera lo que se esconde tras los ojos de un indio, pues yo mismo los había interpretado mal (especialmente los de Jeendan) y reflexionando que con un poco de suerte pronto los vería por última vez, gracias al cielo, en aquel preciso momento vino corriendo un ordenanza para decirme

—Saludos del mayor Lawrence, señor, ¿podía acudir a ver al gobernador general de inmediato, por favor?

Nunca se me ocurrió que mis pensamientos habían estado tentando al destino, y mientras esperaba en el anexo vacío que servía como antesala para el pabellón de Hardinge, sentía sólo una tibia curiosidad de por qué me solicitaría. Sonaban voces en el recinto interior, pero no les presté atención al principio: Hardinge decía que era un asunto serio, y Lawrence replicaba que no había que perder tiempo. Entonces sonó la voz de Gough:

—¡Bueno, entonces, una columna volante! ¡Ocultos por la oscuridad y adelante, como alma que lleva el diablo! Mande a Hope Grant con dos escuadrones del Noveno, podemos entrar y salir antes de que nadie se entere.

—¡No, no, sir Hugh! —gritó Hardinge—. Si hay que hacerlo, debe ser en secreto. Se ha insistido mucho en ello…, si debemos creer a ese tipo. Supongamos que se trata de algún truco infernal… ¡Oh, tráigale otra vez, Charles, y averigüe qué le ha pasado a Flashman! Se lo aseguro, me preocupa que él aparezca en este…

Yo estaba escuchando, todo oídos, cuando apareció el joven Charlie Hardinge, gritando que allí estaba yo, y haciéndome entrar a toda prisa. Hardinge decía que todo aquello era de lo más precario, y que no era trabajo para un hombre joven que había probado ser tan autosuficiente. Tuvo la decencia de callarse al verme, y se sentó con aire irritado con Lawrence y Van Cordandt, a quienes no había visto desde Moodkee, de pie tras él. El viejo Paddy, temblando, envuelto en su capote en una silla de campaña, me deseó las buenas noches, pero nadie más habló, y se podía notar una gran tensión en el aire. Entonces volvió de nuevo Charlie, acompañando a una figura cuya inesperada aparición hizo que mis tripas se retorcieran con espantosa alarma. Entró tranquilamente, nada acobardado por la noble compañía, llevando sus trapos afganos como si fueran un manto de armiño, y su fea cara partida por una sonrisa mientras sus ojos se clavaban en mí.

—¡Eh, hola, teniente! —dijo Jassa—. ¿Cómo va eso?

—¡Quédese ahí, bajo la lámpara, por favor! —exclamó agriamente Hardinge—. Flashman, ¿conoce usted a este hombre? —Jassa sonrió más ampliamente aún, y por la mirada entre Lawrence y Van Cordandt yo adiviné que ellos ya lo habían identificado cien veces, pero Hardinge, como de costumbre, estaba procediendo por laboriosa rutina. Dije que sí, que era el doctor Harlan, un agente de Broadfoot que últimamente actuaba como ordenanza mío, y anteriormente al servicio de Su Majestad en Birmania. Jassa pareció complacido.

—¡Vaya, ha recordado usted eso! ¡Gracias, señor, me siento orgulloso!

—Eso basta —dijo Hardinge—. Puede irse.

—¿Cómo, señor? —preguntó Jassa—. ¿Pero no debería quedarme? Quiero decir, que si el teniente va a…

—¡Eso es todo! —dijo Hardinge, desdeñosamente, así que Jassa se encogió de hombros, murmuró mientras pasaba a mi lado que aquella maldita fiesta no era la suya, y salió. Hardinge exclamó irritado—: ¿Cómo llegó Broadfoot a emplear a un tipo como ése? ¡Es un americano! —dijo, como si Jassa fuera una prostituta.

—Sí, y muy resbaladizo —dijo Van Cortlandt—. Se ganó una reputación dura en el Punjab en mi época. Pero si viene de Gardner…

—Ése es el tema, ¿viene efectivamente de Gardner? —Lawrence fue brusco. Me tendió una nota sellada—. Harlan trajo esto, para usted, del coronel Gardner en Lahore. Dice que establece su credibilidad. El sello no se ha tocado.

Preguntándome qué demonios sería aquello, rompí el sello… Tuve una súbita premonición de lo que iba a leer. Claro, allí estaba, una sola palabra: Wisconsin.

—Es de Gardner —dije yo, y ellos se miraron unos a otros. Expliqué que era una palabra clave sólo conocida por Gardner y por mí, y Hardinge puso una expresión de desprecio.

—¡Otro americano! ¿Vamos a confiar en mercenarios extranjeros en el trato con el enemigo?

—En este mercenario… sí —dijo Van Cortlandt brevemente—. Es un amigo fiel. Sin él, Flashman no habría dejado Lahore vivo. —«Ésa no es forma de aumentar el mérito de Gardner», pensé yo. Hardinge levantó las cejas y se echó hacia atrás, y Lawrence se volvió hacia mí.

—Harlan ha llegado hace una hora. Son malas noticias de Lahore. Gardner dice que la maharaní y su hijo están en grave peligro, por su propio ejército. Habla de conjuras para asesinarla, para raptar al pequeño maharajá y llevárselo al corazón del khalsa, para que los panches puedan hacer lo que quieran en su nombre. Eso significaría el fin de Tej Singh, y el nombramiento de algún general de confianza, que podría conducirnos a una larga guerra —no necesitó añadir que sería una guerra desastrosa para nosotros; el khalsa todavía estaba en abrumadora mayoría de fuerzas si tenía un líder que supiera cómo usarlas.

—El chico es la clave —dijo Lawrence—. Quien lo tenga, tiene el poder. El khalsa lo sabe, y también su madre. Ella quiere que salga de Lahore bajo nuestra protección. De inmediato. Pasará una semana al menos antes de que podamos acabar con el khalsa en una batalla definitiva…

—Diez días, probablemente —dijo Gough.

—Es el tiempo que tienen los conspiradores para actuar.

Lawrence hizo una pausa, y se me secó la boca al darme cuenta de que todos me estaban mirando, Gough y Van Cortlandt agudamente, Hardinge con oscura desaprobación.

—La maharaní quiere que usted lo saque en secreto —dijo Lawrence—. Éste es su mensaje, dado por Gardner a Harlan.

«Ahora tranquilo —pensé yo—, no debo vomitar ni prorrumpir en sollozos. Debo mantener una cara serena, y recordar que la última cosa que Hardinge quiere es tener a Flashy remoloneando por el Punjab de nuevo… Ése es tu triunfo, chico, si quieres que se frustre esta absurda propuesta.» Así que adopté un falso aspecto pensativo, tragué saliva y fui directamente al grano:

—Muy bien, señor. Tengo las manos libres, supongo. Aquello dio en el clavo; Hardinge saltó como si le hubieran pinchado.

—¡No, señor, no las tiene! ¡Ni hablar de eso! Se mantendrá usted en su lugar hasta… —Miró nerviosamente a Lawrence y luego a Gough—. ¡Sir Hugh, ya no sé qué pensar! Este plan me llena de malos presentimientos. ¿Conocemos a esos americanos… y a esa maharaní? ¿Y si todo esto es un simple complot para desacreditarnos…?

—¡No por parte de Gardner! —exclamó Van Cortlandt.

—La maharaní tiene buenos motivos para temer por la seguridad de su hijo —dijo Lawrence—. Y por la suya propia. Si algo les ocurre, cuando esta guerra haya acabado, nos encontraríamos tratando con un Estado en plena anarquía. Ella y el chico son nuestra única esperanza de una buena solución política.

Gough habló.

—Y si no lo conseguimos, debemos conquistar el Punjab. Le diré, sir Henry, que no tenemos los medios para ello.

La cara de Hardinge mostraba una gran concentración. Tamborileó con los dedos irritados.

—No me gusta. Supongamos que todo está preparado para que parezca que nosotros hemos secuestrado al chico…, podrían achacarnos que hacemos la guerra a los niños…

—¡Oh, eso nunca! —exclamó Lawrence—. Precisamente le hemos protegido. Pero si no hacemos nada, y el khalsa lo secuestra, lo asesina y a su madre con él… Eso no nos daría muy buena imagen, creo yo.

Le habría dado una patada en el estómago. Aquél era el argumento ideal, el que mejor podía comprometer a Hardinge en aquella espantosa locura. ¡Imagen, ése era el tema! ¿Qué pensaría Londres? ¿Qué diría el Times? Podíamos ver a nuestro gobernador general imaginando el escándalo si al maldito pequeño Dalip le rebanaban el gaznate por culpa de nuestra negligencia. Se puso pálido, y luego su cara se iluminó, mientras fingía que consideraba el asunto.

—Ciertamente, la seguridad del chico es muy importante para nosotros —dijo solemnemente—. Tanto el humanitarismo como la política lo exigen. Sir Hugh, ¿qué piensa usted?

—Saquémosle de allí —dijo Paddy—. No podemos hacer otra cosa.

Aun entonces Hardinge tuvo que simular que sopesaba el tema cuidadosamente, frunciendo el ceño en silencio mientras· el corazón se me subía a la garganta. Entonces suspiró.

—Bien, pues hagámoslo. Esperemos no ser víctimas de alguna intriga singular. Pero, insisto, Lawrence, en que o usted o Van Cortlandt se hagan responsables de esto. —Me dirigió una ominosa mirada—. Alguien mayor…

—Con permiso, señor —dijo Lawrence—. Flashman, será mejor que espere en mi tienda. Me reuniré con usted enseguida.

Así que salí obedientemente y di la vuelta a la tienda de Hardinge quedándome en el exterior como un ratón asustado, pasando por encima de las cuerdas y deslizándome en la helada oscuridad antes de quedarme apostado en las sombras, con un oído atento bajo la pantalla de muselina. El hombre hablaba a voz en grito, y capté el final de su discurso.

—¡… menos adecuado para este trabajo tan delicado, no puedo imaginarlo! ¡SU conducta con los líderes sijs fue irresponsable hasta un grado… tomándose la libertad de determinar la política, un simple oficial sin experiencia, repleto de soberbia…!

—Gracias a Dios que lo hizo —dijo el viejo y querido Paddy.

—¡Muy bien, sir Hugh! ¡La fortuna nos ha favorecido, pero su conducta podría habernos llevado a la catástrofe! ¡Y le diré por qué: ese hombre es un arrogante! No —dijo aquel espléndido y perspicaz hombre de Estado—, Flashman no irá a Lahore.

—¡Debe ir! —replicó Lawrence, por quien estaba yo sintiendo un ponzoñoso resquemor—. ¿Qué otro puede hacerse pasar por nativo, hablar punjabí, y conocer los entresijos del fuerte de Lahore? Y el pequeño maharajá le adora. Hadan me lo dijo. Además, la maharaní Jeendan ha pedido que vaya él personalmente.

—¿Y eso qué? —exclamó Hardinge—. ¡Si desea la seguridad de su hijo, le dará igual a quién mandemos!

—Quizá no, señor. Ella conoce a Flashman y… —Lawrence dudó—. El hecho es que corre el rumor en el bazar de que ella… estuvo muy unida a él, mientras estaba en Lahore —tosió y carraspeó—. Como usted sabe, señor, es una mujer joven y atractiva, de ardiente naturaleza, por lo que dicen…

—¡Buen Dios! —gritó Hardinge—. ¡No querrá usted decir…!

—¡Demonio de chico! —rió Paddy—. ¡Oh, bueno, decididamente, tiene que ir él!

—No debemos descuidar nada que pueda predisponerla a ella a favor nuestro —dijo Van Cortlandt—. Y como dice Lawrence, no puede ser otra persona.

Escuchando temerosamente, asaltaron mi mente las horribles perspectivas de Lahore y sus parrillas y espantosos baños y fanáticos akalis y espadachines asesinos, y no pude evitar recordar que Broadfoot había contado con mis encantos masculinos igual que esos miserables especuladores estaban haciendo ahora. Es terrible, pero si uno tiene tanto éxito con el sexo opuesto, ¿qué se le va a hacer?

No tengo duda alguna de que fue eso lo que persuadió a aquel piadoso hipócrita de Hardinge, que estaba concienzudamente obsesionado en las conveniencias políticas para después de la guerra. Dejemos que Flashy complazca a esa zorra mientras se lleva a su maldito crío a un lugar seguro, y ella nos estará agradecida, ¿verdad? No dijo gran cosa, pero supe que pensaba aquello mientras daba su consentimiento a regañadientes.

—Pero escúcheme, Lawrence… Flashman debe entender que debe proceder con estricta conformidad a sus instrucciones. No debe tener posibilidad de actuar con independencia de ninguna clase, en ningún caso… ¿está claro? Ese tipo, Harlan, ha traído instrucciones de… ¿cómo se llama, Gardner? Un buen asunto, cuando debemos fiarnos de gente como ésa, ¡Y no hablemos de esos cabezas huecas de políticos! Debe usted interrogar estrechamente a Harlan acerca de cómo hay que llevar a cabo todo el asunto. Por encima de todo, no se le debe causar ningún daño al joven príncipe, Flashman debe entender eso… y las consecuencias si falla.

—Dudo que necesite instrucciones en ese sentido, señor —dijo Lawrence, bastante frío—. En cuanto al resto, le daré cuidadosas instrucciones.

—Muy bien. Le hago responsable a usted. ¿Tiene alguna pregunta, sir Hugh?

—¿Eh? No, sir Henry, nada importante. Sólo estaba pensando que me gustaría volver a ser joven de nuevo, y hablar punjabí —dijo y sonrió al viejo Paddy.