16
Nunca se puede decir que uno ha visto algo por última vez. Yo habría apostado un millón contra uno a que nunca volvería a aquel grupito de álamos blancos al sur de la puerta de Moochee donde me senté junto al fuego con Gardner… y sin embargo allí estaba otra vez, sólo unas semanas más tarde, con las llamas chisporroteando bajo la cazuela que descansaba en la mismísima piedra roja que tenía una grieta. A nuestra derecha, el camino estaba lleno de viajeros al romper el día; bajo el gran arco de Moochee las puertas estaban abiertas de par en par. Estaban quitando las antorchas de la noche y cambiaba la guardia: una guarnición especialmente fuerte, me pareció, porque conté veinte cascos en torno al arco, y desde nuestra llegada de madrugada habíamos visto patrullas de caballería sin cuento rodeando los muros de la ciudad, lanceros rojos con pugarees verdes y gran actividad de arcabuceros en los parapetos.
—La brigada musulmana —dijo Jassa—. Sí, señor, ella ha conseguido que esta vieja ciudad esté sujeta bien fuerte en los brazos de Alá. Una pérdida de tiempo, ya que todos los conspiradores están dentro, probablemente en el propio fuerte, entre su propia gente. ¡Vaya, apuesto a que Alick Gardner duerme poco!
Era nuestra tercera mañana de viaje, porque habíamos dado un gran rodeo hacia el sur, cruzando el Satley por un vado cerca de Mundole para evitar cualquier vigía enemigo en el río y apartarnos del tráfico principal del khalsa por el camino superior a través de Pettee y Sobraon. Habíamos cabalgado en cautelosas etapas, Jassa y yo y un rufián pathan de confianza de la vieja guardia de Broadfoot, Ahmed Shah; Gough hubiera querido enviar un escuadrón disfrazado de gorracharra, pero Lawrence le había disuadido, insistiendo en que con eso inevitablemente nos descubrirían y, de todos modos, si todo iba bien, con tres sería suficiente, mientras que si iba mal, con una brigada no bastaría. Nadie le concedería demasiada atención a tres tratantes de caballos afganos con una reata de bestias. Y en efecto, nadie lo hizo.
No les aburriré con mis emociones mientras esperaba, temblando en la fría oscuridad, junto al fuego. Sólo diré que además de la lúgubre sensación que experimenté al ver las puertas de Lahore y sus altas torres, tuve los más espantosos presentimientos acerca del plan mediante el cual íbamos a sacar al joven Dalip de aquel nido de víboras. Lo había tramado Gardner y se lo había explicado con precisión a Jassa, que lo repitió a su vez a Lawrence y Van Cortlandt mientras Flashy escuchaba atentamente, y como nadie iba a discutir con nuestro pathan con tartán, era cuestión simplemente de tomarlo o dejarlo. Yo sé lo que hubiera hecho, pero Lawrence dijo que aquello funcionaría admirablemente, aunque él no iba a ser uno de los que se introdujeran en el fuerte de Lahore para volver a salir a plena luz del día.
Aquello me pareció descabellado: ¿por qué demonios Gardner, con todos sus poderes como gobernador, tenía que organizar una conspiración para que nosotros sacáramos al crío? Jassa había explicado que la ciudad estaba cerrada herméticamente por la noche, y los espías panches tenían los ojos puestos en el pequeño Dalip la mayor parte del día; la única hora adecuada para sacarle era cuando se iba a la cama, para así estar fuera antes del toque de queda y tener toda la noche para adelantar camino. Y debíamos entrar en el fuerte para hacer aquello, porque su madre no descansaría a menos que le viera colocado bajo mi ala protectora. (Todos ellos evitaban mis ojos al decir esto; a mí mismo no me gustaba ni un pelo.) En cuanto a nuestra entrada y salida del fuerte, Gardner proveería; todo lo que necesitábamos era estar en la vecindad de la tumba de Runjeet a medianoche del tercer día.
Así que llegaron a Lahore tres vendedores kabuli que llevaban agrupados a sus animales entre el polvo y la agitación de la puerta de Rushnai, y se establecieron en una populosa plaza junto al Buggywala Doudy al mediodía. Ahmed Shah pregonaba nuestra mercancía, pidiendo precios exorbitantes, ya que la última cosa que deseábamos era vender nuestro transporte, y yo sujetaba las cabezas y daba palmaditas a los animales y lanzaba torvas miradas, rogando que nadie reconociese a Jassa con un parche en el ojo, el pelo y la barba de cinco días teñida de naranja. Él no sentía tales miedos, sino que paseaba libremente con los demás ociosos, cotilleando; tal como dijo, no hay mejor escondite que mostrarse abiertamente.
No vi cómo se estableció la comunicación, pero se alejó y le pasé las riendas a Ahmed y le seguí hasta la gran plaza por la Barra Deree de mármol hacia la puerta del palacio donde había visto por primera vez a Gardner unos meses atrás. No había guardias de palacio en el parapeto ahora, sólo mosqueteros musulmanes con casacas verdes y grandes mostachos, vigilantes como, cuervos, que miraban amenazantes a la multitud que paseaba por la plaza. Debía de haber varios miles reunidos, y bastantes sijs en variados uniformes del khalsa entre ellos para hacer que mis tripas se retorcieran. No hacían nada salvo mirar a las paredes, murmurándose cosas entre ellos, pero uno podía sentir la sombría hostilidad cerniéndose sobre aquel lugar como una nube.
—Ella no se aventurará a salir con este tiempo, creo —murmuró Jassa cuando me uní a él al abrigo de la puerta—. Sí, hay una considerable mayoría republicana aquí. Nuestro guía está detrás de nosotros, en el palki; cuando le haga una señal, nosotros lo cargaremos al salir por la puerta.
Miré por encima del hombro; allí había un palki, con las cortinas echadas, colocado junto al muro, pero no había porteadores a la vista. Así que de ese modo íbamos a pasar junto a la guardia de la puerta, que interrogaba a todos los que entraban. Bajo mi poshteen, pude notar el sudor helado que me empapaba la piel, y por enésima vez toqué el Cooper escondido en mi faja… aunque seis tiros no me abrirían demasiado camino si nos veíamos perdidos.
De repente, los murmullos de la multitud crecieron en intensidad hasta convertirse en gritos y luego en rugidos; estaban apartándose para dejar paso a un cuerpo de hombres que avanzaban a pie por la plaza desde la puerta de Hazooree del lado de la ciudad. Sijs casi sin excepción, de la mitad de las divisiones del khalsa, algunos de ellos con heridas vendadas y quemaduras de pólvora en las casacas, pero andando bien tiesos detrás de su dorado estandarte que, para mi asombro, estaba en las manos del viejo rissaldar-major de patillas blancas que yo había visto en Maian Mir, y luego en el durbar de Jeendan. Él iba sollozando, y las lágrimas le corrían por la barba, los ojos fijos delante… y tras él Imam Shah, el de los cuchillos de marfil, con la cabeza descubierta y el brazo en cabestrillo. Yo iba pegado a Jassa, que avanzaba a toda velocidad, se lo aseguro.
La multitud estaba frenética, agitando las manos, gritando y exclamando: «Khalsaji, khalsaji!», echándoles pétalos de flores según andaban, pero ninguno de ellos desviaba la mirada; iban decididos, en columna de a cuatro, bajo las arcadas de palacio, y la muchedumbre que asomaba detrás en la puerta elevó otro grito: «¡A Delhi! ¡A Delhi, héroes del khalsa! Wa Guruji! ¡A Delhi, a Londres!».
—Pero, ¿quién demonios son ésos? —susurró Jassa—. Creo que hemos llegado en el momento justo… ¡Eso espero! ¡Vamos!
Cogimos el palki y nos abrimos camino entre la multitud hacia la puerta, donde un subedar[126] musulmán nos detuvo para interrogar a nuestro pasajero. Oí la voz de una mujer, rápida e imprecisa, y él nos hizo señal de pasar. Pasamos el palki por la puerta… y, para mi horror, al volver a entrar en aquel espantoso antro me encontré recordando a Stumps Harrowell, que era el portador de la silla de manos en Rugby cuando yo era niño, y cómo corríamos tras él, golpeando sus gordas pantorrillas mientras él sólo podía rabiar desesperado entre las varas. «Deberías ver ahora al que te atormentaba, Stumps —pensé yo—; ahora me toca a mí cargar con mi propio palki, como si dijéramos.»
Nuestra pasajera iba dándole instrucciones a Jassa, que estaba entre las varas frontales, y por fin nos detuvimos en un pequeño patio cerrado; ella bajó, caminó deprisa hasta una puerta baja que abrió, y nos hizo señas de que la siguiéramos. Nos condujo hasta un largo y oscuro pasadizo, varios tramos de escalones y más pasadizos. Entonces supimos dónde estábamos: yo había sido conducido a lo largo de aquel mismísimo camino hacia el boudoir rosa de Jeendan, y allí conocí aquel pequeño y lindo trasero bajo el apretado sari…
—¡Mangla! —exclamé, pero ella nos hizo entrar en una pequeña habitación pobremente amueblada donde yo nunca había estado antes. Sólo cuando cerró la puerta se quitó el velo, y vi de nuevo a aquella deliciosa carita de Cachemira con sus rasgados ojos de gacela…, no había insolencia en ellos ahora, sólo miedo.
—¿Qué pasa? —exclamó Jassa, oliendo la catástrofe.
—¿Habéis visto a esos hombres del khalsa? Son los quinientos.
Su voz sonaba bastante tranquila, aunque hablaba deprisa por la alarma.
—Son una representación del ejército de Tej Singh, hombres de Moodkee y de Firozabad. ¡Han venido a rogar a la Rani armas y comida para el ejército, y un líder para que tome el lugar de Tej, porque todavía podemos barrer al Jangi lat hasta las puertas de Delhi! —De la forma en que escupió aquello, se podía haber preguntado uno de qué parte estaba ella; incluso los traidores a veces tienen orgullo patriótico—. Pero no van a tener audiencia en el durbar hasta mañana, ¡han llegado antes de hora!
—Bueno, ¿y qué? —dije yo—. Ella puede deshacerse de ellos con sus trucos, ¡ya lo ha hecho antes!
—No eran, pues, un ejército derrotado. No habían sido conducidos a la derrota por Tej y Lal, ni desconfiaban de la propia Mai Jeendan. Ahora, cuando lleguen al durbar y se encuentren rodeados por mosquetes musulmanes, y le pidan ayuda a ella y ella no pueda dársela, ¿qué pasará? Son hombres hambrientos y desesperados —se alzó de hombros—. Dices que ella les ha convencido antes. Sí, pero estos días no está muy dada a las palabras suaves. Teme por Dalip y por sí misma, odia al khalsa por lo de Jawaheer, y alimenta su rabia con vino. Es probable que conteste con insultos… y ¿quién sabe lo que ellos pueden hacer si les provoca?
Crimen sangriento, seguro… Entonces tendríamos a algún usurpador desplazando a Tej Singh y reviviendo al khalsa para darnos otro golpe. Y allí estaba yo, de vuelta en la boca del lobo, gracias a los planes idiotas de Gardner… ¿Debía salir de allí en aquel mismo momento, y abandonar la India? ¿O todavía podíamos sacar a Dalip antes de que se desatara el infierno…?
—¿Cuándo es el durbar?
—Dentro de dos horas, quizás.
—¿Puede Gardner traernos al chico… ahora mismo?
—¿A plena luz del día? —gritó Jassa—. ¡Nunca lo conseguiríamos!
Mangla meneó la cabeza.
—El maharajá debe ser visto en el durbar. Quién sabe, Mai Jeendan quizá pueda contestarles con evasivas… y si no lo consigue, también es posible que ellos no hagan nada, porque hay un millar de musulmanes dispuestos a caer sobre ellos a una palabra de Gurdana Khan. Entonces, cuando hayáis visto a Mai Jeendan…
—¡No tengo que verla a ella, ni a nadie, sólo a su maldito hijo! Dile a Gardner…
—¡Pero bueno, qué cambio es éste! —dijo la chica con aires de la antigua Mangla—. Antes hubieras estado ansioso. Bueno, ella desea verte, Flashman bahadur, y lo conseguirá…
—¿Para qué demonios?
—Asuntos de Estado, probablemente. —Me dirigió una insolente y larga sonrisa—. Mientras tanto, debes esperar; estás a salvo aquí. Se lo diré a Gurdana, y te lo haré saber cuando empiece el durbar.
Y salió, habiendo añadido el asombro a mis miedos. ¿Qué podía querer Jeendan de mí? Ya se me había ocurrido que aquello era un poco extraño, su insistencia en que debía ser yo el rescatador de Dalip… A decir verdad, el chico me gustaba, pero fue ella la que puso la condición de que debía ir yo, para regocijo de Paddy Gough, ese viejo bruto rijoso. Pero no podía tratarse de eso en aquellos momentos… Aunque claro, con las mujeres nunca se sabe, especialmente cuando están bebidas.
Pero todo aquello no era nada junto a la amenaza de los representantes del khalsa. ¿Podría seducirlos de nuevo ella, poniendo en juego sus encantos y halagándolos con dulces palabras y bonitas promesas?
Bueno, ni siquiera lo intentó, como vimos cuando volvió Mangla, después de dos horas de temerosa espera, para conducirnos al mismo agujero desde el cual yo había contemplado un durbar anterior. Éste era un ibdaba[127] completamente diferente; entonces había tumulto y animación, incluso risas, pero ahora oíamos el furioso clamor de la delegación y sus agudas réplicas incluso antes de alcanzar el refugio, y comprendí de un solo vistazo que era mal asunto, pues la Madre de Todos los Sijs estaba de muy mal humor y le importaban un pimiento las consecuencias.
Los quinientos estaban en el cuerpo principal del gran vestíbulo ante la pantalla del durbar, exultantes pero manteniendo sus filas, y era fácil comprobar por qué. Llevaban sus tulwars, pero en torno a las paredes de la cámara debía de haber un batallón completo de fusileros musulmanes, con sus armas dispuestas, cargadas y preparadas. Imaro Shah estaba de pie delante, dirigiéndose a la pantalla, y el viejo rissaldar-major un paso más atrás. El estandarte dorado yacía ante el trono en el cual se sentaba el pequeño Dalip, una figurita orgullosa vestida de escarlata y con el Koh-i-noor brillando en su penacho.
Detrás del purdah, más musulmanes se alineaban junto a las paredes, y ante ellos estaba Gardner, con su traje de tartán, el sable desnudo descansando entre sus pies. Cerca de la pantalla, paseaba Jeendan, haciendo una pausa de vez en cuando para escuchar, luego reanudaba su furioso paseo… porque ella estaba muy furiosa, y bastante cargada de licor, por lo que parecía. Llevaba un vaso en la mano y había una botella en la mesa; pero, por una vez, iba modestamente vestida, tan modesta, en fin, como puede resultar una muñeca voluptuosa con un apretado sari de seda púrpura, con el rojo cabello suelto por encima de los hombros y su cara de Dalila sin velo.
Imam Shah estaba hecho una furia, gritando ásperamente ante la pantalla.
—¡Durante tres días tu fiel khalsa ha vivido de grano y zanahorias crudas!… Se están muriendo de hambre, kunwari, y están estragados por el frío y la necesidad. Mándales solamente la comida y municiones que les prometiste y ellos barrerán a las huestes del Jangi lat…
—¿Igual que los barristeis en Firozabad y Moodkee? —gritó Jeendan—. Sí, los barristeis muy bien allí… ¡Mis doncellas podían haberlos barrido mejor! —Ella esperó, con la cabeza hacia atrás, para ver el efecto de sus palabras. Imaro se quedó quieto, con silenciosa furia, y ella continuó—: Goolab os ha mandado ya bastantes suministros. Ve a ver si los porteadores de trigo de Cache mira forman una hilera sin fin desde Jumoo al río.
Su voz fue ahogada por un rugido unánime de los quinientos, que la ridiculizaron, e Imam avanzó un metro para ladrar su respuesta:
—¡Sí, pero avanzan en fila india, bajo pena de mutilación por la Gallina dorada, y aunque parece mucha asistencia, no representa ni el desayuno para un pájaro! Chiria-ki-hazri! ¡Eso es lo que hemos obtenido de Goolab Singh! ¡Si tanto bien nos desea, haz que venga y nos dirija, en lugar de esa bolsa de manteca que nombraste general! ¡Haz que venga, kunwari … Una palabra tuya y estará en la silla dirigiéndose a Sobraon!
Siguió el tumulto.
—¡Goolab! ¡Goolab! ¡Danos al Dogra como general! —Pero siguieron manteniendo sus filas.
—¡Goolab está bajo el talón del Malki lat, Y vosotros lo sabéis! —gritó Jeendan—. Y aun así, hay algunos entre vosotros que le haríais maharajá… ¡Mi leal khalsa! —Hubo un sepulcral silencio—. Le habéis mandado embajadores, me dicen… ¡Sí, rompiendo vuestro sagrado juramento! Pedís comida con una mano mientras me traicionáis con la otra, vosotros, el khalsa, los puros… —Ella les insultó en los términos más groseros, tal como lo había hecho en Maian Mir, hasta que Gardner se adelantó y la cogió por el brazo. Jeendan se sacudió, pero reaccionó a tiempo, porque detrás de la pantalla los quinientos estaban ya tocando los pomos de sus espadas, e Imam estaba rojo de ira.
—¡Eso es mentira, kunwari! Ningún hombre serviría a Goolab como maharajá…, pero él sabe luchar, ¡por Dios! ¡No se esconde en su tienda, como Tej, ni vuela como tu amante, Lal! ¡Puede dirigirnos, así que deja que nos dirija! ¡A Delhi! ¡A la victoria!
Ella dejó que se apagaran los gritos y habló con una voz fría, llena de sarcasmo:
—He dicho que no tendré a Goolab Singh. ¡Y él no os tendrá a vosotros! ¿Quién va a echarle la culpa? ¿Para qué servís vosotros, valientes, héroes que os pavoneáis cuando vais a la batalla con vuestras banderas y canciones… y volvéis reptando y gimiendo que tenéis hambre? No sabéis hacer nada salvo quejaros…
—¡Sabemos luchar! —rugió una voz, y al momento todos le hacían eco, moviéndose hacia delante en sus filas, sacudiendo los puños, algunos incluso sollozando abiertamente. Habían venido a por suministros, y lo que estaban consiguiendo era vergüenza e insultos. «Mantén la lengua quieta», susurré yo, porque estaba claro que ellos ya estaban hartos de sus insultos—. ¡Danos cañones! ¡Danos pólvora y balas!
—¡Pólvora y balas! —gritó Jeendan, y por un momento pensé que iba a lanzarse contra ellos—. ¿No os di, acaso, lo uno y lo otro en abundancia? Armas y comida y grandes cañones. ¡Nunca se vio un ejército así en el Indostán! ¿Y qué hicisteis con todo ello? La comida la devorasteis, los británicos tienen vuestros mejores cañones, y las armas las abandonasteis, sin duda, mientras corríais chillando como ratones asustados… ¿De qué? ¡De un hombre viejo y cansado con una guerrera blanca y un puñado de infieles de cara colorada y barrenderos bengalíes!
Su voz creció hasta el chillido cuando ella se enfrentó a la cortina, con los puños apretados, la cara contraída, golpeando con los pies en el suelo. Junto a mí Jassa jadeaba y Mangla dejó escapar un pequeño sollozo cuando vimos a las filas de los quinientos avanzar hacia delante, y el acero brilló entre ellos. Aquella puta borracha había ido demasiado lejos, porque Imam Shah estaba en el estrado, las casacas del khalsa se acercaban tras él, gritando con rabia, Gardner se volvía para gritar una orden, los mosquetes musulmanes apuntaban… y Jeendan se puso a manosear entre su falda, jurando como una arpía. Hubo frufrús de ropa y al instante lanzó por encima de la pantalla sus enaguas que previamente había apelotonado. Cayeron a los pies de Imam, encima de sus botas. No había duda de qué era aquello, y en el sorprendido silencio, la voz de Jeedan sonó, fuerte y clara:
—¡Podéis ponéroslas, cobardes! ¡Póntelas, te digo! ¡O me pondré tus pantalones e iré yo misma a luchar!
Fue como si les hubiera fulminado un rayo. Durante diez largos segundos hubo un silencio absoluto. Todavía puedo verles: un akali, con la espada medio desenvainada, quieto como la estatua de un gladiador; Imam Shah mirando hacia abajo al revoltijo escarlata; el viejo rissaldar-major, con la boca abierta, las manos levantadas con consternación; el pequeño Dalip como una imagen grabada en su trono; la multitud de hombres petrificados, mirando a la pantalla Imam Shah recogió el estandarte dorado, lo levantó y gritó con una voz como un trueno:
—¡Dalip Singh Maharajá! ¡Vamos a morir por tu reino! ¡Vamos a morir por el khalsa-ji! —y añadió, casi en un susurro, aunque se oyó por todo el vestíbulo—: Iremos al sacrificio.
Puso el estandarte en las manos del rissaldar-major… y en aquel momento, espontáneamente, el pequeño Dalip se puso de pie. Una pausa, y los quinientos al unísono gritaron: «¡Maharajá! ¡Maharajá!, khalsa-ji!». Todos se volvieron como un solo hombre y salieron por las dobles puertas abiertas que había tras ellos. Gardner llegó al rincón de la pantalla en cuatro zancadas rápidas, mirando cómo se iban, y luego salió para coger de la mano al pequeño Dalip. Detrás del purdah, Jeendan bostezó, sacudió el rojo cabello y agitó los hombros como para liberarlos de un peso, bebió un largo sorbo y empezó a estirarse el sari.
Eso fue exactamente lo que vi, y también lo vio Alick Gardner, y sus memorias lo atestiguan así…, pero ninguno de los dos pudimos explicárnoslo. Aquellos fanáticos del khalsa, espoleados hasta la locura por sus insultos, podían haber asaltado el purdah y cortarla en pedacitos, estoy seguro, y habrían sido masacrados por los musulmanes; Dios sabe lo que podía haber pasado después. Pero ella les tiró las enaguas y ellos se fueron como corderitos, dispuestos a matar o morir. Gardner dijo que fue «intuición» por parte de ella; muy bien, pues resultó. Y observen que el joven Dalip se puso de pie exactamente en el momento preciso.[128]
Jassa respiraba con alivio, y Mangla sonreía. Debajo de nosotros hubo un fenomenal estrépito cuando los musulmanes ordenaron sus armas y empezaron a desfilar fuera de la cámara. El pequeño Dalip estaba detrás del purdah, envuelto en el ebrio abrazo de su mamá, pero Gardner había desaparecido. Mangla me tocó el brazo, y haciendo señas a Jassa de que esperase, me condujo hacia el boudoir rosa (me sentí exhausto con sólo verlo) y por el pasadizo que había más allá me llevó a una habitación que supuse podía ser la sala donde recibían sus lecciones Dalip y sus compañeros de juegos, porque había media docena de pupitres y una pizarra, e incluso un globo terrestre, y cuadros con escenas de cuentos en las paredes. Allí me dejó ella, y un momento después apareció Gardner, respirando fuego y asombro.
—¿Ha visto eso? Dios, esa mujer es una fiera… ¡una fiera, sí señor! ¡Las enaguas, por Dios! ¡No podía creérmelo! A veces pienso… —Hizo una pausa, mirándome con el ceño curiosamente fruncido— pienso que está loca, que con la bebida y… pero no importa. ¿George Broadfoot ha muerto? Bueno, son malas noticias. ¿No vio cómo ocurrió? Henry Lawrence también es un buen elemento, déjeme que se lo diga. Quizás incluso mejor como agente. No mejor hombre, quiero decir. No, señor, no hay nadie mejor que el infiel de casaca negra.
Estaba de pie, con los brazos enjarras, mirando al suelo, y me sentí un poco incómodo, no porque no me hubiera saludado, o porque hubiera hecho referencia a mis recientes aventuras, porque ése no era su estilo. Pero tenía algo en mente, aunque intentaba disimularlo con mucha vehemencia.
—Son más de las cuatro, y usted y Josiah deben estar fuera de las puertas antes de las seis. Se irán como han venido, llevando el palki, pero esta vez Dalip será su carga, vestido de niña. Mis subedar estarán en la puerta de palacio, así que podrán salir tranquilamente por allí. Una vez más allá del Rushnai, cojan el doab, hacia el sureste, y al amanecer estarán en Jupindar, a unos sesenta kilómetros; no figura en el mapa, pero lo encontrarán fácilmente. Es un gran apiñamiento de rocas negras, entre bajas colinas, las únicas en kilómetros a la redonda. Allí se encontrarán…
—¿Con quién? ¿Los nuestros? Gough quería…
—Gente de confianza. —Me dirigió una dura mirada—. Todo lo que tiene que hacer es llegar hasta allí, y no tengo que decirle que lleva consigo la esperanza del Punjab. Ocurra lo que ocurra con ese chico, nunca debe caer en manos del khalsa, mallum? Es un buen jinete el pequeño, por cierto, así que puede mantener su paso. Al amanecer en Jupindar, recuérdelo. Hacia el sureste y lo encontrará.
Por primera vez sentí más excitación que miedo. Él lo tenía planeado al dedillo, y funcionaría. Íbamos a sacarlo de allí.
—¿Qué más? —dijo él—. Ah, sí, una cosa… El doctor Josiah Harlan. Le dije muchas cosas feas de él, y se merece todas y cada una de mis palabras. Pero le concedo que esta vez ha actuado bien, y me inclino a revisar mi opinión. Aunque llegado el caso, haría mejor en vigilarle de cerca, más que nunca. Bueno, eso es todo. Creo… —Hizo una pausa, evitando mi mirada—. Una vez que haya usted presentado sus respetos a la maharaní… puede salir.
Así que sí, que había algo más. Nunca había pensado ver a Gardner incómodo, pero así era, él se estaba rascando la grisácea barba y mantenía los ojos apartados de los míos, y yo sentí un extraño presentimiento. Se aclaró la garganta.
—¡Ah!, ¿no se lo ha dicho Mangla? ¡Oh, que el diablo se la lleve! —Me miró directamente a la cara—. ¡Mai Jeendan quiere casarse con usted! ¡Sí señor!
El cielo sabe por qué mi primera reacción fue mirarme en el espejo del aula. Un rufián del Khyber de ojos orgullosos me devolvió la mirada, lo cual no ayudaba mucho. Tampoco mi recuerdo del aspecto que tenía yo cuando era una persona civilizada. Y posiblemente el Punjab había agotado mi capacidad de asombro, porque una vez que la primera sorpresa de esa asombrosa proposición hubo pasado, no sentí nada sino un inmenso agradecimiento… Después de todo, una cosa es ganar el corazón de una dama, y es buena cosa, pero cuando una devoradora de hombres que ha probado los mejores bocados desde Peshawar a Poona grita «¡Eureka!» con uno, no hay que sorprenderse si uno se mira al espejo. Al mismo tiempo, es una situación bastante fuerte, y mis primeras palabras, posiblemente instintivas, fueron:
—Cielos, no estará embarazada, ¿verdad?
—¿Y cómo demonios voy a saberlo yo? —gritó Gardner, asombrado—. ¡Por todo los diablos! ¡Y ahora, señor, ya se lo he dicho! ¡Así que andando!
—¡Pero no puede ser! ¡Es imposible! ¡Yo ya estoy casado, maldita sea!
—Ya lo sé… pero ella no lo sabe, y es mejor que no lo sepa por el momento. —Me miró y dio una vuelta por la habitación, mientras yo me sentaba en una de las sillas de los niños, que cedió bajo mi peso. Gardner juró, me levantó y me sentó en la silla del maestro—. Veamos, señor Flashman —dijo—, así están las cosas. Mai Jeendan es una mujer de extraño carácter y hábitos condenadamente irregulares, como usted debe de saber ya, pero no es ninguna tonta. Durante años ha tenido en mente la idea de casarse con un oficial británico, como seguridad para sí y para el trono de su hijo. Eso sería una buena política, especialmente ahora que la mano británica está sobre el Punjab. Durante los meses pasados, y esto es la pura verdad, sus agentes en la India le han estado presentando retratos de hombres adecuados. Incluso ha tenido el retrato del joven Hardinge en su boudoir, ¡Dios me ayude! Como sabrá, tuvo también el suyo. Fue el único que se llevó a Amritsar, y el resto, un montón de ellos, están almacenados desde entonces.
Nada que objetar a eso, por supuesto. Yo mantuve la cara sin expresión alguna, y él se colocó frente a mí, bastante serio.
—Muy bien, es imposible. Usted ya tiene mujer, y aunque no la tuviera, me atrevo a decir que no le gustaría pasar el resto de sus días como consorte de una reina oriental. Yo mismo, aunque admiro sus muchas y buenas cualidades —dijo con pasión—, ¡no me liaría con Jeendan ni por todo el algodón de Dixie, así que ni hablar del asunto! Pero ella está muy encariñada con usted, y no es momento para desperdiciar ese afecto. El norte de la India está en juego, y ella es el eje sobre el que gira; es bastante firme, pero no debe ser alterado de ningún modo. —Se inclinó y me cogió la muñeca, mirándome a los ojos, ceñudo como un gigante de hielo—. Así que cuando la vea, no la decepcione. Ella no le hará ninguna proposición directa, ése no es el estilo real punjabí. Pero le sondeará…, probablemente le ofrecerá un empleo en el servicio sij, para después de la guerra con una clara alusión a sus intenciones, a todo lo cual usted debe dar entusiasta consentimiento para nuestros propósitos, especialmente el suyo. Que no se desate la furia del infierno, ya sabe. —Me soltó y se enderezó—. Espero que sepa cómo…
—¿Complacerla? Ah, sí. Por Dios, es un compromiso. ¿Qué ocurrirá después, cuando vea que no estoy libre?
—La guerra habrá acabado ya, y eso no tendrá importancia —dijo él fríamente—. Incluso me atrevería a decir que ella se olvidará de esto. Es un juego sucio la política… Jeedan es una gran mujer, borracha y todo. Debería sentirse halagado. Por cierto, ¿tiene usted algún pariente aristócrata?
—Mi madre fue una Paget.
—¿Y eso es bueno? Hágala duquesa, mejor. A Mai Jeendan le gusta pensar que usted es un lord… Después de todo, una vez estuvo casada con un maharajá.[129]
Como resultó luego, mi linaje, aristocrático o no, no fue discutido en el boudoir rosa, principalmente porque no hubo tiempo. Cuando Gardner hablaba de no decepcionarla, yo había supuesto (y no tenía dudas de que él quería decir eso) que no debía frustrar sus esperanzas de convertirse en la señora Flashman, así que llegué preparado para un intercambio de saludos y reverencias y tímidos sonrojos por su parte, y ardientes protestas por la mía. Sólo cuando me quedé parpadeando en la oscuridad, y dos suaves brazos me rodearon por detrás, esa familiar risita borracha sonó en mi oído, y ella encendió la lámpara para aparecer vestida sólo con aceite y pulseras, sospeché que se requería una prueba más palpable de mi devoción.
—Me gustabas más cuando ibas bien afeitado —susurró ella, y con Dalip o sin él, no podía hacer otra cosa que dar entusiasta consentimiento, como Gardner había dicho. Felizmente, ella no era dada a prolongar el acto fundamental, como ya sabía yo, y ni siquiera tuve que quitarme las botas; una rápida carrera por la habitación, al estilo de los caballos de artillería, y ella estaba ya chillando como una posesa. Volvimos a la copa de vino y los suspiros de éxtasis, mezclados con ebrios murmullos acerca de la soledad de la viudez y lo deleitoso que era tener un hombre en casa de nuevo. Todo bastante incoherente, como comprenderán, pero inequívoco, así que yo respondí con expresiones afectuosas.
—¿Estarás conmigo siempre? —musitó luego, frotándose contra mí, y yo dije que nadie se atrevería a detenerme. ¿La amaba yo de verdad? Pues claro que sí. Ella murmuró algo de escribir a Hardinge, y yo pensé: «Demonios, esto le estropeará la tostada y el café, sin duda», pero en su mayor parte eran afectuosos balbuceos de borracha y apretados besos, antes de que ella se volviera y empezara a roncar.
Bueno, ya está, ya has cumplido con tu deber, pensaba yo, mientras arreglaba el dulce desorden de mis ropas y salía… con una última mirada a esa alegre pájara brillante a la luz de la lámpara. Yo imaginaba que era la última vez que la vería, y me gusta conservar bellos recuerdos, pero veinte minutos más tarde, cuando Jassa y yo estábamos esperando impacientemente en el aula y Gardner maldecía el retraso de Mangla en traer al joven Dalip, llegó una doncella para decir que la kunwan y el maharajá nos estaban esperando en la habitación de Jeedan. Era una hermosa alcoba que se encontraba cerca del boudoir, y allí estaba la Madre de Todos los Sijs, en su trono, tan respetable como una joven matrona y sólo medio borracha; cómo demonios había conseguido ponerse en orden de revista en aquel breve tiempo, era un misterio para mí.
Ella procuraba calmar al joven Dalip, que estaba de pie, furioso, con un sari infantil, velo y pulseras y un chal de seda en torno a sus pequeños hombros.
—¡No me mires! —gritó él, volviendo la cara, y ella le acarició y le besó para quitarle las lágrimas, susurrando que debía portarse como un maharajá, porque iba a ir entre los soldados de la Reina Blanca, y debía dejar en buen lugar a su casa ya su gente.
—Y esto va contigo, el símbolo de tu reino —dijo ella, y sacó un relicario de plata, con el gran Koh-i-noor brillando en un lecho de terciopelo. Cerró la caja y colgó la cadena en torno al cuello del niño—. Guárdala bien, querido, porque era el tesoro de tu padre, y sigue siendo el honor de tu pueblo.
—Con mi vida, mamá —sollozó él, y se colgó del cuello de ella. Jeedan lloró un poquito, apretándolo fuerte, y luego se levantó y lo empujó hacia mí.
—Flashman sahib te cuidará —dijo—, así que debes obedecerle en todo. Adiós, mi pequeño príncipe, mi único amor —le besó y puso su mano en la mía—. Dios os guíe, sahib…, hasta que volvamos a encontrarnos —extendió una mano, y yo la besé; me dirigió una cálida, turbia mirada, con aquel pequeño mohín de sus labios gruesos. Se tambaleaba ligeramente, y su camarera tuvo que adelantarse rápidamente para sujetarla.
Gardner avanzó, precediéndonos, con Jassa llevando a cuestas a Dalip para ir más deprisa, y todo fueron carreras hacia el palki en el pequeño patio, y Mangla junto a mí insistiendo en que su majestad no debía comer naranjas, porque le daban diarrea, y que allí tenía una loción para el sarpullido de su brazo, y una carta para la institutriz que se debía contratar para él en la India —«una dama de Cachemira, elegante y culta, si puede ser, y no una severa mensahib inglesa, porque el niño es aún muy pequeño; he escrito cuál es su dieta y sus lecciones»—. Secuestrar a un niño no es una simple cuestión de cogerlo y llevárselo, como ven, y por otro lado Gardner gritaba que las puertas se cerrarían en media hora. Metimos a Dalip en el palki y él sollozaba y decía que no se quería ir y se colgaba de Mangla, y Gardner se puso furioso mientras dos de sus casacas negras sacaban la cabeza para ver que todo estuviese despejado. Jassa y yo nos pusimos entre las varas, y Mangla me besó rápidamente en la mejilla, dejando un rastro de perfume mientras se iba corriendo. Gardner se volvió hacia mí en la desfalleciente luz del pequeño patio.
—Al sureste, sesenta kilómetros, las rocas de Jupindar —dijo bruscamente—. Espero que no volvamos a verle en Lahore de nuevo, señor Flashman. Si yo fuera usted, me quedaría bien al sur del Satley durante los siguientes cincuenta años o así. Y eso mismo para ti, Josiah… ¡Has apurado tu suerte, doctor; aparece ante mí de nuevo y soy capaz de desnucarte! Jao!
—¡Sí, tú y el congreso continental! —replicó Jassa—. ¡Ve a cambiar tus centinelas, Gardner. Ése es tu trabajo!
—Jao, digo! —gruñó Gardner, y lo último que recuerdo de él es su orgulloso mostacho en la morena cara de halcón retorcida en una agria mueca bajo el pugaree de tartán.
Pasamos por Buggywalla Doudy cuando el sol se hundía detrás de la mezquita de Badshai, entre ruidosas multitudes, ignorantes de que los dos robustos portadores de palki se estaban llevando a su gobernante sacándolo de las garras del enemigo. Él sollozaba temeroso detrás de las cortinas, con su pequeño sari y sus pulseras. Ahmed Shah estaba de mal humor porque había tenido que vender dos animales y quedaban sólo cinco, además de nuestras propias monturas, lo cual significaba solamente un relevo para los cuatro. Colocamos el palki entre dos de los caballos delanteros, y cuando metí la cabeza para ver cómo estaba Dalip, murmuró, lastimero:
—Oh, Flashman sahib, ¿dónde puedo quitarme este traje vergonzoso? Vea, Mangla me ha puesto mis ropas de hombre en esta bolsa, y pasteles y dulces. Ella siempre se acuerda —dijo, y sollozó—. ¿Por qué no podía venir con nosotros? ¡Ahora nadie me cantará antes de dormir! —Y volvió a sollozar—. ¡Quisiera que Mangla estuviera aquí!
Mangla, como verán, no mamá. Bueno, yo tampoco le habría hecho ascos.
—Mirad, maharajá —susurré—, os pondréis las ropas vos mismo y cabalgaréis con nosotros como un soldado, pero ahora debéis estar callado y quieto. Y cuando llegue el final del día, ¡veré lo que puedo hacer por vos! —Estaba lo bastante lejos del palki para sacar el Coaper de mi faja durante un instante, y él chilló y se dejó caer en los cojines, tapándose los ojos con alegría.
Pasamos bajo el arco de Rushnai cuando ya los chowkidars gritaban el toque de queda, y rodeamos los muros de la ciudad hasta el grupito de álamos blancos, escarlata con el último sol del atardecer. En la penumbra, estábamos fuera de la vista de la puerta, y sacamos enseguida al pequeño Dalip, porque yo lo quería cuanto antes en la silla para poder abandonar el molesto palki y poner tierra de por medio entre nosotros y Lahore.
Dalip salió contento, quitándose el sari y el velo y arrojando sus pulseras con maldiciones infantiles; temblaba al quedarse en camisa mientras Jassa le ayudaba a ponerse los pequeños pantalones de montar, en esto que se oye el retumbar de cascos y entre la creciente oscuridad se divisó una tropa de gorracharra, dirigiéndose hacia la ciudad a toda prisa antes de que cerraran las puertas. No había tiempo para esconder al crío; debimos quedarnos allí cuando ellos pasaban al trote… Entonces su oficial tiró de las riendas, ante la visión de un niño a medio vestir rodeado por tres rudos vendedores y sus animales.
—¿Dónde vais a estas horas, vendedores de caballos? —gritó.
Respondí despreocupadamente, esperando que se mantuviera a distancia, porque incluso con la luz menguada había diez posibilidades contra una de que reconociera a su propio monarca si se acercaba mucho.
—¡A Amritsar, capitán sahib! —dije—. Llevamos al hijo de mi amo a su abuela, que está enferma, y lo reclama. ¡Deprisa, Yakub, o el niño cogerá frío! —Dije esto a Jassa, que estaba ayudando a Dalip a ponerse el abrigo, y ayudándole a montar sobre la silla. Yo salté a mi propio caballo, con el corazón latiéndome deprisa, sin hacer caso del oficial, esperando la gracia del cielo de que aquel bruto inquisitivo se limitara a cabalgar detrás de su tropa, que se había desvanecido en el crepúsculo.
—¡Espera! —Se inclinó hacia delante, mirando con más atención que nunca, y con un escalofrío me di cuenta de que el abrigo de Dalip era el de ceremonias, todo de oro, que había puesto en su equipaje la imbécil de Mangla, e incluso a aquella luz incierta proclamaba que su portador era un compañero muy improbable para tres rufianes de la frontera.
—¿Dices que es el hijo de tu jefe? ¡Déjame echarle un vistazo! —Dirigió su caballo hacia nosotros, su mano cayó sobre la empuñadura de la pistola y los tres actuamos como un solo hombre.
Jassa dio un salto en su silla y cogió la brida de Dalip mientras yo golpeaba picaba la grupa de la bestia. Ahmed Shah giró sobre sus talones y dio un golpe al sij logrando arrojarle de la silla. En ese momento salimos al maidan, Dalip y Jassa delante, Ahmed y yo detrás, con los caballos a todo galope. Se oyó un grito en la oscuridad, y el tranquido de un disparo. El pequeño Dalip chilló con deleite, cogiendo su brida de la presa de Jassa.
—¡Yo ya sé cabalgar, amigo! ¡Déjame solo! ¡Ai-e, shabash, shabash!
No hubo más remedio que hacer aquello, ya que nos habían descubierto, y mientras yo daba la vuelta completa y rugía a Jassa que cambiara el curso hacia babor, calculaba que no había pasado nada irreparable. Teníamos caballos frescos, en cambio los gorracharra llevaban todo el día en la silla; les tomaría tiempo montar cualquier tipo de persecución desde la ciudad, suponiendo que pensaran que valía la pena, con la noche tan cerca. Teníamos la oportunidad de que hicieran primero algunas averiguaciones para ver si faltaba algún niño de una familia rica, porque estoy seguro de que el oficial nos había tomado por secuestradores vulgares. Nunca se habría arriesgado a dispararnos si hubiera sabido quién era Dalip. Y si, por una asombrosa casualidad, se descubría que el maharajá había ahuecado el ala, estaríamos al otro lado del río y muy lejos.
Hice un alto después de los primeros tres kilómetros, para apretar las cinchas, hacer inventario y asegurarme del rumbo, y luego cabalgamos más despacio. Estaba completamente oscuro, y mientras pudimos trotar por un camino no nos atrevimos a internarnos por el duro terreno de los campos. La luna no saldría hasta dentro de seis o siete horas, así que debíamos consolarnos con la certeza de que la oscuridad era nuestra aliada, y ningún perseguidor podía esperar encontrarnos mientras durase. Entretanto, seguimos hacia el sudeste, con Dalip dormido en el hueco de mi brazo, porque con el esfuerzo y la emoción estaba bastante cansado, y ser acunado por Tom Bowling y no por las canciones de Mangla no le molestó en absoluto.
—¿Así es como duermen los soldados? —bostezó—. Debes despertarme cuando sea mi turno de cabalgar, y tú descansarás…
Era un camino fatigoso y frío, hora tras hora en la helada oscuridad, pero al menos no hubo ninguna alarma, y cuando pusimos treinta kilómetros a nuestras espaldas me convencí de que no habría persecución. Alrededor de la medianoche bajamos para abrevar a los caballos en un pequeño arroyo y dar un poco de calor a nuestros miembros ateridos. Las estrellas titilaban débilmente por encima del doab y le decía a Jassa que siguiéramos el camino cuando Ahmed Shah nos llamó.
Estaba agachado pegado a una gran higuera de Bengala, con su sable metido en el tronco por encima del suelo y el dedo apoyado en la parte más fina de la hoja. Yo conocía aquel truco desde hacía tiempo: me lo enseñó el caballero Jim Skinner en el camino de Gandamack. Al cabo de un momento, Ahmed sacudió la cabeza, con aire preocupado.
—Gente a caballo, huzoor. Veinte, quizá treinta, vienen del sur. Están a cinco cos detrás de nosotros.
Si creo firmemente que salir huyendo, como norma, es lo mejor, probablemente es porque he conocido una gran variedad de horribles perseguidores: apaches en la Jornada, Udloko zulúes en el veldt, cosacos a lo largo del Arrow de Arabat, amazonas en la selva de Dahomey, lanzadores de hachuelas chinos por las calles de Singapur, no es raro que tenga el pelo blanco. Pero hay veces en que uno debe pararse y pensar, y aquélla era una de esas ocasiones. Nadie iba a ir cabalgando por el Bari Doab aquella noche para pasar el rato, así que era muy probable que el inquisitivo oficial hubiera deducido quién era aquel niño ricamente vestido, y que todos los jinetes de la guarnición de Lahore estuvieran ya barriendo el país entero desde Kussoor a Amritsar. Pero teníamos monturas de repuesto, así que no venía a cuento pensar ni en una torcedura ni en una herradura perdida. Nuestros perseguidores correrían a ciegas, ya que ni siquiera un bosquimano australiano encontraría nuestra pista en aquel terreno. Once kilómetros es una gran ventaja cuando sólo hay que recorrer veinte, y a nosotros nos esperaban amigos al final. Aun así, saber que te están persiguiendo es algo que ataca los nervios, y no nos entretuvimos mucho durante los kilómetros siguientes, sin pararnos a escuchar y manteniéndonos decididamente hacia el sudeste.
Cuando salió la luna, cambiamos de monturas; el oído de Ahmed pegado al suelo no detectó nada, ni se notó movimientos en la llanura detrás de nosotros. Ahora casi estábamos en campo abierto, con unos pocos matorrales, ocasionales manchas de bosque y algún pueblecito diseminado aquí y allá. Calculé que nos quedaban unos ocho kilómetros por recorrer, y que faltaban tres horas para el amanecer. Entonces disminuimos la marcha hasta ir al paso, porque Dalip se había despertado, pidió comida, y después de habernos parado para comer un bocado y sin haber señales de perseguidores, parecía sensato ir a un paso que le permitiera dormir. Por supuesto, no le dio por ahí, y me hizo tal cantidad de preguntas idiotas que casi estuve a punto de darle un coscorrón. No lo hice porque no me gusta ofender a la realeza, por joven que sea: luego crecen.
Seguía sin vislumbrar las montañas de rocas de Jupindar, y me pregunté si nos habríamos desviado un grado o dos del camino, así que trepé al primer árbol que vi para echar un vistazo. La luz de la luna me proporcionó una clara visión a kilómetros de distancia, y efectivamente, a unos cinco kilómetros a nuestra izquierda, el suelo se elevaba para formar una gran loma de cumbre de rocas apretadas. Era Jupindar, por supuesto. Me preparaba para bajar, cuando eché un último vistazo hacia atrás y casi me caigo del árbol.
Habíamos pasado al borde de un cinturón de bosques, y detrás de éstos la doab yacía plana como una losa hasta el horizonte. A medio camino, a un kilómetro y medio escaso, una línea de hombres a caballo venían al trote: una tropa entera, bien desplegada. Sólo la caballería regular cabalga de ese modo, y sólo cuando están buscando algo.
Bajé del árbol como un mono asustado, chillando a Jassa, que estaba de guardia. El joven Dalip se agachaba entre los arbustos. El pequeño bastardo se debió tomar una naranja que tuviera escondida en alguna parte, porque se había descargado ya tres veces desde medianoche. Perdimos unos preciosos minutos mientras él se arreglaba, protestando que no había acabado del todo, y Jassa casi le tiró encima de la silla; nos fuimos, galopando por el doab hacia aquellas distantes rocas donde, a menos que Gardner hubiese mentido, nos esperaban unos amigos.
Había un espacio de un kilómetro de matorrales y árboles antes de que las rocas aparecieran a la vista, en lo alto de un talud salpicado de lomas arenosas. Allí lejos, a nuestro flanco, el primero de los hombres a caballo que nos perseguían estaba ya saliendo del bosque. Un débil grito sonó en el aire helado, y emprendimos una carrera directa hacia Jupindar antes de que nos alcanzaran.
Iba a ser una carrera desesperada, porque como nuestra marcha hacia el sureste nos había llevado algo lejos, teníamos que cortar en ángulo, mientras la tropa que nos perseguía sólo tenía que dirigirse recto hacia delante. No importaba la distancia; los mejores jinetes serían los primeros, y éstos eran lanceros, podía ver las largas lanzas.
Gracias a Dios, el pequeño Dalip sabía cabalgar. Con sólo siete años, podía ser malcriado e impertinente y suelto de intestinos, pero estaba capacitado para vestir mis colores en el Nacional algún día. Se echó sobre el cuello del animal, hablándole cuando no chillaba de excitación, con el largo cabello al viento mientras saltaba por encima de pequeños canales secos que cruzábamos en nuestro camino. Iba delante de mí, con Jassa y Ahmed galopando a mi lado; cuando nos enfrentamos a la colina para cubrir el último trecho íbamos nosotros delante, pero en las rocas que se elevaban ante nosotros no daban señales de vida. Dios, ¿habría fallado la gente de Gardner a la cita? Lancé un disparo de aviso con mi Cooper, y en ese momento vi cómo se encabritaba el caballo de Dalip. Por un momento pensé que el chico se caía, pero debía de tener algo de comanche, porque soltó la brida, se cogió a las crines, el caballo dio un largo traspiés y se recuperó, pero quedó malherido y cojeaba, y al pasar junto a él le agarré por el cinturón, levantándolo en vilo y atravesándolo delante de mí. Por el rabillo del ojo vi a los lanceros subiendo la colina a doscientos metros detrás de nosotros. Jassa sacó su pistola y disparó. Enfrente se divisó una visión gloriosa, unos jinetes bajando a toda prisa desde las rocas de Jupindar: eran dos largas filas al galope, una rodeándonos por detrás y la otra desviándose en un gran arco para envolver a nuestros perseguidores.
Nunca había visto una acción mejor ejecutada. Había al menos quinientos… gorracharra, a juzgar por su aspecto, corriendo como el rayo. Hubo gritos de confusión detrás de nosotros, y mientras yo estabilizaba a mi montura y miraba hacia abajo, los lanceros se acercaban unos a otros en completo desorden, envueltos como un pez en una red por aquellas dos líneas de jinetes irregulares, que les rodeaban por el frente, los flancos y la retaguardia. «Bien hecho, tienes a algunos tipos muy capacitados, Gardner», pensé yo. El pequeño Dalip había trepado hasta sentarse delante de mí, palmoteando y lanzando vítores a pleno pulmón, y Jassa y Ahmed tiraban de las riendas.
Se oyó un grito por encima de nosotros, y vi que había una estrecha garganta entre las rocas y en su boca un grupito de jinetes con cota de malla y lanzas con pendones; por encima de su cabeza flotaba un estandarte, y delante de ellos se destacaba un robusto veterano con un yelmo acabado en punta y armadura de acero que levantó una mano y rugió un saludo.
—Salaam, maharajá! Salaam Flashman bahadur! Satsree-akal!
Sus compañeros repitieron el grito y avanzaron para encontrarse con nosotros, pero yo sólo tenía ojos para su líder, sonriendo con toda su roja cara y sus blancas patillas, montado cómodamente sobre su corcel aunque tenía sólo un pie en el estribo; el otro, envuelto en vendajes, reposaba en un cabestrillo de seda que colgaba de su silla.
—¡Me alegro de volver a verle, asesino de Afganistán! —gritó Goolab Singh.
Nos encontraríamos con «gente de confianza», había dicho Gardner, y como un idiota yo había aceptado su palabra sin pensarlo más. Era un hombre blanco tan honrado, y yo estaba tan acostumbrado a pensar en él como fiable y amistoso —bueno, me había salvado el pellejo dos veces— que había pasado por alto que tenía otras lealtades en la confusa maraña de la política del Punjab. Me había engañado, y a Hardinge, y a Lawrence; habíamos sacado a Dalip Singh de Lahore para arrojarlo en el regazo del viejo bandido patilludo que me sonreía al otro lado del fuego.
—No piense mal de Gurdana Khan —dijo él, tranquilizador—. No le ha traicionado ni al Malki lat, más bien les ha hecho un gran servicio.
—¡No veo cómo voy a convencer a sir Henry Hardinge de ello! —dije yo—. Malditos embusteros y tramposos yanquis…
—¡Eh, eh, nada de eso! Considere sólo una cosa: Mai Jeendan, temiendo con razón por la seguridad de su hijo, quiso ponerlo bajo protección británica. ¡Muy bien! En su nombre, Gurdana Khan lo preparó todo con su gente. ¡Bien también! Pero, ¿qué pasó?, que como amigo y agente mío, decidió, con mucho acierto, que el chico estará incluso mejor en mi propia custodia. ¿Por qué? Porque si el khalsa oye decir que su rey está en manos de los británicos, podría olerse una traición. Sí, incluso podrían cortar la bonita garganta de Mai Jeendan, y poner a algún nuevo maharajá que continuaría con esta desagradable guerra durante años. —Movió su maldita cabeza, con aire satisfecho—. Pero ahora, cuando sepan que yo, el admirado Goolab, tengo al niño, no pensarán mal. ¡Pero si hasta me han ofrecido el trono, convertirme en visir y dirigir el khalsa, no sé por qué, aunque ellos me respetan! Pero no tengo tales ambiciones. ¿Ser rey en Lahore y encontrar una muerte rápida como Jawaheer, y todos esos otros afortunados ocupantes de ese nido de serpientes? ¡Quia, amigo! Cachemira me basta. Los británicos me confirmarán allí, pero nunca en Lahore…
—¿Cree que lo harán después de esto? Nos ha engañado, y Gardner le ha ayudado e incitado…
—¿Y qué mal hemos hecho? El niño está tan a salvo conmigo como junto al pecho de su madre. Más seguro, incluso. Por Dios, aquí hay menos movimiento, ¡y cuando la guerra haya acabado, yo tendré el mérito de conducirle de la mano a presencia del Malki lat! —graznó el viejo villano—. ¡Piense en la buena voluntad que demostraré! ¡Habré probado mi lealtad a mi maharajá y a los británicos a la vez!
Yo me había introducido subrepticiamente en el fuerte de Lahore con peligro de mi vida, conspirando y secuestrando, perseguido por los lanceros khalsa, sólo para que ese inicuo anciano pudiera marcarse un tanto en el último acto.
—¿Por qué demonios Gardner tenía que meternos en esto? ¿No podía usted mismo haber secuestrado al niño?
—Mai Jeendan nunca lo habría permitido: no confía en mí —dijo, alzándose de hombros con aire inocente—. Sólo a Flashman bahadur le hubiera entregado su precioso corderito. ¡Ah, lo que es ser joven, bien parecido, enamoradizo… y británico! —Me guiñó un ojo en plan conciliador, desternillándose de risa, y volvió a llenar mi copa con brandy—. ¡A su salud, soldado! ¡Hemos luchado juntos, usted y yo, y hemos oído cantar al frío acero! ¡Nunca reproche al viejo Goolab la oportunidad de quedar bien con sus amos!
Aquello eran tonterías. En primer lugar, yo no tenía elección, y el hecho puro y simple era que con Dalip, el único maharajá aceptado por todas las partes, él tenía ahora la carta ganadora. Había estado traficando con nosotros durante meses, mientras cubría sus apuestas con el khalsa, y ahora que los dados habían caído a nuestro favor, se estaba asegurando de que podía imponer sus propias condiciones. Y Hardinge sólo podía tragarse aquello y parecer complacido. ¿Por qué no iba a hacerlo? Con Dalip y Jeendan seguros en Lahore y Goolab confirmado en Cachemira, la frontera noroeste estaría más segura de lo que había estado nunca.
—Y será por un día o dos como mucho —siguió—. Luego cogeré al maharajá Dalip y lo pondré en brazos del Sirkar. Sí, Flashman, la guerra está acabada, el khalsa está vendido, y no sólo por Tej Singh. Ellos se creen seguros en su posición fuerte en Sobraon, donde ni siquiera el Jangi lat puede asaltarles, por muy grandes que sean sus cañones. ¡Todavía sueñan con arrasar hasta Delhi! —Se inclinó hacia delante, sonriendo como un tigre gordo—. Y ahora mismo, los planos de esas estupendas fortificaciones van de camino hacia Gough Guerrera Blanca… ¡Sí, mañana, vuestros ingenieros conocerán cada trinchera y cada torre, cada baluarte y cada emplazamiento de cañón, en esa trampa maravillosa que el khalsa se ha construido en el recodo del río! ¿Su fortaleza? ¡Su mausoleo, más bien! Porque no escapará ni uno solo de ellos, y el khalsa no será más que un recuerdo maligno. —Se llenó de nuevo la copa, bebió y se pasó la lengua por los labios, como un Pickwick con pugaree, moviendo la cabeza con aire de perdonavidas—. ¡Ése es mi regalo a tu gobierno, bahadur! Es bastante, ¿no crees? ¿Me conseguirá eso el trono de Cachemira?[130]
Hay un punto en el que la traición se hace tan completa y desvergonzada que se convierte en estrategia de Estado. Si la fortuna hubiese dado un vuelco en Moodkee o Firozabad, sin duda este genial, maligno y viejo bárbaro habría sido corazón y alma del khalsa, dirigiéndoles hacia Delhi. Pero ahora en cambio estaba asegurando su destrucción y disfrutando con la perspectiva, como un cruel salvaje, que es lo que realmente era. Me hubiera gustado presentárselo a Otto Bismarck; habrían hecho muy buena pareja.
Él había ganado su crédito con nuestro bando desde luego, con el pequeño Dalip en sus manos como buena medida de precaución. El asunto era suyo, y yo le deseé que lo disfrutara; mi preocupación ahora era que yo había fallado en mi misión inmediata, gracias a él y a Gardner. ¿Qué demonios le iba a contar a Hardinge?
—Pues que conseguiste llevarte al chico sano y salvo, pero que os perseguían de cerca los jinetes del khalsa, pero llegó a tiempo el leal Goolab para salvarte y llevarle a lugar seguro. ¿Y no es verdad eso, acaso? ¡Por fuerza has tenido que dejar al niño con Goolab, que de ninguna manera se irá con él, temiendo por su seguridad con todos esos bravos del khalsa sueltos por el país! —Se echó a reír y bebió de nuevo, frotándose las patillas; nunca había visto un rufián tan encantado consigo mismo—. Será una historia preciosa y tú la contarás. Nos aprovechará a todos, Flashman sahib.
Le pregunté, sorprendido, cómo demonios me iba a aprovechar a mí aquello, y dirigiéndome una mirada maliciosa, me dijo:
—¿Qué no podrá darte el rey de Cachemira cuando esté en su trono? Hay allá empleos bien remunerados, si lo deseas, y una cálida bienvenida de esa encantadora viuda, mi querida hermanita. Piensa en ello, bahadur.
Irónico, ¿verdad? Una reina quería casarse conmigo, un rey me ofrecía sustanciosas recompensas, cuando toda mi ambición en este mundo era saltar desde Colaba Causeway al puente de un Indiaman que me llevara a casa, y no volver a ver nunca ese sucio y peligroso país en mi vida. Podía darle las gracias a mi buena suerte por haber llegado hasta allí, a ese protegido campamento bajo las rocas de Jupindar, donde descansamos y tomamos licor junto al fuego de Goolab, con el pequeño Dalip dormido en una tienda allí cerca (Goolab se había comportado bastante servilmente con él, pero el real pequeñajo estaba demasiado exhausto para hacer algo más que aceptar fríamente y echarse a dormir), y los lanceros del khalsa desarmados y bajo vigilancia. Se habían tomado aquello sin comentario alguno, toda vez que habían descubierto quién era su captor. Hasta el momento estaba seguro, y todo lo que podía hacer era pasar al otro lado del río e informar del fracaso a Hardinge… seguro que lo disfrutaría.
Para mi sorpresa, dormí profundamente en Jupindar, y después de mediodía Dalip se enteró de que no vendría conmigo al ejército Sirkar, sino que se quedaría un poco con aquel pariente suyo, Goolab Singh, hasta que fuera seguro para él volver a casa con mamá. Yo esperaba una real rabieta, pero se lo tomó bien, sin un solo parpadeo de esos grandes ojos marrones, asintiendo gravemente mientras miraba al campamento, repleto de seguidores de Goolab.
—Sí, ya veo lo que pasa… son muchos y vosotros sólo sois tres —dijo—. ¿Puedo tener mi pistola ahora, Flashman bahadur?
Aquello me conmocionó, lo confieso. No medía ni dos palmos de alto, lo habían sacado disfrazado del palacio de su madre, le habían disparado y perseguido en una noche oscura y fría, le habían dejado en las manos de un rufián de quien no había oído contar nada bueno y todo lo que le importaba era la pistola prometida. Sin duda los príncipes Sindiawalla estaban acostumbrados a los más variados sustos y paseos desde la cuna; Dios sabe lo que llegan a entender los niños, de todos modos, pero me di cuenta de que cualesquiera que fuesen los defectos que desarrollase Dalip Singh en los años venideros, el miedo no sería uno de ellos. Sí, era bastante asombroso. Estábamos aparte de los demás, vigilando de reojo y esperando que Goolab se bebiera su ponche matinal sentado en una alfombra junto a la tienda, y Jassa y Ahmed estaban junto a los caballos. Llamé a Ahmed y saqué la Cooper, y Dalip me miró con los ojos como platos mientras yo descargaba las seis balas. Le mostré el mecanismo y coloqué el cañón en su manecita; tuvo que sujetarlo bien alto para poner sus dedos en el gatillo.
—Ahmed Shah guardará estas balas para vos, maharajá —le dije—, y las cargará cuando las necesitéis.
—¡Lo puedo cargar yo! —dijo su majestad, luchando virilmente con el cañón—. Tengo que tener la pistola cargada, ¡no puedo disparar a los bandidos y badmashes con un juguete vacío!
Le aseguré que no había bandidos por allí, y él me dirigió una mirada de hombre maduro.
—¿Y ese gordo barbudo de ahí, el Dogra a quien has llamado pariente mío? ¡Mangla dice que le robaría el estiércol a una cabra!
Aquello era un buen presagio para la buena marcha de la custodia de Goolab, sin duda.
—Mirad, maharajá, ahora Raja Goolab es vuestro amigo, y os protegerá hasta que volváis a Lahore, que será muy pronto. Y Ahmed Shah se quedará con vos también. Es un soldado del Sirkar, y camarada mío, así que debéis obedecerle en todo —lo cual era exagerar un poco, porque yo apenas conocía a Ahmed, pero era un pathan de Broadfoot, y lo mejor que tenía por el momento. Así que le dije—: Sobre tu cabeza, Yusufzai —y asintió, tocó el pomo de su espada y Dalip le miró entre asombrado y reticente.
—¿Puede ayudarme a disparar la pistola cuando yo quiera? Entonces, vale. Pero ése de la tripa gorda sigue siendo un bandido. Me puede proteger, pero también me puede robar, porque soy pequeño. —Examinaba el Cooper mientras emitía su juicio, sotto voce, sobre el carácter de Goolab, pero metió la pistola en su faja y habló claramente, con su aguda vocecilla—. ¡Regalo por regalo, bahadur! ¡Baja la cabeza!
Sorprendido, me incliné hacia él, y para mi asombro deslizó el pesado relicario de plata de su cuello y pasó la cadena por encima de mi cabeza, y por un momento sus pequeños brazos se estrecharon en torno a mi cuello y me abrazó. Sentí que temblaba y que sus lágrimas mojaban mi cara.
—¡Seré muy valiente! ¡Seré valiente, bahadur! —susurró, sollozando—. Pero debes guardar esto para mí, hasta que vuelva de nuevo a Lahore. —Le dejé en el suelo y él se quedó de pie frotándose los ojos con fuerza, mientras Goolab venía cojeando, para disculparse por interrumpir a su majestad, pero era hora ya que todos nos dispersáramos y siguiéramos nuestros diferentes caminos.
Le pregunté adónde llevaría al maharajá, y me contestó que no más lejos de Pettee, a unos pocos kilómetros de allí, donde sus guerreros se estaban reuniendo; se había traído a cuarenta mil desde Jumoo.
—… por si el Jangi lat necesita ayuda contra esos perros rebeldes del khalsa. Felizmente, podemos cortarles cuando vuelen desde el Sobraon. Entonces —y se inclinó tanto como le permitió su vientre— debemos hacer que su majestad tenga un nuevo ejército de hombres auténticos. —Dalip se tomó esto de buen humor, sin importar lo que hubiera estado pensando.
Era hora de irse. Jassa montó a mi lado y en ese momento supe con toda seguridad que él no había tomado parte en el pequeño complot de Gardner. Parecía tan asombrado como yo de encontrar a Goolab Singh esperando en Jupindar, pero a lo mejor fingía… El hecho de que se volviese cabalgando conmigo era una prueba de su inocencia. Le dirigí un último saludo a Dalip, allí de pie, tan pequeño y tieso, separado del viejo Goolab. Jassa y yo cabalgamos hacia el sur desde las rocas de la montaña Jupindar, con el rabo entre las piernas, como vulgarmente se dice y dos millones de libras en carbón cristalizado en torno a mi cuello.
Era un niño precavido y listo para su edad el joven Dalip, ¿no es cierto? Sabía que Goolab no se atrevería a tocarle, pero sus propiedades eran otro cantar. Si el viejo zorro hubiese olido que el fabuloso tesoro del que Koh-i-noor estaba al alcance de su mano, seguramente habría encontrado su camino hacia Cachemira. Con su infantil inocencia, Dalip me lo había pasado a mí, para que lo salvaguardara…
Yo rumiaba todo aquello mientras trotábamos hacia el sur por el doab en aquella tarde neblinosa, con el Jupindar desvaneciéndose de la vista detrás de nosotros, y el verde distante que señalaba el Satley acercándose poco a poco por delante. Normalmente yo tenía que haber estado decidiendo por dónde cruzar y calculando la distancia a Sobraon, donde finalmente se desataría todo el infierno. Pero tener el objeto más precioso del mundo golpeando contra el estómago de uno concentra la mente de forma maravillosa. No se trata de la espantosa responsabilidad, tampoco. Todo tipo de locas fantasías volaban por mi mente, no eran para tomárselas en serio, ya me comprenden, pero sí que alimentaban ideas absurdas como teñirse el pelo y huir a Valparaíso bajo el nombre de Butterworth y no volver nunca a Inglaterra. Dos millones de libras, ¡por el amor de Dios!
Sí, pero, ¿cómo puede uno disponer de un diamante del tamaño de una mandarina? En Ámsterdam no, desde luego. Probablemente habría tiburones que nos triturarían entre sus mandíbulas… Ya me veía completamente loco, escondido en una buhardilla, parloteando acerca de un tesoro que no me atrevía a vender. Pero si era capaz de hacerlo y desaparecer, ¡Dios!, la vida que podía llevar: posesiones, palacios, lujo por un tubo, pureras de oro y calzoncillos de seda, batallones de esclavos, batallones de mujeres dispuestas, Xanadú, Babilonia, bebida sin límite, placeres…
No más riñones y bistec… ni Elspeth. Se acabaron los días soleados en Lords o los paseos por Haymarket, las cenas de cazadores, el juego de bolos, la lluvia inglesa, la Guardia Montada y los cuartillos de cerveza. ¡Oh, Elspeth, desnuda y saltarina y una jarra de buena cerveza, pan y queso junto a la cama! Todas las joyas de Golconda no pueden comprar eso, ni siquiera suponiendo que uno tuviera el aplomo suficiente para huir con ellas, cosa que yo no tenía. No, apoderarse del Koh-i-noor es como cambiar de bando a mitad del juego. Es algo que uno nunca haría, pero que no dejamos de pensar en hacer.
—¿Por dónde quiere cruzar, teniente? —dijo Jassa, y me di cuenta de que él había estado jurando todo el tiempo desde que dejamos Jupindar, lleno de resentimiento contra Gardner, y yo apenas había escuchado ni una maldita palabra de lo que había dicho. Le pregunté, como buen conocedor del país, dónde estábamos.
—A unos ocho kilómetros al nordeste de Nuggur Ford —dijo—. El paso del Sobraon está a menos de dieciséis kilómetros al este. Mire, aquel humo debe de ser de las líneas sij —señaló al frente, a nuestra izquierda, y en el horizonte, por encima del verdor distante, se podía ver el humo espeso como una niebla oscura—. Podemos explorar el Nuggur, y si no está claro, bajar un poco por el río. —Hizo una pausa—. Al menos usted puede hacerlo.
Algo noté yo en su tono que me hizo volverme en redondo hacia los seis cañones de su pistola. Había parado su caballo a unos pasos detrás de mí, y había una mueca dura y obstinada en su fea cara.
—¿Qué demonios haces? —exclamé—. ¡Guarda esa maldita cosa!
—No, señor —dijo él—. Y ahora tranquilo, porque no quiero hacerle daño. ¡No empiece a gritar ni a tirarse de los pelos! Simplemente quítese esa cajita y la cadena, y tírelos hacia aquí… ¡Deprisa, venga!
Por un momento me había distraído, me había olvidado de que él estaba allí cuando Jeendan le enseñó la piedra a Dalip y la colocó en torno a su cuello, y cuando Dalip me pasó a mí el relicario.
—¡Maldito loco! —grité, medio riendo—. ¡Esto no se puede robar!
—¡No me diga! Ahora, haga lo que le he dicho, ¿me oye?
Yo cabalgaba en el caballo de Ahmed Shah, que tenía dos largas pistolas en las fundas de la silla, pero no podía alcanzarlas. La cosa tenía guasa… ¿no era precisamente eso lo que yo había estado pensando, de forma más académica, desde una hora antes?
—¡Harlan, estás loco! —exclamé—. ¡Venga, hombre, baja esa pistola y razona un poco! ¡Éste es el Koh-i-noor y estamos en el Punjab! No podrás avanzar ni un kilómetro, te ahorcarán…
—¡Señor Flashman, cállese ya! —dijo, y la dura cara con sus espantosas patillas color naranja parecía la de un mono asustado—. Y ahora, señor, o me pasa el objeto por las buenas o…
—¡Un momento! —dije, y levanté la caja de plata pulida con la mano—. Escúchame un momento. Yo no sé cuántos quilates pesa esto, o cómo piensas convertirlo en dinero… ¡Aunque consigas escapar de los sijs, piensa en el ejército británico! Pero hombre, ¡si nada más verlo te pondrán los grilletes!, no puedes esperar vender…
—¡Está acabando con mi paciencia, señor! ¡Olvida usted que conozco este territorio desde miles de kilómetros a la redonda mejor que ningún hombre vivo! ¡Conozco judíos en cada ciudad desde Prome a Bujara que pueden convertir ese pedrusco en veinte trozos más rápido de lo que usted puede escupir! —Se echó atrás el pugaree, impaciente, y levantó la pistola; a pesar de toda su fanfarronería, le temblaba la mano—. No quiero dispararle en la silla, pero lo haré; por lo más sagrado, que lo haré.
—¿Serás capaz? Gardner dijo que eras incapaz de asesinar… pero tenía razón de que eres un ladrón…
—¡Él sí que lo es! —gritó—. ¡Y si le prestó atención, ya sabrá cuál es mi historia! —Hacía muecas como un maníaco—. He perseguido la fortuna durante la mitad de mi vida, cogiendo al vuelo cada oportunidad que se me ha presentado, no voy a perderme ahora la mejor que he tenido nunca. Y puede usted mandar a los británicos y a todo el Punjab detrás de mí, hay que acabar la guerra, y hay más rutas despejadas entre Kabul y Katmandú y Quetta de las que nadie podría pensar nunca… ¡excepto yo! ¡Cuento hasta tres!
Tenía los nudillos blancos, deslicé la cadena por encima de mi cuello, sopesé el relicario un momento y se lo lancé. Él lo cogió por la cadena, sus ojos febriles sin dejar de mirarme ni un segundo, y lo dejó caer dentro de su bota. Su pecho se alzaba con fuerza al respirar, y se pasó la lengua por los labios. El robo de guante blanco no era su estilo, según pude comprobar.
—¡Ahora baje del caballo y mantenga las manos apartadas de esas pistolas! —Yo desmonté, y él vino hacia mi costado y cogió las riendas de mi montura.
—No me dejarás a pie y desarmado, ¡por el amor de Dios! —grité. Hizo retroceder a su caballo, apuntándome todavía, y llevándose mi corcel.
—Está a menos de dos horas del río —dijo, sonriendo—. Llegará sano y salvo. Teniente, hemos tenido nuestros momentos buenos y malos, pero no le guardo rencor. De hecho, casi me da pena separarme de usted… Usted es de los míos, ¿sabe? —Lanzó una aguda risotada—. ¡Por eso no le ofrezco una parte en la Compañía Koh-i-noor!
—No la aceptaría. ¿Cuánto tiempo hace que planeas esto?
—Unos veinte minutos. ¡Tenga… coja esto! —desató el chaggle de la silla de Ahmed y me lo lanzó—. ¡Un día cálido… beba a mi salud!
Arreó al caballo y salió al galope, hacia el norte, con mi montura detrás, dejándome solo en el doab. Esperé a que los matorrales lo ocultaran, y sin más me volví y corrí a toda velocidad en dirección a Nuggur Ford. Había todo un cinturón de bosque por aquel camino, y yo quería ponerme rápidamente a cubierto. Mientras corría, mantuve todo el rato la mano apretada contra mi costado, sintiendo el tranquilizador bulto del Koh-i-noor bajo mi faja. Puedo soñar despierto en ocasiones, pero cuando llevo objetos de valor incalculable en compañía de tipos como el doctor Josiah Harlan, los aparto de su alcance en la primera ocasión, pueden estar seguros.
Si él hubiera tenido el sentido común de abrir el relicario, habría sido otra historia. Pero si él hubiera mostrado algo de sentido común, no se habría visto reducido a hacer recados para Broadfoot, eso para empezar. El hecho es que a pesar de toda su experiencia en maldades, Jassa era un aprendiz. El Hombre que Quiso Reinar… pero no lo hizo.
El otro día, mi pequeña sobrina-nieta Selina —ese encanto cuya conducta licenciosa casi me llevó a cometer un crimen en Baker Street, aunque eso forma parte de otra historia—, me dijo que no podía soportar a Dickens porque sus libros estaban llenos de coincidencias. Yo le repliqué contándole lo del tipo que perdió un rifle en Francia y se tropezó con él en el África oriental veinte años después,[131] y añadí a más abundancia el relato de mi propia y extraña experiencia después de separarme de Harlan en el doab. Aquello fue coincidencia, si quieren, y condenada suerte también, buena y mala a la vez, porque aunque me salvó la vida, también me situó en el centro mismo del último acto de la guerra del Punjab.
Una vez que alcancé esa especie de cinturón de selva, riendo entre dientes al pensar en el momento en que Jassa se detuviera a relamerse ante su botín, me eché al suelo. Aunque él averiguara que había sido burlado, nunca se atrevería a volver a buscarme, así que decidí quedarme allí y cruzar el río cuando cayese la noche. Con mi atuendo de Kabul podía pasar bastante bien por un gorrachar, pero cuanto menos me viesen, mejor, así que planeé dejar mi refugio un par de horas antes de oscurecer, deslizarme hacia el río, cruzarlo a nado (no tenía ni cuatrocientos metros de ancho) y quedarme en la otra orilla hasta que se hiciese de día.
Empezó a llover fuertemente por la tarde, por lo que me alegré mucho de tener un refugio, y sólo cuando empezó a oscurecer me aventuré a salir a un camino de tierra que conducía hacia el Satley. Éste cruzaba un bosquecillo, y yendo yo tranquilamente por él, ansioso de ver por fin el río, di la vuelta a un recodo y allí, a menos de veinte metros delante de mí, se encontraba un pelotón de caballería regular del khalsa, con sus caballos atados y un fuego encendido. Era demasiado tarde para retroceder, así que me dirigí a ellos, dispuesto a pasar a su lado y saludarles, y sólo cuando estuve casi encima de ellos vi seis o siete cuerpos que colgaban de los árboles en el bosque. Retrocedí con la natural alarma…, aquello resultó fatal. Ya me estaban mirando, y alguien gritó una orden, y antes de que me diera cuenta ya me habían cogido unos sonrientes sowars y me habían llevado a presencia de un robusto daffadar[132] que estaba de pie ante el fuego, un pote de rancho en la mano y la casaca desabrochada. Me miró con malevolencia, quitándose migas de la barba.
—¡Otro de esos! —dijo—. ¿Eres de los gorracharra? ¡Sí, un despreciable desertor! ¿Qué cuento nos vas a contar?
—¿Cuento, daffadar sahib? —dije yo, asombrado—. ¡Ninguno! Yo…
—¡Vaya, esto es un cambio! ¡La mayoría de vosotros tenéis a vuestras madres muy enfermas! —Ante lo cual sus sicarios soltaron unas risotadas—. ¿Dónde está tu caballo? ¿Y tus armas? ¿Y tu regimiento? —De repente apartó el pote a un lado y me abofeteó la cara, de un lado y del otro—. ¡Por tu honor, cobarde villano!
Por un momento aquello conmocionó mis sentidos, y estaba empezando a balbucear cosas sin sentido sobre un asalto por unos bandidos cuando me golpeó de nuevo.
—¿Así que te han robado? ¿Y te han dejado esto? —cogió el cuchillo persa de mango de plata de mi bota—. ¡Mentira! ¡Eres un desertor! ¡Como esos cerdos de ahí! —señaló con el pulgar a los cuerpos colgantes, y vi que la mayoría de ellos llevaban algunos restos de uniforme—. ¡Bueno, puedes volver con ellos de nuevo, carroña! ¡Colgadle!
Fue tan súbito y brutal, tan imposible… Yo no sabía que llevaban semanas cazando a los desertores de la mitad de los regimientos del khalsa, colgándoles inmediatamente sin cargos, y no digamos nada de juicios. Me arrastraron hacia los árboles antes de que pudiera reaccionar, y sólo había una manera de detenerles.
—Daffadar —grité—, estás bajo arresto por asaltar a un oficial superior e intentar asesinarlo! ¡Yo soy Katte Khan, capitán y ayudante del Sirdar Heera Sing Topi, de la división de la corte! —Era éste un nombre que recordaba de hacía meses, el único que me vino a la mente—. ¡Tú! —le espeté al sowar con los ojos abiertos como platos que me sujetaba el brazo izquierdo—. ¡Quita tu asquerosa mano de encima de mí o te mato! ¡Yo os enseñaré a ponerme las manos encima, malditos bandidos Povinda!
Esto les paralizó, como suele pasar siempre con la voz de la autoridad. Me soltaron en un santiamén, y el daffadar, con la boca abierta, incluso empezó a abrocharse la casaca.
—No somos de la división Povinda…
—¡Silencio! ¿Dónde está tu oficial?
—En el pueblo —dijo él, hoscamente, y sólo medio convencido—. Si eres quien dices…
—¡Cómo que si soy! ¡Demuéstrame que no es verdad! —Dejé caer mi voz de un grito a un susurro, lo cual siempre les impresiona—. Daffadar, yo no acostumbro a explicarme con los barrenderos de la alcantarilla! ¡Trae a tu oficial … jao!
Ahora se convenció.
—Te llevaré ante él, capitán sahib…
—¡Tráelo aquí! —rugí yo, y él dio un salto hacia atrás y envió a uno de los sowars al galope, mientras yo me, volvía sobre mis talones dándoles la espalda, para que no pudieran ver que estaba temblando como una hoja. Había sido todo tan rápido, libre un momento, condenado al siguiente, que no había tenido tiempo para sentir miedo, pero ahora estaba a punto de desmayarme. ¿Qué le iba a decir al oficial? Me estrujé los sesos… y cuando quise darme cuenta ya oí el sonido de los cascos, y me volví para ver llegar a la coincidencia, galopando hacia mí.
Era un joven sij alto y de aspecto atractivo, con su casaca amarilla manchada por semanas de campaña. Desmontó, preguntando al daffadar qué demonios pasaba, saltó de la silla y caminó hacia mí… Para mi consternación le reconocí y cualquier esperanza de mantener mi impostura desapareció. Porque había muchas probabilidades de que él me reconociera también, y si lo hacía… Un pensamiento loco me asaltó de repente, y antes de que él pudiera hablar me levanté, le saludé y con mis modales más corteses le pedí que enviara a sus hombres lejos para que no pudieran oírnos. Mi estilo seguramente le impresionó, porque les hizo señas de que se alejaran.
—Sardul Singh —dije yo tranquilamente, y él se sobresaltó—, soy Flashman. Usted me escoltó desde Firozpur a Lahore hace seis meses. Es vital que estos hombres no sepan que soy un oficial británico.
Dio un respingo y se acercó un poco, escudriñándome en la oscuridad.
—¿Qué demonios está usted haciendo aquí?
Respiré hondo y recé en silencio.
—Vengo de Lahore… de la maharaní. Esta mañana estaba con Raja Goolab Singh, que ahora está en Pettee, con su ejército. Iba de camino al Malki lat, con mensajes de la mayor importancia, cuando por mala suerte estos tipos me han tomado por un desertor… Gracias a Dios que es usted quien…
—¡Espere, espere! —dijo él—. ¿Viene de Lahore con una embajada? Entonces, ¿por qué ese disfraz? ¿Por qué…?
—Los enviados no llevan uniforme estos días —repliqué yo, e inventé un cuento sobre la marcha—. Mire, no debería decírselo, pero… ¡hay negociaciones secretas en curso! ¡No puedo explicárselo, pero el futuro del Estado depende de ellas! Debo pasar el río sin dilación… Las cosas están en una situación muy delicada, y mis mensajes…
—¿Dónde están?
—¿Dónde?, por el amor de Dios, no están escritos. ¡Están aquí! —me di un golpecito en la cabeza, lo cual estarán de acuerdo conmigo en que fue un gesto adecuado.
—Pero tendrá algún salvoconducto, ¿verdad?
—No, no; no puedo llevar nada que pueda traicionarme. Es un asunto muy confidencial, ya me comprenderá. Créame, Sardul Singh, cada minuto es un tiempo precioso. Tengo que cruzar secretamente hacia…
—Un momento —dijo él, y mi corazón se detuvo, porque aunque la joven cara no mostraba sospechas, era condenadamente listo—. Si debe pasar sin ser visto, ¿por qué se ha acercado tanto a nuestro ejército? ¿Por qué no ir por Hurree-kee, o al sur por Firozpur?
—¡Porque Hardinge sahib está con el ejército británico al otro lado de Sobraon! ¡Tengo que ir por este camino!
—Pero usted podía haber cruzado más allá de nuestras patrullas, perdiendo poco tiempo —reflexionó, frunciendo el ceño—. Perdóneme, pero usted tiene que ser un espía. Hay muchos que están explorando nuestras líneas.
—Le doy mi palabra de honor de que no soy un espía. Lo que digo es verdad… Si usted me retiene, estará condenando a muerte a su ejército y al mío, y a su país a la ruina.
Por Dios, lo estaba poniendo muy negro, pero mi única esperanza era que, siendo un aristócrata bien educado, conociera la desesperada intriga que estaba en curso y los tratos que se tejían en aquella guerra… Si me creía, sería un subalterno muy imprudente si retenía a un correo diplomático con un cometido tan vital. Sin embargo, las mentes de los subalternos recorren siempre unos caminos trillados, y la suya no era un excepción: enfrentado a una decisión importante, mi vivaz escolta del camino de Lahore se había convertido en un Esclavo del Deber… y la Seguridad.
—¡Esto me supera! —sacudió su atractiva cabeza—. Debe de ser como usted dice, ¡pero no puedo dejarle marchar! No tengo autoridad. Mi coronel tendrá que decidir…
Hice un último y desesperado intento.
—¡Eso sería fatal! ¡Si trasciende algo de las negociaciones, estamos condenados al fracaso!
—No hay miedo de que ocurra eso, mi coronel es hombre de confianza. Él sabrá qué hacer. —Había alivio en su voz ante el pensamiento de pasarle la patata caliente a una autoridad superior—. ¡Sí, eso será lo mejor, iré yo mismo tan pronto como acabe nuestra guardia! Puede quedarse aquí, para que si decide liberarle pueda seguir sin problemas, y así habrá perdido poco tiempo.
Yo lo intenté de nuevo, insistiendo en la necesidad de actuar con rapidez, implorándole que confiase en mí, pero no había nada que hacer. El coronel debía pronunciarse, y mientras él trotaba de vuelta a su destacamento en el pueblo, yo debía esperar bajo custodia del furioso daffadar y sus compañeros, resignados. ¡Qué mala suerte había tenido, cuando ya estaba casi a salvo! Porque me importaba un pimiento si su coronel creía mi descabellada historia o no… Nunca me dejaría seguir mi camino sin recurrir a instancias más altas aún, y Dios sabe cómo podía acabar aquello. No se habían atrevido a maltratarme, en vista del cuento que les había contado; aunque ellos no lo creyeran, no estarían tan locos como para fusilarme por espía, en un momento de la guerra como aquel, seguramente… alguno de aquellos fanáticos akalis estaban tan sedientos de sangre que eran capaces de cualquier cosa…
Con tan alegres reflexiones me dispuse a esperar en aquel húmedo y pequeño campamento —porque volvía a llover a cántaros de nuevo—. El coronel se había ausentado sin permiso, o Sardul perdía un montón de tiempo mordiéndose las uñas con indecisión, porque no regresó hasta la madrugada. Agotado por la humedad y la desesperación, yo me había sumido en un leve sopor, y cuando Sardul me sacudió el hombro, por un momento no le reconocí.
—¡Todo está bien! —gritó, y por un condenado segundo pensé que me iba a dejar seguir mi camino—. He hablado con el coronel sahib, y le he contado… lo de su deber diplomático. —Bajó la voz, mirando a nuestro alrededor a la luz del fuego—. El coronel sahib piensa que es mejor que no le vea personalmente —otro irresponsable estúpido forjado en la Academia Militar, estaba claro—. Dice que es un tema de alta política, así que tengo que llevarle ante Tej Singh. ¡Vamos, tengo un caballo para usted!
Si me hubiera dicho que me iban a mandar con permiso a Ooti me habría sentido menos asombrado, pero las siguientes palabras procuraron la explicación:
—El coronel sahib dice que como Tej Singh es comandante en jefe, seguramente sabrá algo de esas negociaciones secretas, y podrá decidir lo que se debe hacer. Y como está en el campamento que hay debajo de Sobraon, podrá mandarle a usted al Malki lat con la mayor prontitud posible. En realidad, será más rápido que si le dejamos ir ahora.
Me había metido yo solito en un fenomenal lío… Sobraon, el corazón del maldito khalsa. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho? Cuando uno está a punto de ser colgado, dice lo primero que le viene a la mente, y yo tenía que decirle algo a Sardul. Podía haber sido peor. Al menos con Tej estaría a salvo, y él me enviaría de vuelta a Hardinge con rapidez… Bandera blanca, un rápido trote por tierra de nadie, y de nuevo en casa a tiempo para el desayuno. Sí, con tal de que los perros de la guerra no salieran aullando de la perrera entretanto… ¿Qué había dicho Goolab? «Como mucho un día o dos» antes de que Gough ataque las líneas del khalsa en la última gran batalla…
—Bueno, salgamos, ¿de acuerdo? —grité, dando un salto—. Cuanto antes mejor. ¿A qué distancia está? ¿llegaremos antes de que se haga de día?
Dijo que estaba a pocos kilómetros junto a la orilla del río, pero como en aquel camino había mucho tráfico militar, sería mejor dar un rodeo en torno a sus posiciones (y evitar que el condenado Flashy espiara el terreno, como ven). Aun así, deberíamos estar allí poco después del amanecer.
Salimos en la oscuridad lluviosa, el pelotón entero: él no estaba dispuesto a dejarme escapar, y mi brida estaba atada firmemente al pomo del daffadar. Aquello estaba muy oscuro, y no había esperanza de que saliera la luna con aquel tiempo, así que íbamos sólo un poco más deprisa que al paso, y al cabo de un rato yo ya había perdido toda noción de tiempo y dirección. Era mi segunda noche en la silla, y estaba cansado, dolorido, empapado y aterrorizado, y a cada instante daba una cabezada sólo para despertarme sobresaltado, cogiéndome a las crines para no caerme. A qué distancia fuimos antes de que el espeso chaparrón cesase y el cielo empezase a iluminarse, no se lo sabría decir, pero finalmente pudimos ver el doab ante nosotros, con fantasmas· de vapor suspendidos pesadamente sobre los arbustos. Delante, unas pocas luces brillaban débilmente, y Sardul tiró de las riendas: «Sobraon».
Pero era sólo el pueblo de ese nombre, que se encuentra a un par de kilómetros al norte del río, y cuando lo alcanzamos tuvimos que doblar abruptamente a la derecha para acercarnos a las posiciones de reserva del khalsa de la orilla norte, más allá de las cuales el puente de barcazas conectaba el Satley a las principales fortificaciones sijs en la orilla sur, rodeadas por el ejército de Gough. Llegamos y nos aproximamos a la retaguardia de las líneas de reserva. Las hogueras iluminaban débilmente y dejaban vislumbrar unas grandes masas de sombras por delante. Podía ver las trincheras a cada lado, con emplazamientos de cañones pesados dirigidos hacia el río, que estaba todavía fuera de la vista, delante de nosotros. Atravesamos un verdadero barrizal trotando hasta las líneas, unas trompetas dieron el toque de alerta y los tambores sijs empezaron a redoblar. Las tropas hormigueaban en las trincheras, y de todas partes a nuestro alrededor llegaba el clamor y la conmoción de un ejército, como un gigante despertando de su sueño.
Cuando los tambores y trompetas les llamaban no sabían, ni yo tampoco, que aquél era el último despertar del khalsa. Pero al entrar en la última línea de retaguardia, de alguna parte lejos de allí, más allá de la sábana gris que cubría la costa norte delante de nosotros, llegó otro sonido, asombroso por su carácter repentino: el estampido de los cañones haciendo eco a lo largo del valle del Satley, un rugido de continuas explosiones que sacudían el suelo bajo los pies y reverberaban a través de la niebla de la mañana. Más allá de nuestra vista, en la costa sur, un viejo irlandés con una guerrera blanca estaba golpeando su shillelagh[133] a la puerta del khalsa, y con el corazón encogido me di cuenta de que había llegado demasiado tarde. La batalla de Sobraon había empezado ya.