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Pasaron ocho meses sin que yo volviera a dedicar un solo pensamiento al críquet, pero debo decir que aunque hubiéramos tenido un verano resplandeciente desde octubre a marzo, de todos modos habría estado demasiado ocupado. No se puede vivir un asunto apasionado con Lola Montes, máxime si uno se pelea con Otto Bismarck —que era lo que estaba haciendo yo aquel otoño— y además tener tiempo para el deporte. Además, en aquella época mi fama estaba en su apogeo, debido a mi visita a palacio por la medalla de Kabul. En consecuencia, me solicitaban en todas partes, y Elspeth, en su afán de cumplir con las atenciones públicas, procuró que yo no tuviera ni un momento de paz: bailes, fiestas, recepciones y ni un solo condenado minuto para correrme una buena juerga. Era espléndido, por supuesto, eso de ser el león del momento, pero decididamente agotador.
Ocurrieron pocas cosas de importancia para mi historia, excepto que el obstinado don Solomon Haslam tuvo un papel cada vez más activo en nuestras hazañas invernales. Era un tipo raro, decididamente raro. Nadie, ni siquiera sus antiguos compañeros de Eton, parecían saber demasiado de él, salvo que era una especie de nabab, con conexiones en Leadenhall Street, bien recibido en sociedad, donde su dinero y sus modales lo conseguían todo. Parecía estar en el ajo dondequiera que fuese: embajadas, casas elegantes, deportes, incluso en cenas políticas. Era amigo de Haddington y de Stanley por un lado y de bribones como Deaf Jim Burke y Brogham por el otro. Una noche podía estar cenando con Aberdeen[9] y la siguiente en Rosherville Gardens o los Cider Cellars, y tenía la secreta virtud de llevar la voz cantante en todos los terrenos; si quería uno saber qué había detrás de los motines de los peajes, o el cuento de los pantalones de Peel, había que preguntarle a Solomon; sabía los últimos chistes acerca de Alice Lowe o de la columna de Nelson, podía decirte por anticipado cosas del nuevo premio de Ascot, y se tocaban y cantaban canciones de La chica bohemia en su salón meses antes de que la ópera se representase en Londres.[10] Y no es que fuera un chismoso o un murmurador; simplemente que él sabía todo lo que había que saber de cualquier tema que se tocase en la conversación.
Tendría que haber sido detestable, pero curiosamente no lo era, porque no se daba aires de superioridad. Sus fiestas, en su casa de Brook Street, eran sonadas. Dio una fiesta china que se dijo que había costado veinte mil libras y fue la comidilla durante semanas. Su aspecto era lo que las damas llamaban romántico —ya les he hablado del pendiente, con eso basta—, pero con todo, se las arreglaba para parecer modesto y sencillo. Podía ser encantador, tengo que reconocerlo, porque tenía el don sincero del halago, que consiste en mostrar el interés más amable... y, por supuesto, tenía dinero para fundir.
Yo no le tomaba demasiado en serio, por mi parte. Él hizo un esfuerzo extraordinario para ser amable conmigo, y una vez que me convencí de que su entusiasmo por Elspeth probablemente no iría más lejos, le toleré. Ella estaba dispuesta a flirtear con cualquiera que llevara pantalones... y más que flirtear, sospechaba, pero había lujuriosos capitanes de los que yo desconfiaba mucho más que de aquel Solomon. También de aquel maldito Watney, por ejemplo, y del lascivo esnob de Ranelagh, e incluso del joven Conyngham, que bebía los vientos por ella. Pero Solomon no era conocido como vicioso; que se supiera, ni siquiera tenía querida, y no causaba estragos ni en Windmill Street ni en ninguno de «mis» lugares predilectos. Otra cosa extraña: no probaba el licor, en ninguna de sus formas.
Lo más extraño de todo, sin embargo, fue la forma en que mi suegro entró en contacto con él. Durante aquel invierno, el viejo Morrison venía de vez en cuando al sur desde su hogar en Paisley para castigarnos con su presencia y quejarse de los gastos. Durante una de esas visitas, Solomon comió con nosotros. Morrison echó un vistazo al elegante corte de su chaqueta y sus patillas Newgate y murmuró algo acerca de «otro perfumado petimetre con más dinero que sentido común», pero antes de que la cena hubiese acabado, Solomon le tenía comiendo de su mano.
El viejo Morrison había iniciado una de sus habituales peroratas acerca del estado de la nación, así que durante el primer plato tuvimos sopa de pollo con puerros, pescado con salsa de ostras e impuesto sobre la renta, todo mezclado con albondiguillas de pollo, costillas de cordero y el Acta de Minería, seguido por un segundo plato de venado al borgoña, fricasé de buey y corredores de bolsa, y por fin helado de uva, tarta de arándanos e Irlanda de postre. Luego las damas (Elspeth y la amante de mi padre, Judy, a quien Elspeth tenía mucho cariño, Dios sabe por qué) se retiraron, y con el oporto tuvimos huelgas de mineros y el declive general del país.
Temas apasionantes todos ellos, y mi viejo se durmió en su silla mientras Morrison peroraba acerca de la iniquidad de esos sinvergüenzas de mineros que ponían pegas a que sus niños arrastrasen vagonetas desnudos por los túneles durante sólo quince horas al día.
—Es la infame Comisión Real —gritaba—. Están haciendo mucho daño... ah, y esto se va a contagiar, ya lo verán. Si los niños por debajo de la edad de diez años no pueden trabajar bajo tierra, ¿cuánto tardarán en prohibirles trabajar en las fábricas?, ¿pueden decírmelo? ¡Maldito sea ese mequetrefe de Ashley! «Educadles», dice. ¡Ya los he educado yo! Y luego vendrá el Acta de Manufactura... eso será lo próximo.
—La enmienda no se aprobará antes de dos años —dijo Solomon tranquilamente, y Morrison le miró ceñudamente.
—¿Cómo lo sabe?
—Es obvio. Tenemos el Acta de la Minería, que es todo lo que el país puede digerir por el momento. Pero el acortamiento de horas llegará... probablemente dentro de dos años, o puede ser que dentro de tres. El informe del señor Horne lo procurará.
Su tranquila certidumbre impresionó a Morrison, que no estaba acostumbrado a que le dieran lecciones sobre negocios. Sin embargo, la mención del nombre de Horne le sacó de quicio de nuevo... Creo que dijo que iba a publicar un documento sobre el empleo infantil que inevitablemente conduciría a la bancarrota a todos los empresarios que se lo merecieran, como mi suegro, con cerveza gratis y vacaciones para los pobres, una rebelión de los trabajadores y la invasión de los franceses.
—No tanto, no tanto —sonrió Solomon—. Pero su informe levantará una tormenta, eso es seguro. Lo he hojeado un poco.
—¿Lo ha visto? —exclamó Morrison—. ¡Pero si no aparecerá hasta Año Nuevo! —le miró furioso durante un momento—. Está muy bien informado, señor —bebió con ansia un trago de oporto—. ¿Y pudo conseguir... quiero decir si tuvo la oportunidad de ver si aparecía alguna mención a Paisley, quizá?
Solomon no estaba seguro, pero dijo que había algunas cosas estremecedoras en el informe: niños atados y azotados sin miramientos por los capataces, enviados desnudos por las calles cuando llegaban tarde; en una fábrica incluso les clavaban clavos en las orejas por trabajar mal.
—¡Eso es mentira! —tronó Morrison, golpeando la mesa con su vaso—. ¡Una maldita mentira! ¡Nunca se le ha puesto la mano encima a un niño en nuestra casa! Dios mío... si tienen rezo a las siete, y se les da un vaso de leche y algo para la cena... ¡todo de mi bolsillo! Incluso un metro de tela, a veces, como regalo, y yo casi me vuelvo loco por la cantidad de robos...
Solomon le calmó diciendo que estaba seguro de que las fábricas de Morrison eran el paraíso terrenal, pero añadió muy serio que entre el informe de Horne[11] y la inactividad general de los negocios, él no preveía demasiadas ganancias para los fabricantes en los años venideros. Inversiones en ultramar, ahí estaba el futuro. Los hombres que conocieran sus negocios (como él, por ejemplo) podían ganar millones cada año en Oriente, y aunque Morrison hacía muecas de desprecio, y llamó a aquello charla propagandística, se notaba que estaba interesado a pesar de todo. Empezó a hacer preguntas, y a discutir, y Solomon tenía todas las respuestas prontas; yo encontraba todo aquello mortalmente aburrido y les dejé charlando, con mi viejo roncando y eructando en la cabecera de la mesa: los ruidos más inteligentes que había oído yo en toda la noche. Pero después, el viejo Morrison observó que el joven Solomon tenía la cabeza sobre los hombros y que era bastante rico y un tipo formal, y no como otros que dedicaban su tiempo a vagabundear y emborracharse, y vivían a costa de sus mayores, etc.
Como resultado de estas conversaciones, don Solomon Haslam fue un visitante más asiduo que antes, dividiendo su tiempo entre Elspeth y su padre, que es una variación perversa, me parece a mí. Siempre estaba hablando de comercio con el Lejano Oriente con Morrison, apremiándole a que se metiera en él: incluso sugirió que el viejo bastardo debía hacer un viaje para ver aquello por sí mismo, lo cual yo habría secundado a gusto, sin que nadie indicase lo contrario. Me pregunté si quizá Solomon era algún charlatán que trataba de estafarle al viejo sinvergüenza unos cuantos miles. Me hubiera encantado. De todos modos, ellos se llevaban muy bien, y como Morrison en aquella época estaba expandiendo sus negocios, y Haslam estaba muy bien relacionado en la City, me atrevo a decir que mi querido pariente encontró útil la asociación.
Así pasaron el invierno y la primavera, hasta que en junio recibí dos cartas: Una era de mi tío Bindley, de la Guardia Montada, para decir que estaba negociando procurarme un puesto de lugarteniente en la Caballería Real; este gran honor, se apresuraba a puntualizar, se debía a mi heroicidad afgana, no a mi posición social, que en su opinión era insignificante. Él provenía de la rama Paget de la familia y nos despreciaba a nosotros, los Flashman comunes, con lo cual mostraba que tenía más sentido común que buenos modales. Me sentí bastante halagado por estas noticias, e igualmente entusiasmado por la otra carta, que procedía de Alfred Mynn y me recordaba su invitación para jugar en su equipo informal en Canterbury. Yo había jugado un poco con los Montpeliers en el viejo campo de Beehive y estaba en forma, así que acepté de inmediato. Sin embargo, no fue estrictamente por el críquet. Yo tenía tres buenas razones para querer estar fuera de la ciudad por entonces. Primera, acababa de ser el instrumento del fracaso de Lola Montes en la escena de Londres,[12] y tenía razones para creer que la muy zorra me buscaba con una pistola. Ella estaba dispuesta a todo, ya saben, incluyendo el asesinato. En segundo lugar, una mujer acróbata con quien me había acostado pretendía estar embarazada, y pedía compensación con lágrimas y amenazas. Y en tercer lugar, recordé que la señora Lade, la amiguita del duque, iba a estar en Canterbury para la Semana de Críquet.
Así que, como pueden ver, un cambio de escenario era justamente lo que necesitaba el viejo Flashy. Si yo hubiera sabido de qué tipo de cambio se trataba, le habría pagado lo que pedía a la acróbata, habría dejado que la señora Lade se fuera al infierno y habría permitido a la Montes que me disparara por la espalda... Aun así me habría considerado afortunado. Pero no podemos prever el futuro, gracias a Dios.
Intentaba irme a Canterbury yo solo, pero una semana antes se me ocurrió mencionar mi viaje a Haslam, en presencia de Elspeth, e inmediatamente él dijo: «Estupendo». Era muy aficionado al críquet también, y alquilaría una casa durante aquella semana. Teníamos que ser sus invitados, él daría una fiesta y convertiríamos todo aquello en unas estupendas vacaciones. Así era él, los gastos no le importaban en modo alguno. Al punto Elspeth estaba palmoteando y prometiéndoselas muy felices con los picnics y bailes y toda clase de reuniones sociales.
—¡Oh, Don, qué maravilla! —gritó—. Bueno, será divertidísimo, y además Canterbury es un lugar de lo más selecto, creo yo. Sí, allí hay un regimiento; pero, ¿qué me voy a poner? Hay que llevar un estilo diferente fuera de Londres, especialmente si las comidas son al aire libre, y las fiestas nocturnas seguro que serán también fuera... ¡ah!, ¿y qué pasará con el pobre y querido papaíto?
Yo debería haber añadido que otra de las razones de mi partida de Londres era apartarme del viejo Morrison, que todavía estaba infestando nuestra casa. De hecho, se había puesto enfermo en mayo... mortalmente enfermo, por desgracia. Él decía que era por el exceso de trabajo, pero yo sabía que era la comisión del informe del empleo infantil que, como don Solomon había vaticinado, estaba causando una gran conmoción antes incluso de aparecer, porque probaba que nuestras fábricas eran mucho peores que las minas de sal de Siberia. No se daban nombres, pero seguían haciéndose preguntas en los Comunes; Morrison estaba aterrorizado de que en cualquier momento pudiera verse expuesto como el cerdo esclavista que era en realidad. Así que el pequeño villano se había metido en la cama con un complejo de culpabilidad nerviosa, y pasaba el tiempo maldiciendo a los comisionados, regañando a los sirvientes y apagando las velas para ahorrar dinero.
Por supuesto, Haslam dijo que él venía con nosotros; el cambio de aires le haría mucho bien. Yo personalmente creía que lo que necesitaba el viejo pelmazo era un cambio «total» de aires, pero no podía hacer nada al respecto, y como mi primer partido con la gente de Mynn era un lunes por la tarde, se convino en que el grupo emprendería el viaje el día anterior. Me las arreglé para librarme del viaje ese alegando que tenía asuntos que resolver. De hecho, el joven Conyngham había reservado una habitación en el Magpie para una ejecución el lunes por la mañana, pero no se lo conté a Elspeth. Don Solomon escoltó al grupo a la estación para coger el tren especial en el que había reservado asientos. Elspeth llevaba baúles y bolsas de mano suficientes para establecer una nueva colonia, el viejo Morrison iba envuelto en mantas, quejándose sobre la iniquidad de viajar en tren el día del Señor, y Judy, la querida de mi padre, lo miraba todo con una sonrisita maliciosa.
Ella y yo no cambiábamos ni una palabra por aquel entonces. Yo me la había trabajado alguna vez en los viejos tiempos, cuando el viejo no miraba, pero ella se negó y tuvimos una buena bronca, con gritos y todo, en la cual le puse un ojo morado. Desde entonces, estábamos en términos de civilizado desprecio, por bien del viejo, pero como a él lo habíamos llevado de nuevo hacía poco al sanatorio para que le expulsaran del cerebro los bichitos del alcohol, Judy dedicaba su tiempo a hacer compañía a Elspeth. Oh, sí, éramos un grupito de lo más convencional, claro que sí. Ella era una buena pieza, y yo le apreté un poco el muslo para fastidiarla cuando la ayudaba a subir al tren. Obtuve una mirada que helaba la sangre y les dije adiós, prometiéndoles que nos reuniríamos en Canterbury al mediodía del día siguiente.
Ya he olvidado a quién colgaban el lunes, y no importa en absoluto, pero fue el único ahorcamiento de la prisión de Newgate que llegué a presenciar, y después tuve un encuentro que forma parte de mi relato. Cuando llegué al Magpie el domingo por la noche, Conyngham y sus amigos no estaban allí, porque se habían acercado a la capilla de la prisión a ver cómo esperaba el condenado su último servicio. No me perdí gran cosa, al parecer, porque cuando volvieron gritaban que aquello había sido un aburrimiento mortal: el capellán rezaba monótonamente y el asesino estaba sentado en la celda hablando con el carcelero.
—Ni siquiera le obligaron a sentarse en su ataúd —exclamó Conyngham—. Pensaba que siempre les ponían: el ataúd en la celda a su lado... ¡Maldita sea, Beresford, tú me dijiste que lo hacían!
—Bueno, aun así, no se ve todos los días a un tipo que asiste a su propio funeral —dijo otro—. ¿No te gustaría tener un aspecto tan vivaracho en tu funeral, Conners?
Después de esto, se sentaron todos a jugar y beber, con una cena fría que duró toda la noche y, por supuesto, llegaron también las chicas, unas putas de Snow Hill que yo no habría tocado ni con un palo largo. Me divertía ver que Conyngham y los otros tipos jóvenes estaban en un raro frenesí de excitación, algo febril, mientras bebían y se dedicaban a las chicas, y todo porque iban a ver morir a un tipo. Aquello no me afectaba nada a mí, que había visto ahorcamientos, decapitaciones, crucifixiones y Dios sabe cuántas cosas más en mis viajes por esos mundos de Dios; mi interés estaba en ver a un malhechor inglés estirar la pata frente a una multitud inglesa, así que mientras tanto me instalé para jugar al écarté con Speedicut, y le embauqué bien hasta desplumarle del todo antes de medianoche.
A esas horas, la mayor parte de la compañía estaba borracha o roncando, pero no hubo mucho tiempo para dormir; precisamente antes de amanecer llegaron los esbirros a levantar el patíbulo, y el follón que armaron en la calle, mientras hacían su trabajo, despertó a todo el mundo. Conyngham recordó entonces que tenía un permiso especial del sheriff, así que todos echamos a correr a Newgate para echar un vistazo al tipo en la celda de los condenados, y recuerdo cómo aquel grupo borracho y pendenciero se quedó silencioso una vez que estuvimos en el patio de Newgate, con aquellas blancas y húmedas paredes que se elevaban a cada lado. Nuestros pasos resonaban huecos en los pasadizos de piedra, respirando agitados y susurrando mientras el carcelero sonreía y ponía los ojos en blanco para que Conyngham sintiera que había empleado bien su dinero.
Yo creo que aquellos jóvenes petimetres no se convencieron, sin embargo, porque todo lo que vieron al final fue a un hombre que yacía dormido en su banco de piedra, con el carcelero descansando en un colchón junto a él; uno o dos de nuestro grupo, después de recobrar su ánimo, querían despertarle, con la esperanza de ver si deliraba o se ponía a rezar, supongo; Conyngham, que era el más bruto de todos, rompió una botella en los barrotes y rugió al tipo que se moviera, pero él se volvió del otro lado y un tipo pequeño, como un sacristán, con ropa negra y un alto sombrero, se acercó enfurecido para echarnos.
—¡Sabandijas! —gritó, golpeando con el pie el suelo y con la cara roja—. ¿No tienen decencia? ¡Dios bendito, y éstos figura que son los líderes de nuestra nación! ¡Malditos, malditos sean, váyanse al infierno! —desbarraba por los cuatro costados debido a la furia que le dominaba, y juró al carcelero que perdería su puesto; él echó fuera por las buenas a Conyngham, pero a nuestro chico duro ni le afectó. Cuando se le devolvió insulto por insulto, echó una carrera hacia el cadalso, que ya estaba levantado a esa hora, con sus negras vigas, sus barandillas y todo, y se las arregló para bailar sobre la trampilla antes de que los escandalizados trabajadores le echaran.
Sus compañeros le recogieron, riendo y lanzando vítores, y lo devolvieron al Magpie; la multitud que iba reuniéndose en el cálido amanecer estival reía mientras avanzábamos hacia allí, aunque había algunas miradas torvas y gritos de: «¡Vergüenza!». Los primeros vendedores ambulantes de comestibles anunciaban a gritos sus mercancías en la calle, y los vendedores de patíbulos en miniatura y ejemplares de la confesión de Courvoisier y trozos de cuerda del último ahorcamiento (cortados de las existencias de algún tendero aquella misma mañana, de eso pueden estar seguros) estaban tomando su desayuno en la habitación común del Lamb y el Magpie, esperando que llegase más gente. Se estaba congregando una multitud de carteristas y prostitutas, y en algunas ventanas empezaron ya algunas fiestas familiares, convirtiendo aquello en un picnic. Los cocheros colocaban sus vehículos contra las paredes y ofrecían precios de ventaja a seis peniques por persona; los almaceneros y porteadores que tenían negocios que hacer maldecían a los que obstruían su trabajo, y los policías paseaban arriba y abajo en parejas, moviéndose entre los mendigos y borrachos, manteniendo sus fríos ojos fijos en los ladrones y rateros más conocidos. Un tipo de aspecto extraño con ropa de oficinista miraba con vivo interés mientras Conyngham era conducido al Magpie escaleras arriba, y me saludó cortésmente con una inclinación.
—Bastante tranquilo hasta ahora —dijo, y noté que llevaba su brazo derecho doblado en un ángulo extraño, y su mano estaba torcida y blanca—. Me pregunto, señor, si podría acompañar a su grupo —me dijo su nombre, pero maldito si me acuerdo ahora.
No tenía inconveniente, así que vino escaleras arriba, al desorden de nuestra habitación delantera. Los restos de la comida y bebida nocturna ya se habían retirado para servir el desayuno, y los camareros echaban a las busconas, que se quejaban con chillidos estentóreos. La mayor parte de nuestro grupo tenía un aspecto muy decaído, y no le hicieron demasiado caso a los embutidos y los riñones.
—La primera vez para la mayoría de éstos —dijo mi nuevo conocido—. Interesante, señor, muy interesante —ante mi invitación, se sirvió un poco de buey frío y hablamos y comimos junto a una de las ventanas mientras la multitud de abajo iba en aumento, hasta que la calle entera estuvo atestada en toda la extensión que alcanzaba la vista, a ambos lados del cadalso. Se agitaba allí una gran muchedumbre, con los policías que guardaban las barreras y apenas espacio suficiente para que los carteristas y criminales hicieran su trabajo. Allí debía de haber una representación de casi todos los tipos que viven en Londres: todos los desperdicios del submundo, hombro con hombro con los comerciantes y la gente de la City; empleados y dependientes, padres de familia con niños subidos a sus hombros, niños mendigos correteando y tirando de la manga a la gente; un carruaje de un señor contra una pared, y la multitud lanzando vítores cuando su recio ocupante subió al techo ayudado por su cochero. Todas las ventanas estaban llenas de mirones a dos pavos cada uno; había galerías en los tejados con asientos de alquiler, e incluso había gente que había trepado a los canalones de la lluvia y a las farolas. Un golfillo harapiento llegó gateando por la pared del Magpie como un mono; se colgó al borde de nuestra ventana con manos y pies desnudos y sucísimos, sus grandes ojos mirando a nuestros platos; mi compañero le acercó un trozo de embutido y éste desapareció en un santiamén en la fea boca.
Alguien gritó desde nuestra ventana, y vi a un tipo robusto y de nariz chata mirando hacia arriba; mi compañero, el del brazo tullido, le devolvió el saludo, pero el estruendo y las risas de la multitud eran demasiado fuertes para conversar, finalmente mi compañero se rindió y me dijo:
—Ya me imaginaba que iba a estar aquí. Un buen escritor, ya lo verá; nos hace sombra a todos los demás. ¿Siguió usted a miss Tickletoby el verano pasado?
De todo lo cual yo deduje que el tipo que estaba debajo de nuestra ventana era el señor William Makepeace Thackeray. Ésa fue la ocasión en que lo vi más de cerca.
—Es una idea muy acertada —siguió mi compañero— porque si las ejecuciones se llevaran a cabo en las iglesias, nunca faltaría una congregación... probablemente se reuniría la misma gente que tenemos aquí, ¿no cree? ¡Ah... ahí está!
Mientras hablaba, sonó la campana, y la multitud de abajo empezó a rugir al unísono: «Uno, dos, tres...», hasta la octava campanada. Entonces hubo un tremendo hurra, que resonó entre los edificios, y luego murió súbitamente en un silencio sólo roto por el agudo llanto de un niño. Mi compañero susurró: «La campana del Santo Sepulcro empieza a tocar, Dios tenga misericordia de su alma».
Cuando el rugido de la multitud empezó a aumentar otra vez, miramos a través de aquel mar de humanidad que estiraba el cuello hacia el cadalso, y allí estaban los policías saliendo deprisa de la puerta de los Deudores de la cárcel, con el prisionero atado entre ellos, subiendo los escalones hacia la plataforma. El reo parecía estar medio dormido («drogado —dijo mi compañero—, a ellos no les importará»). No les importó, pero empezaron a dar patadas y chillar y gritar, ahogando la plegaria del cura, mientras el verdugo hacía rápidamente el nudo, deslizaba una capucha por encima de la cabeza del condenado y se preparaba a correr el cerrojo. No se oía ni una mosca, hasta que un borracho se puso a cantar en voz alta: «¡Que tengas salud, Jimmy!», y hubo gritos y risas. Todo el mundo miró a la figura con la capucha blanca bajo el madero, esperando.
—No le mire —susurró mi compañero—. Mire a sus compañeros.
Lo hice, dirigí una mirada a la ventana de al lado: todas las caras expectantes, las bocas abiertas, inmóviles, algunas sonrientes, algunas pálidas de terror, algunas en un éxtasis sorprendente.
—Siga mirándoles —dijo, y exactamente con sus palabras llegó el golpe y el impacto de la caída, un poderoso grito de la multitud, y todas las caras en la ventana de al lado se vieron ardientemente iluminadas de placer. Speedicut sonreía y gritaba, Beresford suspiraba y se humedecía los labios, la pesada cara de Spottswood mostraba una salvaje satisfacción, mientras su querida colgaba con risitas de su brazo y simulaba taparse la cara.
—Interesante, ¿eh? —dijo el hombre del brazo tullido.[13] Se puso el sombrero, le dio un golpecito y me dedicó una amable inclinación—. Bueno, le estoy muy agradecido, señor. —Y se fue.
Al otro lado de la calle, el cuerpo con la capucha blanca se balanceaba lentamente sobre la trampilla, un policía en el patíbulo sujetaba la cuerda y directamente debajo de mí la multitud se iba a las tabernas. En un rincón de la habitación, Conyngham estaba vomitando.
Bajé las escaleras y me quedé esperando que la multitud se disolviera, pero la mayoría esperaba todavía en la confianza de vislumbrar un poco el cuerpo colgante, que no podía ver por el gentío que tenía delante. Me preguntaba lo lejos que tendría que caminar para coger un coche cuando apareció un hombre frente a mí y enseguida reconocí por la cara roja, los ojos diminutos y el chaleco chillón al señor Daedalus Tighe.
—Bien, bien, señor —gritó—. ¡Aquí ‘stamos de nuevo! He oído que va a ir usté a Canterbury... ¡Bueno, espero que aqueyo les proporsione un deporte mejor que «éste», se lo juro —e hizo una señal hacia el patíbulo—. ¿Había visto alguna ves a alguien tan desgrasiao, señor Flaxman? No vale la pena mirar, señor, no vale la pena. No ha disho ni una palabra... ni un dincurso, ni arrepentimiento, ni un poco de lusha, ¡maldita sea! Esto no es lo que nosotros hubiéramo llamao un espestáculo en mijuventud. Se podía pensar —dijo, metiendo los pulgares en su chaleco— que un joven ratero como ese de ahí, que no ha tenío educasión propiamente disha, ni tampoco ha valío nada hasta hoy... se podría pensar, señor, que en «esta» gran ocasión de su vida podía haber mostrao algún apresio, y no deja’le drogao y como tonto. ¿Cuál era su ambisión, señor, permitir que se lo cargaran de esa manera, cuando podía haber reconosío el interés, señor, de toa esa gente de ahí, y respondío al mismo? —me sonrió cálidamente, con la cabeza ladeada—. Ná de ná, señor Flaxman, no hay juego. Ahora usté, señor... usté lo haría mushísimo mehor si fuera lo bastante desgrasiao como pa encontrarse en su lugar... que Dios no lo premita, ¿verdá? Le habría dao a la gente lo que quería, como un buen cabayero inglés. Y hablando de juegos —siguió—, confio en que se encontrará usté en plena forma pa Canterbury. Cuento con usté, señor, cuento con usté, ya lo creo.
Algo en su tono me puso de punta el vello de la nuca. Le había estado dirigiendo una mirada fría, pero no pude por menos que dirigirle una decididamente dura.
—No sé qué quiere decir usted exactamente, buen hombre —dije yo—, y no me importa tampoco. Puede usted irse a...
—No, no, no, mi hoven señor —dijo él, sonriendo, más rojo que nunca—. Usté me ha confundío. Lo que le estoy disiendo, señor, es que estoy interesao... muy interesao en el ésito del equipo Informal del señor Mynn, y espero que ganen, para su sastifasión y mi provesho —guiñó un ojo malévolamente—. Recordará usté, señor, cómo le espresé yo mi agradesimiento a su gran hasaña en Lord el año pasao, adelantándole una cosiya, un pequeño orsequio de admirasión, realmente...
—Nunca obtuve ni una maldita cosa de usted —corté yo, quizás un poco demasiado rápidamente.
—¿Ah sí, señor? Bueno, vaya, me deja usté asombrao, señor... realmente asombrao. Ya que puse espesial cuidao en enviárselo a su diresión... ¡y usté nunca lo resibió! Bien, bien —y los ojillos negros eran duros como guijarros—. Me pregunto ahora si ese viyano de empleao mío, Vinsent, se guardó aqueyo en su bolsiyo en lugar de entregánselo a usté... La maldá humana, señor Flaxman, no tiene límites. Pero bueno, señor, no tenemos que enfada’nos —y se rió de buena gana—, hay más de onde vino aquél, señor. Y puedo desirle, señor, que si maneja usté bien su bate contra los Irregulars esta tarde... pué contar con tresientos, me comprometo a eyo, ¿eh?
Yo me quedé sin habla, abrí la boca y la cerré. Me miró amablemente, guiñó un ojo de nuevo y miró a uno Y otro lado.
—Es terrible, señor, qué horrós. ¿Por qué la polisía no echa a esos malditos rateros y estafadores, bueno, un cabayero como usté no está a salvo, eyos intentarán clava’le los dientes, a menos que usté se ponga duro. Es un escándalo, señor; lo que usté nesesita es un coshe, es lo que usté nesesita.
Hizo una señal, un robusto bruto se acercó y emitió un penetrante silbido, y antes de decir Jesús ya había un coche abriéndose paso entre la multitud, y su conductor golpeando a todos los que no se apartaban con bastante celeridad. El gángster saltó a la cabeza del caballo, otro sujetó la puerta y el señor Tighe, con el sombrero en la mano, me empujó dentro; sonriendo más ampliamente que nunca.
—Y que tenga la mejor de las suertes esta tarde, señor —gritó—. Usté eshará a los Irregulars en un momento, se lo aseguro, y —volvió a guiñar un ojo— lo espero cuando coja su bate, señor Flaxman. ¡Al puente de Londres, coshero! —Y allá fue el coche, llevando a un caballero muy pensativo, puedo asegurárselo.
Estuve pensando en el notable señor Tighe todo el camino a Canterbury, y concluí que si era lo bastante loco como para tirar su dinero, era problema suyo... ¿Qué tipo de apuestas podía esperar ganar él si yo perdía mi wicket, ya que, la verdad sea dicha, yo bateaba bastante abajo en la lista, y podía fácilmente no sacar el bate en toda la mano?[14] ¿Quién apostaría trescientos en aquel caso? Bueno, era su problema, no el mío... pero debía tener cuidado con él y no liarme con sus historias. Al menos no esperaba que perdiera, sino al contrario; trataba de sobornarme para que lo hiciera bien. ¡Hum!
El resultado de todo aquello fue que yo lancé bastante bien para los once de Mynn, y cuando volví al wicket para batear, me pegué a mi sitio como una lapa, para el desencanto de los espectadores, que esperaban que trabajara duro. Fui el tercero en intervenir, así que no tenía que durar mucho, y como el propio Mynn estaba al otro extremo, despejando los runs, mi conducta fue perfectamente adecuada. Ganamos por dos wickets, Flashy no sufrió ningún out, nada... y a la mañana siguiente, después del desayuno, había un paquetito dirigido a mí, con trescientas libras en billetes dentro.
Como un loco volví a cerrarlo y estuve a punto de decirle al mensajero que lo devolviera a quienquiera que se lo hubiera entregado... pero no lo hice. Mal asunto... pero trescientos son trescientos, y era un regalo, ¿verdad? Siempre podía negar que lo hubiese visto. Por Dios, yo era muy inocente entonces, a pesar de toda mi experiencia militar.
Esto, por supuesto, tuvo lugar en la casa que Haslam había alquilado a las afueras de Canterbury, muy espléndida, con senderos de grava, buen césped, arbustos y árboles, luz de gas en toda la casa, habitaciones bien amuebladas, la mejor comida y bebida, criados por todas partes y lo mejor de lo mejor. Había como una docena de huéspedes en la casa, porque aquél era un lugar de paso y Haslam había previsto todas las comodidades. Dio una fiesta suntuosa en aquella primera noche del lunes, a la cual asistieron Mynn y Félix, y la charla fue toda sobre críquet, por supuesto, pero hubo también cierto número de damas, incluyendo a la señora Leo Lade, que se derretía por mí al otro lado de la mesa bajo una enorme masa de bucles, con un vestido tan escotado que tenía los pechos casi metidos en la sopa. «Ésta no le hará ascos a una buena estaca y unas pelotas esta semana», pensé yo, y dediqué mi sonrisa más encantadora a Elspeth, que estaba resplandeciente junto a Don Solomon en la presidencia de la mesa.
Al final, sin embargo, su entusiasmo desapareció por completo, porque Don Solomon dijo que aquélla sería su última diversión en Inglaterra: a finales de mes iría a visitar sus propiedades de Oriente, y no sabía cuándo volvería. Dijo que podían pasar años, ante lo cual una genuina expresión de pena cundió en torno a la mesa, ya que los allí reunidos sabían de sobras cuándo se acababa una diversión. Sin el espléndido Don Solomon, habría un lujoso hogar menos para que las hienas de la sociedad se aprovecharan de él. Elspeth estaba bastante disgustada.
—Pero querido Don Solomon, ¿qué haremos nosotros? ¡Oh, está usted bromeando...! Vaya, sus aburridas propiedades se las arreglarán perfectamente sin usted, porque estoy segura de que contrata usted sólo a las personas más inteligentes para que las cuiden —hizo un bonito mohín—. No será tan cruel con sus amigos, claro que no... Señora Lade, no le dejaremos marchar, ¿verdad?
Solomon rió y le dio unos golpecitos en la mano.
—Mi querida Diana —dijo, pues Diana se había convertido en el apodo que usaba con ella desde que trató de enseñarle a tirar con arco—, puede estar plenamente segura de que nada, salvo la más imperiosa necesidad, me apartaría de una compañía tan deliciosa como la suya... y la de Harry, y la de todos ustedes. Pero... un hombre tiene que trabajar, y mi trabajo está en ultramar. Así que... —Sacudió la cabeza, con su suave y hermosa cara sonriendo apesadumbrada—. Será el más amargo de todos los dolores, y les echaré en falta muchísimo a los dos —miró a Elspeth y luego a mí—, porque ustedes han sido para mí como un hermano y una hermana. —Y, maldita sea, porque sus grandes ojos pardos brillaban demasiado, se lo aseguro; el resto de la mesa murmuró con simpatía, todos menos el viejo Morrison, que estaba despachando su postre muy concentrado.
Ante esto, Elspeth, derrotada, empezó a lloriquear, y sus tetas se movieron con tanta violencia que el viejo duque, al otro lado de Solomon, escupió su dentadura postiza sobre la copa de vino que tenía delante y el mayordomo tuvo que ayudarle a recomponerse.
Solomon, por una vez, parecía un poco confuso; se encogió de hombros y me dirigió una mirada que era casi suplicante. «Lo siento, amigo», venía a decir, «lo decía en serio». Yo no podía entender aquello del todo... Podía sentirlo por Elspeth, ¿qué hombre no lo haría? Pero yo, ¿había sido tan amistoso con él? Bueno, simplemente correcto, y era su marido; quizás aquellos encantadores modales míos que Tom Hughes mencionara habían surtido efecto en aquel emocional sureño. De todos modos, al parecer yo tenía que decir algo.
—Bueno, Don —dije—, vamos a sentir mucho perderle, de eso no cabe duda. Usted es un tipo encantador..., quiero decir que es un buen hombre, y no sería mejor si... fuera usted inglés —no iba a exagerar tampoco, ya me entienden, pero los demás murmuraron: «Escuchad, escuchad» y después de un momento, Mynn dio unos golpecitos en la mesa para secundarme—. Bueno, bebamos a su salud, pues —y todo el mundo lo hizo, mientras Solomon me dirigía una sonrisa suave, inclinando la cabeza.
—Ya sé —dijo— que éste es un gran cumplido. Se lo agradezco... a todos ustedes, y especialmente a usted, mi querido Harry. Sólo desearía... —y se detuvo, sacudiendo la cabeza—. Pero no, eso sería demasiado pedir.
—¡Ah, pida lo que quiera, Don! —gritó Elspeth, suplicando como una idiota—. ¡Sabe que no podemos negarle nada!
Dijo que no, que no, que había sido una idea absurda y, ante esto, por supuesto, ella se volcó en él para averiguar qué era. Así que después de un momento, jugando con su copa de vino, él dijo:
—Bueno, pensarán que es una tontería, me atrevo a decir... pero lo que iba a proponerle, mi querida Diana, para Harry y usted misma y su padre, a quien cuento entre mis más queridos amigos... —e inclinó la cabeza hacia el viejo Morrison, que estaba asegurándole a la señora Lade que no quería más postre, pero que se iba a servir otra ración del pudín de harina de maíz—, iba a decir que ya que yo debo partir... ¿por qué no se vienen ustedes tres conmigo? —y nos sonrió tímidamente a los tres, uno por uno.
Miré al tipo para ver si bromeaba. Elspeth, toda roja, estupefacta, me miró y luego miró a Solomon, con la boca abierta.
—¿Ir con usted?
—Sólo se trata de ir al otro lado del mundo, después de todo —dijo él, jocosamente—. No, no... lo digo muy en serio; no es tan terrible. Ya me conocen lo bastante bien como para comprender que no les propondría nada que ustedes no encontraran delicioso. Haríamos un crucero en mi bergantín a vapor... está tan bien aparejado como cualquier yate real, saben, y tendríamos unas vacaciones espléndidas. Podríamos atracar donde quisiéramos: Lisboa, Cádiz, El Cabo, Bombay, Madrás... adonde nos llevara nuestro capricho. ¡Oh, sería realmente fantástico! —se inclinó hacia Elspeth, sonriendo—: ¡Piense en la de lugares que veríamos! ¡El placer que me produciría, Diana, enseñarle las maravillas de África, tal como uno las ve al amanecer desde el alcázar... unos colores que usted no puede ni imaginar! Las costas del océano Índico... ¡Sí, los arrecifes de coral! ¡Ah, créanme, hasta que uno no ha recalado en Singapur, o bordeado las costas tropicales de Sumatra, Java y Borneo, y visto el glorioso mar de la China, donde siempre es de día... oh, querida, no ha visto nada!
Tonterías, por supuesto; Oriente es un lugar apestoso. Siempre lo ha sido. Pero Elspeth le miraba con arrobamiento y luego se volvió ansiosamente hacia mí.
—¡Oh, Harry...!, ¿podríamos?
—Ni hablar del peluquín. Es el culo del mundo.
—¿En esta época? —exclamó Solomon—. Pero bueno, con un vapor se puede estar en Singapur en... unos tres meses. Digamos tres meses como huéspedes míos mientras visitamos mis propiedades... y aprendería usted, Diana, lo que significa ser una reina en Oriente, se lo aseguro... y tres meses para volver. Estarían en casa otra vez para la próxima Pascua.
—¡Oh, Harry! —Elspeth chillaba de alegría—. ¡Oh, Harry!, ¿podemos? ¡Oh, por favor, Harry! —los tipos de la mesa asentían admirados, y las damas murmuraban con envidia; el viejo duque dijo que era una aventura y maldita sea si no lo era, y que si él fuera más joven, por Dios, ¿no habría salido corriendo ante aquella oportunidad?
Bueno, pues no iban a llevarme al este de nuevo; con una vez había tenido bastante. Además, yo no iba a ninguna parte por caridad de un moreno ricachón y fanfarrón que se había aficionado a mi esposa. Y aún había otra razón más, que me permitía dar buena apariencia a mi rechazo.
—No podemos, querida —repuse yo—. Lo siento, pero soy un soldado con un deber que cumplir. El deber y la Guardia Real me reclaman. Estoy desolado por tener que rechazar un viaje que seguramente sería felicísimo. —Sentí un breve dolor, lo admito, al ver apagarse aquella adorable cara infantil—. Pero no puedo ir, ya lo ve. Lo siento, Don, tenemos que declinar su amable invitación.
Él se encogió de hombros con buen sentido del humor.
—No hay más que hablar, pues. Pero es una lástima... —sonrió, tratando de consolar a Elspeth, que se mostraba alicaída—, quizás otro año. A menos que, en ausencia de Harry, su padre acepte acompañarnos...
Lo dijo de una forma tan natural, que me quedé sin aliento, pero cuando fui consciente de lo que quería decir, tuve que reprimir una agria contestación. Así que ése es tu juego, ¿eh? ¡Desgraciado! Esperar a que el viejo Flashy se ponga fuera de circulación e inocentemente proponer un plan para llevarse lejos a mi mujer donde puedas tirarle los tejos a tu gusto. Estaba claro como el agua, todas mis sospechas adormecidas sobre su gordura de negro seboso volvieron de repente, pero me quedé callado mientras Elspeth me miraba... y, Dios la bendiga, era una mirada dubitativa.
—Pero... pero no sería divertido sin Harry —dijo, y si alguna vez amé a aquella chica, fue en ese momento—. Yo... no sé... ¿qué dice papá?
Papá, que parecía estar todavía abriendo un túnel en su pudín, no se había perdido nada de todo aquello, pueden estar seguros, pero se quedó callado mientras Solomon explicaba la propuesta.
—Recuerde, señor, que hablamos de la posibilidad de que me acompañe a Oriente para que vea por usted mismo las oportunidades de expansión que para los negocios hay allí —añadía él, pero Morrison cortó enseguida sus seductoras palabras.
—Fue usted quien habló de eso, yo no —dijo, engullendo apresuradamente una cucharada—. Tengo más que suficientes asuntos aquí, sin ir a buscar diversiones a China. —Agitó su cucharilla—. Además, marido y mujer deben estar juntos... ya fue bastante horroroso cuando Harry tuvo que irse a la India, y a mi pobre niña casi se le rompe el corazón —hizo un ruido que la compañía tomó por un suspiro; yo pienso que era otra cucharada que sorbía—. No, no... Necesitaría una razón muy poderosa para salir de Inglaterra.
Y la tuvo. Hasta el día de hoy no puedo estar seguro de que aquello lo planeara Solomon, pero apostaría a que lo fue. A la mañana siguiente el viejo bribón se puso enfermo. Yo no sé si un exceso de pudín puede causar un colapso nervioso, pero por la tarde estaba gimiendo en la cama y tiritando como si tuviera fiebre. Solomon insistió en llamar a su médico personal, un tipejo de mirada apagada y torva con cierta fama, especializado en unos modales de cierta gravedad untuosa que debían de valer cinco mi! al año en Mayfair. Examinó solemnemente al enfermo, que estaba acurrucado bajo las mantas como una rata en su madriguera, un par de ojos brillantes y redondos en una cara arrugada, y la nariz temblando con aprensión.
—Exceso de tensión —dijo el matasanos, cuando acabó el examen y escuchó los gemidos de Morrison—. Simplemente está cansado, eso es todo. No hay signos de deterioro orgánico en parte alguna; internamente, mi querido señor, usted está tan sano como yo... como a mí gustaría estar, ¡ja, ja! —se reía como un obispo—. Pero la maquinaria, aunque no necesita reparación, necesita reposo... un largo reposo.
—¿Es grave, doctor? —tembló Morrison. Internamente, como dijo el curandero, podía estar en perfecto estado, pero su aspecto exterior recordaba a James I en el lecho de muerte.
—Ciertamente, no... a menos que usted mismo lo agrave —dijo el coloca-cataplasmas. Sacudió la cabeza con censura y admiración—. Ustedes, los capitanes del comercio, se sacrifican a sí mismos sin pensar en la salud personal, mientras trabajan por la familia, el país y la humanidad. Pero, mi querido señor, esto no puede seguir así, ¿sabe? Ha olvidado usted que hay un límite... y lo ha sobrepasado.
—¿No podría darme usted alguna medicina? —graznó el capitán del comercio, y cuando esto fue traducido, el médico sacudió la cabeza.
—Puedo prescribir algo, pero ningún medicamento será tan eficaz como... ah, unos cuantos meses en los lagos italianos, o en la costa francesa. Calor, sol, descanso... un descanso completo en buena compañía, ésa es mi «medicina» para usted, señor. No respondo de las consecuencias si no me hace caso.
Bueno, ya estaba hecho. En dos segundos ya había adivinado yo lo que iba a seguir: Solomon recordaría que el día anterior acababa de proponer justamente unas vacaciones semejantes, el curandero estaría de acuerdo, y con vehemencia, en que un viaje por mar con toda comodidad sería lo ideal, la reluctancia de Morrison finalmente se vería vencida por las súplicas de Elspeth y la inexorable admonición del receta-píldoras... Podía haber puesto música a todo aquello y cantado toda la maldita canción. Entonces todos ellos me miraron a mí, y yo dije que no.
Siguieron penosas escenas privadas entre Elspeth y yo. Yo dije que si el viejo Morrison quería navegar con Don Solomon, bien, que fuera. Ella replicó que era impensable para su querido papaíto ir sin ella para cuidarlo; era su absoluto deber aceptar la generosa oferta de Don Solomon y acompañar al viejo chivo. Si yo insistía en permanecer en casa con el ejército, por supuesto, ella se sentiría desolada sin mí, pero, de cualquier modo, ¿por qué, por qué no podía ir yo? ¿Qué importaba el ejército? Teníamos dinero suficiente, y tal y tal. Volví a decir que no, y añadí que era un poco insolente por parte de Solomon sugerir incluso que ella fuera sin mí, a lo cual Elspeth estalló en lágrimas y dijo que yo era odiosamente celoso, no sólo de él, sino de la educación, modales y dinero de Don Solomon, sólo porque yo no tenía dinero propio, y que le estaba negando a ella malévolamente un pequeño placer, y que no podía haber deshonestidad posible con su querido papá haciendo de acompañante, y que yo estaba tratando de empujar al viejo desgraciado a la tumba antes de tiempo, y cosas por el estilo.
La dejé lamentándose, y cuando Solomon trató de persuadirme más, usé el argumento de que el deber militar hacía el viaje imposible para mí, y no podía soportar vivir separado de Elspeth. Él suspiró, pero dijo que me entendía demasiado bien. Si él estuviera en mi lugar, dijo con apabullante franqueza, haría lo mismo. Me pregunté por un momento si le había juzgado mal... porque tiendo a juzgar a todo el mundo por mí mismo, y aunque normalmente no estoy demasiado equivocado, «existen» personas decentes y desinteresadas en todas partes. He visto a algunas.
El viejo Morrison, por cierto, no decía ni esta boca es mía; podía haber forzado mi decisión, por supuesto, pero como era un verdadero hipócrita presbiteriano que nunca robaría a un huérfano, sostuvo que una mujer debe permanecer junto a su marido, y no quiso interferirse entre Elspeth y yo. Así que continué diciendo que no y Elspeth se enfurruñó hasta que llegó el momento de ponerse su último sombrero nuevo.
Pasaron así un par de días, durante los cuales jugué al críquet con Mynn, tirando unos pocos wickets con mis lanzamientos y consiguiendo a duras penas unos potos runs (no muchos, pero 18 en un solo inning, lo cual me complació, y poniendo a Pilch en out de nuevo, en una mano muy baja, cuando él trató de cortar a Mynn y tuve que correr a todo lo largo. Pilch juró que hubo un tropezón, pero no lo hubo... pueden ustedes estar seguros de que se lo diría si lo hubiera habido). Mientras tanto, Elspeth se animaba con la admiración que despertaba y la vida alegre que llevaba. Solomon era el perfecto anfitrión y escolta, el viejo Morrison se sentaba en la terraza gruñendo y leyendo sermones y listas de cotizaciones y Judy se paseaba con Elspeth, con su mirada felina y sin hablar.
Así las cosas, el viernes empezaron a ocurrir cosas, y como pasa a menudo con las catástrofes, todo iba espléndidamente al principio. Yo llevaba toda la semana tratando de arreglar una cita con la provocativa señora Leo Lade, pero con mis ocupaciones y dado que el viejo duque mantenía una vigilancia opresiva sobre ella, no me fue posible. Era sólo cuestión de tiempo y lugar, porque ella estaba tan dispuesta como yo mismo; en realidad, casi llegamos a hacerlo el lunes después de cenar, cuando ella paseaba por el jardín, pero en cuanto la tuve jadeando entre los setos a punto de mordisquearme la oreja, esa maldita zorra de Judy llegó buscándonos para que fuéramos a oír cantar a Elspeth «El bosquecillo de fresnos» en el salón; tenía que ser Judy, con su malévola sonrisa, diciéndonos que nos aseguráramos de no perdernos la diversión.
Sin embargo, el viernes por la tarde, Elspeth salió con Solomon a visitar una galería de arte, Judy estaba de compras con algunos huéspedes, no había nadie en casa, salvo el viejo Morrison en la terraza; finalmente la señora Lade apareció diciendo que el duque estaba en la cama con un ataque de gota. Para cubrir las apariencias estuvimos un rato charlando con Morrison, lo cual le puso furioso, y luego fuimos por caminos separados por disimular, encontrándonos de nuevo en el salón y entregándonos inmediatamente a un frenético manoseo. No éramos nuevos en el negocio ninguno de los dos, así que yo tenía ya sus pechos fuera con una mano y me había bajado los pantalones con la otra mientras todavía estaba cerrando la puerta, y ella completó su desnudez mientras estábamos ya acoplados de camino hacia el sofá, lo cual demostraba un duro entrenamiento por su parte. ¡Por Dios!, era una mujer de peso, pero escurridiza como una anguila para toda la elegante abundancia carnal que ostentaba. No puedo pensar ahora mismo en ninguna compañera que pueda someterte a tan diferentes ejercicios en el curso de un solo polvo, salvo quizá la propia Elspeth cuando ha bebido un poco.
Era una ocupación regocijante, y yo estaba ya preparándome para el final y pensando: «Tenemos que repetir esto en otra ocasión», cuando oí un ruido que me galvanizó tanto que fue una maravilla que el sofá no cediera: unos pasos rápidos se aproximaban a la puerta del salón. Examiné la situación: tenía los pantalones bajados, un zapato salido, estaba a kilómetros de distancia de la ventana o cualquier otra cobertura conveniente, la señora Lade estaba despatarrada en el sofá, y yo asomado detrás de su tocado con plumas (que ella había olvidado quitarse; un gran cumplido, recuerdo que pensé). El picaporte giraba. Cogido, sin esperanza, sin oportunidad de huir... no podía hacer más que esconder la cara en su nuca y confiar en que mi parte visible no fuera reconocida por quienquiera que entrase. Porque no se quedarían mirando (no en 1843), a menos que fuera el duque, y esos pasos no podían pertenecer a una persona con gota.
Se abrió la puerta, los pasos se detuvieron, y allí tuvimos lo que una dama de novela llamaría una pausa embarazosa, que duró unas tres horas, me pareció a mí, rota sólo por los extátic9s gemidos de la señora Lade; yo comprendí que ella no se había dado cuenta de que nos observaban. Atisbé un poco a través de las plumas en el espejo que estaba encima de la chimenea y casi me dio un patatús, porque era Solomon quien se reflejaba en la entrada, con la mano en el picaporte, entrando en escena.
Ni siquiera parpadeó. Otros pasos más sonaron en algún lugar detrás de él, se volvió y mientras la puerta se cerraba, oí que decía: «No, no hay nadie aquí; vamos al invernadero». Moreno o no, era un anfitrión condenadamente considerado aquel tipo.
La puerta no se había cerrado aún cuando traté de soltarme, pero sin éxito, porque las manos de la señora Lade me atraparon de nuevo en un instante, clavando sus garras en mi trasero, con su cabeza inclinada hacia atrás junto a la mía.
—¡No, no, no, todavía no! —jadeó ella, mascullándome al oído—: ¡No te vayas!
—La puerta —expliqué—. Debo cerrar la puerta. Alguien puede vernos.
—¡No me dejes! —gritó ella, y yo dudo que supiera siquiera dónde estaba, porque sus ojos daban vueltas en sus órbitas y yo no podía soltarme de ninguna manera. A la sazón estaba mal dispuesto, incapaz de decidirme entre dos caminos, por decirlo así.
—La llave —murmuré, apartándome—. Sólo un momento... vuelvo enseguida.
—¡Llévame contigo! —gimió ella, y yo lo hice, el cielo sabe cómo, tambaleándome bajo el peso de toda aquella carne. Por fortuna, la cosa acabó bien, mis piernas no me sostuvieron y nos desplomamos en el umbral alegremente exhaustos; incluso me las arreglé para girar la llave.
Si ella era capaz de vestirse tan rápidamente como se había desnudado, la verdad, no lo sé, porque estaba todavía desmayada y jadeando contra la pared, con las plumas torcidas, cuando yo ya volaba y acababa de vestirme mientras saltaba por encima del seto. Había sido un trabajo febril, y cuanto antes estuviera en cualquier otro lugar, buscándome una buena coartada, mejor. Un paseo rápido era lo que necesitaba. De todos modos, tenía un partido por la tarde, y quería estar en forma.
[Extracto del diario de la señora Flashman, junio de 1843.]
...nunca me había sentido tan culpable... Sin embargo, ¿qué podía hacer yo? Mi corazón me lo advertía, cuando Don S. abrevió nuestra visita de la galería, donde había algunas Acuarelas Exquisitas que me habría gustado contemplar a placer, que tenía algún propósito al volver pronto a casa.
Cuál fue mi Presentimiento no lo puedo explicar, pero, ¡ay de mí, estaba justificado, y yo soy la Criatura más Desgraciada del mundo! La casa estaba prácticamente desierta excepto Papá dormido en la terraza y Algo en el comportamiento de Don S. (debió de ser la Ardiente Expresión de sus ojos) me hizo insistir en que debíamos buscar a mi Querido H. inmediatamente. ¡Ah, ojalá le hubiéramos encontrado! Miramos por todas partes, pero no había nadie, y cuando fuimos al invernadero, Don S. me alarmó y me avergonzó declarándose de la manera más atrevida... porque la atmósfera de las plantas, que era extremadamente Opresiva, y mi propia agitación, me hicieron desfallecer de tal modo que me vi obligada a apoyarme en su brazo, y encontrar alivio al descansar mi cabeza en su hombro. [¡Una historia muy probable! G. de R.] En aquel momento de debilidad, ¡imagínate mi extremada aflicción cuando él tomó ventaja de su situación para poner sus labios sobre los míos! Me sentí tan afrentada que pasaron unos instantes un momento antes de que pudiera por fin encontrar las fuerzas para hacerle desistir, y sólo con dificultad conseguí Escapar a su Abrazo. Él usó las Expresiones más Apasionadas, llamándome su Querida Diana y su Ninfa Dorada (lo cual me sorprendió, incluso en aquel Momento de Perturbación, como una idea de lo más poético), y el Efecto fue tan debilitador que fui incapaz de resistir cuando él me apretó contra su pecho otra vez, y me Besó con más Fuerza que antes. Afortunadamente, uno de los jardineros se aproximaba y yo pude retirarme a tiempo bastante alterada.
Pueden imaginarse mi Vergüenza y Remordimiento, y si algo podía haberlos aumentado aún más fue la súbita visión de mi querido H. en el jardín, haciendo ejercicio, nos dijo, antes de su partido de la tarde. La vista de su rostro sonrojado y viril, y saber que se había estado ocupando en tan saludable e inocente empresa mientras yo me había abandonado en el Caluroso Abrazo de otro, por mucho que fuera en contra de mi voluntad, era como un cuchillo en mi corazón. Para empeorarlo aún más, él me llamó su Encantadora Nenita, y me preguntó ardientemente por la galería de arte; yo me conmoví casi hasta las lágrimas, y cuando volvimos juntos a la terraza y encontramos a la señora L. L. no pude dejar de observar que H. no le prestó más que una cortés atención (y, en realidad, pocas cosas en ella podrían Tentar a un hombre, porque parecía bastante desaliñada), pero fue todo amabilidad y atenciones conmigo, como el encantador esposo que es.
Pero ¿qué pensar de la conducta de Don S.? Debo tratar de no juzgarle con demasiada dureza, porque tiene un temperamento tan caliente y dada su revelación apasionada en todas sus formas, que no es extraño que sea susceptible a aquello que encuentra atractivo. Pero seguramente no tengo nada que reprocharme si —sin falta por mi parte— he sido moldeada por la Amable Naturaleza con una forma y unos rasgos que el Sexo Opuesto encuentra atractivos. Me consuelo con el pensamiento de que éste es el Destino de la Mujer, si es afortunada en sus dones, ser adorada, y poco tiene que reprocharse a sí misma mientras no Fomente la Familiaridad y se comporte con Adecuada Modestia...
[¡Vanidad y engaño! Fin del extracto— G. de R.]