3
No hay duda de que un buen polvo antes de trabajar es el mejor entrenamiento que uno puede hacer. Como se deduce de que aquella tarde yo lanzara el turno más largo de mi vida para los Informales de Mynn contra los All England XI: cinco wickets a doce en once overs, con la pierna de Lyllywhite delante del wicket y Marsden lanzando contra ellos. Nunca habría hecho aquello con baños fríos y ejercicios de pesas, así que ya ven que lo que necesitan los chicos de nuestra presente Liga es un poco de deporte femenino, más señoras Leo Lade, para que cuiden de ellos. Así tendríamos a los australianos pidiendo misericordia.
La única nubecilla en mi horizonte, mientras tomábamos el té después en el entoldado, entre la gente elegante, con Elspeth colgada de mi brazo y Mynn pasando la copa que habíamos ganado llena de champán, era si Solomon me había reconocido aquella mañana en el salón, y si era así, ¿mantendría la boca cerrada? Yo no estaba demasiado preocupado, porque lo único que había visto él era mi robusta espalda y mis nalgas subiendo y bajando y la cara estupefacta de la señora Lade reflejada en el espejo... no me importaba un pimiento lo que pudiera contar de ella, y aunque hubiera reconocido que yo era su pareja, era improbable que propagara ningún rumor. Los chicos no lo hacían, en aquella época. Y ni siquiera hubo un guiño de complicidad en sus ojos cuando vino a felicitarme, todo sonrisas y animación, llenándome el vaso y diciéndole a Elspeth que su marido era el lanzador más rebelde del país, y que debería estar en los All-England por sus propios méritos, ya lo creo que sí. Algunos de los presentes gritaron: «Sí, sí», y Solomon movió la cabeza admirativamente... ese tramposo y cobarde sinvergüenza.
—Saben —dijo, dirigiéndose a aquellos que estaban más cerca, que incluía a muchos de su casa, así como a Mynn y Félix y Ponsonby-Fane—, me pregunto si Harry no será el hombre más rápido de Inglaterra en estos momentos... No digo el mejor, en atención a la distinguida compañía —y dirigió una deferente inclinación de cabeza a Mynn—, sino simplemente el más rápido. ¿Qué cree usted, señor Félix?
Félix parpadeó y enrojeció, como hacía siempre cuando se dirigían a él, y dijo que no estaba seguro; no pensaba en la velocidad cuando él estaba en la línea de base, añadió gravemente, pero cualquier bateador que se hubiera enfrentado con Mynn en un extremo y conmigo en el otro tendría algo que explicar a sus nietos. Todo el mundo rió y Solomon exclamó que éramos unos hombres afortunados, que unos novatos como él mismo saltarían de gozo ante la oportunidad de enfrentarse a unos campeones como nosotros. No durarían mucho, eso seguro, pero el honor de hacerlo valdría la pena.
—¿No querrían ustedes —añadió, jugueteando con su pendiente y mirándome con ojos picarones— considerar la posibilidad de jugar conmigo un partido single-wicket?
Animado por el champán y mi cinco a doce, me eché a reír y dije que me encantaría, pero que sería mejor que antes se asegurara con la Lloyd o se comprara una armadura.
—¿Acaso —dije—, supone usted que tendría alguna oportunidad?
Él se encogió de hombros y dijo que no, claro que no; ya sabía que no podía hacer gran cosa, pero estaba ansioso por intentarlo.
—Después de todo —añadió, irónicamente—, usted no es un Fuller Pilch como bateador, ya saben.
Hay momentos, que suelen quedarse grabados en mi memoria, en que la broma ligera repentinamente se convierte en mortal seriedad. Puedo rememorar ahora ese momento: el entoldado con su multitud de hombres vestidos de blanco, las damas con sus claros vestidos veraniegos, el fresco olor de la hierba y la lona, el sonido de los faldones de lona del toldo agitándose en la cálida brisa, el tintineo de platos y vasos, la charla y las risas corteses, Elspeth que sonreía ardientemente sobre sus fresas con nata, la gran cara rojiza de Mynn brillando y Solomon frente a mí, corpulento y sonriente con su levita color verde botella, la aguja con una esmeralda en su corbatín, la cara bronceada y oscura y sus sonrientes ojos oscuros, los negros rizos y las patillas cuidadosamente acicaladas, la mano grande, delicada y cuidada haciendo girar su copa.
—Sólo por diversión —dijo—. Deme algo de qué vanagloriarme, al final... Jugaríamos en el césped de mi casa. Vamos... —y me dio un golpecito con el dedo en las costillas—, atrévase, Harry —ante lo cual los demás se rieron y dijeron que él era un pájaro valiente y que sí, de acuerdo.
No creí que aquello acarreara ninguna consecuencia, aunque algo me advirtió de que se escondía una trampa en algún sitio. Pero con el champán corriendo a raudales y los entusiastas chillidos de Elspeth, no vi nada malo en hacerlo.
—Muy bien —dije—, son sus costillas, ¿sabe? ¿A cuántos por equipo?
—Ah, sólo nosotros dos —dijo—. No hacen falta fieldsmen; rebotes sí, por supuesto, pero no byes[15] ni lanzamientos por encima. No estoy hecho para persecuciones —y se dio unas palmaditas en el estómago, sonriendo—. Un par de manos, ¿de acuerdo? Así se doblan mis oportunidades de ganar una carrera o dos.
—¿Y las apuestas? —rió Mynn—. No podemos jugar un partido como éste sólo por un penique —dijo y me hizo un guiño.
—Lo que quieran —dijo Solomon, despreocupado—. A mí me da igual... cinco, diez, cien, mil..., no importa, porque de todos modos no ganaré.
Pues bien; éste es el tipo de charla que hace que un hombre sensato corra a por su sombrero y busque la salida más próxima, porque normalmente, de otro modo, se encuentra uno horas más tarde garrapateando pagarés y tratando de inventarse un nombre falso. Pero aquello era diferente... Después de todo, yo era muy bueno, y él no era nadie; nadie le había visto jugar. No podía hacer nada contra mis lanzamientos salvajes..., y una cosa estaba clara: no necesitaba mi dinero.
—Esperen —dije yo—. No todos somos millonarios. La media paga de teniente no da para mucho...
Elspeth cogió su bolso de mano, la muy imbécil, susurrando que yo tenía que hacer frente a todo lo que apostara Don Solomon, y mientras yo trataba de hacerla callar, Solomon dijo:
—En absoluto..., yo apuesto mil libras por mi parte; es mi propuesta, después de todo, soy yo quien tiene que soportar las pérdidas. Harry puede apostar lo que quiera... ¿qué dice, amigo mío?
Bueno, todo el mundo sabía que él era asquerosamente rico y despreocupado, así que si quería perder mil libras por el privilegio de enfrentarse a mí, no me importaba. Yo no podía pensar en nada que ofrecer como apuesta contra su dinero, y se lo dije.
—Bueno, digamos una pinta de cerveza —propuso él, y luego chasqueó los dedos—. Veamos... Le diré cuál será su apuesta, y le prometo que si pierde y tiene que pagar, será algo que no le costará ni un penique.
—¿Y qué es eso? —pregunté yo, todo sospechas.
—¿Acepta? —gritó.
—Díganos cuál es mi apuesta primero —insistí yo.
—Bueno, no puede echarse atrás ahora, de todos modos —dijo, sonriendo triunfante—. Es esto: mil libras por mi parte, si usted gana, y si yo gano... lo cual es poco probable... —hizo una pausa para mantener el suspense—, si yo gano, les permitirá a Elspeth y a su padre venir conmigo de viaje —sonrió a la compañía—: ¿Hay una apuesta más honrada que ésta? ¿Me lo pueden decir?
La manifiesta impertinencia de aquella proposición me dejó anonadado. Allí estaba aquel gordo nuevo rico, con su aspecto de negro, que había proclamado su interés por mi mujer y proponía públicamente llevársela en viaje de placer mientras a mí me dejaba en casa cornudo y apaleado. Había sido educadamente rechazado y ahora volvía a insistir con lo mismo, pero tratando de hacerlo pasar como un juego ligero y alegre. Me ardía la cara de furia. ¿Había tramado todo aquello con Elspeth? Pero una mirada de mi mujer me dijo que ella estaba tan asombrada como yo. Los otros, sin embargo, sonreían, y vi a dos damas cuchicheando detrás de sus sombrillas; la señora Lade miraba divertida.
—Bueno, bueno, Don —dije yo, con aire deliberadamente despreocupado—. No se rinde fácilmente, ¿verdad?
—Oh, venga, Harry —exclamó él—. ¿Qué esperanzas tengo? Es una estupidez, ya que usted ganará seguro. ¿Acaso no gana siempre, señora Lade? —y la miró, sonriente, y luego me miró a mí, y luego a Elspeth, sin un asomo de expresión... Dios mío, ¿había reconocido mi trasero en el salón, y se atrevía a decir: «Acepte mi apuesta, deme esta oportunidad o revelo el secreto»? No lo sabía, pero aquello no representaba ninguna diferencia, porque me di cuenta de que tenía que aceptar, por mi buen nombre. ¿Cómo, Flashy, el heroico deportista, se echaba atrás contra un simple novato, y por tanto dejaba claro que estaba celoso de su mujer y de aquel gordo bromista? No, tenía que jugar y fingir que estaba encantado. Él me había embaucado, como diría el duque.
Pero, ¿qué esperaba él? ¿Un golpe de suerte? El single-wicket es un juego azaroso, pero aun así, no podía esperar que me ganara. Sin embargo, ese tipo, que era un cachorro arrogante y mimado (a pesar de todos sus aires de modestia), estaba tan decidido a probar suerte que quería coger al vuelo cualquier oportunidad, por pequeña que fuera. No tenía nada que perder excepto mil libras, y aquello era una miseria para él. Muy bien, de acuerdo, pues... No sólo tenía que ganar a aquel bruto, tenía que exprimirle por darle aquel privilegio.
—Hecho —dije, animadamente—, pero ya que usted ha establecido mi apuesta, yo estableceré la suya. Si pierde, le costará dos mil... no mil. ¿De acuerdo?
Por supuesto, él tenía que aceptar. Rió y dijo que si yo forzaba una carga tan pesada, debía aventurar también el empate... lo cual significaba que si las puntuaciones acababan empatadas, yo perdería la apuesta. Yo tenía que ganar para cobrar... pero aquello era una nimiedad, puesto que estaba claro que iba a machacarle completamente. Sólo para asegurarme, sin embargo, le pedí a Félix si podía hacer de árbitro; no quería que ningún acólito de Solomon le sirviera el juego en bandeja.
Así que se organizó el juego, y Elspeth tuvo la decencia de no decir que esperaba que yo perdiese. En realidad, ella me confió más tarde que pensaba que Don Solomon había sido un poco brusco, y no demasiado refinado al dar por supuesto que ella querría ir.
—Porque ya sabes, Harry, que yo no le acompañaría nunca con papá en contra de tu voluntad... Pero si tú eliges aceptar su apuesta, eso es diferente... ¡Sería tan divertido ver la India y... todos esos lugares espléndidos! Pero por supuesto, debes jugar lo mejor que puedas, y no perder por mi culpa...
—No te preocupes, nenita —dije yo, inclinándome hacia ella—, no lo haré.
Aquello era antes de cenar. A la hora de irnos a la cama, ya no estaba yo tan seguro.
Estaba dando una vuelta por el jardín mientras los otros tomaban su oporto, y acababa de pasar frente a la cancela cuando alguien dijo «¡pssst!» desde las sombras, y para mi asombro, vi dos o tres figuras oscuras escondidas en el camino. Uno de ellos avanzó y me atraganté con el cigarro cuando reconocí la corpulencia de Daedalus Tighe, Cabayero.
—¿Qué demonios está haciendo aquí? —le pregunté. Había visto a aquel animal en uno o dos de los partidos, pero naturalmente, le había evitado. Él se tocó el sombrero, me miró en la oscuridad y me pidió hablar conmigo un momento, si podía ser tan amable. Yo le dije que se fuera al diablo.
—¡Oh, eso nunca, señor! —dijo—. Usté no puede desea’me eso... usté no. No se vaya, señor Flaxman; le prometo que no le entetendré musho... Bueno, las damas y los cabayeros estarán esperándole en el salón, me imagino, y usté querrá volver enseguida. Es que me he enterao de que usté va ajugar un single-wicket mañana contra ese cabayero tan elegante, el señor Solomon Haslam... es un hombre muy querido, de primera...
—¿Qué sabe usted de ese partido? —inquirí, y el señor Tighe lanzó una risita maliciosa.
—Bueno, señor, se dise que sabe jugar un poco... pero, Dios le bendiga, es como un niño comparao con usté... Bueno, en la siudad puedo conseguir sincuenta a uno contra él, y sin corredores; incluso pué que sien...
—Muy agradecido —le dije, y estaba apartándome cuando me dijo:
—Sabe, señor, pué haber alguien que apueste dinero por él, sólo por si ganara... lo cualo es imposible, por supuesto, contra un jugador tan bueno como usté. Pero hasta los jugadores buenos Pierden alguna ves... y si usté pierde, bueno, alguien que hubiera apostao mil por Haslam... bien repartía, por supuesto... Bueno, ganaría sincuenta mil, ¿eh? Creo —añadió— que mis cánculos son esactos.
Yo casi me tragué el cigarro. Estaba muy clara la brutal insolencia de aquel hombre, ya que no había ni la menor duda de lo que me estaba proponiendo aquel tipejo. (Y sin decir una palabra de lo que estaba dispuesto a ofrecer, maldita fuera su estampa.) No me habían insultado de ese modo en toda mi vida, y le maldije con indignación.
—No debería levantá la vos, señor —dijo—. No le gustaría que le vieran hablando con alguien como yo, seguro. O que sus, amigos sepan que me ha sacao algo de guita, en el pasao, por los servisios prestaos...
—¡Mentiroso del infierno! —grité yo—. ¡Nunca he visto ni un penique de su maldito dinero!
—Bueno, piénselo bien. ¿Cree que Vinsent se lo volvió a quedar? No sé cómo habría podío haserlo, de toas maneras... ya que las cartas que le envié iban seyadas, con el dinero incluido, en presensia de dos amigos míos fiables y legales, que jurarían que fueron entregadas en su diresión. ¿Y dise usté que nunca las resibió? Bueno, ese Vinsent debe de ser mucho más inteligente de lo que yo creo; tendré que rompe’le las malditas piernas paque aprenda... Bueno, esto es aparte; el caso es —y me dio con un dedo en las costillas— que si a mis amigos les obligaran ajurar lo que saben... alguien podría creer que usté ha estao resibiendo parné de un apostador... ¡oh, pa ganar, claro, pero sería un bonito escándalo! Bastante bonito.
—¡No... no será capaz...! —casi me atragantaba de rabia—. Si cree usted que puede asustarme...
Levantó las manos fingiéndose horrorizado.
—¡Nunca imaginé una cosa semehante, señor Flaxman! Yo sé que usté es valiente como un león, señor. Bueno, ni siquiera tiene miedo de andar por las cayes de Londres solo por las noshes. Va usté a algunos sitios muy estraños, me parese. Sitios donde los jóvenes vagan por ahí antes de ser... atacaos por algunos tipos y golpeaos casi hasta la muerte. Bueno, un joven amigo mío... bueno, no era demasiao amigo mío, porque me debía pasta, le pasó. Tuyío pa toa la vida, señor, lamento desirlo. Nunca cogieron a los viyanos que lo hisieron. Maldita sea, los polisías en esta época tan inmoral.
—¡Es usted un villano! Bueno, estoy pensando en...
—No, señor Flaxman. Sería muy poco inteligente por su parte haser algo presipitao, señor. Y de toas maneras, ¿qué nesesidá tendría? —podía imaginar su sebosa sonrisa, pero sólo veía sombras—. El señor Haslam sólo tiene que ganar mañana... y será usté sinco mil libras más rico, mi querido señor. Mis amigos legales olvidarán... lo que usté ya sabe... y me atrevo a desir que ningún tipo duro se crusará nunca en su camino —hizo una pausa, y se volvió a tocar el sombrero—. Y ahora, señor, no le entetengo más... las damas estarán impasientes. Que pase una buena noshe... y siento mushísimo que no vaya usté a ganar mañana. Pero piense en lo contento que se pondrá el señor Haslam, ¿eh? Será una sonpresa tan sonprendente pa él.
Y con eso desapareció en la oscuridad; oí su risita mientras él y sus matones se iban camino adelante.
Cuando conseguí salir de mi indignación, mi primer pensamiento fue que Haslam estaba detrás de todo aquello, pero pensándolo mejor, comprendí que no iba a ser tan tonto... Sólo los jóvenes idiotas como yo se dejaban coger por tipos como Daedalus Tighe. Dios mío, qué ciego y qué imbécil había sido yo por tocar siquiera aquel dinero asqueroso. Él podía organizar un escándalo, de eso no había duda... y yo tampoco dudaba de que fuera capaz de mandar a sus matones para tenderme una emboscada alguna noche oscura. ¿Qué demonios podía hacer yo? Si no dejaba ganar a Haslam... ¡No, Dios mío, estaba muerto si lo hacía! ¿Dejarle ir fornicando alrededor del mundo con Elspeth mientras yo me pudría dentro de mi coraza en Saint James? Pero si le ganaba, Tighe se lo tomaría muy mal, seguro, y sus matones me harían papilla en algún callejón cualquier noche...
Ya pueden comprender que no me fui a la cama de buen humor precisamente, y que no dormí mucho, tampoco.
Sin embargo, las desgracias nunca vienen solas. Todavía estaba luchando con mi dilema a la mañana siguiente, cuando recibí un nuevo golpe, y esta vez a través de la intercesión malévola de la señorita Judy, la puta del viejo. Yo llevaba un rato fuera en el jardín, mirando a los jardineros de Solomon colocar los wickets en el césped para nuestro partido, fumando con ansiedad y retorciéndome las manos, y fui a dar una vuelta en torno a la casa. Judy estaba sentada a la sombra de unos árboles, leyendo un periódico. No me dirigió ni una mirada cuando pasé por allí, sin hacer caso de ella, y de repente su voz sonó fríamente detrás de mí:
—¿Buscando a la señora Leo Lade?
Aquél fue un mal principio. Me detuve y me volví a mirarla. Ella volvió una página e insistió:
—Yo no lo haría si fuera tú. Ella no recibe esta mañana, creo.
—¿Y qué demonios tengo yo que ver con ella?
—Eso es lo que se pregunta el duque, me parece —dijo la señorita Judy, sonriendo arteramente por encima del periódico—. ¿No ha dirigido todavía sus investigaciones hacia ti? Bueno, bueno, todo a su debido tiempo, sin duda —y siguió leyendo fresca como una lechuga, mientras el corazón me golpeaba como un martillo.
—¿Qué demonios estás tramando? —pregunté, y como ella no contestaba, perdí la paciencia y le arranqué el periódico de las manos.
—¡Ah, vaya con el hombrecito! —dijo, y ahora ya me miraba, sonriendo desdeñosamente—. ¿Me vas a golpear a mí también? Será mejor que no lo hagas... Hay gente aquí cerca, y no estaría bien que vieran al héroe de Kabul maltratando a una dama, ¿verdad?
—¿Qué dama? No veo ninguna: sólo una puta.
—Eso es lo que llamó el duque a la señora Lade, según me han contado —dijo ella, y se puso de pie graciosamente, recogió su sombrilla y la abrió—. ¿Quieres decir que no lo has oído? Ya lo oirás bien pronto.
—¡Lo oiré ahora mismo! —grité, y le cogí el brazo—. ¡Por Dios que si tú o cualquier otra persona está difundiendo calumnias sobre mí, responderéis por ello! Yo no tengo nada que ver con la señora Lade ni con el duque, ¿me oyes?
—¿No? —ella me miró de arriba abajo con su sonrisa maliciosa y de repente se soltó el brazo—. Entonces la señora Lade debe de ser una buena mentirosa... me atrevo a decir que lo es.
—¿Qué quieres decir? Dímelo ahora mismo o...
—Oh, no me negaré el gusto de contártelo. Sin embargo, me gusta verte primero inquieto y preocupado. Bueno, pues... un pajarito del hotel del duque me ha dicho que él y la señora Lade se pelearon anoche, tal como suelen hacer con frecuencia... La gota del duque, ya sabes. Hubo voces... La de él, al principio, y luego la de ella, y se llamaron de todo... Ya sabes cómo se desenvuelven estas cosas, estoy segura de ello. Sólo fue una escena doméstica, pero me temo que la señora Lade es una mujer bastante estúpida, porque cuando la charla tocó el tema de las... capacidades de su gracia el duque (cómo se llegó a aquello no puedo ni imaginarlo), ella fue lo bastante descuidada como para mencionar tu nombre y hacer comparaciones poco halagüeñas —la señorita Judy sonrió dulcemente, y se atusó sus rizos rojizos con afectación—. Esa mujer tiene que ser singularmente fácil de complacer, creo. Por no decir idiota, por engañar así a su admirador. En cualquier caso, su gracia fue tan débil como para ponerse celoso...
—¡Es una maldita mentira! ¡Nunca me he acercado a esa perra!
—Ah, bueno, entonces no hay duda de que ella te confunde con otra persona. Probablemente le resulta difícil llevar la cuenta. Sin embargo, juraría que su gracia la creyó; los amantes celosos suelen pensar siempre lo peor. Por supuesto, podemos esperar que él la perdone, pero su perdón no te incluirá a ti, eso te lo aseguro yo, y...
—¡Calla esa boca, mentirosa! —grité—. Todo eso es mentira... si esa descocada ha dicho cosas falsas acerca de mí, o si te estás inventando todos estos chismorreos para desacreditarme, juro por Dios que haré que las dos os arrepintáis de haber nacido...
—De nuevo estás citando al duque. Un caballero anciano pero de fuerte temperamento, según parece. Él dijo, a voz en grito, de acuerdo con un huésped del hotel, que te iba a mandar un boxeador profesional. Parece que es el patrocinador de algunas personas llamadas Caunt y Gran Cañón... pero yo no entiendo nada de esas cosas...
—¿Ha oído Elspeth algo de estas absurdas difamaciones? —exclamé yo.
—Si pensara que lo iba a creer, se lo diría yo misma —dijo aquella zorra maliciosa—. Cuanto antes sepa con qué clase de bribón está casada, mejor. Pero ella es tan estúpida que te adora... la mayor parte de las veces. El que te encuentre tan atractivo cuando los pugilistas del duque hayan acabado contigo, eso es otro asunto —ella suspiró satisfecha y se alejó por el camino—. Pero estás temblando, Harry... necesitarás una mano firme, ya sabes, para tu partido con Don Solomon. Todo el mundo está pendiente de eso...
Me dejó en un estado de evidente rabia y aprensión, como pueden imaginar. Me parecía increíble que esa vaca estúpida de la Lade hubiera presumido ante su protector de su encuentro conmigo, pero algunas mujeres son tan tontas que son capaces de todo, especialmente cuando han perdido los nervios... Ahora ese baboso y vengativo viejo proxeneta del duque me iba a echar sus perros...[16] además de las amenazas de Tighe de la noche anterior. Todo aquello era ya demasiado. ¿Acaso aquel viejo verde egoísta no se daba cuenta de que su mantenida necesitaba una montura joven de vez en cuando, para mantenerla en buenas condiciones? Pero allí estaba yo, en un estado de ánimo agitado, todavía indeciso de lo que iba a hacer en mi partido con Solomon... En aquel momento Mynn apareció para llevarme al campo para el gran encuentro. Yo no estaba bien dispuesto para el críquet.
Nuestro grupo y un buen número de petimetres locales estaban ya colocándose en sillas y bancos situados en la grava ante la casa. El duque y la señora Lade no estaban allí, gracias a Dios: probablemente todavía estaban tirándose muebles uno al otro en el hotel... pero Elspeth era el centro de atracción, y Judy estaba a su lado con el aspecto de no haber roto un plato en su vida. Puta chismosa... rechiné los dientes y prometí solemnemente vengarme de ella.
Al otro lado del césped estaba el populacho, ya que Solomon había abierto sus jardines para la ocasión y dispuesto un entoldado con cerveza y refrescos gratis para los sedientos. Bueno, si aquel maldito vanidoso quería que vieran cómo le machacaban vivo, era asunto suyo. Pero, de todos modos... ¿iba a ganarle? Y para aumentar mi confusión, ¿qué veo en un grupo de gente bajo los árboles, sino el chaleco y la cara escarlata de Daedalus Tighe, Cabayero, que había venido a vigilar su gran negocio, sin duda? Iban con él algunos tipos de aspecto bastante duro, todos dándole fuerte a la cerveza y riéndose afablemente.
—¿El desayuno no te ha sentado bien, Flashy? —dijo Mynn—. Pareces un poco alicaído..., aquí está tu oponente, preparado. Vamos.
Solomon estaba ya preparado en el césped, con un aspecto muy profesional: pantalones de pana, zapatillas y un sombrero de paja en su negra cabezota. Me sonrió y me estrechó la mano mientras los elegantes aplaudían educadamente y el populacho gritaba y hacía sonar las jarras. Me quité la chaqueta y me puse las zapatillas, entonces el pequeño Félix hizo girar el bate; yo pedí hoja y me salió.
—Muy bien —dije a Solomon—, usted batea primero.
—¡Fantástico! —gritó él, haciendo relampaguear los dientes con una sonrisa—. ¡Que gane el mejor!
—Así será —exclamé yo, y pedí la pelota, mientras Solomon, maldita sea su insolencia, fue hacia Elspeth y le pidió con todo descaro que le deseara suerte; tuvo incluso la desfachatez de pedirle su pañuelo para atárselo al cinturón, «porque debo llevar los colores de mi dama, ya sabe», exclamó, como si fuera una broma estupenda.
Por supuesto, ella se vio obligada a hacerlo, y, al ver que yo la miraba, murmuró trémula que por supuesto yo debía llevar sus colores también, para no mostrar ningún favoritismo. Pero no tenía ningún otro pañuelo, así que la zorra de Judy dijo que le prestaba el suyo para que me lo diera... Yo acabé con el moquero de esa pájara marrullera colgando de mi cinturón, y ella sentada sonriendo irónicamente. Fuimos juntos hacia el wicket, Félix se colocó junto a Solomon, éste se tomó su tiempo, dando golpecitos en el suelo con el bate y examinando el campo delante de él, muy profesional, mientras yo, irritado, balanceaba el brazo. Era un césped blando, me di cuenta, así que yo no iba a poder sacar mucho partido... sin duda Solomon había tenido aquello en cuenta. A él le favorecía.
—Juego! —gritó Félix, y se hizo el silencio a nuestro alrededor, todo el mundo esperando la primera pelota. Yo me ajusté el cinturón, mientras Solomon esperaba en su lugar, y le mandé uno de mis tiros más duros... juraría que él se puso pálido cuando la pelota pasó junto a sus espinillas y fue a rebotar en los arbustos. La gente lanzó vítores y yo volví a lanzar de nuevo.
No era un mal bateador. Bloqueó mi siguiente pelota con su guardia, me devolvió la tercera y luego obtuvo un gran aplauso al correr dos carreras de las cuatro. Hola, pensé yo, ¿qué tenemos aquí? Le envié una pelota más lenta, y él la lanzó a los árboles, para que yo tuviera que abrirme paso a través de la multitud para cogerla, mientras él corría cinco. Yo estaba jadeando y furioso cuando volví a la línea de base, pero me contuve y le lancé una pelota muy fuerte; él se echó hacia atrás y la lanzó fuera para marcar un tanto. La multitud chilló con deleite, y yo rechiné los dientes.
Empezaba a darme cuenta de lo desesperado que podía ser un single-wicket cuando no tienes fieldsmen, y has de coger cada carrera por ti mismo. Te agotas en un momento, y eso no favorece nada a un lanzador rápido. Peor aún no tener fieldsmen significaba que no habría recogidas detrás de las estacas, que es como consiguen los hombres, como yo la mitad de sus wickets. Tenía que lanzar o cogerlas por mí mismo, y con aquel césped blando y su forma de devolver las pelotas, parecía un trabajo bastante duro. Di una vuelta, recuperé el aliento y le lancé cuatro de mis pelotas más rápidas. La primera pasó rozando sus estacas, pero él, como un gallo de pelea, interceptó de lleno con la pala las otras tres, y eso le proporcionó otras cinco carreras. La multitud aplaudía como loca, y él sonreía y se tocaba el sombrero. Muy bien, pensé yo, hay que poner orden en este asunto.
Le lancé otro par de pelotas y él sacó otras ocho carreras, cuidadosamente, antes de que yo consiguiera lo que quería, que fue un tiro por encima del wicket, ligeramente a mi izquierda. Resbalé deliberadamente mientras iba a cogerlo y lo dejé pasar, ante lo cual Solomon, que había estado tranquilo, esperando, salió corriendo para robar una carrera. La vas a tener, hijo de puta, pensé yo, mientras me levantaba del suelo, fuera de su camino, persiguiendo la pelota, y le daba un golpe de miedo en la rodilla con el talón, como si fuera un accidente. Le oí chillar, pero por entonces yo iba corriendo detrás de la pelota, recogiéndola y lanzándola hacia el wicket, y luego miré a mi alrededor extrañado, como buscándole. Bueno, yo sabía dónde estaba él: tirado de espaldas en el suelo a dos metros de su sitio, sujetándose la rodilla y maldiciendo.
—¡Oh, qué mala suerte, amigo! —grité yo—. ¿Qué le ha pasado? ¿Ha resbalado?
—¡Aaaag! —gritaba él, y por una vez no sonreía—. ¡Me ha machacado la pierna, maldita sea!
—¿Qué? —grité yo—. ¡Oh, no! ¿De verdad lo he hecho? Mire, lo siento muchísimo. He resbalado, ¿sabe? ¡Oh, Dios mío! —dije, dándome una palmada en la frente—. ¡Y he tirado su wicket! Si me hubiera dado cuenta... digo, Félix, que no cuenta, ¿verdad? Quiero decir que no sería juego limpio...
Félix dijo que él estaba fuera; no había sido culpa mía si yo había resbalado y Solomon me había pasado por encima. Yo dije que no, que no podía aceptarlo. No podía tomar esa ventaja, y él debía continuar con su turno. Solomon ya se había levantado, frotándose la rodilla y diciendo que no, que estaba eliminado, que no se podía evitar. Su sonrisa había vuelto a aparecer, aunque un poco torcida. Así que nos quedamos allí de pie, discutiendo como pequeños cristianos, yo atormentado por los remordimientos, empujándole a seguir bateando, hasta que Félix acabó de una vez con aquello diciendo que él estaba eliminado y que se acababa la discusión. (Por un momento pensé que iba a convencerle.)
Así que era mi turno de batear. Sacudí la cabeza y dije que todo aquello había sido una verdadera lástima. Solomon replicó que había sido una torpeza suya y que yo no debía culparme, y la muchedumbre exclamó con admiración ante tal espíritu deportivo. «¡Dale en el paquete la próxima vez!», gritó una voz desde los árboles, y la gente hubiera preferido no haberlo oído. Me puse en guardia; él tenía veintiún puntos; ahora veríamos cómo lanzaba.
Fue patético. Como bateador parecía aceptable, aunque un poco torpe, con un trabajo aceptable de muñeca, pero desde el momento en que le vi poner los ojos en la pelota y andar torpemente con aquella mirada de pato mareado, supe que era un inútil con la pelota. Cosa bastante sorprendente, porque normalmente era un hombre de movimientos ágiles y seguros, y bastante rápido para su corpulencia, pero cuando trataba de lanzar era como un caballo percherón de camino al matadero. Tiraba bajo con la solemne concentración de una vieja jugando a la petanca, y yo sonreí exultante interiormente, vi salir la pelota, golpeé confiadamente y fallé la primera pelota que venía recta, con un tiro de lo más sencillo.
Los espectadores gritaron con asombro, y por Dios que no fueron ellos solos. Dejé caer mi bate, maldiciendo: Solomon me miró con incredulidad, encantado, pero con el ceño fruncido:
—Creo que lo ha hecho a propósito —gritó.
—¿Qué? —dije yo, furioso. Yo hubiera jurado que le iba a ganar hasta con los ojos vendados... pero ¿no suele ocurrir que si una tarea es demasiado fácil, fallamos como si no lo fuera? Podía haberme dado de puñetazos a mí mismo por mi negligencia... pensando como jugador de críquet, ya me comprenden. Ya que con veintiuna carreras en su haber, yo podía perder el partido fácilmente ahora. La cuestión era: ¿quería hacerlo? Allí estaba la chaqueta roja de Tighe bajo los árboles... Por otra parte, estaba Elspeth, con aspecto radiante, palmoteando con sus manos enguantadas y gritando: «¡Bien jugado!» mientras Solomon se tocaba graciosamente el sombrero y yo trataba de poner buena cara. ¡Por Júpiter!, era a él a quien ella estaba mirando... imaginándose sin duda a sí misma bajo una luna tropical, con el inoportuno y viejo Flashy convenientemente lejos, en casa... No, por Dios, al diablo con Tighe y sus amenazas y su chantaje... Iba a ganar aquel partido, y al demonio con todo.
Tomamos un bocadillo y una bebida, mientras los elegantes charlaban a nuestro alrededor y el entrenador de Canterbury frotaba la rodilla de Solomon con linimento.
—¡Espléndido juego, amigo! —gritaba el Don, alzando su vaso de limonada en dirección a mí—. ¡Le guardo algunos más de mis tiros bajos directamente para usted!
Reí y le dije que esperaba que no fueran tan retorcidos como su primer lanzamiento, porque me había desconcertado, y él pareció encantado, el muy bastardo.
—¡Qué emocionante! —gritó Elspeth—. ¿Quién va a ganar? Creo que no podré soportar que pierda ninguno de los dos... ¿Y tú, Judy?
—Realmente, no —contestó Judy—. Esto es fantástico. Piénsalo, querida: tú no pierdes de ninguna manera, porque harás un divertido viaje si gana Don, y si gana Harry, él tendrá dos mil libras para gastarlas contigo.
—¡Oh, yo no pienso en eso! —gritó mi querida esposa—. Es el juego lo que cuenta, por supuesto —condenada estúpida.
—Ahora, caballeros —gritó Félix, batiendo palmas—. Hemos tenido más comida y bebida que críquet hasta ahora. Su mano, Don, y nos hizo salir para el segundo turno.
Yo había aprendido mi lección del primer relevo como lanzador, y tenía ya una idea bastante aproximada de cuáles eran los puntos fuertes y flacos de Solomon. Era rápido y seguro, y su recepción atrás era excelente, pero había notado que sus golpes hacia adelante no eran demasiado firmes, así que le lancé bien alto, junto a la estaca; el wicket estaba casi saliéndose del césped, de tanto tirar sobre él, y tuve la esperanza de lanzar una pelota alta hacia su ingle, o al menos hacerle saltar. Él recibió mi ataque bastante bien, sin embargo, y jugó una guardia baja, lanzando los ocasionales golpes hacia un lado. Yo insistí duramente, clavándole en su sitio con la pelota hacia sus piernas, y entonces mandé una a otro lado; él no se movió ni medio metro y su revés llegó bajo y sin fuerza.
Él había hecho diez carreras en aquella mano, así que yo necesitaba treinta y dos para ganar... Aunque no son muchas contra un lanzador como una patata, no se puede uno permitir un segundo error. Y yo no era un bateador extraordinario. Sin embargo, si tenía cuidado podía ser lo bastante bueno como para despachar al señor Solomon... si quería. Porque mientras yo me ponía en guardia, podía ver el rojo chaleco de Tighe por el rabillo del ojo, y sentí un escalofrío de miedo que me recorría la espina dorsal. ¡Dios mío!, si yo ganaba y hacía que el dinero de sus apuestas se fuera por la alcantarilla, él haría todo lo posible para arruinarme, tanto social como físicamente, sin lugar a dudas... y lo que quedara de los matones del duque sin duda se lo repartirían los de Tighe. ¿Alguien se había encontrado alguna vez en un dilema tan condenado como aquél? Pero allí estaba ya Félix gritando: «¡Juego!», y el Don moviéndose para lanzar otro de sus tiros fofos.
Hay una cosa muy extraña con el mal lanzamiento: puede ser condenadamente difícil de devolver, especialmente cuando uno sabe que sólo tiene una vida que perder y tiene que abandonar su estilo habitual. En un juego ordinario, yo habría machacado a esa basura de Solomon haciéndole correr por todo el césped, pero ahora tenía que quedarme en guardia, muy precavido, mientras él dejaba caer sus torpes lanzamientos en las cercanías (sin ningún efecto, todos rectos) y yo estaba tan nervioso que le di con el borde a alguno, y habría estado perdido si hubiera habido algún fielding recogiendo, aunque fuera una vieja. Pero así, uno parece mucho mejor de lo que en realidad es, y la multitud vitoreaba cada pelota, viendo al duro de Flashy pegado a su línea de base.
Sin embargo, me sobrepuse a mis primeros temblores, intenté un golpe fuerte o dos, y tuve la satisfacción de verle correr y sudar mientras yo marcaba unos cuantos tantos. Ocurría una cosa curiosa con el single-wicket: un buen golpe no bastaba para hacerte ganar, ya que para marcar una carrera tenías que correr hasta el extremo del lanzador y volver, mientras que en un partido ordinario el mismo trabajo te hubiera conseguido dos carreras. Todas esas correrías por el campo no parecían alterar su lanzamiento, lo cual era mala cosa, aunque siguiera siendo igual de torpe. Pero yo me esforcé y conseguí una docena de tantos, y cuando me mandó un tiro fuerte, lo dejé volar y lo mandé limpiamente por encima de la casa, haciendo ocho carreras mientras él desaparecía corriendo frenéticamente en torno a la casa, con los niños pequeños siguiéndole. Las damas se ponían de pie y chillaban excitadas. Yo corría como un loco entre los wickets, mientras la gente coreaba cada carrera, y empezaba a pensar que le había superado cuando apareció de nuevo, con los zapatos llenos de estiércol y porquería y tiró la pelota a través de la línea de base, para que yo tuviera que salir.
Así que allí estaba yo, con veinte carreras, pero necesitaba todavía doce más para ganar. Imposible, ambos resoplábamos como ballenas, y ahora ya no podía posponer más mi gran decisión: ¿iba a ganarle y afrontar las consecuencias con Tighe, o dejar que ganara él y dispusiera de un año entero para seducir a Elspeth en su maldito barco? Pensar en él murmurándole cosas al oído a Elspeth en la borda mientras ella se embriagaba con la luz de la luna y los halagos casi me enloquecía, así que rechacé con fuerza su siguiente lanzamiento mandándolo hacia la puerta de entrada para conseguir otras tres carreras... Mientras esperaba jadeando la siguiente pelota, debajo de los árboles estaba esa bestia de Tighe, con el sombrero bajado hasta las cejas y los pulgares metidos en el chaleco, mirándome, con sus hampones junto a él. Yo tragué saliva, fallé la pelota siguiente y la vi rozar mis bails[17] por un pelo.
¿Qué demonios iba a hacer? Tighe estaba diciendo algo por encima de su hombro a uno de sus compinches, y yo corría como una fiera hacia la siguiente pelota y la mandaba por encima de la cabeza de Solomon. Estaba decidido a correr, y allá fueron otras dos... siete para ganar. Él lanzaba de nuevo, y por primera vez lanzó la pelota con efecto; yo le di un golpe frenético, acerté con el borde y la pelota salió fuera de la cancha marcando un tanto. Seis para ganar, y los espectadores aplaudían y reían y nos animaban. Me incliné hacia mi bate, mirando a Tighe con el rabillo del ojo y conjurando los miedos sin nombre... no, no eran sin nombre. No podía enfrentarme a la certeza de que se hiciera público que yo había recibido dinero de un corredor de apuestas, y que mandara a sus asesinos a perseguirme en un callejón de Haymarket por añadidura. Yo tenía que perder..., y si Solomon se tiraba a Elspeth por todo Oriente, ¡como yo no iba a estar allí para verlo! Me volví a mirar en su dirección, y ella se puso de pie y me hizo una seña, siempre tan encantadora, dándome ánimos; yo miré a Solomon, con el negro cabello húmedo por el sudor y los ojos brillantes mientras corría para lanzar, y rugí: «¡No, por Dios!» y atajé su tiro directo y firme, enviándolo a través de una ventana de la planta baja.
Cómo me vitorearon, mientras Solomon corría pesadamente por entre los asientos de los elegantes, las damas agitándose para dejarle pasar y los hombres riendo a punto de explotar. Se precipitó por la puerta principal Y mientras yo completaba mi segunda carrera me volví para ver aquella ominosa figura con el chaleco rojo; él y sus amigos eran los únicos miembros tranquilos y silenciosos de aquella excitada asamblea. Maldito Solomon... ¿iba a tardar todo el día en encontrar la asquerosa pelota? Yo tenía que correr, y sentía mis nervios debilitarse de nuevo; me moví pesadamente hacia el campo y resonó un gran aullido desde la casa: Solomon salía todo desgreñado y triunfante mientras yo hacía la tercera carrera... sólo otras tres y el partido era mío.
Pero no podía enfrentarme a aquello; yo sabía que no me atrevería a ganar... Después de todo, no confiaba tanto en la virtud de Elspeth; un Solomon más o menos no representaría demasiada diferencia. Mejor ser un cornudo que un tullido. Yo había vacilado a propósito durante la última media hora, pero entonces hice todo lo que pude para darle el juego a Solomon. Tropecé y me tambaleé, pero mi wicket se mantuvo intacto; le mandé un tiro corto, envié fuera una pelota, me lancé a recoger una pelota que no tenía ninguna esperanza de coger... y el gran imbécil, que no tenía que hacer más que tirar mi wicket para conseguir la victoria, se agitaba locamente en su excitación. Fui tambaleándome hacia mi puesto, mientras la multitud gritaba encantada: Solomon treinta y uno, Flashy treinta, e incluso el pequeño Félix saltaba de una pierna a la otra señalando a Solomon que lanzaba.
No se oía ni un susurro en todo el campo. Yo esperaba en la línea de base, con el estómago encogido, mientras Solomon, de pie, se echaba atrás, recuperando el aliento, y recogía la pelota. Ahora ya estaba decidido: esperaría un tiro directo y lo fallaría, dejando así que me eliminara.
¿Creerán que sus siguientes tres pelotas fueron tan retorcidas como la conciencia de un judío? Él estaba exhausto de tanto correr, fatigado como una vaca lechera, y no podía apuntar bien. Las dejé pasar, mientras la multitud rugía decepcionada, y cuando la pelota siguiente pareció errar completamente el blanco, yo tuve que poner un poco de empeño, me gustara o no; me lancé hacia adelante, tratando desesperadamente de empujarla en su dirección, murmurando para mí: «Si no puedes lanzármela, por Dios bendito, al menos ponme fuera de juego, culón inútil», y en mi pánico me tambaleé, di un golpe tal, que envié la maldita pelota a kilómetros por encima de su cabeza. Él se volvió y corrió para ponerse debajo de ella, y no pude hacer nada sino correr hacia el otro lado, rogando a Dios que pudiera cogerla. Estaba todavía en el aire cuando alcancé la línea de base del lanzador, y me volví, mirando hacia atrás mientras corría: él iba corriendo de un lado a otro debajo de la pelota con la boca abierta, los brazos extendidos, mientras todo el campo esperaba sin aliento: allá iba, bajando hacia sus manos expectantes; la agarró, la sujetó, trastabilló, se tambaleó... y horrorizado, vi, mientras la multitud lanzaba un gran alarido, que la pelota se le caía de las manos... Intentó agarrarla desesperadamente, cayó en el césped todo lo largo que era y allí estaba la asquerosa pelota rodando por la hierba y alejándose de él.
—¡Oh... maldito bastardo dedos de mantequilla...! —rugí, pero mi grito se perdió en medio del tumulto. Yo había recuperado ya mi línea de base habiendo marcado uno... pero tenía que intentar el segundo, y corrí con Solomon postrado y la pelota a diez metros de él.
—¡Corre! —chillaban todos—, ¡corre, Flashy! —y el pobre y desesperado Flashy no podía hacer otra cosa que obedecer... El partido estaba en mis manos; con cientos de personas mirando no podía ignorar deliberadamente la oportunidad de ganarlo.
Así que salté hacia adelante de nuevo, lleno de fingido entusiasmo, brincando artísticamente para darle a él una oportunidad de alcanzar la pelota y ponerme fuera de juego; me caí rodando y, maldita sea, aquel animal estaba todavía lamentándose por su fallo. No podía seguir fingiendo siempre, así que seguí adelante, lo más lento que pude, como un hombre exhausto; aun así, habría alcanzado la línea de base antes de que él recuperara la pelota, y ahora su única oportunidad era retroceder unos treinta metros y golpear mi wicket mientras yo corría de vuelta hacia el extremo del bateador. Yo sabía que él carecía de una maldita oportunidad, a aquella distancia; todo lo que podía hacer era dirigirme de cabeza hacia la victoria... y a la ruina a manos de Tighe. La multitud bailaba literalmente mientras yo me acercaba ya a la línea de base (tres zancadas más me llevarían a la meta y a la condenación) y entonces el suelo se levantó suavemente hacia mí, la multitud y el wicket desaparecieron de mi vista, el ruido se extinguió hasta convertirse en un sordo murmullo y me encontré echado confortablemente en el césped, tumbado con toda placidez en la hierba, pensando: eso es, un buen descanso, qué tranquilidad, qué agradable...
Yo miraba al cielo y veía a Félix en medio, mirando hacia abajo y detrás de él la cara carnosa de Mynn, que decía:
—Levantadle la cabeza... dadle aire. Aquí, una bebida —y mis dientes castañeteaban al chocar contra el vaso y noté el ardiente sabor del brandy en la boca. Sentí un espantoso dolor en la parte posterior de la cabeza, vi más caras ansiosas, y oí la voz de Elspeth con distante y penetrante ansiedad, en medio de una confusión de voces.
—¿Qué... qué ha pasado? —dije, mientras me levantaban; notaba las piernas blandas como la gelatina y Mynn tuvo que sujetarme.
—¡Está bien! —gritó Félix—. Ha tratado de tirar tu wicket... y la pelota te ha golpeado en la parte de atrás de la cabeza. ¡Has caído como un conejo al que han disparado!
—Ha tirado tu wicket también... después —dijo Mynn—. ¡Maldito sea!
Yo parpadeé y me toqué la cabeza; me estaba saliendo un chichón como una pelota de fútbol. Y allí estaba Solomon, jadeando como un fuelle, cogiéndome la mano y gritando:
—Mi querido Harry... ¿está bien? Mi pobre amigo... ¡déjeme ver! —lanzaba disculpas sin parar, y Mynn le miraba de manera muy fría, lo noté, Félix estaba nervioso y la gente reunida allí tenía la boca abierta por la conmoción.
—¿Quieres decir... que estoy fuera de juego? —dije yo, tratando de recuperar la conciencia.
—¡Eso me temo! —exclamó Solomon—. Verá, yo estaba tan confuso, cuando tiré la pelota, no me di cuenta de que le había golpeado... le vi tirado ahí, y la pelota suelta... bueno, en mi excitación simplemente corrí y la cogí... y rompí su wicket. Lo siento —repitió—, porque por supuesto nunca me habría aprovechado de una ventaja semejante... si hubiera tenido tiempo para pensar. Todo ha ocurrido tan rápidamente, ya sabe —miró a su alrededor a los otros, sonriendo tímidamente—. Bueno... ha sido como nuestro accidente anterior en el primer turno... cuando Flashy me puso fuera de juego a mí.
Con esto se iniciaron de nuevo los comentarios, y entonces Elspeth se inclinó hacia mí, diciendo algo acerca de mi pobre cabeza y pidiendo unas sales. Yo la tranquilicé mientras iba recuperando la calma y escuchaba el debate: Mynn mantenía firmemente que aquello no era justo, dejar fuera de juego a un tipo cuando estaba medio inconsciente, y Félix dijo: «Bueno, de acuerdo con las reglas, yo estaba prácticamente fuera de juego, y, de todos modos, había ocurrido una cosa por el estilo con la primera mano de Solomon», lo cual era extraordinario, si se ponía uno a pensarlo... Mynn dijo que aquello era diferente, porque yo no me había dado cuenta de que Solomon había caído, y Félix dijo: «Ah, bueno, entonces es eso», pero Solomon no se había dado cuenta tampoco de que yo me había caído, y Mynn murmuró: «Ah, no, vaya por Dios», si ésa era la forma en que jugaban en Eton, a él no le parecía nada bien aquello...
—Pero... ¿quién ha ganado? —preguntó Elspeth.
—Nadie —dijo Félix—. Es un empate. Flashy ha hecho otra carrera, lo que hace que la puntuación se iguale a treinta y uno, y ha quedado fuera de juego antes de que pudiera acabar el segundo. Así que el partido está empatado.
—Y si lo recuerda —dijo Solomon, y aunque su sonrisa era tan franca como siempre, él no podía ocultar el brillo triunfal de sus ojos—, me ha dado ventaja, lo que significa —e hizo una señal hacia Elspeth— que tendré el placer de recibirla a usted, mi querida Diana, y a su padre, a bordo de mi barco para nuestro crucero. Siento de verdad que nuestro juego haya acabado así, querido amigo, pero me siento con derecho a reclamar mi apuesta.
Oh, él tenía razón, y yo lo sabía. Me había pagado con mi propia moneda, por haberle hecho caer en el primer turno. No me consolaba que yo le hubiera dado a mi juego sucio un aspecto mucho más sutil que él, no con Elspeth saltando de emoción, palmoteando exultante y tratando de compadecerme al mismo tiempo.
—Esto no es críquet —me susurró Mynn—, pero no importa. Paga y pon buena cara... Esto es lo más jodido de ser inglés y jugar contra extranjeros: que no son caballeros —dudo que Solomon le oyera; estaba demasiado ocupado gritando, radiante, con su brazo en torno a mis hombros, que allí había champán y ostras y más cerveza para la gente vulgar. Así que él había ganado su apuesta, sin ganar el partido... Bueno, al menos yo estaba a salvo por lo que respectaba a Tighe... y entonces me asaltó el horrible pensamiento, en el momento en que levanté la vista y vi aquel rojo chaleco allá lejos, entre la multitud, con aquella cara de borracho ceñuda por encima de él... me estaba mirando, con los labios apretados, rasgando lo que adiviné era un boleto de apuestas. Inclinó la cabeza hacia mí dos veces, ominosamente, se dio la vuelta y se alejó.
Porque Tighe había perdido su apuesta también. Él había apostado a que yo perdería y Solomon ganaría... y habíamos empatado. Con toda mi indecisión y mala suerte, yo había alcanzado el resultado peor de todos. Había perdido a Elspeth ante Solomon y su maldito crucero (porque no podía negarme a pagar) y le había costado a Tighe mil libras además. Él me denunciaría por coger su dinero, y mandaría a sus rufianes tras de mí, ¡oh, Dios mío!, y allí estaba también el duque, jurando vengarse de mí por desflorar a su lirio de los bosques. ¡Qué asqueroso enredo!
—Bueno, ¿está bien, amigo? —gritó Solomon—. Se ha puesto pálido otra vez... aquí, ayudadme a llevarle a la sombra... ponedle un poco de hielo en la frente...
—Brandy —gruñí yo—. No, no, quiero decir... estoy de primera, sólo es una debilidad pasajera... el golpe y mi vieja herida, ya sabe. Sólo necesito un momento... para recuperarme... centrar mis ideas...
Qué ideas más horribles, por cierto... ¿cómo demonios iba a salir yo de aquel enredo? ¡Y dicen que el críquet es un pasatiempo inocente!
[Extracto del diario de la señora Flashman, junio de 1843.]
Ha ocurrido algo extraordinario... ¡El querido Harry ha consentido en venir con nosotros en nuestro viaje! ¡Y yo soy más feliz de lo que puedo expresar! ¡Incluso ha dejado a un lado sus proyectos de su Alistamiento en la Guardia Real... y todo por mí! Es tan inesperado (pero así es mi querido héroe), ya que en cuanto acabó el partido y Don S. reclamó su premio, H. dijo muy serio que se lo había pensado mejor y que aunque no quería declinar el Ascenso Militar que le habían ofrecido, ¡no podía soportar separarse de mí! Tal Prueba de su Devoción me conmovió hasta las lágrimas, y no pude evitar abrazarle... ¡semejante exhibición supongo que provocaría algún comentario, pero no me importa!
Don S., por supuesto, fue muy amable e insistió en que H. debía venir, una vez se hubo dado cuenta de que mi amado estaba tan decidido. Don S. es muy bueno; le recordó a H. el honor tan enorme que estaba declinando al no ir a la Guardia Real y le preguntó si estaba absolutamente seguro de que deseaba venir con nosotros, explicando que él no habría deseado que H. hiciera ningún sacrificio por nuestra culpa. Pero Mi Amado dijo: «No, gracias, iré, si no le importa», de esa forma suya tan directa, frotándose la pobre cabeza, y con un aspecto pálido, pero decidido. Yo estaba feliz y ansiaba estar con él en privado para poder expresarle mejor mi Profunda Gratitud por su decisión, así como mi eterno amor. Pero, ¡qué lástima!, se me negó por el momento, porque casi al mismo tiempo H. anunció que su decisión precisaba su inmediata partida a la Ciudad, donde tenía muchos Asuntos que resolver antes de que nos hiciéramos a la mar. Yo me ofrecí a acompañarle, por supuesto, pero él no quiso ni oír hablar de ello, tanto se resistía a interrumpir mis vacaciones aquí... ¡es el más Encantador de los Maridos! Tan considerado... Explicó que sus Negocios le tomarían mucho tiempo y no podía calcular dónde estaría durante un par de días, pero que se reuniría con nosotros en Dover, desde donde zarparíamos hacia el Misterioso Oriente.
Así que se ha ido, sin quedarse siquiera para responder a la invitación de nuestro querido amigo el duque que le hizo llamar. Me ha ordenado que responda ante cualquier pregunta que se ha ido, para Negocios Particulares... porque, por supuesto, siempre hay Personas ansiosas de ver y solicitar a mi amado, al haberse hecho tan famoso... no sólo duques y similares, sino también Personas Corrientes, que esperan estrecharle la mano, me atrevo a decir, y luego se lo cuentan a sus Conocidos. Mientras tanto, querido diario, me han dejado sola —excepto por la compañía de Don S., por supuesto, y de mi querido Papá— para preparar la Gran Aventura que se abre ante nosotros, y esperar la Alegre Unión con mi Amado en Dover, que no será sino el preludio, confío, de nuestro Viaje de Cuento de Hadas a lo Romántico Desconocido...
[Fin del extracto— G. de R.]