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Una cosa es decidir si te apuntas al crucero de Solomon, y otra muy diferente estar ya a bordo. Diez días tuve que pasar escondido en Londres y sus alrededores como un conspirador, huyendo de mi propia sombra, y siempre alerta por si aparecían los matones del duque... y los de Daedalus Tighe. Pensarán que soy demasiado precavido, y que el peligro no era tan grande, pero ustedes no conocen lo que la gente como el duque era capaz de hacer en los días de mi juventud. Los de esta calaña pensaban que todavía estaban en el siglo XVIII, y que si les ofendían, podían enviar a sus hampones a machacarte y luego confiar en que su título les librara de las consecuencias. Yo nunca fui un hombre partidario del Reform Bill,[18] pero no hay duda de que la aristocracia necesitaba que le pararan los pies.
De todos modos, no haría falta ser ninguna lumbrera para comprender que debía poner pies en polvorosa durante una temporada. Era muy desagradable tener que abandonar la Guardia Real, pero si Tighe organizaba un escándalo, tendría que dimitir de todos modos... Se puede ser vizconde imbécil con el paladar hendido y, sin embargo, apto para un puesto de mando en la Guardia Real, pero si encuentran que has estado aceptando sobornos de un corredor de apuestas a cambio de favores, que el cielo te coja confesado, no importa lo famoso que seas como soldado. Así que no podía hacer nada sino evitar asomar el hocico hasta que el barco zarpase, y hacer una visita furtiva a la Guardia Real para informar al tío Bindley de las malas noticias. Él se estremeció, incrédulo, cuando se lo dije.
—¿Debo entender que estás rechazando un ascenso, libre de cargas, te lo recuerdo, en la Brigada Real; un ascenso procurado especialmente a instancias de lord Wellington, para ir por esos mundos de Dios con tu mujer, su extraordinario padre y ese... ese ricachón? Tú no necesitas hacer viajes comerciales.
—No puedo evitarlo. No puedo permanecer en Inglaterra ahora.
—¿Te das cuenta de que eso equivale a rechazar un honor del propio Trono?, ¿que nunca podrás esperar un favor semejante? Sé que eres insensible a la mayoría de los dictados comunes de la buena conducta y la discreción, pero seguramente tú puedes comprender...
—¡Maldita sea, tío! —exclamé—. ¡Tengo que irme!
Me miró inclinando su larga nariz.
—Pareces desesperado. ¿Tengo razón al suponer que habrá algún escándalo si no lo haces?
—Sí —admití yo, reacio.
—Bueno, eso es enteramente diferente —exclamó—. ¿Por qué no me lo has dicho desde el principio? Supongo que hay alguna mujer de por medio.
Yo lo admití, y dejé caer una insinuación de que estaba implicado el duque de..., pero que todo era un malentendido, y Bindley suspiró de nuevo y dijo que nunca había conocido una época en la que la calidad de la Cámara de los Pares hubiera caído tan bajo. Hablaría con Wellington, dijo, y como era aconsejable para el crédito de la familia que no pareciera que yo salía huyendo, vería si se podía dar a mi visita al Lejano Oriente algún tono oficial. El resultado fue que un par de días más tarde, en la habitación donde me ocultaba, encima de una casa de empeños, recibí una nota indicándome que me dirigiera a Singapur para examinar y aprobar el primer envío de caballos australianos que llegarían a la primavera siguiente[19] para la compañía india del ejército. Bien hecho, viejo Bindley. A veces el tipo resultaba útil.
Así pues, lo único que tenía que hacer era viajar en secreto a Dover a finales de mes, y así lo hice. Llegué ya oscurecido y recorrí el atestado muelle con mi maleta, esperando que ni Tighe ni el duque hubieran enviado a sus rufianes para interceptarme (no lo habían hecho, por supuesto, pero si yo he vivido tantos años ha sido porque siempre temí lo peor y estuve preparado para ello). Un bote me llevó hasta el bergantín a vapor de Solomon y hubo una emotiva reunión con mis seres queridos: Elspeth se echó en mis brazos preguntándome dónde había estado, porque estaba realmente preocupada, y el viejo Morrison gruñó: «Vaya, ya has llegado, en el último momento, como de costumbre», y murmurando algo sobre los ladrones que van por ahí de noche. Solomon parecía encantado de verme, pero no me engañó: sólo estaba ocultando su disgusto por no tener el campo libre con Elspeth. Aquello casi me consoló de hacer el viaje. Sí, podía ser condenadamente inconveniente, de muchas maneras, y yo no las tenía todas conmigo pretendiendo acercarme a Oriente de nuevo, pero al menos tendría vigilada a esa pelandusca. En realidad, cuando reflexioné, comprendí que era la razón más importante que tenía para ir, incluso más que escapar de Tighe y del duque. Mirando las cosas desde el Canal, aquellos dos ya no me parecían tan terribles, y me resigné a disfrutar del crucero. Vaya, aquello podía resultar bastante divertido.
Algo le tengo que conceder a Solomon, y es que no había mentido acerca del lujo de su bergantín, el Sulu Queen. Era el último grito en barcos de hélice, movido por una rueda a través de su quilla, con dos mástiles para navegar y la chimenea bien atrás, para que toda la cubierta delantera, que nos estaba reservada, se viera libre del espeso humo y del hollín que cubría la popa y dejaba una gran nube negra a nuestro paso. Nuestros camarotes estaban debajo de la cubierta de popa, sin embargo, pero lejos del humo, y eran de primera: muebles de roble atornillados, alfombras persas, mamparas forradas de madera con acuarelas pintadas, un tocador con espejos que hizo que Elspeth lo recibiera con aplausos, cortinas chinas, excelente cristal y un mueble bar bien provisto, ventiladores mecánicos y una cama de matrimonio con sábanas de seda que habría sido el orgullo de una casa de placer de Nueva Orleans. «Bueno —pensé—, esto es mejor que navegar en un Indiaman;[20] aquí estaremos como en casa.»
El resto de las instalaciones iban a juego: el salón donde cenamos no podía ser mejor en comida, licores y servicio. Hasta el viejo Morrison, que no hacía más que gruñir y refunfuñar todo el tiempo, aunque había aceptado venir, disipó sus dudas cuando nos sirvieron nuestra primera comida a bordo. Incluso se le vio sonreír, lo cual apuesto que no hacía desde el último recorte de salarios a sus trabajadores. Solomon era un anfitrión estupendo, que pensaba en todos los detalles para que nos sintiéramos cómodos. Incluso pasó la primera semana bordeando la costa para que nos acostumbrásemos al balanceo del barco, y estaba lleno de atenciones con Elspeth. Cuando ella se dio cuenta de que se había dejado el agua de colonia, hizo que su doncella desembarcara en Portsmouth y fuera a la ciudad a comprarla, con instrucciones de reunirse con nosotros en Plymouth. Era un trato regio, sin duda alguna, y con todos los gastos pagados.
Sólo dos cosas me causaban cierta inquietud en medio de tanto idílico lujo. Uno era la tripulación: no había ni una sola cara blanca entre ellos. Cuando me acompañaron a bordo la primera noche, fui con dos sonrientes tipos de cara amarilla con chaquetones cruzados y los pies descalzos. Intenté hablar con ellos en hindi, pero se limitaron a sonreír enseñando unos colmillos marrones y sacudir la cabeza. Solomon explicó que eran malayos. También había unos cuantos marineros medio árabes a bordo, que hacían de maquinistas y fogoneros, pero ningún europeo excepto el capitán, un franchute lo más seguro, con un toque de negro en el cabello, que tomaba el rancho en su cabina, así que nunca le veíamos. No me preocupaba demasiado la tripulación amarilla, pero prefiero oír una voz británica o yanqui en el castillo de proa; es más tranquilizador. Además, Solomon era un comerciante del Lejano Oriente, y en parte oriental él mismo, así que quizá fuera natural. Él los tenía bien dominados, y ellos se mantenían apartados de nosotros, salvo los criados chinos, que eran zalameros y silenciosos en grado sumo.
La otra cosa era que el Sulu Queen, aunque estaba equipado como un palacio flotante, llevaba diez cañones, lo cual supone casi tanto como lo que lleva un buque de guerra. Yo dije que me parecía mucho para un yate de recreo, y Solomon sonrió y dijo:
—Es un barco demasiado valioso para arriesgarlo en las aguas del Lejano Oriente, donde ni siquiera los navíos británicos y holandeses pueden contar con la más mínima protección. Además —hizo una señal hacia nosotros—, lleva una preciosa carga. La piratería no es desconocida en estas islas, ya saben, y aunque sus víctimas generalmente son indefensas embarcaciones nativas... bueno, creo que hay que ser muy precavidos.
—¿Quiere decir... que hay peligro? —preguntó Morrison con los ojos como platos.
—No —respondió Solomon—, con diez cañones a bordo.
Y para tranquilizar las aprensiones del viejo Morrison y presumir ante Elspeth, hizo que cuarenta de sus tripulantes realizaran una práctica de tiro para nuestro disfrute. Eran habilidosos, desde luego. Se dispersaron por la cubierta limpia y restregada con sus blusas y pantalones cortos, sacaron todas las piezas y atacaron con los proyectiles a golpe de pito del contramaestre árabe, con gran precisión, y después se quedaron quietos de pie junto a sus cañones, como otros tantos ídolos amarillos. Luego hicieron una exhibición de sable y de armas, moviéndose como piezas de relojería, y tuve que admitir que unas tropas entrenadas no lo habrían realizado mejor. Toda aquella rapidez y habilidad hacían que el Sulu Queen estuviera preparado para enfrentarse a cualquier cosa excepto un buque de guerra.
—Es simplemente una precaución añadida —dijo Solomon—. Mis posesiones se encuentran en lugares pacíficos, en el continente malayo en su mayor parte, y tengo mucho cuidado de no aventurarme nunca por aguas menos amistosas. Pero creo que hay que ir preparado —y siguió hablando de sus tanques de agua de hierro, y de los contenedores de comida sellados. Yo habría sido mucho más feliz viendo unas pocas caras blancas y patillas oscuras en torno a nosotros. Éramos sólo tres personas blancas... y Solomon, por supuesto, pero él era extranjero, después de todo.
Sin embargo, estos pensamientos desaparecieron pronto debido al interés del viaje. No les aburriré con descripciones, pero debo decir que fue el crucero más placentero de toda mi vida, y no nos dábamos cuenta de que iban pasando las semanas. Solomon había hablado de llegar a Singapur en tres meses; de hecho, nos costó más del doble de tiempo, y no nos quejamos ni una sola vez. Durante el verano navegamos con mar calma a lo largo de las costas francesas y españolas, visitando Brest, Vigo y Lisboa, agasajados maravillosamente por la burguesía local, ya que Solomon parecía tener una habilidad especial para hacer conocidos fácilmente, y luego nos adentramos en la costa africana, hacia latitudes más cálidas. Ahora lo recuerdo y puedo decir que he hecho ese mismo viaje más veces de las que puedo contar, en todo tipo de barcos desde un Indiaman hasta un barco esclavista, pero éste no fue un viaje corriente... En fin, hicimos picnic en las playas marroquíes, excursiones a las ruinas del desierto más allá de Casablanca, fuimos en camello con guías cubierta la cara con velos, paseamos por mercados bereberes, vimos bailarines que danzaban con fuego ante los macizos muros de viejos castillos corsarios y miembros de las tribus salvajes haciendo carreras de caballos, tomamos café con gobernadores con turbantes de barba blanca, e incluso nos bañamos en aguas azules y cálidas que lamían kilómetros y kilómetros de plateada arena vacía con las palmeras balanceándose en la brisa... y cada noche volvíamos al lujo del Sulu Queen, con su sábanas de nieve y su plata y su cristal brillante, y los delicados camareros chinos que atendían cada uno de nuestros deseos en la fría oscuridad del salón. Bueno, yo fui un príncipe coronado una vez, en mis vagabundeos, pero nunca había visto nada parecido a lo de aquel viaje.
—¡Es un cuento de hadas! —seguía exclamando Elspeth, e incluso el viejo Morrison admitió que no estaba del todo mal... El viejo bastardo se estaba ablandando de veras, y ¿por qué no iba a hacerlo, servido como estaba a cuerpo de rey y con dos musculosos diablos amarillos de ojos como rendijas dispuestos a llevarle a cuestas a tierra y conducirle en un palanquín en nuestras excursiones?
—Esto me está sentando muy bien —decía—, ya puedo notar la mejoría.
Elspeth suspiraba soñadora mientras la abanicaban a la sombra, y Solomon suspiraba y hacía señas al mozo para que pusiera más hielo en los vasos... Oh, sí, incluso tenía un aparato patentado para fabricar hielo escondido en algún sitio, junto a la quilla.
Más al sur, a lo largo de las selváticas y solitarias costas, no faltó la diversión: un crucero río arriba por la selva en la lancha del barco, Elspeth con los ojos como platos a la vista de los cocodrilos, que la hacían temblar deliciosamente, o riendo ante las «monadas» de los macacos, admirada por el brillo del follaje y la vistosidad de los pájaros.
—¿No le dije, Diana, que sería espléndido? —decía Solomon, y Elspeth exclamaba extasiada:
—Oh, sí, lo dijo, lo dijo... ¡pero esto está más allá de todo lo imaginable!
Vimos también peces voladores y delfines. Y una vez dada la vuelta a El Cabo, donde pasamos una semana, bajando a cenar a tierra y asistiendo a un baile en casa del gobernador, que complació infinitamente a Elspeth, llegamos al azul profundo de las aguas del océano Índico, y más maravillas para mis insaciables parientes. Empezamos el largo recorrido hacia la India con un tiempo perfecto, y por la noche Solomon cogía su guitarra y cantaba tristes canciones en la oscuridad; Elspeth dormitaba en una tumbona junto a la borda y Morrison me desafiaba a un écarté o jugábamos al whist, o nos limitábamos a perder el tiempo, tranquilamente. Eran cosas insustanciales, si quieren, pero yo lo toleraba resignadamente... y mantenía los ojos fijos en Solomon.
Ya que no había ninguna duda al respecto; él cambiaba a medida que progresaba el viaje. Le dio bastante el sol, y pronto fue el más moreno de a bordo. De todas formas, también, me recordaba que era al menos medio oriental o nativo. En lugar de su habitual camisa y pantalones empezó a llevar blusa y sarong, diciendo en broma que era el estilo tropical adecuado. Después empezó a llevar los pies descalzos, y una vez, cuando la tripulación se dedicó a pescar tiburones, Solomon echó una mano para alzar al enorme monstruo que se agitaba. Si le hubieran visto, desnudo hasta la cintura, con su robusto cuerpo bronceado chorreando sudor, chillando mientras levantaba la cuerda y gritando rápidas órdenes a sus hombres en un extraño dialecto, se habrían preguntado si aquél era el mismo tipo que había estado lanzando pelotas en Canterbury o hablando de precios en el puerto.
Después, cuando vino a sentarse en el puente para tomar una soda helada, noté que Elspeth miraba sus espléndidos hombros de forma indolente, ya que los oscuros ojos de Solomon brillaron cuando se echó hacia atrás el húmedo cabello negro y le sonrió... Había sido el perfecto amigo de la familia durante meses, saben, ni un toque de las zarpas fuera de sitio... y yo pensé: «Amigo, ¡qué aspecto más condenadamente arrebatador y romántico tiene estos días!». Para empeorar las cosas, había empezado a crecerle la barba, una especie de perilla como la de los negros; Elspeth dijo que le daba un toque de corsario, así que yo tomé nota y le hice dos veces el amor aquella misma noche, para sofocar aquellas fantasías infantiles. Leer a Byron no es bueno para las jovencitas.
Al día siguiente subimos a cubierta y vimos una costa verde muy extensa a pocos kilómetros del puerto, montículos cubiertos de vegetación más allá de la playa y altas montañas detrás; Elspeth quiso saber dónde estábamos. Solomon rió de una forma extraña mientras venía a la bordajunto a nosotros.
—Es el país más extraño del mundo entero, quizás —dijo—. El más extraño... y el más salvaje y cruel. Pocos europeos se aventuran a venir, pero yo lo he visitado es muy rico, ¿saben? —se volvió al viejo Morrison—. Goma y bálsamo, azúcar y seda, índigo y especias... Creo que hay carbón y hierro también. Tengo esperanzas de mejorar el pequeño comercio que he iniciado aquí. Pero son gente salvaje y terrible; uno tiene que actuar con cautela... y no apartar la vista del bote que ha dejado en la playa.
—¡Cómo, don Solomon! —exclamó Elspeth—, ¿No vamos a desembarcar aquí?
—Yo lo haré —contestó él—, pero ustedes no; el Sulu Queen se quedará al pairo... fuera de cualquier posibe peligro.
—¿Qué peligro? —pregunté yo—. ¿Caníbales en canoas de guerra? —él se echó a reír.
—No es eso. ¿Me creerán si les digo que en la capital de este país viven cincuenta mil personas, la mitad de ellas esclavas? Está gobernada por una monstruosa reina negra que se viste a la moda del siglo XVIII, come con los dedos en una mesa cargada de cuberterías europeas de oro y plata, con tarjetas con el nombre ante cada silla y paredes empapeladas con las victorias de Napoleón... Después de comer sale a verificar que los ladrones sean quemados vivos y los cristianos crucificados. Su guardia personal va casi desnuda, pero con unas cartucheras blanqueadas con arcilla, y detrás camina una banda que toca Los granaderos británicos. Sus mayores placeres son la tortura y el homicidio... He visto una ejecución ritual en la cual cientos de personas fueron enterradas vivas, cortadas por la mitad, arrojadas desde...
—¡No, don Solomon, no! —chilló Elspeth, tapándose las orejas, y el viejo Morrison murmuró algo acerca de respetar la presencia de las damas. El don Solomon de Londres nunca habría mencionado tales horrores delante de una dama, y si lo hubiera hecho, se habría disculpado con ella después profusamente. Pero se limitó a sonreír y encogerse de hombros, y pasó a hablar de pájaros y de animales como no se conocían en ningún otro lugar, grandes arañas rojas de la jungla, camaleones fantásticos y las curiosas costumbres de la corte aborigen, que decidía la culpabilidad o la inocencia de un sospechoso dándole al acusado una bebida especial y viendo si la vomitaba o no. Todo aquel lugar estaba gobernado por supersticiones y leyes absurdas, dijo, ¡y pobre del extranjero que tratara de enseñarles algo diferente!
—Debe de ser un lugar bastante curioso —observé—. ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Madagascar —respondió él, y me miró—. Usted habrá estado en algunos sitios terribles, Harry. Si alguna vez tiene la desgracia de naufragar allí —y señaló a la costa verde— ruegue porque le quede una bala —miró para asegurarse de que Elspeth no podía oírle—. El destino del extranjero atrapado en esas costas es demasiado espantoso para ser expresado. Dicen que la reina les da sólo dos usos a los hombres extranjeros: primero, someterlos a su voluntad, ya me entiende, y después, destruirlos con las más espantosas torturas que pueda imaginar.
—Qué damita más juguetona, ¿verdad?
—¿Cree que estoy bromeando? Mi querido amigo, ella mata entre veinte mil y treinta mil seres humanos cada año... Se propone exterminar a todas las tribus menos a la suya propia, ¿sabe? Cuando llegó al trono, hace algunos años, hizo que reunieran a veinticinco mil enemigos, los obligó a arrodillarse en un gran recinto y a una señal, ¡paf! Fueron ejecutados todos a la vez. Conservó unos pocos miles, para colgarlos dentro de unas pieles de buey hasta que se pudrieran... o para cocerlos o tostarlos hasta la muerte. Esto es Madagascar.
—¡Ah, bueno! —repliqué—. Creo que el año que viene iré a Brighton. ¿Y va a desembarcar?
—Sólo por unas horas. El gobernador de Tamitave, en la costa, es un salvaje bastante civilizado... Todos los de la clase gobernante lo son, incluyendo a la reina: vestidos de Bond Street, tal como le he dicho, y un piano en palacio. Es un lugar bastante notable, por cierto, grande como una catedral y cubierto enteramente por campanillas de plata. Dios sabe lo que sucede ahí dentro.
—¿Lo ha visitado?
—Lo he visto... pero no he entrado para tomar el té, como diría usted. En cambio, he hablado con algunos que han estado dentro, que han visto a la reina Ranavalona y viven para contarlo. Europeos, algunos de ellos.
—¿Qué estaban haciendo ahí, por el amor de Dios?
—¿Los europeos? ¡Ah, eran esclavos!
A las primeras de cambio, por supuesto, sospeché que estaba exagerando un poco para impresionar a sus invitados... pero no, no era así. Cada una de las palabras que dijo acerca de Madagascar era tan cierta como los Evangelios... y ni siquiera una décima parte de la verdad. Lo sé: lo averigüé por mí mismo.
Desde el mar aquello parecía bastante plácido. Tamitave era aparentemente un pueblo grande de edificios de madera amarillenta construidos en hileras ordenadas a espaldas de la costa. Había un fuerte de buen tamaño con una gran empalizada a cierta distancia de la ciudad, y unos pocos soldados desfilando en el exterior. Mientras Haslam estuvo en tierra, los examiné con el catalejo: eran unos tipos negros y fornidos con faldas blancas, con lanzas y espadas, muy bien plantados, moviéndose todos a la vez, lo cual es inusual entre las tropas negras. No eran verdaderamente negros; cuando Haslam volvió al barco le acompañaba un barco de escolta, con un tipo en la popa que llevaba una buena imitación de nuestro atuendo naval: levita azul, charreteras, tricornio y galones, saludando como el mejor... Parecía un mexicano o algo así, con su cara redonda, negra y aceitosa, pero los remeros eran de un color marrón oscuro y con el cabello lanoso, con narices rectas y rasgos bastante finos.
Eso fue lo más cerca que estuve yo de los malgaches, por entonces, y pueden convenir conmigo en que fue bastante cerca. Solomon parecía muy satisfecho con el negocio que le había llevado a tierra, y a la mañana siguiente estábamos lejos, en alta mar, con Madagascar ya olvidado detrás de nosotros.
He dicho que no les iba a aburrir con nuestro viaje, así que no haré más que mencionar Ceilán y Madrás, que es todo lo que se merecen, y les llevaré directamente a la bahía de Bengala, pasaremos por las infernales islas de Andamán, al sur junto al Gran Nicobar, y por los estrechos espumeantes donde las grandes medusas nadan entre el continente de Malasia y la extraña jungla de la isla de Sumatra con sus hombres-mono; y hacia el mar de donde nace el sol, al frente, están las Islas. Es una gran cadena brillante que corre a miles de kilómetros desde el sur del mar de la China hasta Australia y el lejano Pacífico al otro lado del mundo. Éso es Oriente... las Islas; y pueden creerlo porque se lo dice uno que tiene la India metida en sus huesos: no hay mar tan azul, ni tierras tan verdes, ni sol tan brillante como el que encontrarán más allá de Singapur. Era lo que había dicho Solomon: «Donde siempre es por la mañana». Así era, y en aquella parte de mi imaginación donde guardo los mejores recuerdos, éste permanecerá siempre.
Pero ése era sólo un aspecto de la cuestión. Entonces no sabía que Singapur era el último lugar civilizado, desde donde se pasaba a un mundo tan terrible como hermoso, rico, salvaje y cruel, más allá de todo lo imaginable, de tierras y mares todavía sin explorar, donde incluso la poderosa Marina Real mandaba sólo unos pocos navíos de guerra para investigar. El puñado de aventureros blancos que habían viajado hasta allí habían sobrevivido por la velocidad de sus quillas y el silencio de sus cañones. Ahora está tranquilo, y la ley británica y holandesa gobierna desde el estrecho de Sonda a las islas Salomón; las costas están tranquilas, las últimas cabezas-trofeo que quedaban en los poblados están viejas y consumidas,[21] y apenas hay un hombre vivo que pueda decir que ha oído resonar los gongs de guerra, ya que las grandes flotas de piratas fueron barridas del mar de Sulú. Pero yo los oigo todavía, con una claridad tremenda, y a pesar de todo lo bueno que haya podido decir de las Islas, puedo asegurarles que si hubiera sabido en aquel primer viaje lo que supe después, habría salido corriendo hasta Madrás.
Pero yo era tan feliz como ignorante, y cuando nos deslizamos junto a las verdes islas en forma de pan de azúcar una bonita mañana de abril de 1844, y echamos el ancla en el fondeadero de Singapur, todo aquello me parecía bastante seguro. La bahía estaba llena de naves. Había al menos un centenar de barcos de vela cuadrada, grandes Indiamen bajo la bandera norteamericana, altos clípers del sur con las barras y las estrellas, barcos mercantes británicos en cantidad, barcos de todas las nacionalidades... Solomon señaló las anclas azules cruzadas de Rusia, las franjas rojas y amarillas de España, el azul y amarillo de Suecia, incluso un león dorado que él dijo que era de Venecia. Más cerca, los rechonchos juncos y largos praos mercantes estaban tan cerca unos de otros que parecía se pudiera andar por encima de ellos y atravesar toda la bahía, hirviendo de tripulaciones medio desnudas de malayos, chinos y gentes de todos los colores desde el amarillo pálido hasta el negro azulado, ensordeciéndonos con sus charlas estridentes mientras los remeros de Solomon conducían la lancha a través del muelle del río. Era una locura; toda Asia parecía haberse congregado en el desembarcadero, llevándose con ellos sus penetrantes olores y ensordecedores sonidos.
Había coolies por todas partes, unos con sus sombreros de paja, otros con sus sucios turbantes, tambaleándose, medio desnudos bajo balas y cajones. Pululaban por los muelles, por los sampanes que taponaban el río, en torno a los almacenes, y entre ellos se abrían paso capitanes yanquis con sus cortas chaquetillas y altos sombreros, quitándose los cigarros de las duras mandíbulas sólo para escupir y blasfemar; judíos armenios con abrigos negros y largas barbas; casacas azules británicos con camisas de lona y pantalones de dril; comerciantes chinos de largo mostacho con sus bonetes redondos, llevados en palanquines; comerciantes británicos de Sonda con pistolas al cinto; correosos hombres de los clípers con gorras de piloto, gritando maldiciones de Liverpool y Nueva York; hacendados con sus gruesos bastones y sus sombreros de ala ancha haciéndose obedecer por los negros; una fila de prisioneros con grilletes caminando pesadamente, con soldados de casaca roja empujándolos y marcando el paso. Oí hablar holandés, alemán, español, hindi y la mayoría de los acentos del inglés: escocés, galés, irlandés y norteamericano, y de diferentes zonas además, todo en el primer minuto. Dios sabe qué lenguas nativas se hablaban allí, pero también las usaban a pleno pulmón, y después de la comparativa tranquilidad a la que estábamos acostumbrados, aquello bastaba para volvernos locos. El olor era también espantoso.
Por supuesto, las zonas ribereñas eran casi igual que en cualquier otro lugar: una vez se salía del río, el lado «Mayfair» de la ciudad, que se extendía al este a lo largo de Beach Road, era un lugar agradable, y allí era donde Solomon tenía su casa, una hermosa mansión de dos plantas rodeada de un jardín extenso, frente al mar. Nos instalaron en unas habitaciones frescas y aireadas, perfectamente equipadas con ventiladores y pantallas, legiones de sirvientes chinos para cuidarnos, bebidas frías a litros y nada que hacer sino descansar en medio de aquel lujo y recuperarnos de los rigores del viaje, lo que hicimos durante las tres semanas siguientes.
Al viejo Morrison le fue estupendamente aquello. Devoraba a un ritmo tal que había engordado de forma alarmante, y todo lo que quería hacer era quedarse echado, eructando y refrescando su naturaleza enfermiza en aquel clima cálido. Elspeth, por otra parte, tenía que levantarse y hacer algo inmediatamente. Salió casi nada más llegar, llevada en un palanquín por unos criados, para hacer los honores a lo que ella llamaba la buena sociedad, averiguar quiénes eran los que contaban y derrochar dinero en las tiendas y bazares. Solomon la llevó a las direcciones adecuadas, la presentó, y luego explicó disculpándose que tenía trabajo que hacer en su casa de cambio en los muelles durante unas semanas; después de lo cual, nos aseguró, que podría llevarnos a ver sus posesiones, que yo creí entender que estaban en alguna parte de la costa este de la península.
Así que allí estaba yo, sin ocupación... ¡Y ya era hora! Nunca me había aburrido tanto en mi vida. Estaba muy bien todo eso del crucero lleno de exquisiteces, pero yo estaba ya hasta la coronilla de Solomon y su mansión flotante con su inmaculado mobiliario y su lujo invariable y todo tan exacto, tan condenadamente correcto. Todas las maravillosas comidas y todos los vinos exquisitos me salían ya por las orejas. Estaba harto de tanta perfección, enfermo de ver el feo hocico de Morrison, de escuchar el incansable parloteo estúpido de Elspeth, y de no tener ni una maldita cosa que hacer sino hartarme de comer y dormir. No había tenido la menor ocasión de dar pábulo a mis vicios desde hacía seis meses... y para mí aquello representaba una vida entera de hambre. Bueno, pensé, si Singapur, el antro de placer de Oriente, no puede proveer a mis necesidades urgentes y proporcionarme la suficiente depravación variada en tres semanas como para soportar el largo viaje de vuelta a casa, es que algo falla; me afeitaré, me cambiaré de camisa y saldremos a conquistar la ciudad.
Di un largo paseo para orientarme y luego entré a fondo. Había ocho calles transversales en la sección de Mayfair, donde estaban las casas buenas, y un ancho parque bajo la colina del Gobernador, donde la buena sociedad se congregaba por las noches. Y, por Júpiter, era una diversión loca, ya lo creo. Podía uno quitarse el sombrero así como unas cien veces en dos horas, y cuando se cansaba de aquello, estaba la frenética y desenfrenada orgía de un paseo en calesa a lo largo de Beach Road, para mirar los barcos o bailar en los salones de reuniones, donde una mujer casada puede incluso bailar una polca con uno, a condición de que tu mujer y su marido estén cerca... Las damas no casadas no bailaban, excepto entre sí, las muy desvergonzadas.
Y luego estaban las cenas en el hotel Dutranquoy, con discusiones posteriores sobre si el Club Raffles debería o no ser resucitado, y cómo estaba progresando el edificio del nuevo Hospital de Pobres Chino, y el precio del azúcar, y el último editorial de la Free Press, y para los espíritus aventureros, un juego de pirámides en la mesa de billar del hotel. Yo jugué dos veces, y me sentí deshonrado por mi bestial indulgencia. Elspeth era infatigable en su persecución del placer, por supuesto, y me arrastró a todos los saraos, bailes y tonterías que pudo encontrar, incluyendo la iglesia dos veces cada domingo, y las reuniones de suscripciones para el nuevo teatro, y varias veces incluso nos reunimos con el coronel Butterworth, el gobernador... «Bueno —pensé yo—, esto será Singapur, pero me moriré si tengo que soportar esta paz por mucho tiempo.»[22]
En una ocasión pregunté a un tipo que me parecía interesante (se puede decir que era un libertino: usaba brillantina) dónde se podían encontrar entretenimientos menos respetables, suponiendo que hubiera alguno, y él se puso un poco rojo y arrastrando los pies dijo:
—En primer lugar, están las procesiones chinas... pero no hay mucha gente que se divierta con ellas, me atrevería a decir. Empiezan en el... ejem... barrio nativo, ya sabe.
—Por Dios —dije yo—, eso es horrible. Quizá podríamos echarles un vistazo un momento... No hace falta que nos quedemos mucho rato.
Él no quería, pero le convencí, y corrimos hacia el paseo, él murmurando que aquello no era adecuado, y qué diría Penélope si se enteraba, él ni se lo imaginaba. Me entró una fiebre de excitación, y palpitaba de emoción cuando llegamos a la vista de la procesión. Veinte chinos golpeando gongs y lanzando humo y silbidos, y media docena de niños vestidos con trajes tártaros con sombrillas, haciendo todos un ruido infernal.
—¿Esto es todo? —pregunté.
—Sí, es todo —dijo él—. Vamos, vámonos... o nos verá alguien. No está... no está bien, sabe, ser visto en estas exhibiciones de nativos, mi querido Flashman.
—Estoy sorprendido de que las autoridades las permitan —apunté, y él dijo que el Free Press estaba muy en contra de aquello, pero las procesiones indias eran incluso peores, con tipos colgando de pértigas y llevando antorchas, y que incluso había oído rumores de que había faquires que andaban sobre carbones encendidos al otro lado del río.
Aquello me puso en la pista correcta. Había visto la ribera, por supuesto, con su gran hilera de edificios y almacenes comerciales, pero la ciudad de los nativos que estaba más allá, en la orilla occidental, parecía muy destartalada y apenas valía la pena explorarla. Desesperado, me aventuré allí una noche cuando Elspeth estaba en una reunión femenina, y fue como poner el pie en un nuevo mundo.
Más allá de las chozas estaba Chinatown: calles brillantemente iluminadas con linternas, casas de juego y casinos estrepitosos en cada esquina, espectáculos y acróbatas, hindúes que caminaban sobre brasas. Mi amigo de la brillantina tenía razón, chulos que se te acercaban a cada paso ofreciéndote a su hermana que era, por supuesto, tan voluptuosa al menos como la reina Victoria (cómo consiguió nuestra soberana convertirse en norma carnal para todo Oriente durante la mayor parte de la última centuria nunca he sido capaz de entenderlo; quizás ellos imaginaban que todos los verdaderos británicos sentían un apetito lujurioso por ella), y por todas partes suficiente carne para satisfacer a un ejército entero: chicas chinas con caras de muñeca de porcelana en las ventanas; altas y graciosas Kling del Coromandel, cimbreándose al pasar y sonriendo bajo sus largas narices; insolentes busconas malayas lanzando risitas y llamándote desde las puertas, sacándose los pechos para que los inspeccionaras. Era una feria de las vanidades convertida en realidad... pero nada recomendable, por supuesto. La mayoría de estas chicas estaban enfermas de sífilis, y no estaban mal para los marineros borrachos apostados en las verandas, a quienes no les preocupaba que les pegaran cualquier cosa —y posiblemente que les apuñalaran tampoco— pero yo tenía que encontrar algo de mejor calidad. No dudaba de que lo haría, y rápidamente, ahora que ya sabía por dónde empezar, pero por el momento me contentaba con pasear y mirar, apartando a los proxenetas y a las putas más atrevidas, volviendo luego al puente sobre el río.
¿Y a quién me encuentro de manos a boca? A Solomon, que volvía tarde de su oficina. Se detuvo en seco al verme.
—Buen Dios —dijo—: no habrá estado en el bazar, ¿verdad? Mi querido amigo, si yo hubiera sabido que quería ver aquello, le habría preparado una escolta... No es el lugar más seguro del mundo, ¿sabe? No es tampoco su estilo, pensaba yo.
Bueno, él lo sabía mejor que yo, pero si quería jugar al inocente, no me importaba. Dije que había sido de lo más interesante, como todas las ciudades, y allí estaba, sano y salvo, ¿no?
—Claro —exclamó él, riendo y cogiéndome del brazo—. Me olvidaba de que habrá visto algo de color local en otras ocasiones. Pero Singapur... bueno, es un lugar sorprendente, incluso para los expertos. Supongo que habrá oído hablar de las bandas de Caras Negras. Son chinos... no tienen nada que ver con los tongs o hues, que son sociedades secretas que gobiernan más lejos... pero son igualmente villanos asesinos. Han llegado incluso al este del río últimamente, según me han dicho: robos, secuestros, ese tipo de cosas, con las caras tiznadas con hollín. Bueno, un civil blanco desarmado y solo... es una presa fácil para ellos. Si quiere ir por allí otra vez —me dirigió una rápida mirada y la apartó—, hágamelo saber; hay algunos buenos restaurantes en el extremo norte de la ciudad de los indígenas... los chinos ricos van por allí, y es muy elegante. El Templo del Cielo es de los mejores. No hay tahúres ni estafadores ni nada de eso, y el servicio es de primera. Buenas actuaciones, danzas típicas... ese tipo de cosas, ya sabe.
¿Y por qué —me pregunté— estaría ahora ofreciéndoseme Solomon a hacer de proxeneta... porque, curiosamente, de eso se trataba? ¿Quería mantenerme entretenido en el pecado mientras él cortejaba a Elspeth, quizás... o era sólo pura cortesía lo de guiarme a los mejores burdeles de la ciudad? Me lo estaba preguntando todavía cuando él siguió:
—Y hablando de chinos ricos, usted y Elspeth no han conocido aún a ninguno, ¿verdad? Pues son los tipos más interesantes de esta colonia. Gente como Whampoa y Tan Tock Seng. Lo arreglaré. Me temo que les he estado descuidando mucho a todos ustedes, pero cuando uno lleva tres años ausente..., hay muchas cosas que hacer, como puede imaginar —sonrió, disculpándose—. Confiéselo... han encontrado nuestras diversiones de Singapur un poco tediosas. La cháchara anticuada de Butterworth... y Logan y Dyce no son precisamente del estilo Hyde Park, ¿verdad? No se preocupe... Procuraré que asistan a una de las fiestas de Whampoa... ¡no se aburrirán, se lo aseguro!
Y no nos aburrimos. Solomon cumplió su palabra. Dos noches después a Elspeth, a mí y al viejo Morrison nos condujeron hasta la propiedad de Whampoa en un coche de cuatro ruedas. Era un lugar soberbio, era más un palacio que una casa, con el jardín resplandeciente de linternas y el anfitrión saludándonos ceremoniosamente en la puerta. Era un chino alto y gordo, con la cabeza afeitada y una coleta que le llegaba a los talones, vestido con una túnica de seda negra bordada con flores verdes y rojas... directamente sacado de Aladino, excepto que tenía un vaso de jerez en una mano; nunca lo dejaba, y nunca estaba vacío tampoco.
—Bienvenidos a mi miserable y humilde alojamiento —dijo, inclinándose tanto como le permitió su vientre—. Es lo que dicen los chinos siempre, ¿no es así? Creo que mi casa es espléndida, incluso la mejor de Singapur, pero puedo decir con toda sinceridad que nunca ha alojado a una visitante tan hermosa —esto iba dirigido a Elspeth, que estaba sin habla ante la magnificencia de los paneles lacados, las esbeltas columnas forradas de pan de oro, los ornamentos de jade y las colgaduras de seda con los cuales el alojamiento de Whampoa parecía estar completamente forrado—. Usted se sentará junto a mí durante la cena, encantadora señora de cabellos dorados, y mientras usted se asombra ante el lujo de mi casa, yo halagaré su exquisita belleza. Así ambos nos aseguraremos una encantadora velada, escuchando lo que más nos deleita.
Y lo hizo. La mantuvo extasiada junto a él, que bebía continuamente su jerez, mientras nosotros tomábamos un banquete chino en un comedor que hacía que Versalles pareciera un desván. La comida era atroz, como pasa siempre con la comida china (algunas de las sopas y las nueces con crema no eran del todo malas, sin embargo), pero las sirvientas eran jóvenes chinas encantadoras con ajustados vestidos de seda, cada uno de un color diferente; incluso los huevos podridos con cobertura de algas y salsa de carroña no parecían tan malos cuando te los ofrecía una chinita encantadora de ojos almendrados que respiraba su perfume encima de ti y se meneaba de la manera más fascinante mientras te cogía la mano con sus dedos de terciopelo para enseñarte cómo se usan los palillos. Al principio no podía sujetarlos; tuvieron que enseñarme dos de ellas, una a cada lado, y Elspeth le dijo a Whampoa que estaba segura de que yo me sentiría mucho más feliz con un cuchillo y un tenedor.
Había pocas personas en la fiesta. Aparte de nosotros tres y Solomon; Balestier, el cónsul norteamericano, según recuerdo, un alegre hacendado yanqui con un montón de buenas historias que contar, y Catchick Moses,[23] un pez gordo de la comunidad armenia, que era el judío más decente que he conocido en mi vida, con quien el viejo Morrison estableció un inmediato entendimiento. Los dos empezaron a discutir sobre tasas de interés, y cuando Whampoa se les unió, Balestier dijo que no descansaría hasta que hubiera inventado una historia que empezara así: «Había una vez un chino, un escocés y un judío», lo cual causó gran regocijo. Era la fiesta más animada de todas a las que yo había asistido, sin que faltara una bebida excelente. Después de un rato Whampoa nos pidió silencio y hubo un poco de teatro, canciones y actuaciones chinas que consistían en una pantomima de lo más bobo, pero con vestidos y máscaras muy bonitos, después actuaron dos bailarinas chinas, unas gatitas deliciosas que, ay, iban vestidas de la cabeza a los pies.
Después Whampoa nos llevó a Elspeth y a mí a dar una vuelta por su asombrosa mansión. Todas las paredes eran pantallas grabadas de marfil y ébano, que debían de dejar pasar condenadas corrientes de aire, pero eran espléndidas, y las puertas eran todas de forma oval, con picaportes de jade y marcos de oro. Yo calculo que aquel lugar debía de valer aproximadamente medio millón. Cuando acabamos, me regaló un cuchillo con incrustaciones de madreperla en forma de cimitarra diminuta. Para probar su filo, dejó caer un finísimo trozo de muselina sobre la hoja y la tela cayó dividida en dos mitades, cortada por su propio e insignificante peso (nunca lo he afilado desde entonces y sigue igual, después de sesenta años). A Elspeth le regaló un pequeño caballo de jade cuya brida y estribos eran diminutas cadenas de jade, todo ello labrado de un solo bloque. ¡Dios sabe cuánto podía valer aquello!
Ella salió corriendo para mostrárselo a los demás, llamando a Solomon para que lo admirara, y Whampoa me dijo tranquilamente:
—¿Hace mucho tiempo que conoce al señor Solomon Haslam?
Le contesté que hacía un año más o menos, en Londres, y él asintió con su gran cabeza calva y volvió hacia mí su cara de Buda.
—Creo que les llevará de crucero por sus plantaciones. Será interesante... Debo preguntarle dónde están. Me gustaría mucho también visitarlas algún día.
Le dije que pensaba que estaban en la península, y él asintió gravemente y bebió un sorbo de jerez.
—Sin duda, lo están. Es un hombre astuto y emprendedor, creo... hace buenos negocios —la risa de Elspeth resonó desde el comedor, y la gorda y redonda cara de Whampoa se arrugó con una dulce sonrisa—. Qué afortunado es usted, señor Flahsman. Yo tengo, a mi humilde manera (que no es totalmente humilde, ya me comprende), gusto por las cosas bellas, y especialmente por las mujeres. Ya han visto —y agitó la mano, con sus uñas asquerosamente largas— que me rodeo de ellas. Pero cuando he visto a su esposa, Elspeth, he comprendido por qué los viejos cuentistas siempre hacen que sus dioses y diosas sean de piel clara y cabello dorado. Si yo fuera cuarenta años más joven, trataría de quitársela —bebió un poco más de amontillado—, sin éxito, por supuesto. Pero tanta belleza... es peligrosa.
Me miró y no sé por qué sentí un escalofrío de miedo... no de él, sino de lo que estaba diciendo. Antes de que pudiera hablar, sin embargo, Elspeth estaba de vuelta, lanzando exclamaciones de nuevo sobre su regalo y balbuceando sus gracias. Él se quedó de pie sonriéndole, como un benigno dios pagano empapado en jerez.
—Déme las gracias, hermosa niña, volviendo otra vez a mi humilde palacio, porque después, sin su presencia, será verdaderamente humilde —dijo.
Nos reunimos con los demás, y fluyeron las gracias y los cumplidos mientras nos despedíamos de aquel lugar deslumbrante, en el que todo era alegría y felicidad..., pero yo seguía temblando mientras nos íbamos, lo cual era extraño, porque aquélla era una noche cálida y fragante.
No puedo explicar por qué, pero después de toda aquella alegría, me fui a la cama de muy mal humor. Al principio lo atribuí a la comida china, y ciertamente hubo algo que me hizo sufrir las más vívidas pesadillas, en las cuales yo jugaba un partido single-wicket por las escaleras de la casa de Whampoa, y sus pequeñas chinitas enfundadas en seda me enseñaban cómo sostener el bate. Esa parte del sueño estaba bien, cuando ellas se me acercaban cariñosamente, susurraban y me guiaban las manos, pero mientras tanto yo era consciente de que unas oscuras formas se movían detrás de las pantallas, y cuando Daedalus Tighe me tiraba algo yo tenía que golpearlo, y era una linterna china, y aquello salió dando botes en la oscuridad, estallando en mil chispas, y el viejo Morrison y el duque salieron persiguiéndome en sarong, gritando que debía correr por toda la casa para marcar un tanto, a interés compuesto, y yo salía, pasando torpemente junto a las pantallas, detrás de las cuales se escondían horrores sin nombre, y yo intentaba coger a Solomon, que volaba como una sombra ante mí, gritando desde la oscuridad que no había ningún peligro, porque él llevaba diez cañones, y yo podía notar que algo o alguien se acercaba a mí por detrás, y la voz de Elspeth me llamaba cada vez más débil, y yo sabía que si miraba hacia atrás vería algo terrible... Pero allí estaba yo, jadeando en la almohada, con la cara empapada de sudor, y Elspeth roncando pacíficamente junto a mí.
Aquello me intranquilizó, se lo aseguro, porque la última vez que tuve una pesadilla fue en la mazmorra de Gul Shah, dos años antes, y aquel recuerdo no era demasiado feliz. (Es algo extraño, por cierto, que normalmente tenga mis peores pesadillas en la cárcel; puedo recordar algunas muy buenas, en la prisión de Fort Raim, en el mar de Aral, donde imaginaba que el viejo Morrison y Rudi Starnberg me pintaban el culo con betún de zapatos, y en el fuerte Gwalior, donde yo, encadenado, bailaba un vals con el capitán Charity Spring dirigiendo la banda, y la más absurda de todas fue en una celda mexicana en tiempo de Juárez, cuando soñaba que estaba cargando los cañones de Balaclava a la cabeza de un escuadrón de esqueletos armados con paletas de albañil, todos cantando: «Ab, absque, coram, de», mientras justo delante de mí lord Cardigan navegaba en su yate, mirándome maliciosamente y arrancándole las ropas a Elspeth. Saben que llevaba una semana entera viviendo a base de judías y chiles.)
En cualquier caso, no dormí bien después de la fiesta de Whampoa, y me sentía muy deprimido y malhumorado al día siguiente, como resultado de lo cual Elspeth y yo reñimos; ella lloró y se enfurruñó hasta que Solomon vino a proponer un Picnic al otro lado de la isla. Daríamos la vuelta navegando en el Sulu Queen, dijo, y lo pasaríamos estupendamente. Elspeth se animó de pronto, y el viejo Morrison aceptó también, pero yo me excusé, alegando una indisposición. Sabía lo que necesitaba para animarme un poco, y no era precisamente un almuerzo al aire libre en los manglares con ellos. Dejémosles que se muevan un poco y así estaré libre para explorar Chinatown más de cerca, y quizá probar el menú de uno de aquellos establecimientos exclusivos que había mencionado Solomon; el Templo del Cielo era el nombre que permanecía en mi mente. Bueno, a lo mejor ellos tenían pequeñas camareras como las de Whampoa, para enseñarte cómo usar los palillos.
Así que cuando los tres se hubieron ido, Elspeth con la nariz arrugada porque yo no estaba dispuesto a reconciliarme, estuve haraganeando hasta la noche y luego llamé a un palanquín. Mis porteadores corrieron por las calles atestadas, y finalmente, al caer la noche, llegamos a nuestro destino, en lo que parecía ser un agradable distrito residencial en el interior de Chinatown, con grandes casas medio escondidas entre bosquecillos de árboles de los cuales colgaban linternas de papel: todo muy tranquilo y discreto.
El Templo del Cielo era un gran edificio enmarcado por una pequeña colina, enteramente rodeada por árboles y arbustos, con un camino serpenteante que conducía a la veranda frontal, toda luces tenues y suave música y sirvientes chinos de un lado para otro haciendo que los invitados se sintieran como en casa. Había un gran comedor muy fresco, donde tomé una excelente comida europea con una botella y media de champán, y estaba ya en plena forma, listo para la guerra, cuando el camarero jefe hindú se acercó para preguntarme si todo estaba en orden, y si el caballero deseaba algo más. ¿Me gustaría ver alguna actuación, una exhibición de arte chino, un concierto, mis gustos eran más bien musicales o...?
—Todo el maldito lote —dije yo—, porque no pienso volver a casa hasta la mañana, ya sabe lo que quiero decir. Llevo seis meses en el mar, así que reúnamelas a todas, Samba, y rápido.
Él sonrió e inclinó la cabeza a su discreta manera india, dio unas palmadas y en el reservado donde yo estaba sentado entró la criatura más encantadora que imaginar pueda. Era china, con un cabello de un negro azulado enrollado por encima de una cara con una perla en color y perfección, con grandes ojos rasgados y un vestido de seda color carmesí ajustado de una forma que los viajeros ingleses podrían describir como «demasiado generosa para el gusto europeo», pero que, si yo hubiera sido un escultor clásico, me habría hecho abandonar el martillo y el cincel y buscar la carne. Llevaba los brazos desnudos, y los extendió en la más encantadora reverencia, sonriendo con unos dientes perfectos entre unos labios del color del buen oporto.
—Ésta es madam Sabba —dijo el camarero—. Ella le conducirá, si su excelencia lo permite...
—Lo haré, ya lo creo —asentí yo—. ¿Por dónde se sube al piso de arriba?
Yo imaginaba que aquello era al modo habitual, ya saben, pero madam Sabba, indicándome que debía seguirla, me condujo desde un arco por un largo corredor, mirando hacia atrás para ver si yo la seguía. Y sí que lo hacía, respirando pesadamente, con los ojos en aquella cintura apretada y aquel trasero oscilante; la atrapé en la puerta del fondo, y empezaba a meterle mano cuando me di cuenta de que estábamos en un porche y ella se apartaba de mi apretado abrazo y me indicaba un palanquín que me esperaba al pie de los escalones.
—¿Qué es esto?
—La diversión —dijo ella—, está un poco lejos. Ellos nos llevarán.
—La diversión —repliqué— está aquí mismo —y la agarré, gruñendo, y la apreté contra mí. Por Dios, ella era un bocado verdaderamente apetitoso. Se retorció contra mí fingiendo que quería soltarse, mientras yo frotaba mi nariz contra ella, inhalando su perfume y besuqueando sus labios y su cara.
—Pero yo sólo soy su guía —rió, apartando la cara a un lado—. Yo le llevaré...
—Hasta el lecho más cercano, cariño. Después seguiré a la guía.
—¿Usted me quiere... a mí? —dijo ella, haciéndose la coqueta, mientras yo la contemplaba lujuriosamente—. Bueno, entonces... no es adecuado aquí. Debemos ir a otro sitio... pero creo que cuando vea lo que se le ofrece, no querrá a Sabba —y metió su lengua en mi boca y luego me empujó hacia el palanquín—. Vamos... nos llevarán rápidamente.
—Si son más de diez metros, será un viaje desperdiciado —dije yo, sobándola mientras subíamos a bordo y apartábamos las cortinas. Yo estaba a punto de estallar, preparado para darle trabajo allí mismo y en aquel momento, pero para mi frustración el palanquín era uno de esos dobles en los que uno se sienta frente al otro, y todo lo que pude hacer fue meterle mano a la delantera en la oscuridad, jurando mientras intentaba desabrocharle el vestido, y estrujando las delicias que estaban debajo de él, mientras ella me besaba y acariciaba, riendo, diciéndome que no fuera impaciente, y los hombres del palanquín corrían, haciéndonos saltar de una forma que hacía imposible emprender ningún trabajo serio. No me importaba adónde nos llevaban, porque con el champán y la pasión yo estaba ausente para todo excepto para la perfumada belleza que me acariciaba en la oscuridad; al final me las arreglé para sacarle un pecho y estaba mordisqueándolo cuando el palanquín se detuvo y madam Sabba gentilmente se liberó.
—Un momento —dijo, y yo podía imaginar cómo se arreglaba el vestido en la oscuridad—. Espere aquí —sus dedos acariciaron suavemente mis labios, hubo un vislumbre de oscuridad cuando ella se deslizó a través de la cortina del palanquín... y luego el silencio.
Esperé, temblando de ansiedad, más o menos durante medio minuto, y saqué la cabeza. Por un momento no pude ver nada en la oscuridad, y luego vi que el palanquín se había detenido en una calle de aspecto vulgar, entre edificios oscuros y cerrados, pero de los hombres del palanquín y de madam Sabba no había ni rastro. Sólo sombras, ni una luz en ninguna parte, ni un sonido excepto el débil murmullo de la ciudad muy lejos de allí.
Mi asombro duró quizá dos segundos más, y fue reemplazado por la rabia mientras apartaba la cortina del palanquín y salía a trompicones, maldiciendo. No había tenido tiempo ni de sentir el primer escalofrío debido al miedo cuando vi las negras sombras moviéndose en la oscuridad al final de la calle, deslizándose silenciosamente hacia mí.
No estoy orgulloso de lo que ocurrió inmediatamente después. Por supuesto, yo era muy joven e inconsciente, y mis grandes días de huidas y evasiones estaban todavía por llegar, pero aun así, dada mi experiencia afgana y mi cobardía natural, mi reacción fue inexcusable. En mis años de madurez, no he perdido preciosos segundos en juramentos. Mucho antes incluso de que aparecieran las figuras furtivas, me habría dado cuenta de que la desaparición de madam Sabba presagiaba un peligro mortal, y habría saltado el muro más cercano dirigiéndome hacia lugares más concurridos. Pero entonces, en mi juvenil locura e ignorancia, me quedé allí quieto, con la boca abierta, gritando:
—¿Quién demonios sois y qué queréis? ¿Dónde está la puta, maldita sea?
Entonces hubo carreras de pasos amortiguados, y vi con la velocidad del rayo que me habían llevado a la muerte. Por fin apareció el mejor Flashy, pero cuando ya era demasiado tarde. Un grito, tres zancadas y yo estaba ya saltando la débil valla entre dos casas; por un instante estuve con un pie a cada lado, y vi fugazmente cuatro siluetas negras que venían hacia mí a una espantosa velocidad; algo voló por encima de mi cabeza; me agaché y corrí a lo largo de la avenida que estaba más allá, oyendo los suaves pasos detrás mientras ellos giraban y me seguían. Eché a correr a toda velocidad, aullando sin parar: ¡Socorro! con toda la fuerza de mis pulmones. Doblé luego la esquina y corrí como alma que lleva el diablo por la calle.
Fue mi cobardía la que me salvó, nada más. Un héroe no se habría quedado en aquel lugar para luchar, no con todas las probabilidades en contra, pero al menos habría mirado hacia atrás para ver lo cerca que estaban los perseguidores, o incluso se habría parado a considerar por qué camino seguir corriendo. Lo cual habría sido fatal, porque la velocidad a la que se movían ellos era aterradora. Capté un atisbo del que iba en cabeza cuando dimos la vuelta a la esquina: una negra silueta que se movía como una pantera, con algo brillante en la mano... y continué corriendo presa del pánico, de una calle a otra, salvando todos los impedimentos. Gritaba con fuerza y pedía socorro, pero al mismo tiempo iba a la mayor velocidad que podía a cada zancada. Eso es algo que tenéis que recordar vosotros, jóvenes: cuando corráis, corred a toda velocidad, sin pensar en nada más; no miréis, ni escuchéis, ni dudéis siquiera por un instante; dejad que el terror siga su curso, porque es el mejor amigo que podéis tener.
Él me llevó en cabeza durante quinientos metros, calculo, a través de calles y avenidas desiertas, vallas, patios y tuberías, y ni un atisbo de ser humano alguno, hasta que doblé una esquina y me encontré encarado a un estrecho callejón que obviamente conducía a una calle más frecuentada, porque en el lejano final había linternas y figuras que se movían, y más allá, contra el cielo nocturno, los mástiles y palos de los barcos bajo unas luces oscilantes.
—¡Socorro! —aullaba yo—. ¡Criminales! ¡Asesinos! ¡Que me matan! ¡Socorro!
Yo iba corriendo por la calle mientras gritaba y, como un idiota, volví la vista atrás: allí estaba, como un ángel exterminador negro apareciendo por la esquina apenas veinte metros por detrás. Seguí corriendo, pero al volver la cabeza había perdido la orientación; de repente se atravesó en mi camino una carretilla vacía, abandonada por algún coolie infernalmente descuidado en medio de la calle, y al tratar de evitarla tropecé y caí de bruces con los brazos extendidos. Al momento estaba de pie otra vez, delante de mí alguien gritaba, pero mi perseguidor había acortado la distancia a la mitad, y mientras yo le dirigía otra mirada aterrorizada por encima del hombro, vi su mano echarse atrás por encima de la cabeza, algo brilló y zumbó en el aire, un espantoso dolor me taladró el hombro izquierdo y caí despatarrado en una pila de cajas: la hachuela voladora cayó al suelo junto a mí.
Ahora me tenía cogido. Saltó por encima de la carretilla como un corredor de vallas, aterrizó de pie y mientras yo trataba vanamente de gatear para cubrirme entre las cajas rotas, sacó una segunda hachuela de su cinturón, la sopesó en la mano y apuntó cuidadosamente. Ante mí, en la calle, oía el ruido de carreras y una voz que gritaba, pero era demasiado tarde para mí... todavía puedo ver a aquella horrible figura a la luz de la linterna, la brillante y negra pintura como una máscara sobre su cabeza china lisa como una calavera, el brazo echado hacia atrás para lanzar la hachuela...
—¡Jingo! —exclamó una voz, y al mismo tiempo algo zumbó en el aire por encima de mi cabeza, el hombre de la hachuela lanzó un chillido, su cuerpo giró sobre sí mismo de puntillas y para mi sorpresa vi claramente de perfil un objeto como una corta aguja de hacer media que sobresalía de su mentón. Sus dedos intentaron agarrarlo, y entonces su cuerpo entero pareció derrumbarse bajo su peso, y cayó redondo en la calle. Sin ser consciente de imitarle, yo hice lo mismo.
Si me desvanecí por el dolor y la conmoción, debió de ser solamente por un momento, porque enseguida fui consciente de que unas fuertes manos me agarraban y una voz inglesa decía: «Ya te lo decía, le han pinchado un poco. Aquí, siéntale contra la pared». Y había otras voces que se mezclaban asombrosamente:
—¿Cómo está el chino?
—Muerto como mi abuela... Jingo le ha dado de lleno en el buche.
—Por todos los demonios, qué habilidad... ¡Mira, mira aquí, está empezando a moverse!
—Bueno, le ha dado, el veneno está trabajando, aunque esté muerto. ¡Si eso no acaba con todo!
—Confiemos en nuestro pequeño Jingo... Les corta la garganta y los envenena después, sólo para divertirse, ¿verdad?
Yo estaba demasiado conmocionado para entender todo aquello, pero una palabra en su absurda conversación sacudió mis desordenados sentidos:
—¡Veneno! —jadeé—. El hacha... ¡envenenada! Oh, Dios mío, voy a morir, llamen a un médico... ya no me siento el brazo...
Y abrí los ojos y vi una escena asombrosa. Frente a mí estaba en cuclillas un nativo de facciones espantosas, que no llevaba otra ropa que un taparrabo y sujetaba una larga cerbatana de bambú. Junto a él se hallaba un tipo corpulento de aspecto árabe, con pantalones blancos y una faja carmesí, un pañuelo verde en torno a su cabeza de halcón y una gran barba roja que caía ondulante hasta la cintura. Había otros dos nativos medio desnudos, dos o tres que eran obviamente marineros con pantalones de dril y gorras, y arrodillado a mi derecha un tipo joven de cabello rubio con un jersey rayado. Era el grupo más abigarrado que había tenido nunca ante mis ojos, pero cuando volví la cabeza para ver quién estaba hurgándome dolorosamente en el hombro herido, me olvidé completamente de los otros... Aquel tipo atraía las miradas.
Tenía cara de niño, ésa fue mi primera impresión, a pesar de sus rasgos duros y bronceados, los toques de gris en el oscuro cabello rizado y las largas patillas, los duros rayos de su boca y mandíbula y la cicatriz de sable medio curada que corría desde su ceja derecha hasta la mejilla. Tenía unos cuarenta años, y ciertamente no habían sido años tranquilos, pero los ojos azules eran tan inocentes como los de un niño de diez años y cuando sonreía, como lo estaba haciendo ahora, uno pensaba en manzanas robadas y chinchetas en la silla del maestro.
—¿Veneno? —dijo, rasgando mi manga empapada en sangre—. Ni una pizca. Los hombres de las hachas chinos no lo usan, ¿sabe? Eso es sólo para salvajes ignorantes como Jingo, aquí presente... Dile «hola» al caballero, Jingo —y mientras el salvaje de la cerbatana inclinaba la cabeza hacia mí con una espantosa mueca, aquel tipo dejó de maltratar mi hombro y acercándose al cuerpo de mi perseguidor caído, sacó aquella cosa que parecía una aguja de media de su cuello.
—Vea esto —dijo, sujetándola delicadamente, y yo vi que era un dardo delgado de alrededor de treinta centímetros de largo—. Es lo que más le gusta a Jingo... y le ha salvado la vida, ¿verdad, Jingo? Por supuesto, cualquier iban que merezca tal nombre puede darle a un penique a veinte metros, pero Jingo puede hacerlo a cincuenta. Con veneno radjun en la punta... No es fatal para los humanos, normalmente, pero tampoco hace falta si el dardo te atraviesa la yugular, ¿verdad? —Él arrojó aquella cosa infernal a un lado y volvió a hurgar en mi herida, canturreando bajito:
Has estado alguna vez en Mobile, en la bahía
Retorciendo algodón por un dólar al día,
y cantando: «Johnny ya se ha ido a Hilo».
El dolor me hizo dar un chillido y él me lo reprochó chasqueando la lengua.
—No jure —dijo—. Eso no hace más que excitarle, y además no irá al cielo cuando muera. De todos modos, chillar no solucionará las cosas... es sólo un arañazo, dos puntos y estará fresco como una lechuga.
—¡Estoy en la agonía! —gemí yo—. ¡Me estoy desangrando a chorros!
—No, no es así. De todos modos, un tipo fuerte y saludable como usted no echará de menos un poco de sangre. No sea marica. Cuando me hicieron a mí esto —se tocó la cicatriz—, no dije ni pío. ¿Lo hice acaso, Stuart?
—Sí, lo hiciste —dijo el tipo rubio—. Aullabas como un toro y llamabas a tu mamá.
—Eso es una asquerosa mentira. ¿Verdad, Paitingi?
El árabe de la barba roja escupió.
—A ti te gusta que te hieran —dijo, con un fuerte acento escocés—. ¿Vas a dejar a este tipo aquí tirado toda la noche?
—Deberíamos hacer que Mackenzie le echara un vistazo, J. B. —dijo el tipo rubio—. Tiene un aspecto muy alelado.
—Es la conmoción —dijo mi ángel guardián, que estaba anudando su pañuelo en torno a mi hombro, acompañado por mis quejidos—. Aquí, ahora... ya está. Sí, dejemos que Mac le vea y estará preparado para enfrentarse a veinte tipos con hachas mañana. ¿Verdad, amigo? —y aquel loco, sonriendo, me hizo un guiño y me dio unas palmaditas en la cabeza—. ¿Por cierto, por qué le iban persiguiendo esos tipos? Era un Cara Negra; normalmente, suelen cazar en grupo.
Entre gemidos, le conté cómo mi palanquín había sido asaltado por cuatro individuos —no expliqué nada de madam Sabba— y él dejó de sonreír y puso cara de asesino.
—¡Cobardes vagabundos, serpientes! —gritó—. No sé en qué demonios está pensando la policía... ¡Si me los dejaran a mí, yo eliminaría a estos sinvergüenzas en quince días, os lo aseguro! —parecía el hombre adecuado para hacerlo—. Todo esto es horrible. Ha tenido suerte de que estuviéramos por aquí. ¿Cree que puede caminar? Venga, Stuart, ayúdale a levantarse. Así —gritó aquel bruto, mientras ellos me ponían en pie—, se encuentra mejor ahora, ¿verdad?
En cualquier otro momento le habría dicho cuatro cosas, porque no hay nada que deteste más que esos sanos, autosuficientes y musculosos cristianos que siempre están aliviándote de tus problemas cuando lo único que quieres es quejarte. Pero yo estaba demasiado atontado por el dolor del hombro, y además, él y su asombroso grupo de marineros y salvajes ciertamente me habían salvado el pellejo, así que me sentí obligado a darles las gracias como pude. J. B. se rió y dijo que todo era por una buena causa, y gratis, y que me llevarían a casa en un palanquín. Así que mientras algunos salían gritando para encontrar uno, él y los otros me apoyaron contra la pared, y luego se quedaron de pie y discutieron qué hacer con el chino muerto.
Era una conversación notable, a su manera. Alguien sugirió, bastante sensatamente, que debían llevárselo y entregarlo a la policía, pero el tipo rubio, Stuart, dijo que no, que debían dejarlo allí tirado y escribir una carta al Free Press quejándose de que hubiera basura en las calles. El árabe, cuyo nombre era Paitingi Ali y cuyo acento escocés yo encontraba increíble, estaba por darle un entierro cristiano, y el pequeño y espantoso nativo, Jingo, parloteando excitado y dando golpes con los pies, aparentemente quería cortarle la cabeza y llevársela a casa.
—No puedes hacer eso —dijo Stuart—. No puedes curtirla hasta que vayamos a Kuching, y se pudriría mucho antes.
—No lo consentiré —dijo J. B., que obviamente era el líder—. Cortar cabezas es una práctica bárbara, y estoy decidido a eliminarla. Pero, sabéis —añadió—, la sugerencia de Jingo, a su manera, merece más consideración que las vuestras... la cabeza es suya, porque él ha matado al tipo. Ah, aquí está Crimble con el palanquín. Vamos, amigo.
Yo me preguntaba, oyéndoles hablar, si la herida me hacía delirar o si había caído entre una partida de lunáticos. Pero estaba demasiado dolorido para preocuparme; les dejé que me colocaran en el palanquín y me eché allí medio inconsciente mientras debatían dónde podían encontrar a Mackenzie —que supuse sería un médico— a aquellas horas de la noche. Nadie parecía saber dónde se encontraría, y alguien recordó que había ido a jugar al ajedrez con Whampoa. Me quedaba el suficiente sentido para recordar el nombre, y gruñí que la mansión de Whampoa me convenía estupendamente: pensar que sus deliciosas chinitas podían hacerme de enfermeras era una idea particularmente consoladora en aquel momento.
—¿Conoce a Whampoa? —dijo J. B.—. Bueno, eso lo arregla todo. Llévale, Stuart. Por cierto —me dijo, mientras ellos levantaban el palanquín—, mi nombre es Brooke... James Brooke[24] conocido como J. B. ¿Y usted es el señor...?
Se lo dije, e incluso en mi condición de medio invalido fue una satisfacción ver que los azules ojos se abrían sorprendidos.
—¿No será el tipo de Afganistán...? ¡Vaya, estoy pasmado! ¡Llevo dos años deseando conocerle! Y pensar que si no hubiéramos pasado por allí, usted estaría...
Mi cabeza giraba comó un torbellino con el dolor y la fatiga, y no oí nada más. Tengo un recuerdo muy débil de la carrera del palanquín, y las voces de mi escolta cantando:
Has visto al jefe de la plantación,
su mujer es morena y su caballo trotón,
canta: «Johnny ya se ha ido a Hilo, pobretón».
Pero me debí de desmayar, porque lo último que recuerdo es el asfixiante hedor del amoníaco bajo mi nariz, y cuando abrí los ojos vi una luz brillante. Yo me encontraba sentado en una silla en el vestíbulo de Whampoa. Me habían quitado la chaqueta y la camisa, y un tipo robusto de barba negra me estaba haciendo chillar de dolor con un trapo mojado en agua hirviendo aplicado a mi herida... Sin embargo, junto a él estaba una de aquellas bellezas de ojos almendrados, sosteniendo una palangana con agua humeante. Era la única visión agradable en la habitación, ya que mientras yo parpadeaba ante la luz reflejada en toda aquella magnificencia de plata y jade y marfil, vi que las caras que me miraban en círculo estaban solemnes y silenciosas y quietas como estatuas.
Allí estaba el propio Whampoa, en el centro, impasible como siempre con su espléndido traje de seda negra; junto a él, Catchick Moses, con su cabeza brillante con su amable bola y su amable cara judía pálida por la preocupación; Brooke, sin sonreír ahora..., su mandíbula y su boca duras como la piedra y, detrás de él el amable Stuart la viva imagen de la piedad y el horror... ¿qué demonios estarían mirando?, me pregunté, porque vaya, yo tampoco estaba tan enfermo. Entonces Whampoa habló, y comprendí, porque lo que dijo fue lo más terrorífico de aquella noche, y comparado con ello, el dolor de mi herida pareció insignificante. Tuvo que repetirlo dos veces antes de que penetrara en mi mente, y lo único que pude hacer fue quedarme allí sentado, mirándole con horror e incredulidad.
—Su bella esposa, la señora Elspeth... no está. Ese hombre, Solomon Haslam, la ha secuestrado. El Sulu Queen ha zarpado de Singapur esta noche, nadie sabe hacia dónde.
[Extracto del diario de la señora Flashman, julio de 1844.]
¡Perdida! ¡Perdida! ¡Perdida! Nunca he estado tan Sorprendida en mi vida. En un momento dado, estaba segura con Tranquilidad y Afecto, entre Amigos Cariñosos y Conocidos, protegida por la Devoción de un Marido Fiel y un Padre Generoso... al momento siguiente, horriblemente raptada robada por uno a quien al que yo había estimado y en quien había confiado casi más que en cualquier otro caballero que conociera (excepto por supuesto H. y mi querido Papá). ¿Volveré a verles alguna vez? ¿Qué terrible destino me espera en el futuro...? ¡Ah, puedo adivinarlo demasiado bien, porque he visto la Detestable Pasión en sus ojos, y no hay ni que pensar en que me haya secuestrado tan cruelmente con otro objetivo! Estoy tan afectada por la Vergüenza y el Terror que creo que perderé la Razón... Por si esto ocurriera, ¡debo registrar mi Miserable Padecimiento mientras me quede algo de claridad de mente y pueda sujetar todavía mi temblorosa pluma!
¡Ay dolor!, me separé de mi querido H. con discordia y enfado... y por un Incidente Insignificante, porque él tiró la taza de café contra la pared y le dio una patada al criado... que era ni más ni menos lo que aquel bobo se merecía, porque su comportamiento había sido Descuidado y Familiar, y no se limpiaba las uñas antes de servirnos y yo, como una Miserable Regañona, le hice reproches a Mi Amado, y tomé partido por el Mal Sirviente, así que estuvimos de morros todo el desayuno, y cambiamos solamente unas Breves Observaciones durante la mayor parte del día, con Pucheros y Dengues por mi indigna parte, y Miradas Oscuras y Exclamaciones de mi Querido..., pero ahora veo lo contenido que se mostró él con una criatura tan Perversa y Desagradable como yo.
¡Oh!, qué Desgraciada, indigna mujer soy, porque con un Cruel Enfado acompañé a Don S., esa Víbora, a la excursión que propuso, pensando en castigar a mi Querido, paciente, dulce Protector... ¡oh, he sido castigada por mi egoísta y maliciosa conducta!
Todo fue bien en nuestro picnic en la costa, aunque yo creo que el champán no tenía gas y me hizo sentir extrañamente adormilada, así que tuve que ir al barco a echarme un rato. Sin pensar en el Peligro me dormí, y me desperté para encontrar que habíamos zarpado y Don S. estaba en cubierta instruyendo a su gente para ir a toda velocidad.
—¿Dónde está Papá —grité yo— y por qué nos estamos alejando de la costa? Mire, Don Solomon, el sol se está poniendo, ¡debemos volver!
Su cara estaba Pálida, a pesar de su color cálido, y su mirada era Salvaje. Con brutal franqueza, aunque en un Tono Moderado, me dijo que debía Resignarme, porque nunca volvería a ver a mi Papá.
—¿Qué quiere decir, Don Solomon? —grité—. ¡Estamos comprometidos para cenar esta noche con la señora de Alec Middleton!
Fue entonces, con una voz llena de sentimiento que me conmovió, tan diferente de su habitual forma Controlada de hablar, aunque yo podía notar que estaba luchando por controlar su Emoción, cuando me dijo que no podíamos regresar, que él era presa de una Pasión Devoradora por mí desde el Primer Momento en que nos conocimos.
—La suerte está echada —declaró—. No puedo vivir sin ti, así que tengo que hacerte mía, frente al mundo y frente a tu marido, aunque eso signifique que debo cortar todos mis lazos con la vida civilizada, y tomarte más allá de toda persecución, llevándote a mi propio reino distante, donde, te lo aseguro, gobernarás como Reina no sólo en mis Posesiones, sino también en mi Corazón.
—Eso es una locura, Don Solomon —exclamé yo—. No me he traído ropa. Además, soy una mujer casada, con una Posición Social.
Él dijo que no me preocupara por eso, y cogiéndome súbitamente en un Poderoso Abrazo que me quitó la respiración, juró que yo le amaba también... que se había dado cuenta por unos Signos Alentadores que había detectado en mí, todo lo cual, por supuesto, era una Odiosa Invención que su Cerebro Enfebrecido había confundido con las cortesías comunes y pequeñas bromas que una Dama acostumbra conceder a un Caballero.
Yo estaba muy asustada por la espantosa posición en la que me encontraba, tan inesperadamente, pero no tanto como para perder mi capacidad de Análisis Cuidadoso. Una vez que le rogué que se arrepintiera de su locura, que sólo podía conducir a la vergüenza para mí y a la Ruina para él, incluso habiéndome rebajado hasta el extremo de luchar vanamente en su apretado abrazo, brutalmente fuerte e inflexible, pedir socorro en voz alta y darle patadas en las espinillas, me calmé un poco, y fingí Desmayarme. Recordé que no hay Emergencia que esté por encima de la Capacidad de una mujer Británica Decidida, especialmente si es Escocesa, y recobré el coraje al recordar la lección que nos proporcionó nuestro maestro, el señor Buchanan, en la Academia Renfrew para Jóvenes Damas y Caballeros —ah, mi querido hogar, ¿me han apartado para siempre de los Escenarios de mi Infancia?— de que en los Momentos de Peligro es de la mayor importancia tomar Medidas Adecuadas y entonces actuar con arrojo y rapidez.
Así que me quedé desmayada en la presa cruel de mi Captor (aunque sin duda quería ser Afectuosa) y él relajó su vigilancia, y entonces me liberé y corrí hasta la barandilla, intentando arrojarme a merced de las olas, y nadar hasta la costa, porque soy una Buena Nadadora, y poseo el certificado de Salvamento de Vida de Ahogados de la Sociedad Escocesa Oriental para la Mejora Física, habiendo sido entre las primeras en recibirlo cuando la Institución se fundó en 1835, o quizás en 1836, cuando yo era todavía una niña. No estábamos muy lejos de la costa, pero antes de que pudiera lanzarme al mar, confiando en Dios Todopoderoso, uno de los Espantosos y Apestosos nativos de Don S. me agarró, y a pesar de mis forcejeos, me llevó abajo, a las órdenes de Don S., y estoy confinada en el salón, donde escribo este melancólico relato.
¿Qué voy a hacer? Oh, Harry, Harry, querido Harry, ¡ven y sálvame! Perdona mi conducta Inconsciente y Caprichosa y rescátame de las Garras de este Hombre Indecente. Creo que está loco... y, sin embargo, tales Obsesiones Apasionadas no dejan de ser comunes, creo, y no soy insensible a la Mirada que he visto asomar en otros de su sexo, que han alabado mis atractivos, así que no puedo pretender que no entiendo las razones de esta Horrible y Poco Galante Conducta. Mi temor es que antes de que pueda llegarme la Ayuda, su Bestialidad pueda sobreponerse a sus Sentimientos más Refinados... e incluso ahora no puedo concebir que él haya Olvidado completamente las Buenas Maneras, aunque por cuánto tiempo continuará su control, eso no puedo decirlo.
Así que ven rápido, rápido, querido mío, porque ¿cómo puedo yo, débil e indefensa como soy, resistir sin ayuda? Estoy sumida en el terror y la confusión a las 9 de la noche. El tiempo continúa bueno.
[Fin del extracto. Éstas son las consecuencias de la conducta atrevida e inmodesta— G. de R.]