5

—Me culpo a mí mismo —dijo Whampoa bebiendo su jerez—. Está uno haciendo negocios con un hombre muchos años, y si tiene crédito y su mercancía es buena, uno le da al ábaco y deja a un lado las dudas que siente al mirarle a los ojos. —Estaba sentado detrás de su gran escritorio, impasible como un Buda, con una de sus pequeñas sirvientas junto a él con la botella de amontillado—. Sabía que no era de fiar, pero le dejaba hacer, incluso cuando vi cómo miraba a su dama rubia hace dos noches. Aquello me preocupó, pero soy un cobarde, un bobo estúpido y egoísta, así que no hice nada. Usted me reprochará todo esto, señor Flashman, y yo tendré que agachar mi inútil cabeza ante su merecida censura.

Inclinó su cabeza hacia mí mientras le volvían a llenar el vaso, y Catchick Moses estalló:

—No tan estúpido como yo, ¡por el amor de Dios!, y yo soy un hombre de negocios, según dicen. ¿Acaso no vi la semana pasada cómo liquidaba sus bienes, cerraba sus almacenes, vendía sus mercancías a mis representantes y subastaba sus barcazas? —extendió las manos—. ¿A quién le importaba? Era un hombre con dinero en mano, pero, ¿me preocupé yo de saber de dónde procedía o por qué nadie le conocía hace diez años? Trataba con especias, decían, con seda y con antimonio y Dios sabe con qué más, que tenía plantaciones por la costa y algo más en las islas... ¿Y ahora viene usted y nos dice que nadie ha visto jamás sus posesiones?

—Esa es la información que he recogido en las últimas horas —dijo Whampoa gravemente—. Y consiste en lo siguiente: tiene grandes riquezas, pero nadie sabe de dónde proceden. Es un intermediario de Singapur, pero no está solo en esto. Su nombre vale algo porque hace buenos negocios...

—¡Y ahora nos la ha jugado! —gritó Catchick—. ¡Esto, en Singapur! ¡Ante nuestras propias narices, en la comunidad más respetable de Asia, secuestra a una dama inglesa...! Qué dirá el mundo entero, ¿eh? ¿Dónde quedará nuestra reputación, nuestro buen nombre, si se puede saber? ¡Y se ha ido, el cielo sabe adónde, a bordo de su maldito bergantín! Piratas nos llamarán... ¡ladrones y secuestradores! Te lo digo, Whampoa, esto arruinará los negocios al menos durante cinco años...

—¡En el nombre del cielo, hombre! —bramó Brooke—. ¡Esto puede arruinar a la señora Flashman para siempre!

—¡Oh...! —exclamó Catchick, sujetándose la cabeza con las manos, y vino corriendo hacia mí y puso su mano en mi hombro, apretándomelo—. ¡Pobre amigo mío, perdóneme! —graznó—. ¡Mi pobre amigo!

Era al amanecer, y llevábamos dos horas engrescados en aquella conversación. Al menos ellos; yo me limité a quedarme sentado en silencio, sumido en la más completa conmoción y presa del dolor; Catchick Moses peroraba, y se tiraba de las patillas; Whampoa se insultaba a sí mismo en términos precisos y se bebía cinco litros de manzanilla; Balestier, el cónsul norteamericano, a quien habían mandado llamar, maldecía a Solomon, lo mandaba al infierno y más allá todavía, y dos o tres ciudadanos movían la cabeza alarmados. Brooke se contentaba con escuchar, máxime habiendo enviado a su gente a recoger noticias. También había un goteo constante de chinos de Whampoa que venían a informar, pero añadían poco a lo que ya sabíamos. Era un conocimiento suficiente, duro e increíble.

En su mayor parte procedía del viejo Morrison, que había sido abandonado en la bahía de la isla donde el grupo había hecho Picnic. Se había ido a dormir, decía, repleto de bebida drogada, sin duda, y al despertarse comprobó que el Sulu Queen estaba lejos en alta mar, dirigiéndose hacia el este. Esto se lo confirmó el capitán de un clíper norteamericano, un tal Waterman, que había pasado junto al barco mientras entraba en el puerto. Morrison fue recogido por unos pescadores nativos y llegó al muelle después de caer la noche y contó su historia. Ahora toda la comunidad en pleno estaba alborotada. Whampoa se había ocupado personalmente de llegar al fondo del asunto —tenía tentáculos por todas partes, por supuesto— y había enviado a Morrison a dormir al piso de arriba, donde el viejo chivo se hallaba en un estado de postración. Habían informado al gobernador, y el resultado fueron ceños fruncidos, juramentos, puños en alto y mucha venta de sales en las tiendas. Nada había causado una sensación como aquélla desde la última tómbola de la Iglesia Presbiteriana. Pero, por supuesto, no habían hecho absolutamente nada.

Al principio, todo el mundo decía que aquello era un error; el Sulu Queen seguramente estaba de viaje de placer. Pero cuando Catchick y Whampoa lo analizaron, aquello no cuadraba: se descubrió que Solomon, secretamente, había estado vendiendo sus mercancías en Singapur, y cuando este asunto salió a la luz, resultó que nadie sabía ni una palabra acerca de él, y que por lo que parecía estaba intentando liquidarlo todo sin dejar rastro. De ahí las recriminaciones agrias y las voces que bajaban su tono cuando ellos recordaban que yo estaba presente, y las repetidas demandas de lo que debería hacerse a continuación.

Sólo Brooke parecía tener algunas ideas, pero no parecían ser de mucha ayuda.

—Rescate —exclamó, con los ojos como ascuas—. Vamos a rescatarla, no lo duden ni por un momento. —Dejó caer una mano en mi hombro sano—. Estoy con usted en esto; todos nosotros lo estamos, y juro por mi alma pecadora que no descansaré hasta que la tenga de vuelta sana y salva, y ese maldito villano haya recibido el castigo que merece. Así que... ¡la encontraremos, aunque tenga que rastrear el océano hasta Australia y volver! Le doy mi palabra.

Los otros gruñeron resueltos, comprensivos y satisfechos de sí mismos. Whampoa hizo una señal a su criada para que le sirviera más licor y dijo con gravedad:

—En realidad, todo el mundo apoya a Su Majestad en esto —dice mucho acerca de mi condición el hecho de que en ningún momento me chocara esa curiosa forma de dirigirse a un marinero inglés con un chaquetón de paño y una gorra de piloto—, pero es difícil ver cómo se puede llevar a cabo una persecución sin tener una información precisa de dónde han ido.

—Dios mío, es verdad —gimió Catchick Moses—. Pueden estar en cualquier parte. Tantos miles de millas, tantas islas, la mitad de ellas sin registrar en los mapas... ¿Dos, cinco, diez mil? ¿Lo sabe alguien acaso? Y esas islas... repletas de piratas, caníbales, cazadores de cabezas... en el nombre de Dios, amigo mío, ese forajido puede retenerla en cualquier sitio. Y no hay barco en el puerto preparado para perseguir a un bergantín a vapor.

—Es un trabajo para la Marina —dijo Balestier—. Nuestros marinos sí... ellos tendrán que perseguir a ese villano, llevarlo a tierra y...

—¡Por Dios bendito! —gritó Catchick, poniéndose en pie de golpe—. ¿Qué está usted diciendo? ¿Qué Marina? ¿Qué marinos? ¿Dónde está Belcher con su escuadrón? ¡A tres mil kilómetros de aquí, persiguiendo a los malditos Lanun en torno a Mindanao! ¿Dónde está su barco de la Marina norteamericana? ¿Lo sabe, Balestier? ¡En algún sitio entre Japón y Nueva Zelanda, quizás! ¿Dónde está el Wanderer de Seymour, o Hastings con el Harlequin...?

—El Dido tiene que llegar de Calcuta en dos o tres días —dijo Balestier—. Keppel conoce estos mares mejor que nadie...

—¿Y eso qué significa? —gruñó Catchick, moviendo las manos y andando de un lado a otro—. ¡Sea sensato! ¡Recapacite! Allá fuera es todo terra incognita... ¡como todos nosotros sabemos, como todo el mundo sabe! ¡Y es inmensa! Aunque tuviéramos a la Marina Real inglesa, la norteamericana y la holandesa juntas, incluso todas las flotas del mundo, podrían buscar hasta acabar el siglo sin llegar a la mitad de los lugares donde puede estar escondido ese bribón... En resumidas cuentas, que puede haber ido a cualquier parte. ¿No sabemos, acaso, que su bergantín puede navegar alrededor de todo el mundo si es necesario?

—Creo que no —dijo Whampoa tranquilamente—. Me atrevo a decir que me temo que puedo tener razón... Creo que él no navegará más allá de nuestras Indias.

—Aun así... ¿no le he dicho que hay diez millones de lugares escondidos entre Cochín y Java?

—Y diez millones de ojos que no dejarán de ver un bergantín a vapor, y que nos avisarán dondequiera que eche el ancla —exclamó Brooke—. Vea aquí —y golpeó el mapa que habían desenrollado en el escritorio de Whampoa—. El Sulu Queen fue visto por última vez dirigiéndose al este, de acuerdo con Bully Waterman. Muy bien... no dará la vuelta, eso es seguro; Sumatra no le sirve. Y no creo que gire hacia el norte... o sea, que o va a mar abierto o bien a la costa malaya, donde muy pronto tendríamos noticias de él. Al sur... quizá, pero si pasa junto a Karimata nos enteraremos. Así que yo me apuesto la cabeza a que se quedará en el curso que ha tomado... y eso significa Borneo.

—¡Oh...! —gritó Catchick, entre burlón y desesperado—. ¿Nada más y nada menos? Borneo... donde cada río es un nido de piratas, cada bahía un campamento fortificado... y donde incluso usted, J. B., no se aventura muy lejos sin una expedición armada a su espalda. Y cuando lo hace, sabe adónde va... ¡no como ahora, que puede estar persiguiéndoles siempre!

—Yo sabré adónde voy —dijo Brooke—. Y si tengo que perseguirle siempre..., le encontraré, tarde o temprano.

Catchick dirigió una mirada incómoda hacia mí, que estaba sentado en un rincón cuidando mi herida, y le vi tirar de la manga de Brooke y murmurar algo, de lo que entendí solamente las palabras: «...demasiado tarde entonces». Callaron todos, mientras Brooke escudriñaba su mapa y Whampoa se sentaba en silencio, bebiendo su condenado jerez. Balestier y los demás hablaban en voz baja, y Catchick se dejó caer en una silla, con las manos en los bolsillos, la viva imagen del abatimiento.

Se preguntarán qué estaba pensando yo en medio de aquella agitación, y por qué no tomaba parte como debía un desolado y atormentado marido: gritos de rabia impotente y de dolor, plegarias al cielo, juramentos de venganza y todos los preliminares usuales para la inacción. El hecho era que yo ya tenía suficientes problemas. El hombro me dolía mucho, y no habiéndome recuperado todavía del terror al que me había enfrentado la noche anterior, no podía darme el gusto de muchas emociones más, ni siquiera por Elspeth, una vez que la primera conmoción de las noticias se fue apagando. Ella se había ido... secuestrada por aquel bellaco mestizo, y los sentimientos que me dominaban se referían más bien a él. Aquel repulsivo, retorcido, mentiroso perro había planeado todo aquello durante meses... Era increíble, pero debía de estar tan enamorado de ella que había decidido robármela, convertirse en un desterrado y un proscrito, traspasar las fronteras de la civilización para siempre, sólo por ella. Todo aquello no tenía sentido... ninguna mujer merece eso. Bueno, mientras yo estaba allí sentado, tratando de entenderlo, estaba seguro que yo no lo habría hecho, ni por Elspeth y medio kilo de té ni por la propia Afrodita y diez mil al año. Pero yo no soy un negro rico y vicioso, por supuesto. Aun así, era absolutamente increíble.

No me malinterpreten. Yo amaba a Elspeth, sin duda alguna; todavía la amo, si amar a alguien es estar acostumbrado a tenerla cerca y echarla de menos si pasa mucho tiempo fuera. Pero hay unos límites, y yo me di cuenta repentinamente de que existían. Por una parte, Elspeth era muy bella, la mejor compañera de cama que había tenido en mi vida, y además una rica heredera; pero, por otra parte, no me había casado con ella voluntariamente, habíamos pasado separados la mayor parte de nuestra vida de casados, y sin sentirlo demasiado, yo no podía, por mi vida, sentir frenesí ni ansiedad por ella en aquel momento. Después de todo, lo peor que podía pasarle a ella era que aquel energúmeno quisiera tirársela, si es que no lo había hecho ya mientras yo no miraba... Aquello no era nada nuevo para Elspeth; ya me había tenido a mí, y lo había disfrutado, y yo no había sido su única pareja, de eso estaba seguro. Así que sufrir unos cuantos magreos de Solomon no tenía por qué ser un destino peor que la muerte para ella; si conocía bien a aquella pequeña pelandusca, incluso le haría gracia.

Por lo demás, si él no se cansaba de ella (y considerando los sacrificios que había hecho para obtenerla, presumiblemente intentaría conservarla) probablemente la cuidaría bastante bien; no le faltaba el dinero y sin duda podía mantenerla con todo lujo en algún rincón exótico del mundo. Ella echaría de menos Inglaterra, por supuesto, pero viendo las cosas a largo plazo, sus perspectivas no eran insoportables. Aquello supondría un cambio para ella.

Pero aquél era sólo un aspecto de la cuestión, por supuesto... mi punto de vista de ella, lo cual muestra, como he explicado al principio, que no soy tan egoísta después de todo. Lo que me revolvía las tripas furiosamente era la vergüenza y mi orgullo herido. Ella era mi mujer, la amada del heroico Flashy, que le había sido robada por un sucio, traidor, lujurioso negro etoniano, que estaría tirándosela por todo el mundo; y ¿qué demonios iba a hacer yo mientras tanto? Él me estaba convirtiendo en cornudo a mí, ¡Dios bendito!, como podía haber hecho ya una veintena de veces y —cielos, aquella era una idea estupenda—, ¿quién podía asegurar que Elspeth no se había ido con Solomon voluntariamente? Pero no, aunque fuera una idiota y una coqueta, tenía un poco de sentido común. Por otra parte, sin embargo, yo estaba en una situación condenadamente ridícula, y no podía hacer absolutamente nada. ¡Oh!, habría que ir a la caza de Solomon, sin remedio... En aquellas primeras horas, como ven, yo estaba seguro de que se había ido para siempre. Catchick tenía razón: no teníamos ninguna esperanza de hacer que regresara. ¿Y entonces qué? Tendrían que pasar meses, quizás años de infructuosa búsqueda, para mantener las buenas formas. Unas peripecias caras, condenadamente arriesgadas, y al final yo volvería a casa, y cuando la gente me preguntara por ella les diría: «Ah, fue secuestrada, ¿saben? Allá en Oriente. No, nunca llegamos a descubrir qué le ocurrió». ¡Dios mío!, sería el hazmerreír de todo el país... Flashy, el hombre cuya mujer fue secuestrada por un millonario mestizo... «Amigo íntimo de la familia, también... bueno, ellos dicen que fue secuestrada, pero, ¿quién sabe...? Probablemente se cansó del viejo Flash, ¿verdad?, y pensó que le iría bien algún tipo oriental para cambiar ¡ja, ja!».

Rechiné los dientes y maldije el día en que había puesto los ojos en ella, pero por encima de todo, sentí tanto odio por Solomon como no había sentido jamás por ningún otro ser humano. Que él me hubiera hecho aquello a mí... no había castigo lo bastante horrible para aquella rata sebosa, pero tenía muy pocas oportunidades de infligírselo, por lo que parecía, al menos de momento. Yo estaba desamparado, mientras aquel asqueroso bastardo había salido corriendo con mi mujer... podía imaginármelo montándola mientras ella fingía modestia virginal, y el mundo se reía a carcajadas de mí, y en mi rabia y desesperación debí de dejar escapar un ahogado gemido, porque Brooke se apartó de su mapa, se acercó a mí, se agachó junto a mi silla rodilla en tierra, cogió mi brazo y exclamó:

—¡Pobre hombre! ¡Lo que debe de estar sufriendo! Tiene que ser insoportable... el pensamiento de su amada en manos de ese cerdo... Puedo hacerme cargo de su angustia —siguió—, porque me imagino lo que sentiría yo si se tratase de mi madre. Debemos confiar en Dios y en nuestros esfuerzos... no tema, la traeremos de vuelta.

Tenía lágrimas en los ojos, y tuvo que apartar la cara a un lado para esconder sus emociones. Le oí murmurar algo acerca de «la damisela cautiva», y «los ojos azules, la blancura del jacinto y el cabello dorado y ondulante» o alguna pomposidad de ese tipo.[25] Luego, después de apretar mi mano, volvió a su mapa y dijo que si aquel bastardo la había llevado a Borneo, registraría todo ese lugar de punta a punta.

—Es una isla inexplorada del tamaño de Europa —dijo Catchick, quejoso—. Y aun así, se trata sólo de una suposición. Si se ha ido hacia el este, también puede estar en las islas Célebes o en las Filipinas.

—Toca madera —dijo Brooke—. Entonces recalará en Borneo... Y ahí está mi área de influencia. Dejemos que asome su nariz por allí y yo lo sabré.

—Pero usted no está en Borneo, amigo mío...

—Estaré, sin embargo, una semana después de que llegue aquí el Dido de Keppel. Ya conocen el barco... Dieciocho cañones, doscientos casacas azules, ¡y Keppel lo conduciría hasta el Polo Norte y luego de vuelta por una aventura como ésta! —Casi estaba resplandeciente de ansiedad—. Él y yo hemos corrido más aventuras de las que se puedan contar, Catchick. Una vez que hayamos olfateado al zorro, ya puede correr y esconderse como loco, ¡le cogeremos! Sí, puede ir hasta la China...

—Una aguja en un pajar —dijo Balestier, y Catchick y los otros se unieron a él, algunos apoyando a Brooke y otros meneando la cabeza; mientras estaban en ello, uno de los chinos de Whampoa se deslizó allí y susurró algo al oído de su amo durante un minuto, y nuestro anfitrión dejó su vaso de jerez y abrió los ojos rasgados un poco más, lo cual para él era el equivalente de dar grandes saltos y gritar: «¡Eureka!». Entonces dio unos golpecitos en la mesa y todos se callaron.

—Si perdonan mi interrupción —dijo Whampoa—, tengo una información que puede ser vital para nosotros y para la seguridad de la bella señora Flashman. —Inclinó su cabeza hacia mí—. Hace un rato he aventurado la humilde opinión de que su raptor no navegaría más allá de las Indias; he desarrollado una teoría a partir de la escasa información que tenía en mi poder. Mis agentes han estado comprobando todo esto en las pocas horas que han pasado desde que tuvo lugar este deplorable atropello. Se refiere a la identidad de ese misterioso Don Solomon Haslam, a quien Singapur ha conocido como comerciante y hombre de negocios... ¿desde hace cuánto tiempo?

—Diez años más o menos —dijo Catchick—. Llegó aquí muy joven hacia el año 1835.

Whampoa asintió.

—Precisamente eso concuerda con lo que he averiguado. Desde la época en que estableció un almacén aquí, ha visitado nuestro puerto sólo ocasionalmente, pasando la mayoría del tiempo... ¿dónde? Nadie lo sabe. Se asumía que estaba en viaje de negocios, o en esas posesiones acerca de las que hablaba vagamente. Y entonces, hace tres años, volvió a Inglaterra, donde había asistido al colegio. Y ahora viene aquí con el señor y la señora Flashman y el señor Morrison.

—Bueno, bueno —exclamó Catchick—. Ya sabemos todo eso. ¿Qué más?

—No sabemos nada de su familia, su nacimiento o sus primeros años —dijo Whampoa—. Sabemos que es fabulosamente rico, que nunca toca los licores y sé, por conversaciones que he mantenido con el señor Morrison, que en su bergantín normalmente lleva sarong y va con los pies descalzos —se encogió de hombros—. Esos pequeños detalles, ¿qué indican? Que es mestizo, ya lo sabemos; sugiero que todo apunta a que es musulmán, aunque no hay pruebas de que observe los rituales correspondientes a esa fe. Tenemos, pues, un rico musulmán que habla fluidamente malayo...

—Las islas están llenas de ellos —exclamó Brooke—. ¿Adónde quiere ir a parar?

—...que es conocido en estas latitudes desde hace diez años, menos los últimos tres que los pasó en Inglaterra. Y su nombre es Solomon Haslam, nombre al que añade el honorífico español «Don».

Estaban todos callados como ratones, escuchando. Whampoa volvió su amarilla cara inexpresiva, examinándolos uno a uno, y dio unos golpecitos en su vaso, que la sirvienta volvió a llenar.

—¿No les sugiere nada todo esto? ¿Ni a usted tampoco, Catchick? ¿Señor Balestier? ¿Majestad? —esto último a Brooke, que meneó la cabeza—. Tampoco a mí —continuó Whampoa— hasta que pensé en su nombre y apareció algo en mi pobre memoria. Otro nombre. Su Majestad conoce, estoy seguro, los nombres de los principales piratas de la costa de Borneo desde hace varios años... ¿Podría recordarnos algunos de ellos?

—¿Piratas? —preguntó Brooke—. ¿No estará sugiriendo...?

—Por favor —insistió Whampoa.

—Bueno... pues veamos... —Brooke frunció el ceño—. Estaban Jaffir, en Fort Linga; Sharif Muller en el Skrang, casi le arrinconamos en el Rajang el año pasado, y luego está Pangeran Suva, junto a Brunei; Suleiman Usman de Maludu, pero nadie ha oído hablar de él desde hace mucho tiempo; Sharif Sahib de Patusan; Ranu...

Se cortó, porque Catchick Moses había dejado escapar una de sus sorprendentes exclamaciones judías y estaba mirando a Whampoa, que asentía plácidamente.

—Se ha dado cuenta, Catchick. Como yo... Me preguntaba por qué no me di cuenta hace cinco años. Ese nombre —y miró a Brooke, y dio un sorbo a su jerez— «Suleiman Usman de Maludu, pero nadie ha oído hablar de él desde hace mucho tiempo» —repitió—. Creo..., en realidad sé que nadie ha oído hablar de él desde hace precisamente tres años. Suleiman Usman... Solomon Haslam —y dejó su copa de jerez.

Durante un momento hubo un silencio sepulcral, y Balestier exclamó:

—¡Pero eso es imposible! Un pirata de la costa... ¿Y usted sugiere que él se estableció aquí, entre nosotros, como comerciante, haciendo negocios, y que iba a piratear mientras tanto? Eso es una completa locura...

—¿Qué mejor tapadera para la piratería? —se preguntó Whampoa—. ¿Qué mejor medio de recoger información?

—Pero maldita sea, ese tipo, Haslam, ¡ha ido a una buena escuela! —gritó Brooke—. ¿No es así?

—Asistió a Eton —afirmó Whampoa gravemente—, pero eso no es en sí mismo incompatible con una posterior vida delictiva.

—¡Pero piénselo! —gritó Catchick—. Si fuera como usted dice, ¿acaso un hombre en su sano juicio adoptaría un alias tan parecido a su propio nombre? ¿No se haría llamar Smith, o Brown, o qué sé yo?

—No necesariamente —dijo Whampoa—. No dudo de que cuando su padre, o quienquiera que fuese; le preparó una educación inglesa, ingresara en la escuela con su verdadero nombre, que bien podría traducirse al inglés como Solomon Haslam. El nombre es una translación exacta; el apellido, un nombre inglés razonablemente parecido a Usman. Y no es en absoluto imposible que un rico rajá de Borneo envíe a su hijo a una escuela inglesa... Es inusual, sí, pero ha ocurrido ciertamente en este caso. Y el hijo, siguiendo luego las huellas de su padre, ha practicado la piratería, que sabemos es la profesión de la mitad de la población de las islas. Al mismo tiempo, ha desarrollado una carrera de negocios en Inglaterra y Singapur..., que ahora ha decidido cortar.

—¿Y secuestrar a la mujer de otro hombre para llevársela a su guarida de pirata? —se burló Balestier—. ¡Oh, pero eso está por encima de todo punto razonable!...

—Apenas menos razonable que suponer que Don Solomon Haslam, si no fuera un pirata, secuestraría a una dama inglesa —dijo Whampoa.

—¡Pero usted está haciendo simples suposiciones! —exclamó Catchick—. Una coincidencia en los nombres...

—Y en las épocas. Solomon Haslam se fue a Inglaterra hace tres años... y Suleiman Usman desapareció al mismo tiempo.

Eso les acalló, y Brooke dijo lentamente:

—Podría ser verdad, pero si lo fuera, ¿qué diferencia habría, después de todo...?

—Alguna, creo. Porque si es verdad, no hay que mirar más lejos de Borneo para buscar el destino del Sulu Queen. Maludu está al norte, al otro lado del río Papar, un país inexplorado. Puede ir allí o refugiarse entre sus aliados en el río Seribas o en el Batang Lupar...

—¡Si lo hace, está listo! —exclamó Brooke, excitado—. ¡Puedo atraparle allí, o en cualquier lugar entre Kuching y Serikei Point!

Whampoa sorbió un poco más de jerez.

—Puede no ser tan fácil Suleiman Usman era un hombre poderoso; su fuerte de Maludu era considerado inexpugnable, y podría congregar si las necesita las grandes flotas piratas del Lanun y Balagnini y Maluku de Gillalao. Usted ha luchado contra los piratas, ya lo sé... pero no contra tantos a la vez.

—Lucharé con todos los piratas desde Luzón a Sumatra en esta guerra —dijo Brooke—. Y los venceré. Y colgaré a Suleiman Uslam de la cofa del Dido al final.

—Si es que es ése el hombre que busca —dijo Catchick—. Whampoa puede estar equivocado.

—Indudablemente, suelo equivocarme a menudo, en mi pobre ignorancia —dijo Whampoa—. Pero en esto no, según creo. Tengo más pruebas. Nadie entre nosotros, creo, ha visto jamás a Suleiman Usman de Maludu... o conocido a alguien que le hubiera visto, ¿verdad? Sin embargo, mis agentes han sido diligentes esta noche, y ahora puedo proporcionar una breve descripción. De unos treinta años de edad, cerca de dos metros de altura, de recia complexión, facciones corrientes. ¿Es suficiente?

Era suficiente para uno de los que escuchaban. ¿Por qué no? No era más increíble que todo el resto de acontecimientos de aquella espantosa noche; en realidad, parecía confirmarlos, tal como señaló Whampoa.

—Yo sugeriría también —dijo— que no tenemos que buscar otra explicación para el ataque de los Caras Negras al señor Flashman —y todos se volvieron a mirarme—. Dígame, señor, ¿cenó usted en un restaurante antes del ataque? Era el Templo del Cielo, según creo...

—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Fue Haslam quien me lo recomendó!

Whampoa se encogió de hombros.

—Aparta al marido y elimina al perseguidor más ardiente. Un asesinato como éste es difícil de preparar a un comerciante corriente de Singapur, pero a un pirata, con sus conexiones con la comunidad criminal, le es sencillo.

—¡Esa rata cobarde! —exclamó Brooke—. Bueno, sus rufianes no han tenido suerte, ¿verdad? El perseguidor está listo para la caza, ¿no, Flashman? Nosotros haremos que ese bellaco de Usman o Haslam maldiga el día en que se atrevió a poner los ojos en una mujer inglesa. Lo sacaremos de su escondrijo, y a su malvada tripulación con él. ¡Oh, ya lo veréis!

Yo no pensaba con tanta anticipación, lo confieso, y no conocía a James Brooke en aquel momento sino como un tipo sonriente y loco con gorra de piloto, con un extraño gusto para amigos y seguidores. Si le hubiera conocido como lo que realmente era, me habría sentido mucho más agitado cuando nuestra discusión acabó finalmente, y los criados y el doctor Mackenzie me acompañaron al piso de arriba de la casa de Whampoa hasta un magnífico dormitorio y me metieron entre sábanas de seda, con el hombro vendado. Apenas me daba cuenta de dónde estaba; mi mente giraba como un torbellino, pero cuando ellos me dejaron y me quedé allí echado mirando los rayos de sol que atravesaban las pantallas —porque afuera ya era pleno día— se abrió paso al fin la súbita y espantosa comprensión de lo que había ocurrido. Elspeth se había ido; estaba en las garras de un pirata negro, que podía llevársela más allá de los mapas europeos a algún horrible fortín donde sería su esclava, donde no la encontraría nunca... ¡Mi bella idiota Elspeth, con su piel cremosa y su cabello dorado y su sonrisa imbécil y su maravilloso cuerpo, perdida para mí, para siempre!

Yo no soy un sentimental, pero de repente noté que las lágrimas corrían por mi rostro, y murmuré su nombre en la oscuridad una y otra vez, solo en mi lecho vacío, donde debería estar ella, toda ternura, calor y pasión... Justamente en ese momento sonó un golpecito en la puerta y cuando ésta se abrió apareció allí Whampoa, inclinándose desde su gran altura en el umbral. Se acercó a mi lecho, con las manos metidas en las mangas, y me miró. Me preguntó si me dolía mucho el hombro. Le dije que sí, que era un tormento.

—Pero no mayor —dijo él— que el tormento de su mente. Ese no puede aliviarlo nada. La pérdida que usted ha sufrido de la más amante de las compañeras es una privación que no puede sino excitar la compasión de cualquier hombre sensible. Sé que nada puede ocupar el lugar de su bella dama dorada, y que pensar en ella debe producirle un dolor. Pero como pequeño y pobre consuelo a su dolor de mente y cuerpo, humildemente le ofrezco lo mejor que puede proveer mi pobre morada —dijo algo en chino y a través de la puerta, para mi asombro, se deslizaron dos de sus pequeñas chinitas, una vestida de seda roja y la otra de verde. Se acercaron y se quedaron de pie una a cada lado de la cama, como muñequitas voluptuosas, y empezaron a desabrocharse los vestidos.

—Son Tigresa Blanca y Leche-y-Miel —dijo Whampoa—. Ofrecerle los servicios de una sola de las dos habría parecido una comparación insultante con la magia de su exquisita dama, por lo tanto le mando dos, en la esperanza de que la cantidad pueda compensar ligeramente una calidad a la que ellas no pueden esperar aproximarse. Trivialmente inadecuadas como son, su presencia puede suavizar sus dolores en algún grado infinitesimal. Son muy habilidosas para lo que es habitual aquí, pero si su torpeza e indudable fealdad le resultan ofensivas, puede pegarles para corregirlas y para su placer. Perdone mi presunción al presentárselas.

Inclinó la cabeza, se retiró y la puerta se cerró tras él, mientras los dos vestidos caían al suelo con un suave susurro y unas risitas infantiles sonaban en la oscuridad.

Nunca se debe rechazar la hospitalidad oriental, ¿saben? No está bien, se ofenden; hay que amoldarse a ella y fingir que es exactamente lo que uno quería, le guste o no.

Durante cuatro días estuve confinado en casa de Whampoa con mi hombro herido, recuperándome, y nunca he tenido una convalecencia más deliciosamente desastrosa en mi vida. Habría sido interesante si hubiera tenido tiempo, ver si mi herida se curaba antes de que las solícitas damitas de Whampoa acabaran conmigo con sus atenciones; yo creo que habría expirado ya en el momento en que me pudieron quitar los puntos de sutura. Pero mi confinamiento acabó bruscamente ante la llegada y rápida partida del HMS Dido, capitaneado por un tal Keppel, y, quieras que no, tuve que navegar en aquel barco, subir a bordo todavía débil por la pérdida de sangre, agarrado a la pasarela no tanto para guardar el equilibrio como para evitar verme lanzado al agua por el primer soplo de brisa.

Ya ven, se había dado por sentado que como devoto marido y héroe militar yo estaba ansioso por salir en busca de mi secuestrada esposa y su raptor pirata... Ésa es una de las desventajas de la vida en las fronteras del imperio en sus principios, que se espera que uno mismo lleve a cabo su propia venganza y su persecución, con la asistencia que puedan prestar las autoridades. No es mi estilo en absoluto; de dejárselo al viejo Flash, me habría limitado a dirigirme a la comisaría de policía local, denunciar el secuestro de mi esposa, dar mi nombre y dirección y dejar que ellos se las arreglaran. Después de todo, para eso les pagamos, ¿por qué si no tenía yo que entregar siete peniques de impuestos por cada libra?

Se lo dije al viejo Morrison, pensando que era el tipo de razonamiento que le gustaría, pero todo lo que conseguí para mi mal, fueron lágrimas y maldiciones.

—¡Eres un sinvergüenza! —lloriqueó, ya que estaba demasiado debilitado para gritar; parecía a punto de morir, con los ojos hundidos y las mejillas pálidas, pero todavía lleno de rencor contra mí—. Si hubieras estado cumpliendo con tu deber de marido, esto no habría ocurrido nunca. ¡Oh, Dios mío, mi pobre corderita! Mi pequeñina... y tú, ¿dónde estabas tú? Con alguna puta en una casa de mala fama, seguro, mientras...

—¡Nada de eso! —grité yo, indignado—. Estaba en un restaurante chino. —ante lo cual él dejó escapar un gran sollozo, enterrando la cabeza en la ropa de la cama y aullando por su niñita.

—¡La traerás de vuelta! —graznó finalmente—. ¡La salvarás... tú eres un militar con condecoraciones, y ella es la esposa de tu corazón, eso es! Sí, lo harás... eres un buen chico, Harry... no le fallarás... —y más tonterías nauseabundas por el estilo, mezcladas con maldiciones del momento en que puso el pie fuera de Glasgow. Sin duda aquello era muy patético, y si no hubiera estado tan preocupado por mí mismo y no hubiera despreciado al pequeño cerdo tan sinceramente, lo habría sentido por él.

Le dejé lamentándose, y salí, reflexionando ominosamente que no había otro remedio... tenía que estar el primero en la brecha cuando se iniciara la persecución. Aquel tipo, Brooke, que —por razones que yo no podía comprender entonces— parecía haber tomado sobre sí la planificación de toda la expedición, obviamente dio por sentado que yo iría, y cuando Keppel llegó y accedió inmediatamente a poner el Dido y su tripulación en aquella operación, ya no hubo ninguna posibilidad de echarse atrás.

Brooke se encontraba en un estado de gran impaciencia por salir, y golpeaba el suelo y rechinaba los dientes cuando Keppel dijo que pasarían al menos tres días antes de que pudiéramos hacernos a la mar. Tenía que desembarcar el cargamento de Calcuta, y debía repostar mercancías y tripulantes para la expedición.

—Lucharemos en los ríos, me atrevo a decir —dijo, bostezando. Era un tipo seco, de aspecto interesante, con un llameante cabello rojo y unos ojos soñolientos y divertidos—.[26] Abrirse paso por la selva, emboscadas, esas cosas. Sí, bueno, ya sabemos lo que pasa si nos precipitamos... ¿Recuerda a Belcher, que tuvo que sacar deprisa y corriendo el culo de Samarang el año pasado? Tendré que preparar el lastre del Dido, por ejemplo, y conseguir un par de lanchas extra.

—¡No puedo esperar tanto! —gritó Brooke—. Debo ir a Kuching para recoger noticias de ese villano de Suleiman y reunir a mis hombres y mis barcos. He oído que han visto al Harlequin; iré en él... Hastings me llevará cuando le diga lo espantosamente urgente que es. ¡Debemos atacar a ese villano y liberar a la señora Flashman sin perder un momento!

—Entonces, ¿está seguro de que estará en Borneo? —dijo Keppel.

—¡Tiene que estar allí! —exclamó Brooke—. Ningún barco de los que han pasado por el sur en los últimos dos días les ha visto. Dependiendo de lo que pase, irá hacia Maludu o hacia los ríos.

Todo aquello me sonaba a chino y parecía horriblemente activo y peligroso, pero todo el mundo se sometía al juicio de Brooke, y al día siguiente se embarcó en el Harlequin. A causa de mi herida tuve que permanecer en Singapur hasta que zarpase el Dido, dos días más tarde, pero tuve que ir al muelle cuando Brooke fue conducido en un bote de remos con su abigarrado grupo a bordo del Harlequin. Me dio la mano al partir.

—Para cuando usted alcance Kuching, yo estaré ya listo para izar la bandera y sacar los cañones —exclamó—. ¡Ya lo verá! Y no tema, amigo mío... tendremos a su querida dama de vuelta sana y salva antes de que se dé cuenta. Usted ejercite ese brazo, y entre los dos les daremos a esos perros un poco de su salsa afgana. ¡Bueno, en Sarawak hacemos ese tipo de cosas antes de desayunar! ¿Verdad, Paitingi? ¿Eh, Mackenzie?

Les vi irse, Brooke en la popa con su gorra de piloto informalmente ladeada, riendo y golpeándose la rodilla con impaciencia; el enorme Paitingi a un lado, Mackenzie, con su barba negra y su maletín de médico, y los otros repartidos por todo el bote, con el espantoso y pequeño Jingo con su taparrabos sujetando su cerbatana. Aquella era la cuadrilla de lunáticos disfrazados a la que iba a acompañar en lo que parecía ser una espeluznante locura... Era una perspectiva espantosa, y además de mi aprensión, sentí gran resentimiento por la horrible suerte que me iba a arrojar de cabeza a aquellas preocupaciones de nuevo. Maldita sea Elspeth por estúpida, descuidada, caprichosa, coqueta y zorra, y maldito sea Solomon por ser un perro ladrón que no había tenido la decencia de contentarse con mujeres de su propio color asqueroso, y maldito fuera aquel obsequioso Brooke, lunático y sediento de sangre. ¿Quién demonios era él para ir entrometiéndose donde nadie le había llamado, arrastrándome en sus empresas idiotas? ¿Qué derecho tenía él, y por qué nadie le llevaba la contraria, como si fuera una mezcla de Dios y el duque de Wellington?

Lo averigüé la tarde que zarpó el Dido, después de haberme despedido tiernamente... gimoteando y llorando con Morrison, digno y generoso con el hospitalario Whampoa, y extáticamente frenético en el último minuto antes de hacer el equipaje con mis dos pequeñas enfermeras. Llegué a bordo casi a gatas, con Stuart, porque él se había quedado rezagado para hacerme compañía y arreglar algunos negocios de Brooke. Mientras estábamos en la barandilla de popa de la corbeta, mirando las islas de Singapur desaparecer en el llameante mar del crepúsculo, hice una observación acerca de su loco comandante... Como saben, yo todavía no tenía ni maldita idea de quién era, y supongo que debí de decirlo, porque Stuart se volvió y me miró de pies a cabeza.

—¿Quién es J. B.? —exclamó—. ¡No lo dirá en serio! ¿Que quién es J. B.? ¿No lo sabe? Bueno, es el hombre más grande de todo Oriente, sólo eso. Me está tomando el pelo... Dios mío, ¿cuánto tiempo lleva usted en Singapur?

—No el suficiente, por lo que parece. Todo lo que sé es que él y usted y sus... amigos... me rescataron muy a punto la otra noche, y que desde entonces él se ha hecho cargo muy amablemente de las operaciones para hacer lo mismo con mi esposa.

Él exclamó de nuevo, vehemente, y me informó con entusiasmo.

—J. B... Su Alteza Real James Brooke... el rey de Sarawak, ése es él. ¡Pensaba que el mundo entero había oído hablar del rajá blanco! Bueno, es la persona más importante de estos lugares desde Raffles... más importante incluso. Es la ley, el profeta, el gran Panjandrum, el tuan besar.[27] ¡Todo eso! El azote de todo pirata y malhechor en la costa de Borneo..., el mejor luchador desde Nelson, a fe mía... ¡Él apaciguó Sarawak, que era el nido de rebeldes y cazadores de cabezas más terrible de este lado de Papúa, es su protector, su gobernante, y para los nativos es un santo! Bueno, ellos le adoran hasta el infinito... y les va bien, porque él es el amigo más sincero, el juez más imparcial, y el más noble y franco de los hombres del mundo entero. ¡Ése es J. B.!

—Vaya, me alegro de que estuviera por aquí —dije—. No sabía que tuviéramos una colonia en... ¿Sarawak, ha dicho?

—No la tenemos. No es suelo británico. J. B. gobierna en nombre del sultán de Brunei, pero el reino es suyo, no de la reina Victoria. ¿Cómo lo consiguió? Estuvo navegando por allí hace cuatro años, después de que la maldita Marina le despidiera del servicio con una pensión. Compró ese bergantín, el Royalist, con algún dinero que le había dejado su viejo, y se estableció por su cuenta —rió, sacudiendo la cabeza—. ¡Dios, qué locos estábamos! ¡Éramos diecinueve, en un barco pequeño, y seis cañones de seis libras, y conseguimos un reino sólo con eso! J. B. liberó a los nativos de la esclavitud, expulsó a sus opresores, les dio un gobierno como Dios manda... y ahora, con unos pocos barcos, sus leales aborígenes y los que hemos sobrevivido, está luchando a solas para eliminar la piratería de las islas y hacerlas seguras para la gente honrada.[28]

—Muy loable —respondí—. ¿Pero ése no es un trabajo de la Compañía de las Indias Orientales... o del Ejército?

—¡Dios mío, no podrían ni empezar siquiera! —exclamó—. Apenas hay un escuadrón británico en todas estas extensas aguas... y los piratas se cuentan por decenas y decenas de miles. He visto flotas de quinientos praos y bankongs (son sus barcos de guerra) navegando juntos, repletos de hombres armados y cañones, y detrás de ellos centenares de kilómetros de costa ardiendo... ciudades arrasadas, miles de muertos, mujeres vendidas como esclavas, todos los barcos pacíficos asaltados y hundidos... Ya le digo, ¡los piratas del Caribe no eran nada comparados con esto! Dejan un rastro de destrucción y tortura y abominaciones por donde van. Desafían a nuestra marina y a la holandesa, y dominan las islas por el terror... tienen un mercado de esclavos en Sulú donde se compran y venden diariamente cientos de seres humanos; incluso los reyes y rajás les pagan tributo... cuando no son piratas ellos mismos. Bueno, a J. B. no le gusta eso, y quiere ponerle fin.

—Espere, sin embargo... ¿qué puede hacer él, si hasta la Marina se ve impotente?

—Él es J. B. —dijo Stuart simplemente, con ese aspecto embriagado, orgulloso que se ve en la cara de un niño cuando su padre le arregla un juguete roto—. Por supuesto, consigue que le ayude la Armada... Bueno, teníamos tres barcos de la Armada en Murdu en febrero, cuando echamos a los ladrones de Sumatra..., pero su fuerza está en los nativos honrados... algunos de ellos fueron piratas una vez, y cazadores de cabezas, como los dayaks del mar, hasta que J. B. les instruyó. Él les da ánimos, amedrenta y halaga a los rajás, reúne noticias de los piratas y cuando ellos menos lo esperan, dirige sus expediciones contra los fuertes y los puertos, lucha contra ellos hasta detenerlos, quema sus barcos y les hace jurar que mantendrán la paz o si no sufrirán las consecuencias. Por eso todo el mundo en Singapur salta cuando él silba... ¿Cuánto tiempo cree que les habría costado a ellos empezar a hacer algo por su esposa?, ¿meses?, ¿años, quizás? Pero J. B. dice: «¡Vamos!» y todos salen corriendo. Y si yo hubiera ido a lo largo de Beach Road esta mañana buscando a gente que jurara que J. B. no podía rescatarla, sana y salva, y destruir a ese cerdo de Suleiman Usman... no encontraría a nadie que apostara, ni a ciento por uno. Lo hará, seguro. Ya lo verá.

—Pero ¿por qué? —dije yo, sin pensarlo, y él frunció el ceño—. Quiero decir —añadí— que apenas me conoce... y nunca ha visto a mi mujer... pero de la forma en que se ha tomado esto uno pensaría que somos... sus parientes más queridos.

—Bueno, ésa es su forma de actuar, ya sabe. Cualquier cosa por un amigo, y si hay una dama implicada, por supuesto, eso lo hace aún más urgente para él. Ese J. B. es una especie de caballero andante. Además, a él le gusta usted.

—¿Qué? Ni siquiera me conoce.

—¡No, de verdad! Recuerdo que cuando recibimos noticias de las grandes hazañas que había realizado usted en Kabul, J. B. no habló de otra cosa durante días, leía todos los periódicos, asombrándose de su defensa del fuerte Piper. «¡Ése es mi hombre! —decía—. ¡Por Jingo, lo que daría por tenerle aquí! ¡Echaríamos al último pirata del mar de la China entre los dos!» Bueno, ahora le tiene a usted aquí... no me extrañaría que removiera cielo y tierra para que se quedara con nosotros.

Ya pueden imaginar cómo me afectó aquello. Comprendía, por supuesto, que J. B. era el tipo de hombre adecuado para la tarea que teníamos entre manos: si alguien podía liberar a Elspeth, más o menos sin daños, probablemente era él, ya que parecía ser el mismo tipo de aventurero desesperado y desprendido que había conocido yo en Afganistán, hombres salvajes como Georgie Broadfoot y Sekundar Burnes. El problema con tipos como ésos es que son condenadamente peligrosos para tenerlos al lado. Lo ideal hubiera sido conseguir que Brooke fuera al rescate mientras yo permanecía a salvo en la retaguardia, dándole ánimos, pero mi herida se estaba curando demasiado bien, maldita sea, y las perspectivas eran poco tranquilizadoras.

Había una cuestión que todavía me molestaba cuatro días después cuando el Dido, a remo, llegó deslizándose por un mar como hierba azul a la desembocadura del río Kuching, y vi por primera vez aquellas brillantes playas doradas lavadas por la espuma, las bajas llanuras verdes de manglares que llegaban hasta el borde del agua entre las pequeñas islas, los acantilados bordeados con palmeras y las montañas de Borneo en la distante neblina del sur.

—¡El paraíso! —exclamó Stuart, respirando aquel aire cálido—. Me importaría un pimiento no volver a ver los acantilados de Dover de nuevo. Mire ahí... medio millón de kilómetros cuadrados de la tierra más hermosa del mundo, sin explorar, salvo este pequeño rincón. La civilización empieza y acaba en Sarawak, ¿sabe? Vaya un día de marcha hacia allá —señaló hacia las montañas— y si todavía vive estará entre cazadores de cabezas que nunca han visto a un hombre blanco. Pero, ¿a que es maravilloso?

Yo no podía decir que lo fuera. El río, mientras lo íbamos remontando lentamente, era bastante ancho, y la tierra verde y fértil, pero tenía ese aspecto humeante que sugiere fiebre, y el aire era caliente y pesado. Pasamos por algunos pueblos, algunos de ellos construidos en parte dentro de las aguas sobre pilastras, con grandes y primitivas casas con tejado de paja; las propias aguas estaban atestadas de canoas y pequeños botes, manejados por hombres bajitos y regordetes, feos y sonrientes como Jingo. Supongo que ninguno de ellos debía de medir más de metro y medio de alto, pero parecían duros como una piedra. Llevaban sencillos taparrabos, aros en torno a las rodillas y turbantes; algunos llevaban también plumas blancas y negras en el pelo. Las mujeres eran más agraciadas que los hombres, aunque no más altas, y decididamente guapas a su manera impúdica y chata; llevaban el pelo largo que les caía por la espalda, unas faldas como única vestimenta y meneaban sus pechos y traseros de una manera que alegraba el corazón. (Se acoplan como conejas, por cierto, pero sólo con hombres de probado valor. En un país donde el anillo de compromiso habitual es una cabeza humana, esto quiere decir que tienes que ser un verdadero bruto si quieres comerte una rosca.)

—Dayaks de mar —dijo Stuart—. El pueblo más bravo y animoso que nunca haya visto. Luchan como tigres, son feroces y crueles, pero también leales. Escúcheles parlotear... es la lingua franca de la costa, parte malayo, pero con portugués, francés, holandés e inglés mezclados. Amiga sua! —gritó, haciendo señas a uno de los marineros—, eso, según creo, significa «amigo mío», lo cual le da alguna idea.

Sarawak, como había dicho Stuart, podía ser el rincón más civilizado de Borneo, pero según nos acercábamos a Kuching se podía ver que era un estupendo campamento fortificado. Había una gran barrera flotante a través del río, que habían tenido que abrir para que el Dido pudiera pasar, y en los bajos riscos a cada lado había emplazados cañones que asomaban entre los terraplenes; había cañones también en las tres extrañas embarcaciones ancladas en el interior de la barrera: eran como galeras, con altas popas y castillos de proa, de dieciocho o veinte metros de largo, con sus grandes remos descansando en el agua como las patas de algún monstruoso insecto.

—Praos de guerra —exclamó Stuart—. Vaya, aquí está pasando algo... Ésos son barcos Lundu. ¡J. B. está reuniendo sus fuerzas para la persecución!

Doblamos un recodo y llegamos a la vista del propio Kuching; no era un lugar demasiado interesante, sólo un diseminado poblado de nativos con unos pocos chalés de tipo suizo en las tierras más altas, pero el río estaba repleto de barcos y barcazas de todas clases: al menos una veintena de praos y barcazas, ligeros cúters marineros, lanchas, canoas e incluso un pequeño y elegante barquito de vapor. El bullicio y el ruido eran tremendos, y mientras el Dido echaba el ancla en medio de la corriente, estaba rodeado por enjambres de barquitos, de uno de los cuales salió balanceándose a cubierta la enorme figura de Paitingi Alí, que se presentó ante Keppel y luego vino hacia nosotros.

—¡Ah, vaya! —dijo, con aquel asombroso acento que sonaba tan extraño, mezclado con sus ocasionales exclamaciones piadosas musulmanas—. Él tenía razón de nuevo. Alabado sea el Único.

—¿Qué quieres decir? —exclamó Stuart.

—Un barco explorador llegó de Budraddin ayer. Un bergantín a vapor que no puede ser otro que el Sulu Queen llegó al Batang Lupar hace cuatro días, y se fue río arriba. Budraddin está mirando hacia el estuario, pero no hay miedo de que salga de nuevo, porque se dice a lo largo de la costa que el gran Suleiman Usman ha vuelto, y ha subido a Fort Linga para unirse a Sharif Sahib. Está allí ahora, y todo lo que tenemos que hacer es ir y cogerle.

—¡Hurra! —exclamó Stuart, dando saltos y agarrándole la mano—. ¡El bueno de J. B.! ¡Dijo que estaría en Borneo, y está en Borneo! —Se volvió hacia mí—. ¿Lo ha oído, Flashman? Eso significa que sabemos dónde está su dama, y ese canalla secuestrador también! J. B. lo adivinó, no se equivocó. ¿Cree ahora que él es el hombre más grande de Oriente?

—¿Me dirás cómo lo hace? —gruñó Paitingi—. Si no supiera que es un protestante convencido, juraría que está aliado con Satanás. Ven, está arriba, en la casa, muy contento consigo mismo, Bismillah! Quizá si se lo dices tú en persona se pondrá menos insoportable.

Pero cuando fuimos a tierra a casa de Brooke, que se llamaba «The Grave», el gran hombre apenas se refirió a las importantes noticias de Paitingi... Descubrí más tarde que eso era delicadeza por su parte; no quería molestarme mencionando siquiera la peligrosa situación de Elspeth. En lugar de eso, cuando nos condujeron a aquel gran bungaló sombreado situado en una altura, dominando una vista del atestado río y los desembarcaderos, nos hizo sentar y nos ofreció un ponche, y empezó a hablar, vaya sorpresa, de... rosas.

—Voy a hacerlas crecer aquí si tengo tiempo —dijo—. Imaginad aquella elevación en el río debajo de nosotros, cubierta con capullos de rosas inglesas; pensad en los cálidos atardeceres, el crepúsculo que llega, y el perfume llenando la veranda. ¡Ah, si pudiera conseguir manzanas de Norfolk también! Sería perfecto... grandes, rojas y hermosas como las que crecen en la carretera de North Walsham, ¿verdad? Puedes quedarte tus mangos y papayas, Stuart... ¡qué no daría yo por una honrada manzana de toda la vida, ahora mismo! Pero puedo conseguir las rosas algún día —se puso en pie de un salto—. Venga a ver mi jardín, Flashman... ¡le prometo que no verá otro como éste en Borneo, a ningún precio!

Así que le acompañé a dar una vuelta por su propiedad, y me indicó los jazmines, sándalos y todo lo demás, lanzando exclamaciones sobre sus perfumes nocturnos, y súbitamente cogió una paleta y plantó algunas semillas.

—¡Estos malditos jardineros chinos! —exclamó—. Me servirían mejor unos pieles rojas, creo. Pero supongo que es demasiado pedir —exclamó, manejando la paleta—: que un pueblo tan sucio, feo y poco agraciado como los chinos tenga alguna sensibilidad para las flores. Sabe, son trabajadores y alegres, pero no es lo mismo.

Siguió charlando, indicando que su casa estaba cuidadosamente construida sobre pilares de palma para desafiar a los insectos y la humedad, y diciéndome cómo la había diseñado:

—Nos tendieron una maldita escaramuza los cazadores de cabezas Lundu al otro lado del río; tuvimos que lamernos las heridas en un sucio y pequeño villorrio, esperando para volver a atacar. Era por la tarde. No teníamos nada de agua y estábamos bastante agotados, con las provisiones de pólvora en las últimas. —Yo pensé para mí: «Lo que tú necesitas, J. B., muchacho, es un buen sillón y un periódico inglés y un jarrón con rosas en la mesa»—. Parecía una idea espléndida. Entonces decidí construirme una casa donde no faltara de nada, para que dondequiera que estuviese en Borneo, siempre tuviera dónde recogerme —señaló a la casa—. Y aquí está... no falta de nada, salvo las rosas. Las tendré a su debido tiempo.

Era verdad; el gran salón central, con los dormitorios a su alrededor y una abertura hacia la veranda frontal, era a todos los efectos una mezcla de salón y sala de armas, si no fuera porque los muebles eran en su mayor parte de bambú. Había sillones, ejemplares atrasados de The Times y del Post pulcramente apilados, sofás, mesas pulidas, una alfombra Axminster, flores en jarrones y todo tipo de armas y cuadros en las paredes.

—Si alguna vez quiero olvidarme de guerras, piratas, fiebres y ong-ong-ongs (ésta es mi propia palabra para describir todo lo malayo, sabe) me siento y leo que llovió en Bath el año pasado, o que algún tunante fue encarcelado por robar en la Audiencia de Exeter. Incluso los precios de las patatas en Lancashire me sirven... oh, vaya... creía que había guardado eso...

Me había detenido a mirar una miniatura que había encima de la mesa representando a una chica rubia muy delicada, y Brooke saltó hacia ella y la cogió. Yo creí reconocer aquella cara.

—Vaya —dije—, ¿no es Angie Coutts?

—¿La conoce? —exclamó él, y se puso rojo hasta las orejas, y perdió la compostura por una vez—. Nunca he tenido el honor de conocerla —siguió, de forma apresurada, ahogada—, pero la admiro desde hace tiempo, por sus opiniones inteligentes y su apoyo generoso de las causas nobles —miró la miniatura como una rana contemplativa—. Dígame... ¿ella es... tan... como sugiere el retrato?

—Es muy atractiva, si es eso a lo que se refiere —repuse, porque como todos los hombres adultos de Londres, también yo había admirado a la pequeña Angie, aunque no precisamente por su inteligencia, sino más bien por el hecho de que tenía un tipo formidable, unas tetas como balones de fútbol y dos millones en el banco. Yo mismo le había dado algún tiento amoroso durante el juego de la gallinita ciega en una fiesta en Stratton Street, pero ella simplemente siguió adelante sin mirarme y me dislocó el pulgar. Una mojigata manirrota.[29]

—Quizás un día de éstos, cuando vuelva a Inglaterra, pueda usted presentármela —dijo él, tragando saliva, y escondió su retrato en un cajón.

«Vaya, vaya —pensé yo—, quién lo hubiera pensado: el loco asesino de piratas y amante de las rosas, enamorado del retrato de Angie Coutts... Apuesto a que cada vez que lo contempla las jovencitas dayak tienen que salir corriendo para ponerse a cubierto.»

Seguramente le dije algo por el estilo, con mi habitual buen gusto, aquella misma tarde a Stuart, sin duda acompañando mis palabras con un malicioso codazo a lo Flashy, pero él era tan inocente que simplemente meneó la cabeza y suspiró profundamente.

—¿Miss Burdett-Coutts? —dijo—. Pobre J. B. Me ha contado su profunda consideración por ella, aunque es un hombre muy reservado con estas cosas. Me atrevo a decir que hubieran hecho una magnífica pareja, pero no puede ser, por supuesto... aunque él realizase su ambición de conocerla.

—¿Por qué no? Él es un chico muy agradable, del tipo que puede interesar a una romántica como la joven Angie. Sí, yo creo que harían muy buena pareja —aquí salió, como ven la amable vieja celestina que hay en Flash.

—Imposible —dijo Stuart, y se le puso la cara roja y dudó—. Verá, es una cosa muy fuerte. El caso es que J. B. no se puede casar nunca. No lo hará, es imposible.

«Vaya —pensé yo—, no será otro de los de la acera de enfrente, ¿verdad? Nunca lo hubiera imaginado.»

—Nunca lo mencionamos, por supuesto —dijo Stuart, incómodo—, pero usted debería saberlo, por si en la conversación, usted sin querer hiciera alguna referencia que pudiera... herirle. Fue en Birmania, ¿sabe?, cuando estaba en el ejército. Recibió una herida en combate... que le incapacita. Se dijo que había sido una bala en el pulmón, pero de hecho... no lo fue.

—¡Dios mío!, ¿no querrá decir —exclamé yo, francamente pasmado— que le dispararon en el pito?

—Olvidémoslo ya —repuso él, pero puedo asegurarles que no pude dejar de pensar en ello durante el resto de la noche. Pobre rajá blanco... Quiero decir que yo soy un tipo bastante curtido, pero hay algunas tragedias que realmente rompen el corazón. Loco por esa deliciosa pequeña saltarina de Angie Coutts, gobernante de un país repleto de jugosos ejemplares oscuritos deseando que él ejercitara sus derechos de señor, y allí estaba él con el mango roto. Realmente era conmovedor. Pero bueno, si J. B. era el primer hombre en rescatar a Elspeth, al menos ella estaría a salvo.[30]

Era una idea estupenda, porque aquella misma tarde en The Grove mantuvimos un consejo en el cual Brooke anunció su plan de operaciones. Siguió la cena más formal a la que he asistido nunca... pero así era Brooke: antes, mientras tomábamos unas copas en la veranda él reía y bromeaba, jugando a pídola con Stuart y Crimble e incluso con el hosco Paitingi, y apostó a que podía saltar por encima de todos, uno detrás de otro, con un vaso en una mano y sin derramar ni una gota. Pero cuando sonó la campana, todo el mundo se quedó quieto y desfiló silenciosamente hacia el salón.

Todavía puedo verlo. Brooke a la cabecera de la mesa en su sillón, muy tieso, con el cuello blanco, negro pañuelo al cuello cuidadosamente anudado, chaqueta negra y puños rizados, la bronceada cara impaciente y grave por una vez, y lo único fuera de lugar sus desordenados rizos negros: nunca podía conseguir que se mantuvieran bien peinados. A un lado tenía a Keppel, con el uniforme completo: levita, charreteras y su mejor corbata negra, con un aspecto soñoliento y solemne; Stuart y yo con los pantalones más limpios que pudimos conseguir; Charlie Wade, el lugarteniente de Keppel; Paitingi Alí, muy guapo con una blusa de cuadros escoceses oscuros guarnecida de oro y una gran faja carmesí, y Crimble, otro lugarteniente de Brooke, que llevaba levita y chaleco de fantasía. Había un camarero malayo detrás de cada silla, y en el rincón, silencioso pero sin perder detalle, con su cara maliciosa, estaba Jingo. Incluso él había cambiado su taparrabos por un sarong plateado, llevaba unas plumas en el cabello decorando los dardos de su sumpitan,[31] que estaba bien visible, apoyado contra la pared. Nunca le vi sin él, o sin el pequeño carcaj de bambú para sus horribles dardos.

No recuerdo gran cosa de la cena, excepto que la comida era buena y el vino execrable, que la conversación consistió en una interminable perorata de Brooke, y como suele ocurrir con los hombres de acción, su charla tenía todas las cualidades necesarias para un completo y total aburrimiento.

—No habrá ningún misionero en Borneo si puedo evitarlo —recuerdo que dijo—, porque sólo hay dos clases de misioneros: malos y norteamericanos. Los malos meten a la fuerza la cristiandad por las gargantas de los nativos y les dicen que sus dioses son falsos...

—Que lo son —dijo Keppel tranquilamente.

—Por supuesto, pero un caballero no debe decirles eso —contestó Brooke—. Los yanquis, en cambio, sí que lo hacen bien: se dedican a la medicina y la educación, y no hablan de religión ni de política. No tratan a los nativos como seres inferiores... Ahí es donde nos equivocamos en la India —dijo, señalándome con el dedo, como si yo hubiera diseñado la política británica—. Hemos hecho que fueran conscientes de su inferioridad, lo cual es una gran locura. Después de todo, si uno tiene un hermano más joven y más débil, le anima a pensar que puede correr tan rápidamente como uno o saltar igual de lejos sin hacer una competición, ¿verdad? Él sabe que no puede, pero eso no importa. De la misma manera, los nativos saben que son inferiores, pero te querrán mucho más si piensan que tú no eres consciente de ello.

—Bueno, puedes tener razón —dijo Charlie Wade, que era irlandés—, pero por todos los demonios, no veo cómo puedes esperar nunca que crezcan, a ese ritmo, o que alcancen algún respeto por sí mismos.

—No puedes —dijo Brooke con brusquedad—. Ningún asiático está preparado para gobernar, de ningún modo.

—¿Y los europeos sí? —preguntó Paitingi, resoplando.

—Sólo para gobernar a los asiáticos —replicó Brooke—. Una copa de vino para usted, Flashman. Pero te diré esto, Paitingi... sólo puedes gobernar a los asiáticos viviendo entre ellos. No puedes gobernarlos desde Londres, París o Lisboa...

—¿Ah no?, ¿y desde Dundee? —preguntó Paitingi, acariciándose la roja barba, y cuando las carcajadas se hubieron apagado, Brooke exclamó:

—¡Pero si tú, viejo pagano, nunca has estado más cerca de Dundee que de Port Said! Observe —me dijo a mí— que en el viejo Paitingi tiene la última floración de una mezcla de este y oeste... un padre árabe-malayo y una madre de Caledonia. ¡Ah!, el cruel destino de los mestizos, ha perdido cincuenta años tratando de reconciliar el Kirk con el Corán.

—No son tan diferentes —apostilló Paitingi— y al menos los dos son muy superiores al Libro de las Plegarias.

Me hacía gracia ver la forma en que discutían, como sólo lo hacen los amigos muy íntimos. Brooke obviamente tenía un inmenso respeto por Paitingi Alí; sin embargo, ahora que la charla había tocado el tema de la religión, empezó a predicar de nuevo con una interminable disertación acerca de cómo había escrito recientemente un documento contra el artículo 90 de los «Versículos de Oxford», que no sé qué pueda ser eso, y que duró hasta el final de la cena. Entonces, con la debida solemnidad, propuso un brindis por la reina, que se hizo sentados y borrachos, a la moda de la Marina, y mientras el resto de nosotros hablaba y fumaba, Brooke dirigió una pequeña ceremonia particular que, supongo, explicaba mejor que cualquier otra cosa la autoridad que tenía él con sus súbditos nativos.

Durante toda la comida había venido pasando una cosa muy curiosa. Mientras los platos y el vino llegaban con la debida ceremonia y nosotros les íbamos haciendo los honores, noté que de vez en cuando un malayo, dayak o mestizo entraba en la habitación, tocaba la mano de Brooke al pasar junto a su silla y luego se ponía en cuclillas pegado a la pared, al lado de Jingo. Nadie les hacía el menor caso; parecían ser gentes de todas clases, desde un tipo muy pobre casi desnudo hasta un malayo bien vestido con sarong dorado y gorro; todos iban bien armados. Supe más tarde que era un gran insulto presentarse ante el Rajá Blanco sin los «cris», que son esos extraños cuchillos de hoja ondulada de aquella gente.

De todos modos, mientras el resto de nosotros nos emborrachábamos, Brooke volvió su silla, llamó a cada solicitante por turno y habló con ellos tranquilamente en malayo. Uno tras otro fueron a postrarse ante él, exponiéndole sus casos o contándole sus historias, mientras él escuchaba, inclinándose hacia adelante con los codos en las rodillas, asintiendo atentamente. Luego dictaba sentencia tranquilamente, y ellos le tocaban de nuevo las manos y se iban, como si el resto de nosotros no hubiéramos estado allí siquiera. Cuando le pregunté más tarde a Stuart por aquello, me dijo: «Oh, así es cómo J. B. gobierna Sarawak. Sencillo, ¿verdad?».[32]

Cuando el último nativo se marchó, Brooke se quedó sentado pensativo durante un par de minutos y luego se inclinó sobre la mesa.

—No hay canciones esta noche —dijo—. Negocios. Veamos el mapa, Crimble —nos apiñamos alrededor, las lámparas encendidas reflejaban su luz en el círculo de caras bronceadas por el sol bajo la espiral de humo del cigarro, y Brooke daba golpecitos en la mesa. Sentí cómo se tensaban los músculos de mi vientre.

—Sabemos lo que hay que hacer, caballeros —exclamó—, y añadiré que la tarea es tal que enciende una chispa en el corazón de cada uno de nosotros. Una encantadora y gentil dama, la amada esposa de uno de nosotros, está en manos de un pirata sanguinario; hay que salvarla y destruirle a él. Gracias a Dios, sabemos dónde está la presa, a menos de cien kilómetros de donde estamos nosotros, en el Batang Lupar, el mayor escondite de ladrones de estas islas, salvo el propio Mindanao. Mirad —su dedo apuñalaba el mapa—, primero, Sharif Jaffir y su flota esclavista, en Fort Linga; más allá, la gran fortaleza de Sharif Sahib en Patusan; más allá todavía, en Undup, el hueso más duro de roer... la fortaleza de los piratas Skrang bajo Sharif Muller. ¿Hubo acaso alguna vez una colección más selecta de villanos en río alguno? Añadamos a ellos ahora al diablo más diablo de todos, Suleiman Usman, que ha secuestrado a la señora Flashman de una manera cobarde. Ella es la clave de su vil plan, caballeros, porque sabe que nosotros no la dejaremos en sus garras ni una hora más de lo imprescindible —le dio a mi hombro un viril apretón; todo el mundo tuvo mucho cuidado de evitar mis ojos—. Él se da cuenta de que la caballerosidad no nos permitirá esperar. Usted le conoce, Flashman, ¿no es así como razonará su mente intrigante?

Yo no lo dudaba, y así lo dije.

—Ha hecho una fortuna en la ciudad, y juega al single-wicket de forma condenadamente sucia —añadí, y Brooke asintió comprensivamente.

—Él sabe que no me atreveré a retrasarlo, aunque esto signifique ir tras él únicamente con la pequeña fuerza que tengo aquí: cincuenta praos y dos mil hombres, un tercio de los cuales debo dejarlos en la guarnición de Kuching. Aun así, Usman sabe que tardaré al menos una semana en prepararme, una semana durante la cual él puede reunir sus praos y sus salvajes, tomarnos el número y preparar sus emboscadas a lo largo del Lupar, confiando en que nosotros caigamos en ellas medio armados y mal preparados...

—¡Detente, antes de que empiece a desear estar de su parte! —murmuró Wade, y Brooke rió a su manera presuntuosa, y se echó hacia atrás los negros rizos.

—¡Bueno, él nos borrará del mapa hasta el último hombre! —gritó—. Ese es su maldito plan. Eso —y él nos sonrió complaciente a todos nosotros— es lo que piensa Suleiman Usman.

Paitingi suspiró.

—Pero, por supuesto, está equivocado ese pobre ignorante —dijo con fuerte sarcasmo—. Nos dirás por qué.

—¡Puedes apostar la banca contra cualquier bobada a que está equivocado! —exclamó Brooke, con la cara encendida de fuerza y excitación—. Nos espera dentro de una semana... ¡y nos tendrá allí dentro de dos días! Nos espera con dos tercios de nuestras fuerzas... bueno, ¡pues las verá todas! Pienso reunir todos los hombres y armas del Kuching y dejarlo indefenso. ¡Lo arriesgaré todo en esta jugada! —Nos miró rebosando de alegría y radiante de confianza—. Sorpresa, señores... ¡ésa es la cuestión! ¡Vaya coger a ese cobarde haciendo la siesta antes de que tienda sus infernales redes! ¿Qué decís?

Yo sé lo que tenía que haber dicho, si hubiera hablado entonces. Nunca había oído cosas tan absurdas en toda mi vida, y tampoco los demás, por lo que parecía. Paitingi resopló.

—¡Estás loco! No funcionará.

—Ya lo sé, amigo —sonrió Brooke—. Pero, ¿qué hacemos si no?

—¡Tú mismo lo has dicho! Hay un centenar de kilómetros río arriba entre el mar y la ensenada de Skrang, todos repletos de piratas metro a metro, tratantes de esclavos, nata-hutan[33] y cazadores de cabezas a miles, toda la corriente atestada de praos de guerra y bankongs, ¡por no decir nada de los fuertes! ¿Sorpresa, dices? ¡Por Eblis, yo sé quién será el sorprendido! Hemos luchado un poco en el río, pero esto... —Hizo un gesto con su gran mano roja—. Sin una expedición bien preparada y con fuerza... es una locura, una fatalidad.

—Tiene razón, J. B. —dijo Keppel—. De todos modos, incluso fuerzas menores que pudiéramos reunir no estarían listas en menos de dos días.

—Sí, pueden. En uno, si es necesario.

—Bueno, aun así, puedes dejar Fort Linga indefenso, pero cuando lo sepan estarán esperándote río arriba.

—¡No a la velocidad que me muevo! —exclamó Brooke—. ¡El mensajero que lleve las noticias desde Linga a Patusan nos tendrá pisándole los talones! ¡Nos los llevaremos a todos por delante, todo el camino hacia el Skrang si es necesario!

—¿Pero y el Kuching? —protestó Stuart—. Los Balagnini o esos condenados Lanun pueden arrasarlo mientras nos hemos ido.

—¡Nunca! —Brooke estaba exultante—. ¡Nunca sabrán que está desprotegido! Y supón que lo hicieran, sólo tenemos que empezar de nuevo, ¿verdad? Hablas de las probabilidades contra nosotros en el Lupar. ¿Eran mejores acaso en Seribas o en Murdu? ¿Eran mejores cuando tú y yo, George, tomamos todo Sarawak con seis cañones y un yate de placer estropeado? ¡Se lo repito, caballeros, puedo tener este asunto resuelto en quince días! ¿Dudan de mí acaso? ¿He fallado alguna vez?, ¿fallaré ahora, cuando hay una pobre y débil criatura que debe ser rescatada y yo, un británico, oigo sus súplicas?, ¿cuando tengo los valientes corazones y las buenas quillas necesarios para conseguirlo, y aplastar a ese enjambre de avispas, antes de que puedan enviar sus malditos mensajes? ¿Qué? ¡Se lo repito, todos los barcos de la reina y todos los hombres de la reina no podrían tener una oportunidad semejante[34], y yo quiero y voy a aprovecharla!

Nunca había visto una cosa igual, aunque lo he visto más veces de las que puedo contar a partir de entonces. Un hombre loco como una regadera y borracho de orgullo, arrastrando a gente sensata en contra de su voluntad y de su juicio. El chino Gordon podía hacerlo, y Yakub Beg el Kirguiz; también podía J. E. B. Stuart y aquel todopoderoso maníaco de George Custer. Él y Brooke podían haber formado un club. Puedo verle todavía; erguido, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos relampagueantes, como un actor de los malos declamando el parlamento de Agincourt a una multitud de patanes en un teatrillo ambulante, en alguna aldea remota. No creo que les convenciera, a Stuart y Crimble quizá, pero no a Keppel ni a los otros; ciertamente no a Paintigi. Pero no podían resistírsele, a él o a la fuerza que emanaba de él. Iba a conseguir lo que quería, y ellos lo sabían. Se quedaron silenciosos; Keppel, creo, estaba molesto. Entonces Paitingi dijo:

—Bueno. Querrás que me haga cargo de los barcos espías, supongo.

Aquello decidió la cuestión, e inmediatamente Brooke se tranquilizó, y empezaron a discutir ardientemente modos y maneras, mientras yo allí sentado contemplaba todo el horror de la cosa y me preguntaba cómo escabullirme. Estaba claro que iban derechos a la catástrofe, arrastrándome a mí con ellos, y no se podía hacer nada al respecto. Di vueltas en mi mente a una docena de planes, desde fingir locura hasta huir simplemente; por fin, cuando todos menos Brooke salieron corriendo para empezar los preparativos que iban a llevar a cabo por la noche y al día siguiente, hice un débil intento de disuadirle de su estúpida propuesta.

—Quizá —sugerí tímidamente— sea posible pagar un rescate por Elspeth; he oído que tales cosas se hacen entre los piratas orientales, y el viejo Morrison es tan rico que le encantaría...

—¿Qué? —exclamó Brooke, con la frente nublada—. ¿Tratar con semejantes bellacos? ¡Nunca! No contemplaré tales... ¡Ah, ya comprendo lo que pasa! —de repente se volvió todo compasión, y puso una mano en mi brazo—. Usted teme por la seguridad de su amada, cuando llegue la batalla. No debe temer nada, amigo mío; ella no sufrirá ningún daño.

Estaba más allá de mi alcance cómo podía él garantizarlo, pero entonces me lo explicó, y le di mi palabra de que creía lo que me estaba diciendo. Me hizo sentar en mi silla y me sirvió un vaso de licor.

—Es bastante natural, Flashman, que usted crea que los motivos de esos piratas son del tipo más oscuro... en lo que se refiere a su mujer. En realidad, por lo que he oído de la gracia y encanto de su persona, son tales que bien podrían excitar..., sí, podrían despertar... bueno, una pasión indigna... en una persona indigna, sí —dudó un poco y tomó un sorbo de su vaso, preguntándose cómo abordar la posibilidad de que ella fuera violada sin causarme una angustia innecesaria. Al final, estalló—: ¡No lo hará! Quiero decir que no puedo creer que abusen de ella, de ninguna forma, ya me entiende. Confío en que ella sea sólo una prenda en un juego que ha sido planeado con astucia maquiavélica, usándola como cebo para destruirme. Ése —dijo aquel lunático engreído cabeza de serrín— es el verdadero propósito, porque él y los de su calaña no pueden tener seguridad mientras yo viva. Sus designios no van principalmente contra ella, de eso estoy seguro. Por una cuestión, y es que él ya está casado, ¿sabe? ¡Oh, sí, he recogido mucha información en los días pasados!, y es verdad, hace cinco años tomó como esposa a la hija del sultán de Sulú, y aunque los musulmanes no son monógamos, por supuesto —continuó gravemente—, no hay razones para creer que su unión no sea... feliz —dio un paseíto por la habitación, mientras yo abría la boca, sin habla—. Así que estoy seguro de que su querida esposa está perfectamente a salvo de cualquier... posibilidad. Cualquier posibilidad... —movió su copa, salpicando licor por todas partes— de alguna cosa horrible, ya sabe.

Bueno, eso fue lo que dijo, y yo hecho polvo. No podía dar crédito a mis oídos. Por un momento, me pregunté si el hecho de haber perdido su músculo del amor le habría afectado también al cerebro; entonces me di cuenta de que, a su manera incomparablemente estúpida, me decía todas aquellas bobadas para tranquilizarme. Posiblemente él pensaba que yo estaba tan alterado que podría creerme cualquier cosa, como por ejemplo que un tipo que ya tiene una mujer nunca pensaría en seducir a otra. Quizás incluso él mismo lo creyera.

—Se la devolveremos... —buscaba una palabra adecuada, y encontró una—: inmaculada, puede confiar en ello. En realidad, estoy seguro de que su preservación debe ser la primera preocupación de ese hombre, ya que debe saber las terroríficas repercusiones que tendría el hecho de que le ocurriera a ella el más mínimo daño, o en la violencia de la batalla o... de cualquier otra forma. Y después de todo —dijo, al parecer bastante impresionado con la idea—, puede ser un pirata, pero ha sido educado como un caballero inglés. No puedo creer que sea absolutamente insensible a cualquier rastro de honor. Aunque se haya convertido en otra cosa, y déjeme llenarle el vaso, amigo mío, debemos recordar que hubo un tiempo en el que fue... uno de nosotros. Creo que usted puede consolarse con ese pensamiento, ¿verdad?

[Extracto del diario de la señora Flashman. Agosto de 1844.]

Ahora estoy Más Allá de Toda Esperanza, y completamente desolada en mi cautividad, como el Prisionero de Chillon, sólo que él estaba en una mazmorra y yo estoy en un vapor; ¡lo cual, estoy segura, es mil veces peor, porque al menos en un calabozo uno está tranquilo, y no es consciente de que le están llevando fuera del alcance de los Queridos Amigos! Una semana he estado en cautividad... ¡y parece todo un Año! Sólo puedo lamentarme por mi perdido amor, y esperar con Terror lo que el Destino me tenga reservado a manos de mi implacable secuestrador. Me tiemblan las rodillas ante este pensamiento y me falla el corazón... ¡cuán envidiable parece la suerte del prisionero de Chillon (ver más Arriba), porque no había tal Temor pendiendo sobre su cautividad, y al menos tenía ratones con los que jugar, dejando que le rozasen las manos con sus rugosas naricillas con simpatía! Aunque a decir verdad no me gustan los ratones, pero tampoco me gustan los Odiosos Nativos que me traen la comida, que no puedo comer de ninguna manera, aunque los últimos días han añadido algunos frutos exquisitos a mi dieta, cuando llegamos a la vista de tierra, como vi desde mi portilla. ¿Será esta extraña y hostil costa tropical el Escenario de mi Cautividad? ¿Seré vendida en Territorio Indio? ¡Oh, querido Padre y amable, noble, generoso H., os he perdido para siempre!

Pero tal pérdida no es peor que la Ansiedad que estraga mi cerebro. Desde el primer y espantoso día de mi secuestro no he visto a Don S., lo cual al principio supuse que era porque él era presa de tal Vergüenza y Remordimientos que no podía mirarme a los ojos. Yo me lo imaginaba sin descanso en la proa, atormentado por su conciencia, mordiéndose las uñas y ajeno a las peticiones de órdenes de sus marineros, mientras el barco surcaba las olas descuidado. Oh, ¡cómo se merecía él esos Tormentos! Y sin embargo es extremadamente extraño, después de sus Apasionadas Protestas, que él se Contuviera durante siete días enteros de verme a mí, el Objeto de su Locura. ¡No lo entendía, porque no creo que sintiera Remordimientos en absoluto, y los asuntos del barco no debían ocuparle todo el tiempo, seguramente! ¿Por qué, entonces, no ha venido el Cruel Miserable a contemplar a su Indefensa Presa, y burlarse de su triste estado? Porque mi vestido de tafetán blanco está ya bastante estropeado, y hace un calor tan opresivo en mi cabina que por fuerza he tenido que descartarlo a favor de uno de esos vestidos nativos llamados sarongas, que me ha suministrado la furtiva Chinita que me cuida, una criatura amarillenta y que no habla ni una palabra de Inglés, pero no tan torpe como algunas que he conocido. Tengo un saronga de seda roja que es, creo, el más apropiado, y otro azul con bordados en oro, bastante bonito, pero por supuesto son muy sencillos y ligeros, y no convendrían en absoluto para un Vestido Europeo, excepto para un déshabillé. Pero a esto me he visto reducida, y el tacón de mi zapato izquierdo se rompió, así que he tenido que abandonarlos los dos, y no tengo artículos de toilette adecuados, y mi cabello es un auténtico espanto. ¡Don S. es un Bruto y una Bestia, primero por secuestrarme, y luego por ser tan insensible como para desatenderme en estas condiciones penosas!

Post Meridiem P. M.

¡Él ha venido al fin, y estoy muy alterada! Mientras estaba reparando lo mejor que podía los estragos ligeros desórdenes en mi aspecto que mi cruel confinamiento ha traído consigo, y viendo cómo podía mi saronga (la roja) caer con unos pliegues más elegantes, porque es una norma excelente que en todas las Circunstancias una Dama debe sacar el mejor partido posible de cada situación y luchar para presentar una apariencia serena, me di cuenta de su Presencia súbitamente. Ante mi Iniciada Protesta, él replicó con un insinuante cumplido acerca de lo bien que me sentaba el saronga, y con una Mirada de tan ardiente deseo que eché de menos inmediatamente mi pobre vestido de tafetán estropeado, temiendo que el deshonesto ardor de verme con el Traje Nativo pudiera excitarle. A mis inmediatas e insistentes demandas de que debía llevarme a Casa inmediatamente, y mis Recriminaciones por su escandaloso trato y su forma de descuidarme, ¡él replicó con la mayor calma y odiosas solicitaciones de mi Comodidad! Yo repliqué con helado desdén: «¡Devuélvame al instante a mi familia y quédese con sus tediosas comodidades!». Él recibió este desaire con bastante descaro, y dijo que yo debía abandonar para siempre esas esperanzas.

—¿Cómo? —exclamé yo—, ¿me negará incluso la ropa adecuada y los necesarios artículos de tocador, y un cambio de ropa de cama cada día, y una adecuada variedad de la dieta, en lugar de cerdo asado, del cual estoy absolutamente harta, y un adecuado aireamiento y limpieza de mi habitación?

—No, no —protestó él—, esas cosas las tendrá, y cualquier otra cosa que desee, pero en cuanto a volver con su familia, eso no puede ser, ¡porque la suerte está echada!

—¡Eso ya lo veremos, amigo! —grité yo, disimulando el Terror que sus Modales Torvos e Implacables inspiraban en mi Pecho Estremecido, y haciéndole frente de Forma Osada, ante lo cual, para mi asombro, él cayó de rodillas y tomando mi mano (pero con todo el respeto del mundo) habló de una manera tan conmovedora y solícita, protestando de su adoración y jurando que cuando yo fuera su Amada me convertiría en una Auténtica Reina, y mi deseo más ínfimo sería instantáneamente obedecido, que no pude evitar sentirme conmovida. Viendo que me ablandaba, habló seriamente de la Calidez y la Camaradería que habíamos compartido los dos, ante lo cual, desdeñando mi propia Flaqueza, se me saltaron las lágrimas.

—¿Por qué, oh, por qué, Don S., ha tenido usted que estropearlo todo con esta conducta irreflexiva y descortés, después de un crucero tan encantador? —exclamé—. ¡Esto es de lo más ofensivo por su parte!

—¡No podía soportar la tortura de verla poseída por otro! —gritó él.

Yo pregunté:

—¿Qué, por quién, qué quiere decir, Don. S.?

—¡Su marido! —exclamó él—, pero, por todos los demonios, ¡ya no será su marido nunca más! —y levantándose de repente, gritó que mi Espíritu era tan incomparable como mi Belleza, que alabó en términos que no puedo forzarme a repetir, aunque me atrevería a decir que el cumplido fue intencionadamente amable, y añadiendo orgullosamente que él me ganaría, a cualquier precio. A pesar de mis luchas y mis reproches, y débiles gritos de Auxilio que yo sabía no podía estar próximo, él me sujetó repetidamente al asalto de sus caricias en mis labios, tan fervientemente que me desvanecí en un Misericordioso Desmayo de entre cinco y diez minutos, después del cual, por la intervención del Cielo, uno de sus marineros le llamó al puente, dejándome, con repetidos votos de Fidelidad, en un estado de perturbada debilidad. No hay todavía signo de persecución por H., lo cual yo había esperado tan ardientemente. Me veo, pues, olvidada de aquellos a quienes más amo, ¿no hay en verdad ninguna esperanza? ¿Estoy condenada a ser arrastrada para siempre, o Don S. se arrepentirá de la inmoderada estimación que he despertado en él... vaya, por mi simple Aspecto Exterior, que le condujo a su desmesurada locura? Yo ruego que sea así, y a cada hora lamento —no, maldigo— esa Perfección de Formas y Rasgos de la cual una vez estuve tan orgullosa. Ah, ¿por qué no podía haber nacido segura y fea como mi querida hermana Agnes, o nuestra Mary, que incluso es menos favorecida, aunque sus rasgos no están del todo mal, o...[35]

¡Oh, mis tres dulces hermanitas, que estáis lejos de mi esperanza y en mi recuerdo! ¡Si pudierais conocer mi aflicción y compadecerme! ¿Pero dónde estará H.? Don S. me ha enviado un gran ramo de flores a mi cabina, capullos silvestres, bonitos, pero muy chillones.

[¡Final del extracto, increíble por su desvergüenza, hipocresía y presunción injustificadas!— G. de R.]