10
Por experiencia sé que por extraña y desesperada que parezca la situación en que te encuentres, acabas llevando los negocios que tienes entre manos como si fueran la cosa más natural del mundo. Por azares del destino yo me he visto como mayordomo indio, como príncipe coronado, como capataz de esclavos en los campos de algodón, como propietario de un garito de juego y Dios sabe cuántas cosas más, ocupaciones todas ellas de las cuales me habría apartado un kilómetro si hubiera podido. Pero no podía, así que procuré sacarles el máximo partido, y antes de darme cuenta estaba preocupándome por cosas como la mejor manera de pulir la plata, los procedimientos de la corte, cómo recoger la cosecha en noviembre o si el crupier de blackjack pedía aumento de sueldo, olvidándome que el mundo real al cual pertenecía por derecho propio estaba ahí fuera, en algún sitio. Autodefensa, supongo... pero eso te mantiene sano cuando lo normal sería acabar metido en la locura y en la desesperación.
Así que cuando me llevaron al ejército de Madagascar para que lo instruyese y entrenase, simplemente cerré mi mente a los horrores de mi situación y me puse a ello como Federico el Grande con una avispa en los pantalones. Cuando miro hacia atrás, me parece que aquello me introdujo en uno de los períodos más oscuros de mi vida, en una época tan confusa que tengo dificultades para situar los acontecimientos en aquellas primeras semanas en su orden adecuado, o incluso entenderlos debidamente. Sabía tan poco entonces de aquel lugar, y ese poco era tan extraño y horrible, que mi mente se encontraba en un estado de aturdimiento. Sólo gradualmente llegué a tener una visión clara de aquel país de salvajes, que simulaba una cierta civilización, con su gente y sus costumbres sorprendentes, entender mi propia y peculiar situación en él y empezar a tratar de planear una huida. Al principio no fue sino un espantoso torbellino, en el cual yo sólo podía hacer lo que tenía que hacer, pero lo describiré lo mejor que pueda para que ustedes puedan irlo conociendo como yo lo hice, y comprendan los antecedentes de los asombrosos acontecimientos que siguieron.
Yo tenía, pues, que reformar e instruir al ejército, y si ustedes piensan que ése es un trabajo de responsabilidad y poco común para un esclavo recién llegado, recuerden que aquel ejército seguía el modelo europeo, pero que no había visto a un instructor blanco desde hacía años. Había otra buena razón para mi nombramiento, pero no la averigüé hasta mucho más tarde. De todos modos, allí estaba yo, y me atrevería a decir que aquel trabajo era lo más parecido a un placer que se pudiera encontrar en aquel lugar. Porque eran soldados de primera, y en cuanto los vi, al pasar revista a los regimientos en una gran llanura en la parte exterior de la ciudad, pensé para mí: «Bueno, hijo, esto sí que es perfección. Son buenos, pero no hay como pasar diez horas al día azuzando a sus oficiales para que sean todavía mejores». Y eso fue lo que hice.
Fankanonikaka me dijo que tenía carta blanca; vino conmigo para mi primera revista, y los cinco regimientos acuartelados en Antan y la guardia del palacio desfilaron bajo mi ojo crítico.
—Cómo cambiar la guardia, derecha, izquierda, bumbum, ¡qué bien! —gritaba—. Ser los mejores soldados del mundo, ni la mitad, ¿eh? Media vuelta a la derecha, cubrirse, juntos, ¡ha-ha! —Sonrió a los generales y coroneles de opereta que estaban allí de pie con nosotros y resopló con orgullo mientras ellos miraban sus batallones.
—¿Le está gustando, sargento general Flashman?
Me limité a gruñir, hice que se detuvieran y me metí entre las filas, buscando el primer fallo que pudiera encontrar. Había una cara negra mal afeitada, así que pataleé, juré y me puse furioso como si hubiera perdido una batalla, mientras los oficiales me miraban y temblaban; el pequeño Fankanonikaka estaba a punto de estallar en lágrimas.
—¿Soldados? —aullé yo—. ¡Miren a este bruto desaliñado, pisándose la maldita barba! ¿Se ha afeitado hoy? ¿Se ha afeitado alguna vez, acaso? ¡Firmes, sucios bastardos, o vaya mandar azotar a un hombre de cada dos! ¿Vais a presentaros ante mí con las barbillas como el culo de un mono? ¡Ya os enseñaré yo, hijos míos! ¡Oh, sí, vaya tomar nota de esto! Señor Fankanonikaka, pensaba que me había hablado de un ejército... ¿No se referiría a esta cuadrilla de mugrientos, supongo?
Por supuesto, aquello desencadenó un escándalo. Los generales se quedaron con la boca abierta, protestaron y tropezaron con sus sables, mientras yo iba incordiando a derecha e izquierda: botones mal cosidos, cuero sin lustrar, todo —lo que podía encontrar. Pero no les dejé tocar al soldado ofensor, ¡ah, no! Degradé al responsable de su batallón en el acto, ordené que arrestaran a su coronel y sacrifiqué a los oficiales; así es como se les mantiene a raya. Y cuando acabé de gritar, formé al grupo, oficiales y todo, y desfilaron marcando el paso dando vueltas a la plaza durante tres largas horas, y, cuando estaban ya a punto de desfallecer, hice que se quedaran firmes durante cuarenta minutos, mientras yo pasaba entre ellos, husmeando y gruñendo, con Fankanonikaka y los oficiales trotando desolados a mis talones. Tuve mucho cuidado de dirigir una palabra de alabanza aquí y allá, y saqué al tipo mal afeitado, le di un sopapo, le dije que no lo volviera a hacer nunca, le pellizqué la oreja y le dije que tenía grandes esperanzas puestas en él. (Hablan de disciplina: llamad al viejo Flash y os enseñaré cosas que no se aprenden en Sandhurst.)
Después de esto, todo fue coser y cantar. Se dieron cuenta de que estaban en las garras de un implacable amante de la disciplina, y se volvieron locos perfeccionando su instrucción y sus giros, con sus oficiales presionándoles hasta que se caían; mientras tanto Flashy andaba a su alrededor mirando o se sentaba en su oficina pidiendo listas y relaciones de todo lo que existe bajo el sol. Con mi buen oído para los idiomas, aprendí un poco de malgache, pero en su mayor parte transmitía mis órdenes en francés, que entendían los oficiales mejor educados. Me labré una reputación temible a base de fijarme en trivialidades, y les puse mi sello por medio del azote público a un coronel (porque uno de sus hombres llegó tarde a la revista) al principio de las grandes revistas quincenales a las que asistía la reina y la corte. Aquello impresionó a los oficiales, entretuvo a las tropas y encantó a su majestad, si el brillo en sus ojos significaba algo. Estaba sentada como un ídolo negro la mayor parte del tiempo, con su sari rojo y su corona de oro bajo la sombrilla a rayas para las ceremonias, pero tan pronto como empezaron los azotes, noté que su mano se crispaba a cada golpe, y cuando el pobre infeliz empezó a chillar, ella gruñó de satisfacción. Es una gran ventaja saber cómo funciona el corazón de una mujer.
Sin embargo, tuve mucho cuidado con mis métodos disciplinarios. Pronto tuve una idea de cuáles eran los oficiales importantes e influyentes, y les hice la pelota hasta la náusea a mi manera soldadesca y campechana, mientras oprimía condenadamente a sus subordinados y mantenía a las tropas en un estado de aterrorizada admiración. Si hubiera tenido tiempo, me atrevería a decir que habría arruinado la moral de aquel ejército para siempre.
Ya que la mayoría de los aristócratas dirigentes ostentaban rangos militares, y se tomaban sus deberes muy en serio, de una manera patéticamente incompetente (como los nuestros, en realidad), gradualmente me fui familiarizando —por no decir confraternizando— con la clase gobernante, y empecé a ver cómo funcionaba el país en la corte, en los cuarteles, en la ciudad y en el campo. Era bastante simple, porque la sociedad estaba gobernada por un rígido sistema de castas incluso más estricto que el de la India, empezando en la parte inferior por esclavos negros malgaches; por encima de ellos, en décimo lugar, estaban los esclavos blancos, pero no había muchos si no me cuento yo, y yo era especial, como verán... Pero ¿no es curioso que una sociedad negra considere superior al blanco sobre el negro en la línea de la esclavitud? Lo éramos, por supuesto, pero aquello no representaba demasiada diferencia, ya que todos nosotros estábamos muy por debajo de la novena casta, a la que pertenecía en el pueblo en general, que tenía que trabajar para vivir, y que incluía a todo el mundo desde los profesionales y comerciantes hasta los trabajadores libres y los campesinos.
Luego había seis castas de nobles, desde el octavo grado al tercero, y la diferencia que había entre ellos nunca la pude averiguar, excepto que era inmensamente importante. La clase alta malgache es terriblemente esnob, y se dan muchos aires entre ellos. Un conde o barón del tercer rango (esos son los títulos que se dan a sí mismos) será mucho más civilizado con un esclavo que un noble de sexto rango, y las normas cortesanas que les gobiernan son más duras todavía para los rangos más bajos. Por ejemplo, un varón noble no puede casarse con una mujer de casta superior; puede casarse con una mujer de casta inferior, pero no con una esclava... Si lo hace, será vendido como esclavo y la mujer ejecutada. Muy sencillo, dirán ustedes, pues que no se casen con esclavas y ya está, pero los muy imbéciles lo hacen bastante a menudo, porque están locos, como su infernal país.
La segunda casta consiste en la familia real, pobrecillos, y en el primer rango un exclusivo grupo de uno: la reina, que era divina, aunque no estaba demasiado claro lo que eso significaba, ya que en Madagascar no tienen dioses. Pero, ciertamente, ella era la más absoluta de todos los tiranos absolutos, gobernando sólo por su propio deseo y capricho, lo cual, dado que ella estaba completamente loca y era abominablemente cruel, ponía las cosas muy interesantes.
Todo esto probablemente lo habrán deducido de la descripción que he hecho de ella y de los horrores que vi, pero tienen que imaginar lo que era vivir a merced de aquella criatura, día tras día, sin esperanza de liberación. El miedo la envolvía como la niebla, y si su corte era un auténtico pequeño nido de víboras, repleto de intrigas y espías y complots, no era porque sus nobles o consejeros estuvieran tramando algo para conseguir el poder, sino por pura supervivencia. Vivían constantemente aterrorizados por aquellos malvados ojos de serpiente y aquella voz gruñona y plana que se dejaba oír rara vez, y normalmente para ordenar arrestos, torturas y muertes horribles. Son palabras fáciles de escribir, y ustedes probablemente pensarán que es una exageración, pero no lo es. Aquel bestial asesinato que presencié bajo el acantilado en el Ambohipotsy era sólo una parte del ritual habitual de purga, persecución y carnicería que era el pan de cada día en Antan en aquella época; su sed de sangre y sufrimiento era insaciable, y peor aún porque era impredecible.
No habría parecido todo tan horrible, quizá, si Madagascar hubiera sido un estado negro primitivo y tribal donde todo el mundo corretea desnudo bailando danzas primitivas y viviendo en chozas. Bueno, yo recordaba a mi viejo amigo el rey Gezo de Dahomey, allí sentado, babeando como una bestia ante su casa de la muerte (hecha de calaveras) devorando su almuerzo mientras sus mujeres luchadoras cortaban a los prisioneros en sangrientos trocitos a un metro de distancia. Pero él era un animal, y lo parecía; Ranavalona no. No demasiado.
No tenía mal gusto para la ropa, por ejemplo, y hasta colgaba cuadros en las paredes; daba banquetes con cuchillo y tenedor y tarjetas con los nombres de cada uno (Solomon tenía razón: las vi. «Serjeant-General Flatchman, Esq. suyo afectísimo» era lo que ponía en la mía en una ocasión, escrito con una nítida caligrafía). Quiero decir que tenía alfombras, sabanas de seda y piano; sus nobles llevaban pantalones y levitas, y se dirigían a sus mujeres llamándolas «Mademoiselle»... Dios mío, una vez vi a un par de condesas, sentadas en una cena de palacio, charlando como mujeres civilizadas, con la plata, el cristal y la mantelería fina, ignorando la cubertería y cogiendo la comida con los dedos; una se volvió a la otra y gorjeó: «Permittez-moi, chérie», y procedió a despiojar el pelo de su vecina. Aquello era Madagascar... esclavismo y civilización combinados en una horrible opereta, un mundo al revés.
La vi presidiendo la mesa con un bonito vestido de satén amarillo de París, una boa de plumas sobre su corona, perlas en el negro pecho y sus largos pendientes, masticando una pata de pollo, sujetando su vaso para que se lo llenaran de nuevo y emborrachándose más de lo que estaba... y cuando llegó el momento de bajar la borrachera, casi un batallón entero yacía bajo la mesa. Pero nada se reflejaba en su cara, las facciones negras y rollizas nunca cambiaban de expresión, sólo los ojos brillaban con su penetrante y extraña mirada. No sonreía; su charla era un ocasional gruñido a los aterrorizados aduladores sentados junto a ella, y cuando se levantó al fin, secándose la boca fruncida, todo el mundo se levantó de un salto y se inclinó, hizo las consabidas reverencias mientras dos de sus generales, sudando, la escoltaban hasta la gran galería, ofreciéndole el brazo si se tambaleaba; entonces caía un terrible silencio sobre la multitud que esperaba en el patio que había debajo... el silencio de la muerte.
La vi allí, inclinada en aquella veranda, con sus criaturas rodeándola y mirando hacia la escena que tenía debajo; el anillo de guardias hovas, el círculo de antorchas llameando por encima de los arcos, los apretados grupos de desgraciados, hombres y mujeres, desde niños apenas crecidos hasta viejos decrépitos, encogidos de miedo, esperando. Podían ser esclavos huidos, fugitivos atrapados en los bosques o en las montañas, criminales, gentes de otras tribus sospechosos de ser cristianos o cualquiera que, bajo su tiranía, hubiera merecido castigo. Ella miraba durante un largo rato, y luego hacía una señal a un grupo y gruñía: «Hoguera», y luego a otros: «Crucifixión», y a un tercero: «Hervido». Y así seguía la espantosa lista: morir de hambre, ser despellejados vivos, desmembrados, o cualquier horror que se le ocurriese a su monstruoso capricho. Hecho esto, entraba dentro... y al día siguiente las sentencias se cumplían en el Ambohipotsy ante una multitud enardecida. Algunas veces asistía ella misma, mirando sin conmoverse, y luego volvía a palacio para pasar unas horas rezando ante sus ídolos personales bajo los cuadros de su salón de recepciones.
Aunque la mayoría de sus crueldades eran practicadas con la gente común y los esclavos, los miembros de su corte estaban muy lejos de encontrarse a salvo. Recuerdo una de sus recepciones, a la cual yo asistía humildemente con los militares. De repente acusó a un joven noble de ser cristiano en secreto. No tengo ni idea de si lo era o no, pero allí mismo fue sometido a torturas... Tenían numerosas e ingeniosas formas de torturar: hacerlos nadar en ríos infestados de cocodrilos, pero en aquel caso hicieron hervir un caldero de agua, justo frente a la reina, y ella se sentó mirando fijamente la cara del infeliz mientras él trataba de coger monedas del borboteante pote, dando brincos y gritando mientras nosotros mirábamos, tratando de no vomitar. No lo consiguió, por supuesto... Aún puedo ver la patética figura retorciéndose en el suelo, cogiéndose el brazo escaldado, antes de que se lo llevaran y lo cortaran por la mitad.
No era lo que estábamos acostumbrados a ver en Balmoral, como comprenderán, pero al menos Ranavalona no se interesaba por las alfombras de cuadros escoceses. Sus deseos eran sencillos: sólo había que darle un amplio suministro de víctimas para contemplar mientras las mutilaban, y ella era feliz. No lo habrían adivinado al mirarla, y en realidad oí una vez que estaba completamente loca y no sabía lo que hacía. Es una vieja excusa en la que se refugia la gente corriente, porque no quiere creer que haya quien disfrute haciendo daño. «Está loco», dicen..., pero sólo lo dicen porque se ven un poco de sí mismos en el tirano, y quieren apartar esa imagen de su mente, como pequeños cristianos bien educados. ¿Loca? Sí, Ranavalona estaba loca como una cabra, de muchas formas... pero no en lo que concernía a la crueldad. Sabía muy bien lo que hacía, e intentaba perfeccionarse cada vez más, y se sentía profundamente gratificada por ello; ésta es la opinión profesional del amable y viejo doctor Flashy, que ya de por sí es un abusón profesional.
Así que ya ven qué vida más alegre y despreocupada era aquélla para su corte, entre los cuales supongo que me contaba yo en mi calidad de montura eventual. Era una posición privilegiada, como pronto pude comprobar. Recuerdan que les conté cómo me tomé no pocas molestias para adular a los nobles militares más importantes... Bueno, pues pronto descubrí que los halagos eran recíprocos, aunque oficialmente yo era un esclavo. Ellos me hacían la pelota de una manera un poco penosa, pobres hombres de negras caras sudorosas, manos temblorosas y sus brillantes uniformes... Asumían, como ven, que yo con sólo susurrar una palabra al oído de la reina ellos irían de cabeza a los pozos o a la cruz. No tenían nada que temer; nunca hice distinciones de unos y otros; y de todos modos, estaba demasiado preocupado por mi propia seguridad para hacer otra cosa con su maldito oído que no fuera darle mordisquitos en plan amoroso.
Pueden preguntarse cómo lo soporté, o cómo pude obligarme a mí mismo a hacer el amor a aquella bestia en forma de mujer. Se lo diré: se trataba de elegir entre eso y ser hervido o tostado; uno puede obligarse muy bien a hacerlo, créanme. No era debajo del cuello para abajo, después de todo, y parecía que yo le gustaba, lo cual siempre ayuda. Pueden encontrarlo difícil de creer (como yo mismo), pero hubo buenos momentos incluso, en cálidos y silenciosos atardeceres que pasábamos adormilados en la cama, o en su baño, o cuando robaba una mirada sobre la almohada a aquella plácida cara negra, bastante atractiva con los ojos cerrados, que sentí incluso un toque de afecto por ella. No se puede odiar a una mujer con la que uno duerme, supongo. Pero si abría los negros párpados y clavaba aquellos ojos en uno, la cosa era totalmente diferente. Sin embargo, me siento inclinado a decir algo en su defensa, después de decir tantas cosas malas de ella, y con razón. Al menos algunos de sus excesos, especialmente en la persecución de cristianos (yo no lo era, por cierto, durante mi estancia en Madagascar, como me preocupé de indicarle a cualquiera que quisiera escucharme), estaban inspirados por los guardianes de sus ídolos. He dicho que no había religión en su país, lo cual es cierto —su superstición no tenía una base organizada—, pero estaban aquellos tipos que leían profecías y cuidaban las piedras y bastoncillos y montones de barro que pasaban por dioses domésticos. (Ranavalona tenía dos, un colmillo de jabalí y una botella, a la que solía hablarle.)
Bueno, pues los guardianes de ídolos le habían ayudado a acceder al trono cuando era joven, después de la muerte de su marido, el rey, cuando su sobrino, el heredero legal, fue designado para ascender al trono. Los guardianes de ídolos, en su papel de augures, decían que los oráculos favorecían a Ranavalona para sucederle y como ella al mismo tiempo estaba organizando apresuradamente un golpe de Estado, asesinando al infeliz sobrino y al resto de sus parientes más cercanos, no se podía decir que los guardianes de ídolos se hubiesen equivocado: apostaron por el ganador. Obtuvieron tal influencia con ella que incluso la persuadieron de que asesinara a los amantes que la habían ayudado en el golpe, y ella se apoyó en ellos buscando su guía a partir de entonces.
Yo mismo fui siempre muy educado con ellos, y les saludaba con un alegre «buenos días» y un dólar o dos, aunque eran unos asquerosos y unos brutos, bufando por el palacio con sus trapos, cuerdas y cintas... que probablemente eran ídolos de terrible poder, no lo sé. Ayudaban a Ranavalona a decidir su política tirando judías a una especie de tablero de ajedrez, y calculando las combinaciones,[57] que generalmente acababan en masacre, como las decisiones del consejo de ministros. Ella los recibía a todas horas del día: la he visto sentada en el trono, con sus chicas ayudándola a intentar ponerse unas zapatillas francesas, mientras aquellos tipos estaban agachados a su lado, murmurando sobre sus judías, y ella asentía ominosamente a sus decisiones, echaba un vistazo a su botella o su colmillo para asegurarse y pronunciaba sentencia. Una vez entraron cuando ella y yo estábamos tomando un baño juntos... Fue bastante embarazoso actuar mientras ellos arrojaban sus judías, pero a Ranavalona pareció no importarle en absoluto.
Si había otra influencia en su vida, aparte de los hombres de los fetiches y sus propias locuras, era su único hijo, el príncipe Rakota, el tipo con quien Laborde se las había arreglado para llevar a Elspeth. Era el heredero del trono, aunque no era hijo del viejo rey, sino de uno de sus amantes, a quien ella después repudió, naturalmente. Sin embargo, bajo la ley malgache, cualquier hijo de una viuda, sea legítimo o no, es considerado hijo del marido muerto, así que Rakota era el sucesor legítimo, y mi impresión es que Madagascar no podía esperar para gritar: «¡Larga vida al rey!». Como verán, a pesar de mis aprensiones cuando oí hablar de él por primera vez, era todo lo contrario de su atroz madre. Un chico amable, alegre, de buen carácter, que hacía lo que podía para contener la sed de sangre de su madre. Era del dominio público que si aparecía él cuando estaban a punto de asesinar a alguien siguiendo las instrucciones de la reina, y él les decía que soltaran a aquel infeliz, lo hacían, y mamá ni rechistaba siquiera. Tendría que haber pasado todo su tiempo corriendo por el país y gritando: «¡Soltadlo!» para afectar a la tasa de mortalidad, pero hacía lo que podía, y el populacho le adoraba, como era de esperar. Por qué no se lo cargaba Ranavalona, no puedo imaginarlo; alguna debilidad fatal de su carácter, supongo.
Sin embargo, mencionar a Rakota adelanta mi narración, porque tres semanas después de hacerme cargo de mis obligaciones tuve la oportunidad de conocerle, y, aunque brevemente, me reuní con la esposa de mi corazón. Vi a Laborde un par de veces antes, cuando creyó que sería seguro acercarse a mí, y le apremié para que me llevara con Elspeth, pero él me insistió en que era altamente peligroso, y tendría que esperar una oportunidad favorable. La cosa era como sigue: Laborde le había dicho a Rakota que Elspeth era mi mujer, y le había rogado que la cuidara y la mantuviera escondida, porque si la reina descubría que su nuevo amante y esclavo favorito tenía una mujer al alcance de la mano, podía ser el final para la señora Flashman y probablemente también para el joven Harry. ¡Vieja perra celosa! Rakota, como era un chico amable, aceptó, así que allí estaba Elspeth protegida y bien cuidada, no la trataban como una esclava, sino más bien como una invitada. Mientras yo, dense cuenta, estaba disfrutando de aquella insaciable hembra babuino para salvar la vida. Esto no se lo habían contado a Elspeth, gracias a Dios, sino que le decían que yo había aceptado un importante cargo militar, lo cual era bastante cierto.
Un extraño estado de cosas, como comprenderán, pero nada raro para ser Madagascar, y no más increíble que algunas de las cosas que yo había conocido en mis tiempos. De todos modos, estaba tan preocupado por lo que había ocurrido en los últimos meses, que me limité a aceptar la extraña situación. Sólo dos cosas me preocupaban. ¿Cómo era posible que la reina, que lo averiguaba todo a través de sus espías dirigidos por el señor Fankanonikaka, no hubiera sido capaz de enterarse de la presencia de una esclava de cabellos dorados en el palacio de su hijo? ¿Y por qué —y éste era el auténtico acertijo— estaban el príncipe Rakota y Laborde tan ansiosos por ayudarnos a Elspeth y a mí? En resumidas cuentas, ¿qué significaba yo para ellos? Soy un tipo suspicaz, ya lo ven, y no me creo demasiado lo de las virtudes altruistas; allí había gato encerrado. Tenía razón.
Laborde me presentó al príncipe una tarde que Ranavalona estaba fuera, viendo una corrida de toros, que era su hobby principal. Se decía que las corridas de toros eran lo único que le inspiraba algún sentimiento; las pocas veces que se la veía llorar era cuando uno de los toros moría, o quedaba malherido en la arena. Podía apartarme de la revista de las tropas durante una hora con bastante seguridad, así que me condujeron ante Fankanonikaka, Laborde y un general importante llamado conde Rakohaja al jardín del palacio del príncipe en las afueras de Antan.
Rakota me recibió en su salón del trono, donde me fue graciosamente permitido postrarme ante él y su princesa. Eran menudos: él no medía más de un metro y medio de alto, e iba vestido como un torero, con una chaquetilla dorada y pantalones ajustados, zapatos con hebilla y un sombrero mexicano. Tenía unos dieciséis años y era vivaz y sonriente con una cara olivácea y redonda y un bigote en ciernes.[58] Su mujer era más o menos como él, pequeña y rechoncha, vestida de seda amarilla; también llevaba un bigote parecido al de él. Hablaban un buen francés, y cuando me puse de pie Rakota dijo que tenía brillantes informes de la forma en que estaba entrenando a las tropas, especialmente a los guardias reales.
—El sargento general Flashman ha hecho maravillas con los hombres y los mejores oficiales —asintió el conde Rakohaja, un aristócrata hova alto y delgado, con una cicatriz en la mejilla, vestido con una chaqueta y pantalones que podían haber quedado muy bien en Saint James, si no hubieran estado confeccionados de terciopelo verde claro—. Su Alteza estará encantado de saber que él ha ganado ya la lealtad de todos los que están bajo su mando, y ha demostrado ser un oficial muy capaz y fiable.
Todo aquello iba demasiado lejos, pero el príncipe me sonrió.
—Muy gratificante —dijo—. Ganarse la confianza de las tropas es lo primero y esencial en un líder. Como comandante en jefe —bajo la sublime autoridad de Su Majestad, La Gran Vaca que Nutre Todo el Mundo con su Leche, por supuesto— le felicito, sargento general, y le aseguro que su celo y lealtad serán ampliamente recompensados.
Me pareció un poco extraño. Yo no era un comandante, no pasaba de ser un simple instructor glorificado, eso todo el mundo lo sabía. Sin embargo, respondí educadamente que nunca había dudado de que las tropas me seguirían desde el infierno hasta Huddersfield la vuelta incluida, lo que pareció complacer a Su Alteza, pues hizo traer chocolate y nos quedamos allí de pie tomándolo en unas tazas de plata, sujetándolas con las dos manos. (Los malgaches no tienen idea de la cantidad; debía de haber tres litros de aquel nauseabundo brebaje en cada taza, y el gorgoteo del consumo real era algo que merecía la pena ser oído.)
Me pareció que el príncipe y la princesa estaban un poco nerviosos; él dirigía rápidas miradas a Rakohaja y Fankanonikaka, y su pequeña y rechoncha consorte, cada vez que sus ojos se cruzaban con los míos, sonreía tímidamente y movía la cabeza como una mujer de la limpieza buscando empleo. El príncipe me preguntó un par de cosas más de una manera informal: sobre la calidad de los mandos inferiores, la guardia de palacio, el nivel de puntería y cosas así, a lo que respondí satisfactoriamente, notando que él parecía especialmente interesado en las tropas del palacio. Entonces dio un último sorbo a su chocolate, se secó el bigote con la manga y me dijo, con una pequeña sonrisa y un gesto:
—Se le permite retirarse al otro extremo de la habitación —y empezó a hablar en malgache con los demás.
Extrañado, incliné la cabeza y me retiré, se abrió una puerta al fondo y allí estaba Elspeth, sonriendo radiante, vestida con un gusto pésimo, con un vestido de tafetán púrpura —una rubia vestida de púrpura, Dios nos asista— corriendo hacia mí con los brazos abiertos. En un momento me olvidé de Madagascar, de su reina y sus horrores y sus charlatanes disfrazados; la cogí entre mis brazos, la besé y ella murmuró ternezas en mi oído. Entonces volvió el sentido común y miré a mi alrededor buscando a los otros. Todos prescindían de nosotros excepto Fankanonikaka, que echó una rápida mirada, la abracé de nuevo, inhalando su perfume mientras ella parloteaba con deleite al verme.
—... porque ha pasado tanto tiempo, y aunque Sus Altezas han sido la amabilidad personificada, te he echado de menos noche y día, mi amor. ¿Te gusta mi vestido nuevo? Su Alteza en persona lo eligió para mí, y creemos que es de lo más adecuado, y es tan maravilloso poder tener ropas adecuadas de nuevo, después de todos esos horribles sarongas... pero no hablemos de eso, ni de la horrible separación, ni de la odiosa conducta de aquel... aquel hombre, Don Solomon. Ahora nos hemos librado de él y estamos a salvo aquí, y es tan divertido... si no fuera porque tus deberes te mantienen apartado de mí. ¡Oh, Harry!, ¿tiene que ser así? Pero yo debo ser una buena esposa, como he prometido, y no interponerme en lo que concierne a tu deber, y en realidad yo sé que la separación es tan cruel para ti como para mí... ¡Oh, te he echado tanto de menos...!
Ahora me abrazaba de nuevo, y me llevaba hasta un asiento. Los otros estaban sumergidos en su propia conversación, aunque la pequeña princesita nos saludó con los dedos tímidamente y Elspeth debió levantarse para hacer una reverencia (incluso la realeza negra la volvía loca, obviamente) antes de resumir su discurso principal. Yo no podía ni meter baza, como de costumbre, pero dudo que hubiese sido coherente de todos modos. Asombrado quedé al ver que Elspeth parecía no tener ninguna preocupación... Siempre he sabido que a ella le faltaba un tornillo, y que era incapaz de ver más allá de su propia y preciosa nariz (lo cual me recordó que debía besarla tiernamente), pero aquello era increíble. Estábamos prisioneros en aquel agujero del infierno, y al oírla uno hubiera imaginado que se trataba de unas vacaciones en Brighton. Lentamente comprendí que ella no tenía una verdadera noción de lo espantoso de nuestra situación, ni siquiera de lo que era realmente Madagascar, y mientras ella hablaba empecé a comprender por qué.
—... por supuesto, me gustaría ver más cosas del país, porque la gente no parece desagradable, pero el príncipe me ha dicho que la posición de los extranjeros aquí es muy delicada, y no es adecuado que me vean por ahí fuera. Para ti, por supuesto, es diferente, porque estás empleado con Su Majestad... Dime, Harry, ¿cómo es la reina, y qué dice? ¿Qué ropa lleva? ¿Seré presentada algún día? ¿Es joven y bonita? Debería estar muy celosa... ¡porque ella tiene que sentirse atraída por el hombre más atractivo de toda Inglaterra! ¡Oh, Harry, cuánto admiro tu uniforme...! ¡Qué clase tiene!
Me había aprovechado de las costumbres del país para vestir todo de rojo, con una faja negra, muy poco convencional, lo admito. Elspeth se quedó embobada conmigo.
—Pero tengo tantas cosas que contarte, porque el príncipe y la princesa son tan amables, y tengo unas habitaciones preciosas, y el jardín es tan bonito, y hay compañía muy selecta por las noches... todos negros, por supuesto, y un poquito excéntricos, pero muy agradables y considerados. Estoy muy contenta e interesada... pero, ¿cuándo volveremos a casa, a Inglaterra, Harry? Espero que no nos quedemos demasiado... porque a veces siento un poco de ansiedad por mi querido papá, y aunque aquí todo es muy agradable, no es lo mismo. Pero sé que tú no consentirás que estemos aquí más de lo necesario, porque eres el más amable de los maridos... y estoy segura de que tu trabajo aquí será de la mayor utilidad para ti, porque será una experiencia muy valiosa. Sólo desearía... —su labio súbitamente tembló, a pesar de sus esfuerzos para sonreír— que pudiéramos estar juntos de nuevo... en la misma casa... oh, Harry, querido, ¡te echo tanto de menos!
La pequeña sesos de mosquito empezó a echar unas lagrimitas, apoyándose en mi hombro... ¡como si no tuviera nada mejor por lo que llorar! Fue una maldita frustración, porque yo había estado esperando para contarle a ella todas mis penas y sufrimientos, lamentándome por mi suerte y describiéndole los horrores de mi situación (sólo los respetables, vaya) y en general haciendo que se le pusiera la carne de gallina con mis ansiedades. Pero parecía que no tenía sentido alarmarla... Era capaz de hacer alguna tontería, y como los otros podían oírnos, cuanto menos dijera yo, mejor. Así que me limité a darle palmaditas en el hombro para animarla.
—Venga, cariño —dije yo—, no seas tonta. ¿Qué pensarán Sus Altezas si te pones a sollozar y a quejarte? Límpiate la nariz... Estás mucho mejor que otras personas, te lo aseguro.
—Ya lo sé, soy una tonta —gimoteó ella, sorbiendo por la nariz, y, finalmente, cuando el príncipe y la princesa se retiraron, era de nuevo toda sonrisas, haciendo reverencias y besándome en tierna despedida. Le observé a Laborde cuando volvíamos a palacio que mi mujer parecía felizmente ignorante de mi situación, y él fijó sus ojos en los míos.
—Así es mejor, ¿no cree? Ella puede ser un gran peligro para usted, para ambos. Cuanto menos sepa, mejor.
—¡Pero en el nombre del cielo, hombre! ¡Lo averiguará tarde o temprano! ¿Y qué pasará entonces? ¿Qué pasará cuando se dé cuenta de que ella y yo somos esclavos en este espantoso país..., donde no hay esperanza, ni escapatoria? —le cogí el brazo. Habíamos dejado los coches a la entrada de mis habitaciones, en la parte posterior del palacio, una vez que nos dejó Fankanonikaka en la puerta principal—. Por el amor del cielo, Laborde..., tiene que haber una forma de salir de esto. No puedo seguir entrenando negros y complaciendo a esa puta negra el resto de mi vida...
—¡Su vida no durará nada si no se controla! —exclamó él, soltándose. Miró a su alrededor nerviosamente, luego dio un profundo suspiro—. Mire... haré lo que pueda. Mientras tanto, sea discreto. No sé qué se puede hacer. Pero al príncipe le ha gustado usted hoy. Eso puede significar algo. Ya veremos. Ahora tenemos que irnos... y recuerde, sea cuidadoso. Haga su trabajo, no diga nada. ¿Quién sabe? —dudó y me dio unas palmaditas en el brazo—. Podemos estar tomando café au lait en los Campos Elíseos muy pronto. À bientôt.
Y se fue, dejándome allí quieto, extrañado..., pero en mi interior asomaba algo que no había sentido desde hacía meses: esperanza.