Capítulo 1
La sangre no deja mancha en la capa gris de un centinela. No lo supe hasta el día que vi a Morgan, el segundo al mando de los centinelas del Consejo Blanco, alzar su espada sobre la figura arrodillada de un joven culpable de practicar magia negra. El chico, de dieciséis años como mucho, gritó y despotricó en coreano desde debajo de su capucha negra, derramando odio e ira por la boca; la juventud y su poder le hacían estar convencido de que era inmortal. Ni siquiera se dio cuenta cuando la hoja descendió hacia su cuello.
Lo cual fue una pequeña bendición. Una bendición microscópica, en realidad.
La sangre formó un arco escarlata en el aire. Yo no me encontraba ni a tres metros de la escena. Sentí las gotas calientes en una mejilla y el lado izquierdo de mi capa se vio rociado de manchas de un tono rojo furioso. La cabeza cayó al suelo. La tela que la cubría no dejó de moverse, como si la boca del muchacho continuara gritando maldiciones.
El cuerpo cayó de lado. Un músculo de la pantorrilla tembló espasmódicamente y luego se detuvo. Pasados unos cinco segundos, la cabeza también.
Morgan se quedó de pie durante un momento junto a la forma inmóvil. La brillante espada de plata del Consejo Blanco de Magos simbolizaba la justicia en sus manos. Además de él y yo, estaban presentes una docena de centinelas y dos miembros del Consejo de Veteranos: el merlín y el que una vez fuera mi mentor, Ebenezar McCoy.
La cabeza cubierta cesó sus débiles movimientos. Morgan miró al merlín y le hizo un gesto con la cabeza. El merlín lo imitó.
—Que encuentre la paz.
—Paz —corearon todos los centinelas al unísono.
Excepto yo. Les di la espalda y solo me dio tiempo de alejarme un par de pasos antes de vomitar en el suelo del almacén.
Me quedé allí temblando durante un momento hasta que estuve seguro de que había terminado, entonces me enderecé lentamente. Sentí una presencia que se acercaba a mí y al levantar la vista vi que se trataba de Ebenezar.
Era un hombre anciano, calvo excepto por unos pocos mechones de pelo blanco, de baja estatura, robusto, con la cara medio cubierta por una barba gris que le daba un aspecto feroz. La nariz, las mejillas y el cuero cabelludo eran rojizos, a excepción de una reciente cicatriz de color púrpura en la mollera.
A pesar de tener varios siglos de edad se desenvolvía con una vibrante energía y sus ojos parecían alertas y pensativos detrás de la montura de oro de sus gafas. Llevaba la vestimenta negra oficial propia de las reuniones del Consejo, rematada por la característica estola morada de los miembros del Consejo de Veteranos.
—Harry —dijo en voz baja—, ¿te encuentras bien?
—¿Después de una cosa así? —gruñí en un tono lo suficientemente alto para asegurarme de que todos me oyeran—. Ahora mismo nadie debería encontrarse bien en este condenado edificio.
Sentí una tensión repentina en el aire detrás de mí.
—No, no —dijo Ebenezar. Le vi mirar hacia atrás, a los otros magos allí presentes, con la mandíbula dispuesta en una mueca obstinada.
El merlín se acercó a nosotros, también ataviado con las ropas formales y la estola. Su aspecto era el propio de todo mago que se precie: alto, cabello y barba blancos y largos, unos penetrantes ojos azules y la edad y la sabiduría talladas en el rostro.
Bueno. Al menos la edad.
—Centinela Dresden —dijo. Tenía la voz sonora de un capacitado orador y hablaba con un acento británico de clase alta—. Si disponía de alguna evidencia que probara la inocencia del chico, debió haberla presentado durante el juicio.
—No la tenía y lo sabe —le contesté.
—Su culpabilidad fue demostrada —dijo el merlín—. Yo mismo vi su alma. Examiné a más de dos docenas de mortales cuyas mentes había alterado. Tal vez tres de ellos recuperen algún día la cordura. Obligó a otros cuatro a suicidarse, y además había escondido nueve cadáveres de las autoridades locales. Todos ellos tenían relación de sangre. —El merlín dio un paso hacia mí y el aire en la sala se tornó súbitamente cálido. Sus ojos brillaron con una ira azul y su voz retumbó con un poder profundo e inquebrantable—. Los poderes que usó ya le habían destrozado la mente. Hicimos lo que era necesario.
Me di la vuelta y me enfrenté al merlín. No alcé la mandíbula y traté de mantener la vista baja. No había nada beligerante o desafiante en mi postura. No mostraba enfado en mi cara ni se palpaba falta de respeto en mi tono cuando hablé. Los últimos meses me habían enseñado que el merlín no había conseguido su trabajo a través de un anuncio en el periódico. Era simplemente el mago más fuerte del planeta. Y tenía talento, habilidad y experiencia para acompañar aquella fuerza. Si alguna vez llegara a las manos mágicas con él, no quedaría suficiente de mí ni para llenar una bolsa de patatas fritas. No estaba buscando pelea.
Pero tampoco me amilané.
—Era solo un chico —le dije—. Todos lo hemos sido. Cometió un error. Igual que todo el mundo.
El merlín me miró con una expresión clasificable en algún lugar entre la irritación y el desprecio.
—Usted sabe bien lo que el uso de la magia negra puede hacerle a una persona —dijo. El maravilloso matiz de sutileza y énfasis en su elocución ilustró un pensamiento tácito perfectamente claro: Tú lo sabes porque lo has hecho. Tarde o temprano tendrás un desliz, y entonces será tu turno—. Un uso conduce a otro. Y a otro.
—No dejo de oír eso, merlín —le contesté—. «Di no a la magia negra». Pero ese muchacho no tuvo a nadie que le explicara las normas, que le enseñara. Si alguien hubiera sabido de su don y hubiera hecho algo a tiempo.
Levantó una mano, y el simple gesto contenía una autoridad tan absoluta que me detuve para dejarle hablar.
—Se olvida de algo, centinela Dresden —comenzó—. El chico que cometió ese estúpido error murió mucho antes de que descubriésemos el daño que había causado. Lo que quedaba de él era ni más ni menos que un monstruo que hubiera pasado el resto de su vida infligiendo terror y muerte a cualquiera que se acercara a él.
—Lo sé —dije, y no pude esconder la ira y la frustración en mi voz—. Y sé que era lo que había que hacer. Sé que era la única medida que se podía tomar para detenerlo. —Creí que iba a vomitar otra vez y cerré los ojos y me apoyé en la madera maciza de roble de mi vara tallada. Logré controlar mi estómago y abrí los ojos para enfrentarme al merlín—. Pero eso no cambia el hecho de que acabamos de asesinar a un chico que probablemente nunca llegó a entender lo que le estaba pasando.
—Una acusación de asesinato no es una piedra que esté en posición de arrojar, centinela Dresden. —El merlín arqueó una ceja plateada—. ¿Acaso no vació un arma de fuego en la nuca de una mujer que creía que era el habitacadáveres a apenas unos pocos metros de distancia, hiriéndola mortalmente?
Tragué saliva. Claro que lo había hecho, el año pasado. Nunca antes en mi vida me la había jugado a cara o cruz de aquella manera. De haber juzgado mal que un mago metamorfo, conocido como el habitacadáveres, había ocupado el cuerpo original de la centinela Luccio, habría asesinado a una mujer inocente y a un agente de la ley miembro del Consejo Blanco.
No me equivoqué; sin embargo, nunca nunca antes había matado a nadie de esa forma. En el fragor de la batalla sí. Y he matado a gente de maneras menos directas. Pero la muerte del habitacadáveres fue íntima, calculada con frialdad y en absoluto indirecta. Solo yo, la pistola y el cadáver inerte. Todavía recordaba vívidamente haber tomado la decisión de disparar, la sensación del frío metal en mis manos, la resistencia del gatillo, la estruendosa respuesta del arma y la manera en la que el cuerpo cayó al suelo como un saco inerte, un movimiento demasiado simple comparado con la importancia de aquel horrible suceso.
Había matado. Deliberada y racionalmente, había acabado con la vida de otra persona.
Y aquello todavía me quitaba el sueño por las noches.
No tenía muchas opciones. Aun disponiendo de tan poco tiempo, el habitacadáveres podría haber invocado su magia letal y haberme matado con un hechizo de muerte mientras caía fulminado. Había pasado un par de días malos y el asunto estaba durando más tiempo del necesario. Incluso si no hubiera sido así, me daba la sensación de que el habitacadáveres me hubiera vencido en una pelea justa. Así que no le di la oportunidad de una pelea justa y disparé al nigromante en la nuca; debía ser detenido, no me quedaba elección.
Lo había ejecutado simplemente bajo sospecha.
Sin juicio. Sin visión del alma. Sin el arbitraje de un juez imparcial. Caray, ni siquiera llegué a insultarle. Bang. Pum. Un mago vivo, un tipo malo muerto.
Lo había hecho para evitar un daño futuro para mí y para otros. No era la mejor solución, pero era la única posible. No lo dudé ni un instante. Lo hice sin vacilar y continué enfrentándome a los peligros de aquella noche.
Tal como tiene que hacer un centinela. Aquello me bajó de algún modo mis humos de justiciero.
Los insondables ojos azules del merlín se fijaron en mi rostro y asintió lentamente.
—La ejecutaste —dijo el merlín en voz baja—. Porque era necesario.
—Aquello fue diferente —le dije.
—En efecto. Tu acción requirió de un compromiso mucho más profundo. Te rodeaba la oscuridad, hacía frío y estabas solo. El sospechoso era mucho más fuerte que tú. Si hubieras fallado tu ataque, habrías perdido, estarías muerto. Sin embargo, hiciste lo que tenías que hacer.
—Lo necesario no es siempre lo correcto —le dije.
—Tal vez no —admitió—, pero las leyes de la magia son lo único que impide a los magos abusar de su poder sobre los mortales. No hay espacio para el compromiso. Ahora eres un centinela, Dresden. Debes concentrarte en tus obligaciones hacia los mortales y el Consejo.
—Y eso implica matar a niños. —Esta vez no oculté mi desprecio, pero no había mucha fuerza en él.
—Implica hacer cumplir las leyes —dijo el merlín, y sus ojos se clavaron en los míos, centellando con chispas de una tensa ira—. Es tu deber. Ahora más que nunca.
Fui el primero en apartar la vista, miré hacia otro lado antes de que sucediera algo desagradable.
Ebenezar permaneció todo el tiempo a un par de pasos de mí, estudiando mi expresión.
—Ha visto mucho para un hombre de su edad, Dresden —dijo el merlín, y su tono se ablandó un poco—. Pero no ha visto lo horribles que pueden llegar a ser estas cosas. Ni de lejos. Las leyes existen por una razón. Deben respetarse tal como están escritas.
Volví la cabeza y miré el pequeño charco escarlata en el suelo del almacén, junto al cadáver del chico. Nunca llegué a saber su nombre.
—De acuerdo —dije exhausto, y me pasé una esquina limpia de la capa gris por la cara salpicada de sangre—. Entiendo bien con qué están escritas.