Capítulo 2

Les di la espalda y salí del almacén para sumirme en la mejor imitación de Miami que podía ofrecer Chicago. El mes de julio en la región central rara vez no es tórrido, pero aquel año el calor veraniego fue especialmente intenso y llovió con frecuencia. El almacén se encontraba en una zona de los muelles cercana a la orilla, e incluso las frías aguas del lago Michigan eran más cálidas de lo habitual. Llenaban el aire de un intenso hedor a agua embarrada, moho y pescado muerto.

Pasé junto a los centinelas de capa gris que vigilaban fuera e intercambié con ellos un movimiento de cabeza. Ambos eran más jóvenes que yo, recién incorporados a la organización mitad militar mitad policial que era el Consejo Blanco. Al dejarlos atrás, sentí un hormigueo causado por la presencia de un velo, el hechizo que conjuraban para ocultar el almacén de cualquier mirada indiscreta. No era un velo muy potente, al menos para los estándares de los centinelas, pero probablemente mejoraba el que yo mismo pudiera crear, y no es que sobraran muchos centinelas desde el exitoso ataque de la Corte Roja el otoño anterior. Menos da una piedra.

Me quité la túnica y la capa. Debajo llevaba unas zapatillas de deporte, pantalones cortos de color caqui y una camiseta roja. Quitarme el pesado atuendo no sirvió para refrescarme, solo me ayudó a sentirme un poco menos miserable. Caminé a toda prisa hacia mi coche, un viejo y maltratado Volkswagen Escarabajo cuyas ventanillas mantenía abiertas para impedir que el sol convirtiera el interior en un horno. La carrocería es una mezcla de varios colores debido a que mi mecánico ha sustituido las partes dañadas por otras procedentes de diferentes coches; sin embargo, al principio era de un tono azulado y por ello se ganó el sobrenombre de «Escarabajo azul».

Oí pasos firmes y rápidos detrás de mí.

—Harry —me llamó Ebenezar.

Arrojé la túnica y la capa en el asiento trasero del Escarabajo sin decir palabra.

Un par de años antes, el interior del coche había sido desmembrado hasta dejar solo su esqueleto de metal, y además yo le había hecho algunas reparaciones con madera barata y gran cantidad de cinta adhesiva. Después le pedí a un amigo que me rehiciera el interior. No era lo estándar y seguía sin ser bonito, pero los cómodos asientos de ahora eran mucho mejores que las cajas de madera que había estado usando hasta hacía poco. Y volvía a tener cinturones de seguridad decentes.

—Harry —dijo de nuevo Ebenezar—. Maldición, muchacho, detente.

Consideré entrar en el coche y marcharme, pero en lugar de eso me detuve a esperar a que el viejo mago se acercara y se zafara de sus propias ropas formales: la túnica y la estola. Llevaba una camiseta blanca, vaqueros Levi's y unas pesadas botas de montaña de cuero.

—He de hablarte sobre un asunto.

Hice una pausa y aspiré para recuperar el control de mis emociones.

Y de mi estómago. No quería pasar por la vergüenza de repetir el mal trago de antes.

—¿Qué pasa?

Se detuvo a unos metros de mí.

—La guerra no va bien.

Se refería a la guerra entre el Consejo Blanco y la Corte Roja de vampiros. Durante años la guerra se había basado en subterfugios y peleas en oscuros callejones, pero el año anterior los vampiros habían dado un paso más. El asalto fue programado para coincidir con la nociva actividad de un traidor en el Consejo y con el ataque de una serie de nigromantes, magos fuera de la ley que resucitaban a los muertos y los convertían en enrabietados espectros y zombis, además de en otras cosas menos agradables.

Los vampiros habían golpeado brutalmente al Consejo. Antes de que la batalla terminara, habían matado a cerca de doscientos magos, la mayoría centinelas. Por eso me habían dado a mí una capa gris. Necesitaban ayuda.

Antes de terminar, los vampiros habían matado a cerca de cuarenta y cinco mil hombres, mujeres y niños que se encontraban cerca.

Por eso tomé la capa de centinela. No era algo que pudiera pasar por alto.

—He leído los informes —le dije—. Dicen que el Venatori Umbrorum y la Hermandad de San Gil han colaborado bastante.

—Es más que eso. Si no hubieran puesto en marcha una ofensiva para frenar a los vampiros, la Corte Roja habría destruido al Consejo hace meses.

Parpadeé.

—¿Tanto están haciendo?

El Venatori Umbrorum y la Hermandad de San Gil eran los principales aliados del Consejo en la guerra contra la Corte Roja. Los venatori eran una antigua hermandad secreta formada para luchar contra fuerzas oscuras sobrenaturales cuando tenían oportunidad. Algo así como los masones, solo que con más lanzallamas. En general eran académicos y, aunque varios de los venatori poseían experiencia militar, su verdadera fuerza radicaba en su utilización de los sistemas jurídicos humanos y en el análisis de informaciones procedentes de las fuentes más diversas.

La hermandad, sin embargo, tenía una historia bien diferente. Eran menos numerosos que los venatori y pocos de ellos eran meros seres humanos. La mayoría, según tenía entendido, habían sido convertidos en medio vampiros, estaban infestados con los poderes oscuros que hacían de la Corte Roja una amenaza, pero hasta que no bebían sangre voluntariamente no dejaban de ser humanos. Tal poder les hacía más fuertes y rápidos; comparados con una persona normal, su resistencia a las heridas era enorme, además de concederles un aumento drástico de su esperanza de vida. Suponiendo que no cayeran presa de su constante e inherente deseo de sangre o no fueran asesinados en las operaciones contra sus enemigos de la Corte Roja, claro.

Una mujer, que en otra época me importó mucho, fue raptada por un vampiro de la Corte Roja. De hecho, di inicio a la guerra cuando fui a recuperarla, para lo que usé los medios más violentos a mi disposición. La traje de vuelta, pero no la salvé. Había sido tocada por la oscuridad y su vida se había vuelto una batalla constante contra los vampiros que la habían infestado y contra la sed de sangre que le habían impuesto. Ella formaba ahora parte de la hermandad, cuyos miembros incluían a aquellos en su situación y, según había oído, a muchas otras personas, completas o a medias, sin hogar. San Gil, patrón de los leprosos y los marginados. Su hermandad, aunque no era un centro neurálgico como el Consejo o una de las Cortes Vampíricas, estaba demostrando ser un aliado formidable.

—Nuestros aliados no pueden enfrentarse a los vampiros cara a cara —dijo Ebenezar, asintiendo—. Pero están causando estragos en las cadenas de suministro, la inteligencia y los apoyos, atacando la parte mortal de la Corte Roja. Los miembros de la Corte Roja infiltrados en la sociedad humana son desenmascarados. Los seres humanos controlados por la Corte son arrestados, sometidos o asesinados o secuestrados para ser liberados de su adicción por la fuerza. La hermandad y los venatori continúan haciendo todo lo posible para proporcionar información al Consejo, lo que nos ha permitido organizar una serie de exitosos ataques contra los vampiros. Los venatori y la hermandad no han debilitado sensiblemente a los vampiros, sin embargo, han mermado a la Corte Roja. Tal vez lo suficiente para concedernos la oportunidad de luchar por recuperarnos.

—¿Cómo será el nuevo entrenamiento? —le pregunté.

—Luccio confía en acabar teniendo éxito en la sustitución de nuestras pérdidas —respondió Ebenezar.

—No creo que yo pueda hacer nada para ayudar —dije—. A menos que busques a alguien que engendre nuevos magos.

Se acercó a mí y echó un vistazo a su alrededor. Su expresión era casual; sin embargo, estaba comprobando si alguien andaba lo bastante cerca para oírnos.

—Hay algo que desconoces porque el merlín decidió que no era apropiado que lo supiera todo el mundo.

Me volví hacia él e incliné la cabeza.

—¿Recuerdas el ataque de la Corte Roja el año pasado? —dijo—. Invocaron a los intrusos y nos asaltaran dentro del reino de las hadas.

—Un mal movimiento, por lo que he oído. Las hadas van a salir de su escondite.

—Eso era lo que todos pensábamos —dijo el anciano—. De hecho, la Corte de Verano declaró la guerra a la Corte Roja y comenzaron a realizar algunos ataques preliminares contra ellos. Pero la Corte de Invierno no ha respondido y la de Verano no ha hecho mucho más aparte de asegurar sus fronteras.

—¿La reina Mab no ha declarado la guerra?

—No.

Fruncí el ceño.

—Nunca hubiera imaginado que dejara pasar tal oportunidad. Le van las matanzas y el derramamiento de sangre.

—Nos sorprendió también a nosotros —dijo—. Por eso quiero pedirte un favor.

Lo miré sin decir nada.

—Descubre por qué —dijo—. Tienes contactos en las Cortes. Averigua lo que está pasando. Descubre por qué los sidhes no han ido a la guerra.

—¿Qué? —pregunté—. ¿Acaso el Consejo de Veteranos no lo sabe? ¿No tienen una embajada, conexiones de alto nivel y canales oficiales? ¿Tal vez un teléfono rojo brillante?

Ebenezar sonrió sin demasiada alegría.

—Las turbulencias causadas por la guerra han hecho disminuir la capacidad de todos para reunir inteligencia —respondió—. Incluso la de aquellos en los reinos espirituales. Hay otro nivel en esta guerra, uno en el que están implicados los espías espirituales y los emisarios de todas las partes involucradas. Y nuestro embajador en los sidhes ha sido… —Encogió sus fuertes hombros—. Bueno. Tú los conoces mejor que nadie.

—Las hadas han sido educadas, sinceras, han hablado con total honestidad, pero no aportan una idea clara de lo que está pasando —deduje.

—Exactamente.

—Así que el Consejo de Veteranos me pide que lo averigüe.

Miró de nuevo a su alrededor.

—El Consejo de Veteranos no. Yo mismo. Algunos de los otros también.

—¿Quiénes? —le pregunté.

—Personas de mi confianza —dijo, y me miró fijamente por encima de la montura de sus gafas.

Yo lo miré a él de la misma manera durante un segundo.

—El traidor —dije en un susurro.

Los vampiros de la Corte Roja no se habían puesto tan por delante en el marcador de aquel partido solo por suerte. De alguna manera habían obtenido secretos vitales acerca de los planes y la disposición de las fuerzas del Consejo Blanco. Alguien había estado proporcionando tal información a los vampiros desde dentro y una gran cantidad de magos habían muerto a causa de ello, sobre todo en su ataque más salvaje, el año pasado, durante el cual violaron el territorio sidhe mientras seguían al Consejo en su huida.

—¿Crees que el traidor es alguien del Consejo de Veteranos?

—Creo que no podemos correr ningún riesgo —dijo sin perder la calma—. No es un asunto oficial. No puedo ordenarte que lo hagas, Harry. Entendería que no quisieras hacerlo. Sin embargo, no hay nadie mejor para este trabajo y nuestros aliados no podrán mantener mucho tiempo el ritmo actual de las operaciones. Su mejor arma ha sido siempre el secretismo, y sus acciones les han obligado a pagar un terrible precio en vidas para brindarnos su ayuda.

Me crucé de brazos.

—Tenemos que ayudarlos, claro. Pero cada vez que miro de reojo a las hadas, me meto en problemas más graves con ellos. Es lo último que necesito. Si hago esto, cómo

error

Ebenezar cambió de postura, con lo que trituró ruidosamente la grava del suelo. Al levantar la vista, divisé al merlín y a Morgan que salían del edificio, parecían hablar en voz baja de algo importante.

—Quería hablar contigo —dijo Ebenezar de tal modo que resultaba evidente que deseaba ser escuchado por cualquiera que anduviera cerca—. Asegúrate de que Morgan y los otros centinelas te tratan con justicia.

Le seguí la corriente.

—Apenas se dirigen a mí —le dije—. El único centinela al que veo a veces es a Ramírez. Un buen tipo. Me gusta.

—Eso dice mucho de él.

—¿Qué la bomba de relojería del Consejo tenga una buena opinión de él? —Esperé a que Morgan y el merlín se marcharan, pero se detuvieron algo más lejos de donde estaban antes, sin dejar de hablar. Me quedé mirando la grava durante un largo rato y luego, en voz mucho más baja, dije—: El chico de hoy podría haber sido yo.

—Fue hace mucho tiempo —dijo Ebenezar—. Eras apenas un niño.

—Igual que él.

La expresión de Ebenezar se tornó cauta.

—Siento que hayas tenido que presenciar esto.

—¿Por eso lo han hecho aquí? —pregunté—. ¿Por qué venir a Chicago para una ejecución si no?

Expulsó el aire lentamente.

—Es una de las grandes encrucijadas del mundo, Harry. Pasa más tráfico aéreo por aquí que por cualquier otra parte. Es una enorme ciudad-puerto para el envío de cualquier tipo de mercancía en camiones, trenes o barcos. Eso significa una gran cantidad de entradas y salidas, muchos viajeros de paso. Dificulta a los observadores de la Corte Roja vernos o informar de nuestros movimientos. —Me concedió una sonrisa triste—. Y además hay que tener en cuenta la forma en que Chicago afecta a la salud de cualquier vampiro que lo visita.

—Esa es una bonita historia de portada —le dije—. ¿Cuál es la verdad?

Ebenezar suspiró y levantó la mano en un gesto conciliador.

—No fue idea mía.

Lo miré durante un minuto y luego dije:

—El merlín convocó aquí la reunión.

Ebenezar asintió y arqueó una lanuda ceja gris.

—¿Lo que significa que…?

Me mordí el labio inferior y arrugué los ojos. Aquel gesto nunca me ayudaba a pensar mejor, pero no había razón para no seguir intentándolo.

—Quería mandarme un mensaje. Matar dos pájaros de un tiro.

Ebenezar asintió.

—Quería despojarte de tu posición de centinela, pero Luccio sigue siendo la comandante técnico de los capas grises, aunque Morgan mande en el campo de batalla. Ella te apoyó y el resto del Consejo de Veteranos la desautorizó.

—Apuesto a que el merlín disfrutó de aquello —dije.

Ebenezar se rió entre dientes.

—Pensé que le estaba dando un derrame cerebral.

—Qué alegría —dije—. Yo ni siquiera quería el trabajo.

—Ya lo sé —dijo—. Solo encuentras dificultades y problemas, muchacho. Poco más.

—Así que el merlín imagina que si me muestra una ejecución, me asustaré y entraré en vereda. —Fruncí el ceño, pensando—. Supongo que no se ha dicho ni una palabra sobre el ataque del año pasado. ¿No encontraron a nadie a quien le ingresaran misteriosas y enormes sumas de dinero en su cuenta bancaria para poder acusarlo de traidor?

—Todavía no —reconoció Ebenezar.

—Con el traidor suelto, lo único que tiene que hacer el merlín es esperar a que yo la cague. Entonces podrá llamarlo traición y aplastarme.

Ebenezar asintió y noté la advertencia en sus ojos; era otra razón para aceptar el trabajo que me estaba ofreciendo.

—Él cree que eres una amenaza para el Consejo. Si tu comportamiento confirma su creencia, hará lo que sea necesario para detenerte.

Solté un bufido.

—Hubo otro tipo así. Se llamaba McCarthy. Si el merlín quiere encontrar a un traidor, lo hará exista o no. —Ebenezar frunció el ceño y habló con un vestigio de acento escocés en el arrastre de las erres, como le pasaba siempre que estaba enfadado. Miró de soslayo al merlín—. Sí. Pensé que debías saberlo.

Asentí, sin levantar todavía la vista hacia él. Odiaba que me intimidaran con la intención de que hiciera algo; sin embargo, no me daba la sensación de que Ebenezar me estuviera poniendo entre la espada y la pared. Me estaba pidiendo un favor. Ayudarle era decisión mía, no iba a echármelo en cara si me negaba. No era su estilo.

Lo miré a los ojos y asentí.

—Está bien.

Soltó el aire despacio y me devolvió el movimiento de cabeza con un agradecimiento tácito en su expresión.

—Ah, otra cosa —dijo, y me tendió un sobre.

—¿Qué es esto?

—No sé —respondió—. El guardián de la puerta me pidió que te lo diera.

El guardián de la puerta. Era el mago más tranquilo de entre los miembros del Consejo de Veteranos, e incluso el merlín le mostraba un gran respeto. Era más alto que yo, que ya es decir, y solía quedarse al margen de la mayoría de las políticas fundamentalistas del Consejo de Veteranos, lo que decía más de él si cabe. Sabía cosas que no tenía por qué saber (más que la mayoría de magos, me refiero) y de momento podría decirse que había sido bastante sincero conmigo.

Abrí el sobre. Había dentro un pedazo de papel. La letra era precisa y fluida:

Dresden:

En los últimos diez días se han sucedido actos de magia negra en Chicago. Como centinela jefe de la región, te corresponde investigar y encontrar a los responsables. En mi opinión, es vital que lo hagas inmediatamente. Que yo sepa, nadie es consciente de la situación.

Rashid

Me froté los ojos. Genial. Más magia negra en Chicago. Si no era un tipo malvado, delirante y psicótico con un sombrero negro, probablemente se tratara de otro muchacho como el que había muerto hacía un rato. No había demasiadas posibilidades intermedias.

Tenía la esperanza de que fuera un asesino loco. Perdón, corrección política: una persona enferma mental. Podría hacerles frente a los de esa calaña. Tenía práctica.

No creía que pudiera lidiar con uno de los otros.

Devolví la carta al sobre, pensando. Probablemente aquello era algo entre el guardián de la puerta y yo. No me lo había comunicado públicamente ni le había dicho a Ebenezar lo que estaba pasando, lo cual significaba que yo era libre de decidir cómo manejaría la situación. Si el merlín tuviera conocimiento de aquello y me asignara oficialmente la tarea, se aseguraría de que no dispusiera de ninguna elección a la hora de enfrentarme a ella. Mis maniobras se mirarían con lupa.

El guardián de la puerta me había confiado personalmente la tarea de arreglar aquel desaguisado. Lo cual era casi peor. Vaya, hombre.

A veces me canso de ser el tipo designado por decreto para hacer frente a situaciones imposibles.

Al mirar hacia arriba, me encontré a Ebenezar con los ojos entrecerrados, mirándome. Aquella expresión convertía su rostro en una masa de arrugas.

—¿Qué? —le pregunté.

—¿Te has cortado el pelo o algo así, Hoss?

—Oh, nada nuevo. ¿Por qué?

—Te veo… —La voz del viejo mago renqueó, pensativo—. Diferente.

El pulso se me aceleró un poco. Por lo que yo sabía, Ebenezar no tenía conocimiento de la entidad que se alojaba en la parte no utilizada de mi cerebro, y yo quería que siguiera sin tenerlo. A pesar de que su reputación era la de ser algo así como un camorrista mágico, al ser su especialidad la invocación de fuerzas primarias y destructivas, había mucho más mérito en él del que el Consejo le reconocía. Era muy posible que hubiera sentido la presencia del ángel caído dentro de mí.

—Sí, bueno. He estado usando la capa de la gente que he odiado la mayor parte de mi vida adulta —le dije—. Entre eso y ser un lisiado, he dormido poco en el último año.

—Eso debe de ser —afirmó Ebenezar, asintiendo—. ¿Cómo está tu mano? —Me mordí la lengua para no responderle que la tenía mutilada, llena de cicatrices y que las quemaduras hacían que pareciera una escultura de cera mal fundida. Un par de años atrás me había enfrentado a una chica mala, además de inteligente, que se había dado cuenta de que mi magia defensiva estaba diseñada para detener la energía cinética, no el calor. Lo averigüé de la peor manera posible, cuando un par de sus matones psicóticos me rociaron de napalm sin previo aviso. Mi escudo detuvo las llamas; sin embargo, el calor lo traspasó y me achicharró la mano en la que sostenía el brazalete.

Levanté la enguantada mano izquierda y agité con brusquedad el dedo pulgar y los dos adyacentes. Los restantes no se movían mucho, a menos que sus vecinos los impulsaran.

—No tengo mucha sensación en ellos, pero puedo sostener una cerveza. O el volante. El médico me ha ordenado tocar la guitarra para moverlos y usarlos más.

—Bien —dijo Ebenezar—. El ejercicio es bueno para el cuerpo, la música es buena para el alma.

—No la que yo toco —le dije.

Ebenezar sonrió irónico y extrajo un reloj del bolsillo delantero de su chaleco. Entornó los ojos para leer la hora.

—Es la hora del almuerzo —dijo—. ¿Tienes hambre?

No había nada en su tono que lo indicara, no obstante, pude entrever el subtexto.

Ebenezar fue mi mentor durante una época en la que necesitaba uno. Me había enseñado casi todo lo que yo creía que merecía la pena saber. Había sido infaliblemente generoso, paciente, leal y amable conmigo.

Sin embargo, me había mentido todo aquel tiempo, hizo caso omiso de los principios que él mismo me había estado enseñando. Por un lado, me enseñó lo que significaba ser mago, que la magia de un mago procede de sus más profundas creencias, que hacer el mal con la magia era algo más que un crimen; era una burla de lo que significa la magia, una especie de sacrilegio. Por otro lado, era el Cayado Negro del Consejo Blanco: un mago con licencia para matar, para violar las leyes de la magia, para burlarse de todo lo noble y bueno que rodeaba el poder que ejercía, y todo ello en nombre de la necesidad política. Había hecho tales cosas. Y muchas veces.

En aquellos tiempos le di a Ebenezar una cantidad de confianza y fe que no le había dado a nadie. Construí los cimientos de mi vida sobre lo que él me había enseñado acerca del uso de la magia, sobre el bien y el mal. Pero me había defraudado. Estuve viviendo una mentira, y me resultó tremendamente doloroso saber que era así. Dos años más tarde, aquello todavía se revolvía en mi vientre como un malestar vago y nauseabundo.

Mi viejo maestro me estaba ofreciendo una rama de olivo, trataba de dejar de lado lo que se había interpuesto entre nosotros. Sabía que debía aceptarla. Sabía que era tan humano, tan falible como cualquier otra persona. Sabía que debía olvidarlo todo, superar nuestras rencillas, seguir con nuestras vidas. Era lo más inteligente que podía hacer. Lo más compasivo y responsable. Era lo correcto.

Pero no pude.

Todavía me dolía demasiado pensar en ello.

Levanté la vista hacia él.

—Las amenazas de muerte bajo la apariencia de una decapitación formal no hacen bien a mi apetito.

Hizo un gesto con la cabeza, aceptó la excusa con expresión paciente y relajada, aunque me pareció ver arrepentimiento en sus ojos. Levantó una mano a modo de despedida silenciosa y se dio la vuelta para acercarse a una vieja y destartalada camioneta Ford construida durante la Gran Depresión. Empecé a pensármelo mejor. Tal vez debería decir algo. Tal vez debería ir a comer con el anciano.

No obstante, mi excusa no había sido del todo gratuita. Sería incapaz de comer. Todavía sentía las gotas de sangre caliente en mi cara, aún veía en mi cabeza aquel cuerpo yaciendo de manera tan poco natural sobre el charco de sangre. Comenzaron a temblarme las manos y cerré los ojos para forzar a aquellos vívidos recuerdos a irse fuera de mi mente. Entré en el coche y traté de dejarlos atrás.

El Escarabajo azul no era un coche pesado, sin embargo, levantó una cantidad respetable de grava cuando me alejé del almacén.

Las calles no estaban tan mal como solían, pero hacía un calor infernal, así que bajé las ventanillas en el primer semáforo y traté de pensar con claridad.

Investigar a las hadas. Genial. Estaba garantizado que aquello se complicaría antes de que lograra reunir alguna información útil. Si había una cosa que las hadas odiaban, era dar una respuesta directa respecto a cualquier cosa. Sacarles algo era igual de difícil que extraer un diente. A uno mismo. Por la nariz.

Pero Ebenezar estaba en lo cierto. Era probablemente el único en el Consejo con conocidos en las Cortes de Invierno y de Verano de los sidhe. Si alguien del Consejo podía averiguar algo, ese era yo… ¡Yupi!

Y para hacer las cosas más interesantes, tenía que encontrar algún tipo de práctica de magia negra sin especificar y ponerle fin. Era lo que los centinelas hacían todo el tiempo, cuando no estaban luchando en una guerra, y yo ya lo había hecho dos o tres veces, pero nunca era suficiente. La presencia de magia negra implicaba la presencia de alguien practicándola y aquella clase de personas tendían a matar sin remordimientos a cualquier mago que se interpusiera en su camino.

Hadas.

Magia negra.

Las desgracias nunca vienen solas.