Capítulo 3
El asiento del copiloto del Escarabajo azul se ocupó de repente. Dejé escapar un grito y casi estampo el coche contra una furgoneta de reparto. Los neumáticos chirriaron a modo de protesta y comenzaron a deslizarse. Giré el volante y me recuperé, pero si hubiera tenido otra capa de pintura en el coche me hubiera chocado con el de al lado. Con el corazón en la garganta, logré estabilizar el movimiento del Escarabajo y me volví para mirar a la inesperada pasajera.
Lasciel, también conocida como la Tentadora o la Tejedora de Redes, supuestamente una especie de fotocopia de la personalidad de un ángel caído, se sentaba en el asiento del copiloto. Podía adoptar cualquier forma, pero la más común era la de una rubia alta y atlética vestida con una túnica blanca de estilo griego que le caía casi hasta las rodillas. Estaba sentada con las manos en el regazo, mirando hacia delante por el parabrisas y sonriendo ligeramente.
—¿Qué diablos crees que estás haciendo? —le gruñí—. ¿Tratas de que me maten?
—No seas niño —respondió ella en tono divertido—. Nadie ha resultado herido.
—No gracias a ti —gruñí—. Ponte el cinturón de seguridad.
Me miró directamente a los ojos.
—Mortal, no tengo forma física. No existo excepto en el interior de tu mente. Soy una imagen mental. Una ilusión. Un holograma que solo tú puedes ver. No hay ninguna razón para que me ponga el cinturón de seguridad.
—Es por principios —dije—. Mi coche, mi cerebro, mis reglas. Ponte el maldito cinturón de seguridad o márchate.
Dejó escapar un suspiro.
—Muy bien. —Se retorció en el asiento igual que haría cualquiera en su situación, tiró del cinturón hacia delante y se lo ajustó. Yo era consciente de que no había cogido el cinturón de seguridad físicamente ni se lo había puesto. Lo que estaba viendo era solo una ilusión, aunque muy convincente. Habría tenido que realizar un importante esfuerzo mental para percibir que el cinturón de seguridad real no se había movido de su sitio.
Lasciel me miró.
—¿Contento?
—Ligeramente —dije algo furioso. Lasciel, tal como la tenía ahora delante, era un mero fragmento de un auténtico ángel caído. El verdadero estaba atrapado en un antiguo denario de plata, una moneda romana enterrada bajo unos cincuenta centímetros de cemento en mi propio sótano. Al tocar la moneda creé algún tipo de vía de escape para la personalidad del demonio, que se encarnó en una discreta entidad mental dentro de mi cabeza, presumiblemente en el noventa por ciento de cerebro que los humanos nunca usamos. O, en mi caso, tal vez el noventa y cinco. Lasciel podía aparecérseme, podía ver lo que yo veía y sentir lo que yo sentía, podía rebuscar entre mis recuerdos hasta cierto punto y, lo más inquietante de todo, era capaz de crear en mi mente ilusiones que debía esforzarme por discernir de la realidad, del mismo modo que ahora estaba creando la ilusión de su presencia física en mi coche. Su gran atractivo, su voluptuosa figura y la tan deseable presencia rubia no eran más que una mera ilusión. La muy zorra.
—Pensé que habíamos llegado a un acuerdo —gruñí—. No quiero que vengas a verme a no ser que te llame.
—Y he respetado nuestro acuerdo —dijo—. Simplemente he venido a recordarte que mis servicios y recursos están a tu disposición, si los necesitas, y que la totalidad de mi ser, que actualmente reside bajo el suelo de tu laboratorio, está igualmente preparada para ayudar.
—Te comportas como si quisiera que estuvieses aquí. Si supiera cómo borrarte de mi cabeza sin perder la vida, lo haría sin pensarlo —le contesté.
—La parte de mí que comparte tu mente no es otra cosa que la sombra de mi verdadero yo —dijo Lasciel—. Pero ten cuidado, mortal. Soy. Existo. Y deseo seguir haciéndolo.
—Como ya he dicho, si pudiera hacerlo sin perder la vida —gruñí—. Mientras tanto, a no ser que quieras que te encierre en un armario negro de dentro de mi cabeza, sal de mi vista.
Retorció la boca, tal vez a causa de la irritación, pero nada más cambió en su rostro.
—Como quieras —dijo, inclinando la cabeza—. Pero si hay magia negra suelta por Chicago, vas a tener necesidad de toda la ayuda que tengas a mano. Y ya que debes sobrevivir para que yo sobreviva, tengo motivos para querer ayudarte.
—Una caja negra pequeña —le dije—. Sin agujeros en la tapa. Que huela como mi taquilla en el vestuario del instituto.
Torció la boca de nuevo expresando una cauta diversión.
—Como quieras, mi anfitrión.
Y se marchó, desapareciendo de nuevo en las bóvedas subdesarrolladas de mi mente o dondequiera que habitara. Me estremecí, asegurándome de que mis pensamientos estaban contenidos, protegidos de sus percepciones. No había nada que pudiera hacer para evitar que Lasciel viera y oyera todo lo que hacía o rebuscara azarosamente en mis recuerdos, pero aprendí que podía al menos ocultarle mis pensamientos activos. Lo hacía siempre, con el fin de impedir que supiera demasiadas cosas demasiado rápido.
Aquello solo la ayudaría a alcanzar su meta de convencerme para desenterrar la antigua moneda de plata sellada con hechizos y hormigón debajo de mi laboratorio. En la moneda, que formaba parte de una colección de treinta viejos denarios romanos, habitaba la integridad del ángel caído, Lasciel.
Si decidiera aliarme con ella, conseguiría una fortaleza singular. El poder y el conocimiento de un ángel caído podían convertir a cualquiera en una amenaza mortífera y virtualmente inmortal con solo pagar el bajo, bajísimo precio de mi propia alma. Una vez que te unías a uno de los ángeles del infierno, literalmente, ya no eras el único que ocupaba la silla de mando. Si dejabas que te ayudaran, si rendías tu voluntad ante ellos, tarde o temprano el ángel caído sería el que tuviera la última palabra.
Cogí aquella moneda un instante antes de que el bebé de un amigo la tocara y, al hacerlo, se transfirió a mi cabeza una porción de la personalidad y el intelecto de Lasciel. El otoño anterior me ayudó a sobrevivir a varios malos días; su asistencia fue sin duda inestimable. Aquel era el problema. No podía permitirme seguir contando con su ayuda porque, tarde o temprano, me acostumbraría a ella. Y entonces la disfrutaría. Y en algún momento, el hecho de desenterrar aquella moneda de mi sótano no me parecería tan mala idea.
Todo aquello significaba que tenía que permanecer en guardia ante las sugerencias del ángel caído. El precio estaba oculto, pero todavía se encontraba allí. Lasciel, sin embargo, no se equivocaba respecto a lo peligrosas que podrían volverse las situaciones relacionadas con la verdadera magia negra. Tal vez pronto me viera en la necesidad de recibir ayuda.
Pensé en aquellos que habían luchado junto a mí antes. Pensé en mi amigo Michael, cuyo hijo había estado a punto de coger la moneda. No lo había visto desde entonces. Ni lo había llamado. Él sí lo había hecho un par de veces, me había invitado a las dos últimas cenas de Acción de Gracias y en un par de ocasiones se interesó por saber cómo estaba. Yo rechacé sus invitaciones y acorté las conversaciones a la mínima expresión. Michael no sabía que había cogido uno de los Denarios Negros, que tomé posesión de un objeto que posiblemente me convertía en miembro de facto de la Orden de los caballeros de los Denarios Negros. Que había luchado contra algunos de los denarios. Que maté a uno de ellos.
Aquellos caballeros eran monstruos de la peor calaña, Michael un caballero de la Cruz, una de las tres únicas personas sobre la faz de la tierra que habían sido elegidas para blandir una espada sagrada de las de verdad. Se suponía que cada una de ellas llevaba fundido en la hoja un clavo de la Cruz, con C mayúscula. Michael luchaba contra cosas oscuras y malvadas. Las vencía. Salvaba a niños e inocentes en peligro y se ponía delante de las más oscuras criaturas imaginables sin ni siquiera pestañear, tal era su fe en que el Todopoderoso le proporcionaría la fuerza suficiente para derrotar a los poderes de las Tinieblas que se cerniesen sobre él.
No sentía amor alguno por sus enemigos, los denarios, unos psicópatas sedientos de poder y tan decididos a causar y extender el dolor y el sufrimiento como Michael a contenerlo.
Nunca le hablé de la moneda. No quería que supiera que compartía mi cerebro con un ser maligno. No quería que pensara mal de mí.
Michael tenía integridad. Durante la mayor parte de mi vida adulta, el Consejo Blanco se mostró seguro de que yo era una especie de monstruo esperando el momento adecuado para adoptar mi verdadera forma y arrasar todo lo que encontrara a mi paso. Pero Michael siempre se mantuvo firme a mi lado desde que nos conocimos. Su apoyo incondicional me había hecho sentirme muchísimo mejor respecto a mi vida.
No quería que me mirara de la misma forma que a los denarios contra los que habíamos luchado. Así que no iba a pedirle ayuda hasta que me deshiciera de los estúpidos hilos mentales con los que Lasciel me manejaba como un maestro de marionetas.
Me las arreglaría solo.
Estaba bastante seguro de que mi día no podía empeorar.
En cuanto tuve ese pensamiento, se produjo un crujido horrible y mi cabeza se estrelló con fuerza contra el reposacabezas de mi asiento. El Escarabajo se estremeció, se sacudió salvajemente y tuve que esforzarme para recuperar el control.
Lo normal sería que a estas alturas ya no fuera tan optimista.