Capítulo 5

Cuando llegamos a mi casa, la cabeza me funcionaba ya a una velocidad normal y se ocupaba de informarme de cuánto me dolía. Además del cráneo magullado, tenía un agradable y profundo dolor por todo el cuerpo. La luz del sol de mediodía me apuñalaba los ojos de una manera jovialmente mezquina, y me alegré de subir arrastrando los pies por las escaleras de mi apartamento. Desarmé mis defensas mágicas, descorrí el cerrojo y empujé con fuerza la puerta.

No se abrió. El otoño anterior los zombis hicieron polvo mi supuestamente segura puerta de acero y destrozaron mi apartamento. A pesar de que ahora cobraba un modesto sueldo por mi trabajo con los centinelas, todavía no disponía de suficiente dinero para pagar todas las reparaciones, así que intenté arreglar la puerta yo mismo. No se me había dado muy bien, pero trataba de pensar en positivo: se podría decir que la puerta nueva era incluso más segura que la antigua, ahora era casi imposible abrir la maldita cosa incluso cuando no estaba cerrada con llave.

Mientras estaba inmerso en mi fase de renovaciones coloqué el suelo de la cocina, la moqueta del salón y del dormitorio y alicaté el baño; y después de aquello debo decir algo: no es tan fácil como los libros de bricolaje lo hacen ver.

Tuve que empujarla con el hombro tres o cuatro veces, pero finalmente la puerta gimió, rechinó y se abrió.

—Creía que ibas a contratar a alguien para que te arreglara esto —dijo Murphy.

—Cuando consiga el dinero.

—Creía que ahora te iban a pagar otro cheque.

Suspiré.

—Sí. Pero la tasa de remuneración se estableció en 1959 y el Consejo no la ha aumentado para adaptarla al coste de la vida desde entonces. Creo que toca que la revisen dentro de unos cuantos años.

—Vaya. Son más lentos que los del Ayuntamiento.

—Siempre pensando en positivo. —Entré en la casa y pasé por encima de la gran arruga que de alguna manera se había formado en la alfombra, justo delante de la puerta.

Mi apartamento no es muy grande. Tiene un salón bastante amplio, con una cocina en miniatura situada en un rincón, frente a la puerta. La entrada a mi pequeño dormitorio y al baño está a la derecha según se entra y tiene una chimenea de ladrillo rojo en la pared de al lado. Estanterías, tapices y carteles de películas se alinean en las frías paredes de piedra. Mi póster original de La guerra de las galaxias sobrevivió el ataque; sin embargo, mi colección de libros de bolsillo sufrió mucho. Los malditos zombis siempre doblan las páginas y rompen los lomos de los libros en cuanto terminan de rezumar estupidez y cargarse los muebles.

Tenía un par de sofás de segunda mano que no fueron muy complicados de sustituir por poco dinero. Un par de cómodos sillones viejos junto al fuego, una mesa de café y un gran montículo de pelo gris y negro completan el mobiliario. No hay electricidad y es un pequeño agujero oscuro, pero es un agujero oscuro y fresco, y escapar del sol abrasador suponía un alivio.

La pequeña montaña de pelo se sacudió y algo dio un golpe seco en la pared de al lado cuando irguió su gran y robusta figura perruna cubierta por una gruesa capa de pelo gris y coronada por una melena leonina de un tono algo más oscuro alrededor del cuello, la garganta, el pecho y los hombros. Acudió inmediatamente a saludar a Murphy, se sentó delante de ella y le ofreció la pata delantera derecha.

Ella se echó a reír y le agarró la pata brevemente a pesar de que no podía abarcar con los dedos la totalidad de la extremidad que le ofrecía.

—Hola, Ratón. —Le rascó detrás de las orejas—. ¿Cuándo le has enseñado a hacer esto, Harry?

—No le he enseñado —dije al tiempo que me inclinaba para acariciarle las orejas al perro cuando pasé junto a él para ir a la nevera.

—¿Dónde está Thomas? —Le pregunté a Ratón. Este hizo un sonido y miró hacia la puerta cerrada de mi dormitorio. Me detuve a escuchar un momento y oí un ligero murmullo de agua en las tuberías. Thomas estaba en la ducha. Cogí una Coca-Cola de la nevera y miré a Murphy, que asintió con la cabeza. Saqué una para ella y me acerqué a duras penas al sofá para sentarme lentamente y con cuidado, quejándome todo el tiempo de dolores y molestias. Abrí la Coca-Cola, bebí, y me eché hacia atrás con los ojos cerrados. Ratón se acercó pesadamente para sentarse en el sofá y apoyar su enorme cabeza en mi rodilla. Me acarició la pierna con la pezuña.

—Estoy bien —le dije.

Expulsó aire por la nariz con una mueca perruna algo escéptica y le rasqué las orejas para demostrarle que decía la verdad.

—Gracias por traerme, Murph.

—Sin problema —dijo. Sacó una bolsa de plástico y la arrojó al suelo. Dentro estaban mi túnica, la estola y la capa, las tres salpicadas de sangre. Se acercó al fregadero de la cocina y comenzó a llenarlo de agua fría—. Hablemos pues.

Asentí y le hablé del chico coreano. Mientras lo hacía, metió mi estola en el fregadero y comenzó a frotarla con fuerza en el agua fría.

—Ese chico era lo que los magos entienden como un hechicero —le dije—. Alguien que ha traicionado el propósito de la magia, que se ha torcido desde el principio.

Esperó un momento y luego habló en voz baja, en tono peligroso:

—¿Lo han matado aquí? ¿En Chicago?

—Sí —dije. Me sentí aún más cansado—. Este es uno de nuestros puntos de reunión más seguros, al parecer.

—¿Tú lo presenciaste?

—Sí.

—¿Dejaste que lo hicieran?

—No podría haberlo evitado —dije—. Estaban presentes los pesos pesados, Murphy. Y… —Respiré profundamente—. No estoy seguro de que se estuvieran equivocando del todo.

—Y una mierda —gruñó ella—. Me importa bien poco lo que el Consejo Blanco haga en Inglaterra, América del Sur o donde quiera que vayan a mesarse la barba. Pero han venido aquí.

—No tenía nada que ver contigo —le dije—. Nada que ver con la ley, quiero decir. Eran asuntos internos. Le hubieran hecho lo mismo a ese chico en cualquier parte, eso no importaba.

Sus movimientos se tornaron bruscos durante un momento y el agua rebosó por el borde del fregadero. Entonces se obligó a relajarse, dejó la estola a un lado y se puso a trabajar en la túnica.

—¿Por qué piensas eso? —me preguntó.

—El chico se había metido a lo bestia en temas de magia negra —le dije—. Control mental y ese tipo de cosas. Robaba a las personas su voluntad.

Me miró con ojos fríos.

—No estoy segura de haberlo entendido.

—Es la cuarta ley de la magia —aclaré—. No está permitido controlar la mente de otro ser humano. Pero… demonios, es una de las primeras cosas que estos críos estúpidos intentan hacer, el viejo truco mental Jedi. A veces empiezan logrando que sus profesores no se den cuenta de que no han hecho los deberes o convenciendo a sus padres para que les compren un coche. Son conscientes de su magia cuando tienen quince años o así, y al alcanzar los diecisiete o dieciocho llegan a la madurez de su talento.

—¿Y eso es malo?

—En muchas ocasiones sí —le dije—. No olvides cómo son los chicos de esa edad. No pueden pasarse diez segundos sin pensar en el sexo. Tarde o temprano, si alguien no les enseña otra cosa, usan el control mental para meterse en la cabeza de la animadora y conseguir una cita. O más que una cita. Y después lo prueban con otras chicas, u otros chicos, si nos ponemos políticamente correctos. Alguien se acaba enfadando por haber perdido a su novia o porque han dejado preñada a su hija y el chico trata de corregir sus errores usando más magia.

—¿Pero por qué se ordena una ejecución? —preguntó Murphy.

—Es… —Yo fruncí el ceño—. Entrar en la mente de alguien de esa manera es complicado y peligroso. Tarde o temprano, mientras estás cambiando a la gente, comienzas también a cambiarte a ti mismo. ¿Te acuerdas de Micky Malone?

Murphy no llegó a echarse a temblar, sin embargo, sus manos dejaron de moverse durante un momento. Micky Malone era un oficial retirado de la policía. A los pocos meses de haber dejado el cuerpo, una entidad espiritual encolerizada y perversa practicó un ataque psíquico contra él y le lanzó hechizos de tormento a mansalva. El ataque transformó a un policía jubilado con aspecto de abuelo respetable en un loco maníaco totalmente fuera de control. Hice todo lo que pude por el pobre tipo, pero el asunto fue bastante grave.

—Me acuerdo —dijo Murphy en voz baja.

—Cuando una persona se mete en la cabeza de otra le inflige varios tipos de daño, igual que le sucedió a Micky Malone. No obstante, la persona que lo hace también los sufre. Se hace más fácil doblegar a los demás a medida que tú te vas doblegando. Es un círculo vicioso. Es peligroso para la víctima, y no solo por las consecuencias directas de creer de repente que el hechicero es el dios-rey del universo. Crea tensión en la psique, y mientras más atípico sea el comportamiento y el sentimiento inducido, más daño les hace. La mayoría de las veces se convierte en una crisis total.

Murphy se estremeció.

—¿Cómo esos trabajadores de oficina a los que se lo hizo Mavra? ¿Y los Renfield?

Un destello fantasmagórico de dolor recorrió mi mano mutilada al recordarlo.

—Exactamente igual —le dije.

—¿Qué puede conseguirse con esa clase de magia? —preguntó con voz algo más apagada.

—Demasiado. Este chico había obligado a un grupo de personas a suicidarse y a otras cuantas a cometer asesinatos. Además, había convertido en sus esclavos personales a varias personas, la mayoría de ellas miembros de su familia.

—Dios mío —dijo Murphy en un susurro—. Eso es horrible.

Asentí.

—Así es la magia negra. Si dejas que entre en ti, te cambia. Te mancha.

—¿No hay otra cosa que el Consejo pueda hacer?

—Cuando el chico llega tan lejos, no hay nada que se pueda hacer. Lo han intentado todo —le dije—. A veces el brujo parece mejorar, pero al final todos vuelven a recaer. Y más gente acaba muriendo. Así que, a menos que alguien en el Consejo se haga responsable del brujo, lo acaban matando.

Murphy pensó por un momento en lo que acababa de oír.

—¿Podrías haberlo hecho tú? ¿Haber asumido la responsabilidad?

Me revolví incómodo.

—En teoría, supongo. Si hubiera creído que se le podía salvar.

Apretó los labios y no se apartó del fregadero.

—Murph —le dije tan suavemente como pude—. La ley no puede manejar algo así. No podrías detenerlos ni contenerlos sin usar una magia poderosa para neutralizar sus poderes. Si colocas a un hechicero enfadado delante de un abogado de oficio, la cosa se pondría fea. Peor que con los lupinos.

—Tiene que haber otra manera —insistió Murphy.

—Una vez que un perro se vuelve rabioso no hay manera de recuperarlo —le dije—. Lo único que se puede hacer es evitar que haga daño a los demás. La mejor solución es prevenir. Encontrar a los chicos que muestran un mayor talento y enseñarles lo correcto desde el primer momento. No obstante, la población mundial ha crecido tanto en este siglo pasado que el Consejo Blanco no puede identificarlos a todos o llegar hasta ellos. Sobre todo ahora, cuando hay una guerra en marcha. Es tan simple como que no somos suficientes.

Ella inclinó la cabeza, mirándome fijamente.

—¿Nosotros? Es la primera vez que te oigo referirte al Consejo Blanco incluyéndote en él.

No estaba seguro de qué contestar a aquello, así que me terminé el resto de mi Coca-Cola. Murphy devolvió la atención al lavado unos minutos, apartó la túnica a un lado y tomó la capa gris. La sumergió en el fregadero, frunció el ceño y luego la levantó.

—Fíjate en esto —dijo—. La sangre ha salido sola en cuanto ha tocado el agua.

—Es como si ese chico no hubiera muerto. Qué guay —dije con tranquilidad.

Murphy me miró un momento.

—Tal vez esto es lo que sienten los civiles cuando ven a los policías haciendo el trabajo sucio. Muchas veces no entienden lo que está pasando. Ven algo que no les gusta y se ponen nerviosos porque no tienen acceso a la historia completa, no se están enfrentando personalmente al problema, y no saben hasta qué punto es peor la alternativa.

—Tal vez —convine.

—Es una mierda.

—Lo siento.

Me dedicó una sonrisa fugaz, pero su expresión se tornó de nuevo seria cuando cruzó la sala de estar para sentarse a mi lado.

—¿De verdad crees que lo que hicieron era necesario?

Que Dios me perdone, pero asentí.

—¿Por eso fue tan duro contigo el Consejo durante tanto tiempo? ¿Pensaban que eras un hechicero a punto de recaer?

—Así es. Salvo la parte en la que usas el tiempo pasado. —Me incliné hacia delante, mordiéndome el labio—. Murph, esta es una de esas cosas en las que los policías no pueden involucrarse. Ya te dije que habría situaciones como esta. Lo que ha sucedido me gusta tan poco como a ti. Pero, por favor, no fuerces nada. Eso no ayudaría a nadie.

—No puedo ignorar un cadáver.

—No encontrarán ninguno.

Ella negó con la cabeza y miró fijamente la Coca-Cola un rato más.

—Muy bien —concluyó—. Pero si el cuerpo aparece o alguien denuncia, no tendré otra elección.

—Lo entiendo. —Miré a mi alrededor para cambiar de tema—. En fin. Hay magia negra en marcha en Chicago, según una carta molestamente escueta del guardián de la puerta.

—¿Quién es ese?

—Un mago demasiado misterioso.

—¿Le crees?

—Sí —dije—. Así que debemos estar atentos a posibles asesinatos, incidentes extraños y así sucesivamente. Lo de siempre.

—Bien —dijo Murphy—. Estaré atenta a los cadáveres, bichos raros y monstruos.

La puerta de la habitación se abrió y de ella salió mi medio hermano Thomas, recién duchado y oliendo ligeramente a colonia. Rondaba el metro ochenta de estatura y su constitución era la de un dios del gimnasio, todo músculos esculpidos y bien formados, algo que no era demasiado bueno. Llevaba un pantalón negro y zapatos también negros y se estaba poniendo una camiseta azul pálido sobre su duro abdomen cuando entró en la sala de estar.

Murphy lo observó con sus brillantes ojos azules. Thomas es muy agradable a la vista. También es un vampiro de la Corte Blanca. No les van tanto los colmillos y la sangre como la piel pálida y un sexo ardiente y sobrenatural, pero el hecho de que se alimenten de fuerza vital cruda no les hace menos peligrosos.

Thomas había trabajado duro para mantener sus ansias bajo control, de manera que cuando se alimentaba no hería gravemente a nadie; no obstante, yo sabía que había sido difícil para él y que llevaba el peso de aquella lucha interna siempre sobre sus hombros. Era patente en su expresión y asemejaba sus movimientos a los de un hambriento y delgado depredador.

—¿Monstruos? —preguntó al tiempo que se metía la camiseta por la cabeza. Sonrió con amabilidad y saludó—: Karrin, buenas tardes.

—Teniente Murphy para ti, guapito —replicó ella, pero en su rostro se formó una sonrisa agradecida.

Él le devolvió la sonrisa tocándose el pelo, que incluso cuando estaba mojado y despeinado lucía descuidadamente atractivo.

—Vaya, gracias por el cumplido —dijo. Se agachó para rascarle las orejas a Ratón, me hizo un gesto con la cabeza y se apoderó de su gran bolsa negra de gimnasio.

—¿Tienes algún asunto pendiente en la ciudad, Harry?

—Eso se rumorea —dije—. No he tenido tiempo de investigarlo todavía.

Ladeó la cabeza y frunció el ceño.

—¿Qué diablos te ha pasado?

—Un pequeño problema con el coche.

—Ajá —dijo. Se colgó la correa de la bolsa en el hombro—. Oye, si necesitas ayuda, házmelo saber. —Miró el reloj y añadió—: Tengo que irme.

—Claro —le dije a su espalda. Cerró la puerta tras de sí.

Murphy arqueó una ceja.

—Eso ha sido algo brusco. ¿Seguís llevándoos bien?

Hice una mueca y asentí.

—Bueno… no sé, Murph. Ha estado muy distante conmigo últimamente. Y se pasa fuera casi todo el tiempo. Día y noche. Duerme y come aquí, pero sobre todo cuando estoy trabajando. Y cuando lo veo es siempre así, de pasada. Siempre va con prisa a alguna parte.

—¿Adónde? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—Estás preocupado por él —sentenció.

—Sí. Solía estar mucho más tenso. Ya sabes, todo el rollo del hambre del íncubo. Me preocupa que tal vez haya decidido que controlar el apetito ya no va con él.

—¿Crees que le está haciendo daño a alguien?

—No —dije enseguida, tal vez demasiado rápido. Me obligué a calmarme y luego añadí—: No, no tanto como eso. No lo sé. Me gustaría que hablara conmigo, pero desde el otoño pasado tiende a mantener las distancias.

—¿Le has preguntado? —quiso saber Murphy.

La miré.

—No.

—¿Por qué no?

—No se hace así —dije.

—¿Por qué no?

—Porque los tíos no lo hacemos así.

—Vamos a ver si lo entiendo —dijo Murphy—. ¿Quieres que hable contigo pero no se lo dices ni le preguntas nada? Te sientas con él en silencio y soportando la tensión pero ninguno de los dos decís nada.

—Así es —confirmé. Me miró fijamente—. Necesitas una próstata para entenderlo —dije.

Ella sacudió la cabeza.

—Entiendo lo suficiente. —Se levantó y dijo—: Sois idiotas. Deberías hablar con él.

—Tal vez —dije.

—Mientras tanto, voy a mantener los ojos abiertos. Si me topo con algo raro, me pondré en contacto contigo.

—Gracias.

—¿Qué vas a hacer?

—Esperar a la puesta de sol —dije.

—Y entonces, ¿qué? —me preguntó.

Me froté mi cabeza dolorida al tiempo que sentía unas repentinas ansias de pelearme contra el que me había echado de la carretera y el idiota que había decidido hacer trastadas en mi ciudad natal jugueteando con magia negra.

—Entonces me pondré mi sombrero de mago y comenzaré a averiguar lo que está pasando.