Capítulo 7

La magia ritual no es lo que más me gusta en el mundo. No importa cuál sea el objetivo que esté tratando de lograr, todavía me siento tonto cuando llega el momento de bañarme y vestirme con una túnica blanca con capucha, encender velas e incienso, entonar cantos y colocar un pequeño arsenal de velas, varitas, palos, líquidos y otros objetos propios de la magia ritual.

No obstante, por vergonzosos que me resultaran, aquel proceso y los objetos que usaba en él me otorgaban una ventaja primordial a la hora de trabajar con magia importante; liberaban mi atención de las decenas de pequeños detalles que normalmente me veía obligado a tener muy en cuenta. La mayoría de las veces mantener una visualización correcta no requería de mí ningún esfuerzo. Llevaba haciéndolo durante tanto tiempo que era prácticamente automática. Aquello estaba bien para trabajos de corta duración, donde bastaba con mantener mis pensamientos en perfecto equilibrio durante apenas unos segundos, pero para un hechizo largo necesitaría una cantidad exponencialmente mayor de perspectiva y concentración. Hacía falta una persona con mucha mayor disciplina mental que yo para mantener un hechizo durante un ritual de media hora sin ayuda, y si bien probablemente existían magos con experiencia para poder hacerlo, pocos se molestaban en ello cuando la alternativa era generalmente más simple, más segura y tenía más probabilidades de funcionar.

Me rodeé de los objetos que necesitaría para el ritual. Primero los elementos. Una copa de plata en la que vertería vino para el agua. Una geoda del tamaño de mi puño con cristales internos de vibrantes tonos morados y verdes simbolizaba la tierra. El fuego estaría representado por una vela de cera con pelos de la melena de un unicornio trenzados en la mecha y fabricada por las hadas. El aire estaba encarnado por un par de plumas sacadas de las alas de un halcón y labradas en oro con un detalle y una precisión extremadamente minuciosos por una banda de svartalves cuyo contacto mortal vendía muestras de su artesanía en una tienda de Noruega. Y para el quinto elemento, el espíritu, usaría el amuleto de mi madre, un pentáculo de plata.

Otros objetos eran necesarios para estimular los sentidos, como el aroma del incienso para el olfato y las uvas para el gusto. Las fuerzas táctiles dependerían de un cojín que yo mismo había hecho; era cuadrado, de doble cara, una de terciopelo y la otra de papel de lija, y medía unos siete centímetros. Un conjunto bastante grande de ópalos de colores profundos incrustados en un marco de plata reflejaba los colores del arco iris y sustentaría la parte del hechizo relacionada con la vista. Y cuando el ritual estuviera en marcha pasaría mi viejo diapasón por el suelo para el sonido.

Mente, cuerpo y corazón venían al final. Para la mente utilizaría un viejo cuchillo militar que haría las veces de daga ritual, tal como tenía por costumbre. Varias gotas frescas de mi sangre sobre un paño blanco limpio simbolizarían mi cuerpo físico. Para el corazón, puse varias fotos de mis seres queridos dentro de un saquito de seda blanca plateada. Mis padres, Susan, Murphy, Thomas, Ratón y Míster (mi gato macho gris de quince kilos, que ahora mismo andaba deambulando por ahí) y, después de una ligera vacilación, Michael y su familia.

Preparé el círculo ritual en el suelo de mi laboratorio, barriendo y fregando antes con cuidado. Después volví a barrer y limpiar el suelo con agua de lluvia recogida en una pequeña jarra de plata. Traje todos los objetos y los dispuse en su lugar, listo para empezar.

Entonces me preparé. Encendí en el cuarto de baño el incienso de sándalo y otras cuantas velas fabricadas por las hadas, abrí la ducha y seguí paso a paso la rutina de lavado mientras centraba mi mente en la tarea. El agua que surcaba mi cuerpo eliminó cualquier residuo de energía mágica de mi piel, algo importante para el hechizo pues la presencia de otras fuerzas sería incompatible con él.

Terminé de bañarme, me sequé y me puse la túnica blanca. Entonces me arrodillé junto a la escalera del laboratorio, cerré los ojos y comencé a meditar. Del mismo modo que no se podía permitir la presencia de otras energías en el ritual, mi concentración tenía que ser también pura. Cualquier pensamiento azaroso, preocupación, temor o emoción sabotearían el hechizo. Me concentré en mi respiración y en calmar mis pensamientos. Al hacerlo, sentí cómo se relajaban mis miembros a medida que mi ritmo cardíaco se hacía más lento. Las preocupaciones del día, los dolores, mis pensamientos de futuro, todo tenía que irse. Me llevó un tiempo llegar al estado mental adecuado y cuando terminé, hacía dos horas que había oscurecido y en alguna parte de mi subconsciente percibí el dolor en mis rodillas.

Abrí los ojos y todo lo que me rodeaba se sumió en una brillante y sutil abstracción que descartaba la existencia de cualquier cosa excepto de mí mismo, mi magia y el ritual que iba a llevar a cabo. Había sido una larga y agotadora preparación y no había comenzado aún con la magia, pero si aquel hechizo me ayudaba a atrapar antes a los malos, las horas de esfuerzo habrían valido la pena.

Me hallaba dominado por el silencio y la reflexión.

Estaba listo.

Y entonces sonó el puto teléfono a pocos centímetros de mi oído.

Es posible que cuando salté emitiera un sonido impropio de un hombre. Mis piernas, entumecidas por la postura, no respondieron tan rápidamente como necesitaba que lo hicieran y me tambaleé torpemente hacia un lado, casi cayéndome en el sofá más cercano.

—¡Maldita sea! —grité por pura frustración—. ¡Maldita sea, maldita sea, maldita sea!

Ratón levantó la vista de su perezosa somnolencia e inclinó la cabeza hacia un lado, con las orejas empinadas hacia adelante.

—¿Qué estás mirando? —gruñí.

La mandíbula de Ratón se abrió en una sonrisa y movió la cola.

Me froté la cara con la mano mientras el teléfono seguía sonando. Había pasado algún tiempo desde la última vez que me concentré tan en serio para hacer magia y, bueno, no es que recibiera muchas llamadas, pero de todos modos me debería de haber acordado de desconectar el teléfono. Cuatro horas de preparación echadas a perder.

El teléfono seguía sonando y retumbaba en mi cabeza. Me dolía.

Estúpido aparato. Estúpido accidente de coche. Traté de pensar en positivo, porque había leído en alguna parte que es importante hacerlo en momentos de estrés y frustración.

El que escribió aquello probablemente trataba de vender algo, seguro.

Cogí el teléfono y le gruñí al auricular:

—A la mierda el pensamiento positivo.

—Eh —dijo una voz de mujer—. ¿Qué has dicho?

—¡A la mierda el pensamiento positivo! —repetí casi gritando—. ¿Qué demonios quiere?

—Bueno. Tal vez me haya equivocado de número. Llamaba para hablar con Harry Dresden.

Fruncí el ceño. Mi mente se fijó en los detalles a pesar de que mi temperamento quisiera apropiarse del espectáculo. La voz me era familiar; rica, suave, adulta, pero los patrones del habla poseían una vacilación extraña en ellos. Sus palabras tenían un deje extraño, espeso. ¿Un acento?

—Al habla —dije—. Muy molesto, pero al habla.

—Oh. ¿Es un mal momento?

Me froté los ojos y me tragué una respuesta ofensiva.

—¿Quién es?

—Oh —dijo ella, como si la pregunta la sorprendiera—. Harry, soy Molly. Molly Carpenter.

—Ah —dije. Me di una palmada en la frente. La hija mayor de mi amigo Michael. Eres un modelo a imitar, Harry. Seguro que das la impresión de ser un adulto calmado y responsable—. Molly, no te había reconocido.

—Lo siento —dijo.

El sonido de la letra ese era un poco denso. ¿Habría estado bebiendo?

—No es culpa tuya —dije. Y era verdad. Además, la interrupción bien podría haber sido un golpe de suerte. Si tenía demasiado lío en la cabeza a causa del accidente para siquiera acordarme de desconectar el teléfono, no tenía ningún sentido tratar de realizar el hechizo. Probablemente habría acabado reventando la maqueta.

—¿Qué necesitas, Molly?

—Eh… —respondió ella con una tensión nerviosa en su voz—. Necesito… necesito que vengas a pagar mi fianza.

—Tu fianza —repetí—. ¿Hablas literalmente?

—Sí.

—¿Estás en la cárcel?

—Sí —confirmó ella.

—Oh, Dios mío —dije—. Molly, no estoy seguro de que pueda hacer eso. Tienes solo dieciséis años.

—Diecisiete —me corrigió ella con un rastro de indignación y otra gruesa letra ese.

—Lo que sea —le dije—. Eres menor de edad. Deberías llamar a tus padres.

—¡No! —reaccionó, con algo cercano al pánico en la voz—. Harry, por favor. No puedo llamarlos.

—¿Por qué no?

—Porque solo me permiten una llamada y la he utilizado contigo.

—En realidad no creo que funcione exactamente así, Molly. —Suspiré—. De hecho, estoy sorprendido de que… —Me paré un momento a pensar—. Has mentido acerca de tu edad, ¿no es cierto?

—Si no lo hubiera hecho, mamá y papá ya estarían aquí —dijo—. Harry, por favor. Mira, hay… hay un montón de problemas en casa ahora mismo. No puedo explicártelo ahora, pero si vienes a buscarme, te juro que te lo contaré todo.

Suspiré de nuevo.

—No sé, Molly.

—Por favor —dijo—. Será solo esta vez y te devolveré el favor y nunca te volveré a pedir nada así, te lo prometo.

Hacía tiempo que Molly había obtenido su doctorado en zalamería. Se las arregló para sonar vulnerable, esperanzada, triste, desesperada y dulce a la vez. Estaba bastante seguro de que para tener a su padre en la palma de la mano no le hacía falta esforzarse ni la mitad. Su madre, Charity, probablemente sería otro cantar.

Suspiré.

—¿Por qué yo? —pregunté.

En realidad aquella pregunta no iba dirigida a Molly; sin embargo, me respondió.

—No se me ocurrió nadie más a quien llamar —contestó—. Necesito tu ayuda.

—Voy a llamar a tu padre. Iré con él.

—Por favor, no —dijo en voz baja, y dudo mucho que estuviera fingiendo la calmada desesperación en el tono de su voz—. Por favor. —¿Por qué luchar contra lo inevitable? Siempre había sido un tonto cuando de una doncella en apuros se trataba. Tal vez ya no tanto como en el pasado, pero la locura parecía no haber remitido demasiado a pesar de los años.

—Muy bien —acepté—. ¿Dónde estás?

Me dio la ubicación de una comisaría no muy lejos de mi apartamento.

—Voy para allá —le dije—. Y este es el trato: voy a escuchar lo que tengas que decir. Si no me gusta, hablaré con tus padres.

—Pero no…

—Molly —dije, y mi voz se endureció de manera palpable—. No me siento cómodo con tu petición. Iré a por ti. Me dirás lo que te pasa. Después de eso, haré una llamada y te tendrás que aguantar.

—Pero…

—No es una negociación —le dije—. ¿Quieres que te ayude o no?

A aquello siguió una larga pausa, tras la cual la chica emitió un quejido de frustración.

—Muy bien —convino. Hizo otra pausa y se apresuró a añadir—: Y gracias.

—Sí —dije al tiempo que miraba lastimeramente las velas y el incienso y pensaba en todo el tiempo que había tirado a la basura—. Estaré ahí en menos de una hora.

Tendría que llamar a un taxi. No era la manera más heroica de ir al rescate, pero los peatones no pueden elegir. Me levanté para vestirme. Miré a Ratón.

—Soy un idiota cuando se me pone delante una cara bonita —le comenté resignado.

Cuando salí de la habitación, vestido ya con ropa limpia, Ratón estaba sentado en la puerta, esperanzado. Acarició con una pata la correa que colgaba del pomo de la puerta.

Solté un bufido y dije:

—No eres nada guapo, cara peluda. —Sin embargo, enganché la correa a su collar y llamé a un taxi.