Capítulo 8
El taxista me llevó al distrito dieciocho del Departamento de Policía de Chicago, en Larrabee.
El barrio había visto días mejores y otros muchos peores. El otrora infame Cabrini Green no estaba lejos, pero la renovación urbana y los esfuerzos de los vigilantes de barrio, grupos comunitarios, congregaciones eclesiásticas de diferentes confesiones y la cooperación con el departamento local de policía habían convertido algunas de las calles más desagradables de Chicago en algo parecido a un lugar civilizado.
Lo desagradable no había abandonado la ciudad, por supuesto, pero había sido expulsado de lo que una vez fue un bastión de la decadencia y la desesperación. Lo que quedó atrás no era la zona más bonita de Chicago, pero ostentaba las señales de calma y estabilidad propias de un lugar que tenía un conocimiento superficial de la ley y el orden.
Por supuesto, el cínico recordaría que Cabrini Green estaba solamente a un corto paseo a pie de Gold Coast, una de las zonas más ricas de la ciudad, y que no era casual que desde allí hubieran llegado fondos enviados por los poderes fácticos a través de diversos programas municipales. El cínico estaría en lo cierto, pero eso no cambiaba el hecho de que la gente de la zona había trabajado y luchado por alejar de sus casas el miedo, el crimen y el caos. En un buen día, el barrio te hacía sentir que quedaba esperanza para nosotros como especie, que podríamos espantar a la oscuridad si contábamos con suficiente voluntad, fe y ayuda.
Aquella clase de pensamiento adquirió una dimensión totalmente nueva para mí en el último par de años.
La estación de policía no era reciente, pero estaba libre de pintadas, basura y personajes sombríos de cualquier tipo; al menos hasta que aparecí yo con mis pantalones vaqueros y mi camiseta roja, magullado y sin afeitar. El taxista me miró raro, probablemente no hacía muchas carreras con tipos que olían a sándalo, y menos con destino a una comisaría de policía. Ratón presentó su cabeza al taxista mientras yo pagaba a través de la ventanilla del conductor, y recibió una sonrisa y una educada caricia detrás de las orejas como respuesta.
Ratón tiene mejores habilidades sociales que yo.
Me volví para caminar hacia la estación, guardando obstinado mi dinero en la cartera con la tiesa mano izquierda mientras caminaba con mi mascota a mi lado.
De repente se me erizaron los pelos de la nuca al acercarme a las puertas de cristal y advertir un reflejo en ellas.
Un coche se había detenido al otro lado de la calle, detrás de mí, justo debajo de una señal de prohibido aparcar. Distinguí una vaga sombra en el interior del vehículo, un sedán blanco que no conocía y que sin duda no era el coche gris oscuro que me había sacado de la carretera. Pero mi instinto me dijo que alguien me estaba siguiendo. No se aparca ilegalmente, frente a una comisaría de policía nada menos, solo porque estás aburrido.
Ratón dejó escapar un gruñido grave que aumentó mi alerta. Ratón rara vez hacía ruido. Yo había empezado a pensar que cuando lo hacía era porque había alguna presencia oscura cerca: magia maligna, vampiros hambrientos y mortíferos nigromantes se habían ganado gruñidos de advertencia. Pero al cartero no le decía ni pío.
Por lo tanto, considerando las pistas, alguien de la acera mala de mi calle sobrenatural me estaba siguiendo por toda la ciudad. Aquello no me gustaba. Normalmente suelo saber a quién estoy fastidiando y por qué. Cuando una investigación llega al punto en el que alguien me está siguiendo suele haber ya al menos una escena del crimen y tal vez un cadáver o incluso dos.
Ratón gruñó otra advertencia.
—Lo veo —lo tranquilicé en voz baja—. Calma. Sigue caminando.
Se calló, y no nos detuvimos hasta llegar a la puerta.
Enseguida apareció Molly Carpenter para abrirnos.
La última vez que vi a Molly era una torpe adolescente de piernas flacas y curiosos ojos brillantes cuyos movimientos vacilantes se compensaban con una atractiva confianza en sí misma que acompañaba de frecuentes sonrisas y carcajadas. Pero aquello había sido años atrás.
Desde entonces, Molly había crecido.
Había salido bastante a su madre, Charity. Ambas eran altas para la media femenina, a solo tres o cuatro centímetros del metro ochenta, ambas rubias, de piel clara y ojos azules, y ambas estaban construidas como la proverbial casa de ladrillo. Es decir, lograban combinar de alguna manera fuerza, gracia y belleza y mostrar tales cualidades tanto en su porte, expresión y movimiento como en su apariencia.
Charity era una rosa forjada de acero inoxidable. Molly podría haber sido su yo más joven.
Por supuesto, era dudoso que Charity hubiera llevado alguna vez un atuendo como el de Molly.
Consistía en una larga falda negra de gasa hecha jirones en varios lugares, supuestamente siguiendo un patrón artístico. Debajo llevaba unas medias de rejilla que mostraban más pierna y cadera de lo que le gustaría a cualquier madre. Las medias también estaban parcheadas artísticamente para mostrar la piel pálida y suave del muslo y la pantorrilla. En los pies calzaba botas de combate del ejército atadas con cordones de neón de color rosa y azul. Por arriba llevaba una apretada camiseta de tirantes de fina tela blanca estirada por la curva de sus pechos y una corta chaqueta negra de bolero con el vistoso logo de algo llamado «¡SplatterCon!» en letras rojas. Guantes de cuero negro le cubrían las manos.
Pero, paciencia, aquello no era todo.
Se había teñido su pelo rubio de diferentes colores, una mitad rosa chicle, la otra azul cielo, y lo llevaba cortado a una longitud uniforme que terminaba justo por debajo de la barbilla y le dejaba el rostro cubierto por una cortina de pelo. Usaba un montón de maquillaje, demasiado lápiz de ojos y pintura de labios negra. Aros brillantes de oro relucían en ambas fosas nasales, el labio inferior y la ceja derecha, y lucía una tachuela dorada justo debajo del labio inferior. Se entreveían unas protuberancias en forma de barra en las puntas de sus pezones, donde el tejido fino ensalzaba en lugar de ocultar.
No quería saber qué más había sido perforado. Y sé que era así porque me lo repetí a mí mismo como un mantra. No quería saber, vale, pero demonios, no dejaba de ser intrigante.
Paciencia, todavía no he terminado.
Tenía en el lado izquierdo del cuello el tatuaje de una serpiente deslizante y pude ver las patillas y curvas de algún tipo de diseño tribal asomar por el escote de su camiseta. Otro diseño de bucles y espirales le cubría la parte de atrás de la mano derecha y desaparecía bajo la manga de la chaqueta.
Me miró con una ceja arqueada, esperando que reaccionara. Su postura y expresión se esforzaban por decirme que ella era demasiado guay para importarle lo que yo pensara, pero casi podía saborear la incertidumbre y la ansiedad que trataba de ocultarme.
—Qué de tiempo sin verte —dije finalmente.
—Hola, Harry —respondió ella. Las palabras le salieron un poco espesas y noté un brillo dorado cerca de la punta de su lengua.
Por supuesto.
—Es extraño —dije—. No veo que estés en la cárcel.
—Ya lo sé —admitió. Se las arregló para mantener un tono de voz estable, pero la cara y la garganta se le tiñeron de rosa por la culpa. Cambió de postura y un sonido extraño salió de su boca. Cielos.
Se daba golpecitos en los dientes con el piercing de la lengua cuando estaba nerviosa. Seguro que lo había convertido en un tic.
—Oh. Supongo que debo pedirte disculpas. Eh…
Se puso nerviosa. No hice nada para impedirlo. Un largo silencio aumentó aquellos nervios, pero no tenía intención de salir cortésmente en su ayuda.
Ratón se sentó entre Molly y yo, mirándola fijamente.
Molly le sonrió al perro y se agachó para acariciarlo.
Ratón se tensó, y un ruido bajo salió de su pecho. Molly acercó la mano de nuevo y el pecho de mi perro de pronto retumbó con un gruñido profundo y alerta.
La última vez que Ratón le había gruñido a algo —en realidad casi la última vez que hizo ruido— fue cuando un hechicero loco avanzó hacia mí con la intención de destriparme y de paso convocó a una cobra demonio de seis metros de largo para matar a mi perro. Fue Ratón el que la mató a ella. Entonces, por orden mía, mató también al hechicero.
Y ahora estaba gruñéndole a Molly.
—Pórtate bien —le dije con firmeza—. Es una amiga.
Ratón me miró y guardó silencio. Se sentó tranquilamente cuando Molly le permitió olerle la mano y le acarició las orejas, sin embargo, su lenguaje corporal no cambió; seguía alerta.
—¿Desde cuándo tienes perro? —preguntó Molly.
Ratón estaba asustado, aunque no de la misma forma que cuando los malos de verdad estaban cerca. Interesante. Conservé la neutralidad en mi tono de voz.
—Desde hace un par de años. Se llama Ratón.
—¿De qué raza es?
—Es un dogosauro de las Highlands occidentales —dije.
—Es enorme.
No dije nada, y la chica se puso aún más nerviosa.
—Lo siento —dijo al fin—. Te mentí para conseguir que vinieras.
—¿En serio?
Hizo una mueca.
—Lo siento. Yo solo… de verdad que necesito de tu ayuda. Pensé que si hablaba contigo en persona, puede que… quiero decir…
Suspiré. Independientemente de lo curiosamente redondeada y apretada que lucía la camiseta no dejaba de ser una niña.
—Las cartas sobre la mesa —dije—. Supusiste que si conseguías hacerme venir aquí, agitarías las pestañas y lograrías de mí lo que realmente quieres que haga.
Apartó la mirada.
—No es así.
—Es exactamente así.
—No —comenzó—. No quiero que esto parezca algo malo…
—Me has manipulado. Te has aprovechado de mi amistad. ¿Cómo no va a ser algo malo? —Apareció de nuevo mi dolor de cabeza—. Dame una razón por la que no deba darme la vuelta y marcharme ahora mismo.
—Mi amigo está metido en problemas —dijo—. Yo no puedo ayudarle, pero tú sí.
—¿Qué amigo?
—Se llama Nelson.
—¿Está en la cárcel?
—Él no lo hizo —me aseguró.
Ellos nunca hacían nada.
—¿Es de tu edad? —pregunté.
—Casi. —Arqueé una ceja—. Dos años mayor. —Lo arregló.
—Entonces dile a ese Nelson en edad legal que debe llamar a un agente de fianzas.
—Ya lo hemos intentado. No pueden hacer nada antes de mañana.
—Entonces dile que haga de tripas corazón y pase una noche en la cárcel o bien que llame a sus padres. —Me volví para irme.
Molly me agarró de la muñeca.
—No puede —dijo con desesperación en la voz—. No tiene a nadie a quien llamar. Es huérfano, Harry.
Dejé de andar.
Maldita sea.
Yo también era huérfano. No había sido divertido. Os podría contar algunas historias, pero he convertido en una política personal no revisarlas a menudo. Fue una pesadilla que comenzó con la muerte de mi padre y a la que siguieron años y años con una aguda sensación de perpetua soledad. Sí, existe un sistema de atención para huérfanos, pero está lejos de ser perfecto y es, después de todo, un sistema. No es una persona que te cuida. Son formularios y fotocopias y gente con nombres que olvidas rápidamente. Los niños con suerte son colocados al azar con padres adoptivos que se preocupan por ellos. Sin embargo, para los cachorros que no son elegidos la vida se convierte en una gran lección sobre cómo cuidar de uno mismo, simplemente porque no hay nadie en este mundo que se preocupe lo suficiente para hacerlo por ti.
Es una sensación horrible. No quiero experimentar ni siquiera un vago recuerdo de aquello, pero si oigo la palabra «huérfano» en voz alta, el vacío asociado al miedo y al dolor silencioso que sentí aparece corriendo desde detrás de las esquinas más oscuras de mi mente. Durante mucho tiempo había sido tan estúpido como para creer que podía manejarlo todo por mi cuenta. Sin embargo, no era más que vanidad. Nadie puede con todo solo. A veces necesitas a alguien que te ayude, incluso si esa ayuda viene de alguien que no te entrega más que un poco de su tiempo y de su atención.
O te saca de la cárcel.
—¿En qué anda metido tu amigo Nelson?
—Asalto a mano armada y acción imprudente. —Se tomó un respiro y añadió—: Es una larga historia. Pero es un chico dulce, Harry.
No hay ni una fibra violenta en su ser.
Lo que me recordó lo joven que era Molly en realidad. Hay fibras violentas en el cuerpo de todo el mundo, si se les examina con suficiente profundidad. Alrededor de doscientas seis.
—¿Y tu padre? Él siempre está salvando gente.
Molly dudó un segundo. Las mejillas se le pusieron rosadas.
—Eh… A mis padres no les gusta mucho Nelson, sobre todo a papá.
—Ah —dije—. Nelson es de ese tipo de amigos. —Las cosas se empezaban a complicar. Hice la pregunta capciosa—. ¿Por qué es tan importante para él salir esta noche?
Aquí viene.
Molly me soltó la muñeca.
—Porque podría estar en peligro. En esa clase rara de peligro. Necesita de tu ayuda.
Y allí estaba.
A veces es casi como si fuera adivino.