Capítulo 12
No pasaron más de dos o tres segundos antes de que Rawlins sacara la linterna y la encendiera. La luz brilló blanca y limpia durante apenas medio segundo, pero enseguida se atenuó, como si algún tipo de hollín grasiento la hubiera cubierto, de tal modo que la luz, aunque todavía brillante, se tornó tan vaga y velada que lograba poco más que emitir un débil resplandor a tal vez tres palmos de distancia de Rawlins.
—¿Qué demonios? —dijo, y sacudió la linterna un par de veces. Tenía la mano en el arma, con la correa de sujeción quitada, pero no lo había sacado todavía. Era un buen hombre. Sabía tan bien como yo que en el hotel habría muchos más asistentes dominados por el pánico que amenazas potenciales.
—Intentémoslo con la mía —le dije, y me quité de alrededor del cuello el pentáculo de plata sin separarlo de su cadena. Un susurro suave y un esfuerzo de voluntad bastaron para que el amuleto comenzara a emitir una luz pura azul plateada, que hendió la oscuridad a nuestro alrededor y la destruyó tan rápido como había llegado. Ahora podíamos ver en un radio de cinco metros. Más allá de eso solo había una tenue indeterminación, no tanto una nube o una neblina como una simple falta de luz.
Agarré mi bastón con la mano derecha y canalicé gran parte de mi voluntad a través de él, surcando con los dedos las espirales de las runas y sellos a lo largo de su longitud para iluminar el entorno con una luz suave y anaranjada.
Rawlins me miró un momento.
—¿Qué diablos está pasando? —me preguntó.
Se oían pasos a la carrera y gritos y llantos en la oscuridad. Sonaban ahogados, amortiguados de alguna manera. Una de los dos «vampiras» adolescentes penetró en mi círculo de luz azulada de mago, sollozando. Varios jóvenes hicieron lo propio de manera atropellada un momento después, tan cegados que casi la pisotean. Rawlins agarró a la chica con un gruñido.
—Disculpe, señorita.
Y la apartó del paso. La levantó a base de fuerza bruta y la empujó suavemente contra la pared. La obligó a mirarlo y le dijo:
—Siga la pared por este lado de la puerta. Manténgase pegada a ella hasta que salga.
Ella asintió, las lágrimas habían convertido su maquillaje en un alud de rímel. Se alejó a trompicones, siguiendo las instrucciones de Rawlins.
—¿Fuego? —espetó Rawlins volviéndose hacia mí—. ¿Es eso humo?
—No —dije—. Créeme. Sé lo que es un edificio en llamas.
Me miró de manera extraña, agarró a una mujer mayor que pasaba por allí a ciegas y le indicó que siguiera la pared hacia la puerta de salida. Entonces se estremeció y cuando expulsó aire, este salió de su boca en forma de una larga columna helada de vapor. La temperatura había bajado tal vez cuatro o cinco grados en el espacio de un minuto.
Luché por ignorar los sonidos de la gente asustada en la oscuridad y me centré en mis sentidos mágicos. Al acercarme al frío y la oscuridad, me topé con un tipo de hechizo vagamente familiar, aunque no lograba recordar con exactitud dónde me lo había encontrado antes.
Giré sobre mí mismo con los ojos cerrados, formando un lento círculo, y sentí la oscuridad tornándose más profunda, más negra a medida que me ponía de frente al pasillo que conducía a la recepción del hotel. Di un paso hacia allá y la oscuridad se espesó ligeramente. La fuente del hechizo debía de estar en aquella dirección. Apreté los dientes y avancé.
—Eh —dijo Rawlins—. ¿Adónde vas?
—El malo de la película se encuentra en esta dirección —le dije—. O al menos hay algo. Tal vez sea mejor que te quedes aquí para ayudar a la gente a salir de forma segura.
—Tal vez sea mejor que cierres tu estúpida boca —respondió Rawlins con un forzado buen humor. Parecía asustado, pero sacó su arma y mantuvo el cañón bajo, cerca del costado mientras sostenía la inútil linterna en la otra mano—. Te cubriré.
Le hice un gesto con la cabeza, di media vuelta y me interné en la oscuridad con Rawlins a la zaga. Los gritos estallaban a nuestro alrededor, a veces acompañados por la visión de gente aterrorizada y perdida. Rawlins les empujaba hacia las paredes, les ladraba en un tono de pura autoridad paternal que permanecieran cerca de ellas para desplazarse con cuidado hacia las salidas. La oscuridad comenzó a ejercer una gran presión cerca de mí y me suponía un enorme esfuerzo de voluntad sostener la luz de mi amuleto contra ella. Al avanzar otros cuantos pasos, el aire se tornó aún más frío. Caminar hacia delante se convirtió de repente en un esfuerzo sublime, igual que caminar con el agua hasta la cintura. Había que empujar. Oí un gruñido de esfuerzo salir de mi boca.
—¿Qué sucede? —preguntó Rawlins con voz tensa.
Pasamos bajo una de las luces de emergencia del hotel. Los focos apenas proyectaban unos anillos de luz naranja contra las tinieblas, hasta que la luminosidad de mi amuleto disolvió las sombras.
—Magia negra —gruñí entre dientes—. Es una especie de hechizo para evitar nuestro avance.
Rawlins soltó un suspiro y murmuró:
—Dios mío. Magia. Esto no puede ser real.
Me detuve y lo miré fijamente por encima del hombro.
—¿Estás conmigo o no?
Tragó saliva mientras miraba unos tenues círculos de luz, lo único visible de otra serie de luces de emergencia.
—Mierda —murmuró, secándose una repentina perla de sudor que había asomado a su frente a pesar del aire frío—. ¿Es necesario que te dé un empujón o algo así?
Solté un ladrido de risa tensa y obligué a mi poder a arremeter con dureza contra la oscuridad, a cortar con el machete de mi voluntad hasta que empecé a crear una ruta a través de la negrura y a ganar velocidad. Mientras lo hacía, el sentido del hechizo me quedó mucho más claro.
—Esto viene de delante de nosotros —me aventuré a decir—. De la primera sala de conferencias del pasillo.
—La tienen preparada para las películas —dijo Rawlins. Cogió a un hombre maduro, sollozante y aterrorizado y lo desvió hacia la pared al tiempo que le espetaba las mismas órdenes de siempre—. Dios, estaba llena hasta los topes. Si ha cundido el pánico entre la multitud…
No terminó la frase, y no era necesario. En Chicago se había dado más de una muerte a causa de un pánico repentino en una sala de cine. Redoblé mis esfuerzos y eché a correr con dificultad hasta llegar a un par de puertas que conducían a la primera sala de conferencias. Una de ellas estaba cerrada y la otra había sido abierta con tanta fuerza que se había desencajado de una de las bisagras.
Desde el interior de la sala llegó un repentino estallido de gritos de terror, y no se trataba de los gritos enlatados de las películas de terror. Eran gritos reales. Gritos primitivos de una intensidad tan salvaje que era difícil creer que provinieran de una garganta humana. Gritos que en realidad solo oyes cuando están sucediendo cosas terribles.
Rawlins sabía lo que significaban. Escupió una maldición por lo bajo, poniendo el arma en posición de ataque, y nos precipitamos hacia el interior de la sala hombro con hombro.
La oscuridad se apoderó de mí en cuanto entré. El aire pareció cuajarse en una especie de gelatina, de tal modo que mover las piernas hacia delante se convirtió de repente en una lucha. Bufé de pura frustración y transformé aquel sentimiento en una renovada dosis de voluntad para mi amuleto de plata. El suave resplandor que emanaba del símbolo se convirtió en un intenso foco blanco y cobalto que hacía retroceder a las tinieblas, apartándolas de mi camino. La gran sala estaba cubierta de sombras; sin embargo, ya no existía aquella agobiante oscuridad mágica.
Era una sala larga, de alrededor de veinte metros y tal vez la mitad de ancho. En el otro extremo se encontraba la gran pantalla de proyección con dos columnas de sillas frente a ella. En un punto del pasillo entre los asientos, un proyector funcionaba a una velocidad tan frenética que de los rollos de celuloide se elevaba una columna de humo. La película proyectada todavía aparecía claramente en la pantalla, un frenético montaje desenfocado de caras e imágenes de una película de terror clásico de principios de los años ochenta. La banda sonora se oía como un solo aullido largo y penetrante.
Aún había una veintena de personas en la sala. Una anciana estaba justo al lado de la puerta, acurrucada de costado en el suelo, llorando de dolor. Cerca, una silla de ruedas yacía volcada y un hombre con unos agarres de algún tipo en las piernas y las caderas había caído en una posición incómoda y dolorosa de la que no se podía levantar. Uno de sus brazos estaba visiblemente roto, el hueso asomaba entre la piel. Otras personas buscaban el amparo de las paredes o se metían debajo de las sillas. Cuando mi luz de mago inundó el lugar, se levantaron y comenzaron a salir como podían, todavía gritando de terror.
Justo delante de mí había cuerpos y sangre.
No se podía ver mucho. Eran tres personas rodeadas de gran cantidad de sangre. Una cuarta, una mujer joven, se arrastraba hacia la puerta emitiendo gemidos desesperados.
Un hombre se acercó a ella. Medía más de dos metros y estaba tan musculado que parecía deforme; no eran músculos de culturista, sino la tosca forma que se adquiere con un trabajo físico incansable. Llevaba un mono, una camisa azul y una máscara de hockey, y portaba una larga y curvada hoz en la mano derecha. Ante mis ojos, dio un par de largas zancadas hacia adelante, cogió a la chica por los cabellos y colocó su cuerpo en un arco extraño. Acto seguido levantó la hoz que portaba en la mano derecha.
Rawlins no se molestó en ofrecerle la oportunidad de rendirse. Adoptó la posición de disparo a apenas tres metros de él y disparó tres veces en la cabeza del loco enmascarado.
El hombre se sacudió y se dobló un poco. Soltó los cabellos de la chica con brusquedad y la lanzó a un lado con una fuerza terrible y casual. La chica cayó sobre una fila de sillas y dejó escapar un grito de dolor.
Entonces el loco se volvió hacia Rawlins y, a pesar de la máscara que ocultaba sus facciones, la inclinación de su cabeza y la tensión de su postura evidenciaban que estaba furioso. Se dirigió hacia el policía. Este le disparó otras cuatro veces más. Unos destellos de color blanco brillante iluminaron al loco y a toda la sala.
El gigante bajó la hoz contra Rawlins. Por pura inercia, el policía la interceptó con su larga linterna. Saltaron chispas de la carcasa de acero, pero la luz siguió encendida. El maniaco retorció la hoz, de modo que la punta abrió un surco en el antebrazo de Rawlins. El policía gruñó. La linterna cayó al suelo. El loco alzó de nuevo la hoz.
Me preparé, levanté mi bastón y mi voluntad y grité:
—¡Forzare!
Un poder invisible surgió de mi bastón, pura energía cinética que arrasó el aire y golpeó al loco como una bola de demolición. El golpe lo lanzó volando hacia el pasillo derribando el proyector en su caída. Se hizo pedazos. El loco lo golpeó sin disminuir la velocidad. El vuelo continuó hasta la pantalla de proyección, la cual atravesó desgarrando la tela, y el maníaco acabó golpeándose contra la pared del fondo con un impacto estruendoso.
Me sumí en un agotamiento repentino, el esfuerzo del hechizo drenó de manera enorme mi energía y tuve que plantar mi bastón en el suelo para no caerme. Mi dolor de cabeza retornó vengativo y las luces de mi amuleto y del bastón se desvanecieron.
Se oyeron unos cuantos gritos más, además del sonido rápido y ligero de varios pies asustados, y me di la vuelta. Vi a alguien huir de la sala con el rabillo del ojo, pero no logré ver quién era. Un segundo más tarde, todo regresó a la normalidad y las luces volvieron a encenderse. El proyector roto seguía haciendo girar el rollo a velocidad reducida mientras una lengua suelta de película azotaba la cubierta rota.
Rawlins avanzó hacia la pantalla con los ojos muy abiertos, pistola en mano, la mirada fija en el otro extremo de la habitación. Al llegar junto a la pantalla miró detrás de ella con el arma en posición. Echó un vistazo a su alrededor durante un segundo y luego me buscó con la mirada, desconcertado.
—No está aquí —dijo Rawlins—. ¿Lo has visto irse en aquella dirección?
No me quedaban fuerzas para hablar en aquel momento. Sacudí la cabeza.
—Hay un hueco en la pared —informó—. Está cubierto de… no sé, de una especie de baba.
—Se ha ido —gruñí. Entonces me acerqué a las personas heridas. Dos de ellos eran hombres jóvenes, la tercera era una mujer—. Ayúdame.
Rawlins enfundó su arma y me ayudó a incorporarme. Uno de los jóvenes estaba muerto. Tenía en el muslo un corte en forma de medialuna que había seccionado una arteria. Otro estaba felizmente inconsciente, con un golpe en la cabeza y varios horribles centímetros de tripas asomando sanguinolentos de su vientre. Temí que si lo movíamos se le saldrían las vísceras. La chica estaba viva pero la punta de la hoz había dibujado un par de largas líneas en su espalda, a lo largo de la columna vertebral, y los cortes eran crueles y profundos. Se veían pedacitos de hueso y estaba tendida sobre su vientre, con los ojos abiertos y parpadeantes, pero totalmente desenfocados. O no quería o no podía moverse.
Hicimos lo que pudimos por ellos, que no fue mucho más que quitar los manteles de las mesas con vasos de agua de la esquina e improvisar suaves almohadillas para colocarlas debajo de las heridas abiertas. La segunda chica estaba tendida de lado, no muy lejos, sollozando histéricamente. Examiné a la anciana, que acababa de perder el sentido. Acomodé al hombre que había caído de su silla de ruedas en una posición ligeramente más confortable y me dio las gracias con un movimiento de cabeza.
—Ocúpate de la otra víctima —dijo Rawlins. Colocó el mantel doblado bajo el abdomen abierto del muchacho, ejerciendo una presión suave sobre él al tiempo que sacaba su radio. Un caos de sonidos chirriantes mezclados con comentarios y estática salieron de ella, pero se las arregló para conseguir pedir ayuda.
Acudí junto a la muchacha que lloraba, una morena pequeñita que llevaba una vestimenta parecida a la de Molly. Había sido golpeada con saña, y teniendo en cuenta la forma en la que estaba tendida en el suelo era evidente que no podía moverse sin sentir un dolor agónico. Me acerqué a ella y me apoyé con suavidad en su hombro izquierdo.
—Estate quieta —le dije en voz baja—. Es la clavícula, creo. Sé que duele como mil demonios, pero te vas a poner bien.
—Me duele, me duele, me duele, me… —jadeó.
Busqué su mano y la apreté firmemente. Ella respondió con una desesperada presión.
—Vas a estar bien —le dije.
—No me deje —gimió ella. Su mano casi aplastaba la mía—. No me deje.
—Está bien —le dije—. Estoy aquí mismo.
—¿Qué diablos es esto? —dijo Rawlins jadeando. Miró a su alrededor, al cadáver, a la pantalla de cine, al hueco en la pared de más allá—. Ese era el segador, el maldito segador. De las películas de Suburban Slasher. ¿Qué psicópata se viste como el segador y empieza a…? —Su rostro se retorció a causa de unas repentinas náuseas—. ¿Qué diablos es esto?
—Rawlins —dije elevando el tono para llamar su atención.
Sus ojos asustados se quedaron fijos en los míos.
—Llama a Murphy —le pedí.
Me miró fijamente durante un segundo y luego dijo:
—Mi capitán es el que tiene que realizar esa llamada. Lo decidirá él.
—Tú verás —le dije—. Sin embargo, Murphy y sus chicos podrían hacer algo al respecto. Tu capitán no. —Hice un gesto con la cabeza hacia el cadáver—. Y no podemos andarnos con chiquitas.
Rawlins me miró. Acto seguido miró al chico muerto. Entonces asintió una sola vez y tomó de nuevo su radio.
—Duele —gimió la chica, casi sin aliento por el dolor—. Duele, duele, duele…
La cogí de la mano y le di varios torpes golpecitos con mi mano enguantada, la izquierda. Se oían sirenas aproximándose.
—Dios mío —dijo Rawlins de nuevo. Sacudió la cabeza—. Dios mío, Dresden. ¿Qué ha pasado aquí?
Me quedé mirando el enorme desgarrón en la pantalla de cine y la mella en forma de segador sobre los paneles de madera de la pared de detrás. Una gelatina transparente, la forma física del ectoplasma, la materia del mundo de los espíritus, resplandecía contra la madera rota. En cuestión de minutos se evaporaría y no dejaría nada atrás.
—Dios mío —susurró Rawlins de nuevo, el aturdimiento reflejado aún en su voz—. ¿Qué ha pasado aquí?
Sí.
Buena pregunta.